Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

La orientación de la política exterior. El rey y los secretarios de Estado

Emilio La Parra López


Universidad de Alicante



En el proceso de reorganización de la administración central emprendido al establecerse en España la Casa de Borbón, las relaciones exteriores de la monarquía quedaron encomendadas a la Secretaría de Estado. Así lo estableció el real decreto de 1714 por el que se implantaba en España el sistema ministerial. La «Secretaría de Estado» -de esta forma es designada en el texto- era competente en las negociaciones y correspondencias con otros soberanos y con sus ministros y en los negocios con los países extranjeros. Tres años más tarde un nuevo decreto de Felipe V especificó algo más estos cometidos:

La Secretaría de Estado y negocios Extrangeros deberá correr con toda la correspondencia de las Cortes extrangeras y nominación de Ministros para ellas; tratados con las demás Coronas o Príncipes, representación, quejas y pretensiones de los que no son mis súbditos o de los Ministros de Príncipes extrangeros en materias pertenecientes a Estado o Regalías; decretos para gastos que se hayan de hacer por razón de Estado o paga de Ministros que residan de mi orden fuera de mis Reynos, y la formación de sus despachos, títulos, cédulas o patentes. Por esta misma razón deberán correr por esta vía mis resoluciones de todas las consultas que en qualquiera de estas materias se me hicieren, tanto por Tribunales de oficio, como por otras Juntas o Ministros particulares de mi orden, y la expedición de mis decretos que yo mandare expedir en los negocios de esta naturaleza.1



Desde el establecimiento de la «Nueva planta de las Secretarías del Despacho», como reza el citado real decreto de 1714, la de Estado fue considerada la primera de las secretarías. Esta preeminencia se fue consolidando a lo largo de la centuria y sus competencias se fueron incrementando, sobre todo a su paso por ella del conde de Floridablanca, de modo que en 1788, al comenzar Carlos IV su reinado, además de todo lo relativo a los asuntos exteriores, entendía en un sinnúmero de negocios internos de extraordinaria importancia, como el gobierno de los reales sitios y las cuestiones relativas a los nacimientos y muertes de las personas de la familia del rey, lo concerniente a la grandeza de España y a las órdenes militares, casi todo lo relacionado con la enseñanza y la política cultural y científica, sanidad y centros de beneficencia, bienes mostrencos y vacantes, correos y carreteras, policía de Madrid e incluso algunos aspectos relativos a la Inquisición.

El secretario de Estado se convirtió en el ministro principal del rey y dado el extenso campo de su responsabilidad era quien, de hecho, estaba en condiciones de marcar las líneas políticas generales de la monarquía. Así fue reconocido tanto en las cortes y países extranjeros, como en el interior de la monarquía, aunque en este último ámbito la preeminencia del secretario de Estado no siempre se asumió sin crítica. La alta aristocracia, sobre todo, consideró lo que denominó «despotismo ministerial» (la acusación fue lanzada primero contra Floridablanca y, más adelante, contra Godoy) como una seria tergiversación de la constitución histórica de la monarquía española. Con todo, como ha escrito José Antonio Escudero, los titulares de las restantes secretarías se acostumbraron a actuar en la práctica, salvo contadísimas excepciones, como meros sujetos pasivos de lo que decidían el rey, la reina y el secretario de Estado2.

No conviene olvidar, a pesar de todo y por más que sea bien sabido, que la española era una monarquía absoluta y, por consiguiente, sólo el rey disponía de la soberanía plena en todos los ámbitos. Los secretarios de Estado, en consecuencia, eran meros servidores del rey, sus ministros. En virtud de este principio fundamental se desarrolló el gobierno de la monarquía española.

No fue excepción en este punto el reinado de Carlos IV en lo relativo a la política exterior, que es lo que interesa examinar en este momento. Casi se ha convertido en axioma afirmar que Carlos IV se desentendió de los asuntos de gobierno y dejó hacer a sus ministros, en particular a Manuel Godoy, a quien quizá con excesivo apresuramiento se le han atribuido poderes que no ejerció y decisiones que no fueron suyas, fundamentalmente durante el tiempo que ocupó la secretaría de Estado (de noviembre de 1792 a marzo de 1798). Hace unos años, Carlos Seco llamó la atención sobre el protagonismo de Carlos IV en la dirección de los asuntos exteriores3. Creo, en efecto, que las líneas básicas de la política exterior española y las decisiones más relevantes durante este reinado fueron obra personal del monarca, quien en éste, como en otros aspectos, no dejó de contar con el parecer de su esposa la reina Mª Luisa de Parma4. Por consiguiente, en lo relativo a los asuntos realmente graves para la monarquía española los secretarios de Estado quedaron reducidos durante este reinado casi siempre al papel de meros ejecutores de la voluntad real y carecieron de autoridad para actuar por su cuenta o, cuanto menos, para mantener determinadas decisiones. Es más, cuando no existió plena sintonía entre el rey y el secretario de Estado de turno, Carlos IV prescindió de él. En este punto no fue excepción Godoy mientras desempeñó el cargo.

Ahora bien, a finales de 1801 se produjo un cambio sustancial. Hasta entonces Carlos IV mantuvo la tradición de gobierno heredada de sus antecesores de la Casa de Borbón, pero en la fecha aludida todo se transformó como consecuencia del nombramiento de Godoy como generalísimo de los ejércitos. Esta alteración afectó de lleno a la actuación de los secretarios del Despacho, incluido el de Estado, de manera que marca un nuevo tiempo en los usos de gobierno de la monarquía española del Antiguo Régimen. Por otra parte, tuvo consecuencias importantes en la forma de resolver Napoleón en Bayona la crisis dinástica provocada por el sector de la nobleza y del clero organizado en torno al príncipe de Asturias, el futuro Fernando VII, protagonistas del golpe de Estado de Aranjuez en marzo de 1808. Las páginas que siguen intentan contribuir a una interpretación de este hecho.

Las relaciones exteriores constituyen una de las claves fundamentales, quizá la más decisiva, para explicar los cambios de gobierno y, en consecuencia, las vicisitudes de la política general durante el reinado de Carlos IV, quien, como se acaba de decir, marcó las líneas fundamentales en este punto. Tres asuntos fueron objeto de la máxima preocupación -podría hablarse, incluso, de obsesión- para este monarca:

  1. El mantenimiento de la monarquía española y de su integridad territorial, incluido el imperio ultramarino.
  2. El cumplimiento de ciertos objetivos dinásticos.
  3. El apoyo a la religión católica.

En lo sustancial, Carlos IV no hizo dejación de su autoridad cuando se trataba sobre algún asunto referido a estos tres campos. Sin embargo, el rey y, más aún, los integrantes de su gobierno, actuaron en todo momento coartados por la convulsión revolucionaria en Francia, el estado casi permanente de guerra entre este país e Inglaterra y el compromiso creciente de la monarquía española en este enfrentamiento. Todo ello, unido a la patente crisis interna, política y económica, de la monarquía española, determinó que España no estuviera en condiciones de desarrollar una vía propia en el sistema de relaciones internacionales de la época. También habría que considerar las limitaciones de las personas encargadas de dirigir la diplomacia española, aunque éste es un aspecto necesitado de mayor conocimiento historiográfico5.

Francia fue, sin duda, el condicionante fundamental de la posición de España en el exterior, pero también, y de manera muy acusada, influyó en la política interior de la monarquía de Carlos IV, siempre afectada ésta directamente por los cambios políticos ocurridos en el país vecino y por los intereses cambiantes de sus dirigentes.

Para la Francia posterior a 1789, España era un país anquilosado, amordazado por la Inquisición y el clericalismo y atenazado por un decadente sistema absoluto minado por la corrupción y la incompetencia6. La monarquía española, por tanto, fue considerada el polo opuesto sucesivamente de la República y del Imperio. Sin embargo, los dirigentes franceses de uno y otro régimen mostraron gran interés por mantener buenas relaciones con España, fundamentalmente porque creyeron que necesitaban de su concurso naval para luchar contra Inglaterra, porque el imperio español constituía un mercado imprescindible para la producción manufacturera francesa y porque Francia precisaba de la plata americana para la acuñación de moneda. La utilidad de España aumentaría en la medida en que la decadente monarquía saneara determinados aspectos en el interior, de ahí el interés francés -varias veces declarado de forma directa, sin rodeos, por sus representantes diplomáticos en la corte española- en contribuir a la política reformista e intervenir, incluso, en la composición de los gobiernos españoles. Este intervencionismo, casi siempre interpretado aquí como intento de contaminación de los principios revolucionarios, dio lugar a una situación de constante tensión diplomática y de mutua desconfianza entre ambos países, que, sin embargo, no fue obstáculo para la cooperación bilateral, salvo en un breve periodo de tiempo durante los primeros años de la Revolución.

Desde el primer momento del reinado de Carlos IV, el nuevo concepto de soberanía nacional de la Asamblea francesa acabó con el sistema basado en el Pacto de Familia y con ello quedó truncada la línea básica de la actuación en el exterior de la monarquía española, hasta llegar a la ruptura de relaciones diplomáticas entre los aliados históricos e incluso a la guerra en 1793-95. Como ha observado Seco, no fue ésta una guerra al estilo antiguo, motivada por consideraciones políticas o territoriales, sino una confrontación ideológica7. La determinación de Carlos IV de salvar al jefe de la Casa de Borbón se impuso a los deseos de sus dos secretarios de Estado (primero Aranda e inmediatamente, Godoy) de mantener neutral a España en un conflicto para el que no disponía de efectivos militares suficientes ni de preparación material adecuada. En el trascurso de esta guerra quedó patente la posición subsidiaria de España, de modo que, una vez formalizada la paz en Basilea, el Directorio pudo lograr de la monarquía española no sólo la firma de una alianza sobre bases nuevas, muy diferentes a las del Pacto de Familia, sino también el reconocimiento de la República, con lo cual la posición exterior de España quedó sumamente comprometida ante el resto de las monarquías europeas. Este compromiso se acentuó a partir del 18 Brumario. Napoleón Bonaparte supeditó por completo España a los intereses del Consulado y luego del Imperio, y los gobernantes españoles, siempre en condiciones desfavorables, se vieron obligados a negociar y a colaborar con Francia al compás marcado por los intereses de ésta. Como resultado de ello, España se vio comprometida en una larga y costosa guerra contra Inglaterra y ni siquiera le fue posible, en situaciones especialmente complicadas, comprar la neutralidad, como quedó patente en la negociación del Tratado de Subsidios de 1803, como ha demostrado André Fugier.

La influencia de la monarquía británica en los asuntos internos españoles no fue tan intensa ni directa como la francesa, pero no por eso dejó de existir. Aparte de la actividad desarrollada por agentes ingleses desde Portugal, en lo cual habría que incidir más de lo que hasta ahora se ha hecho, a partir de la firma del tratado de alianza entre España y Francia en 1796 se constituyó un denominado «partido inglés» que actuó cuanto pudo para oponerse a las decisiones en materia exterior de los gobiernos de Carlos IV. Este «partido», cuyos rasgos no permiten parangón alguno con lo que más tarde serán los partidos políticos, aglutinó, ante todo, a aristócratas y sectores sociales relacionados con la actividad mercantil descontentos con la excesiva dependencia en que según ellos estaba la monarquía española respecto a Francia y alcanzó su máxima capacidad de acción a partir de 1802, como consecuencia del matrimonio, ese año, del príncipe de Asturias, Fernando, con la hija de los reyes de Nápoles, Mª Antonia8. La nueva princesa de Asturias mantuvo una estrecha relación epistolar con su madre, la reina Mª Carolina, decidida partidaria del alineamiento de las monarquías europeas con Inglaterra. La muerte, en 1806, de la princesa de Asturias y la ocupación casi al mismo tiempo del reino de Nápoles por los franceses deshicieron este núcleo pro británico constituido en el interior de la corte, cuya actuación en este tiempo, por lo demás, resultaba claramente obstaculizada debido al estado de guerra entre España e Inglaterra.

Las relaciones con Inglaterra quedaron determinadas por la guerra -situación casi permanente durante el reinado de Carlos IV- y, en el ámbito estrictamente diplomático, por la ubicación de ambos países en campos opuestos. Desde el punto de vista español, Inglaterra fue considerada una amenaza constante al imperio americano y a la continuidad de la soberanía española en las plazas del norte de África, además de un serio obstáculo para la navegación española. La exigencia británica, por otra parte, del alineamiento diplomático de España junto a los adversarios de Francia (las sucesivas coaliciones monárquicas) fue percibida por la corte española como una seria dificultad para el cumplimiento de los intereses dinásticos de la familia real española en Italia, ante todo por la colisión con los de Austria. En suma, la relación de España con Inglaterra viene a ser la contraposición simétrica respecto a la mantenida con Francia.

La preocupación primordial, como se ha dicho, de Carlos IV fue, sin duda, el mantenimiento de la monarquía española sin alteración territorial alguna. Tal fue el asunto de mayor calado político, pues no sólo determinó las relaciones exteriores, sino también la política interior.

La coincidencia cronológica, casi exacta, entre el acceso al trono de Carlos IV y el inicio del proceso revolucionario francés marcó la actitud del rey de España. La Revolución Francesa puso en duda la idea de monarquía y creó una especie de «vacío» y de inseguridad psicológica entre las gentes del absolutismo y de modo muy especial en la corte española: hubo confusión sobre la forma de entender la función real, es decir, en cómo ser rey. El desasosiego se acentuó a medida que llegaron noticias sobre la incómoda posición de Luis XVI ante el avance de la revolución y se confirmó cuando fue condenado a morir en la guillotina. La desaparición del jefe de la Casa de Borbón fue un acontecimiento decisivo para Carlos IV, de modo que su obsesión por salvar a Luis XVI, objetivo que marca la actividad fundamental de la política española (y no sólo en materia exterior) de 1789 a principios de 1793, se transformó durante los años sucesivos en profunda preocupación por la suerte de la monarquía española.

Esta preocupación no se fundaba únicamente en los acontecimientos franceses, sino que tenía una raíz interna nada despreciable. El prestigio del monarca español, tan acusado durante Carlos III, quedó en entredicho a juicio de muchos en cuanto el nuevo rey accedió al trono. La imagen de Carlos IV llegó muy afectada a causa de las luchas internas libradas entre golillas y aristócratas en la década de los ochenta, siendo príncipe de Asturias, pugna que -entre otras cosas- propició el surgimiento de un torrente de calumnias, medias verdades y juicios negativos sobre la conducta de Mª Luisa de Parma9. Tal circunstancia tuvo importantes consecuencias, pues desde el matrimonio de Carlos IV existió el convencimiento en la corte de que «la parmesana» lo dominaba todo, hecho que contrastaba con la época de Carlos III, en que «casi no hubo reina»10. Para empeorar las cosas, los revolucionarios franceses cargaron las tintas contra la esposa de Luis XVI, Mª Antonieta, y se encargaron de difundir escritos por España en los que no se ocultaba la similitud entre los excesos y caprichos de la reina de Francia y los de la de España. Esta literatura tuvo éxito y de ella quizá sólo conozcamos una pequeñísima porción, tal vez porque buena parte no llegó a imprimirse y porque los funcionarios reales e inquisitoriales anduvieron prestos en este punto de su cometido censor. Algunos textos impresos alcanzaron notable difusión, como el folleto titulado Vie politique de Marie Louise de Parma (París, 1793), fuente de inspiración para muchos escritores y para cuantos arremetieron contra Godoy (entre ellos, el propio hijo de la reina, el que llegó a ser Fernando VII). Por lo demás, existen claros indicios sobre la circulación en las tertulias de la aristocracia de manuscritos en los que Mª Luisa de Parma no siempre aparecía en situación airosa.

Aunque en el interior se mantuvo muy arraigado el apego a la monarquía, algunos formularon críticas indirectas y no fueron escasas las voces que propugnaban cambios en la constitución española. Mientras unos abogaban por la adopción de un sistema al estilo británico (los más atrevidos miraban al modelo francés) y otros criticaban el excesivo poder del rey en detrimento de la aristocracia (el famoso manifiesto del conde de Teba en 1794 es la muestra más conocida), hubo quien -como Ibáñez de la Rentería- negó al despotismo su condición de forma de gobierno, considerándolo más bien como un vicio posible en la manera de estructurarse la sociedad11. Desde el exterior, sin embargo, llegaron críticas directas. No fueron únicamente las que formulaban en Francia los políticos revolucionarios (de las cuales se tuvo noticia puntual gracias a los periódicos, que Carlos IV era el primero en leer), sino también las que en la propia España lanzaban comerciantes y funcionarios republicanos franceses12. Tras la firma de la alianza con Francia en 1796, en determinados círculos, sobre todo en Madrid y en las ciudades portuarias, los franceses residentes en España se aficionaron a ofrecer comparaciones entre la victoriosa república francesa y la decadente monarquía española y celebraron fiestas donde con toda desenvoltura figuraban los símbolos republicanos más conocidos. Con todo, resultó aún más preocupante el convencimiento de que peligraba la integridad territorial de la monarquía española, sobre todo en su parte americana. Para mayor zozobra, el temor en este sentido no sólo estaba causado por los regicidas (los franceses), sino también por los británicos, naturalmente por razones distintas en cada caso.

Todo lo anterior creó una situación realmente embarazosa para los monarcas españoles, obligados desde el primer momento a cambiar radicalmente el eje de su política exterior, fundado hasta entonces sobre el Pacto de Familia. El «incidente de Nootka» en 1790 (en la disputa con Inglaterra de este enclave comercial en el Pacífico, España no contó con el concurso de Francia) y la nueva doctrina de la Asamblea francesa formulada por Mirabeau, según la cual ya no cabía firmar pactos de familia, sino nacionales, rompieron la herencia de Carlos III y sumieron en la perplejidad al entonces secretario de Estado Floridablanca y al personal habitual de la corte absolutista, incapaces de reaccionar ante una nueva situación en la que España se hallaba ante dilemas de suma gravedad: ¿De dónde procedería la mejor garantía para salvaguardar su integridad territorial, de la Francia revolucionaria o de Inglaterra y de las coaliciones monárquicas? Si se optaba por el alineamiento con Francia, ¿cómo evitar la propaganda revolucionaria? y, si por Inglaterra, ¿cuál sería la suerte de las posesiones americanas? Por otra parte, ¿qué potencia facilitaría el cumplimiento de los intereses dinásticos? Para mayor confusión, como ha observado G. de Grandmaison, en esta época todavía pesaba la tradición de la grandeza histórica española (el imperio constituía un vestigio nada desdeñable), de ahí que la monarquía de Carlos IV aún mereciera, si no el respeto, al menos la deferencia de las potencias europeas y fuera objeto de disputa diplomática entre Francia e Inglaterra13. Todo ello dio lugar a una situación embarazosa para la corte española, impelida a alinearse en uno de los dos bandos dominantes del momento. Tal fue el condicionante fundamental de la actuación exterior española en su conjunto.

Por razones obvias, que no cesaron de plantear los diferentes secretarios de Estado, la monarquía hispana no disponía de la fuerza militar ni de la capacidad económica suficiente para adoptar una línea autónoma, de ahí su posición permanente a la defensiva y su dependencia de Francia, muy acusada incluso en los asuntos interiores, a partir de la firma del tratado de alianza en 1796.

Por su parte, los monarcas españoles consideraron irrenunciables ciertos objetivos dinásticos, tres ante todo:

  1. Convertir los estados patrimoniales de la reina de España (el gran ducado de Parma) en un reino gobernado por su hija, Mª Luisa, esposa del heredero del ducado, el infante don Luis de Parma. Cuando esto se demostró imposible debido a la política italiana del general Bonaparte, los reyes pusieron todo su empeño en la creación de un reino para su hija, que fue el de Etruria, en la Toscana14. Al final, en 1807, una vez Napoleón decidió un destino distinto a este territorio, los reyes españoles acogieron de buen grado la propuesta del emperador de instalar a su hija en una parte de Portugal.
  2. La continuidad de la influencia española en los territorios italianos, lo que, entre otras cosas, condujo a una tensión permanente con Nápoles, cuyo trono ocupaba el hermano de Carlos IV, Fernando IV, casado con la inquieta y muy probritánica Mª Carolina, hermana de la ex reina de Francia Mª Antonieta.
  3. La persistencia de buenas relaciones con Portugal, pues la hija mayor de los reyes, Carlota Joaquina, estaba casada con el heredero de la corona y a la sazón regente Don Joao. Como acabamos de ver, no obstante, el destino de este reino estuvo supeditado a otros intereses.

Todo esto respondió, en buena parte, al concepto arcaizante que tenían de la monarquía los reyes Carlos IV y Mª Luisa y estuvo directamente condicionado por las relaciones con Francia e Inglaterra. En cualquier caso, y a pesar de la caótica situación internacional de la época, los reyes españoles trataron de compaginar, en una especie de empeño imposible, sus particulares proyectos dinásticos con la continuidad de la monarquía absoluta y la integridad territorial de su imperio. De esta suerte, España se vio obligada a acercarse a Francia, por ser la potencia dueña de Italia, a enfrentarse a Nápoles, a causa de la patente influencia inglesa sobre la reina Mª Carolina y a alejarse de Austria, debido a los intereses de esta potencia en la península italiana, las más de las veces divergentes con los españoles. El resultado de todo ello fue la paulatina asunción de serios compromisos internacionales plasmados, de forma directa y más grave, en el enfrentamiento bélico con Inglaterra y en la dependencia de Francia.

El propósito de salvaguardar los intereses dinásticos en Italia tuvo consecuencias en el imperio español, pues fueron la causa inmediata del acuerdo con Francia sobre la retrocesión de la Luisiana. Tras la victoria de Bonaparte en Marengo (junio de 1800) y la subsiguiente convención de Alejandría a nadie quedó dudas sobre el dominio del primer cónsul francés en los territorios italianos y el drástico retroceso de la influencia austriaca. Así pues, los reyes españoles creyeron llegado el momento de cumplir su anhelado deseo de incrementar los territorios patrimoniales del ducado de Parma y firmaron el Tratado preliminar y secreto entre España y la República Francesa sobre el engrandecimiento del ducado de Parma y la retrocesión de Luisiana (primero de octubre de 1800). Francia se comprometía a anexionar a Parma territorios de Toscana, las legaciones pontificias o cualquier otro lugar próximo al gran ducado y España, además de proporcionar ayuda naval a Bonaparte, cedería su colonia del norte de América, como al final se hizo.

De todos estos asuntos se ocuparon personalmente los reyes y, cuando lo exigió la gravedad de la materia, Carlos IV no dudó incluso en cambiar sus hábitos cotidianos, lo cual significa mucho tratándose de este rey amante de la rutina hasta la incomodidad. Anota el conde de Aranda en su diario, en referencia a la época en que ocupó la secretaría de Estado, que «algunos días, tanto en Aranjuez, Madrid y San Ildefenso, quanto en el Escorial, me hicieron llamar [los reyes] varias veces por mañanas y noches hasta tarde que estuviese yo en la Secretaría o en mis alojamientos e inmediatamente pasaba a recibir sus preceptos.»15 Asimismo, en la correspondencia casi cotidiana a partir de 1799 de los monarcas con Godoy, los comentarios sobre las cuestiones exteriores ocupan un lugar principal. Ahora bien, por más que sean muy significativos datos como éstos, es mucho más importante la influencia de la actuación exterior en varias de las decisiones políticas más relevantes de Carlos IV. En concreto, ahí hay que buscar la razón de más peso (naturalmente, no la única) para explicar los cambios ministeriales durante su reinado.

Es evidente que los ceses de Floridablanca y de Aranda, ambos ocurridos en el mismo año, 1792, y espaciados en sólo unos meses, se debieron ante todo a la insatisfacción que la política exterior de ambos ministros causó en los monarcas, convencidos de que las actuaciones de uno y de otro resultaban contraproducentes para salvar a Luis XVI. En marzo de 1798 Carlos IV se vio obligado a prescindir de Godoy como secretario de Estado debido a la imposición del Directorio, contrario a la continuidad de Godoy en el cargo por la negativa de éste a seguir los dictados del gobierno francés respecto a Portugal. En diciembre de 1800, Urquijo corrió igual suerte y en ello tuvo considerable peso, por un lado, la presión del papa y de algunas monarquías católicas, disconformes con la política religiosa del primer ministro español, y, por otro, la del primer cónsul francés, Bonaparte, enemigo declarado del bilbaíno; todo ello al margen de la presión interior de parte de Godoy, bien ayudado por la reina, adversarios declarados de la continuidad de Urquijo en la Secretaría.

En sentido contrario, la gran influencia ejercida por Godoy sobre Carlos IV se explica, en buena medida, porque el príncipe de la Paz siguió fielmente los dictados del rey en materia exterior, es decir, fue quien a los ojos de los soberanos mejor interpretó los deseos regios y en su actuación política no se forjó proyectos propios, sino que siguió con absoluta fidelidad la vía marcada por los reyes para garantizar la pervivencia de la monarquía y conseguir los objetivos dinásticos básicos.

Así pues, parece claro que los secretarios de Estado no dispusieron en la época de Carlos IV de un margen de maniobra suficiente para desarrollar un proyecto determinado.

Floridablanca fue sobrepasado inmediatamente por los acontecimientos y su pretensión de continuar, a pesar de todo, sobre la base del viejo sistema del Pacto de Familia se demostró estéril para conseguir el objetivo de Carlos IV de salvar al rey de Francia. Tampoco satisfizo al monarca la política de neutralidad y los intentos de mediación entre las potencias europeas ensayados por Aranda en 1792 con criterio no exento de prudencia y buen sentido y, a pesar de su poderosa influencia y prestigio personal, el conde sólo permaneció unos meses en la secretaría de Estado. Francisco de Saavedra, el efímero sucesor inmediato de Godoy en la Secretaría en marzo de 1798, no llegó a plantear proyecto propio alguno y se limitó a seguir las pautas de su antecesor. A continuación, Urquijo, más decidido, intentó satisfacer los deseos regios y siguió la línea marcada por los monarcas en casi todos los negocios exteriores, pero cuando se atrevió a iniciar un proyecto propio (el acoso a la Santa Sede para conseguir algunas prerrogativas para la Iglesia española en materia de dispensas matrimoniales) chocó de frente con los deseos de Carlos IV de apoyar al romano pontífice y de no enajenarse el apoyo del clero español, aspecto éste de extraordinaria influencia en el comportamiento de rey de España. Únicamente Godoy adquirió un protagonismo especial en la dirección de los asuntos exteriores, pero en este caso conviene matizar.

En cuanto secretario de Estado, la actuación y posición de Godoy en el gobierno de la monarquía difirió poco de la de sus antecesores en el puesto y, como ha quedado dicho, fue cesado cuando lo exigieron las circunstancias internacionales. Sin embargo, todo se alteró de forma sustancial a partir de octubre de 1801 al ser nombrado generalísimo de los ejércitos. El 12 de noviembre de 1801, poco más de un mes después de este hecho, Carlos IV publicó un decreto en el que se especificaban las competencias del novedoso y sorprendente cargo. Esta disposición real reproducía literalmente el borrador escrito por Godoy al efecto, donde se decía: «Señor, mi empleo es el superior de la Milicia y mis facultades las más amplias: ninguno puede dejar de obedecerme, sea qual fuese su clase, pues mi orden será como si V.M. en persona la diese.»16 El propósito de Godoy no se circunscribía -a pesar de la literalidad del texto citado- a ejercer el mando supremo en la milicia, sino que aspiraba a mucho más. Lo que realmente pretendía, y de hecho logró, era ejercer las más amplias facultades en todos los asuntos de la monarquía, sin excepción, de modo que -en este punto los términos del decreto no pueden ser más explícitos- todo el mundo cumpliera sus órdenes como si provinieran del rey en persona. Este extremo quedó suficientemente patente en la práctica política a partir de ahora, pero como la herencia de muchos años dejó sentir su peso y no fue escasa la resistencia surgida desde muchos puntos, el propio Godoy se encargó de reavivar la memoria de los monarcas. En 1803, es decir, cuando ya se había tenido tiempo para constatar el cambio en los usos de gobierno, Godoy recordó su posición a los reyes. Como era habitual en él en estos años, lo hizo en una de sus cartas casi dianas a la reina, las cuales -conviene tenerlo presente- leía Carlos IV, así como las respuestas de su esposa a Godoy. En la carta aludida, decía:

Contesto a cada uno de los Ministros del despacho sobre sus respectivos oficios. VV.MM. verán el modo y determinarán lo que convenga a su servicio, pero entendiendo que lo que me encarguen a mí ha de ser sin intérpretes, pues extendidas las órdenes por mí no necesito comentadores...17



Una vez comenzó Godoy a ejercer su nuevo cargo se rompió con el sistema de gobierno seguido hasta entonces, pues el generalísimo no formaba parte del gobierno, pero su autoridad estaba por encima de él y de la de cualquier Secretario del Despacho en particular, en virtud del poder especial delegado por el rey. Los ministros quedaron convertidos desde este momento en una especie de auxiliares del generalísimo, como éste se encargó de recalcar a los reyes en distintas ocasiones. En 1802 escribía a su interlocutora regia habitual: «...vayan pensando VV.MM. en Ministros para uno y otro ramo capaces de ayudarme, despachando lo que solamente sirva de molestia por su especie, con eso no me atrasaré. Yo en lo demás, que es lo importante.» Y un poco después de escribir la anterior, decía Godoy en una nueva misiva a propósito del nombramiento de Grandallana para Marina: «...es un ministro completo; él no querrá admitir [el cargo] sino con la condición de ser un subalterno mío, pues conoce que los ministros no pueden ser Gefes de los cuerpos cuyo despacho llevan a VV.MM. y que sin otra cabeza que dé el tono es imposible arreglar el servicio.»18

Todos los secretarios de Despacho sin excepción quedaron a partir de 1801 en la condición de «subalternos» de Godoy. En consecuencia, se rompió la tradición según la cual el secretario de Estado actuaba como «primer ministro»19. De hecho, Pedro Cevallos, que ocupaba esta Secretaría, no tuvo relevancia política (ni siquiera llevó personalmente alguna negociación internacional) y se limitó -como, por otra parte, deseaban los reyes y Godoy- a despachar los asuntos corrientes, es decir, a cumplir un cometido estrictamente burocrático. Esta es la razón de que durara en el cargo más tiempo que todos los demás durante el reinado de Carlos IV, casi ocho años en total, desde diciembre de 1800 hasta marzo de 1808 (el tiempo de Godoy al frente de esta Secretaría no llegó a seis años).

La sustancial transformación en la forma de gobernar la monarquía provocada por la irrupción de la figura del generalísimo no implicó en modo alguno alteración del sistema absolutista al que tan apegado estaba Carlos IV. Más bien habría que interpretar este hecho en sentido contrario: el rey creó ese cargo -sin duda siguiendo muy de cerca la opinión de Godoy- con la finalidad de fortalecer la monarquía absoluta. A la altura de 1801 Carlos IV era consciente de los muchos males que aquejaban a la monarquía española. Por una parte, era imposible soslayar el pésimo estado de las finanzas y, en consecuencia, las dificultades para disponer de un ejército capaz de hacer frente a la preocupante situación internacional que comenzó a dibujarse a partir del golpe de Estado en Francia en noviembre de 1799 (el 18 Brumario). Por otra, cualquier observador un poco avisado pudo comprobar que a pesar de la contestación interior, del enfrentamiento con Inglaterra y de las continuas campañas militares, el general Bonaparte había conseguido fortalecer la república francesa gracias a la autoridad que le proporcionaba su condición de primer cónsul.

De las dificultades internas responsabilizaron los reyes a sus ministros, en especial a Saavedra, Jovellanos y Urquijo. Sobre este particular disponemos de abundantes testimonios en la correspondencia cruzada entre los reyes y Godoy. La reina, en especial, se mostró durísima en sus juicios sobre las personas mencionadas, así como sobre Cabarrús, a quien no sin razón consideró el principal inspirador de la política ministerial tras el abandono del gobierno por Godoy en 1798. A comienzos de 1802 la reina califica a los mencionados en carta a Godoy como «pícaros ministros», que quisieron realzarse personalmente y consolidar su opinión desacreditando la de Godoy. Su conducta -prosigue la soberana- ha sido «perversa» y no merecen el nombre de «ministros» (el detalle no debe ser pasado por alto, pues descubre el concepto real sobre los secretarios del Despacho) y exclama: «¡Ojalá jamás huviesen existido tales monstruos, así como quien los propuso con tanta picardía como ellos, que es el mal hombre de Cavarrús!» Unos días después, insiste la reina en lo mismo, recalcando la pésima gestión de los ministros aludidos, juicio asimismo lanzado en la carta anterior: «...ha avido un Jovellanos y un Saavedra que todo lo han desorganizado y revuelto... El hombre malo, ya que no puede hacer daño directamente, indispone y trastorna lo más que puede.»20

Interesa reparar en la fecha de las cartas citadas: febrero de 1802, es decir, cuando Godoy estrena su cometido como generalísimo. Los reyes (insisto en que la correspondencia de Mª Luisa con Godoy era supervisada por Carlos IV) expresan su completa desconfianza hacia sus ministros en términos durísimos, incluso insultantes, lo que equivale a descalificar el sistema seguido hasta la fecha. Es decir, el gobierno resultaba inoperante para hacer frente a la compleja situación del momento y no gozaba de la confianza de los monarcas, condición ésta determinante en una monarquía absoluta. Era preciso buscar una salida nueva y ésta consistió en la creación del cargo de generalísimo.

El propio Godoy ofreció, a mi parecer, la clave de esta interpretación. En un texto suyo muy poco conocido, publicado en París en 1846, cinco años antes de su muerte, expuso lo que parece fue el auténtico objetivo de Carlos IV al crear el controvertido cargo. Dice ahí que el rey le nombró generalísimo para dar respuesta a la nueva situación internacional: era la única forma de hacer frente a Bonaparte y así como éste había reconcentrado en él toda fuerza para salvar a la Francia revolucionaria, era preciso que para hacer lo propio en la monarquía española alguien unificara toda su capacidad de acción21. Si aceptamos esta explicación, el objetivo fundamental de los reyes coincidía plenamente con el propósito de Godoy, de ahí la plena sintonía entre ellos.

Godoy generalísimo, por tanto, pudo actuar en materia exterior con mayor autonomía y capacidad que lo hicieran los secretarios de Estado, incluso él mismo durante la ocupación del cargo. Esto no significa, sin embargo, que en los asuntos fundamentales decidiera por su cuenta. La amplísima autoridad del generalísimo no alteraba el carácter de la monarquía absoluta, sino todo lo contrario, pues esa autoridad era una concesión real al súbdito considerado el más fiel. En una situación de crisis, el rey ejercía su pleno poder, incluso en contra de la costumbre heredada, para poner remedio a los males de la monarquía causados -en este punto la reina fue muy explícita, como acabamos de constatar- por el sistema vigente. En suma, Godoy podía ejercer amplísimas facultades, pero siempre en nombre del monarca, siguiendo sus orientaciones. Así ocurrió en la práctica.

A partir de 1801 Godoy no hizo sino proseguir las líneas fundamentales marcadas por los monarcas, entre otros motivos porque a esas alturas los intereses particulares de Godoy coincidían plenamente con los de los reyes y fue muy consciente de que su suerte personal dependía, asimismo, de la de Carlos IV22. De ahí que, a pesar de que intentara presentarse en varias ocasiones como el único responsable de ciertas decisiones poco aceptables para Francia, Napoleón nunca asumiera el reto, pues sabía perfectamente la comunión entre el generalísimo y los monarcas. Probablemente por esta razón, en 1808 Napoleón no abordó el problema español como resultado de la política de su «enemigo» personal, sino como la de una dinastía periclitada, con cuyos objetivos no podía coincidir el emperador. El problema, por tanto, no era Godoy (como no lo fueron los titulares de Estado o de las otras secretarías), de ahí que la solución a la situación española no consistiera, desde el punto de vista de Napoleón, en la sustitución de Godoy por cualquiera otra persona o en cambiar en el trono a Carlos IV por su hijo Fernando VII, como aconsejaron los informes de los enviados por Napoleón en 1807-1808 para transmitirle el estado de la monarquía española23. El problema era de carácter dinástico y, en consecuencia, su solución sólo podía pasar por un cambio de la casa reinante, como se hizo en Bayona.





 
Indice