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La oscuridad que regresa. La fascinación por la muerte en la novela gótica española

Miriam López Santos


Universidad de León



Si el miedo a la muerte nació con el propio ser humano, la actitud hacia la misma ha variado considerablemente a lo largo de los diferentes períodos históricos1. El hombre ha intentado transformarla, dominarla, obviarla, negarla o aliarse con ella. Por lo que respecta al mundo literario, Edmund Burke y su nueva concepción de lo sublime2 abrieron a mediados del siglo XVIII el camino al nacimiento de una literatura de raíz irracional3, la novela gótica, que frente a corrientes anteriores o contemporáneas exaltaba el terror y lo elevaba a categoría estética: «No hay pasión que robe tan determinantemente a la mente todo su poder de actuar y razonar como el miedo. Pues el miedo, al ser una percepción del dolor o de la muerte, actúa de un modo que parece verdadero dolor. Por consiguiente, todo lo que es terrible en lo que respecta a la vista, también es sublime» (Burke 86-87)4.

El punto de partida de la novela gótica, entonces, no podía ser otro sino un miedo ancestral: el miedo a la muerte (lo que se conoce bajo el apelativo de Miedo físico o emocional5), ese que nos acecha inexorable desde nuestro nacimiento, que asola al ser humano de todas las latitudes y de manera intemporal pero al mismo tiempo la extraña fascinación, el impulso irrefrenable que siempre se ha sentido hacia ella. Este placer nuevo y desconocido que advirtieron los lectores, derivado de un gusto renovado, pudo haber sido, en el fondo, la verdadera causa del éxito de este modo literario. Burke supo explicarlo cuando se atrevió a afirmar, por primera vez, que existía una cierta relación entre la muerte o el dolor y el placer. Habló, en concreto, de deleite, que definió como ese placer relativo que hallamos «al escapar de algún peligro inminente o al librarnos de la severidad de algún dolor cruel, [...] lo encontramos en un estado de mucha sobriedad, invadido por un sentimiento de temor, en una especie de tranquilidad con una sombra de horror» (Burke 61).

Sin embargo, añade el mismo Burke que era preciso existiera, naturalmente, una cierta distancia desde la que poder contemplar aquellos sucesos. El relativo alejamiento que les otorgaba el relato, entonces, los volvería más cautivadores; dado que el terror, como el dolor o el peligro, no lo olvidemos, cuando «acosa demasiado, no puede dar ningún deleite y es sencillamente terrible; pero a cierta distancia y con ligeras modificaciones pueden ser y, de hecho, son verdaderamente deliciosos» (Burke 67). Eran terrores reales, sí, provocaban un miedo espantoso, sin duda, pero la seguridad que le daba al público la distancia con respecto al texto los hacía aún más atractivos si cabe.

El intenso miedo a la muerte, que trajo consigo la popularidad de esta literatura, debe rastrearse en la presión ejercida por el racionalismo sobre las estructuras religiosas y sus prácticas, que acabaría por convertir a la propia muerte en un tema tabú dentro de la sociedad6. La ideología dominante en el siglo XVIII optó por poner entre paréntesis la realidad de morir, pues, en su afán por el progreso absoluto y la sabiduría suprema no cabía problema necrofilosófico alguno. «¿cómo no iba a resurgir, de forma obsesiva, desmesurada, el terror más viejo del hombre?» (Ramos Gómez 88). La muerte no puede ser, en ningún caso, y frente a la presión racionalista, obviada o eludida, porque, al fin y al cabo, la muerte es tan necesaria a la vida como esta lo es para aquella.

Así lo sintieron aquel grupo de escritores ingleses malditos, «los primeros góticos»7, que recogieron todo el bagaje de supersticiones y leyendas de muertos y aparecidos de su Inglaterra natal, pero sobre todo de aquellos otros países latinos, con una cultura, a sus ojos, ancestral, medievalista y plagada de episodios oscuros. Estas supersticiones que habían sido desterradas por la luz de la Ilustración, arrinconadas por la literatura y olvidadas, en definitiva, en el baúl empolvado de la memoria colectiva por el común de aquella sociedad «modernizada» se revitalizaron y convirtieron, apoyadas en la sublimidad de la filosofía burkeana, en motivo estético y principal eje constitutivo de sus novelas.

Mucho se ha escrito sobre la novela gótica inglesa, inicio de la ficción gótica, incluso de la francesa, alemana o norteamericana, desde Walpole hasta Lewis, pasando por Ann Radcliffe y su estela de seguidoras8. La crítica española, sin embargo, ha venido negando la existencia en nuestro país de este subgénero literario, basándose en las especiales circunstancias que envolvían la realidad del mismo en un momento histórico tan complejo y confuso como fue aquel período de entresiglos español y que las distanciaban de las que caracterizaban a sus países vecinos. Estas circunstancias, que no tienen que ver únicamente con la censura, como se viene creyendo, no solo no impiden el cultivo de la novela gótica en nuestro país sino que enriquecen su fórmula y la nutren de nuevos motivos, sobre todo en lo que al tratamiento de la muerte se refiere, pues ante la imposibilidad de presentar parte de la problemática que esta novela traía consigo, la recreación de la muerte, se toma como pieza central del engranaje narrativo.

La razón debe buscarse en la debilidad de nuestro movimiento ilustrado que, más allá de hondas transformaciones sociales y morales, algunos debates ideológicos y tímidos intentos reformistas9, se manifiesta en el escaso éxito que siguió a su intento de contener y arrinconar los fenómenos ocultistas o supersticiosos que aún prevalecían en ciertas capas sociales; por ello, y en cierta medida, más que avanzar hacia la Luz, asistimos a un retroceso hacia las sombras más funestas del Antiguo Régimen. Nuestro siglo ilustrado se hallaba aún envuelto en grandes dosis de misterio y costumbres ancestrales, sin olvidar el fuerte peso que representaba aún la Iglesia, que dificultaban, muy a pesar de sus mentes ilustradas, el control y la organización tecno-política del mundo10. La creencia extendida en la intervención de los espíritus sobrenaturales en la vida cotidiana del siglo XVIII11, de procedencia divina, pero también diabólica, lejos de ser entendida como un fenómeno aislado, era común y propia a la época de referencia y se sustentaba en una serie de publicaciones12 que, al margen de los estipulado y recomendable, ahondaban en aspectos tales como la magia, lo sobrenatural, lo demoníaco, las artes adivinatorias o la alquimia, que habían recogido, a su vez, del bagaje popular. La consecuencia no era otra sino que, en la época citada, quedaban al descubierto unas fronteras de impreciso contorno entre irracionalidad y pragmática de la razón ilustrada por lo que el conflicto irracionalismo/racionalidad exigido por la novela gótica quedaba en cierta medida en suspenso. En efecto, el escaso éxito en el destierro definitivo de las supersticiones dificultó el paso que se había dado en el resto de países europeos hacia una literatura de calado irracional, pues al no producirse un rechazo tajante a lo sobrenatural en la vida cotidiana no podía producirse el obligado salto a su empleo como producto literario y estético.

Aunque motivados por este peculiar conflicto entre razón e irracionalidad, escepticismo y creencia, nuestros escritores cultivaron la ficción gótica y la cultivaron con éxito, desde la aceptación de estructuras, pero también desde la originalidad de motivos y a lo largo de diferentes períodos de la historia de nuestras letras. Hablamos de un corpus relativamente amplio que se compone de novelas góticas o narraciones que se construyen bajo el impulso de esta nueva estética de lo sublime terrorífico, desde las postrimerías del siglo XVIII hasta la explosión del movimiento romántico tras la muerte de Fernando VII.

En estas novelas, el terror hacia la muerte y sus manifestaciones aparecerá como algo más que un tema o una actitud, puesto que influye en la forma, el estilo y las relaciones sociales del texto. Es decir, se exhibe con tal fuerza en estos relatos que acaba por fijar su estructura y convertirse en hilo conductor de los acontecimientos. Una muerte que se manifiesta de forma obsesiva con todo su cortejo de crueldad y de sufrimiento, desde las inseparables sensaciones de dolor y placer, de terror y fascinación, como propiedad fundamental de esa compleja estética de lo sublime burkeana; violencia, torturas, profanación de los espacios de descanso eterno, persecuciones ancestrales o venganzas de ultratumba configuran el escenario del terror porque la atracción irresistible que para los góticos representaba la muerte se revela en sus dos planos: en sus consecuencias, por un lado, con la perdida de la vida (lo muerto y, en definitiva, el ser fantasmal) pero, también en sus prolegómenos, en su inmediatez, esto es, en el sufrimiento humano y en la crueldad de las torturas que la anuncian irremediablemente.

Aunque existen otras manifestaciones de lo muerto a las que recurre la ficción gótica española, el primero de los planos gira entorno a la figura del fantasma13. Es comprensible; del miedo a la muerte al miedo a los muertos no hay más que un pequeño paso. En su intento de conservar, como comenta David Roas («El género fantástico y el miedo» 42), el equilibrio interno, el ser humano transforma y fragmenta su angustia en miedos precisos con los que es más fácil enfrentarse y, por ende, intentar racionalizarlos; entonces la justificación de los muertos, seres diabólicos y fantasmales, en las novelas góticas vendría a encarnar la amenaza siempre presente al miedo a la muerte y a lo que “existe” al otro lado. De ahí que el peso de esta sea tan grande en los relatos góticos, que se nos muestre presente a cada paso, en cada página (Clery, The rise of Supernatural Fiction 33-52). Sin embargo, el fantasma que se materializa en estas novelas, lejos de lo que pueda parecer, es un ser complejo que viene a completar y enriquecer el papel que representaba en sus homónimas inglesas14. Los escritores se recrean, para lograr el deseado efecto de terror, en las figuras de dos tipos de fantasmas: el fantasma real, el muerto viviente y el ser solo en apariencia fantasmal. Es decir, por un lado, el fantasma que se percibe, se siente, pero en ningún momento se ve y, por otro, el verdadero fantasma, acompañado de toda la parafernalia que se le suponía.

El fantasma llamémoslo “real”, arquetipo de los muertos vivientes, habitantes del castillo, es, en esta manifestación de lo gótico, un ser ambiguo al que le mueve, desde un instinto bondadoso de ayuda y protección a sus seres queridos, a un profundo impulso vengador; un espíritu, siempre con apariencia corpórea, que se manifiesta y actúa, un ente que vuelve de donde no se vuelve y «una afirmación de que existen acontecimientos que escapan a las leyes de la naturaleza» (Roas, «Voces del otro lado: el fantasma en la narrativa fantástica» 103). Su presencia en los relatos góticos, derivada de aquella férrea condena a lo sobrenatural, es más bien escasa, aunque no inexistente, como ha querido demostrar la crítica que se ha acercado a su estudio. El elemento fantasmal, como el tratamiento de la muerte, no es original de la literatura gótica; fue, junto con otros seres del más allá que recorren estas novelas, vampiros, monstruos o espíritus maléficos y demoníacos, tomado de las fuentes orales más primitivas y forma parte de la herencia permanente de la humanidad15. Su presencia en la literatura es mucho anterior a la aparición del subgénero gótico y se apoyaba en la creencia cristiana de que el regreso de las almas al mundo de los vivos era un fenómeno permitido por Dios y cuyo fin fundamental era la prestación de algún tipo de ayuda a los seres humanos. El profundo apego a los dogmas de la Iglesia, la firme creencia en los milagros y el mantenimiento de todo tipo de supersticiones se traslada a esta novela y nos descubre seres de condición fantasmal que no mueren, no desaparecen en la nada, sino que se transforman y retornan al mundo de los vivos, en ocasiones materializados en sueños o visiones, con un propósito determinado, para concluir algo que en vida dejaron por realizar, para satisfacer una venganza, para deshacer lo anteriormente andado, prevenir sobre un mal que acecha a los personajes, sobre una catástrofe inminente o sobre una decisión que estos deben tomar. En novelas como El Valdemaro (1872) de Vicente Martínez Colomer, estas apariciones se justifican por efecto de la Providencia16; es el caso de la visión que experimenta Valdemaro tras uno de sus naufragios, visión en la que en la que un anciano le invita a reflexionar sobre su comportamiento y la soberbia de los monarcas:

Cerró la noche [...] y quedé dormido. Al instante se vio mi alma trasportada a una desconocida región. Hallose en medio de una espaciosa llanura cerrada con murallas de lúgubres cipreses. Todo el recinto estaba lleno de suntuosos mausoleos, unos en forma de pirámide y otros cuyos vértices casi tocaban las nubes, y otros a manera de altares cuya magnificencia ofrecía la más bella vista [...] De trecho en trecho notaba sobre la tierra algunos pobres ataúdes cubiertos de lúgubre bayeta y cuerpos tendidos por el suelo envueltos pobremente en una túnica miserable.

Paseaba lleno de pasmo por aquella región [...] Así discurría yo, cuando un ronco y pavoroso viento me sorprende de improviso. La tierra se estremecía bajo de mis pies, los mausoleos temblaban impetuosamente, los cipreses se desgajaban con estrépito y de cuando en cuando se percibía un ruido sordo como de huesos descarnados que chocaban. Al instante se cubrió el cielo de negras nubes y la luna retiró sus resplandores. El horror en medio de la oscura noche, y el pávido silencio de aquellos sepulcros hicieron erizar los cabellos sobre mi cabeza y entorpecieron mis miembros, de suerte que ni aun tenía libertad para moverme.

En tan espantosa situación, he aquí que veo venir a un viejo desnudo, la cabeza calva, la barba blanca, embarazada la mano diestra con una corva guadaña, sosteniendo con la izquierda un reloj de arena y batiendo dos grandes alas que casi le cubrían el cuerpo.

Tú, me dijo con voz terrible; tú, a quien todavía deslumbran las dignidades y los honores tras los cuales corren atropelladamente los hombres, repara si encuentras diferencia entre el polvo del monarca y el del más infeliz esclavo [...]

Dijo, y dando un terrible golpe en el suelo con su guadaña cayeron con precipitación todos aquellos soberbios mausoleos y al instante quedaron reducidos a polvo. Doblóseme entonces el terror y mis espíritus casi desfallecieron; sólo pude ver la ninguna diferencia que allí había: todo era polvo, corrupción y podredumbre.

Anda, ve a buscar por otro camino el templo de la inmortalidad, me dijo.


(Martínez Colomer 185-191)                


También en El Rodrigo (1793) de Pedro Montengón, Witiza durante los oficios fúnebres de su muerte se aparece a los presentes como un espectro que les empuja a la huída con el fin de salvarse de una muerte prematura o Endigilda que se le revela a don Julián en otro lance de la historia para ponerle al corriente de la afrenta de su hija.

[...] comenzó a temblad el subterráneo y entreabriéndose luego la losa, que cubría el sepulcro, salió una voz que decía en débil acento: huid hijo, huid de esta tierra en que se amenaza la muerte: vuestra salvación depende de la pronta fuga [...] Dicho esto se cierra de por si la losa, cuyo ruido agravó el espanto y terror de todos los presente .


(Montengón 174-175)                


Sin embargo aunque regresen al mundo de los vivos con buenos propósitos, su irrupción va acompañada siempre de un efecto maléfico, lo que indica el verdadero objetivo de los autores, la consecución de aquel dulce horror obligado por el género. De hecho, en el marco de esta novela, la importancia real de estos seres, no radica ni en su innegable responsabilidad en la transgresión ni en la finalidad de su empresa, sino en los efectos que produce, en la sublimidad de su aparición en escena, casi teatral. Estamos, en realidad, ante auténticos objetos de terror y como tales son utilizados por los escritores, como queda dicho, para provocar un efecto sublime en el protagonista y, por extensión, en el lector17. Mas, a pesar de que no suponen trasgresión alguna del paradigma explicativo de lo real, lo que les vincula a corrientes literarias que experimentaban con el componente maravilloso o mágico, es el hecho de que sí son empleados, a diferencia de períodos literarios pasados, como auténticos artificios de terror. Invaden la escena, una escena siempre gótica: las umbrías de los bosques, las torres deshabitadas e inaccesibles de los castillos, los subterráneos, las cuevas apartadas, las iglesias en ruinas, con una fuerza arrolladora y se describe su entrada envuelta en todos los motivos de lo que Kant denominara el «espacio terrorífico» (13-14): repleto de lóbregas encinas, alamedas sombrías y secretas, tétricas sombras, luces tenebrosas, y todo envuelto en una oscuridad espeluznante, fría, casi apocalíptica. Una escenografía, antesala de lo que años más tarde sería el paisaje romántico, extrema, cercana a la teatralidad, la misma boca del infierno.

Existe, del mismo modo, otra variedad de fantasma, aquel que no se manifiesta directamente al personaje, se aparece y solo contribuye a enriquecer, junto a esqueletos o restos humanos putrefactos, la escenografía del terror. Es lo que le sucede a Teodoro en El evangelio en Triunfo (1805) de Olavide. En la carta II, Teodoro describe al filósofo las funestas impresiones que tuvo en su espíritu ya enajenado la horrible tormenta que se originó tras la muerte repentina y sin motivo alguno de su amigo Manuel. Fantasmas que deambulan por la estancia, muertos que salen de sus tumbas, forman la rica escenografía de los sótanos, criptas o subterráneos de lugares funestos y de horror.

Ya era cerca del amanecer, y a pesar de mis esfuerzos el sueño estaba muy distante de mis ojos. La sangre me circulaba como un torrente por las venas y un calor extraordinario me devoraba las entrañas [...] No creo que durase un cuarto de hora mi enajenamiento: pero este cuarto de hora terrible. Lejos de sentir la calma de aquel dulce reposo, [...] sentía una agitación tumultuosa del turbado y confuso y desorden de todas mis potencias. Al instante me vi rodeado de imágenes funestas, de espantosos fantasmas, me llenaron de terror. Me pareció que me hallaba en una tenebrosa región, en que reinaba un triste y pavoroso silencio; no veía más que una luz funesta y denegrida, que apenas alumbraba para poder divisar las tumbas y los esqueletos de que estaba cubierta.

No dudé que me hallaba en un sitio destinado para que habiten los muertos, la profunda inmovilidad de cuanto yacía, añadía al horrendo y lúgubre aspecto de cuanto me miraba, produjeron en mi alma sensaciones de horror. ¡Pero cuando creció me sobresaltó, cuando vi que las tumbas se movían! ¡Que se abrían los sepulcros y vomitaban de su seno esqueletos animados, que con semblante cárdeno y horrible corrían presurosos, y se mezclaban los unos con los unos y los otros!

Todos tenían el aspecto hórrido, el ademán dolorido y el gesto amenazador y espantoso; todos los ojos sobré mí y cuando pasaban cerca, me arrojabas de cólera y furor [...] Aparto los ojos [...] y veo por el otro lado a mi amigo Manuel que no menos descolorido y horroroso, pero todavía más colérico y feroz, me amenaza también con mayor fiereza.

[...] al instante todos aquellos cadáveres y espectros huyen presurosos y se vuelven a esconder en sus sepulcros, desaparecen todos los fantasmas, cesa todo el horrible tumultuoso rumor, y empieza otro nuevo y pavoroso silencio, parecido a la insensibilidad de la nada; pero no dura mucho, porque poco después oigo salir de lo interior de los sepulcros gritos horribles, dolientes alaridos que parecían exhalados por los muertos, a la manera de los que están en los tormentos, aquella región se trasformó en un teatro de angustias, en que solo se escuchaba el lamento y vivía el dolor. La impresión que sentí fue tan temible que desperté sobresaltado y me encontré anegado en sudor.


(Olavide 326-328)                


También es cierto que en otras ocasiones, como sucede en El subterráneo habitado o los letingbergs ó sea Timancio y Adela (1830) de Manuel Benito Aguirre, en Las calaveras o la cueva de Benidoleig (1832) o en El café (1872-1874) de Alejandro Moya y, en concreto, en el relato de la Princesa casada con el hijo de Pedro el grande, estos cuerpos que cobran vida no tienen relación alguna con los personajes a los que se aparecen, sino que son empleados por los autores como meros elementos de repugnancia, de terror:

En su camino halla la iglesia de la aldea, situada en un paraje solitario y tenebroso; atraviesa el cementerio [...] La escasa luz de una lámpara, que parecía alumbrar por intervalos, le deja distinguir, en medio de las espantosas sombras, los esqueletos los huesos carcomidos, colocados sobre las frías losas. El espantoso pájaro de la noche recorre con tardo vuelo tan melancólica morada, asusta y espanta a la tímida pastorcilla con su lúgubre graznido. Entonces le parece ver una sombra que sale de entre los sepulcros, la sigue y le dice con moribunda voz: A Dios. No puede resistir más, se asusta, se espanta, se le eriza el cabello, se estremece y cae despavorida sobre un montón de huesos, que con el golpe se desunen y ruedan largo trecho. Los lentos sonidos de la campana que toca anunciando la muerte de San Isidro, acaban de oprimir su afligido corazón [...] Llega a la puerta, halla a su madre que le aguara impaciente [...] Estela la mira ya con ojos moribundos.


(Moya, 78)                


Junto al muerto viviente que emerge del más allá, nos encontramos, con otro tipo de ente, el fantasma simulado. En realidad, se trata de un juego de los escritores, un motivo teatral que contribuye a intensificar el terror y el suspense del relato. La fascinación por la muerte apoyada en la permanencia de la superstición y en su implacable condena en la literatura, consiguió que la tendencia gótica que más desarrollo adquiriera en nuestro país fuera la denominada racional o sentimental frente a su opuesta, la irracionalista o sobrenatural. Este gótico racional exigía el respeto a los principios de la Ilustración, de tal modo que la galería de fantasmas no era, en realidad, sino otros tantos personajes disfrazados de los mismos o que por algún motivo se comportaban como tales. Multitud de ejemplos avalan esta tendencia. Las novelas La torre gótica o el Espectro de Limberg (1831), El hombre invisible o las ruinas de Munsterhall (1833) o La urna sangrienta o el panteón de Scianella (1834) del escolapio Pascual Pérez y Rodríguez, autor especialmente prolífico en este género gótico, responden a dicha tendencia racional; a lo largo del relato, diferentes acontecimientos conducen a personajes y lector a creer en la existencia de fantasmas que vagan y atormentan a los habitantes de los castillos. El espectro que aparece y desaparece en una torre inhabitada de la fortaleza de Limberg, la Sílfida cuya presencia tan solo sienten los personajes porque no se manifiesta a ellos en cuerpo presente y que recorre el palacio de Scianella advirtiendo a los que en él moran sobre el terrible misterio que alberga la urna sangrienta, o el fantasma “invisible” que recorre las ruinas de Munsterhall atormentando a los que se aproximan a ellas18 se comportan todos sin excepción, a lo largo de las novelas ante personajes y lector como verdaderos muertos vivientes, que no se diferencian de los fantasmas reales, y no es sino al final del relato cuando ellos mismos revelan el misterio y los motivos que les obligaron a tomar la decisión de comportarse como fantasmas. Deciden adoptar el papel de fantasma en su versión de redentor y justiciero pues, por una parte, colman de advertencias a sus familiares, les prodigan sus consejos o les guían por el pasillos o grutas subterráneas hasta hacerles alcanzar la salvación y, por otro, adoptan una actitud de castigo frente a aquellos personajes malvados, los villanos góticos que, enajenados de poder y ambición, torturan e imponen su régimen del terror. Es lo que sucede por ejemplo en La urna sangrienta. La Sílfida es en realidad Lucrecia, la esposa de Ambrosio, el héroe-villano gótico, que horrorizada por la escena de profanación de la tumba del marqués, su padre, y por los horribles asesinatos que él mismo perpetró y mantuvo en secreto, trata, disfrazándose de fantasma de abrir los ojos a Ambrosio y devolverle al camino del bien y prevenir a su cuñado de las maldades que este es capaz de cometer. Así narra cómo consiguió salvar los obstáculos que la condición de fantasma le obligaba:

Para imitar la invisibilidad de la Sílfida, o ser aéreo, eran necesarias algunas medidas, cuya ejecución salió con la mayor facilidad. Siendo las paredes de las habitaciones del palacio de bastante espesor, se trató de taladrarlas y formar un conducto angosto a lo largo de todas ellas, dentro del cual hablando una persona pareciese que su voz penetraba el muro y era el órgano de algún ser invisible y sobrenatural. Para que en algún modo fuera sensible su presencia al moral a quien se dignara comunicarse, las esencias y los olores mas exquisitos debían esparcirse en el momento por la habitación, lo cual no ofrecía dificultad alguna. A media noche entraban por la puerta falsa del jardín crecido número de trabajadores destinados al efecto subiendo por el ala oriental del palacio a las desiertas habitaciones del difunto marqués, empleaban una o dos horas en taladrar el muro de algunas piezas principales hasta que en pocos días quedó corriente el conducto secreto para las misteriosas apariciones de la Sílfida (Pérez y Rodríguez La urna sangrienta 205-206).

El conflicto racionalidad/irracionalismo, traducido en la creencia o el escepticismo hacia los entes que regresan después de muertos, se manifiesta en la actitud que toman los personajes de estas narraciones. Los personajes que recelan de los fantasmas son, en realidad, los que mayor miedo sienten hacia los mismos, mientras que los que asumen su existencia, serán aquellos que podrán enfrentarse con más seguridad al miedo que les provocan. Estos últimos, los criados y sirvientes, se caracterizan por su credulidad, son supersticiosos e inclinados a la irracionalidad. Los primeros, casi siempre los señores de los castillos, son pragmáticos, escépticos y rutinarios, pues llevan con ellos sus costumbres vitales y una ideología determinante que se identifica con el pensamiento ilustrado de la época en que se enmarca19. A falta de la presencia de un profesor, un ingeniero, un sabio o un detective20, es decir, un especialista incuestionable que hace creíble lo que es o se declara increíble, estos señores o nobles, vendrían a representar, en una literatura que reivindica el glorioso pasado feudal, la inteligencia, la sabiduría, la cordura y, en definitiva, la lógica racional; una lógica, no obstante, que esconde siempre, y a su pesar, como apreciamos en el consiguiente terror que experimentan, la duda ante lo invisible, lo ominoso, lo irracional, lo fantasmagórico. Esta situación, que encontramos en los relatos, vendría a ilustrar el panorama social imperante, de acuerdo con el, cual si el siglo XVIII, en general, no debía creer en los fantasmas, en particular, sentía hacia ellos un miedo verdaderamente espantoso.

No importa, en definitiva, si la muerte o los muertos son reales o ficticios; lo que prevalece es el efecto de lo sublime terrorífico que provocan en quien los contempla, los percibe o los espera regresar.

Hemos visto hasta aquí como las consecuencias de la muerte, lo que hay más allá de esta se convierten en eje constitutivo de la ficción. Sin embargo, todo el abanico de posibilidades que puede ofrecer este motivo literario no estaría completo si los autores góticos, siempre en virtud de alcanzar el nivel más alto de terror estético, se olvidaran, como apuntamos al comienzo de nuestra argumentación, de ese instante previo a la misma, que podía ofrecer momentos sublimes de extremo dolor, de padecimientos sin límite, de sangre o de miembros descuartizados. Si el miedo a lo que venía del otro lado, a los fantasmas o muertos vivientes se condenaba desde las altas esferas de la sociedad iluminista y se limitaba, racionalizando sus intervenciones, al considerarse un miedo alejado de toda lógica y basado en una creencia del todo irracional, el miedo a la muerte en sí y a los sufrimientos que esta pudiera acarrear era, frente a aquel, un miedo real. Pertenecía y pertenece, de hecho, al mundo de lo cotidiano y, aunque era evidente que ciertas variantes del mismo se entendían inusuales y extrañas, se movía, no cabe duda alguna, dentro del ámbito de lo probable.

La muerte violenta, en toda su riqueza de torturas y vejaciones, que sufren muchos de los personajes, subyugados por la maldad casi satánica de los villanos góticos, aparece como elemento recurrente en las novela góticas españolas. En Virtud, constancia amor y desinterés aparece en el bello sexo (1834) de Narciso Torre López y Ruedas la protagonista describe las horribles muertes a las que han sido sometidos todos sus seres cercanos:

Á este tiempo nos vimos rodeados de tres hombres más, cuyos semblantes causaban terror. El joven tiembla y enmudece, yo me horrorizo, los asesinos nos hacen que les sigamos, y llegamos a un sitio solo y pavoroso: aquellos impíos nos muestran á Albino difunto, ensangrentado, el rostro deshecho, y el pecho traspasado con tres crueles heridas: toda aquella ladera estaba cubierta de su inocente sangre. Lleno de espanto y horror parecía estar el universo en medio de aquel espectáculo. [...] ¿Hasta qué extremo os conduce vuestra barbarie? ¿Sois hombre o sois monstruo? [...] parecía que de carnívoro lobo se había transformado en mando cordero. [...] vuelve la cabeza, y ve a su padre con mil bocas abiertas á la violencia del acero y vuelve a desmayarse: examino todo aquel sitio ¡y qué es lo que se presenta a mi vista! ¡otro espectáculo mas horroroso veo!...¡tiemblo al acordarme! Veo una mujer cosida a puñaladas, y encima de su ensangrentado cuerpo, un papel con una inscripción que decía: ya no existe Clarisa.


(Torre y López 7-9)                


Sin embargo, en Vargas (1820) de Blanco-White, Viaje al mundo subterráneo (1820) de Joaquín Clararrosa o Cornelia Bororquia (1801) de Luis Gutiérrez, ahora desde una perspectiva antinquisitorial, sus personajes, condenados injustamente por el Santo Oficio, padecen sin descanso; desde su cuerpo maniatado, sometido a torturas y que ha perdido su aspecto humano, hasta su espíritu, por sufrir a solas y en silencio una condena de la que no son culpables; el único límite al horror es la propia muerte, el fin del sufrimiento. Así se relata el último aliento de Cornelia en la hoguera:

Los ojos desencajados, los cabellos dispersos, el rostro extremadamente desfigurado, lanzando sordos gemidos, mal articuladas palabras que nada tenían de humano acento. Las manos y los pies, todo el cuerpo, lo agitaba un horrible temblor [...] Ya el humo comienza a vaguear por el aire, ya las voraces llamas calientan y alumbran a los que rodean el cadalso, ya la inocente víctima… después de un largo rato de angustias, ansias y sufrimiento, el espíritu de Cornelia voló en fin al seno del Eterno.


(Gutiérrez 196)                


Esta extrema crueldad, estas espeluznantes atrocidades trataban, en realidad, de enfrentar al lector con todo aquello que abominaba y, de esta manera, neutralizar su terrible miedo al sufrimiento humano mediante la fascinación.

Si bien la profunda carga irracional, la presencia constante del elemento sobrenatural se sacrifican, al menos en parte, en favor de un relato de carácter racional, moralista y tendencia edificante, más cercano a la novela gótica sentimental que cultivaban en Inglaterra mujeres como Ann Radcliffe, las líneas principales de su engranaje narrativo se mantuvieron en una serie de novelas de finales del siglo XVIII y principios del XIX, denostadas por la crítica y arrinconadas en bibliotecas privadas, confirmando que la novelística del período de entresiglos no fue ajena a la experimentación con el nuevo placer estético del miedo y que todo aquel artificio de muerte, asumido y enriquecido por estos valientes, pasaría con el tiempo a convertirse en lugar común en nuestra literatura.






Referencias bibliografías

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