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La oveja roja de la poesía: poética coloquial (comunicante, según Benedetti) en América Latina

Carmen Alemany Bay






1. Palabras para explicar un título

El título de este artículo intenta emular algunas de las estrategias poéticas a las que recurrieron los llamados poetas coloquiales latinoamericanos desde la segunda mitad de los años cincuenta. Como se sabe, en sus composiciones acudieron con frecuencia a frases hechas, o a modismos -como en el caso que nos ocupa-, a los que añadían alguna variante para ofrecer otro significado al habitualmente establecido. Coloquialmente, cuando hablamos de «oveja negra» nos estamos refiriendo, metafóricamente, a alguien que se ha salido del redil; creo que fue el caso de los poetas coloquiales que rompieron con algunos de los cánones estratificados por la poesía. Además añadimos el adjetivo «roja» para acogernos a su significado denotativo y explicitar que la casi totalidad de estos poetas se posicionaron en la izquierda ideológica.

En este pórtico se manejan además dos marbetes, el de «poética coloquial» y el de «comunicante». A la cuestión de los nombres acudiré más adelante porque a día de hoy a esta poesía se la sigue nombrando de las más variadas formas a falta de un nombre que la perpetúe. Otra cuestión, y esta es de índole estilística, es la del uso del paréntesis -más propio de otros géneros que del poético- que con frecuencia utilizaron los poetas coloquiales y que sirve para marcar el carácter polifónico del texto: supone un comentario a lo que se está diciendo desde un punto de vista externo, tal como también sucede en el lenguaje oral.

Finalmente, el determinante geográfico, «América Latina». Si bien es cierto que esta poética tuvo repercusión en todos aquellos países, no lo es menos que al hablar en general de América Latina no estamos atendiendo a la gran diversidad existente entre ellos, como tantas veces reivindicó Mario Benedetti. En Subdesarrollo y letras de la osadía (1987) atacó la idea recurrente de considerar a nuestra América como un todo homogéneo; para el escritor, la heterogeneidad de estilos, culturas y mestizajes que existen en el continente ofrecen a su literatura una capacidad renovadora y diversísima.

Tras estas palabras liminares avanzo que mi propósito en estas páginas es hablar en términos generales de aquella gran corriente poética que se dio en la América de habla hispana a partir de la década de los cincuenta y fundamentalmente en la década posterior, la de los sesenta. Sin manifiestos ni proclamas, esta revolución del verso fue asumida, en principio, de forma tímida e individual pero pronto se extendió por todos los países latinoamericanos (Alemany 1997). Lejos de un completo muestrario o inventario de quiénes participaron en este proceso, lo que pretendemos aquí es apuntar algunos autores, la mayoría nacidos entre 1920 y 1940, que hoy en día son considerados iconos de aquel proceso poético: desde Argentina, César Fernández Moreno (1919-1985), Francisco Lirondo (1930-1976) y Juan Gelman (1930-2014); desde Uruguay, Mario Benedetti (1920-2009), Idea Vilariño (1920-2009), Sarandy Cabrera (1923-2005) y Walter Ortiz y Ayala (1929); desde Chile, el antipoeta Nicanor Parra (1914), Enrique Lihn (1929-1988) o Efraín Barquero (1931); desde Perú, Luis Hernández (1941-1977), Antonio Cisneros (1942) y Marco Martos (1942); desde Venezuela, Rafael Cadenas (1930); desde Colombia, William Agudelo (1945) o Juan Manuel Roca (1946); desde Ecuador, Jorge Enrique Adoum (1926-2009) y Euler Granda (1935); desde Guatemala, Otto René Castillo (1936-1967); desde Nicaragua, el exteriorista Ernesto Cardenal y, posteriormente, Gioconda Belli (1948); desde Honduras, Roberto Sosa (1930); desde El Salvador, Roque Dalton (1933-1975); desde República Dominicana, Freddy Gatón Arce (1920-1994) y, más tardíamente, Máximo Avilés Blondo (1931-1988); desde Puerto Rico, Jorge Luis Morales (1930-1997); desde México, Jaime Sabines (1926-1999), José Emilio Pacheco (1939-2014) o David Huerta (1949); desde Cuba los poetas de la «Generación de los cincuenta» o «Primera generación de la Revolución», entre los que destacamos a Carilda Oliver Labra (1924), Roberto Fernández Retamar (1930) y Fayad Jamís (1930-1988), a los que le seguirán Guillermo Rodríguez Rivera (1942), Luis Rogelio Nogueras (1945-1985) o Raúl Rivero (1945).




2. Antecedentes

Conviene recordar, como dijo en más de una ocasión Mario Benedetti, que en poesía -a diferencia de otros géneros- no existen grietas sino un continuum, premisa que se cumple en el surgimiento de la llamada poesía coloquial. Será dentro del Modernismo, verdadero movimiento de renovación y de originalidad de la poesía latinoamericana, donde los poetas coloquiales hallarán su primer antecedente. Algunos poetas modernistas -y entre ellos la cabeza más visible, Rubén Darío- introducirán elementos prosísticos en sus versos, y un ejemplo paradigmático será la «Epístola a la Señora de Lugones» del poeta nicaragüense:



Me recetan que no haga nada ni piense nada,
que me retire al campo a ver la madrugada
con las alondras y con Garcilaso, y con
el sport. ¡Bravo! Sí. Bien. Muy bien. ¿Y La Nación?
¿Y mi trabajo diario y preciso y fatal?
¿No se sabe que soy cónsul como Stendhal?


(2011, 535)                


Al gran poeta del Modernismo se refirió Mario Benedetti en el artículo «Rubén Darío, Señor de los tristes», publicado en 1967, en el que señalaba aquellas composiciones darianas que personalmente más le impresionaban y en las que cabían, lógicamente, aquellas cuyos versos se aproximaban al coloquialismo. De esta guisa era su opinión:

es esa zona conjetural y oscura la que más me interesa en la obra de Darío, y a ella pertenece el reducido núcleo de poemas que conmueven mis fibras de lector y dejan su rastro en mi vida sensible; esos pocos poemas que instalan para siempre a Darío en la galería de mis venerables, de mis jóvenes eternos. Me refiero a «Sinfonía en gris mayor», «Yo soy aquel que ayer no más decía», «Nocturno», «Allá lejos», «Lo fatal», «Epístola a la Señora de Leopoldo Lugones», «Los bufones» y «A Francisca». Poemas concentrados, notables, indiscutibles obras maestras».


(1995, 162)                


En líneas posteriores afirmaba, con la intuición de la que hizo gala en sus ensayos, que:

singularmente, son esas fugas las que me parecen de una más palmaria actualidad. Poemas como «Allá lejos» o los que integran la serie «A Francisca», están augurando toda una corriente de actualísima poesía intimista, franca, tierna y a la vez despojada. La «Epístola a la señora de Lugones» es tan inobjetablemente actual que puede leerse como si hubiera sido escrita la semana pasada, es decir sin que sea necesaria la previa acomodación histórica de nuestro ánimo. Octavio Paz califica este poema de «indudable antecedente de lo que sería una de las conquistas de la poesía contemporánea: la fusión entre el lenguaje literario y el habla de la ciudad». Habría que agregar que toda una concepción del prosaísmo poético, tan importante en la poesía que actualmente se escribe en América Latina y en España, se halla prefigurada en ese poema escrito en 1907».


(1995, 167)                


Asimismo, frases propias de la lengua coloquial las encontraremos en las últimas obras de Amado Nervo; en Gofas amargas de José Asunción Silva y también en algunas composiciones del Lunario sentimental del argentino Leopoldo Lugones en las que disimuladamente se fueron introduciendo expresiones que contrastaban con el canonicismo del lenguaje modernista.

Pasada la etapa modernista, será en el Posmodernismo cuando la inclusión de elementos populares cargados de coloquialidad, así como una mayor sencillez temática, irán allanando el terreno en pro de la poesía coloquial. Federico de Onís -quien caracterizó al Posmodernismo en su Antología de la poesía española e hispanoamericana (1934) mediante seis tendencias o vertientes- hablaba de la presencia de un «prosaísmo sentimental» y de la «reacción hada la ironía sentimental» (851); dos características que se harán presentes en la poética mayoritaria de los años sesenta. Teodosio Fernández, al hablar de los poetas coloquiales, explica que el origen de esta poesía «puede remontarse cuando menos a los comienzos de siglo, a Pezoa Véliz, a Carriego o a Luis Carlos López, y en su trayectoria se inscriben el sencillismo de Fernández Moreno y otras orientaciones posmodernistas» (1987, 78).

La Vanguardia, que trastocó los límites del lenguaje y sus formas, será referente obligado para los poetas coloquiales que aprovecharán la experimentación formal que llevaron a cabo aquellos movimientos: ausencia de puntuación y de rima, una disposición tipográfica particular así como la presencia de ciertos giros verbales, la predilección por la imagen y por la intertextualidad. Sin embargo, quien de forma más directa influirá en los poetas de los años sesenta adscritos a la corriente coloquialista será el peruano César Vallejo de quien se sentirán legítimos herederos. La fuerza de su lenguaje, sus rupturas sintácticas, sus juegos semánticos tan presentes en Trilce (1922), así como el reflejo en todas sus obras de la realidad vivencial, del dolor humano, servirán de acicates para que este escritor se convierta en el referente de esa nueva poética latinoamericana de los sesenta, llegando a ser considerado como un precedente directo de «la comunicación recuperada»: «Muchos son los que encuentran en Vallejo -en sus desgarrones sintácticos, en sus preguntas constantes, en sus exclamaciones, en sus imperativos, en su capacidad para conversar con el lector- el punto de partida para dar cuenta de la burla del destino que constituye la realidad prosaica de cada día» (Fernández 1987, 84). En palabras de Mario Benedetti, Vallejo «se ha constituido en motor y estímulo de los nombres más auténticamente creadores de la actual poesía hispanoamericana. No en balde, la obra de Nicanor Parra, Sebastián Solazar Bondy, Gonzalo Rojas, Ernesto Cardenal, Roberto Fernández Retamar y Juan Gelman, revela ya sea por vía directa, ya sea por influencia interpósita, la marca vallejiana» (1995, 203).

El chileno Pablo Neruda será otro de los poetas que dejó su huella en la poesía coloquial, aunque esta nunca fue tan electrizante con la vallejiana; ilustrativas son las siguientes palabras de Benedetti:

Neruda ha sido más bien una influencia paralizante, casi diría frustránea, como si la riqueza de su torrente verbal sólo permitiera una imitación sin escapatoria [...] Para sus respectivos poetas-lectores, vale decir para sus influidos, Neruda funciona sobre todo como un paradigma literario; Vallejo, en cambio, así sea a través de sus poemas, como un paradigma humano.


(1995, 203-205)                


En cualquier caso, desde sus Residencias, Pablo Neruda incluyó «palabras tradicionalmente no poéticas que, tal como los gerundios, adverbios, ilativos, rupturas sintácticas, etc. se insertaban en un estilo que retiene, con todo, cierta solemnidad derruida e inexorablemente profana» (Schopf 1986, 134), recursos que irán en aumento a partir de sus Odas elementales.

Inaugurados ya los años cuarenta, poetas argentinos como César Fernández Moreno (hijo de Baldomero Fernández Moreno) y Víctor García Robles escriben una poesía de combate y lucha política que definiría cada vez más una vertiente de poesía similar a la poesía coloquial (Alegría 1971, 208-209, 224-234). Autores de otras latitudes como el paraguayo Hérib Campos Cervera, el guatemalteco Otto-Raúl González o el dominicano Pedro Mir serán representativos de la nueva orientación que tomará la poesía latinoamericana. Poco a poco va quedando más lejana la idea de entender la «poesía prosística» como una tendencia menor; de modo que a partir de los años cincuenta la coloquial empezará a ser una realidad con obras tan emblemáticas como Argentino hasta la muerte (1954) de César Fernández Moreno; Los párpados y el polvo (1954) del cubano Fayad Jamís; dos años después aparecerían Poemas de la oficina de Mario Benedetti y Tarumba de Jaime Sabines; le siguieron Vuelta a la antigua esperanza (1959) e Historia antigua (1964) de Roberto Fernández Retamar; El turno del ofendido (1962) de Roque Dalton, sin olvidar los Poemas y antipoemas (1954) de Nicanor Parra u Hora 0 (1960) de Ernesto Cardenal.

Con estos precedentes, la crítica comenzó a hablar sin ningún pudor de que la poesía latinoamericana, a partir de los años sesenta, podría dirimirse en dos tendencias: la poesía de la «imagen insólita» y la del «prosaísmo» (Paz 1967, 12); incluso algunos críticos, en décadas posteriores, acotarán más el terreno y hablarán solo de la presencia de la antipoesía y la poesía conversacional (Fernández Moreno 1982, 39).




3. La cuestión de los nombres

Numerosos y variados son los nombres que ha recibido este tipo de poética pero ¿cómo denominar a esa corriente tan heterogénea y cargada de matices dentro de la obra de cada autor y aún dentro del conjunto de escritores que forman parte de ese filón poético?

Para el crítico argentino Saúl Yurkievich se trata de una poesía neorrealista (1976, 271-273); el cubano Roberto Fernández Retamar habla de coloquialismo pero también de «conversacionalismo» refiriéndose al citado vocablo como un «tono», por tanto poesía coloquial de tono conversacional (1975, 111-126). En 1971, Mario Benedetti, bajo el título de Los poetas comunicantes, publicó un volumen en el que se recogían entrevistas a Roque Dalton, Nicanor Parra, Jorge Enrique Adoum, Ernesto Cardenal, Carlos María Gutiérrez, Gonzalo Rojas, Elíseo Diego, Roberto Fernández Retamar, Juan Gelman e Idea Vilariño. Para Benedetti,

Poetas comunicantes significa, en su acepción más obvia, la preocupación de la actual poesía latinoamericana en comunicar, en llegar a su lector, en incluirlo también a él en su buceo, en su osadía, y a la vez en su austeridad. Pero quiere decir algo más. Poetas comunicantes son también vasos comunicantes. O sea el instrumento (o por lo menos, uno de los instrumentos, sin duda el menos publicitado) por el cual se comunican entre sí distintas épocas, distintos ámbitos, distintas actitudes, distintas generaciones.


(16)                


Por tanto «neorrealismo», «nuevo realismo», «poesía coloquial de tono conversacional» o «poetas comunicantes» son términos que nos sirven para definir el mismo tipo de poesía que engloba a autores muy similares en su intencionalidad poética.

Pasados los años de máxima efervescencia coloquialista, el mexicano José Emilio Pacheco se refería a esta corriente como «realismo coloquial» (1977, 34); la también mexicana Mónica Mansour no hace distinciones entre la coloquialidad o la conversacionalidad, aunque en alguna ocasión habla de «tono de conversación coloquial» (1979, 9 y 94). Daniel Torres plantea que nada impide la existencia de una antipoesía conversacional latinoamericana (1990, 22-23); por su parte Samuel Gordon habla de «tono coloquial de lo cotidiano» y puntualiza: «Léase tono, no lenguaje» (1990, 255).

Desde nuestro punto de vista, si bien coloquial y conversacional no son términos opuestos -incluso para algunos son sinónimos-, creo que en justa medida habría que matizarlos (Alemany 1997, 25-31). Lo coloquial es un acto de habla espontáneo en el que se presupone una respuesta que no necesariamente tiene que estar explícita, es decir, no es obligatoria la participación del receptor porque el emisor -en nuestro caso el poeta- presupone la respuesta del otro. En cambio, lo conversacional es un diálogo explícito, un acto de habla sobre un tema. Asimismo, lo coloquial es mucho menos estricto que lo conversacional en cuanto que este último necesita de la presencia -aun en el texto- de un receptor así como el mantenimiento de un tema y de una dialéctica. Por lo dicho, la gran mayoría de estos poemas son coloquiales y no conversacionales.

Otra cuestión en la que no quiero entrar pero sí mencionar, son las diferencias entre el exteriorismo, representado por el nicaragüense Ernesto Cardenal, y la antipoesía, personificada en la figura del chileno Nicanor Parra (Alemany 1997, 31-39). Podemos afirmar que, con sutiles diferencias, ambas corrientes forman parte de un «espacio común» del que hablara José Emilio Pacheco porque en cualquier caso las conexiones y los entrecruzamientos entre estos y la poesía coloquial son evidentes: el esfuerzo por aportar un nuevo lenguaje a la poesía a través de las mismas técnicas es una razón de peso para que ambas corrientes formen parte del mismo proyecto poético.




4. Poesía coloquial: intencionalidad y temática

La poesía coloquial, sin renunciar a una cotidianidad intimista, es una poesía comprometida, testimonial y solidaria; los suyos son versos de clara raigambre social aunque acude también a temas eternamente abordados como el amor, la soledad, la muerte, el tiempo, la memoria, etc. Como muestra tomemos el conocido «Te quiero» benedettiano en el que el uruguayo -tal usanza de la época- mezcló el amor con la militancia subrayando la significación de estos términos, y también su complejidad:



Tus manos son mi caricia
mis acordes cotidianos
te quiero porque tus manos
trabajan por la justicia

si te quiero es porque sos
mi amor mi cómplice y todo
y en la calle codo a codo
somos mucho más que dos

tus ojos son mi conjuro
contra la mala jornada
te quiero por tu mirada
que mira y siembra futuro

tu boca que es tuya y mía
tu boca no se equivoca
te quiero porque tu boca
sabe gritar rebeldía

si te quiero es porque sos
mi amor mi cómplice y todo
y en la calle codo a codo
somos mucho más que dos

y por tu rostro sincero
y tu paso vagabundo
y tu llanto por el mundo
porque sos pueblo te quiero

y porque amor no es aureola
ni cándida moraleja
y porque somos pareja
que sabe que no está sola

te quiero en mi paraíso
es decir que en mi país
la gente viva feliz
aunque no tenga permiso

si te quiero es porque sos
mi amor mi cómplice y todo
y en la calle codo a codo
somos mucho más que dos.


(Benedetti 1998, 316-317)                


Sin embargo, me gustaría detenerme en un aspecto que es consustancial a la poesía, las reflexiones metapoéticas -o llamadas tradicionalmente «artes poéticas»- a las que los poetas coloquiales acudieron con asiduidad. En estos textos trataron, obviamente, de reflexionar sobre la poesía pero también sobre el acto poético o sobre los mecanismos que lo envuelven; generalmente están desprovistos de contenido programático y más bien remiten a experiencias subjetivas que nacen de su labor como escritores y como lectores. La originalidad, a diferencia de las artes poéticas canónicas, radica en la voluntad de explicar el hecho poético a través de ingredientes cotidianos y desmitificadores, lo que lleva implícito la desmitificación de la poesía y sus consecuentes implicaciones: el poema puede ser fundamento de agitación social o bien un medio a través del cual subrayar la importancia de la solidaridad activa.

Para ejemplificar lo expresado anteriormente, tomaremos como referencia un artículo que Mario Benedetti publicó en 1990 con el título de «Los poetas ante la poesía». El autor uruguayo concluía el escrito con unas palabras cargadas de plurisignificación, como es habitual en sus propias composiciones, y que son sintomáticas de la dificultad de encasillar el hecho poético o cualquier «arte poética»:

Pero tampoco me tomen (ni nos tomen) al pie de la letra. Las definiciones de los poetas son tan indefinidas que cambian como el tiempo. Algunos días son despejadas, y otros, parcialmente nubosas: a veces llegan con vientos fuertes, y otras, con marejadilla. Pero lo más frecuente es que se formen entre bancos de niebla.

Una de las primeras artes poéticas dice así:


Que golpee y golpee
hasta que nadie
pueda hacerse ya el sordo
que golpee y golpee
hasta que el poeta
sepa
o por lo menos
crea que es a él
a quien llaman.


(1995, 148-149)                


Las actitudes de los poetas coloquiales a la hora de enfrentarse a la poesía serán diversas, pero la búsqueda de diferenciación respecto a poéticas anteriores les llevará lógicamente a intentar reivindicar una propia o a plasmar algunos aspectos de la teoría poética en sus escritos. A través de sus «artes poéticas» no sólo reclaman un proyecto común -que es la consolidación de una nueva corriente literaria- con la creación de estos poemas, al mismo tiempo y de forma plural están sustentando su visión sobre la poesía, como ha ocurrido en los sucesivos movimientos poéticos a lo largo de la historia de la literatura.

En estas artes poéticas lenguaje y realidad se imbrican para crear un arte de la poesía que va parejo al arte de la vida. La poesía será considerada un hecho compartido y nunca exclusivo de un creador iluminado y, además, «la poesía es como el pan de todos», como versó Roque Dalton. Este inmiscuirse en la cotidianidad y en la recuperación del lenguaje cotidiano les lleva a reflexionar sobre la autoría de los poemas: los versos no solo pertenecen al creador sino que forman parte de la colectividad, como afirmará Nicanor Parra e insistirá José Emilio Pacheco, por poner algunos ejemplos paradigmáticos. Será el mexicano el que utilice diversos mecanismos textuales para enfatizar la desacralización y poner en cuestionamiento su función como poeta así como la defensa del anonimato en «Carta a George B. Moore en defensa del anonimato»:



¿Cómo explicarte que jamás he dado
una entrevista,
que mi ambición es ser leído y no «célebre»,
que importa el texto y no el autor del texto,
que descreo del circo literario?

[...]

El poeta dejó de ser la voz de la tribu,
aquel que habla por quienes no hablan.

[...]

Si le gustaron los versos
qué más da que sean míos / de otros / de nadie.
En realidad los poemas que leyó son de usted:
Usted, su autor, que los inventa al leerlos.


(2010, 302)                


El poeta, de este modo, es concebido como un comunicador cuya voz puede ser una más entre tantas, y la idea del escritor como ser tocado por la divinidad ya forma parte de la historia literaria. Son otros los tiempos que corren y el creador se ha bajado definitivamente del Olimpo y no duda en sacrificar su propio yo, desmitificarlo para conseguir una comunión casi perfecta con el lector.

Así puede verificarse en «Arte poética» -perteneciente a Contra los puentes levadizos (1965-1966)- de Mario Benedetti, y otros poemas del mismo autor como «Semántica», de Quemar las naves (1968-1969), o «Sombras nada más o cómo definiría usted la poesía» de Las soledades de Babel (1991). El argentino Juan Gelman nos demostrará que libertad es sinónimo de poesía y que esta última debe convertirse en un testimonio colectivo que tenga como fin denunciar las injusticias a las que continuamente está sometido el ser humano; es decir, la poesía entendida como arma social pero sin que esta necesidad de urgencia le prive de las estimulantes sensaciones o de la alquimia con la que dota a sus poemas de un carácter heterodoxo como el lector podrá comprobar en, por ejemplo, Cólera buey (1971).

José Emilio Pacheco, sin restar ironía ni sentido del humor a sus artes poéticas, intentará en cambio buscar el valor intrínseco del hecho poético: la poesía es fidedignamente efímera y a pesar de los espejismos con los que los poetas pretenden dotarla el escritor se encuentra ante la imposibilidad de enriquecerla mucho más. Por tanto, el cuestionamiento de la figura del poeta queda intrínsecamente unido al de la poesía como ha indicado en tantos poemas de No me preguntes cómo pasa el tiempo («Crítica de la poesía», «Dichterliebe», «Job 18, 2», «Disertación sobre la consonancia», «Conversación romana» o «Legítima defensa»), en Irás y no volverás o en Miro la tierra (1984). En «Conversación romana» Pacheco ironiza sobre la poesía alegando que



Acaso nuestros versos duren tanto
como un modelo Ford 69
-y muchísimo menos que el Volkswagen.


(2010, 91)                


Los escritores de esta otra poética latinoamericana utilizan, con el fin de intensificar la comunicación con el lector, una serie de recursos en los que el poeta no sólo no insiste en la presencia del yo, tan sobrevaluado desde el Romanticismo, sino que aboga para que su posición se despoje del halo cuasi divino con el que durante siglos se vio al poeta. Nicanor Parra en su composición «Manifiesto» afirma que «el poeta no es un alquimista / El poeta es un hombre como todos» y que «Los poetas bajaron del Olimpo» (1996, 104).




5. Las formas del poema

Diversos son los recursos destinados al enriquecimiento visual del poema que los poetas coloquiales emplearán en su afán de convertir a este en un objeto activo. La mayor parte de los métodos empleados proceden de aquella revolución formal que fue la Vanguardia y que ahora se intensifica con la finalidad de hacer al lector participe de lo poético. Frente a la convicción del tradicional poder de la escritura, numerosas voces apostarán -ante los cambios políticos y sociales tan intensos que se dieron en la primera mitad del siglo XX y la posterior impronta de los mass media en la vida cotidiana- por la viabilidad de incorporar la inventiva formal de raíz vanguardista en justa adecuación con los contenidos poéticos. Así procederán el chileno Nicanor Parra desde su propuesta antipoética y el exteriorismo, encabezado por Ernesto Cardenal; y no muy lejos de similares planteamientos los poetas coloquiales. Todos ellos, con mayores o menores diferencias, y sin olvidar la prioridad de lo que se comunica, emplearán los recursos heredados de las vanguardias para enriquecer el aspecto visual del poema en un afán de dinamizar el texto e, implícitamente, hacer al lector participe del hecho literario. La factura del poema se convierte en un espacio abierto que ayuda a reforzar la comunicación, por ende cada día más visual, rompiendo las diferencias tradicionales del discurso público y el discurso privado. Los poetas coloquiales recurrirán con evidente frecuencia a la supresión total o parcial de los signos de puntuación en el poema para que cada lector ajuste su propio ritmo de lectura. Asimismo se obliga al lector a realizar no una lectura puramente gramatical y correcta como en la poesía canónica, sino una lectura que en cierto modo sea un simulacro de ficción de oralidad tal como podríamos ensayar con estos versos del peruano Antonio Cisneros:




No me aumentaron el sueldo por tu ausencia
sin embargo
el frasco de Nescafé me dura el doble
el triple las hojas de afeitar.


(1983, 120)                


Si la pausa puede ser otra, y no precisamente la convencional, el poeta va a introducir mecanismos formales que enfaticen otras visualizaciones que implicarán otra manera de ver la escritura, como el uso de la vírgula (/) entre fragmentos versales:


hombre/la vida es algo
miserable/inmortal/abridora
de heridas y dolores/pero hombrísimo/
mírala deshacer


(Juan Gelman, «Nota XIX», 1994, 115)                


De este modo se nos ofrece una marca de lectura que sirve de rectificación, de duda o de complemento a lo dicho, o simplemente la sustitución de la tradicional coma (,) con el fin de causar un efecto inesperado.

Otro procedimiento será el sangrado -o el espaciado- entre palabras que buscará no solo diferenciar entre la pausa prosódica y la pausa gráfica, normalizando de este modo el conflicto entre la pausa prosódica y la psíquica; sino también convertir en menos violento el encabalgamiento y otorgarle más dinamismo al texto. Así, el espacio en blanco pierde sentido de intervalo y se integra con valor propio eliminando toda concepción simbólica o descriptiva de la escritura:



así pues
desde este misterioso confín de la existencia
los otros me ampararon como árboles
con nidos o sin nidos
poco importa
no me dieron envidia sino frutos
esos otros están
aquí


(«Como árboles» de Mario Benedetti, 1998, 325)                


Asimismo unirán o separarán mediante guiones las palabras en un mismo verso para acelerar el movimiento de este, o bien para producir el efecto contrario como podemos ver en estos versos del ecuatoriano Jorge Enrique Adoum:

de-correcto-caballero-que-hoy-contrae-nupcias-con-la-espiritual-damita-de-nuestra-sociedad


(1979, 76)                


Incluso provocarán falsos encabalgamientos mediante el guión como se puede apreciar en muchos poemas del chileno Enrique Lihn:

La acción, es un acto; la poesía una exigencia; una «revolución permanente», un trabajo de los mil demonios.


(1969, 62)                


La finalidad de estos mecanismos es incentivar otras lecturas más próximas a la intencionalidad psíquica, lo que sin duda aleja al poema de cualquier escritura canónica. Pero no lo olvidemos, semejantes arrojos provienen de ese gran atrevimiento que fue la vanguardia y que en los años sesenta fueron socializados por los poetas coloquiales.

Si el texto poético se afianza en la oralidad, la poesía coloquial presenta nuevas alternativas como la utilización del paréntesis (...) con el fin de marcar su carácter polifónico, ya que el uso de este supone -como adelantábamos en las primeras líneas- un comentario a lo que se está diciendo desde un punto de vista externo, tal como sucede en el lenguaje oral. En este caso, en «El pálido estandarte» del cubano Roberto Fernández Retamar se añade un inciso de tipo personal:


Renqueante, el pálido estandarte
Viene a tumbarse en mi boca
(Yo estaba echado bajo sueños
Enormes como grandes velámenes).
Suave extraño llega, parpadea
Sobre mis manos, insiste en dejar
Sus piedras de aire, sus ojos.


(1966, 108)                


En un avance que supone la ruptura de barreras entre géneros, en ocasiones los textos poéticos se nutren de comillas («...») que sirven para potenciar y simular el carácter dialógico de lo poético. En el siguiente caso, «La muchacha de Tokio» de Jorge Enrique Adoum, además, se introducen frases en inglés:



«I'm not a professional. I work
in an office of the American Army».

Sus pies dentro del charco de su enagua.

«I'm always short of money
but I do this very seldom».

Mi sombra era demasiado grande en su cama,
balsa seca de soltera en el suelo.


(1979, 57)                


La presencia de los asteriscos sirve para denotar un cambio de voz o un mensaje citado, como en la composición «Kayanerenhkowa» de Ernesto Cardenal:



Sí, como los aviones.
El avión de Nueva York sobre estas soledades.
      Viendo tal vez una película en colores.
YO Y ELLAS EN PARIS **con Tony Curtis y Janet Leigh**
                                                    sobre Solentiname.


(1991, 104)                


La inclusión de estos recursos formales contribuirá a una mayor polifonía del poema que supondrá la democratización de lo poético, algo que evidentemente no se logró en los años veinte. Los poetas coloquiales de los sesenta también siguieron manteniendo aquello que incorporó con audacia la Vanguardia, como fue el uso de diferentes tipografías y que tendría como finalidad que el poema se centrase en la letra misma y en sus posibilidades artísticas; lo que supone una escritura pensada para una percepción global, visual, como «En la noche iluminada de palabras» de Ernesto Cardenal:


En la noche iluminada de palabras:
PEPSI-COLA
PALMOLIVE CHRYSLER COLGATE CHESTERFIELD
que se apagan y se encienden y se apagan y se encienden,
las luces rojas verdes azules de los hoteles y de los bares.


(1991, 123)                


Si la presencia de tipografía diversa en el poema contribuye a la creación de una escritura pensada para la concepción visual, de esta también se ha heredado la división estrófica inesperada; sírvanos de ejemplo esta composición del mexicano José Emilio Pacheco:




La lluvia 


la                             la
lluvia                       suficiencia
en                            disciplinado
cierto                       orgullo
modo                       buen
es                             carácter
la                             contención
serenidad                 y otras veces.


DESMESURA (2010, 84)                


Se descoyunta el poema, aislando o separando algunas palabras, para que surja algún efecto en el lector; pero sobre todo para que el verso no sólo diga o sugiera sino que exprese la sensación poética.

En definitiva, el resurgimiento de la factura del poema en los sesenta fue decisivo, pero no en el sentido lúdico, estético y diferencial en el que incidió la Vanguardia sino en la activación del texto en verso.




6. Para concluir

Como ocurre en todos los movimientos literarios, llega el instante en el que se produce un «cansancio de las formas» y la poesía coloquial, a partir de los años setenta, fue dejando progresivamente un espacio que fue ocupado por un tipo de poesía más próxima al hermetismo.

La creación de aquellos poetas de los años sesenta se fue plegando hacia formas de creación más íntimas y personales. Precisamente, y a nuestro entender, esta sería una de las características que tendría la poesía de muchos de aquellos que en los años sesenta escribían poesía coloquial. La escritura de esos poetas, sin abandonar el lenguaje que los caracterizó, se fue cargando de más componentes personales en detrimento de los sociales que fueron constitutivos en los poemas que se escribieron en la citada década. A pesar de estos cambios existe el testimonio de su claridad y ese deseo de comunicación con los otros -los lectores-, como prueba de que su poesía fue sobre todo un intento espléndido de comunicación social. Y en los tiempos en que vivimos lo sigue siendo al margen de que se asuman hoy formas más íntimas de expresión del mundo personal del poeta. Sin embargo, las nuevas líneas que marcan el descrédito de determinadas realidades no pueden arrumbar lo que ha sido, y pienso que sigue siendo, un ejemplo de una doble ruptura en el hermetismo y en el lenguaje. Esos poetas lograron tener público, no solo lectores, y consiguieron que entre el poeta y los lectores/público se estableciese una comunión nueva en las poéticas y en las formas de comunicación social de la historia de la literatura.






Obras citadas

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