Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajoCuatro siglos de prosa aztlanense

Luis Leal



Senior Research Fellow UC, Santa Barbara

El 13 de agosto de 1521 marca el fin del imperio azteca. Ese día Cuauhtémoc es hecho prisionero y con su caída, simbolizada en su nombre, termina la hegemonía mexica en Mesoamérica. Los españoles imponen su cultura-religión, lengua, sistema jurídico, artes y letras. Sin embargo, con frecuencia el español se vio obligado a modificar su modo de vivir para mejor adaptarse al ambiente del Nuevo Mundo. Al mismo tiempo, como venían pocas mujeres, el conquistador, y más tarde el colono, se mezcló con las mujeres indígenas, creando así una nueva raza, la mestiza, y una nueva cultura, heredada más tarde por los chicanos. El mestizo, como lo fue don Martín, hijo de Cortés y doña Marina, llegó con el tiempo a predominar e imponer su propia cultura en todos los territorios conquistados por España, incluyendo Aztlán.

Desde los primeros años del descubrimiento del Nuevo Mundo se hizo costumbre entre los exploradores, conquistadores, colonos, viajeros y frailes escribir crónicas, relaciones, diarios, cartas, noticias, anales, historias, memorias y todo tipo de prosa narrativa. Las primeras manifestaciones literarias en Aztlán son precisamente prosas didácticas, prosas escritas por los mismos exploradores y frailes. Muchos fueron los que sintieron la urgencia de describir la maravillosa región descubierta al norte de la Nueva España; muchos los que deseaban dar a conocer las penalidades sufridas durante las exploraciones de Nuevo México, Texas, Arizona o California. Con frecuencia, por supuesto, tenían otro propósito: el de formular una petición al rey con el objeto de recibir una compensación por los servicios prestados a la Corona. Pero sea cual sea la finalidad de lo que escribían, lo importante es que esos prosistas nos dejaron la historia del descubrimiento, exploración y colonización de Aztlán, lo mismo que las primeras descripciones y por consiguiente las primeras imágenes aztlanenses.

Una de las formas en prosa más cultivadas es la relación, en la cual el autor nos cuenta los acontecimientos importantes que le han ocurrido durante una expedición, viaje o estancia en algún lugar desconocido. Su propósito es dar a conocer algo nunca visto. En la relación se da importancia al hecho de narrar lo acontecido, ya sea en el presente o en el pasado. A veces la forma se combina con otra, como en el caso de las Cartas de relación de Hernán Cortés. Entre las relaciones aztlanenses, la primera y más famosa es la de Alvar Núñez Cabeza de Vaca, titulada Narración de los naufragios y publicada en Zamora, España, en 1542. El autor tenía miedo, al escribirla, que nunca llegara a publicarse. Nos dice: «Si Dios nuestro Señor fuese servido de sacar a alguno de nosotros, y traerlo a tierra de cristianos, pudiese dar nuevas y relación de ella»1.

Es de importancia esta obra porque en ella ya encontramos una descripción de la naturaleza (flora y fauna) de Aztlán, noticias acerca de la vida y costumbres de sus habitantes, y la idea de que el europeo y el indígena pueden comprenderse y convivir en paz y cordialidad. Cabeza de Vaca nos habla de las grandes praderas, los grandes ríos, los pueblos indígenas, los nopales, los búfalos, las inclemencias del tiempo. Su problema es la creación de imágenes para describir ese mundo antes no visto por ojos europeos. Así describe la tuna: «... era tiempo en que aquellos indios iban a otra tierra a comer tunas. Esta es una fruta que es del tamaño de huevos, y son bermejas y negras y de muy buen gusto. Cómenlas tres meses del año, en los cuales no comen otra cosa alguna» (página 70). Y los bisontes, o búfalos: «Alcanzan aquí vacas, y yo las he visto tres veces y comido de ellas, y paréceme que serán del tamaño de las de España; tienen los cuernos pequeños, como moriscas, y el pelo muy largo, merino, como una bernia; unas son pardillas, y otras negras, y a mi parecer tienen mejor y más gruesa carne que las de acá» (páginas 77-78). También nos habla del tlacuache, en estas palabras: «Los animales que en ellas vimos son: venados de tres maneras, conejos y liebres, osos y leones, y otras salvajinas, entre los cuales vimos un animal que trae los hijos en una bolsa que en la barriga tiene; y todo el tiempo que son pequeños los trae allí, hasta que saben buscar de comer; y si acaso están fuera buscando de comer, y acude gente, la madre no huye hasta que los ha recogido en su bolsa» (página 37). Pero lo más importante de esta Relación, que se lee como si fuera una novela, es el interés que despertó en el norte. A partir de 1536, año que Cabeza de Vaca volvió a la Nueva España, los exploradores en busca de Aztlán se multiplican, sin duda atraídos por la riqueza de la tierra, que así describe el narrador: «... es la mejor de cuantas en estas Indias hay, y más fértil y abundosa de mantenimientos y siembran tres veces en el año. Tienen muchas frutas y muy hermosos ríos, y otras muchas aguas muy buenas. Hay muestras grandes y señales de oro y plata: la gente de ella es muy bien acondicionada [...] Son muy dispuestos, mucho más que los de México, y, finalmente, es tierra que ninguna cosa le falta para ser muy buena» (página 125).

Como consecuencia de las noticias acerca de Aztlán que Cabeza de Vaca difundiera en la Nueva España, se iniciaron varias expediciones en busca de las siete ciudades, de Cíbola y de Quivira. Uno de los tres compañeros de Cabeza de Vaca, el negro Estebanico, sirvió de guía a fray Marcos de Niza, quien en 1539 emprendió un viaje hacia el norte. En su relación al virrey Antonio de Mendoza, fray Marcos dice: «En esta primera provincia hay siete ciudades muy grandes, todas debajo de un señor, y las casas de piedra y cal, grandes [...] y las portadas de las casas principales muchas labradas de piedras turquesas»2. Ese relato maravilloso de fray Marcos motivó el viaje de Francisco Vázquez de Coronado, cuyo cronista, Pedro Castañeda de Nájera, escribió una Relación de la jornada a Cíbola (1540). En sus relatos, tanto fray Marcos como Castañeda de Nájera nos han dejado testimonios de la vida en el norte. Ya fray Marcos documenta, en 1539, la costumbre de los campesinos de lo que hoy es norte de México de ir a Cíbola a cultivar las tierras para ganarse la vida. Dice: «Las cuales (gentes) me dijeron que de allí iban en treinta jornadas a la ciudad de Cíbola, que es la primera de las siete; [...] quise saber a qué iban tan lejos de sus casas y dijéronme que iban por turquesas y por cueros de vacas y otras cosas [...] asimismo quise saber el rescate con que lo habían, y dijéronme que con el sudor y servicio de sus personas, que iban a la primera ciudad, que se dice Cíbola, y que sirven allí en cavar las tierras y en otros servicios, y que les dan cueros de vacas [...] y turquesas, por sus servicios» (páginas 335-36). Y también dice: «Y en cada pueblo de estos hallaba muy larga relación de Cíbola, y tan particularmente me contaban de ella, como gente que cada año van a ganar su vida».

Entre otras relaciones de interés se encuentra la de Antonio Espejo, quien hizo una entrada en Nuevo México entre 1582 y 1583. Es curioso notar que Espejo quiso dar a la región el nombre de su patria, Andalucía. El título de su relación reza: «Relación del viaje que yo, Antonio Espejo, ciudadano de la ciudad de México, nativo de Córdoba, hizo con catorce soldados y un religioso de la orden de San Francisco a la provincia de Nuevo México, a quien puse el nombre Nueva Andalucía, a contemplación de mi patria, en fin del año de mil y quinientos y ochenta y dos». Sin embargo, en 1586 se publica en Madrid «El viaje que hizo Antonio Espejo en el año de ochenta y tres; el cual con sus compañeros descubrieron una tierra en que hallaron quince provincias, todas llenas de pueblos, y de casas de cuatro y cinco altos, a quien pusieron por nombre Nuevo México, por parecerse en muchas cosas al viejo». En su relación Espejo habla de una «laguna de oro» y de las minas de Arizona, lo que despertó el interés de Juan de Oñate, cuya expedición tuvo lugar veinte años más tarde. Con él iba Gaspar Pérez de Villagrá, cuya Historia de la Nueva México (1610), en verso, termina con la destrucción de Acoma3.

Formas en prosa afines a la relación que perduran hasta el siglo dieciocho son la crónica, la descripción, el memorial y las noticias. La crónica es una forma de origen medioeval (Crónica general, Crónica del Rey don Rodrigo, etc.) que fluctúa entre la relación y la historia. No fueron muchos los autores aztlanenses que dieran ese título a sus obras. Entre los pocos que conocemos destaca la Crónica (1584) de Baltasar de Obregón, por las interesantes noticias que contiene acerca de Arizona y Nuevo México, ya que su autor fue miembro de la expedición de Francisco de Ibarra a esas regiones en 1565. Parece que Obregón había leído la Relación de Cabeza de Vaca, pues la menciona varias veces. En Casa Grande, sobre el río Gila, se encontraron, nos dice, con un grupo de indígenas al cual le dieron el nombre de «los vaqueros», de interés por ser la primera vez que se utiliza esa designación para nombrar a ese personaje, que con el tiempo se convertiría en uno de los prototipos de Aztlán. Para la historia de Texas son de interés las crónicas de fray Isidro Félix de Espinosa y de fray Juan Domingo Arricivita (Crónica seráfica, 1792). La Crónica apostólica y seráphica (1746) de Espinosa contiene la historia de las misiones franciscanas sobre el Río Grande y en Texas, donde el autor vivió de 1716 a 1721. Espinosa fue también biógrafo del gran predicador fray Antonio Margil de Jesús.

En la «descripción», como el título indica, el autor se ciñe a darnos un inventario de lo que ha visto. No siempre, sin embargo, se era objetivo y con frecuencia se intercalan opiniones y juicios personales, como lo hace fray Francisco de Ajofrín en su Breve descripción de las Californias, 1764-1795, en donde nos habla del carácter de los indígenas. Nos dice el reverendo padre: «Todos los indios (excepto los habitantes de los dos famosos imperios de México y el Perú) [...] son perezosos, estúpidos, inconstantes, pusilánimes, en extremo cobardes, sin ánimo ni valor, aunque todos obran sin objeto, sin reflexión, ni conocimiento, de suerte que con fundamento se dudó en los principios si eran o no racionales»4. No era Ajofrín el único que creía que los indios eran seres inferiores. Con pocas excepciones, esa era la opinión de la época.

El «memorial», que no hay que confundir con la memoria, es un escrito en que se exponen motivos para una petición o una propuesta, o se defiende alguna idea. Como ejemplo de esta forma didáctica citaremos el Memorial de Fray Alonso de Benavides (1630), en el cual propone la comunicación de Nuevo México con las provincias al este, hasta el golfo, por la Gran Quivira, y de las Indias Aijado, a lo cual añade el reino de Texas. De gran interés en esta obra es lo que se cuenta acerca de la conversión milagrosa de la nación xumana. Dice fray Alonso: «Preguntando a los indios que nos dijesen la causa por qué con tanto afecto nos pedían el bautismo y religiosos que los fuesen a doctrinar, respondieron que una mujer como aquella que allí teníamos pintada (que era un retrato de la madre Luisa de Carrión) les predicaba a cada uno de ellos en su lengua [...] y que la mujer que les predicaba estaba vestida, ni más ni menos, como la que allí estaba pintada, pero que el rostro no era como aquel, sino que era moza y hermosa»5. El retrato que llevaba el fraile es, según parece, el de la famosa «conquistadora», que llegó a Nuevo México con fray Alonso en 1625 y más tarde había de inspirar a fray Angélico Chávez, quien le ha dedicado un estudio y una novela6.

El «viaje» es una forma semejante a la relación, pero generalmente implica que el autor ha vuelto al lugar donde se inició la excursión, y allí escribe utilizando sus apuntes. Esta forma ha sido muy usada en la ficción y a veces se mezcla lo real y lo ficticio, como en los casos de Marco Polo y Mandeville. Como estructura literaria el viaje es una de las formas más antiguas, comenzando con la Odisea de Homero y pasando por Herodoto, Chaucer, Dante, Lewis Carroll y otros. En México son famosos los libros de viaje de Guillermo Prieto, quien describe la ciudad de San Francisco en su Viaje a los Estados Unidos (1877-1878); y Justo Sierra, quien en sus Viajes incluye un capítulo titulado «En tierra yankee». Entre los escritores que han dado el título de «viaje» a los relatos en los que describen a Aztlán se encuentran Hernando Alarcón, quien en 1540 por orden del virrey Mendoza exploró las costas del Pacífico para ayudar por mar a Coronado; desembarcó en las costas de California y exploró el río Colorado; su piloto, Domingo de Castillo, trazó un mapa de la región, famoso porque en él se encuentra ya el nombre California. Tres años más tarde, Juan Rodríguez Cabrillo también navega hasta el Canal de Santa Bárbara, donde encuentra la muerte (enero, 1543). Su Viaje y descubrimiento fue utilizado por los historiadores españoles Francisco López de Gómara (en 1552) y Antonio de Herrera (en 1601)7. Como otras prosas didácticas, el «viaje» con frecuencia se combina con otras formas, como en el caso del libro de fray Agustín Morfi, que lleva el título Viaje de Indios y Diario del Nuevo México8.

El lugar que le corresponde en la historia de la literatura aztlanense a un prosista y periodista mexicano autor de un Viaje a los Estados Unidos del Norte de América (1834), Lorenzo de Zavala (1788-1836) es de interés por tratarse de un escritor que se radicó en Texas y se identificó con su destino. Zavala, nacido en Yucatán, estudió teología y filosofía. Sin embargo, en un acto público de filosofía, «en medio del espanto de los circunstantes», dice un crítico, presentó una tesis negando la autoridad de Santo Tomás. Zavala contribuyó a la lucha por la independencia de México y, por sus ideas radicales (propagaba la revolución entre los indígenas yucatecos), estuvo preso en San Juan de Ulúa de 1814 a 1817. Allí aprendió el inglés y la medicina. Después de que se declaró la independencia en 1821, luchó contra Iturbide, sirvió como diputado y senador de la República, fue ministro de Hacienda, y trabajó para establecer las logias masónicas yorkinas. Al caer el gobierno de Vicente Guerrero (16 de diciembre de 1829), Zavala es perseguido y se refugia primero en los Estados Unidos y luego en Europa, donde escribe, en 1831, su Ensayo histórico de las revoluciones de México, obra que le crea nuevos enemigos en México, adonde había vuelto en 1832. Al año siguiente, para evitar su influencia en la política, se le nombra ministro de México en Francia. En París escribe y publica su Viaje, libro que ya había prometido en el Ensayo. En 1835 Zavala renuncia a su puesto y, en vez de volver a México, se radica en Texas, donde tenía propiedades. Allí, acusando al Gobierno mexicano de despotismo y de perseguir a los liberales, toma el partido de los texanos; al firmar la declaración de independencia de Texas en 1836, Zavala pierde su ciudadanía mexicana. Como vicepresidente de la nueva república participó brevemente, ya que murió ese mismo año9.

Zavala y su obra han sido juzgados por Carlos González Peña con estas palabras: «Hombre de superior talento y cultura, todo en él la pasión lo avasalla. Escribe luchando; lucha escribiendo. Es, antes que un historiador, un memorialista vivaz y apasionado de su época. Su estilo es claro, preciso, hiriente, rotundo; a ratos diríase que flamea»10. De su Viaje el mismo crítico dice: «En este libro -donde tal vez pueda encontrarse la génesis moral de su traición- Zavala se nos revela, tanto o más que narrador pintoresco de viajes, espíritu dotado de una sutil capacidad de observación acerca de gentes y pueblos» (página 175). Tal vez el crítico pensaba en lo que Zavala dice en su «Prólogo» al Viaje, en donde compara el carácter de los mexicanos al de los angloamericanos en términos que nos hacen pensar en lo que diría Octavio Paz cien años después. Dice Zavala: «El norteamericano trabaja, el mexicano se divierte; el primero gasta lo menos que puede, el segundo hasta lo que no tiene; aquel lleva a efecto las empresas más arduas hasta su conclusión, éste las abandona a los primeros pasos; el uno vive en su casa, la adorna, la amuebla, la preserva de las inclemencias; el otro pasa su tiempo en la calle, huye la habitación [...]. Al hablar así debe entenderse que hay honorables excepciones [...]. También hay en los Estados Unidos personas pródigas, perezosas y despreciables. Pero no es esta la regla general [...]. Parece que oigo a algunos de mis paisanos gritar: ¡Qué horror! ved cómo nos desacredita este indigno mexicano. Tranquilizaos, señores, que ya otros han dicho eso y mucho más de nosotros y de nuestros padres los españoles. ¿Queréis que no se diga? Enmendaos. Quitad esos ochenta y siete días de fiesta del año que dedicáis al juego, a la embriaguez, a los placeres... tolerad las opiniones de los demás; sed indulgentes con los que no creen lo que vosotros creéis»11. Son las experiencias de Zavala en los Estados Unidos, y su conocimiento de su vida y su cultura, lo que le califican para que se le dé un puesto en la literatura aztlanense.

«Memorias», forma en prosa afín a las anteriores, es uno de los múltiples nombres que se da a la autobiografía, también llamada «vida», «recuerdos» o «reminiscencias»12. En México hizo famosa la forma un contemporáneo de Zavala, fray Servando Teresa de Mier, cuyas Memorias (nombre bajo el cual se conoce su «Apología» y su «Relación de lo que sucedió en Europa») han sido consideradas como la mejor autobiografía escrita por un mexicano13. Fray Servando, como Zavala, también estuvo en San Juan de Ulúa, de donde escapó y pasó a vivir en los Estados Unidos. Poco se sabe, desgraciadamente, de esa época de su azarosa vida. Igualmente famosas son las Memorias de mis tiempos (1828 a 1853) de Guillermo Prieto, autor también de un Viaje a los Estados Unidos (1877), y de varios capítulos de la obra Apuntes para la historia de la guerra entre México y los Estados Unidos (1848), obra traducida al inglés y publicada en Nueva York en 1850 con el título, The Other Side: Notes for the History of the War between Mexico and the United States. Prieto, cuya casa fue saqueada, se opuso violentamente al Tratado de Guadalupe Hidalgo. Otro escritor mexicano que también vivió en los Estados Unidos, Victoriano Salado Álvarez, escribió unas Memorias (publicadas en 1946) y un estudio sobre los mexicanismos supervivientes en el inglés de Norteamérica.

Las memorias y la historia a veces se compaginan. Ya Ortega y Gasset había escrito que las memorias son «el reverso del tapiz histórico, con la diferencia de que en ellas el reverso presenta también un dibujo, bien que distinto del que se ve en el anverso»14. Esa relación entre la historia y las memorias la encontramos en las obras de los escritores californianos José María Amador (Memorias sobre la historia de California, 1877); Francisco Serrano (Recuerdos históricos, 1875), y José de Jesús Vallejo (Reminiscencias históricas de California, ms.). Mariano Guadalupe Vallejo, en cambio, prefirió combinar lo histórico y lo personal en sus Recuerdos históricos y personales tocantes a la Alta California, 1769-1849.

A partir de 1910 el cultivo de las memorias decae. Sin embargo, es durante la primera década del siglo cuando aparecen las más interesantes memorias escritas en español que se hayan publicado en Aztlán. Las Memorias inéditas de don Sebastián Lerdo de Tejada, atribuidas a Adolfo R. Carrillo (1865-1926), fueron escritas en San Francisco, donde el supuesto autor tenía una imprenta. De allí envió el manuscrito a Laredo, y el periódico El Mundo lo publicó en el folletín. Por los duros ataques a Porfirio Díaz las Memorias causaron un gran escándalo. Su popularidad la atestiguan las ediciones que se hicieron en Brownsville (Imprenta de «El Porvenir», 1910-1912) y en San Antonio, Texas (Editorial Lozano, 1911, Primera Parte). Que estas Memorias no fueron escritas por Lerdo de Tejada, ex presidente de México residente en Nueva York de 1877 a 1889, lo vemos en lo que de ellas dice el biógrafo de Lerdo, Frank Averill Knapp, Jr., quien cada vez que las menciona las califica de apócrifas15. Carrillo, a quien se le atribuyen, fue perseguido por el gobierno de Díaz por las críticas que publicaba en los periódicos que dirigía. Fue reducido a prisión y, como en los casos de fray Servando y de Zavala, fue enviado a San Juan de Ulúa, de donde pasó al exilio, primero a La Habana y después a Nueva York. En esa ciudad frecuentó las tertulias de Lerdo y allí recogió la información que después utilizaría para escribir las Memorias. En San Francisco, California, en 1897, se publicaron otras memorias anónimas también atribuidas a Carrillo. Se trata de una novela picaresca, las Memorias del Marqués de San Basilisco (o San Basilio, según la portada), en las que el protagonista, Jorge Carmona (Carmonina), nacido en Sinaloa en 1830, lleva una vida de pícaro como buhonero, jugador, soldado y político. En 1860 desembarca en San Francisco donde, dice, los hombres trabajan como burros y las mujeres gastan el dinero como reinas. Por fin logra conquistar a una mujer de fortuna y con el dinero, en París, compra un título de nobleza.

Después del triunfo de la Revolución mexicana Carrillo es nombrado (en 1914) agente comercial en el Consulado de Los Angeles. Allí también publica el periódico México Libre, y es uno de los primeros en atacar a los revolucionarios que no cumplen con los principios de la Revolución, por lo cual pierde el puesto en el Consulado. En Los Angeles, hacia 1922, publica los Cuentos californios, colección de 19 prosas en torno a la historia y la leyenda en California. A veces aflora la nota personal. En el primer cuento, «El Budha de Chun-Sin» dice en la introducción: «Bueno, puesto que yo presencié la Catástrofe de San Francisco voy a escribir sobre esa inolvidable hecatombe que me quitó a la única hijita que tenía»16. Aunque el ambiente que predomina en este cuento es cosmopolita, no falta la nota mexicana. La caracterización del mesero en la fonda mexicana que frecuenta el narrador es digna de citarse: es tuerto y «sólo verlo le hacía a uno perder el apetito. El amable cíclope era también poeta, y al traer y llevar los platos recitaba las poesías de Antonio Plaza o de Juan de Dios Peza, mezclándolas con las brotadas de su propio ingenio» (página 4). Ante los pochos el narrador mantiene un aire de superioridad. En el mismo restaurante, nos dice, se oyen «todos los idiomas habidos y por haber, desde el gutural de los germanos, hasta el bárbaro castellano que estropean los pochos californios» (página 4). La mayor parte de estos relatos son verdaderas leyendas. Algunos se basan en datos sacados de antiguas crónicas. En el titulado «El sacrilegio» nos dice que encontró la anécdota en una crónica de fray Renato Balvanera, «la que con todo su desaliño y carencia de literaria pulcritud, viene a ser un documento humano, que todavía puede verse en la Biblioteca del pueblo de Ventura, donde yo hube de copiarlo» (página 17). Si es verdad que Carrillo, que tantos años vivió en los Estados Unidos, no llegó a identificarse con los que él llama pochos, también es verdad que sus obras fueron escritas y publicadas en Aztlán y que en todas ellas habla ya de su historia, ya de sus habitantes, ya de sus ambientes y costumbres.

Formas en prosa más antiguas que las memorias, pero que también se prestan para expresar tanto la historia como lo personal y, mejor, lo íntimo, son el diario y la carta. En verdad la historia de la literatura hispanoamericana en español se inicia con un diario, el de Colón, donde se describe por primera vez el nuevo mundo; y la de la literatura mexicana en español con las cartas de Cortés a Carlos V. Comparando las memorias al diario, Ramos hace estas observaciones: «Memorias son diario en perspectiva. El escritor recuerda, es decir, reinventa su propia vida. El tiempo le ayuda a perfeccionar, a retocar la idea. El diario es fotografía sin retoque, cuaderno de bitácora, manual de improvisaciones. De ahí la mayor eficacia literaria de las memorias y el mayor significado sicológico del diario» (página viii). Pero el diario, se podría añadir, también sirve para recoger noticias importantes no personales, como lo hicieron en México José Gómez, Gregorio Martín Guijo y Antonio Robles en sus diarios de sucesos notables, hoy muy consultados por los historiadores. La carta, más personal que esos diarios, puede tener la misma utilidad, como vemos en el caso de fray Servando, cuyas Cartas de un Americano (1811) son ricas en noticias de la época.

Entre los escritores de diarios y cartas en Aztlán encontramos los nombres de Juan Bautista de Anza, autor de un Diario de la ruta... a la California septentrional; Miguel Costansó, quien en el Diario histórico de los viajes... al norte de la California... nos cuenta lo acontecido durante la expedición de Gaspar de Portalá; y fray Juan Crespí lo ocurrido durante la expedición que hiciera de San Diego a Monterrey en su Diario de la caminata... Fray Tomás de la Peña, en cambio, nos habla en su Diario del viaje que hizo por mar de Monterrey a San Francisco en agosto de 1774. Pero fue fray Junípero Serra quien más diarios y cartas escribió. Y también, el más afortunado, ya que todos ellos han sido conservados y publicados en español e inglés17.

En conclusión se puede decir que los prosistas que en Aztlán escriben en español antes de 1900 dan preferencia, por lo general, a las formas didácticas (memorias, diarios, viajes, crónicas, relaciones, cartas) y no a las formas características de la ficción (novela, novela corta, cuento, leyenda), si bien hay algunos ejemplos de las últimas, como lo son la novela anónima Deudas pagadas (1875), publicada en la Revista Católica en Las Vegas, Nuevo México; las dos novelas cortas de Eusebio Chacón -El hijo de la tempestad y Tras la tormenta la calma- ambas de 1892; los fragmentos de la novela La historia de un caminante, o sea Gervacio y Aurora (1881) de Manuel M. Salazar, lo mismo que cuentos y leyendas hasta hoy no recogidos18.

Lo que distingue a la prosa didáctica aztlanense de aquella escrita en México u otros países hispanoamericanos, lo mismo que en España, es el contenido y no la forma; contenido que refleja el ambiente, la vida y las costumbres de Aztlán. Para describir el ambiente los primeros prosistas se ven obligados a crear imágenes, ya que se encuentran frente a un mundo hasta entonces desconocido. La mayor parte de sus obras están escritas en un estilo arcaico, pero que tiene vigencia en el habla de los que en Aztlán han conservado la lengua de sus mayores. La importancia del contenido de esas obras, como fuente de información, no puede ser soslayada. El mundo de esos prosistas es el mundo de nuestros antepasados, de quienes hemos heredado lengua y otros factores culturales, lo mismo que una visión de la realidad circundante, de donde se deriva nuestra actitud ante el mundo y la vida.

No menos importante es el hecho de que esas obras atestiguan una tradición literaria aztlanense, tradición que hasta hoy ha sido ignorada, tanto por los críticos angloamericanos como por los de México. Sólo unos cuantos historiadores, y algunos gambusinos en busca de la nota pintoresca y de estereotipos sociales y culturales, se han ocupado de ellas, frecuentemente con fines no literarios, a veces espurios. Creemos que ha llegado la hora de revalorar esa literatura, con el fin de establecer bases más firmes para la historia general de la literatura chicana19.