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1

Un reino hereditario no es un Estado que pueda ser heredado por otro Estado; lo que la persona física hereda es el derecho a gobernarlo. El Estado, pues, adquiere un regente; no es el regente como tal -esto es, como quien ya posee otro reino- el que adquiere un atado.

 

2

Comúnmente se admite que nadie puede hostilizar a otro, a no ser que éste haya agredido de obra al primero. Es muy exacto cuando ambos robos viven en el estado civil y legal. Pues, por el solo hecho de haber ingresado en el estado civil, cada uno da a todos los demás las necesarias garantías, y es la autoridad soberana la que, teniendo poder sobre todos, sirve de instrumento eficaz de aquellas garantías. Pero el hombre -o el pueblo- que se halla en el estado de naturaleza no me da esas garantías y hasta me lesiona por el mero hecho de hallarse en ese estado de naturaleza; en efecto, está junto a mí, y aunque no me hostiliza activamente, es para mí la anarquía de su estado -estatuto injusto- una perpetua amenaza. Yo puedo obligarle, o bien a entrar conmigo en un estado legal común o a apartarse de mi lado. Así, pues, el postulado que sirve de fundamento a todos los artículos siguientes es: todos los hombres que pueden ejercer influjos uno sobre otros, deben pertenecer a alguna constitución civil. Ahora bien; las constituciones jurídicas, en lo que se refiere a las personas, son tres:

1.º La del derecho político de los hombres reunidos en un pueblo (Jus civitatis).

2.º La del derecho de gentes o de los Estados en sus relaciones mutuas (Jus gentrium).

3.º La de los derechos de la humanidad, en los cuales hay que considerar a hombres y Estados, en mutua relación de influencia externa, como ciudadanos de un Estado universal de todos los hombres (Jus cosmopoliticum). Esta división no es arbitraria, sino necesaria con respecto a la idea de la paz perpetua. Pues si sólo uno de los miembros de esa comunión se hallase en el estado de naturaleza y pudiese ejercer influjo físico sobre los demás, esto bastaría a provocar la guerra, cuya supresión se pretende aquí conseguir.

 

3

La libertad jurídica -externa por tanto- no puede definirse, como es costumbre, diciendo que es «la facultad de hacer todo lo que se quiera, con tal de no perjudicar a nadie». En efecto, ¿qué es la facultad? Es la posibilidad de una acción que no perjudique a nadie. Por tanto, vendría a ser la definición de la libertad la siguiente: «Libertad es la posibilidad de las acciones que no perjudican a nadie.» No se perjudica a nadie -hágase lo que se quiera- cuando a nadie se perjudica. Todo esto, como se ve, es mera tautología y juego de palabras. Hay que definir mi libertad exterior (jurídica) como la facultad de no obedecer a las leyes exteriores sino en tanto en cuanto he podido darles mi consentimiento. Asimismo la igualdad exterior (jurídica) en un Estado consiste en una relación entre los ciudadanos, según la cual nadie puede imponer a otro una obligación jurídica sin someterse él mismo también a la ley y poder ser, de la misma manera, obligado a su vez. El principio de la dependencia jurídica está implícito en el concepto de constitución política y no necesita definición. El valor de estos derechos innatos, necesariamente humanos e imprescriptibles, queda confirmado y sublimado por el principio de las relaciones jurídicas de los hombres aun con seres superiores -cuando piensan en ellos-; el hombre, efectivamente, se representa a sí mismo como ciudadano de un mundo suprasensible, fundado en esos mismos principios. En lo que a mi libertad se refiere, no tengo ninguna obligación con respecto a las leyes divinas, cognoscibles por mi razón pura, sino en cuanto que haya podido yo darles mi consentimiento; pues si concibo la voluntad divina, es sólo por medio de la ley de libertad de mi propia razón. En lo que concierne al principio de la igualdad, referido a los más altos seres del universo que puedan concebirse, fuera de Dios -por ejemplo, esos æones que concibió el hereje Valentín como personificaciones de las esencias del mundo-, no existe fundamento alguno para que, cumpliendo yo mi deber en el puesto que me ha sido asignado, como los æones cumplen el suyo, tenga yo la obligación de obedecer y ellos el derecho de mandar. El principio de la igualdad no tiene aplicación, como el de la libertad, a mi comercio con Dios, porque Dios es el único para quien no vale el concepto del deber.

En lo concerniente al derecho de igualdad de los ciudadanos, considerados como súbditos, interesa, ante todo, la cuestión de la nobleza hereditaria; y al proponérsela, cabe preguntar si el rango que el Estado concede a unos sobre otros ha de fundarse en el mérito o no. Es bien claro que si el rango y preeminencia va unido al nacimiento, resultan muy problemáticos el mérito, la capacidad para el desempeño de un cargo y la fidelidad en las comisiones: por tanto, es como si se dieran los cargos y mandos sin atender al mérito personal de los agraciados, y esto no lo sancionará jamás la voluntad popular en el contrato primitivo, que es el principio de todo derecho. No por ser noble tiene un hombre nobleza de carácter. Si llamamos nobleza civil a una alta magistratura, a la que pueda llegarse exclusivamente por los propios méritos, entonces el rango en ella no será propiedad de la persona, sino del cargo. Esta nobleza civil no será contraria a la igualdad, porque la persona, al abandonar el cargo, perderá el rango y volverá a las filas del pueblo.

 

4

Es frecuente vituperar los altos tratamientos que recibe el príncipe -ungido de Dios, administrador de la voluntad divina en la tierra y representante del Omnipotente- considerándolos como burdos halagos, propios para enloquecer de orgullo al monarca. Creo que tales críticas carecen de fundamento. Esos calificativos, lejos de excitar la vanidad del príncipe, más bien deben deprimirla en la intimidad de su espíritu, si el príncipe es hombre de entendimiento -hay que suponerlo- y comprende que ocupa un cargo demasiado grande y elevado para un hombre: el de administrar lo más sagrado que Dios ha puesto en el mundo, el derecho de los hombres; al verse tan próximo objeto de la mirada de Dios, el príncipe deberá sentirse sin cesar atemorizado.

 

5

Mallet du Pan, en su estilo pomposo, pero vacío, afirma que después de muchos años de experiencia, llegó por fin a convencerse de la verdad que encierra el dicho famoso del famoso Pope: «Disputen los tontos sobre cuál es el mejor gobierno; el mejor gobierno es el que mejor administra.» Si esto quiere decir que el gobierno mejor administrador es el mejor administrado, puede replicarse, usando la expresión de Swift, que Pope ha cascado una nuez y le ha salido vana. Pero si se quiere decir que es la mejor forma de gobierno o constitución, entonces es falso de toda falsedad, porque los ejemplos de buen gobierno no prueban nada acerca de la forma de gobierno. ¿Quién ha gobernado mejor que un Tito o un Marco Aurelio? Y sin embargo, dejaron por sucesores a Domiciano y a Cómodo. Esto no hubiera podido suceder en una buena constitución, porque era conocida de antemano la incapacidad de ambos para regir el Estado y tenía el príncipe soberano suficiente poder para excluirlos del gobierno.

 

6

Un príncipe búlgaro, a quien el emperador griego proponía un combate singular para decidir cierta disensión habida entre ambos, contestó: «... que un herrero que tiene tenazas no coge el hierro ardiendo con sus propias manos».

 

7

Un furor impío hierve por dentro horrible en sus labios sangrantes.

 

8

Terminada una guerra, en el momento de concertar la paz sería muy conveniente que los pueblos, además de una ceremonia o fiesta de acción de gracias, ofrecieran a Dios un día de solemne penitencia, para impetrar del cielo perdón por el grandísimo pecado que la Humanidad comete, negándose los pueblos a entrar en una constitución legal con las demás naciones y aferrándose en su orgullosa independencia al uso de la barbarie militar -que no sirve, en realidad, para conseguir lo que se quiere, esto es, la definición del derecho de cada uno-. Las fiestas de acción de gracias que se celebran durante la guerra, con ocasión de una victoria; los himnos que se cantan al Señor de los ejércitos -dicho sea en buen hebreo- todo eso forma un contraste no pequeño con la idea moral del padre de los hombres. Todo eso supone una indiferencia total respecto del modo como cada pueblo procura su derecho. Y esto es ya bastante entristecedor. Añádase, además, el júbilo por haber aniquilado a muchos hombres y deshecho muchas venturas.

 

9

Para escribir el nombre de este gran imperio, conforme él mismo se nombra -esto es, China, y no Sina u otro sonido parecido- bastará consultar el Alphab. l'ibet, de Georgius, páginas 651-654, nota b. Probablemente, según afirma el profesor Fischer, de Petrogrado, no hay un nombre fijo que designe al imperio chino; el más frecuente es la palabra Kin, que significa oro -que los tibetanos llaman Ser-; por eso el emperador es llamado rey del oro -de la más magnífica tierra del mundo-. Esa palabra es posible que en el imperio se pronuncie como Chin; pero los misioneros italianos la habrán pronunciado Kin, a causa de la letra gutural. De aquí se infiere entonces que la que los romanos llamaban tierra sérica o de los Seres era China. El comercio de la seda se hacía probablemente por el Tibet, Bokhara y Persia, todo lo cual da lugar a no pocas consideraciones acerca de la antigüedad de ese extraordinario listado, comparándolo con el Indostán y relacionándolo con el Tibet y el Japón. En cambio, el nombre de Sina o Tschina, que sus vecinos suelen dar a esas tierras, no sugiere nada. Quizá pudieran explicarse también las antiquísimas, aunque nunca bien conocidas, relaciones de Europa con el Tibet, por lo que nos refiere Hesychio del grito de los hierofantes en los misterios de Eleusis. Este grito era, en letras griegas, griego [kónx ómpax], y en latinas, Konx ompax (véase Viaje del joven Anacarsis, parte V, pág. 447 y sigs.) Ahora bien; según el Alfabeto tibetano de Georgius, la palabra Concioa significa Dios, y esta palabra tiene una gran semejanza con la de Konx; la palabra pah-eio significa el que promulga la ley, la divinidad repartida por el mundo, también llamada Cencresi -pág. 177- Adviértase que los griegos pronunciarían esa voz pah-eio como pax. Por último, om, que La Croze traduce por benedictus, bendito, no puede querer decir otra cosa que bienaventurado, aplicando este epíteto a la divinidad -pág. 507-. Ahora bien; el padre Francisco Horatio afirma que, habiendo preguntado muchas veces a los Lamas tibetanos qué entendían por Dios -Concioa- obtuvo siempre la respuesta siguiente: «Es la reunión de todos los santos.» La teoría de la metempsicosis de los Lamas sostiene que las almas, tras muchas migraciones por toda clase de cuerpos, vienen por fin a bienaventurada unión en la divinidad y se tornan en Burchane, es decir, seres dignos de ser adorados -pág. 223-. De todo lo cual puede inferirse que aquellas misteriosas voces eleusianas Knox ompax significan: la divinidad, Knox: bienaventurada, om, y sapientísima, pax, o sea el Supremo Ser extendido dondequiera por el mundo, la naturaleza personificada. En los misterios helénicos puede haber sido esto un símbolo o signo del monoteísmo de los epoptas -o inspectores sacerdotes de los misterios eleusinos- en oposición al politeísmo del pueblo. Sin embargo, el padre Horatio sospecha aquí algo de ateísmo. En suma, el traslado a Grecia de esa misteriosa palabra se explicaría admitiendo las relaciones ya dichas; y recíprocamente resulta muy probable que haya habido muy tempranas relaciones entre la China y Europa por el Tibet, quizá antes que entre la India y Europa.

 

10

En el mecanismo de la Naturaleza, al cual pertenece el hombre -como ser sensible- manifiéstase una forma que sirve de fundamento a su existencia que no podemos concebir, como no sea suponiéndola conforme a un fin, predeterminado por el Creador del universo. Esa previa determinación llamámosla providentia divina en general. La providencia, considerada al comienzo del mundo, llámase fundadora -providentia conditriæ; semel jussit, semper paret, Agustín-; considerada en el curso de la Naturaleza, como el poder que conserva la Naturaleza, según leyes universales de finalidad, llámase providencia gobernante, considerada en relación con fines particulares, aunque imprevisibles para el hombre y cognoscibles sólo por el éxito, llámase providencia directora; en fin con respecto a algunos sucesos aislados, estimados como fines de Dios, la providencia reciben otro nombre: el de dirección extraordinaria . Fuera loco descomedimiento del hombre el querer conocerla y penetrarla -pues, en realidad refiérese a milagros, aunque esos sucesos no reciben tal nombre-, y es absurdo inferir de un suceso aislado un principio particular de la causa eficiente según el cual ese suceso es un fin y no sólo una consecuencia mecánica episódica de otro fin distinto, desconocido para nosotros. Semejante injerencia, además de absurda, es prueba de un orgullo desmedido; por muy humilde que sea la forma de expresión en que se manifieste. Asimismo la división de la providencia -materialmente considerada- en universal y particular, según los objetos del universo a que se refiere, es falsa y contradictoria, como, por ejemplo, si decimos que cuida de la conservación de las especies y abandona los individuos al azar, porque precisamente se llama universal pensando en que nada ni nadie está excluido de su previsión. Probablemente se ha querido aquí dividir la providencia -considerada formalmente- según el modo de realizar sus propósitos, y entonces la división será la siguiente: providencia ordinaria -por ejemplo, la muerte y la resurrección anual de la Naturaleza en las estaciones- y providencia extraordinaria -por ejemplo, que las corrientes marinas conduzcan troncos de árboles a los países helados, cuyos habitantes no podrían vivir sin esa madera-. En los casos de providencia extraordinaria, podemos explicar muy bien las causas físicomecánicas de los fenómenos aludidos -por ejemplo, que los ríos de los países templados llevan al mar los troncos de árboles caídos, y el Gulf-Stream los transporta a las regiones heladas-. Pero, no obstante, no debemos prescindir de la explicación teológica, que supone la providencia de una sabiduría, suprema dominadora del mundo. Lo que sí debe desaparecer es ese concepto, tan usado en las escuelas, de una colaboración o concurso divino en los fenómenos del mundo sensible. Pues, en primer lugar, es contradictorio emparejar lo desigual -gryphes jungere equis- y añadir, a la que es ya causa perfecta de las alteraciones del mundo, una especial providencia determinante, que implicaría imperfección en la primera, como sucede, por ejemplo, cuando se dice que Dios concurre con el médico a curar al enfermo. Causa solitaria non juvat, Dios ha creado al médico y las medicinas y los tratamientos de las enfermedades, y si retrocedemos hasta el fundamento primero y supremo, teóricamente inconcebible, habrá que atribuir a Dios todo el efecto. Pero también se podrá atribuir al médico todo el efecto si consideramos la curación como fenómeno explicable en el orden concatenado de las causas naturales. En segundo lugar hay que considerar que esa teoría del concurso divino haría imposible toda determinación en principios de los juicios de un efecto cualquiera. Ahora bien; en sentido moral, referido todo él a lo suprasensible, en la fe, por ejemplo, de que Dios ha de remediar la imperfección de la justicia terrena por medios que no concebimos, siendo obligación nuestra perseverar en el bien, en tal sentido, el concepto del concurso divino no sólo es conveniente, sino necesario, pero, naturalmente, nadie debe intentar explicar de esa manera una buena acción, consideradas como un suceso en el mundo: esto sería absurdo, porque supondría un conocimiento teórico de lo suprasensible que no podemos tener.