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11

De todos los géneros de vida, es la caza, sin duda, el más contrario a una constitución civil, porque las familias se aíslan, se vuelven extrañas unas a otras, se diseminan por grandes bosques y acaban por hacerse enemigas, ya que cada una necesita mucho espacio de terreno para buscarse alimentos y vestidos. La prohibición pública de verter sangre (I. M. IX. 4-6), mantenida en muchas ocasiones, y que los cristianos-judíos ponían corno condición para admitir a los paganos en comunidad cristiana -aunque con sentido diferente-, no parece haber sido otra cosa, en su origen, que la prohibición de dedicarse a la caza, como modo permanente de vivir. Al cazador le ocurría frecuentemente tener que comerse la carne cruda; prohibir esto último equivale, por tanto, a prohibir la caza.

 

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Podría preguntarse: si la Naturaleza ha querido que esas regiones heladas no permanezcan desiertas, ¿qué será de los que las habitan cuando llegue un día en que las corrientes marinas no lleven madera a aquellas costas? En efecto; ha de ocurrir que, con el progreso de la civilización, los habitantes de las regiones templadas aprovechen la madera de los árboles que crecen en las riberas de sus ríos y no los dejen ir arrastrados por la corriente. Yo contesto: los habitantes de las márgenes del Obi, del Jenisei, del Lena, etc., comerciarán con sus maderas y las darán a cambio de los productos animales, tan abundantes en las costas de los mares del Norte, cuando la Naturaleza haya instituido entre ellos una paz duradera.

 

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Diferencia de religión, ¡qué expresión tan extraña! Es como si se hablase de diferentes morales. Puede haber diferentes especies de creencias, no en la religión, sino en la historia de los medios empleados para fomentar la religión, pertenecientes al campo de la erudición; puede haber diferentes libros de religión -Zendavesta, Vedas, Corán, etcétera-. Pero no puede haber más que una única religión, valedera para todos los hombres y todos los pueblos. Las creencias especiales son sólo vehículos de la religión, contingentes y diversos, según los tiempos y los lugares.

 

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La razón autoriza a conservar el derecho público, aunque esté Viciado por la injusticia, basta tanto que esté el pueblo suficientemente preparado a la transformación o, por lo menos, haya sido preparado a ella por medios pacíficos. Una constitución legal, si bien no sea conforme a la justicia, vale más que ninguna constitución: la anarquía es el peligro a que se exponen las reformas precipitadas. La prudencia política, en el estado actual de las cosas, deberá considerar como una obligación moral el llevar a cabo reformas conformes con el ideal del derecho público. Las revoluciones, dondequiera que la Naturaleza las provoque no deberán usarse como un pretexto para hacer más dura la opresión; considérelas el gobernante como un grito de la Naturaleza y obedézcalo, procurando, por medio de hondas reformas, instaurar la única constitución legal, la que se funda en principios de libertad.

 

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Podría ponerse en duda que exista cierta maldad radical, ingénita en la naturaleza de los hombres que viven juntos en un Estado; podría decirse, con cierta apariencia de verdad, que la causa de que los hombres se conduzcan a veces contra la ley está en la grosería, en la falta de suficiente desarrollo de la cultura. Pero en las relaciones extremas entre los Estados aparece bien patente e incontestable esa maldad fundamental. Dentro de cada Estado encúbrela la coacción de las leyes civiles y políticas, porque la tendencia de los ciudadanos a la violencia privada está contrarrestada por un poder más fuerte: el del Gobierno, y así, el conjunto de la vida recibe un tono moral; la fuerza que contiene y previene el estallido de las pasiones anárquicas fomenta. Además, realmente, el desarrollo de la disposición moral a respetar el derecho. Todo ciudadano piensa, en efecto, que él respetaría y obedecería al concepto del derecho si tuviera la garantía de que también los demás harán lo mismo; esta seguridad y garantía se la da el Gobierno en parte; todo lo cual representa un progreso hacia la moralidad -aunque no un progreso de moralidad-, que consiste en adherirse a ese concepto moral del derecho por él mismo, sin cuidarse de la reciprocidad. Pero cada cual, a pesar de la buena opinión que de sí mismo tiene, supone en los demás malas inclinaciones, y resulta que el juicio que los hombres hacen unos de otros es que ninguno, en verdad, vale gran cosa. No vamos ahora a investigar cuál sea el fundamento de este juicio, que no puede cargar la culpa de esa maldad a la naturaleza del hombre como ser libre. El hombre no puede por menos de respetar la idea del derecho, y ese respeto sanciona solemnemente la teoría que afirma que es capaz, por tanto, de acomodar a ella su conducta; así, pues, cada cual comprende que tiene que obrar y vivir conforme al derecho, sin preocuparse de lo que hagan los demás.

 

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No retrocedas ante los males, sino, por el contrario, embiste más audaz.

 

17

No tenía el nombre de tirano, pero sí los hechos.

 

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Se encontrarán ejemplos de todas estas máximas en el tratado del consejero áulico, Garce. «Sobre la relación de la moral con la política.» Este respetable sabio confiesa de antemano que no puede dar a la cuestión una respuesta completamente satisfactoria. Pero aceptar la cuestión una la armonía entre ambas esferas, concediendo, sin embargo, que no es posible contestar a todas las objeciones que contra ella se esgrimen, ¿no es dar demasiado a los que siempre están dispuestos a hacer mal uso de esas objeciones?