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Sección segunda

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Artículos definitivos de la paz perpetua entre los estados

     La paz entre hombres que viven juntos no es un estado de naturaleza -status naturalis-; el estado de naturaleza es más bien la guerra, es decir, un estado en donde, aunque las hostilidades no hayan sido rotas, existe la constante amenaza de romperlas. Por tanto, la paz es algo que debe ser «instaurado»; pues abstenerse de romper las hostilidades no basta para asegurar la paz, y si los que viven juntos no se han dado mutuas seguridades -cosa que sólo en el estado «civil» puede acontecer, cabrá que cada uno de ellos, habiendo previamente requerido al otro, lo considere y trate, si se niega, como a un enemigo (2).

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Primer artículo definitivo de la paz perpetua

La constitución política debe ser en todo Estado republicana

     La constitución cuyos fundamentos sean los tres siguientes: 1.º, principio de la «libertad» de los miembros de una sociedad -como hombres-; 2.º, principio de la «dependencia» en que todos se hallan de una única legislación común -como súbditos-; 3.º, principio de la «igualdad» de todos -como ciudadanos-, es la única constitución que nace de la idea del contrato originario, sobre el cual ha de fundarse toda la legislación de un pueblo. Semejante constitución es «republicana» (3). Ésta es, pues, en lo que al derecho se refiere, la que sirve de base primitiva a todas las especies de constituciones políticas. Puede preguntarse: ¿es acaso también la única que conduce a la paz perpetua?

     La constitución republicana, además de la pureza de su origen, que brota de la clara fuente del concepto de derecho, tiene la ventaja de ser la más propicia para llegar al anhelado fin: la paz perpetua.

     He aquí los motivos de ello. En la constitución republicana no puede por menos de ser necesario el consentimiento de los ciudadanos para declarar la guerra. Nada más natural, por tanto, que, ya que ellos han de sufrir los males de la guerra -como son los combates, los gastos, la devastación, el peso abrumador de la deuda pública, que trasciende a tiempos de paz-, lo piensen mucho y vacilen antes de decidirse a tan arriesgado juego. En cambio, en una constitución en la cual el súbdito no es ciudadano, en una constitución no republicana, la guerra es la cosa más sencilla del mundo. El jefe del Estado no es un conciudadano, sino un amo, y la guerra no perturba en lo más mínimo su vida regalada, que transcurre en banquetes, cazas y castillos placenteros. La guerra, para él, es una especie de diversión, y puede declararla por levísimos motivos, encargando luego al cuerpo diplomático -siempre bien dispuesto- que cubra las apariencias y rebusque una justificación plausible.

     Para no confundir la constitución republicana con la democrática -como suele acontecer- es necesario observar lo siguiente: Las formas de un Estado -civitas- pueden dividirse, o bien por la diferencia de las personas que tienen el poder soberano, o bien por la manera como el soberano -sea quien fuere- gobierna al pueblo. La primera es propiamente forma de la soberanía -forma imperii-, y sólo tres son posibles, a saber: que la soberanía la posea «uno» o «varios» o «todos» los que constituyen la sociedad política, esto es, «autocracia», «aristocracia», «democracia». La segunda es forma de gobierno -forma regiminis-, y se refiere al modo como el Estado hace uso de la integridad de su poder; ese modo está fundado en la constitución, acto de la voluntad general, que convierte a una muchedumbre en un pueblo. En este respecto sólo caben dos formas: la «republicana» o la «despótica». El «republicanismo» es el principio político de la separación del poder ejecutivo -gobierno- y del poder legislativo; el despotismo es el principio del gobierno del Estado por leyes que el propio gobernante ha dado; es, pues, la voluntad pública manejada y aplicada por el regente como voluntad privada. De las tres formas posibles del Estado, es la democracia -en el estricto sentido de la palabra- necesariamente despotismo, porque funda un poder ejecutivo en el que todos deciden sobre uno y hasta a veces contra uno -si no da su consentimiento-; todos, por tanto, deciden, sin ser en realidad todos, lo cual es una contradicción de la voluntad general consigo misma y con la libertad.

     Una forma de gobierno que no sea «representativa» no es forma de gobierno, porque el legislador no puede ser al mismo tiempo, en una y la misma persona, ejecutor de su voluntad -como, en un silogismo, la premisa mayor que expresa lo universal no puede desempeñar al mismo tiempo la función de la premisa menor, que subsume lo particular en lo universal- Y aun cuando las otras dos constituciones son siempre defectuosas, en el sentido de que dan lugar a una forma de gobierno no representativa, sin embargo, es en ellas posible la adopción de una forma de gobierno adecuada al «espíritu» del sistema representativo, como, por ejemplo, cuando Federico II decía, aunque fuese sólo un decir, «que él era el primer servidor del Estado» (4). En cambio, es imposible en la constitución democrática, porque todos quieren mandar. Puede decirse, por tanto, que cuanto más escaso sea el personal gobernante -o número de los que mandan-, cuanto mayor sea la representación que ostentan los que gobiernan, tanto mejor concordará la constitución del Estado con la posibilidad del republicanismo, y en tal caso puede esperarse que, mediante reformas sucesivas, llegue a elevarse hasta él. Por los dichos motivos resulta más difícil en la aristocracia que en la monarquía, e imposible de todo punto en la democracia, conseguir llegar a la única constitución jurídica perfecta, como no sea por medio de una revolución violenta. Pero lo que más le importa al pueblo es, sin comparación, la forma del gobierno (5), mucho más que la forma del Estado, aun cuando ésta tiene gran importancia por lo que se refiere a su mayor o menor conformidad con el fin republicano. Si la forma de gobierno ha de ser, por tanto, adecuada al concepto del derecho, deberá fundarse en el sistema representativo, único capaz de hacer posible una forma republicana de gobierno; de otro modo, sea cual fuere la constitución del Estado, el gobierno será siempre despótico y arbitrario. Ninguna de las antiguas repúblicas -aunque así se llamaban- conoció el sistema representativo y hubieron de derivar en el despotismo, el cual, si se ejerce bajo la autoridad de uno solo, es el más tolerable de todos los despotismos.

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