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Apéndices

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- I -

Sobre el desacuerdo que hay entre la moral y la política con respecto a la paz perpetua

     La moral es una práctica, en sentido objetivo; es el conjunto de las leyes, obligatorias sin condición, según las cuales «debemos» obrar. Habiendo, pues, concedido al concepto del deber su plena autoridad, resulta manifiestamente absurdo decir luego que no se «puede» hacer lo que él manda. En efecto; el concepto del deber se vendría abajo por sí mismo, ya que nadie está obligado a lo imposible -ultra posse nemo obligatur-. No puede haber, por tanto, disputa entre la política, como aplicación de la doctrina del derecho, y la moral, que es la teoría de esa doctrina; no puede haber disputa entre la práctica y la teoría. A no ser que por moral se entienda una doctrina general de la prudencia, es decir, una teoría de las máximas convenientes para discernir los medios más propios de realizar cada cual sus propósitos interesados, y esto equivaldría a negar toda moral.

     La política dice: «Sed astutos como la serpiente.» La moral añade esta condición limitativa: «y cándidos, como la inocente paloma». Si ambos consejos no pudiesen entrar en un mismo precepto, existiría realmente una oposición entre la política y la moral; pero si ambos deben ir unidos absolutamente, será absurdo el concepto de la oposición, y la cuestión de cómo se ha de resolver el conflicto no podrá ni plantearse siquiera como problema. La proposición siguiente: «La mejor política es la honradez», encierra una teoría mil veces, ¡ay!, contradicha por la práctica. Pero esta otra proposición, igualmente teórica: «La honradez vale más que toda política» está infinitamente por encima de cualquier objeción y aun es la condición ineludible de aquélla. El dios-término de la moral no se inclina ante Júpiter, dios-término de la fuerza. Júpiter se halla sometido al Destino, es decir, que la razón no tiene la suficiente penetración para conocer totalmente la serie de las causas antecedentes y determinantes, que podrían permitir una segura previsión del éxito favorable o adverso, que ha de rematar las acciones u omisiones de los hombres, según el mecanismo de la Naturaleza. Puede la razón esperar y desear obtener ese conocimiento completo, pero no lo consigue. En cambio, lo que haya que hacer para mantenerse en línea recta del deber, por reglas de la sabiduría, conócelo la razón muy bien y dícelo muy claramente y mantiénelo como fin último de la vida.

     Ahora bien; el práctico, para quien la moral es una mera teoría, nos arrebata cruelmente la consoladora esperanza que nos anima, sin perjuicio de convenir en que debe y aun puede realizarse. Fúndase para ello en la afirmación de que la Naturaleza humana es tal que jamás el hombre «querrá» poner los medios precisos para conseguir el propósito de la paz perpetua. No basta para ello, en efecto, que la voluntad individual de todos los hombres sea favorable a una constitución legal, según principios de libertad; no basta la unidad «distributiva» de la voluntad de todos. Hace falta, además, para resolver tan difícil problema, la unidad «colectiva» de la voluntad general; hace falta que todos juntos quieran ese estado, para que se instituya una unidad total de la sociedad civil. Por tanto, sobre las diferentes voluntades particulares de todos es necesario, además, una causa que las una para constituir la voluntad general, y esa causa unitaria no puede ser ninguna de las voluntades particulares. De donde resulta que, en la realización de esa idea -en la práctica-, el estado legal ha de empezar por la violencia, sobre cuya coacción se funda después el derecho público. Además, no es posible contar con la conciencia moral más del legislador y creer que éste, después de haber reunido en un pueblo a la salvaje multitud, va a dejarle el cuidado de instituir una constitución jurídica conforme a la voluntad común. Todo esto nos permite vaticinar con seguridad que entre la idea o teoría y la realidad o experiencia habrá notables diferencias.

     Pero prosigue el hombre práctico diciendo: el que tiene el poder en sus manos no se dejará imponer leyes por el pueblo. Un Estado que ha llegado a establecerse independiente de toda ley exterior no se someterá a ningún juez ajeno cuando se trate de definir su derecho frente a los demás Estados. Y si una parte del mundo se siente más poderosa que otra, aunque ésta no le sea enemiga ni oponga obstáculo alguno a su vida, la primera no dejará de robustecer su poderío a costa de la segunda, dominándola o expoliándola. Todos los planes que la teoría invente para instituir un derecho político, de gentes o de ciudadanía mundial, se evaporan en ideales vacuos. En cambio, la práctica, fundada en los principios empíricos de la naturaleza humana, no se siente rebajada ni humillada si busca enseñanzas para sus máximas en el estudio de lo que sucede en el mundo, y sólo así puede llegarse a asentar los sólidos cimientos de la prudencia política.

     Desde luego, si no hay libertad ni ley moral fundada en la libertad; si todo lo que ocurre y puede ocurrir es simple mecanismo natural, entonces la política -arte de utilizar ese mecanismo como medio de gobernar a los hombres- es la única sabiduría práctica, y el concepto del derecho es un pensamiento vano. Pero si se cree que es absolutamente necesario unir el concepto del derecho a la política y hasta elevarlo a la altura de condición limitativa de la política, entonces hay que admitir que existe una armonía posible entre ambas esferas. Ahora bien; yo concibo un político moral, es decir, uno que considere los principios de la prudencia política como compatibles con la moral; pero no concibo un moralista político, es decir, uno que se forje una moral ad hoc, una moral favorable a las conveniencias del hombre de Estado.

     He aquí la máxima fundamental que deberá seguir el político moral: Si en la constitución del Estado o en las relaciones entre Estados existen vicios que no se han podido evitar, es un deber, principalmente para los gobernantes, estar atentos a remediarlos lo más pronto posible y a conformarse al derecho natural, tal como la idea de la razón nos lo presenta ante los ojos; y esto deberá hacerlo el político aun sacrificando su egoísmo. Romper los lazos políticos que consagran la unión de un Estado o de la Humanidad antes de tener preparada una mejor constitución, para sustituirla a la anterior, sería proceder contra toda prudencia política, que en este caso concuerda con la moral. Pero es preciso, por lo menos, que los gobernantes tengan siempre presente la máxima que justifica y hace necesaria la referida alteración. El Gobierno debe irse acercando lo más que pueda a su fin último, que es la mejor constitución, según leyes jurídicas. Esto puede y debe exigirse de la política. Un Estado puede regirse ya como república, aun cuando la constitución vigente siga siendo despótica, hasta que poco a poco el pueblo llegue a ser capaz de sentir la influencia de la mera idea de autoridad legal -como si ésta tuviese fuerza física- y sea apto para legislarse a sí propio, fundando sus leyes en la idea del derecho. Si un movimiento revolucionario, provocado por una mala constitución, consigue ilegalmente instaurar otra más conforme con el derecho, ya no podrá ser permitido a nadie retrotraer al pueblo a la constitución anterior; sin embargo, mientras la primera estaba vigente, era legítimo aplicar a los que, por violencia o por astucia, perturbaban el orden las penas impuestas a los rebeldes. En lo que se refiere a la relación con otras naciones, no puede pedirse a un Estado que abandone su constitución, aunque sea despótica -la cual, sin duda, es la más fuerte para luchar contra enemigos exteriores-, mientras le amenace el peligro de ser conquistado por otros Estados. Así, pues, queda permitido, en algunos casos, el aplazamiento de las reformas hasta mejor ocasión (14).

     Puede suceder que los moralistas, que, al realizar sus ideales, se equivocan y se hacen déspotas, cometan numerosos pecados contra la prudencia política, adoptando o defendiendo medidas de gobierno precipitadas; la experiencia, rectificando estos agravios a la Naturaleza, acudirá a encarrilarlos por el buen camino. Pero, en cambio, los políticos que construyen una moral para disculpar los principios de gobierno más contrarios al derecho, los políticos que sostienen que la naturaleza humana no es capaz de realizar el bien prescrito por la idea de la razón, son los que, en realidad, perpetúan la injuria a la justicia y hacen imposible toda mejora y progreso.

     Estos hábiles políticos se ufanan de poseer una ciencia práctica; pero lo que tienen es la técnica de los negocios y, disponiendo del poder que por ahora domina, están dispuestos a no olvidar su propio provecho y a sacrificar al pueblo, y, si es posible, al mundo entero. Son como verdaderos juristas -juristas de oficio, no legisladores- cuando se ven ascendidos a políticos. No siendo su misión la de meditar sobre legislación, sino la de cumplir los mandatos actuales de la ley, toda constitución vigente les parece perfecta; y si ésta es cambiada en las altas esferas de la corte, el nuevo estatuto les parece el mejor del mundo; todo marcha según el orden mecánico pertinente al caso. Pero si esa adaptabilidad a todas las circunstancias les inspira la vanidosa pretensión de poder juzgar los principios jurídicos de una constitución política en general, según el concepto del derecho -a priori, pues, y no por experiencia-; si se precian de conocer a los hombres -cosa que no es de extrañar, ya que tratan a diario con muchos-, no conociendo empero «al hombre» ni sabiendo de lo que es capaz, pues tal conocimiento exige una profunda observación antropológica; si, provistos de esos pobres conceptos se acercan al derecho político y de gentes para estudiar lo que la razón prescribe, haránlo de seguro con su menguado espíritu leguleyesco, siguiendo su habitual proceder -el de un mecanismo de leyes coactivas y despóticas-. Lejos de esto, los conceptos de la razón exigen una potestad legal, fundada en los principios de la libertad, únicos capaces de instituir una constitución jurídica conforme a derecho. El hábil político cree poder resolver el problema de una buena constitución dejando a un lado la idea, apelando a la experiencia y viendo cómo estaban dispuestas las constituciones que hasta hoy se han mantenido mejor, aunque la mayor parte eran o son contrarias al derecho. Los principios que ponen en práctica -aunque sin manifestarlo- dicen poco más o menos lo que las siguientes máximas sofísticas:

     1.ª Fac et excusa. Aprovecha la ocasión favorable para apoderarte violentamente de un derecho del Estado sobre el pueblo o sobre otros pueblos vecinos. La legitimación será mucho más fácil y suave después del hecho; la fuerza quedará disculpada, sobre todo en el primer caso, cuando la potestad interior es al mismo tiempo autoridad legisladora a quien hay que obedecer sin discusión. Vale más hacerlo así que no empezar buscando motivos convincentes y discutiendo las objeciones contra ellos. Esta misma audacia parece en cierto modo oriunda de una interior convicción de la legitimidad del acto, y el dios del «buen Éxito» es luego el mejor abogado.

     2.ª Si fecisti, nega. Los vicios de tu Gobierno, que han sido causa, por ejemplo, de la desesperación y del levantamiento del pueblo, niégalos; niega que tú seas culpable; afirma que se trata de una resistencia o desobediencia de los súbditos. Si te has apoderado de una nación vecina, échale la culpa a la naturaleza del hombre, el cual, si no se adelanta a la agresión de otro, puede tener por seguro que sucumbirá a la fuerza.

     3.ª Divide et impera. Esto es: si en tu nación hay ciertas personas privilegiadas que te han elegido por jefe -primus inter pares-, procura dividirlas y enemistarlas con el pueblo; ponte luego del lado de este último, haciéndole concebir esperanzas de mayor libertad; así conseguirás que todos obedezcan a tu voluntad absoluta. Si se trata de Estados extranjeros, hay un modo bastante seguro de reducirlos a tu dominio, y es sembrar entre ellos la discordia y aparentar que defiendes al más débil.

     A nadie, en verdad, engañan estas máximas, tan universalmente conocidas. Tampoco es el caso de avergonzarse de ellas, como si su injusticia apareciese patente a los ojos de todos. Las grandes potencias no se avergüenzan nunca por los juicios que haga la masa; avergüénzanse unas de otras. Pero en lo que se refiere a estas máximas, no es la publicidad, sino el mal éxito de las tretas, lo que puede avergonzar a un Estado -ya que todos están de acuerdo acerca de la moralidad de las tales máximas-. Queda, pues, siempre intacto el honor político a que aspiran, a saber: el engrandecimiento del poder por cualquier medio que sea (15).

     De todos estos circunloquios inventados por una doctrina inmoral de la habilidad, que se propone por tales medios sacar al hombre de la guerra implícita en el estado de naturaleza para llevarlo al estado de paz, se deduce, por lo menos, lo siguiente: Los hombres no pueden prescindir del concepto del derecho, ni en sus relaciones privadas ni en sus relaciones públicas; no se atreven a convertir ostensiblemente la política en simples medidas de habilidad; no se atreven a negar obediencia al concepto de un derecho público -esto es visible, sobre todo, en el derecho de gentes-; tributan a la idea del derecho todos los honores convenientes, sin perjuicio de inventar mil triquiñuelas y escapatorias para eludirlo en la práctica y atribuir a la fuerza y a la astucia la autoridad y supremacía, el origen y lazo común de todo derecho. Para poner término a tanto sofisma -aunque no a la injusticia que en esos sofismas se ampara-; para obligar a los falsos representantes de los poderosos de la tierra a que confiesen que lo que ellos defienden no es el derecho, sino la fuerza, cuyo tono y empaque adoptan como si fueran ellos por si mismos los que mandan; para acabar con todo esto, será bueno descubrir el artificio con que engañan a los demás y se engañan a sí mismos, y manifestar claramente cuál es el principio supremo sobre que se funda la idea de la paz perpetua. Vamos a demostrar que todos los obstáculos que se oponen a la paz perpetua provienen de que el moralista político comienza donde el político moral termina; el moralista político subordina los principios al fin que se propone -como quien engancha los caballos detras del coche-, y, por tanto, hace vanos e inútiles sus propósitos de conciliar la moral con la política.

     Para conciliar la filosofía práctica consigo misma hay que resolver primero la cuestión siguiente: En los problemas de la razón práctica, ¿debe empezarse por el principio material, esto es, por el fin u objeto de la voluntad, o bien por el principio formal, esto es, por el principio fundado sobre la libertad, en relación exterior, que dice así: obra de tal modo que puedas querer que tu máxima deba convertirse en ley universal, sea cualquiera el fin que te propongas?

     Sin la menor duda, este último principio debe preceder al otro; es un principio de derecho y, por tanto, posee una necesidad absoluta incondicionada. El otro, en cambio, no es obligatorio sino cuando se admiten las condiciones empíricas del fin propuesto, es decir, de la realización. Aun cuando este fin fuese un deber -como, por ejemplo, la paz perpetua-, tendría que deducirse del principio formal de las máximas para la acción externa. Ahora bien; el principio del moralista político -el problema del derecho político, del derecho de gentes y del derecho de ciudadanía mundial- es un mero problema técnico; el del político moral, en cambio, es un problema moral, y tan diferente, en el procedimiento, del primero, que la paz perpetua no es aquí solamente un bien físico, sino un estado imperiosamente exigido por la conciencia moral.

     La solución del problema técnico o de la habilidad política requiere mucho conocimiento de la Naturaleza: el gobernante ha de utilizar el mecanismo de las fuerzas en provecho del fin que se ha propuesto. Y, sin embargo, esa ciencia es incierta, insegura, con respecto al resultado apetecido: la paz perpetua, en cualquiera de las tres ramas del derecho público. ¿Cómo mantener durante mucho tiempo un pueblo en la obediencia y en la paz interior fomentando a la vez sus energías creadoras? ¿Por el rigor o por los regalos de la vanidad? ¿En un régimen monárquico o aristocrático? ¿Dando el poder a una nobleza de empleados? ¿Rigiéndose por la voluntad del pueblo?

     La historia ofrece los ejemplos más contradictorios de regímenes políticos, exceptuando, empero, el verdadero régimen republicano, el cual no puede ser pensado sino por un político moral. Si pasamos al derecho de gentes veremos que el que hoy existe con ese nombre, fundado en los estatutos elaborados por los ministros, es, en realidad, una palabra sin ningún contenido; susténtase en tratados que, en el acto mismo de firmarse, ya están secretamente transgredidos.

     En cambio, la solución del problema moral, que podríamos llamar problema de la sabiduría política -por oposición a la habilidad política-, se impone manifiestamente, por decirlo así, a todo el mundo. Ante ella enmudece todo artificio sofístico. Va directamente a su fin. Basta conservar la prudencia necesaria para no precipitarse en la realización, e irse acercando poco a poco al fin deseado sin interrupción, aprovechando las circunstancias favorables.

     Dice así: «Procurad ante todo acercaros al ideal de la razón práctica y a su justicia; el fin que os propongais -la paz perpetua se os vendrá a las manos.» Tiene la moral de característico, sobre todo en lo que concierne a los principios del derecho público -y, por tanto, respecto de una política cognoscible a priori-, que cuanto menos subordina la conducta a los fines propuestos y al provecho apetecido, físico o moral, tanto más se acomoda, sin embargo, a ese fin y le favorece en general. Esto sucede porque la voluntad universal, dada a priori -en un pueblo o en las relaciones entre varios pueblos-, es la única que determina lo que es derecho entre los hombres; esta unidad de todas las voluntades, si procede consecuentemente en la ejecución, puede ser también la causa mecánica natural que provoque los efectos mejor encaminados a dar eficacia al concepto del derecho. Así, por ejemplo, es un principio de política moral que un pueblo, al convertirse en Estado, debe hacerlo según los conceptos jurídicos de libertad y de igualdad. Este principio no se funda en prudencia o habilidades, sino en el deber moral. Ya pueden los moralistas políticos objetar cuanto quieran sobre el mecanismo natural de las masas populares y sostener que en la realización se ahogan los principios y se evaporan los propósitos; ya pueden citar casos de constituciones malas, antiguas y modernas -por ejemplo, de democracias sin sistema representativo-, para dar autoridad a sus afirmaciones. No merecen ser oídos; sus teorías provocan precisamente los males que ellos señalan; ellos rebajan a los hombres con los demás animales a la consideración de máquinas vivientes, para las cuales la conciencia es un suplicio más, porque conociendo que son esclavos júzganse a sí mismos como las más miserables de las criaturas del mundo.

     Hay una frase que, a pesar de cierto dejo de fanfarronería, se ha hecho proverbial y es muy verdadera. Fiat justitia, pereat mundus. Puede traducirse así: Reine la justicia, aunque se hundan todos los bribones que hay en el mundo. Es un principio valiente de derecho, que ataja todo camino tortuoso de insidias y violencias. Pero es preciso que se le entienda en su verdadero sentido; no debe considerarse como un permiso que se nos da para que hagamos uso de nuestro propio derecho con el máximo rigor -lo cual sería contrario al deber moral-, sino como la obligación que tiene el regente de no negar ni disminuir a nadie su derecho por antipatía o compasión. Para ello es necesaria una constitución interior del Estado, adecuada a los principios del derecho, y además un estatuto que junte a las naciones próximas y aun remotas en una unión semejante a la del Estado, y cuya misión sea resolver los conflictos internacionales. Aquella frase proverbial significa, pues, esto: las máximas políticas no deben fundarse en la perspectiva de felicidad y ventura que el Estado espera obtener de su aplicación; no deben fundarse en el fin que se proponga conseguir el Gobierno; no deben fundarse en la voluntad, considerada como principio supremo -aunque empírico- de la política; deben, por el contrario, partir del concepto puro del derecho, de la idea moral del deber, cuyo principio a priori da la razón pura, sean cualesquiera las consecuencias físicas que se deriven. El mundo no ha de perecer porque haya menos malvados. El malvado tiene la virtud inseparable de su naturaleza, de destruirse a sí mismo y deshacer sus propios propósitos -sobre todo en su relación con otros malvados-, y, aunque lentamente, abre paso al principio moral del bien.

     No hay, pues, objetivamente -en la teoría- oposición alguna entre la moral y la política. Pero la hay, subjetivamente, por la inclinación egoísta de los hombres, la cual, sin embargo, no siendo fundada en máximas de razón, no puede en rigor llamarse práctica. Y esa oposición puede durar siempre, pues sirve de estímulo a la virtud, cuyo verdadero valor, en el caso presente, no consiste sólo en aguantar firme los daños y sacrificios consiguientes -tu ne cede malis, sed contra audentior ito (16), sino en conocer y dominar el mal principio que mora en nosotros y que es sumamente peligroso, porque nos engaña y traiciona con el espejuelo de esos sofismas, que excusan la violencia y la ilegalidad con el pretexto de las flaquezas humanas.

     En realidad, puede decir el moralista político: el regente y el pueblo o un pueblo y otro pueblo no son injustos unos con otros si se hostilizan por violencia o por astucia; la injusticia que cometen la cometen sólo en el sentido de que no respetan el concepto del derecho, único posible fundamento de la paz perpetua. En efecto; el uno falta a su deber con respecto al otro; pero este otro a su vez está animado de iguales intenciones para con el primero; por tanto, si se hacen mutuamente daño, es justo que se destruyan ambos. Sin embargo, la destrucción no es tanta que no queden siempre algunos, los bastantes para que el juego no cese y se perpetúe, dejando a la posteridad un ejemplo instructivo. La providencia en el curso del mundo queda aquí justificada; pues el principio moral es, en el hombre, una luz que nunca se apaga, y la razón aplicada en la práctica a realizar la idea del derecho, de conformidad con el principio moral, aumenta sin cesar a compás de la creciente cultura, con lo cual aumenta asimismo la culpabilidad de quienes cometen esas transgresiones. Lo que ninguna teodicea podría justificar sería sólo el acto de la creación que ha llenado el mundo de seres viciosos y malignos -suponiendo que la raza humana no pueda mejorar nunca-. Pero este punto de vista es para nosotros demasiado elevado y sublime: nosotros no podemos explicar en sentido teórico la insondable potencia suprema con nuestros conceptos de lo que es la sabiduría. A tales consecuencias, desesperadas, somos forzosamente compelidos si nos negamos a admitir que los primeros puros del derecho poseen realidad objetiva; esto es, que pueden realizarse, y que, por consiguiente, el pueblo en el Estado, y los Estados en sus mutuas relaciones deben conducirse de conformidad con esos principios, diga lo que quiera la política empírica. La verdadera política no puede dar un paso sin haber previamente hecho pleito homenaje a la moral. La política, en sí misma, es un arte difícil; pero la unión de la política con la moral no es un arte, pues tan pronto como entre ambas surge una discrepancia, que la política no puede resolver, viene la moral y zanja la cuestión, cortando el nudo. El derecho de los hombres ha de ser mantenido como cosa sagrada, por muchos sacrificios que le cueste al poder denominador. No caben aquí componendas; no cabe inventar un término medio entre derecho y provecho, un derecho condicionado en la práctica. Toda la política debe inclinarse ante el derecho; pero, en cambio, puede abrigar la esperanza de que, si bien lentamente, llegará un día en que brille con inalterable esplendor.

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