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- II -

De la armonía entre la política y la moral, según el concepto trascendental del derecho público

     Si en el derecho público, tal como suelen concebirlo los juristas, prescindimos de toda «materia» -las diferentes relaciones dadas empíricamente entre los individuos de un Estado o entre varios Estados-, sólo nos quedará la «forma de la publicidad», cuya posibilidad está contenida en toda pretensión de derecho. Sin publicidad no habría justicia, pues la justicia no se concibe oculta, sino públicamente manifiesta; ni habría, por tanto, derecho, que es lo que la justicia distribuye y define.

     La capacidad de publicarse debe, pues, residir en toda pretensión de derecho. Ahora bien; como es muy fácil darse cuenta de si esa capacidad de publicarse reside o no en un caso particular, esto es, si es o no compatible con las máximas del que intenta la acción, resulta de aquí que puede servir como un criterio a priori de dar razón para conocer en seguida, como por un experimento, la verdad o falsedad de la pretensión citada.

     Si prescindimos, pues, de todo el contenido empírico que hay en el concepto del derecho político y del derecho de gentes -como es, por ejemplo, la maldad de la humana naturaleza que hace necesaria la coacción-, hallamos la proposición siguiente, que bien puede llamarse «fórmula trascendental» del derecho público:

     «Las acciones referentes al derecho de otros hombres son injustas, si su máxima no admite publicidad.»

     Este principio debe considerarse no sólo como un principio «ético», perteneciente a la teoría de la virtud, sino como un principio «jurídico», relativo al derecho de los hombres. En efecto; una maxima que no puedo manifestar en alta voz, que ha de permanecer secreta, so pena de hacer fracasar mi propósito; una máxima que no puedo reconocer públicamente sin provocar en el acto la oposición de todos a mi proyecto; una máxima que, de ser conocida, suscitaría contra mí una enemistad necesaria y universal y, por tanto, cognoscible a priori; una máxima que tiene tales consecuencias las tiene forzosamente porque encierra una amenaza injusta al derecho de los demás. El principio citado es, además, simplemente «negativo»; es decir, que sólo sirve para conocer lo que «no es justo» con respecto a otros. Es, como los axiomas, cierto, pero indemostrable, y además muy sencillo de aplicar, como se verá en los siguientes ejemplos tomados del derecho público.

     1.º En lo que se refiere al derecho político interior -jus civitatis-, hay un problema que muchos consideran difícil de resolver y que el principio trascendental de la publicidad resuelve muy fácilmente: ¿es la revolución un medio legítimo para librarse un pueblo de la opresión de un tirano non titulo, sed exercitio talis?- (17). Los derechos del pueblo yacen escarnecidos, y al tirano no se le hace ninguna injusticia destronándole; no cabe duda alguna. No obstante, es altamente ilegítimo, por parte de los súbditos, el reivindicar su derecho de esa manera, y no pueden en modo alguno quejarse de la injusticia recibida si son vencidos en la demanda y obligados a cumplir las penas consiguientes.

     Sobre este punto puede discutirse mucho si se quiere zanjar la cuestión por medio de una deducción dogmática de los fundamentos de derecho. Pero el principio trascendental de la publicidad del derecho público puede ahorrarnos toda discusion. Según este principio, pregúntese el pueblo mismo, antes de cerrar el contrato social, si se atreve a manifestar públicamente la máxima por la cual se reserva el derecho a sublevarse. Bien se ve que, si al fundarse un Estado, se pusiera la condición de que en ciertos casos podrá hacerse uso de la fuerza contra el soberano, esto equivaldría a dar al pueblo un poder legal sobre el soberano. Pero entonces el soberano no sería soberano, y si se pusiera por condición la doble soberanía, resultaría entonces imposible instaurar el Estado, lo cual sería contrario al propósito inicial. La ilegitimidad de la sublevación se manifiesta, pues, patente, ya que la máxima en que se funda no puede hacerse pública sin destruir el propósito mismo del Estado. Sería preciso, pues, ocultarla. El soberano, en cambio, no necesita ocultar nada. Puede decir libremente que castigará con la muerte toda sublevación, aun cuando los sublevados crean que ha sido el soberano el que primero ha transgredido la ley fundamental. Pues si el soberano tiene conciencia de que posee el poder supremo irresistible -y hay que admitir que ello es así en toda constitución civil, puesto que quien no tuviera fuerza bastante para proteger a los individuos unos contra otros no tendría tampoco derecho a mandarles- no ha de preocuparse de que la publicación de su máxima destruya sus propósitos. Por otra parte, si la sublevación resulta victoriosa, esto significa que el soberano retrocede y vuelve a la condición de súbdito; le está, pues, vedado sublevarse de nuevo para restablecer el antiguo régimen; pero también queda libre de todo temor, y nadie puede exigirle responsabilidad por su anterior gobierno.

     2.º «Derecho de gentes.» No se puede hablar de derecho de gentes si no es suponiendo un estatuto jurídico, es decir, una condición externa que permita atribuir realmente un derecho al hombre. El derecho de gentes, como derecho público que es, implica ya en su concepto la publicación de una voluntad general que determine para cada cual lo suyo. Y este estatuto jurídico ha de originarse en algún contrato, el cual no necesita estar fundado en leyes coactivas -como el contrato origen del Estado-, sino que puede ser un pacto de asociación constantemente libre, como el que ya hemos citado anteriormente al hablar de una federación de naciones. Sin un estatuto jurídico que enlace activamente las diferentes personas, físicas o morales, caemos en el estado de naturaleza, en donde no hay más derecho que el privado. Surge aquí también una oposición entre la política y la moral -considerada ésta como teoría del derecho-; y el criterio de la publicidad de las máximas halla aquí también su fácil aplicación, aunque sólo en el sentido de que el pacto una a los Estados entre sí y contra otros Estados para mantener la paz, pero en modo alguno para hacer conquistas. He aquí los casos en que se manifiesta la antinomia entre la política y la moral, y también la solución de los mismos.

     a) «Un Estado ha prometido a otro alguna cosa, ayuda, cesión de territorios, subsidios, etc...» Sucede un caso en que el cumplimiento de la promesa puede comprometer la salud del Estado. Se rompe la palabra, con el pretexto de que el representante del Estado tiene una doble personalidad; es, por una parte, soberano, y a nadie, en su Estado, tiene que dar cuenta de lo que hace; es, por otra parte, el primer funcionario del Estado, ante el cual responde de sus actos. ¿Es legítimo decir que lo prometido por el soberano no está el funcionario obligado a cumplirlo? Si un Estado -o un soberano- hiciese pública esta máxima, ocurriría naturalmente que los demás Estados evitarían su trato o se unirían contra él para resistir a sus pretensiones. Lo cual demuestra que la política, por muy hábil que sea, puesta en trance de publicidad destruye sus propios fines. La máxima citada es, pues, injusta.

     b) «Una nación crece en poderío hasta el punto de hacerse temible. Otras naciones más débiles, creyendo que «querrá» oprimirlas, puesto que «puede» hacerlo, fingen tener derecho a unirse y a atacarla, aun sin que proceda de su parte ninguna ofensa. ¿Es justa esta máxima?» Un Estado que lo afirmase públicamente provocaría el daño con mayor seguridad y más pronto. Pues la gran potencia se adelantaría a las pequeñas, y, en cuanto a la unión de las potencias débiles, es un obstáculo levísimo para quien sabe manejar el divide et impera. Así, pues, esa máxima de la habilidad política, si se manifiesta públicamente, destruye necesariamente su propósito y es, por tanto, injusta.

     c) «Si un Estado pequeño separa en dos pedazos el territorio de otra nación mayor, siendo para la conservación de esta última necesaria la reunión de los dos trozos, ¿tiene la nación fuerte derecho a subyugar y anexionarse la débil?» Pronto se ve que la nación fuerte no puede proclamar en alta voz semejante máxima sin provocar inmediatamente la unión de los pequeños Estados o sin excitar la codicia de otros Estados fuertes que querrían también apoderarse del botín: por tanto, la publicidad de la máxima la hace irrealizable, señal de que es injusta y de que puede serlo en alto grado, pues una injusticia puede ser muy grande aunque su objeto o materia sea pequeño.

      3.º «Derecho de ciudadanía mundial.» Nada diremos sobre este punto, pues tiene tan íntima semejanza con el derecho de gentes que las máximas de éste le son fácilmente aplicables.

     El principio de la incompatibilidad de las máximas del derecho de gentes con la publicidad de las mismas nos proporciona un buen criterio para conocer los casos en que la política no concuerda con la moral -como teoría del derecho-. Ahora bien; ¿cuál es la condición bajo la cual las máximas de la política concuerdan con el derecho de gentes? Porque la conclusión inversa carece de validez; no puede decirse que las máximas compatibles con la publicidad son todas justas; en efecto, quien posee la soberanía absoluta no necesita ocultar sus máximas. La condición de la posibilidad de un derecho de gentes, en general, es, ante todo, que exista un estatuto jurídico. Sin éste no hay derecho público; todo derecho que se piense sin tal estatuto, esto es, en un estado de naturaleza, será derecho privado. Pero ya anteriormente hemos visto que una federación de Estados, que tenga por único fin la evitación de la guerra, es el único estatuto jurídico compatible con la libertad de los Estados. La concordancia de la política con la moral es sólo posible, pues, en una unión federativa, la cual, por tanto, es necesaria y dada a priori, según los principios del derecho. Toda prudencia o habilidad política tiene, pues, por única base jurídica la instauración de esa unión federativa con la mayor amplitud posible, sin la cual la habilidad y la astucia son ignorancia e incasuística propia, como la mejor escuela jesuítica: justicia encubiertas. Esta falsa política tiene su «la reserva mental» que consiste en redactar los tratados con expresiones susceptibles de ser interpretadas luego según convenga; por ejemplo, distinguiendo el statu quo de hecho y de derecho; «el probabilismo» que consiste en fingir que los demás abrigan perversas intenciones o van probablemente a romper el equilibrio, para justificar así cierto derecho a la expoliación y ruina de otros Estados pacíficos; por último, el «pecado filosófico», o pecadillo de poca monta, que consiste en considerar como pequeñez fácilmente disculpable el que un Estado fuerte y poderoso conquiste a otro pequeño y débil para el mayor bien de la humanidad (18).

     Excusa de tal proceder suele buscarse en la doble actitud que la política adopta con respecto a las dos ramas de la moral. El amor a los hombres y el respeto al derecho del hombre son deberes ambos. Pero aquél es un deber condicionado; éste, en cambio, es deber incondicionado, absoluto. Antes de entregarse al suave sentimiento de la benevolencia hay que estar seguro de no haber transgredido el ajeno derecho. La política se armoniza fácilmente con la moral en el primer sentido, en el sentido de Ética y benevolencia universal, pues no le importa sacrificar el derecho del hombre en aras de algo superior. Pero tratándose de la moral en el segundo sentido, en el sentido de teoría del derecho, la política, que debiera inclinarse respetuosa ante ella, prefiere no meterse en pactos y contratos, negarle toda realidad y reducir todos los deberes a simples actos de benevolencia. Esta astuta conducta de una política tenebrosa quedaría completamente anulada por la publicidad de sus máximas si se atreviera al mismo tiempo a permitir que el filósofo diera también las suyas a la publicidad.

     En tal sentido, me atrevo a proponer otro principio trascendental afirmativo del derecho público. Su fórmula sería la siguiente:

     «Todas las máximas que necesiten la publicidad para conseguir lo que se proponen concuerdan a la vez con el derecho y la política reunidos.»

     Pues si sólo por medio de la publicidad pueden alcanzar el fin que se proponen es porque concuerdan con el fin general del público: la felicidad; el problema propio de la política es ése: conseguir la felicidad del público, conseguir que todo el mundo esté contento con su suerte. Si, pues, ese fin se consigue por medio de la publicidad de las máximas, disipando toda desconfianza en ellas, es que estas máximas armonizan con el derecho del público, que constituye la única posible base para la unión de los fines particulares de todos. Dejemos para otra ocasión el desarrollo de este principio; obsérvese tan sólo que es, en efecto, una fórmula trascendental, puesto que hemos prescindido de todas las condiciones empíricas de la felicidad, como materia de la ley, y nos hemos referido exclusivamente a la forma de la legalidad en general.

     Si es un deber, y al mismo tiempo una esperanza, el que contribuyamos todos a realizar un estado de derecho público universal, aunque sólo sea en aproximación progresiva, la idea de la «paz perpetua», que se deduce de los hasta hoy falsamente llamados tratados de paz -en realidad, armisticios-, no es una fantasía vana, sino un problema que hay que ir resolviendo poco a poco, acercándonos con la mayor rapidez al fin apetecido, ya que el movimiento del progreso ha de ser, en lo futuro, más rápido y eficaz que en el pasado. Arriba