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La peregrinación sabia


Alonso Jerónimo de Salas Barbadillo




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Dedicatoria


A Luis Ortiz de Matienzo, del consejo de su Majestad, y su secretario de Nápoles en el supremo de Italia


Esta fábula escrita en prosa -su título LA PEREGRINACIÓN SABIA-, escrita más para la utilidad que para el deleite, ofrezco a vuestra merced, porque hago confesión pública de que no tengo otro caudal con que pagarle tantos beneficios, pues con sumo cuidado procura que se traslade a España el valor de aquella hacienda que tengo en Italia, con que podría pasar menos desacomodado, pues, por no haber tenido hasta ahora tan grande y tan piadoso protector, ha que duran los pleitos más de cuarenta años, que no fueron más largos los que se trajeron sobre el estado de Puñonrostro. De los demás bienes que están libres, que son muchas y muy buenas casas, hasta ahora no he visto sino de cuatro en cuatro años unas blanquillas, que apenas son la paga de un año, con que no se diga que intentan vivir de balde los demás, por lo menos así lo parece. Mas si, como espero en Dios nuestro Señor y en la piedad y clemencia cristiana de vuestra Merced, pues es ciertísimo que otro algún respeto humano no lo mueve, esto llega a conseguir el último y deseado fin, podré decirle a vuestra merced lo que Virgilio a César Augusto cuando le fueron restituídos sus campos y se halló gozando de una ociosidad tranquila y de una paz suave; dijo así, en la égloga primera:


«O Melibae, Deus nobis haec otia fecit:
Namque erit ille mihi, semper Deus, illius aram,
Saeepe tener nostris ab ovilibus imbuet agnus.»

Entendiendo el fallido estado que tenían estos negocios, antes que vuestra merced los amparase, el reverendísimo padre maestro Hortensio, que Dios tiene, lo violentó a exclamar, diciendo: «¡Extraña fortuna de hombre, que le obliga a pedir de limosna su propia hacienda!» Y dijera mucho más, si supiera que se adquirió, no en el ocio de la corte ni en los palacios de los príncipes, con las lisonjas que tanto son en ellos acariciadas, sino por un brazo militar y bizarro, que después de haber servido a sus Majestades de los señores Carlos V y Felipe II en todas las ocasiones honradas que se ofrecieron en aquellos tiempos, murió en Nápoles, Alférez de caballos de la compañía del Príncipe de Urbino.

Señor, el proseguir esta empresa es hazaña digna del ánimo generoso de vuestra merced, y la pagará el cielo con la liberalidad que acostumbra.

Guarde Nuestro Señor a vuestra merced muchos años, con los acrecentamientos que merece y yo, su mayor servidor, le deseo.

Servidor de vuestra merced,
ALONSO DE SALAS BARBADILLO.






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La peregrinación sabia


Fábula en prosa


En aquel tiempo, tan charlatán y bachiller, del mal agestado filósofo Esopo, cuando gozaban todos los animales, peces y aves el privilegio de papagayos, urracas y tordos, pues todos hablaban, entrando a la parte con ellos árboles y piedras; en aquel siglo en que andaba la elocuencia tan barata que parecía que cualquier zorra se había convertido en Demóstenes o que Demóstenes se había convertido en zorra, y de lo segundo me admirara menos, pues yo he visto elocuencia tan furiosa, horrible y turbulenta que más parecía bacanal espíritu que inspiración y aliento del venerable Apolo; en aquella edad en que fuera ocioso el arte que enseña a hablar a los mudos, y aun en ésta presente lo es tanto que reverenciáramos más al que nos diera doctrina para enmudecer a la verbosidad molesta de tanto hablador importuno y confiado; en este tiempo, pues, habitaban en aquellos campos eternamente verdes de la nobilísima ciudad de Córdoba dos zorros, macho y hembra, que, siendo casados, tuvieron un hijo, cuyo nacimiento causó la muerte de su madre, siendo una misma hora para él origen y para ella ocaso.

Lágrimas mentidas lloraba el zorro viudo, mentira cristalina y transparente y por esto menos culpable, por ser tan claras como el agua de quien ellas procedían, y fingiendo estar indispuesto de la pena que había recibido, se acostó luego en la cama, consiguiendo con esto dos utilidades: la primera, acreditar su sentimiento, y la segunda, excusarse de ir acompañando el entierro, arrastrado del mismo capuz que había de llevar arrastrando. Las ventanas del aposento tenía cerradas, por poderse reír sin nota de los desvaríos que le decían los que le daban los pésames, que también hay necedades fúnebres, porque la muerte no es poderosa para defenderse de los injustos hipérboles de la mal presumida ignorancia, que, entremetida en todo, dice en las exequias lo que fuera más conveniente para las bodas, y en las bodas, lo que fuera más a propósito para las exequias. Este modo de enviudar, poltrón y pacífico, se ha imitado, bastantemente en nuestros tiempos en España; pero la verdad es que la invención es antigua, y su inventor este venerable zorro cuya historia escribo, para que con esta advertencia se entienda que ya todos los poderosos enviudan a lo zorro, y que aquellas demostraciones funerales son zorrerías artificiosas y no sentimientos verdaderos, y por esto permitimos que a los viudos de esta edad se les pueda decir «zorra aquí» como a los borrachos.

Volvamos al infante zorrillo; éste, después de haberse criado a los pechos de una zorra ama de alquiler, salió el más travieso de ingenio de todos los de su casta, gran artífice de los embustes, tan fullero en las mentiras, tan simulado en sus intentos, que los zorrazos antiguos le llamaban gloria de su nación y temían que no había de lograrse la prevención de sabiduría tan zorrera; ya le señalaban lugar entre los magistrados, y querían que aun tan pequeñuelo se llamase padre de aquella república socarrona y astuta, porque, a lo que he sabido de sus historias, entre los zorros no hay rey soberano, y se gobiernan por ciertas cabezas ancianas, que son fuente de todo el veneno político que corre insolente y desatado con injuria de las monarquías justas de otros animales a quien intentan igualarse con industrias y cautelas todo aquello que se reconocen inferiores en virtudes y fuerzas.

El zorrazo padre, viendo el natural del hijuelo, no se acomodó a la sentencia de los demás, antes le pareció prudente que, para acabarse de perfeccionar, convenía que peregrinase el mundo, en cuya universal escuela, siendo discípulo de todos, se hiciese docto en todo, porque aprendiendo de éstos lo que ignoran aquéllos y de aquéllos lo que a éstos se les esconde, uniese en sí lo que en tantos estaba dividido y quedase singular y único. Esta grande imaginación, a ninguno revelada, la ejecutó luego con gran secreto y partió con el rapacillo zorrista de noche, porque aquellas sombras, imágenes de sus ideas oscuras y cautelosas, le ayudasen obligadas de la semejanza; así excusó que le embarazasen la jornada, o el precepto del Senado o el ruego de los deudos y amigos, que no tiene menor imperio, con que pareció la suya más fuga que jornada; y él se alegraba mucho, porque, como verdadero zorro -en quien la maldad es blasón y la malicia ejecutoria-, quería hacer todas sus cosas de suerte que, ya que no fuesen delito, oliesen a ello, por deleitarse con la apariencia de la maldad y gozarse en el fingimiento.

Después de haber andado algunas leguas de su viaje, se apareció en el teatro azul del cielo, muy descompuesta con las grandes carcajadas que daba de risa, la flamenca Aurora, diciéndole a la noche oscura graciosísimos chistes, notándola de ladrona, fugitiva y cobarde, de quien ella huía, tropezando con tanta torpeza, que venía a ser para los circunstantes pajarillos un entremés tan gustoso y entretenido, que los obligaba a un dulce y no confuso aplauso, formado de la varia armonía de sus canoras voces.

Con su luz se descubrieron dos gatazos corpulentos y hermosos, porque su piel, varia en las colores, los hacía lucidos y arrogantes. Saludáronse los unos a los otros, dándose con las palabras lo que más lejos estaban de su deseo, y viendo que todos caminaban a un paraje hicieron compañía, y todos llevaban sus fines: los zorros pensaban comer a costa de los gatos, y los gatos, entretenerse con la conversación de los zorros. Estos supieron de aquéllos que eran ministros de justicia y que llevaban comisión para castigar a unos ratoncillos, ladrones viles que hacían mucho daño en la despensa de un gran personaje, y el despensero, parcial con los gatos en todas sus obras, les había pedido favor y ayuda como quien se valla de los suyos; acriminaban mucho el delito los gatos, y reprendían la naturaleza aleve de los ratoncillos acechadores. Llegaron a la despensa algo tarde y, aunque de noche, los recibió el pariente despensero con mucho amor y cortesía, así a ellos como a sus compañeros, porque también con los zorros tenía afinidad muy cercana y se desvanecía mucho con este parentesco. Velaron toda la noche los gatos e hicieron espantosas justicias en los descuidados ratoncillos, pasándolos a todos a los filos de sus dientes sangrientos, habiéndoles dado primero mucha bofetada gatuna, pasándolos con las uñas de parte a parte, muriendo éstos a puñaladas de uña gatesca.

Esta justicia duró algunos días, y todos ellos les dió a comer el despensero, con mucho regalo y abundancia, de lo más sazonado y costoso de su despensa, hasta que ellos y los zorros, sus aliados, determinaron de irse, jurándole por el rayo de Júpiter que aquella casa quedaba limpia de ladrones, siendo su juramento falso, porque para ser así como ellos afirmaban no había de quedar él en ella. Apenas se fueron los huéspedes cuando el despensero se puso a hacer cuenta de la costa que con ellos había tenido, y hallando que le habían hecho de gasto en un día mucho más que los ratones pudieran en toda la vida, quedó suspenso, y arrojando el tintero y la pluma estuvo tan desesperado, que si hallara a mano un saúco fuera la segunda parte de Judas en la muerte como lo era también en la vida: arrancóse la barba, y fuera justo que no repitieran en él su nacimiento porque no se viera en rostro tan vil aquella parte con que más se honran y autorizan los hombres modestos y virtuosos; finalmente, juró no traer más gatazos pesquisidores a su casa, hallando por menor incomodidad que aquellos ratoncillos menguados le royesen el pan y el queso, que desperdiciar con prodigalidad necia con los ministros de la justicia los jamones y las perdices.

Volvamos, pues, a nuestros caminantes, que después de haber volado todo el día sobre la posta del miedo, que es la más veloz caballería de todas cuantas hoy se conocen, sobre la posta del miedo digo, porque los perros de un cazador que estaba en un monte con gusto de su dueño, los habían venido mordiendo las colas y ladrándoles las espaldas, pareciéndoles a los fugitivos aquellos ladridos horribles clamores que daban por su muerte, y tanto más cuanto que los repetía el eco, porque como el miedo no les daba lugar a volver los ojos, creían que aquella repetición procedía de haberse aumentado los perros. De este susto los libró la noche, gran padrina de los malhechores, que vino soñolienta, ceñuda y algo borrascosa; brillaron relámpagos, disparó la artillería de algunos truenos, y cuando se temía que se desatarían del cielo grandes golfos de agua, no cayeron más que unas gotas grandes y divididas, con que se retiró el nublado, pequeño fin para tan grande aparato de escándalos y horrores.

La luna, muy amiga de gastar moneda de vellón, salió después de tanta tempestad con sólo un cuarto de luz, poco aceite para candil tan grande, pero al fin socorrió bastantemente a nuestros sobresaltados fugitivos, que, con su ayuda, llegaron a una aldea de aquellas bien pobladas del Andalucía, que en otras provincias tuvieran título de populosas ciudades.

Entraron sin ser sentidos en la casa de un labrador rico, y por miedo de los gatos caseros se recogieron a la caballeriza, y debajo de los pesebres hicieron su albergue; pero apenas aquella rústica familia, cansada del largo afán del precedente día, se había dejado atar las dulces lazadas del sueño y del vino, cuando aquellos exploradores de cocinas y despensas salieron a recorrer la casa, los pasos mudos y la vista atenta; después de haberse cansado vieron en un aposento unos garabatos bien proveídos de tocino, pero en tantos grados de altura que pusieran desconfianza a otros menos corpulentos y animosos.

La dificultad de la empresa les encendió el coraje, y pareciéndoles que del conseguilla se les habían de seguir honra y provecho, saltó el más animoso y corpulento sobre un grande arcaz, y desde allí se arrojó a los garabatos, con tal brío, que clavando las uñas en un pernil y dejándose colgar de él con todo el peso de su cuerpo, que era muy grande, con facilidad le trujo al suelo, y acudiendo el compañero al socorro le llevaron arrastrando hasta la caballeriza, tanto porque había bien con que partir con sus compañeros los zorros, como para asegurar el riesgo a que se ponían si se entregaban en la presa en la misma parte donde se había cometido el delito.

El zorrazo viejo, viéndolos tan embarazados, vistiéndose de su hipócrita naturaleza y simulando sus intentos, que se dirigían a más escandaloso daño, afectó severidad en el semblante, y ejercitando la lengua cavilosa, con acedas y ásperas sentencias les reprendió la atrocidad del robo:

-Oh Júpiter, Júpiter -exclamaba-. ¿Así pagan éstos el hospedaje que han recibido debajo de estos inocentes techos? ¿Tan presto olvidaron el amago de la tempestad pasada, donde si no se templara su ira, quedáramos al golpe de tu rayo justiciero y divino hechos cenizas todos? ¿Fué menor el peligro de los perros venatorios, de cuyos dientes pudiéramos haber sido despojo miserable y escarmiento justo? ¿Llevólos la luz de solo un día a dos peligros tan miserables y apenas los ampara la sombra de la noche cuando hacen la tercera de sus maldades y traiciones? ¡Las horas que habían de gastar en darte gracias por los beneficios recibidos, las infaman y entorpecen, renovando su depravada naturaleza con el aumento de nuevas culpas! ¡No permitas que sea yo cómplice de sus torpezas, no lo permitas, oh gran padre de los dioses, no lo permitas, que mientras ellos ensuciaren sus manos por dar satisfacción a sus malvados vientres yo aparto mis ojos de la maldad y me voy a buscar mi mayor provecho!

Apenas dijo, cuando, llevándose consigo al hijuelo, los dejó algo confusos y tristes, mas no tanto que luego no se cebasen bastantemente en aquella carne golosa, tan aborrecida hoy de los secuaces de aquel que siendo embustero se fingió profeta.

Volvámonos al zorro y a su hijo, cuya hipócrita malicia no podré bastantemente significarla ni aun con la misma narración del hecho, porque todos los colores de la retórica son mudos y su elocuencia inhábil para tan grande empresa. Estos, pues, como tuviesen bien espiado el lugar donde dormían las miserables gallinas, las acometieron de repente, hicieron en ellas tan lastimosa carnicería que apenas dejaron vida sino a las que se valieron de los pies y las alas; murió la mayor parte de aquella tan noble cuanto descuidada compañía, tan útil para el consuelo y regalo de los hombres, sin defensa, sin amparo, todas mujeres y dormidas todas, que hace la traición más cruel y sangrienta. ¡Tal es la costumbre de los hipócritas, tal la de los tiranos, que reprenden las culpas de sus vecinos, y con la capa de aquella fingida simulación acometen otras mayores y más insolentes!

Llenaron los vientres de manera que fué mucho que pudiesen volver al lugar donde habían dejado a los compañeros, a quien dieron a entender que habían gastado todo aquel tiempo en contemplar la estrella de Júpiter, y pedirle con muchas lágrimas les perdonase el grave pecado que habían cometido en el hurto que hicieron del pernil en la misma casa donde habían tenido hospedaje y acogimiento.

Había corrido ya la noche la mejor parte de sus horas, y porque faltaban pocas para el nacimiento del día trataron de darlas al sueño, que le gozaron los gatos apacible y sabroso, lo que no sucedió a los zorros, por haber comido tan destempladamente, que la mucha repleción los tuvo inquietos y desacomodados; tanto por esto como por el miedo de que se descubriese su maldad, avisaron a los compañeros, que, como tenían también culpa de quien recelar el castigo, salieron de la posada una hora antes del amanecer.

Caminaban los gatos alentados y briosos como aquellos que habían comido para rehacer las fuerzas y no para oprimirlas; mas los zorros, con la gran pesadumbre de lo mucho que habían tragado, apenas podían dar un paso, y decían con malvada astucia que desmayados por haber tanto tiempo que no habían comido, se iban cayendo de hambre sin poderse tener en pie, y añadían -porque los gatos les miraban a las barrigas repletas y no sin alguna malicia- que como habían salido tan ayunos y tan de mañana se les había entrado el frío, y así iban hinchados con la mucha ventosidad, pero que todo lo padecían con buen ánimo por no hacer ninguna cosa con ofensa de la razón y justicia que, aunque parece que viene con pies de plomo, al fin llega la hora en que los malos tienen su debida pena.

Tales eran los discursos del zorrazo astuto, cuando el cazador que habían encontrado el día precedente, que era natural de aquel mismo pueblo, con cuyos perros se vieron en tan evidente peligro, volvía a su ejercicio saliendo por la misma parte por donde iban los caminantes infelices; apenas vieron los gatos a los perros, cuando se valieron de la fuga como aquellos que iban libres de todo impedimento; el zorrazo padre, en quien prevalecía una astucia ingeniosa, ya que no podía valerse de los pies, acudió al sagrado de la elocuencia y, sin perder el ánimo, con semblante risueño, dijo a los perros estas emperradas lisonjas, al tiempo que intentaban acometelle:

-¡Oh, canes generosos, que por vuestra virtud grande tiene Júpiter vuestras imágenes resplandecientes en el cielo, donde os hizo aposento en la casa del mismo sol para que resplandecieseis en su competencia y para que estando en el nobilísimo signo del León, se conozca, que si él es el rey de los animales vosotros sois los caballeros de la llave dorada, que le comunicáis siempre haciéndole eterna y agradable existencia! ¡Oh, vosotros, fieles compañeros del hombre y -si es verdad que la caza es imagen de la guerra- la mayor parte de sus victorias y triunfos! Sabed que aquellos sucios gatos, eternos huéspedes de cocinas y chimeneas, que hacen cama del carbón negro y del hollín tiznado, tan sucios, tan torpes, que buscan su manjar en los ratones inmundos y venenosos, sabed, sabed que diciéndolos yo que no huyesen sino que se humillasen, porque vosotros sois tan nobles que a los que se rinden y piden misericordia perdonáis con mansedumbre y clemencia, respondieron -¡oh grande insolencia, oh grande maldad!-, respondieron que vosotros erais unos perros rabiosos, sin razón, sin ley, y que entre su linaje y el vuestro había puesto Júpiter natural enemistad y odió, y que porque no era justo ni conveniente a su honra que se dijese que se valían de nosotros para venceros, pues sólo uno de ellos bastaba para combatirse cuerpo a cuerpo con toda la perruna canalla, os esperaban dos a dos detrás de aquel montecillo, donde os harían conocer mal de vuestro grado cuánto excede la gatesca virtud a la emperrada insolencia, y que si no fueseis dentro del termino de una hora -que éste os señalaban por último plazo-, os tendrían por cobardes y mandrias, y así lo publicarían por todo el orbe.

Los perros, que eran muy leídos en el libro del duelo de las bestias -sólo digno de ellas y bien ajeno de los hombres de razón y cristianos-, se encendieron en una generosa cólera y apretaron su carrera tras los gatos, que habiendo visto que no los seguían caminaban ya con pasos espaciosos, causa de que los alcanzasen presto y que, sin que prevenirse pudiesen, los cogiesen de las orejas y les diesen una gentil tunda, tal y tan buena, que a no llegar el cazador, su amo, que andaba en su busca, porque cuando se fueron a encontrar con los zorros no los vio apartar de sí, aquel fuera el último de sus miserables días. Los zorrazos malvados, que desde lejos habían visto el miserable suceso de los gatos, se deleitaban con ánimo perverso en la miseria de los infelices, y abrazando el padre al hijuelo le decía:

-Hijo, abre los ojos del ingenio y aprende de mi industria y artificio, que valen más que la fuerza y aun muchas veces -tal es el mundo- más que la razón y la justicia; por eso te he traído a peregrinar por varias tierras, para que así la experiencia de tus peligros como la de los ajenos te hagan escarmentado y sabio.

Así le hacía discípulo de sus maldades y le introducía en la herencia de sus depravadas costumbres.

Con esto empezaron a caminar poco a poco hacia el lugar donde estaban los dolientes gatos, y aunque la distancia no era mucha, llegaron con la repleción tan cansados que les fué forzoso sentarse junto a los enfermos, a quien les dieron a entender que era su caridad tanta, que por ningún caso los desampararían hasta que estuviesen buenos para proseguir su camino, siendo la verdad que ellos estaban tan hinchados que habían menester muchas horas de quietud y ocio. Mientras más crecían en los gatos simples las gracias, más se aumentaban los engaños en ellos, porque les afirmaban que por los ruegos y oraciones que habían hecho a Júpiter, cuando los perros ejecutaban en ellos su sangrienta ira, los había librado milagrosamente de aquel peligro mortal en que se vieron tan perdidos.

-Bien justo castigo -decían- por haber sido tan impíos ladrones que aun no se libró de sus robos la misma casa donde fueron hospedados.

¡Oh maldad sobre todas las maldades, quererles dar a entender que los habían librado del mismo peligro en que los habían puesto, mudar la injuria en beneficio y querer agradecimiento por lo que merecían pena! As! mentían insolentes, cuando los gatos, vencidos del cansancio, se rindieron al sueño, dichosa ocasión para los zorros, porque, ayudados de la naturaleza, se hallaban con necesidad de aflojar los vientres y no se atrevían a hacerlo en presencia de sus compañeros por excusar la sospecha evidente, pues era fuerza que de la cantidad de la evacuación se juzgase el exceso de la comida. Buscaron, pues, un lugar escondido, y habiéndose descargado de mucha parte de aquel peso que los molestaba, se volvieron adonde estaban los heridos, y ya más sosegados y quietos les hicieron compañía en el sueño. Durmieron con tanta quietud como si a nadie tuvieran ofendido ni injuriado, hasta que aquel dios tan infeliz en amores -aquel cuya dama quiso más ser tronco que verse celebrada de sus musas, y estimó en más la humedad de las corrientes que el calor generoso de sus rayos- se despeñaba al mar, quizá desesperado de este mal suceso, que el despeñarse por su voluntad propia es delirio muy antiguo en los desesperados.

Estaban ya todos buenos, los zorros, porque con la evacuación y el sueño habían aliviado las barrigas, y los gatos, porque como tienen siete vidas, con pequeña cura se restauran; pero por consejo de los socarrones zorros les pareció no caminar hasta que fuese bien de noche y aquel cazador estuviese recogido, por excusar tercera vez el encuentro de los perros. Por este parecer cuerdo se estuvieron recogidos hasta que aquel planeta del rastro mostró sus cuernos, que salió -como algunos autores de libros quieren a los lectores- cándido y pío; aparecióse risueña aquella casta Diana, que en mi opinión más tiene de buscona que de doncella, pues estándose recogida en casa todo el día, empieza su jornada a la hora de los murciélagos y se pasea toda la noche, de cuya mala escuela debieron de salir las doncellas andantes de los libros de caballerías, que, peregrinando todo el mundo, nos quieren dar a entender que se conservan vírgenes.

Caminaban todos con mucho esfuerzo, pero los gatos retaban a los perros de alevosos y traidores, tanto porque les acometieron por las espaldas como porque decían que se habían atrevido en confianza del cazador, su amo, a quien el gatazo mayor, lleno de fanfarrias y desvaríos, decía que aún no lo temiera si viniera sin escopeta y con espada sola, pero que como traía boca de fuego no se quería poner a palabras con quien las tiene tan calientes que mata con ellas. Llamábase éste el Hércules de los gatos, y loco de su furor juraba que el más cobarde de los animales era el hombre, porque, aunque conocía ser verdad que acometía a los más fieros y muchas veces los vencía, era siempre valiéndose de la industria y arte y trayendo armas muy superiores, y algunas tales, que para su golpe no se sabía resistencia.

Contábales de sí grandes fábulas y mentiras que el zorrazo socarrón, fingiéndose muy sencillo mostraba creerlas haciendo grandes admiraciones con el semblante y con las palabras, esperando mejor ocasión en que desatar la risa y correr toda la cortina al gracejo, que le vino presto a las manos, porque como al amanecer, después de haber pasado por puente un río caudaloso, viesen en un molino unos ratones filisteos, tan bien dispuestos y gentiles que en fortaleza de miembros y altura no eran inferiores a los gatos, y advirtiese el zorrazo que se saludaban los unos a los otros, risueños, sin hacerse daño, preguntó la razón por qué allí no se mostraban ministros de justicia y castigaban a unos ladrones tan insolentes que se atrevían a reírse con ellos cara a cara, como si fueran compadres y tuvieran igual naturaleza; a lo cual el Hércules de los gatos, encogiendo los hombros y erizando las cejas, respondió muy suspenso:

-Amigo mío, estos son unos ratones bandoleros, que criándose en estos molinos muy fuertes por la abundancia que tienen de sustento, andan en cuadrilla, y son tan animosos, que muchas veces nos acometen y tratan muy mal, y así es gran cordura excusar ocasiones donde el provecho está dudoso y el daño manifiesto.

-¡Ah, pesia mí, señor Hércules de los gatos -dijo el zorro viejo dándose una palmada en la frente- y qué de valentía ha desflemado vuestra merced esta noche ofreciéndole nosotros tan baratos los oídos! ¿Es posible que quien acometiera aquel cazador si viniera sin escopeta aunque desnudara la espada, tiene miedo a unos ratones que las más viles sabandijas de la tierra? ¿Por qué similitud con Hércules le dieron a vuestra merced su nombre? Porque si el otro mataba a palos los más valientes leones y vuestra merced a los ratones tiene miedo, pregunto: ¿en qué pueden parecerse? ¡Señor Hércules gato, múdese vuestra merced el nombre, porque lo demás es querer darnos una muy gentil gatada! Andábase Hércules ahogando ladrones, como da buen testimonio la muerte de Caco, y siendo vuestra merced el Caco de los gatos se llama Hércules! Ahora, señor, llámese por hacernos merced a todos Caco, que no faltará Hércules que le ahogue. Mas ¿dónde voy despeñándome con donaires tan sutiles cuando la justísima razón me enciende la cólera y me pone la boca tan amarga que es fuerza que las razones que salieran de ella sean de la misma calidad? No os diré nada que no lo haya tocado con la experiencia y que vosotros no me lo hayáis dicho con vuestras mismas obras. La fuerza de vuestra justicia, ¡oh gran maldad!, sólo se extiende a los pequeñuelos, a los humildes, a los desarmados, de modo que vuestra justicia sólo es una apariencia y sombra de esta virtud, que cuando más la ejecutáis más la ofendéis. Esto os he dicho, no por enojo que tenga con vosotros, que antes confieso estaros obligado, y así recibidlo en agradecimiento del beneficio que de vosotros tengo recibido; quisiera pagaros con otro mayor, que es el del buen consejo, pero vosotros, como obstinados en la culpa, burláis de esta doctrina y sois despreciadores de la verdad; y así, porque es más cierto que el malo pervierta al bueno que no el bueno corrija al malo desde aquí, sin dar más paso, me pienso apartar de vuestra escandalosa compañía, manchada de horrores y obstinada en culpas.

Así dijo, y volviendo las espaldas dejó a los compañeros, no muy desconsolados, porque ya se ofendían de llevar consigo a un predicador tan sospechoso.

Apenas los perdió de vista, cuando se volvió con su hijuelo a un soto de conejos, de cuya carne inocente quería hacer abundante plato a su malvada gula, pero, por no perder el crédito que él pensaba tenía de inocente y justo, quiso acometer aquella traición sin testigos. Este fué el fin de su retiro y no el que publicaban sus hipócritas y cautelosas razones; mas luego que puso los pies en la patria de aquellos animalejos cobardes, lugar abierto y sin defensa, descubrió una tan valiente como bien pintada culebra, y volviéndose a su hijuelo le habló deteniendo el paso con alguna turbación y recelo:

-Hijo, con este animal que ves no podemos ganar mucho, porque es tan sabio que es el sastre de sí mismo. ¿Ves la lozanía y variedad de colores de aquella hermosísima piel?; pues cada año se la viste nueva, sin estar sujeto a las injurias de los mercaderes que miden mal, ni a la de los sastres que roban de aquello que ya va robado con ir mal medido. La ropería de estos prudentes animales son dos piedras muy estrechas, por donde entrando y saliendo, no sin grande violencia, dejan la piel antigua y a poco tiempo se hallan como los árboles con el nuevo y florido traje. Por esta causa ganaron en el tribunal de Júpiter un privilegio muy honrado, que los hombres le han escrito entre los adagios ilustres y doctos, a quien celebran con más alta veneración; dicen, pues, cuando quieren significar la grande sabiduría de un hombre: «Sabe más que las culebras»; y no andan pródigos en esta alabanza, por ser tanta su prudencia que para defenderse de las violentas palabras de los encantadores infieles se cubren los oídos. Bien es verdad que los animales de nuestro linaje, en fraguar astucias, no sólo ceden a los de otro género, pero a ninguno confiesan igualdad; pero como esta culebra es muy grande y soberbia, si conociese de nuestras razones el engaño que en ellas le pretendemos esconder, sería hacer con nuestra sangre plato a su voracidad y tiranía; mas ya que aquí no pueden valernos la fuerza ni la industria, será nuestro padrino la ingeniosa cautela; fuerza es reconocer que este es aleve término, pero los de nuestra casta siempre hemos seguido estos pasos y nunca sabremos imitar otras mejores veredas. ¿Podremos sufrir que ésta se dé un hartazgo de los gazapillos tiernos de este florido soto, y que cuando más nos cerque la hambre más nos defienda el remedió este cruel enemigo con su torpe gula? No es justo, no es razonable.

Así dijo, y viéndola entrar en un vivar grande de conejos reconoció atentamente las señas, y volviendo las espaldas, caminó al lugar más vecino que de allí estaba bien cerca, y entrándose por él, dijo con altas y lastimosas, voces:

-¡Nobles y descuidados vecinos de este honrado pueblo, acudid armados con toda diligencia a defender vuestro soto, que una culebra grande y espantosa os le destruye! ¡Venid y no seáis perezosos si no es que deseáis ser pobres!

A esta voz salió gran cuadrilla de gente pardal, pardos y no de la casta, villanos en castellano corriente, unos con palos fuertes que remataban en redondas porras, otros con chuzos afeados del moho, y los rapaces con sus armas pueriles: guijarros y piedras voladoras, que siendo de su naturaleza pesadas y torpes el brazo que las tira las presta veloces alas.

-¿Adónde, adónde? -decían, y daban prisa encendidos de cólera bárbara y rústica.

Mas el zorrazo astuto dijo que primero le habían de jurar por Júpiter que su persona y la de su hijo serían libres de toda injuria. Aseguráronle con todo juramento, y él empezó a caminar delante con animosa malicia hasta que los puso a la boca del vivar donde la culebra tragadora hacía sangriento estrago, y luego, con socarronería elegante, produjo estas razones, tan bien pensadas cuanto traidoras y aleves:

-Generosos caballeros y nobles ciudadanos... -aquí los rústicos se dejaron vencer de la lisonja, con saber que ni su pueblo era ciudad ni ellos caballeros, y la entregaron con alegre semblante apacibles oídos, y él prosiguió animoso-: Sabed que la industria ha conseguido innumerables y gloriosas victorias, y que para ella cría Júpiter los imperiales laureles más que para las fuerzas imprudentes y desalmadas. Cercado tenéis al enemigo, mas, mientras no saliere fuera, no podréis lograr el deseo de vuestra justa venganza. El valiente capitán más se arma del consejo que del acero, y obedeciendo el segundo el precepto del primero se han hecho las más ilustres conquistas, se han logrado las victorias más felices. ¿Qué importa que vengáis tan armados y prevenidos si esta bestia feroz está encastillada, y muy a su salvo os destruye vuestro regalo y hacienda? Si esperamos a que ella quiera salir de su voluntad, el estrago habrá sido mucho y la satisfacción, después, aunque sea con su muerte, pequeña y ridícula. Violentémosla a salir sin violencia y forcémosla sin fuerza; sea su propia golosina su cuchillo y su gula su verdugo. Haced traer un barreño de leche, a que por natural influencia es este animal inclinadísimo, y poniéndosele a la boca del vivar saldrá llamada de su olor, caerá en un lazo que en aquel mismo lugar cautelosamente le habréis de tener puesto, llegaréis luego todos, que, como sois tantos, antes la mataréis que ninguno repita el golpe; de este modo, la leche, que es principio de la vida de los demás animales, será fin justísimo de la suya, y vosotros entraréis arrastrándola por las calles de vuestra ciudad, y llenando su pellejo de paja, la pondréis a la más principal de sus puertas, para que así quede consagrada a la inmortalidad y al escarmiento.

Admirados quedaron los rústicos del astuto consejo, tanto que casi llegaron a recelarse del zorro. Trújose la leche, púsose el lazo, y salió a su olor el encerrado enemigo, que aun antes de llegar al lazo ni al barreño, un labrador rústico, grande en cuerpo y en fuerzas, que estaba a las espaldas del vivar, dejó caer sobre él una gran piedra, y tan a tiempo, que le cogió debajo por la mitad del cuerpo, y llegando los demás le acabaron sin ningún riesgo ni peligro de sus personas.

Tal fin tuvo este animal venenoso; hazaña vil fué de la torpe gula que a tantos hombres ha llevado al cuchillo y al cordel. Esta es por quien muchas mujeres locas y vanas venden en un instante breve la gloria que muchos ilustres antecesores ganaron en largos siglos, sin advertir que no vivimos para comer, sino que comemos para vivir.

Mas vuélveme a mi zorro, que pienso lo ha menester, y es el caso. Aquellos villanos victoriosos, más soberbios mientras más rústicos, más presumidos mientras más viles, entraron en consulta para tratar qué habían de hacer de unos zorros tan maliciosos y astutos, y siéndolo ellos más, decretaron no guardarlos la palabra y romper las sagradas prisiones del juramento, pareciéndoles, y mal que no debía cumplirse a tan perniciosa canalla, sin considerar que la injuria se hacía a Júpiter, a quien ellos trujeron por testigo de la verdad y fe de aquel contrato; mas el zorro, que se las entendía, avisando a su hijo, se dejaron llevar de los pies con ardiente velocidad mientras los villanos estaban divertidos en su alevosa consulta, que volviendo los ojos y descubriéndolos a muy larga distancia, tal que les pareció imposible poderlos alcanzar, los llamaban a voces diciendo que les querían dar el premio debido a tan buen servicio; mas dándoles el rostro el zorrazo socarrón, se detuvo, y mirando a la parte donde ellos estaban, pareciéndole que el mucho camino que se ponía de por medió le hacía seguro, les sacudió el polvo de su vanidad con estas afrentosas injurias:

-¿Para qué os cansáis llamándome con tan horrible tempestad de voces, con tan alterada borrasca de gritos? Sabed que estoy determinado a no fiarme de palabras de caballeros de albarda ni de la fe de unos ciudadanos cuyas paredes son terrones, cuyos techos poco más que paja leve. Los blasones de vuestras casas son ristras de ajos y cebollas; vuestros escudos y arneses, las tinajas y los jarros; vuestros caballos, los jumentos simples y, cuando más, los rocines magantos, siempre penitentes y flacos, no por lo mal que comen, sino por lo mal que sufren, siendo ellos generosos, el servir a dueños tan villanos. ¡Oh Júpiter!, desembraza tus rayos contra estos impíos, contra estos infieles, que trataban de romper en mi daño y en tu ofensa la sagrada fe del juramento. Mas ¿qué digo? ¿qué pido? ¿qué importuno, pues tú no castigas con tan valientes armas sujetos tan viles? Los rayos son una noble temeridad y un instrumento horrible y lucido para degollar con él las cabezas presuntuosas de las soberbias torres y de los muros altivos; castiga a éstos como quien ellos son: manda tocar al arma a las langostas, y juntando de ellas un copioso ejército, cébense en sus panes y sembrados; cúbrelos de ratones y de arañas, y mueran a viles manos los que tienen costumbres viles.

Así decía, y así se vengaba, y los villanos, irritados de las injurias, se determinaron a seguirle, pero viendo que era en vano, desistieron de la empresa.

El, que volvía el rostro a sus tiempos y siempre muy a tiempo, mirándolos parados se volvió a parar y les dijo otros improperios mayores y más pesados, con que les obligaba a que le volviesen a seguir, y cansados de seguirle, porque él volvía a la carrera con más fuerza, se rendían. Esto hizo tantas veces y con tanto arte, que apenas podían alentar los ignorantes rústicos, rendidos de cansancio tan prolijo; por esto y porque se dejaba caer mucha sombra sobre la tierra, atreviéndose a resplandecer la benigna estrella de Venus casi a los ojos del sol -tanta es la presunción de su hermosura-, dieron la vuelta a sus casas y los zorros al soto, donde el padre habló al hijo estas razones:

-Cansado estarás, simplecillo, pero con este cansancio has comprado el ocio y la comida. Pareceráte inútil el haber corrido tanto, mas tu breve experiencia no se extiende al conocimiento de mi larga industria. Con aquel ardid ingenioso, aunque caro, van los rústicos tan rendidos que, para restaurarse, se entregarán luego al vino y al sueño, y nosotros quedaremos dueños absolutos de esta población de conejos; entra, entra, y sin miedo, a gozar de los despojos adquiridos en buena guerra; mas porque nos podemos recelar que venga alguno de los que en el pueblo se quedaron, ahora que están todos juntos admirándose de ver la espantosa culebra, y muchos con jactancia porfían sobre quién fué el que la dió primero, y sobre esto hay apuestas y voces, ahora es ocasión de que nosotros comamos lo suficiente porque no repitamos el peligro del pasado hartazgo, y luego nos saldremos del soto, y apartándonos del camino común buscaremos un sitio ameno y escondido, donde el sueño sea más sabroso y seguro.

Así lo dijo y así lo ejecutó, matando más caza de la que había de comer por hacer daño a la rústica y bárbara canalla. ¡Oh gran maldad, oh gran bajeza de los cobardes, que se vengan en los pequeños y humildes de aquella injuria que no pudieron en los valientes y valerosos!

Al fin se retiraron a gozar del sueño dulce en una parte amena y deleitosa; mas, viendo el padre que el hijuelo dormía más de lo necesario, le despertó y le dijo:

-Alza los ojos al cielo y mira cómo ya empiezan a huir las estrellas. Razón será que imitemos ejemplo tan lucido y provechoso. Despierta, y con animo y esfuerzo sigue mis pisadas.

Con esta amonestación caminaron los dos tan aprisa que en breve tiempo se hallaron fuera de los términos de aquel pueblo a quien dejaban tan injuriado y ofendido. Salió el sol con un poco de capote pardo, y decíale el zorro viejo con mucha gracia:

-Padre de las lumbres, mira que de verte en ese traje he concebido miedo; -desnuda, ¡por Júpiter!, el villano capote, que quien lisonjea tanto a mis enemigos que se viste su grosera librea mejor se armará contra mí para la satisfacción de la ofensa recibida. Mas ya, ya pierdo el recelo y cobro el ánimo; eres galán, eres amante, y sin duda este disfraz debe de ser estratagema amorosa, si no es que cansado de vestirte siempre de riquísima tela de oro quieres hacer gala del sayal rústico, para mostrarnos que tu hermosura es tanta que sin adornos ni artificios eres un monstruo y prodigio de belleza.

Así aliviaba el cansancio de su camino cuando, sin haberle visto, se halló muy cerca de un perro, tan grande y desproporcionado, que le pareció que era ilusión de su vista y que se engañaba. Venía todo annado de planchas de hierro, y era tanta su ferocidad, que del espanto grande que recibieron él y su hijuelo no pudieron dar un paso, y temblando cayeron en tierra; entonces el perrazo descomunal atronó todo el campo con su voz terrible y les dijo:

-No temáis, viles hormiguillas, que sois pequeña presa para la nobleza de mis dientes. Yo soy don Florisel de Hircania, un perro caballero andante, que ando buscando aventuras en desagravio a los pequeños y castigo a los soberbios y tiranos; traía un buen escudero que me servía y murió habrá dos días; murió de enfermedad, porque yendo en mi compañía cierto es que nadie se habla de atrever a quitarle la vida sin la misma pena; por tanto, si queréis servirme, podréis ver el mundo debajo de mi amparo sin temor de injuria ni fuerza, mas ha de ser a condición que perdáis toda avilintez, y pavor ca yo no gusto de ánimos medrosos y viles.

Parecióles a los zorros, como era verdad, que les había hecho la vida de merced, y aunque ellos no quisieran andar buscando ocasiones de peligro y riesgo, hubieron de acomodarse al partido que les ofrecía, y siguiendo sus pasos, a la bajada de un monte hallaron dos grandes perros mastines que tenían muy acosado a un lobo. Entonces don Florisel de Hircania les dijo:

-¡Malandrines viles y bajos, al fin mastines y villanos, porque si vosotros fuérades caballeros no hiciérades batalla tan desigual peleando dos contra uno! Yo, el muy noble y muy esforzado caballero don Florisel de Hircania, descendiente de los reyes de los perros ilustres de aquella muy generosa provincia, os mando que se aparte uno de vosotros y que el otro haga su batalla con el enemigo cuerpo a cuerpo.

Y vuelto al lobo, le hablé así:

-No tengas miedo, esfuérzate, que yo estoy aquí para hacerte el campo seguro y no consentir que se te haga ningún tuerto ni demasía.

Los mastines, enojados y soberbios, le dijeron que aquél era un ladrón que andaba salteando el ganado inocente por aquellos caminos, con quien no se podían guardar aquellos respetos y leyes de caballería, ni era justo, y que si allá en su provincia de Hircania vivían con semejantes costumbres, que España se gobernaba con otras, y así le aconsejaban que se fuese en paz y no se hiciese protector de ladrones, porque le saldría muy costosa la empresa.

Apenas se oyó llamar protector de ladrones, cuando les dijo:

-Mentides, villanos, viles y bajos!

Y acometiéndoles con gran furia hizo al uno de ellos pedazos y el otro se le procuró ir por los pies, bien herido y lastimado. Así llegó a la presencia de sus pastores, que, saliendo a su defensa, no fueron bastantes, porque allí, a sus ojos, con grande facilidad, le quitó la vida, y ellos espantados de su ferocidad, huyeron al pueblo, dejando desamparada su choza. Entrándose en ella don Florisel, dijo:

-¡Gracias te doy, poderoso Júpiter, que con tan poco peligro y riesgo me has sacado vencedor de enemigos tan fieros, pues con tu auxilio les quité la vida y he ganado este fuerte castillo para que empecemos a tener algún señorío en España, yo y todos los que de mí vinieren! ¡Esta ha sido hazaña de prez y digna de que viva eterna en las historias!

Los zorros, que estaban con más gana de comer que de escucharle, habiendo visto una banasta de

uvas, acometieron a ella y se dieron un gentil hartazgo, y él, muy gozoso y ufano, les decía:

-Comed, los mis escuderos, a vuestra satisfacción, que esta hacienda es mía, que yo la he ganado por mis puños, para mí y para todos mis leales servidores.

Este consejo les daba, que ellos con gran prontitud le obedecían, y obligado de su ejemplo, le pareció que seria bien tomarle para sí, cebándose en una buena cantidad de cecina y después en algunos panes, porque su cuerpo descomunal no se satisfacía con pequeño plato. El zorro viejo, como astuto, le dijo:

-Bien será, señor don Florisel, pues hemos reposado y comido, que dejemos este lugar peligroso, porque, ¿quién duda que aquellos pastores habrán ido al pueblo, que volverá armado a buscar vuestra muerte y la nuestra? Las temeridades no son hazañas, y es locura y no valor acometer empresas imposibles; la victoria de este día es bastante a haceros glorioso en todo el orbe; contentaos con lo que hoy habéis hecho y dejad algo para el día de mañana, que según está el mundo lleno de peligros y casos inopinados, jamás le faltarán ocasiones al ejercicio de vuestro valor. Sabed...

-¡No quiero saber nada -respondió don Florisel-, que mis dientes nobles solos son bastantes para defenderme de toda esta gavilla de villanos cobardes a quien tú tanto temes! ¿Parécete que será honra de un tan valeroso caballero como yo haber ganado este fuerte castillo por fuerza de armas, y luego, con tan pequeño temor, desamparalle cobardemente? ¡No dice eso con mi real naturaleza y sangre generosa! Ahora, cuando te quería yo hacer castellano de este castillo y tomarte pleito homenaje de que le defenderías con todo tu poder y que morirías antes que entregarle a ninguno de mis enemigos, ¿te muestran tan cobarde? ¡Al fin eres villano y sandio, y si no fuera por el respeto del gran Júpiter, en cuyo nombre te puso debajo de mi amparo, éste fuera el último de tus días, no porque tú seas cobarde, como lo son todos los de tu infame linaje, sino porque has hecho de mi generoso valor el mismo concepto!

Así blasonaba el emperrado caballero don Florisel de Hircania, cuando llegaron todos los del pueblo, unos a caballo, con lanzas Y chuzos, y otros a pie, rodeados de valientes mastines; al grande ruido con que venían solió de la choza, y acometiendo a todos con generoso valor, hizo en ellos grande estrago: mató dos perros y mordió tan fuertemente en la pierna a una yegua, que cayó herida y dio con lo su amo en el suelo. La turba de los villanos espantada de su ferocidad y braveza, volvió las espaldas. Los zorros, que habían estado mirando aquella prodigiosa batalla algo retirados, para usar de la ocasión conforme al suceso, llegaron muy humildes a pedirle perdón por haber confiado tan poco de sus increíbles fuerzas, y le dijeron que ya en su compañía ni a Júpiter tendrían miedo, armado de sus ardientes rayos.

Risueño y desvanecido, el bienaventurado don Florisel les respondió que guardasen la admiración para cosas mayores que verían adelante, y que tuviesen con ellas grande atención, para que siendo testigos fieles de vista, pudiesen después ser coronistas verdaderos de sus victorias y triunfos.

-Porque, sabed -les decía- que yo soy descendiente de aquel generosísimo perro don Alejandro de Grecia, que habiendo muerto, delante de los ojos del invencible emperador Alejandro Macedón, un león fierísimo, quiso, por honrarle, que se llamase su mismo nombre, y le dio por armas un perro grande y feroz y un león muerto a sus pies; mas el vulgo no le llamaba así, sino el valerosísimo y generoso can Mataleones. Según esto, siendo yo descendiente por línea recta de perro macho, ya no podréis admiraros de ninguna de cuantas hazañas hiciere ni intentare.

Así se vanagloriaba, cuando se oyeron unos espantables y fieros bramidos, y dejando la plática salió a buscar lo que podía ser, y en su seguimiento los zorros; caminaron con veloces y diligentes pasos hasta llegar a una espaciosa y bien florida vega, a quien los cristales de un río majestuoso y claro fertilizaban y enriquecían; ésta habían elegido para teatro sangriento dos ferocísimos y gallardos toros que cuerpo a cuerpo se combatían sobre quién había de ser el galán y victorioso amante de la más bella vaca de cuantas pacen la hierba de aquel elegante sitio.

Viéndoles pelear con tanto esfuerzo, el generoso can don Florisel de Hircania -que dijo haber mudado el apellido de Grecia, que tuvieron sus antepasados, porque él solo, sin ninguna ayuda, mató a un tigre llamado don Héctor de Hircania-, viéndoles, pues, herirse tan animosamente, dijo con gran deleite y gozo de su corazón:

-Estos son de los mejores y más virtuosos caballeros que yo he conocido; ésta es batalla honrosa, éste es propio combate de valientes y animosos príncipes, mas con todo eso me toca en ley de caballería saber por qué causa se procuran quitar la vida, porque si es cosa que puede tener medio y componerse, no es razón que se pierdan dos tan buenos y esforzados caballeros.

Así dijo, y poniéndose de por medio les rogó que cesasen las armas y le dijesen la razón por que reñían; mas ellos, que estaban furiosos y soberbios, ofendidos de su pregunta y de que pretendiese con ello embarazarles la batalla, sin responderle palabra le acometieron cada uno por la parte que le tocaba, y le dieron dos malos golpes, que, a no venir tan bien armado, sin duda fuera aquél el último de sus días; mas no quedó sin venganza esta ofensa, porque cerrando con el uno de ellos le arrancó una oreja entera y le trujo rendido al suelo, y volviendo con ligereza sobre el otro le mordió en una pierna, tan fuertemente que se la cortó y le dejó desjarretado. Ya a este tiempo venían dos vaqueros a caballo en busca de aquellos toros, que siendo hombres animosos y arriscados, aunque tenían noticia de la ferocidad de aquel gallardo perro, cuya fama estaba ya muy extendida por aquella comarca, a quien el miedo de los villanos con quien tuvo la primera refriega le dio por nombre el hijo del diablo, le procuraron cercar, y el uno le dio una lanzada, con tanta pujanza que le pasó las armas y le hizo una terrible herida; mas él, más veloz y más furioso que el rayo de Júpiter cuando, cayendo en la cumbre del monte, todo lo abrasa con portentoso ruido saltó con velocidad inopinada sobre las ancas de la yegua, y sin que el compañero se atreviese a socorrerle, le hizo pedazos en su presencia; este horror le obligó a que volviese las espaldas, poblando los aires de voces.

No le pudo seguir el valeroso y valiente can, porque se desangraba mucho de la herida, y así, la necesidad le forzó a retirarse a la choza, que él llamaba su castillo, ganado por fuerza de armas, y allí se curó luego con un bálsamo muy precioso que traía guardado en una redoma pequeña, que se la dio para estos trances el perro sabio de Macedonia llamado Albumasar, ilustre en las artes mágicas.

Miraban y admiraban tan prodigiosos sucesos los zorros, pero al fin, como prudentes, reconocían que de tan ilustre y generoso valor habla de ser fiscal civil y aleve la envidiosa Fortuna, de cuyas mudanzas ciegas y torpes insultos justamente se recelaran.

Llegó la noche con tan lucido ejército de estrenas, tan bien acompañada, tan festiva y tan luciente, que a no considerar el sol que todas aquellas luces cuanto más gloriosas tanto más eran mendigadas de la suya, pudiera retirarse con vergüenza y corrimiento. Salió la luna, tan enana, tan pigmea, que viendo que las estrellas la daban vaya y la decían que era una menguada y otros oprobios de esta calidad y aun más ínfimos, se retiró muy presto.

Cenaron don Florisel de Grecia y sus escuderos zorristas, él las reliquias que había dejado de la cecina, y ellos de las uvas. Don Florisel, como aquel que estaba cansado de la batalla precedente, se entregó a la dulce paz del sueño blando. El zorrazo padre, que había envejecido en ingeniosos engaños y astucias aleves, sacando papel, pluma y tinta, de que siempre andaba prevenido, escribió estas breves cuanto eficaces razones:

Al muy noble y muy esforzado can don Florisel de Hircania y Grecia, el más anciano de los zorros cordobeses y el más antiguo senador de aquella tan poderosa cuanto prudente República. Salud:

«Las hazañas de tu valor han sido superiores a las fuerzas de mi imaginación y concepto. Tal eres, tan magnánimo digo, que excediste los bríos y ardimientos supremos de la naturaleza, dando sospecha a los envidiosos que te vales de artes reprobadas y de socorros prohibidos. Si hubieras querido juntar tu valor con mi consejo, ¿quién tuviera fuerzas bastantes contra Aquiles y Ulises? ¡Oh temeridad, digna de llanto! Ella, después de tantos gloriosos triunfos y hazañas, te dará ignominiosa y miserable muerte.»

«EL ULISES DE LOS ZORROS.»

Cerró la carta, y poniéndosela a la cabecera a don Florisel de Hircania, huyó de aquel lugar acompañado de su hijuelo, con tanta prisa y diligencia como lo deben hacer todos aquellos que han previsto, algún grave daño, alguna desdicha casi inevitable. Así caminaron, abreviando distancias y excusando peligros, hasta que el Aurora, tan bien acondicionada como liberal, salió vertiendo risas y perlas.

Ya entonces don Florisel había despertado, lleno de ansia, furor y congojas, porque se le representó en sueños una visión triste y lamentable; parecióle que veía a su muy querida y amada esposa dolía Roduana -que la dejó en su patria de tiernos años dotada de incomparable hermosura- vestida de luto, haciendo grande llanto por su muerte; mas luego, restituyéndose a su antiguo valor, burló del sueño y le sacudió de sus hombros con ira y desprecio. Abrió la carta, y aunque las razones le parecieron eficaces, también su arrogante temeridad las puso en olvido.

Quiso salir de la choza que él llamaba castillo inexpugnable, y tropezó dos veces, cayendo la última; cuando se puso a la puerta oyó cantar sobre una robusta encina una corneja infausta, y luego, viendo pasar un lobo negro a la mano izquierda, corrió en su seguimiento y no pudo alcanzarle.

Retiróse con esto bien imaginativo y suspenso, recelando algún grave y preciso daño; mas como oyese un horrible estruendo causado de diferentes y confusas voces, como su corazón era magnánimo y generoso, acudió luego a buscar la causa, y viendo una grande cuadrilla de villanos a caballo que venían en su busca, como desesperado y precito a su muerte fatal, los acometió gallardo, y ellos, astutos y cautelosos, volvieron luego las espaldas. No se contentó de este triunfo don Florisel, y prosiguió el alcance. ¡Oh loco empeño! ¿Dónde vas furioso, dónde inadvertido?

Corrían, pues, ellos y torcían el camino por diferentes partes con traidoras vueltas, y él nunca se rendía ni al cansancio ni al desengaño, hasta que le llevaron donde le tenían armado un lazo cauteloso, y fue tal, que cayendo en él quedó tan rendido y preso que apenas podía moverse; entonces, aquella villana gavilla de toscos y rudos jayanes, aquella que sólo a una voz suya temblaba y perdía el ánimo y las fuerzas, cargándole de tantas heridas como injurias -que los villanos, aunque muchas veces ejercitan sin la mano la lengua, jamás sin la lengua la mano-, le dieron tantos golpes que le dejaron, si no muerto, tan vecino a la postrer hora, que ellos se dieron por satisfechos, y como si hubieran conseguido una grande y singular victoria se volvieron a su pueblo alegres.

Con fuertes angustias y gemidos se revolcaba en su sangre el mal aconsejado cuanto infeliz caballero, y con una voz tan lastimosa como aquella que nacía del corazón, repetía estos sentimientos:


    -¿Dónde estás, Reduana mía,
que no te duele mi mal?
O no lo sabes, señora,
o eres falsa y desleal.
De mis pequeñas heridas
compasión solías tomar,
y agora de las mortales
no tienes ningún pesar.

Con estas emperradas lamentaciones se quejaba el dentudo caballero don Florisel de Hircania, admirable ejemplo de la Fortuna.

Este fin tan indigno tuvo aquel que fue la honra. Prez y blasón de toda la canicular milicia; mas antes que expirase llegaron los zorros, que habiendo volado las nuevas del caso atroz, les pareció que toda la tierra estaría segura, porque los villanos quedarían satisfechos con descargar en él todo el golpe de su ira. Habláronle con sentimiento, y no fingido, porque la virtud de los grandes ánimos engendra amor aun en los corazones viles El les pidió, ya con las postreras ansias -¡oh gran fineza!-, que le sacasen en muriendo el corazón y se lo enviasen a su muy querida doña Reduana, y que pusiesen este breve epitafio sobre su sepulcro:


    -Yace aquí don Florisel,
mata tigres y leones;
murió a manos de villanos
cobardes, como traidores.

Estas fueron ms últimas palabras, y afirman los más fieles cronistas de esta historia que quedó después de muerto tan espantable y fiero, que apenas puede comprender la imaginación más alentada, sin gran miedo, idea tan horrible.

Admirábase el zorro joven de ver tan cumplido el pronóstico de su padre, y venerábale como se debía a quien era la cumbre de la sabiduría zorrera. Discurrieran los dos con brevedad sobre el caso, y haciendo entretenido y socarrón juego de las mandas y legados de su testamento, no quisieron sacarle el corazón por no enviarle tan sangriento presente a doña Reduana, y el epitafio se le conmutaron en éste:


    «Aquí yace, pasajero,
quien la muerte se buscó;
vivió valiente y murió
muy valiente majadero.»

Tales fueron las exequias, éste el funeral ridículo que se hizo por aquel esforzado bruto, que los zorros no pudieron dejar de volverse a su depravada naturaleza.

Huyeron, pues, de aquel sitio con grande prisa, recelosos de que volviesen los vengativos villanos, y caminaron a largas jomadas hasta que llegaron a un lugar rico y populoso; amparados de las tinieblas, capa común de las torpezas y delitos, entráronse en una casa principal que confinaba con un hermoso y abundante soto de conejos, porque la casa era palacio y el soto recreación del dueño de aquel ilustre pueblo.

Ya ellos habían saludado antes al soto y tomado en él su refresco con la sangre inocente de sus vecinos, principalmente de aquellos que estaban más seguros y descuidados. Fueron por él discurriendo, y cuando creyeron que saltan por un portillo, hallaron que éste era entrada al espacioso palacio, y como su jomada se fundaba en un solo deseo curioso de saber más cada día, se determinaron a pasar allí la noche y reconocer con el amparo de sus sombras aquello que por más notable fuese más digno de encomendarse a la memoria.

Retiráronse a una parte oscura hasta que la casa se recogiese, porque es fuerza que tema a todos quien a todos ofende; por no desaprovechar aquel tiempo, le dieron al sueño para hallarse libres de su cárcel cuando los demás entrasen en ella; tal es la costumbre de los que mal viven: alterar el estilo común y pervertir toda la orden de la naturaleza.

Corrió veloz la noche, recogióse la familia, y con esta seguridad empezaron a discurrir por la casa; y llegando a un patio grande y de magnífico edificio, vieron que junto a un poste, donde con fuertes cadenas estaba atado, dormía un generoso león que el señor del palacio tenía por ostentación y grandeza; con verle atado con dobladas prisiones, las de la naturaleza y las del arte, que las primeras se las puso el sueño y las segundas la industria de los hombres, fue tanto el horror que recibieron, que ni el pasar adelante ni el volver atrás estuvo en su elección; mas templándose aquel violento asombro de la primera vista, hizo el miedo, lugar al discurso, que empezó a despreciar lo que antes habla temido, porque siempre los viles, cuando se hallan con fuerzas inferiores, son pusilánimes, y cuando con ventajas conocidas, insolentísimos.

Así se verificó en éstos, pues al que antes habían deseado que jamás despertara le hicieron después ruido para que despertase: corrieron por el patio, y con el movimiento de algunas piedras le descalabraron el sueño; despertó aquella generosa bestia, que también hay bestias generosas, o por decirlo más claro, generosos que son bestias; levantó la cabeza, y sin hacer caso de los burladores se volvió a dormir; pero duróle poco tiempo, porque como le habían divertido la jomada del sueño, no pudo hallar otra vez la perdida senda.

Viéndose ya despierto y con necesidad de entretenimiento, mandó a los zorros que se llegasen cerca; mas ellos, como astutos, respondieron que por respeto a su persona real estaban un poco apartados, y así, que desde allí les mandase lo que fuere servido; entonces le preguntó al zorro viejo de dónde era natural, y como le respondiese que de los campos de Córdoba, meneando la cabeza, dijo:

-¿Cordobesito sois, y zorro? Por mi fe, que no sois bobo.

Rióse entonces el zorrazo, y replicándole, preguntó en qué se fundaba, a quien él satisfizo con esta respuesta:

-La constelación de Córdoba es ingeniosísima, como se ha verificado en tantos varones doctos y sabios, y si respectivamente hace el mismo efecto con los animales, siendo vos zorro y nacido debajo de tan ilustre constelación, ¿quién duda que seréis sapientísimo? Por eso os querría hacer ahora mi oráculo y que me desataseis algunas cuestiones no fáciles, aunque tampoco imposibles; decidme: ¿cómo no produce España leones?

Aquí se rió el zorrazo vicio con desmesurada insolencia, y volviéndose al hijo le mandó que con brevedad y desenvoltura concluyese aquella cuestión; entonces el zorrillo bachiller, dando de mano y haciendo con el semblante muchas acciones y gestos de presumido, le respondió así:

-Nada produce tanto España como leones, porque cualquiera hombre que vieres en esta región, aun los de más baja y vil naturaleza, es un león valentísimo; de aquí se sigue, y fue providencia de Júpiter, que donde los hombres son leones no es bien que haya leones, pues es cosa cierta que no se pudieran sufrir los unos a los otros. Bien lo experimentáis en el África, pues en las partes de ella donde hay castellanos y portugueses, os matan a lanzadas y os traen después arrastrando como vil despojo, y de aquello que hizo Hércules tanta vanidad, que fue vestirse la piel del león a quien dio muerte, ellos hacen ridículo desprecio, pues entregándosela a los muchachos para que jueguen en ella, los enseñan a perderles el miedo; por esta causa debes juzgar tu suerte no por infeliz, sino por bienaventurada, pues mayor dicha es ser prisionero de un caballero español, verdaderamente león fortísimo, que tener corona y cetro entre los brutos de África. Bien te debías contentar y aun desvanecer de que los reyes de esta admirable monarquía te lleven en sus armas, intitulándose con tu nombre una de las más ilustres ciudades de este imperio. Obedece gustoso a quien te rige y haz de esta prisión vanidad honrosa; demás de que los animales de esta provincia, que reconocemos por rey al oso -tan dulce que se anda siempre entre panales y colmenas-, acostumbrados a la mansedumbre de majestad tan noble, no pudiéramos sufrir tu dominio, tan tirano como sangriento. Recibe este saludable consejo y quédate con Júpiter, porque se nos hace tiempo de proseguir nuestra jomada.

Admirado quedó el zorrazo viejo de oír la desvergonzada elocuencia de su hijuelo, porque aunque todo lo que dijo le pareció puesto en razón y justicia, el término fue muy insolente; mas tanto más cierta señal vio en él de que era su verdadero hijo, cuanto mayor fue la insolencia.

Al fin huyeron los dos con determinados pasos de aquel palacio, al tiempo que el cielo estaba no con dolores, sino con excesivos gozos que le causaba el lucido parto de la Aurora; parecía que aquel padre universal se hallaba sumamente satisfecho con el nacimiento de tan hermosa hija, cuya admirable belleza se hacia más amable por la prodigalidad con que derramaba perlas, costumbre contraria a la de todas las demás hermosas, pues todas las piden y ninguna las da.

Fue creciendo el día, y apenas salió el sol de pañales, cuando cobró tanta fuerza que parecía un sol muy hombre; padecieron cansancio y sed, armas que suelen rendir al sufrimiento más robusto; mas después de algunas horas, cuando ya la fatiga había excedido las fuerzas de su paciencia, llegaron al florido descanso de la ribera de un río ameno, tan ceñido de árboles frondosos, que daban la sombra muy barata a cualquier caluroso pasajero. Aquí se repararon de todos sus daños: el agua fue el alivio de su sed, la sombra de su calor y el suelo de su cansancio.

Así estuvieron algún espacio breve hasta que vieron pasar un perro y un caballo, que a poca distancia se detuvieron y sentaron, y dijo el perro:

-Espántome de que hayamos sido los primeros que hemos llegado a la Academia, porque el tordo suele ser siempre el más prevenido.

Apenas le nombraron cuando bajó de un árbol y tomó lugar enfrente de ellos; apareciéronse después un águila, un ruiseñor y un tórtola, que se pusieron en la misma acera donde el tordo había elegido asiento, acompañando al caballo y perro un mono y un gato, con que vinieron a ser los académicos ocho, cuatro volátiles y cuatro terrestres.

Sus condiciones y talentos fueron diversos: el tordo era un mal gramático pedante, hablador importuno y muy preciado de retórico, siendo más verboso que elocuente; el caballo, muy presumido de su nobleza y generosidad, quería que el saber consistiese no en haber estudiado más ni en tener más ingenio que los otros, sino en haber nacido mejor que ellos; hablaba con grande presunción, escuchábase él mismo y compraba su aplauso con dádivas y caricias; el perro era un poeta muy envidioso, fisgaba siempre de los escritos ajenos y, como si fueran huesos, los roía y despedazaba; esta mala condición le granjeó muchos enemigos, que le llamaban por mal nombre el poeta Fisgarroa compuesto de sus dos depravadas costumbres: fisgar y roer; el gato sazonaba la risa de la Academia por su desvergüenza y audacia, porque los más de sus trabajos eran hurtados de los ingenios que estaban presentes y les quería vender por suya la misma hacienda que les había robado; el mono se preciaba de escribir muy bien asuntos graciosos, pero la verdad era que el donaire de sus versos no estaba tanto en ellos como en los gestos, visajes y peregrinas acciones con que él los recitaba; el ruiseñor, dulcísimo poeta lírico, escribía y pintaba con grande eminencia la gala y bizarría de las florestas, y los efectos, burlas y trofeos de aquel dios que -porque aun las aves no se le huyesen- quiso tener alas; el águila se coronaba entre los poetas heroicos, cantando con voz de hierro a Marte; la tórtola, con sus elegías y endechas enternecía los robles en los montes, y los escollos en las aguas.

Concurrió gran número de oyentes de diversos animales, y entre ellos los caballos ocuparon los lugares más nobles, porque ellos decían ser animales generosísimos, pues trataban las armas y ejercitaban la guerra, autora de nuevas monarquías y disipadora de antiguos imperios. Entre tanto número también entraron los zorros, que supieron acomodarse, si no en los puestos más honoríficos, en los que eran más a propósito para gozar de la fiesta.

Leyéronse varios asuntos, y entre ellos, el mono, sirviéndose de una musa juglar y bufona, entretuvo al auditorio; leyó una sátira contra los sastres, con tantas acciones, visajes y meneos, que ya parecía que cortaba, ya que cosía. Afrentóse el gato, porque dijo que tenla debajo de su protección a los oficiales de la aguja y el dedal; llamóle chocarrero, truhán y quitapelillos; el mono, sin recibir alteración en su ánimo, con semblante igual, le rechazó la pelota y le dijo:

-Caballero de la uña prodigiosa, por vida mía que te sosiegues y seamos amigos, que si yo y los míos somos quitapelillos, tú y los tuyos sois quitabolsones.

Rieron todos la gracia con carcajadas tan descomunales, que parecía que se anegaba en risa la Academia, y temieron muchos naufragar en las ondas de tan inopinado deleite. Corrióse el gato y quiso rascarle el rostro con una manotada gatesca; mas el caballo, que aquel día era presidente de la Academia, dio en la tierra y en el aire manotadas y relinchos tan espantosos, que juntándose a esto el argentar con plateada espuma -porque en aquellos siglos no corría la moneda vellosa o vellida, antes era ley entre los animales que sólo hubiese vellón en los carneros- fue causa de que se sosegase aquella mayadora pendencia, porque levantando la campanilla y diciéndole: «¡Zape, aquí!», le hizo al gato envainar las uñas y al mono le enfrió tanto las gracias que tiritaba de frío, y el que antes había sido un mes de mayo alegre y festejador ya parecía un horrible y tirano diciembre.

Con esto mudó la Academia de semblante, tan pacífica y atenta que ella propia se desconocía y admiraba.

Todos leyeron los asuntos que les habían encomendado, que yo no os los refiero por no hacer la narración impertinente y prolija; sólo diré que el águila cesárea, habiendo elegido el lugar último, se granjeó el aplauso primero.

Recitó en prosa, tan elocuente cuanto como inimitable las alabanzas de aquel hermoso monarca de los planetas, a quien toda la familia luciente de las estrellas obedece y sirve, y de quien ellas reciben dorados gajes de una luz tan continua cuanto admirable; significó sus utilidades, tan generosas cuanto comunes con la naturaleza, y tan necesarias cuanto comunes y generosas; parecía que le habla numerado sus pasos y sus efectos, y que con su pluma se había paseado con él por los alcázares invencibles de los signos celestes, porque cuando le mostró en el Aries coronando la tierra de flores y de esperanzas, llenó los ánimos de los oyentes de una pompa tan amena, de una majestad tan florida, que se creyeron poseedores perpetuos de aquella hermosura fugitiva de las rosas, que nace arrogante con el alba y muere desconfiada con la noche.

¡Oh musas fértiles, este es el más seguro empleo de vuestra riqueza! ¡Decid, con la misma elegancia que la distes cuando la vistes mejorada en sus labios y en sus acciones; declarad vosotras, pues lo sabéis, tan sagrados secretos, y enriqueced la tierra con tan ingeniosa hermosura! ¿Vosotras no oísteis con cuánta valentía -no sin gracia y dulzura eminente- peregrinó por las demás edades del año? Bien sabéis que, en igual eminencia con Apolo, flechó rayos y luces desde el ardiente signo del León dorado; mas cuanto más fue afectuosa esta pintura, tanto más breve, por excusar la molestia que Causaban aquellos fuegos aun imaginados y referidos. ¡Con cuánta velocidad, con cuánto arte este docto magistrado de la Retórica se desapareció de este asiento! ¡Apenas la imaginación lo alcanza, aunque lo admira!

Presentóse en el signo de Libra, donde, habiéndose hecho tributario de alegres frutos, mandó que corriesen los aires risueños y templados y vivificó de nuevo la tierra; en sus palabras se vieron las selvas verdes, los árboles cargados de frutas, tan verdaderos en aquella apariencia, tan bien retratados en el pincel de aquella lengua, que hubo ojos tan dulcemente engañados que intentaron tocarlos con la mano y despojarlos de su hermosura y riqueza, como sucede al que se deleita y engaña con la deleitosa representación afectuosa del sueño; mas apenas, prosiguiendo con la artificiosa oración, tocó los umbrales del armado y horrible Sagitario, cuando, refiriendo aquella caduca edad del año y los últimos suspiros en que desfallecía su vida breve, tanto mudó los ánimos de los presentes, que le celebraron las exequias con lágrimas y admiraciones.

Mas aquella ave imperial, no contenta con haber avergonzado tantos triunfos con su prodigiosa elegancia, sembró par toda aquella obra admirable tanta doctrina moral, tantos preceptos filosóficos, que los aplausos de su erudición y elocuencia corrieron iguales.

Dióse con esto a la Academia de aquel día dichoso y alegre fin, porque les pareció que aquel coronado ingenio había excedido los limitados términos de la sabiduría de los mortales, tanto más breve cuanto más presumida; mas cuando todos salían devotos y rendidos a las alabanzas de tan glorioso ingenio, el envidioso perro, con malicia y atrevimiento, empezó a morder y despedazar aquella obra libre de todo error, purísima y ajena de manchas y sombras; cercáronle muchos para oírle, y entre ellos los caballos, tan idiotas como desvanecidos, pues en nada mostraron ser más ignorantes que en confesar defectos y errores en aquello mismo a quien habían celebrado con peregrinos hipérboles.

Estaba el zorrillo como admirado y fuera de sí oyendo esta perjudicial plática, pareciéndole que el perro debía de ser muy sabio, mas viéndole el padre, le tiró del brazo y le ausentó de esta peligrosa conversación, diciéndole:

-Hijo, date prisa, huye veloz de esta peste de los ingenios.

Y retirándole a larga distancia, prosiguió:

-Aquel perro ladrador, a quien con tanta atención te rendías atento, no tiene más sabiduría que una malvada insolencia; su librería es su desvergüenza; en ella aprende injurias y blasfemias que opone a los verdaderos doctos y virtuosos; óyenle aquellos caballos tan rudos como satisfechos, y paréceles que debe de ser grande ingenio el que halla defectos que oponer a las obras de los ingenios grandes, sin tener ellos discurso para examinar si los defectos son aparentes o si caen sobre verdadero fundamento; antes bien, como nuestra naturaleza es siempre inclinada al mal, se hacen de parte de la malicia y se enamoran tanto de la emulación pérfida, que cuando algunos doctos bien intencionados los alumbran con el desengaño para volverlos al conocimiento de la verdad, pertinaces y obstinados en su error, se abrazan con su ignorancia, y aunque llegan a conocerlo con el alma, se les hace difícil y aun imposible el confesarlo con la boca; así queda el idiota maldiciente venerado y aplaudido, y el digno y virtuoso despreciado de esta canalla; mas la gloria de este perro ladrador es breve y fugitiva, porque, siendo el enemigo común de los doctos, es fuerza que armándose todos contra él hagan públicas al mundo sus ignorancias, y entonces quedará ridículo y abatido, hecho igual juego y entretenimiento de sabios y de ignorantes. ¿Piensas tú que aquella princesa de las aves, aquella que mira más con deleite que con miedo los sagrados rayos de Apolo, se turba o inquieta en su ánimo generoso cuando oye los ladridos de estos perros que muerden con rabioso coraje? Si tal imaginas vanamente, recibes engaño, porque, descansada en dulce y blando sosiego, se burla de sus ignorancias y delirios; los ruiseñores dulces la aplauden y veneran; éstos la siguen y procuran imitar su generoso estilo, aunque ninguno lo consigue, porque la alteza y majestad de su elocuencia tan alta se remonta como su vuelo. La hermosura, la valentía, el decoro y ornato de nuestro lenguaje español, a ella se le debemos, a ella ingenuamente se le reconocemos y confesamos. Advertido quedarás con esto de las cautelas de los que se fingen y mienten doctos, siendo ingenuos ignorantísimos y vulgares.

Así le amonestaba, así le persuadía, cuando viendo que la noche se hacía más vecina y comunicable de lo que él quisiera, le mandó alargase el paso para que sus sombras los cogiesen amparados del techo de una venta que a pequeña distancia se descubría.

Llegaron, pues, a ella, y fueron bien recibidos de un gato anciano y venerable que por su mucha experiencia y estudios en aquella arte era reverenciado como maestro y capitán de todos los venteros de aquel distrito y comarca. Tenía la barba larga y las uñas mayores, y era insigne cazador, no de ratones, sino de dineros.

Estaba la venta toda entapizada de risa y gozo, porque la tenla ocupada una compañía de monos representantes, que entre los brutos eran los que con eminencia en este ejercicio se señalaban, por ser los que mejor imitan las acciones de los demás. Habían cenado bien y bebido tan sin avaricia, que hasta aquel día no se vieron monos que ajustasen tanto las obras con el nombre, y con todo este pródigo desorden aún no estaban satisfechos, porque el autor, que era un monazo viejo baldado de cola y breñado de espaldas, así como entraron los zorros los hizo un brindis, y luego cada uno de los compañeros monos fue haciendo lo propio, pareciéndoles punto de reputación bacanal; con esto, cuanto ellos más bien bebían, peor medía el gatazo del ventero; desafiáronse cuerpo a cuerpo el zorrazo viejo y el autor monazo para una batalla vinosa, y había de ser vencedor el que más bebiese sin hacer reverencias con los pies ni inclinaciones con la cabeza, porque aquellas cortesías, en quien ha bebido con intrépida osadía, son señales de estar calamocano.

Tiráronse el uno al otro muchas estocadas de vino sin que ninguno hiciese reparo; tuvieron envidia los mirones y quisieron entrar a la parte de aquella dulce refriega; pusiéronse en pie, pidieron armas, y empuñando cada uno su copa, bebieron no solamente las bocas, sino las barbas y los vestidos; rodó el vino por el suelo y rodaron ellos sobre el vino, y arrojando todos lumbre de los ojos nunca estuvieron más desalumbrados. Empezaron a cocarse y a morderse, y hubo de meter el gato las uñas.

No estaban los zorros tan cargados, porque como los monos habían ya bebido de antemano en la cena, cayeron con mucha facilidad en tierra, tan juntos los unos con los otros, que le decía el zorrazo viejo -que aun se conservaba en su juicio- al gatazo del ventero:

-¿Por cuánto me venderéis este racimo de uvas? Ya desde hoy vuestra casa no se llame venta, sino bodega, porque cada uno de éstos es una gentil cuba.

Esto lo repetía con grande gozo, porque como él era tan malo, siempre se deleitaba del daño ajeno, mas no tanto que se acomodase a la depravada resolución del ventero gatuno; éste le consultó que, pues aquellos monos cómicos o cómicos amonados tenían tan arropado el juicio con el arrope del vino, que sería bien rondarles las faltriqueras y quitarles las armas de cualquier moneda, armas tan respetadas en todo el mundo, y que luego los podrían sacar al campo, y que dejándolos puestos en el camino quedaría el delito descaminado, pues la culpa cargaría sobre los pasajeros.

-Y cuando suceda de otra suerte -decía risueño- y nos pongan en manos de quien nos haga salir amapolas en las espaldas, a mí no me da cuidado, porque yo no las tengo vírgenes; ya me ha sucedido sacudirme de medio a medio en ellas el sol y el ministro de la suela doblada; curtida tengo esta carne en trabajos, que soy gato de bien y de los que mejor han sabido gatear la tierra; no penséis que ha sido sola una vez la que me han abotonado los jubones a traición; tres he recibido en diferentes tiempos, y sin pedirlos, que fue mayor liberalidad del que me los daba, y soy tan amigo de recibir y tan opuesto al dar, que aun de tan malas dádivas no me ofendo. Ello es menester que sepamos para qué tanto somos; yo me alegro de haber hecho experiencia de que tengo espaldas de piedra, porque de la misma suerte se rozaban las pencas en ellas como si dieran en un escollo. Esto de azoticos, para los que tenemos buenos hígados, es fruta y no de poco regalo, porque ¿quién duda que está bien sazonada y madura, pues viene tan colorada? Sabed que yo he sido de aquellos a quien jamás les ha salido la vergüenza a la cara, y por eso muchos han tenido cuidado de sacármela a las espaldas. ¿Paréceos que es poco privilegio nacerle a uno rosas debajo del colodrillo? Diréis que éstas pican cuando nacen, y yo os diré que todas las rosas pican, porque vienen cercadas de espinas. Todas las veces que yo. he salido a este lucido paseo, de tal modo se me han coloreado las espaldas, que parecía que se había trasladado a ellas el no-as de mayo; y si el morir altamente es un fin tan deseado de los valerosos, ¿quién más altamente muere que los que acaban levantados dos varas del suelo?

Cuando el que llega a este paso se gobierna con buen ánimo y gallardía, es grande el aplauso que le hacen los mirones de buen gusto, porque el hacer cabriolas en el aire al son de las campanillas es para pocos y de los muy pocos. ¿Qué os parece, compadre? Respondedme y no perdamos tiempo.

Hasta aquí dijo, y el zorro, que no quería precipitarse a peligro tan grande, porque todas sus maldades las ejecutaba con seguridad y sin riesgo, estaba resuelto a no ser compañero de aquel delito; pero, por otra parte, consideraba que, habiéndose ya declarado con él y estando en su misma casa y entre los suyos, si le contradecía en su resolución se podría vengar en su vida. En medio de tan grave confusión, le ocurrió esta ingeniosa fuga, y dijo vuelto a su hijuelo:

-¿Pensarás, simplecillo, que el señor huésped habla de veras? Si lo imaginas padeces engaño, porque en el gracejo de su lenguaje se conoce bien que sólo pretende con estas burlas hacer menos pesada la noche. Es su merced un gato montés y montañés muy hijodalgo, y sé yo que por ningún caso acometerá semejantes bajezas. ¡Por Júpiter, que le he oído con gran gusto, porque su boca es un salero de chistes y agudezas ingeniosísimas!

-¡Bueno está -dijo el ventero-, vos no tendréis parte en este despojo!

Y abriendo la puerta y saliéndose al campo, empezó a silbar tan recio, que pareció que había sido algunos años mosquetero, infame, de aquellos que silbaban las comedias de los ingenios virtuosos.

Bien conoció el zorro que con aquella seña llamaba a unos gatos salteadores, que en un monte que de allí estaba vecino despojaban a los pasajeros de la hacienda y de la vida, y que habían de empezar por la suya, porque era forzoso temer que el que no quería ser cómplice de su maldad sería el pregonero de ella; mas como siempre los sutiles ingenios de las mayores necesidades salen con mayor gallardía, le ocurrió luego un remedio sutil: llamó al hijuelo, y, entrándose en la cocina, donde había visto mucha cantidad de gavillas de sarmientos puestas unas sobre otras, de modo que casi confinaban con el techo, que era de paja, las pegó fuego, y cuando ya le pareció que ardía con buen coraje, se fueron padre y hijo al corral, y saltando por las tapias y apretando la carrera, se salieron del camino y se escondieron entre unos árboles para ver el fin y estrago de aquel insolente albergue de rameras y ladrones. El fuego, que le había dado materia muy a propósito en que cebarse, no lo tomó de burlas, y más porque había venido a darle la mano un airecillo socarrón, que soplaba tan aprisa que le pudieran dar sin examen el título de corchete; fuese descollando la llama y haciéndose tan bien dispuesta que parecía un gigante de fuego, tan ambicioso que se pudiera presumir que procuraba juntarse con la esfera de su elemento.

Volvió el rostro el gatazo hospedador, y viendo que los del monte no le acudían y juntamente aquel daño que tan lejos de su imaginación estuvo, acudió a pedir piedad a los mismos con quien, había querido ser tan cruel; procuró despertar a los monos, que ya hablan gastado con el sueño alguna parte del vino; abrieron los ojos, y viendo aquel negocia en mal estado, lo primero que hicieron fue sacar su hato a la campaña y lo acomodaron en sus espaldas, porque era tan poco su caudal que pudieran decir lo que aquel bien barbado filósofo: «Todos mis bienes llevo consigo».

Exclamaba el gatazo, y decía:

-¡Agua, agua!

Apenas oyeron nombrar a su enemiga los monos, cuando creyendo que ya la tenían encima huyeron a largos pasos, aprovechándose de su natural ligereza. Dos gatos sirvientes que despertaron a las voces de su amo, cercados del humo y de la llama, no pudieron hallar salida sino por las mismas tapias del corral por donde la tuvieron los zorros; llenos de confusión y espanto, acudieron a la parte donde su amo daba las voces, que les pidió socorro y consejo en aquella desdicha; mas considerando tan apoderado a Vulcano de aquella oficina de torpezas y latrocinios, no se atrevieron a hacerle resistencia. Admirábanse de ver un cojo tan ligero, y aun se quejaban de que, siendo aquella casa abrigo de ladrones, la consumiese el que fue padre de Caco, maestro, capitán y cabeza de cuantos ha tenido el mundo. Quejábanse de que su consorte Venus no le hubiese divertido de aquel intento, pues allí tenían también refugio sus mejores discípulos. Tales fueron sus discursos satíricos y tacaños, que no bastaron a excusar que la venta no se hiciese toda ceniza y polvareda; las tapias solas del corral fueron las que se reservaron libres de aquella injuria.

Mas vuélvome a los zorros, que son los héroes principales de nuestro poema. Estos, que estaban escondidos, como queda dicho, en parte de donde podían ver todo el suceso, así como salieron los monos les ocurrieron al camino y dieron parte del grande peligro en que habían estado sus vidas y haciendas, y que para librarlos de aquella engatada traición se había dado aquella traza, que para ellos había sido con extremo graciosa, pues por lo menos nadie podría llamarla con verdad fría a la que fue con tanto extremo caliente.

Ofreciéronseles a ayudarles a llevar el hato, y ellos, corteses, agradeciendo el pasado beneficio, no quisieron entrar en nueva obligación, y la verdad es que como los zorros tenían en todo el mundo, por su depravada naturaleza, ganada tan mala opinión, creyeron que los engañaban y que con aquella cautela pretendían robarles.

Caminaron juntos las horas que restaban de la noche, mas así como el alba, portera de la luz, revolvió sobre sus dorados quicios las grandes y lucientes puertas del alcázar del sol, se despidió aquella compañía monaza de los zorros, de quien iba sospechosa y poco segura, después de haberles dado de almorzar muy bien a su costa en el primer pueblo adonde llegaron, procurando con esto encubrir su recelo y enviarlos menos mal contentos.

Despidiéronse al salir del lugar, y los zorros siguieron el camino de un monte, venerable por su alteza y precioso por su singular y peregrina hermosura, vestido de tanta variedad de plantas y coronado de tanta riqueza de plateadas fuentes, que quien una vez en él entraba, con dificultad Y violencia se despedía de tan amena habitación. Hallaron congregados y unidos a los más nobles árboles de España, que aquel día coronaban al nuevo laurel recién heredado en el imperio de aquella amena y floreciente monarquía, cuya gala, cuya hermosura y alteza admiraba los ojos y disponía los ánimos a su veneración y los ingenios a su alabanza. Trataban entre ellos y conferían con voluntad de su mismo príncipe, quién de ellos sería a propósito para ayudarle en tan grave peso; salió el álamo y con grande confianza se propuso para empresa tan difícil, mas fuéle respondido que se hallaban muchos inconvenientes, y revelaron las razones en este modo:

-Que era un árbol muy desvanecido y presuntuoso, tan preciado de su caduca belleza, que se estaba siempre contemplando en los espejos de los ríos, pasando toda la vida en ocioso deleite, lisonjeado de los ruiseñores y de las aguas, arrogante por el aparato, y tan útil que siendo todo hojas para juego y travesura del viento no daba fruto.

Atrevióse con esto la hiedra, a quien le dieron la respuesta más áspera: llamáronla símbolo de la ambición y del estrago; de la ambición, porque empezando a trepar desde el pie de una muralla, subía abrazada a ella más alta que su misma cumbre, de suerte que la deuda de haberla ayudado a crecer la pagaba con el atrevimiento de crecer más que quien la habla ayudado, tiranía y soberbia aborrecible; del estrago, porque todas aquellas plantas a quien se arrimaba las iba gastando y consumiendo poco a poco.

Despidiéronla con este mal despacho, y llegó en su lugar la encina; miráronla con gran ceño y dijéronla que era muy áspera y dura y que daba el fruto no cortés y liberal, sino violentada y oprimida, condiciones indignas del ministro superior de un grande monarca; fuése a levantar el nogal, y ordenáronle que no lo hiciese, porque su sombra era dañosa, y la de los grandes príncipes ha de ser útil y saludable; acudieron el ciprés, el avellano y el naranjo, y al primero se le respondió:

-Que era el más indigno de los árboles para aquel lugar, porque ni daba sombra ni fruto, y su vista era triste y de tan mal agüero, que sólo miralle pondría a los que fuesen a negociar con él desconfianza de su pretensión.

Al segundo:

-Que, aunque daba fruto, estaba armado y defendido, y era mayor la pena que causaba sacándole que el deleite que daba después cuando se gozaba.

Al tercero, que fue el naranjo, le dijeron:

-Tú eres todo extremos: o muy dulce, o muy agrio; si eres muy dulce, perderánte el respeto; si eres agrio, cobraránte odio; y así, por cualquiera de las dos cualidades no eres bueno para tan supremo lugar.

Con esto llegaron todos, y con su silencio pareció que se juzgaban indignos de tan soberano asiento; mas en medio de esta serenidad tranquila se apareció el prudente moral, y aunque esforzó su parte con buenas razones, no hicieron efecto, advirtiéndole que él era un buen filósofo, mejor para escribir que para gobernar, porque el regimiento de las Repúblicas necesitaba no sólo de preceptos morales, sino de los políticos. Entonces, el propio moral, reconociendo -como aquel que era prudente- inferiores sus fuerzas para peso tan grande, habló con varonil espíritu de esta suerte:

-Yo confieso mi indignidad para tan alto ejercicio, mas no se me ha humillado tanto el ánimo que no presuma que, ya que recusastes mi sujeto, aceptaréis mi consejo. Volved los ojos a la fatigada oliva, y hallaréisla con las mayores cualidades: privilegiada del cielo y venerada de la tierra; su eterno verdor promete siempre esperanza, anima los espíritus y alienta los corazones; ella es la insignia de la paz y un instrumento por quien se pide y por quien se confirma; para el gobierno, ¿quién tan sabia, pues fue enviada al mundo por la doctísima mano de Minerva, maestra de las ciencias y artes? No sólo es hija de la sabiduría, sino fuente caudalosa de erudición y doctrina, porque con la luz que da su nobilísimo fruto estudian y aprenden los que consiguen eminencias en las letras más sublimes, en los estudios más altos; siendo esto así, ella es la luz de las luces de la República. Volved. los ojos a miralla, y hallaréis en ella: contra la tristeza, alegre y festivo verdor, tan constante como alegre; contra la necesidad, regalo y sustento; contra las tinieblas ciegas de la ignorancia, lucidísimos y valientes resplandores.

Tuvieron tanta fuerza estas verdades en los ánimos ilustres de aquel amenísimo y florido pueblo, que con universal aplauso pusieron a la fructuosísima oliva junto al imperial laurel, aunque ella, con modestia y humildad, intentó valerosísima resistencia. Todos los árboles la saludaban, todos la festejaban y bendecían.

Admirados quedaron los huéspedes de tan prudente y bien advertida elección, y así, el padre vuelto a su hijo produjo estas razones:

-Curiosidad honesta, no viciosa, nos desterró voluntariamente del ocio dulce de nuestra querida patria; un feliz deseo, un noble y generoso ardor de aprender y saber más, dando también con la variedad de las cosas gozo y entretenimiento al ánimo. Hoy lo hemos conseguido todo, porque ni el entendimiento puede esperar más segura doctrina ni el gusto mayor deleite. Sea, pues, éste el fin de nuestra peregrinación, y volvámonos a nuestro nativo albergue, mejorados en las costumbres y vencedores de nuestra mal inclinada naturaleza.

Así lo dijo y así lo ejecutaron, sin que en el tiempo que gastaron en restituirse a su patria le sucediese cosa memorable, porque como ya iban enmendados y corregidos, caminaban exentos de la jurisdicción de los hados, que no tienen poder sobre los ánimos modestos y virtuosos.








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