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La pintura de Benjamín Palencia

Ricardo Gullón





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Nuestros lectores tienen ya buena información sobre la primera Exposición Bienal Hispanoamericana de Arte, gracias al excelente panorama trazado para ellos por el ilustre arquitecto y crítico italiano Alberto Sartoris. Conviene ahora, partiendo de esa rápida y comprensiva ojeada, detenerse en alguna de las manifestaciones más importantes del certamen. La primera, subrayada por Sartoris, es la evidencia de que entre los artistas congregados hay un grupo no reducido con personalidad, temperamento y oficio. Las tendencias avanzadas de las artes plásticas tienen, especialmente entre los jóvenes, abundante y selecta representación. La posibilidad de manifestarse libremente, sin otra exigencia que la de alcanzar un determinado nivel técnico, ha estimulado e incitado a concurrir a los mejores de nuestros jóvenes.

El espíritu de invención y aventura aparece en gran número de obras, insuflando al conjunto un aliento que no solía darse en exposiciones de este tipo. Y si en las últimas promociones ese espíritu se manifiesta de modo más tajante, en la generación intermedia también se da de alta en obras compuestas con un deseo de autenticidad que no se resigna a vegetar en el marasmo del conformismo académico. Excelentes ejemplos de ardor creativo nos proporcionan, en ese línea, las obras de Benjamín Palencia -merecidamente distinguido con el gran premio de pintura-, a quien encontramos arribado a fructífera madurez sin haber perdido por eso el brío inicial. Más aún: lo que confiere tan claro valor al esfuerzo de Palencia es precisamente la conciencia de vivir en pleno impulso, de estar situado en un punto de sazón que, siendo magnífico, no puede considerarse definitivo en el sentido de inmutable, sino parte de un itinerario creador cuya significación consiste en buscar sin desfallecimiento el más acordado ajuste entre las intuiciones y la expresión que los revela.

Sí; la plenitud de expresión vibrante en los lienzos recientes de Benjamín Palencia. Y en los lienzos de ayer y en los de otrora, aunque sea hoy cuando su maestría logre grados de perfección. Lienzos figurativos, impregnados por la pasión de trascender lo figurado hasta alcanzar su esencia y de conseguir un estilo donde el material despliegue toda su riqueza, no en pura manifestación de lujo, sino al servicio de una concepción del mundo llena de animación y de colorido.

Paisaje

Benjamín Palencia: «Paisaje»

Pero, entiéndase esto: de un colorido seguro, medido, y si desbordante (como suele decirse) siempre acorde con una expresión que intenta confiarnos visiones sumamente precisas e intuiciones muy netas. Colores limpios, pinceladas ligeras firmemente situadas en la tela, que si de cerca es un delicioso mosaico de varia luz, de lejos tiene la profundidad y el hechizo de las grandes visiones mentales.

Los cuadros de Palencia están compuestos con una tensión apasionada, repletos de contenido emocional. Nada más distinto del paisaje al uso que los creados por su pincel. Son versiones inspiradas de una realidad interior que refleja el mundo inmediato en su quintaesencia, sin menoscabar su belleza, antes realzándola por la exaltación de elementos imaginativos que al recrearla no destruyen, pues parten de intuiciones parcialmente alimentadas por la realidad misma. Palencia desdeña lo convencional, tanto en la realización como en la visión previa. Para él una mata de flores, un monte, un cielo anubarrado, son simples soportes sobre los cuales alzar una construcción ideal basada en el color. Es decir, los elementos utilizados sirven, como quería Kandinsky, para expresar «la vida espiritual del artista».

Sería posible escribir una sucinta crónica de la evolución espiritual de Palencia sin utilizar otra fuente que sus cuadros. Si con frecuencia las imágenes parecen en ellos arbitrarias, es porque son emanaciones líricas desacordes con lo que de él esperaba el espectador incapaz de entenderlas en su originalidad. En cada coyuntura ha pintado según su pasión y su sensibilidad. Y por mantenerse fiel a ese egoísmo, a ese predominio del yo, ahora, cuando podemos ver su obra con cierta perspectiva, entendemos perfectamente las causas de que se desarrollara en esta forma y comprendemos que no hubo contradicción, ni desviación, ni retorno, sino un afán de ponerse en claro y de no falsificarse.

No, no hay contradicción ni retorno. Veamos. Veamos la pintura en sí, la pintura-materia, elemento primero del cuadro; siempre Palencia quiso y supo manejarla como ahora lo hace: con suntuosidad y con gracia, distribuyéndola de tal suerte, que las telas produjeran sensación de superficies telúricas, de campos labrados por asadores suprahumanos. La pasta reviste el aspecto de un producto de la naturaleza, que si suele cuajar con pétrea solidez, no se niega a parecer, según las necesidades expresivas, frágil como la flor.

El color sigue una línea natural de purificación, un impulso ascendente hacia la pureza, hacia lo determinado y neto. Ved sus ocres antiguos, sus rojos de ayer, su limpio coral de ahora o sus amarillos de siempre. No aprendidos en la escuela, ni en el cuadro ejemplar, sino aprehendidos en la categórica tierra castellana, donde todo tiene color definido y limpio. Y hoy como ayer los colores fueron empleados con plena consciencia de su significado, de lo que representa las gradaciones, los matices y contrastes derivados de las distintas tonalidades. La pasta, distribuida como Palencia la emplea, realza la fuerza y la intensidad del color, dándole la exactitud conveniente a la pretensión del artista. Pues nuestro pintor sabe que el color es el medio más seguro de impresionar al contemplador, de comunicarle, con signos poderosos, la inquietud que dio origen al cuadro.

Para diferenciar las distintas «épocas» de la continuidad pictórica de Benjamín Palencia, no sirven, por lo tanto, los fundamentales extremos que se refieren al empleo de la materia y al color. Será preciso recurrir a otros elementos, tal, el aspecto más o menos figurativo de sus telas. Esto sería de suma importancia si en algún momento la intención representativa hubiera tenido relevancia bastante para imprimir carácter a sus obras.

Pero da la casualidad de que no es así, y por eso no estamos ante un caso de los llamados de «retorno» -es decir, de huida frente a la invención, para buscar refugio en la rutina-. Si sus telas de 1931 son francamente no-figurativas y en las de 1951 hallamos representaciones del mundo exterior, el contraste no afecta a la textura del cuadro, a la absoluta libertad con que en uno y otro caso procedió el artista, y a la decidida voluntad de ofrecernos, entonces como ahora, el contenido de su espíritu, la expresión plástica de un mundo interior.

Fotografía

El pintor español Benjamín Palencia, que ha obtenido el Gran Premio de pintura de la Bienal

En 1931 estas concepciones cristalizaron preferentemente en una concentración de signos mágicos, donde, si observarnos con cuidado, hallamos un substratum de realidades conocidas idéntico al de las obras últimas. Besanas de Castilla, surcos abiertos por la reja del arado, masas que son tierra y piedra de nuestros campos, referencias esquemáticas a pájaros y árboles... Como ahora, las materias del orbe cantan en la tela, transfiguradas por su residencia en la imaginación del pintor, que las utiliza siguiendo la necesidad estética del momento, conforme con el designio informante de su trabajo.

Palencia es, con Juan Gris, el pintor que mejor ha captado las tonalidades de la meseta castellana. Y a reflejar esas tonalidades, esas luces, azules, amarillas, rojizas, se encamina su pintura. La forma de estos paisajes nace de las pulsaciones del color y no del claroscuro ni del trazado dibujístico; nace de la exasperación colorista a lo Van Gogh y no de la línea. Pintura pura que en vez de copiar el paisaje lo inventa, como inventa sus habitantes, y por eso pueden ser encarnadas las cabras y amarillas las vacas sin que padezca la armonía del cuadro. Los colores están al servicio del secreto devanar de la mente creadora y la imaginación no se subordina en ningún caso a las precisiones de la realidad, sea verde el toro y azul el buey si de tal suerte el conjunto resulta más expresivo y los contrastes más ricos. Olvide el espectador su lógica de bachiller y escuche en la tela el rumor de una poesía brotada para él, sin pedirla otra coherencia que la exigida por el servicio a la intención del pintor, a una lógica plástica que tiene leyes propias y nunca debe amoldarse a la pedantería de los preceptistas. La arbitrariedad por la arbitrariedad no conduce a ninguna parte, pero el artista recaba el derecho de utilizar los materiales en la forma más apropiada para conseguir obras en consonancia con las intuiciones determinantes de la obra.

El paisaje de Benjamín Palencia no es una copia de la naturaleza, sino la condensación de estados de ánimo suscitados por esa misma naturaleza y por estímulos de otro género. En realidad, Palencia se limita a expresar sus emociones adaptándolas a una estructura que la naturaleza le proporciona. Sus paisajes tienen una temperatura inusual, un latido exaltado y vibrante, una fecunda vitalidad, que por ser expresados con acendrado vigor plástico se apoderan violentamente del espectador y, trastornando su sistema de valores, le obligan a aceptar los establecidos por el pintor.

Pintura rutilante y potente, llena de remansada fuerza, luminosa y rica, creada por un artista cuyo pincel sirve con pasmoso rigor las inspiraciones que lo mueven. Pocas veces la pasión de pintar se ha manifestado con tan fulgurante entrega a los derroches del color, con ritmos tan contundentes, tan atractivos, tan seguros de sí.





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