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«La plasmatoria» (1935) y un Don Juan de Muñoz Seca

Salvador García Castañeda





En otra ocasión me ocupé de Pedro Muñoz Seca y de sus parodias del teatro histórico, basándome para ello en dos obras tan conocidas como La venganza de Don Mendo (1918) y La plasmatoria (1935). Dejando aparte aquellas consideraciones de índole teórica sobre la parodia a que me referí entonces, me ocupo aquí tan sólo de la figura de Don Juan, tal como la interpretó Muñoz Seca en esta última obra1.

Sabido es que hay dos tipos de parodias en el teatro: a) aquellas cuyos aspectos paródicos no se refieren a un texto concreto sino a un determinado modelo teatral, como sucede en La venganza de Don Mendo, y b) las que parodian todos los aspectos formales y de contenido del texto subyacente, como en el caso de La plasmatoria. Muñoz Seca parodió géneros teatrales tan diversos como el andaluz en Trianerías, el detectivesco en Calamar, el drama de Shakespeare en Las hijas del rey Lehar y el calderoniano en Un drama de Calderón. A veces, las obras situadas en el presente evocan en sus títulos otras de sobra conocidas por pertenecer a un repertorio ya clásico, como Las hijas del rey Lehar, que acabo de nombrar, o El teniente Alcalde de Zalamea.

En otras ocasiones situó alguna de estas obras en un pasado convencionalmente histórico, ya fuera en el siglo X en El pendón de Don Fruela o en el XII, en el que tuvo lugar La venganza de Don Mendo. Otra posibilidad es la de traer al presente a un personaje histórico o literario para observar su comportamiento dentro de la sociedad moderna. Y éste sería el caso de aquel Don Juan Tenorio del siglo XVI, redivivo en el XX.

En La plasmatoria utiliza una fórmula que llevó con éxito a la escena en varias ocasiones: halla un pretexto para reunir un grupo heterogéneo de personajes y plantea una situación totalmente absurda que, una vez aceptada, determina el desarrollo de la acción y el comportamiento de los personajes. En todas estas obras hay un actor de carácter que representa al estrafalario personaje causante de tan extraordinaria situación. Ejemplos representativos serían El drama de Adán, en el que un señor muy pusilánime se arruina y ha de suicidarse para que su familia cobre un seguro; Los extremeños se tocan, donde un doctor turco millonario colma de dinero a un pobre hombre que nació el mismo día y hora que él. El turco cree en el «paralelismo», teoría según la cual cada ser humano corre la suerte de ese personaje «paralelo» suyo. Y en ¡Usted es Ortiz! el caradura Amaranto se hace pasar por una reencarnación del difunto Ortiz, riquísimo inventor del Pluvi-Desiderio, una máquina que hace llover a voluntad.

También en La plasmatoria el autor se burla con chistes y disparates propios de la astracanada del espiritismo y de los adelantos tecnológicos, y se da en ella una situación semejante a las anteriores: en un antiguo castillo están reunidos los descendientes de la vieja familia de los Tenorios sevillanos. Inesperadamente, llega Adrion Lavan, «Imperante Dominador en el espacio astral» e inventor de la «plasmatoria», un aparato con el que puede dar vida aparente a los difuntos y hacer que sus ectoplasmas tengan apariencias de realidad. Queda tan agradecido a sus anfitriones que evoca a su antepasado Don Juan Tenorio y luego continúa viaje.

Esta obra podría considerarse como una parodia más del Tenorio y aquí me ocuparé tan sólo de este aspecto, dejando aparte otros muy valiosos. A mi juicio, La plasmatoria destaca por su originalidad y por su gracia y está llena de aciertos felices de gran comicidad. Linda Hutcheon advierte que «toda imitación creativa combina rechazo filial con respeto, del mismo modo que cada parodia rinde homenaje a su manera al texto parodiado». Y aunque a veces la obra parodiada merece serlo por su ridícula hinchazón retórica o por su escasa calidad artística o literaria, lo más frecuente es parodiar obras con éxito como lo fueron las óperas de Wagner. Hutcheon cita que en los ocho meses siguientes a la aparición de L'assommoir vieron la luz quince parodias, entre ellas una del propio Zola2. Este último sería el caso de Muñoz Seca, quien a la vez que pone en solfa la bravuconería y machismo de don Juan rinde homenaje a Zorrilla y hace un guiño afectuoso a don Gregorio Marañón, que estaba entonces en la plenitud de su fama. Y la copiosa intertextualidad de La plasmatoria muestra un detallado conocimiento del texto zorrillesco.

La idea de trasladar de época a un personaje no es nueva ni mucho menos, y así recordaremos a los que al cabo de varios siglos salían de una redoma, o despertaban de un sueño o, a la inversa, retrocedían en el tiempo, como aquel yanqui al que Mark Twain hizo vivir en la corte medieval del Rey Arturo. En esta ocasión, el redivivo Don Juan aparenta ser el de Zorrilla, el único que los españoles de 1935 conocían casi de memoria y el que había eclipsado en España a todos los demás. Muñoz Seca podía contar así con un público especialmente preparado para entender esta parodia e incluso para interpretar sus más ligeros matices.

Contando con ello, manipuló al personaje a distintos niveles. En primer lugar, este Don Juan es un antepasado de los habitantes del castillo, quienes acaban por llamarle «tío» pero tampoco saben más de su vida que lo que contó Zorrilla. Hasta uno de ellos, Bartolo, que es ganadero y el menos intelectual de todos, recita con voz engolada antes de aparecer el evocado fantasma de Don Juan: «Los muertos se han de filtrar por la pared. Adelante».

Pero aunque aparezca con las botas, la espada y el chambergo tradicionales, este Don Juan es un cincuentón de apariencia vulgar que vivió de una manera anodina, muy diversa a la descrita por quienes contribuyeron a difundir su mito. Ignora todo lo sucedido después de su muerte y se indigna al conocer la interpretación que hizo el Dr. Marañón de su sexualidad3. También le irrita la que difundió Zorrilla de su imagen en el Tenorio, obra que no conocía y que lee y comenta indignado en escena. Sigue siendo un personaje anacrónico cuyos valores son los propios de los caballeros del teatro del Siglo de Oro y del Romanticismo y quiere recuperar a cuchilladas el honor que le quitaron aquellos autores.

A lo largo de La plasmatoria, los datos biográficos de este Don Juan redivivo que afirma ser el auténtico se entretejen con los que dio Zorrilla, confirmando algunos y desmintiendo otros. Este paso del nivel de la pretendida realidad (que es la del Don Juan redivivo) al de la ficción (que es la de Zorrilla) es constante y sorprende y divierte a un público que sin duda no había advertido las posibilidades paródicas de tal recurso.

Así, el Don Juan de Muñoz Seca fue hijo del dueño de una funeraria, llamado Don Melquiades, el verdadero nombre de Doña Inés era Doña Ignacia, y el rapto tuvo lugar porque su padre, el Comendador Don Nicéforo de Ordaz, quería casarla con alguien de más rango y más posibles. Resulta paradójico que el temido espadachín hubiera sido un hombre pacífico al que indigna su fama de matón, tan difundida como falsa, y que el mítico seductor no hiciera en su vida más que cuatro «conquistas»:


Pepa Gómez, Paca Pérez,
la Filomena y la Patro.



Sin embargo, el gran amor de su vida fue Lindasora, hija de un artesano moro que les dio la muerte a ambos. Naturalmente, los nombres de estos personajes, su pertenencia a clases sociales más humildes y la degradación del rango y del ambiente destruyen el aura mítica que envuelve a Don Juan y le rebajan como personaje a un nivel cómico.

La venganza de Don Mendo está en verso como corresponde a un drama histórico y en prosa La plasmatoria por ser una comedia que transcurre en el presente. Sin embargo, el protagonista es un caballero del siglo XVI cuyos valores y comportamiento han de adaptarse a las circunstancias y, por tanto, fluctúan constantemente entre el ayer y el hoy. Habla en prosa como quienes le rodean, pero cuando se excita, lo que ocurre con gran frecuencia, vuelve a ser quien era y se expresa en verso. Son cuartetas, quintillas, octavillas y romances cuyos metros y estilo recuerdan a los de Don Mendo y a los del Tenorio de Zorrilla cuando lo parodia directamente. Destaco tanto el final del segundo acto -«¿Don Juan Tenorio? / Yo soy. / Sed preso. / Soñando estoy»-, que sigue muy de cerca el final del primero del Tenorio, como la famosa «escena del sofá» en el tercero.

Lo mismo que Don Mendo, este Don Juan no suele comportarse con el decoro debido a su condición ni se expresa con un lenguaje adecuado a su rango. Su manera de hablar antañona y solemne está salpicada de expresiones y palabras modernas, de coloquialismos y de giros vulgares que rebajan el tono del discurso. Así,


¡Vive Cristo, Don Bartolo,
que nunca os di confianza
ni os di un motivo tan sólo
para que, con burla y dolo,
hablaseis conmigo en chanza!
Lucid, pues, con los demás
vuestra gracia, si la habéis,
y alejaos con Satanás,
que para mí no sois más
que un «patoso» y vais que ardéis.



El encuentro de Don Juan con Tina produce una falsa anagnórisis, pues aquél cree reconocer en ella a la perdida Lindasora. El carácter proclive al coqueteo de aquélla y el ardor amoroso de Don Juan dan lugar a una situación semejante a la de éste con Doña Inés aunque a la inversa. Pero su amor resulta imposible y al fin Tina le rechaza, pues a pesar de sentirse atraída por él,


Si cuando al abrazarte te he probado
y tu plasma he catado
-un plasma fungiforme de fantasma-
y tú me has confesado
dolido y amargado,
que la que a ti te cate cata plasma...,
¿cómo quieres, cuitado,
que un alma de mujer que se entusiasma
con todo lo viril, ame a un plasmado?



Los versos sugieren que de la antigua virilidad de Don Juan ya no queda más que ese «plasma fungiforme de fantasma» y Rigomaro concluye: «Tú eres Don Juan Tenorio y has perdido tu cartel».

Por otro lado, Don Juan hace buenos los versos de Tenorio -«Por donde quiera que voy / va el escándalo conmigo»-, pues su deseo de venganza le lleva a apalear a un farmacéutico de apellido Zorrilla y a un alguacil nombrado Mejía. Además, los mozos del pueblo aclaman a Don Juan cuando escuchan sus estentóreos ataques a la modernidad y a las máquinas, izan un trapo rojo y queman la centralita de teléfonos. Don Juan viaja y perora en los mítines y Adrion Lavan le predice una brillante carrera política, pues sus teorías retrógradas harán de él el hombre del porvenir y el salvador de la patria. Pero Don Juan, horrorizado ante la perspectiva de ser ministro o diputado, prefiere desplasmarse y regresar a su mundo, y sus palabras finales dejan bien claro lo que pensaba Muñoz Seca de la situación en la tempestuosa España republicana de 1935:


¡La política es un lodo
que destruye, mancha y trunca!
Aquí se puede ser todo,
pero político, ¡nunca!



Tradicional ha sido en el teatro, y en especial en las obras del género chico, hacer reír a costa de un costumbrismo desorbitado que presenta tipos y acentos provinciales o extranjeros. Tal recurso fue casi un vicio en Muñoz Seca y está muy presente en esta obra. En La plasmatoria, además del engolado lenguaje de Don Juan, que contrasta con el de los demás, el sabio Adrion Lavan tiene acento germánico, hay un criado que se expresa como los paletos de sainete, el espíritu de Cristóbal Colón habla un gallego cerrado y el papel de gracioso está a cargo de un marchoso señorito andaluz.

Como sabemos, las obras paródicas suelen ser breves para no aburrir al respetable y por eso florecieron en tiempos del teatro por horas. Pero Muñoz Seca, que fue un gran conocedor de la técnica y de los recursos teatrales, dio cima en muchas ocasiones a la difícil empresa de escribir una parodia en tres actos y hacer reír a su público. La venganza de Don Mendo es una obra brillante que abunda en juegos de palabras y chistes y que es una degradación a todos los niveles de los elementos propios del drama histórico con fines paródicos. Los anacronismos presentan una mezcla detonante del ayer y del presente, y los personajes se mueven en un mundo dominado por la moral utilitaria del siglo XX. La plasmatoria tiene indudables concomitancias con la obra anterior en cuanto a personajes, situaciones, lengua paródica y versificación, y ambas comparten unos finales de actos briosos y muy teatrales, especialmente los de La plasmatoria. Sin embargo, ambos protagonistas obran de manera diametralmente opuesta, pues Don Mendo se comporta como un «fresco» de sainete aunque vista cota de mallas mientras que Don Juan, obligado a reivindicar la buena reputación de un yo pretendidamente auténtico, lucha constantemente por lograrlo.





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