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ArribaAbajoMorirá un triste pión

Argumento sobradamente conocido, el de la novela hispanoamericana comprometida, característico de un largo período de su expresión durante el siglo XX, cuya relevancia todavía merece ser afirmada frente al ulterior desarrollo de la narrativa contemporánea. A veces se tiene, a este propósito, la impresión de que todo ya sea objeto de olvido, cuando, al contrario, nada puede y debe ser olvidado, porque, como reconocía Asturias87, el presente siempre es fruto del pasado, también la literatura.

La crítica del novelista hispanoamericano a la sociedad desequilibrada e injusta se centra particularmente en la condición del trabajador, figura que aparece en numerosas novelas desde los años veinte hasta los sesenta, cuando nuevas modalidades estructurales y estilísticas empiezan a renovar la narrativa del mundo americano hispanohablante.

La situación del trabajador es objeto de descripción y de protesta dondequiera que él preste su obra, especialmente en la selva, el campo, las plantaciones bananeras, debido a una economía primitiva de explotación. En su única novela, Tungsteno (1931), César Vallejo denuncia la situación del minero peruano, llenando su libro de escenas horripilantes y brutales, haciendo caso omiso de toda poesía, mientras el chileno Volodia Teitelboim, en Hijo del salitre ( 1952), trata la condición del trabajador salitrero con un sentido que no carece de grandeza épica frente a la represión, la de Iquique de 1907, dejando un hilo de esperanza en un rescate futuro.

La novela de la minería no tiene, sin embargo, especial desarrollo en Hispanoamérica; preeminente es, en los años veinte y treinta, la atención dedicada al trabajador enganchado en las empresas caucheras88, en el ámbito sugestivo de la selva amazónica. Famosas fueron La Vorágine (1924) del colombiano Eustasio Rivera y Canaima (1935) del venezolano Rómulo Gallegos, a pesar de que otros textos interesantes han sido dedicados al tema, sobre todo por el colombiano César Uribe Piedrahita: Toá (1933), «narraciones de cauchería», Relatos de cauchería (1934), de duro enfoque social.

No cabe duda de que las novelas de mayor relieve desde el punto de vista artístico quedan, por lo que se refiere a la explotación del cauchero, las de Rivera y Gallegos. En La Vorágine el narrador colombiano llena una función de precursor y maestro; en una suerte de delirio romántico el escritor trata de la vida aciaga de los trabajadores en las plantaciones del caucho, en el territorio entre Colombia y

Brasil, gente «víctima del pillaje y la esclavitud, que gimen entre la selva, lejos de hogar y patria, mezclando al jugo del caucho su propia sangre»89. La selva es destrucción; nada hay en ella que no ocasione trastorno o muerte; lo que preocupa a Rivera es esencialmente su función destructora y presenta la selva en su aspecto enigmático de «esposa del silencio, madre de la soledad y la neblina», majestuosa y aterradora como una «catedral de la pesadumbre», donde divinidades desconocidas hablan «a media voz, en el idioma de los murmullos, prometiendo longevidad a los árboles imponentes, contemporáneos del paraíso, que eran ya decanos cuando las primeras tribus aparecieron y esperan impasibles el hundimiento de los siglos futuros»90.

En estas expresiones es posible medir la miseria del hombre. Lo perecedero contrasta con lo eterno; bajo la inmensa bóveda verde, entre árboles infinitos que se suceden con igualdad impresionante, miles de ríos improvisos, mínimos o majestuosos, que cruzan por entre las innúmeras columnas de troncos y la maraña de vegetación tropical, el narrador aprecia un aspecto grandioso de la naturaleza, una concentración de fuerzas cósmicas que representan el misterio de la creación.

La selva es una divinidad hambrienta, que exige sacrificios humanos, como las antiguas divinidades aborígenes. El hombre es su víctima y al mismo tiempo un verdugo cruel que se ensaña contra sus semejantes. Rivera presenta una humanidad que repite la situación general del mundo: sangrienta y bestial. En las numerosas escenas que se suceden en la novela, la animalidad tiene su lógica ineludible, aunque resulta patente la intención protestataria del narrador, la denuncia de una condición humana negativa, que tiene su origen en la explotación. Es Helí Mesa quien puntualiza la situación del enganchado: además de las enfermedades, el trastorno ocasionado por la selva, que en el hombre desarrolla los instintos más obscuros: «la crueldad invade las almas como intrincado espino, y la codicia quema como fiebre»91.

Un único aliciente sostiene al hombre embrutecido por los malos tratos y la fiebre: el vicio, el deseo de poder un día ser él mismo empresario, tener gente que trabaje por él, en sus mismas condiciones miserables, y «salir un día a las capitales a derrochar la goma que lleva, a gozar de mujeres blancas, a emborracharse meses enteros»92. Programa elemental y burdo, si se quiere, pero que corresponde a los horizontes limitados del hombre vejado. Mientras tanto, el enganchado vive su infierno, acosado por capataces crueles y una naturaleza no menos cruel, destinado la mayoría de las veces a morir desesperado en la selva:

En el desamparo de vegas y estradas muchos sucumben de calentura, abrazados al árbol que mana leche, pegando a las cortezas sus ávidas bocas, para calmar, a falta de agua, la sed de la fiebre con caucho líquido; y allí se pudren como las hojas roídos por ratas y hormigas, únicos millones que les llegaron al morir93.



Escalofriante representación de la insignificancia del individuo. A la fuerza destructora de la selva contribuyen en La Vorágine seres desalmados, la furia de quienes «a fuerza de ser crueles ascienden a capataces»94. Y es el engaño sobre el precio, el peso del caucho, la apropiación del trabajo ajeno, el crimen para apoderarse de las riquezas, con la impunidad del delito, «pues no hay noticia de que los árboles hablen de las tragedias que provocan»95.

Para el trabajador que reacciona, la imposibilidad de cambiar de dueño por un bienio, de conocer con exactitud la cantidad de su debe y haber, la exposición total al arbitrio: una esclavitud que «vence la vida de los hombres y es transmisible a sus herederos»96. Las puniciones corporales durísimas, la persecución de las escuadras armadas, que atajan a quienes intentan la fuga, hacen de la vida del cauchero un infierno del cual sólo la muerte logra liberarlo. El mundo presentado por Eustasio Rivera es bestial y los explotados no son más humanos que los explotadores. Visión totalmente negativa. El narrador entrega realmente en su novela un «documento humano de mérito imponderable», como juzgó, en su tiempo, Arturo Torres-Rioseco97, un libro, añadimos, en el que se impone, con la tragedia de la condición humana, la belleza destructora de la naturaleza, representación de un mundo de los orígenes milagrosamente intacto a través de los siglos. Una extraordinaria América primigenia, destinada a ejercer su dominio por los siglos de los siglos sobre los seres que la habitan, visión introductoria grandiosa a las celebraciones sucesivas, en la poesía de Gabriela Mistral y Pablo Neruda, en la narrativa de Gallegos y de Asturias, entre otros.

Maestro reconocido de la narrativa hispanoamericana moderna, escritor y político preocupado por los problemas no solamente de Venezuela, expresión de una ética de redención, en su novela, Canaima, el escritor venezolano ha dado a las letras de América uno de los textos más relevantes, como obra de arte y como participación al drama de su gente. De nuevo es el ámbito de la selva y el problema la explotación de los caucheros, pero la orientación de Gallegos es fundamentalmente distinta de la de Rivera. En Canaima la selva constituye el telón de fondo sobre el cual destaca el protagonismo de personajes con matices radicalmente diferentes de los que presenta el escritor colombiano. En la novela la selva se anuncia por centenares de páginas antes de aparecer concretamente; el clima enfermizo que domina La Vorágine es sustituido por un aire sano, una luz positiva, a pesar de que persisten la violencia, como algo inevitable, primordial, y las pasiones, pero exentas de lo pegajoso e inquietante que domina en Rivera. Valorizador de la naturaleza americana, no obsesionado por ella, Gallegos manifiesta un sentido cósmico superior, que exalta lo primitivo como fuente de positividad, donde la violencia puede llegar a ser también expresión de entereza.

Desde este punto de vista la tratación del tema del enganche difiere sustancialmente de la de Eustasio Rivera. Gallegos ve sin duda alguna en el ser humano la parte malvada y violenta, pero no se le escapa la dimensión de la bondad, no olvida las cualidades positivas y valoriza ese recodo donde resiste lo mejor del hombre, revelando de esta manera una dimensión más profunda que la de Rivera. Bien y mal son según Gallegos expresión de una fuerza natural que la civilización puede y debe armonizar. El «sute» Cúpira, que en calidad de empresario cauchero es uno de los personajes más crueles que aparecen en Caniama, presenta también una dimensión positiva y noble, una justificación a su dureza, puesto que ésta procede de la violencia sufrida por su madre y de su decisión de vengarla. En sí el personaje es un valiente y como tal tiene ascendiente sobre su gente, en ocasiones es capaz también de acciones generosas. Lo entiende perfectamente Encarnación Damesano cuando, en fuga de otra empresa, es acogido y protegido por él. Por primera vez en su vida daba con un hombre verdadero.

Defensor de una sana «hombría», Gallegos propone como ejemplos a Cúpira y a Damesano, el primero en su ruda dimensión, el segundo, pobre ser que huye de la explotación y la cobardía de ricos empresarios, sin abdicar de su dignidad de hombre. No mejora su condición, pero sí su situación de criatura humana, aunque su personal experiencia le confirma en lo injusta que ha sido la división del mundo, repartido entre ricos y miserables, explotadores y explotados. A punto de morir, picado por una serpiente, denuncia la condición de injusticia con versos de un corrido:


Morirá un triste pión
a la puerta de una empresa
y dejará la pobreza
por la eternidad, señores!98



Se le ha reprochado a Gallegos la falta de profundización en los problemas sociales99; en realidad el escritor venezolano no acude a la denuncia gritada, a la invectiva: prefiere que el lector se forme su juicio presentándole situaciones concretas. Por otra parte es bien sabido que toda la actividad de político y de escritor de Gallegos se ha centrado en la denuncia de los desequilibrios sociales. En el ámbito creativo, ya en 1929, en su famosa novela Doña Bárbara, afrontaba estos temas, la contienda entre barbarie y civilización, resolviéndola en favor de ésta. Su campeón era entonces el Doctor Santos Luzardo, quien ganaba su batalla contra Doña Bárbara, «bárbara» a su manera, puesto que su actitud dependía de la violencia sufrida cuando joven. La mujer no pertenece, por este motivo, a la familia de los explotadores, aunque había logrado reunir una fortuna en propiedades agrícolas; explotadores son los parásitos: Mister Danger, ño Pernalete, prototipos de tantos personajes que han llenado las páginas de la novela hispanoamericana de la primera mitad del siglo XX.

En sus novelas sucesivas, hasta El forastero, Gallegos no deja de insistir sobre el tema. En su obra, por encima de las lacras sociales que denuncia, se abre paso una visión marcadamente positiva del futuro, a la que contribuye la belleza de una naturaleza que el escritor describe con entusiasmo, difundiendo una visión poética de Venezuela, nuevo reino de la maravilla.

El tema de la explotación del trabajador rural ha sido tratado por el ecuatoriano Demetrio Aguilera Malta, sobre todo en Don Goyo (1933)100, novela en la que destaca la moralidad del mundo campesino de su país, mientras denuncia una realidad de miseria brutal y de explotación. Se trata de un texto en el que el autor plantea los problemas del cholo de la costa. En un mundo de primitiva belleza se abre paso una condición humana indefensa. Cusumbo, héroe de la novela, evoca sus orígenes como una pesadilla de dolor, la crueldad del trabajo obligado, heredado a causa de las deudas de su padre con el patrón, lo que confirma su condición de esclavitud. Cuando descubre que su mujer le traiciona con el amo, corre la sangre, pero la situación no cambia y su miseria encuentra desahogo sólo en el alcohol y el sexo. Sin embargo, la moralidad del mundo descrito por Aguilera Malta se afirma en la dignidad del hombre, que ni la injusticia ni la miseria logran destruir.

El escritor prosigue su crítica acerca de los desequilibrios de la sociedad ecuatoriana en sucesivas novelas, desde Canal Zone (1935) hasta La isla virgen (1942) y Siete lunas y siete serpientes (1970). En la primera101, ambientada en Panamá a comienzos del siglo XX, enjuicia más bien la situación de sumisión a los Estados Unidos, con páginas durísimas contra la explotación de los trabajadores, la crisis económica, la débacle moral representada por la presencia de los marins norteamericanos. En la atmósfera de «turbia sensualidad», subrayada por Luis Alberto Sánchez102, el narrador trata el problema racial y moral del país centroamericano.

En La isla virgen103, Aguilera Malta vuelve al problema nacional, a la categoría de los cholos, y defiende el orden primitivo de la naturaleza que el blanco explotador subvierte; sin rechazar el progreso para el mundo rural, la lucha del hombre para someter a la naturaleza, y protesta contra los métodos inhumanos con los que el blanco intenta lograrlo, denuncia la esclavización del trabajador. Considerado por el dueño como un animal, el valor del cholo se mide en función de su rentabilidad.

Vuelve también el motivo de la esclavitud de la deuda, que se transmite de padre en hijo, el de la venta de trabajadores endeudados a otros empresarios, la prostitución de las mujeres determinada por la miseria. El novelista denuncia así de nuevo la responsabilidad de la clase pudiente de su país, indiferente ante el mundo de los desheredados, sólo preocupada por su bienestar y por acrecentar sus bienes sin muchos escrúpulos.

También en Siete lunas y siete serpientes104 Aguilera Malta desarrolla el tema de la explotación: el inmundo Chalena ha construido su poder a través de un «itinerario gris» de fortunas y ahora esclaviza a los habitantes del pueblo de Santorontón regateándoles el agua en período de sequía. A pesar de la dimensión mágica en la que el escritor envuelve su libro acudiendo a un intenso juego fantástico, destaca de manera inquietante la realidad negativa del mundo ecuatoriano, donde el trabajador siquiera es considerado un ser humano105.

La situación del trabajador en los «yerbales» del Paraguay la denuncia Augusto Roa Bastos en Hijo de hombre (1959), texto que Mario Benedetti ha definido «novela del dolor paraguayo»106. Con este texto entramos en el misterio doloroso del mundo campesino, siguiendo la odisea de Casiano Jara y su mujer, que más tarde lograrán huir del dominio del cruel Aquileo Coronel. Habían llegado a Takurú-Pukú «en uno de los arreos de hacienda humana que hicieron los agentes de La Industrial, un poco después de aplastado el levantamiento agrario del año 1912, aprovechando el desbande de los rebeldes y el éxodo de la población civil»107. La situación del trabajador la describe Roa Bastos en un pasaje significativo:

Lo más que había conseguido escapar de Takurú-Pukú eran los versos de un «compuesto», que a lomo de las guitarras campesinas hablaban de la penuria del mensú, enterrado vivo en las catacumbas de los yerbales. El cantar bilingüe y anónimo hablaba de esos hombres que trabajaban bajo el látigo todos los días del año y descansaban no más que el Viernes Santo, como descolgados también ellos un solo día de su cruz, pero sin resurrección de gloria como el Otro, porque esos cristos descalzos y oscuros morían de verdad irredentos, olvidados. No sólo en los yerbales de la Industrial Paraguaya, sino también en los demás feudos. Enquistado como un cáncer en el riñón forestal de la república, a tres siglos de distancia prolongaban, haciéndolas añorar como idílicas y patriarcales, las delicias del imperio jesuítico108.



Y es la consabida tragedia del engaño en el precio, de la deuda que aumenta, los malos tratos, la violencia bestial. Pero, por encima de todo el hombre afirma su permanencia:

Sí, la vida es eso, por muy atrás o muy adelante que se mire, y aun sobre el ciego presente. Una terca llama en el barbacuá de los huesos, esa necesidad de andar un poco más de lo posible, de resistir hasta el fin, de cruzar una raya, un límite, de durar todavía, más allá de toda desesperanza y resignación109.



Hijo de hombre consigna en sus páginas una compleja realidad, ciertamente alucinante, que enjuicia a toda la sociedad paraguaya, haciendo hincapié en la Guerra del Chaco. Roa Bastos se empeña en dar «una imagen del individuo y de la sociedad, lo más completa y comprometida posible con la totalidad de la experiencia vital y espiritual del hombre de nuestro tiempo»110, y lo logra plenamente, concluyendo con la afirmación de que el ser humano, «sufriente y vejado», es «siempre y en todas partes el único fatalmente inmortal»111, o como afirmó Neruda, «es más ancho que el mar y que sus islas»112.

La situación del hombre explotado en el cultivo del banano tiene su precursor en el costarricense Carlos Martín Fallas, autor de las novelas Mamita Yunay (1941) y Marcos Ramírez (1955), aunque el tema ha sido tratado también por otros escritores, entre ellos el panameño Joaquín Beleño, en Luna verde (1951). A pesar de ello el autor de mayor prestigio sobre el tema queda el guatemalteco Miguel Ángel Asturias, auque su fama reside sobre todo en novelas que, a partir de El Señor Presidente (1946), contra la dictadura, profundizan los problemas de su mundo y del mundo americano a través de formas nuevas de novela propias del realismo mágico, del que es ejemplo máximo Mulata de tal (1963).

Ya en Hombres de maíz (1949), afirmación de una «nueva novela» antes de que los críticos se dieran cuenta, Asturias confirmaba, después del Señor Presidente, su interés hacia la sociedad de su tierra, acentuando la toma de conciencia de su complejidad. Se podría decir que a partir de este libro empieza la elegía y el himno al mundo feliz perdido, arraigado en sus orígenes indígenas. La dimensión de la naturaleza, avivada por un intenso animismo, es la misma del hombre que vive contemporáneamente en dos dimensiones: la de la materia y la del espíritu, el cuerpo y su «nahual». La sugestión del mito y del mundo natural inciden profundamente en el lector y la denuncia del narrador se hace más convincente. La intención política subyace, pero se afirma sobre todo la nota humana, ese considerar al hombre, tan rico espiritualmente y tan mortificado por el atropello, la violencia, la miseria; lo que lleva a reflexiones profundas, que implican no solamente la existencia en la tierra, sino el sentido de la muerte.

En Hombres de maíz asoman ya motivos de protesta contra la situación económica de Guatemala, y en sentido más general del mundo americano, anunciando la asunción de una postura de parte del escritor contra el monopolio que el capital extranjero, concretamente estadounidense, ejerce sobre la economía del país. A partir de Viento fuerte ( 1949), prosiguiendo con El Papa verde (1950) y Los ojos de los enterrados (1960), incluyendo el paréntesis doloroso de la invasión militar, denunciada en Week-end en Guatemala (1956), Asturias acentúa la nota comprometida.

En la primera de las novelas citadas el escritor presenta la dura, pero esperanzada fatiga de los pequeños plantadores del banano, en breve burlada por la guerra que les mueven las grandes compañías fruteras. Lo que el novelista reprocha al capital extranjero es su función estranguladora, el hecho de no transformar la riqueza sacada de la explotación de la tierra en beneficio del país. Viento fuerte ha sido definida una de las mejores novelas sobre el tema antimperialista113, pero lo que da valor al libro es el arte con que el autor representa un nuevo aspecto de la vida americana, la manera en que destaca los valores positivos de su gente, en contraste estridente con la indiferencia gringa, preocupada solamente de su provecho económico.

La ruina a la que la «Tropicaltanera» y la «Frutera» -nombres ficticios que encubren las empresas norteamericanas- reducen a los pequeños cultivadores del banano, negándose a comprar sus productos por el justo precio, es un acto concreto que mira al monopolio. Sin embargo, en la novela los héroes están distribuidos imparcialmente entre locales y extranjeros. Asturias no concibe mundos cerrados y en sus libros, a pesar de la protesta, no hay prejuicio. La unión de algunos cultivadores contra la todopoderosa Compañía es posible, en efecto, gracias a la intervención de un gringo, Lester Mead, expresión de una distinta concepción económica, que implica la inversión del capital extranjero en pro del país; su muerte durante el «Viento fuerte», un huracán tropical en el que se interpreta la presencia vengadora de las divinidades terrígenas, frustra su obra.

La comedia humana de la que Viento fuerte es el primer capítulo, presenta personajes positivos y negativos; el telón de fondo lo constituye la enorme masa de los explotados y el panorama de la sociedad guatemalteca no podría ser más sombrío. El Senador por Massachusset, presentado con inquietantes connotaciones bestiales, queda grabado en la sensibilidad del lector por sus ojitos verdes de gusano. De Lester Mead se imponen, al contrario, la dimensión interior y su muerte desgarradora: amainado el «Viento fuerte», sus miembros, arrancados del cuerpo por la violencia de los elementos, dan la medida de la miseria del ser humano; sus pies, lejos de sus manos, quedan «como un par de zapatos cansados»114. Al origen de los hechos una figura todavía no bien definida: la de Geo Maker Thompson, aventurero destinado a ser el nuevo «Papa verde», emperador del banano, que en la sucesiva novela Asturias definirá con el leit motiv de «señor de cheque y cuchillo, navegador en el sudor humano»115.

Por determinados aspectos la novela que sigue a Viento fuerte, El Papa verde, puede parecer la menos feliz, artísticamente, de todas las que forman la trilogía bananera. El acento político, aunque producto de una reacción sincera ante la situación guatemalteca, adolece demasiado de propaganda. Sin embargo, la poesía del mito disputa el primado a la denuncia y se afirma en el arte con que Asturias representa los grandes dramas humanos, en este caso el éxodo forzoso de las masas campesinas, desalojadas de sus tierras por las omnipotentes compañías extranjeras: «Se oía que andaban pueblos enteros. El pegarse de la planta del pie desnudo en la tierra caliente. Pegarse y despegarse. Ruido de hojas que tras tostarse al sol se han humedecido con la noche [...]»116.

El contacto físico con la tierra lo afirma este pegarse y despegarse del pie de los desalojados y representa ya una ausencia vital, el desarraigo de un mundo al cual el campesino está «naturalmente» unido. El éxodo se verifica en la oscuridad, haciendo de los individuos una masa indiferenciada, donde sólo domina un sonido apagado:

No tenían caras. No tenían manos. No tenían cuerpos. Sólo pies, pies, pies, pies para buscar rutas, repechos, desmontes por donde escapar. Las mismas caras, las mismas manos, los mismos cuerpos sobre pies para escapar, pies, pies, sólo pies, pedazos de tierra con dedos, terrones de barro con dedos, pies, pies, sólo pies, pies, pies, pies...117



Maestro en el uso de la onomatopeya, Asturias logra con este solo artificio representar una aterradora tragedia para el indígena, que resalta aún más considerando la transformación de los antiguos compañeros de Lester Mead, los cuales se han vuelto ricos vendiendo las acciones de la platanera que les dejó como herencia el difunto. Sólo los Lucero han quedado a su manera fíeles al compromiso: los demás los ha transformado el dinero, han sido neutralizados por la política hábil de la Compañía, hasta se han ido a «educar» a los Estados Unidos, han americanizado su apellido y se han vuelto «panzones».

El Papa verde interpreta un momento dramático de la historia del pueblo guatemalteco y sin embargo existe, como siempre en Asturias, la nota positiva: frente al atropello y la muerte, reacciona el inframundo mítico; los brujos, que comunican con el misterio, envían un mensaje alentador: «Nuestros pechos quedarán en calma bajo las aguas, bajo los soles, bajo las simientes, hasta cuando llegue el día de la venganza, en que los ojos de los enterrados volverán a ver»118.

Es éste el anuncio de la sucesiva novela de la trilogía, Los ojos de los enterrados119. Superado el trauma de los sucesos políticos, que ven en 1954 la invasión de Guatemala por las tropas mercenarias financiadas por los Estados Unidos, en defensa de los intereses de la Compañía bananera, preocupada por la tímida reforma agraria del presidente Jacobo Árbenz, y después de haber formulado una durísima denuncia en los «episodios de la invasión», reunidos en Week-end en Guatemala, el escritor concluye el ciclo con una novela que representa una situación abierta a la esperanza.

En Los ojos de los enterrados el pueblo adquiere conciencia de su fuerza, una madurez que le permite acabar, acudiendo a una huelga general compacta, con el poder de la bananera y la dictadura. Entre el capital extranjero y la tiranía Asturias afirma que existe una directa relación: como la nube lleva en sí la tempestad, la Compañía lleva en sí la tiranía; la victoria popular tiene como efecto la derrota de ambas.

En la novela está presente otra generación de Lucero y Maker Thompson: la de los nietos. Es un momento de crisis profunda: si por un lado se han perdido los aspectos viriles de la primera empresa -explotación o resistencia a ella, según las partes-, por el otro nuevos valores se imponen. Los nietos de los grandes protagonistas de la historia bananera parecen a primera vista unos fracasados, expresión degenerada, pasiva, de lo que fueron sus progenitores, pero, repudiado el pasado, se afirman valores que el dinero y el poder no han logrado eliminar. Es el caso de Boby Maker Thompson, nieto del terrible «Papa verde», llegado éste al final de su carrera de navegador en el sudor humano. La muerte banal del joven, matado por equivocación en una noche de amor, corona el proceso de su alejamiento del mundo materialista y cruel del abuelo. La perfecta organización norteamericana de la Frutera, que prevé hasta los ataúdes para sus empleados y familiares, subraya el contraste entre la tragedia del joven y la indiferencia de quienes se han vuelto engranajes insensibles de una máquina perfecta. Por su parte el tremendo «Papa verde», ya hecho un resto miserable debido a la vejez y la enfermedad, y a pesar de todo todavía omnipotente, pero no contra la muerte, representa la suprema miseria. Ni el dinero, ni el poder, su consecuencia, pueden mantenerlo en vida. Es ésta la gran lección de Asturias, cuya crítica a los desequilibrios de la sociedad es fruto de su alta moralidad.

La narrativa hispanoamericana del siglo XX se opone a los desequilibrios de la sociedad y más allá de la denuncia abre paso a la esperanza en un futuro distinto.




ArribaAbajoUn mundo ancho y ajeno

Uno de los problemas más tratados por la novela de crítica social hispanoamericana es el de la condición del indio. El origen de este interés se manifiesta a partir de la época romántica: Caramurú (1848), del uruguayo Alejandro Magariños Cervantes, Los mártires de Anáhuac (1870), del mexicano Eligio Ancona, Cumandá o un drama entre salvajes (1871), del ecuatoriano Juan León de Mera, El Enriquillo (1879), del dominicano Manuel de Jesús Galván. El realismo continuó con este interés, atenuando la nota folclorista que dominaba el periodo romántico, en favor de una instancia de justicia social que bien expresaba en su obra más significativa, Aves sin nido (1889), la peruana Clorinda Matto de Türner. El escándalo que esta novela armó en el Perú culto y beato determinó una persecución encarnizada contra la escritora, la cual, en realidad, no había hecho más que manifestar con su denuncia la esperanza en una solución humana del problema indianista. Prologando su novela escribía:

Amo con amor de ternura a la raza indígena, por lo que he observado de cerca sus costumbres, encantadoras por su sencillez, y la abyección a que someten esa raza aquellos mandones de villorio, que, si varían de nombre, no degeneran siquiera del epíteto de tiranos. No otra cosa son, en lo general, los curas, gobernadores, caciques, alcaldes120.



En estas palabras está planteado exactamente el problema. la novela indianista recoge el mensaje de la escritora peruana y con otra fuerza narrativa, con otra técnica, por supuesto, insiste en la denuncia de un sistema que reduce al indio al margen de la sociedad. Dentro de la línea general de la denuncia, como es lógico, cada escritor asume una posición original; debido a ello la novela de esta corriente, expresión de crudo realismo, presenta una serie interesante de matices, aunque persiste constante la nota de la tragedia, a veces obsesiva para el lector. El escritor se da cuenta casi siempre de ello y es cuando acude a la nota del folclore o a la descripción del paisaje, que crea un clima más soportable. Lo «real maravilloso», pregonado por Alejo Carpentier en El reino de este mundo, empieza también con estas páginas y no hace más que subrayar, por contraste, los términos del problema, reincidiendo pronto en la negrura de la condición de una raza desamparada.

Se ha afirmado que el primer impulso que sirvió para orientar en sentido social la narrativa hispanoamericana del siglo XX se debe a la difusión de las ideas de la revolución rusa. Escribe Víctor Alba que la revolución de 1917 tuvo una influencia real sobre los universitarios y los intelectuales latinoamericanos que pertenecen a la generación intermedia entre las dos grandes guerras mundiales121. En el comunismo triunfante vieron una especie de contrapeso a la invadencia de los Estados Unidos, que apoyaban abiertamente los regímenes dictatoriales y conservadores de las distintas repúblicas y que, por consiguiente, estimaban responsables de la opresión de las clases económicamente débiles. En este sentido las primeras manifestaciones de la literatura social coincidieron con las esperanzas que en Latinoamérica habían despertado los sucesos de Rusia122. La literatura asumió un acento de acalorada denuncia, que se extendió a todos los problemas del continente. El escritor se dio cuenta de que podía hacer obra revolucionaria en favor del cambio de la condición de su pueblo, y a lo largo de las repúblicas de fuerte presencia india el problema primero que se planteó fue el de la inserción efectiva del indio en la vida del país. No en vano habían clamado por ello, en el Perú, Manuel González Prada y, más tarde, Mariátegui. En estos países las estructuras permanecían las del tempo de la Conquista -lo recuerda el mismo Alba123-: a los encomenderos se habían sustituido los latifundistas y encomendados seguían siendo los indios, en condiciones casi inmutadas de esclavitud.

En las repúblicas con fuerte presencia india no faltó, por cierto, una legislación preocupada por un cambio en la vida de la población indígena; lo comprueban varios documentos124, pero otros demuestran que las disposiciones legislativas quedaron con frecuencia sin aplicar. En efecto, en algunos países permanecieron formas de trabajo forzoso, contrabandado bajo el nombre de «costumbres», «prestaciones voluntarias», «servicio para el interés superior de la nación»125. Se entiende así como el novelista, movido por materia tan candente, escriba páginas de fuego contra el sistema. En esta corriente la narrativa hispanoamericana ha contado con escritores de relieve: el boliviano Alcides Arguedas, el ecuatoriano Jorge Icaza, los peruanos Ciro Alegría y José María Arguedas. Alcides Arguedas comienza su actividad de escritor en 1903 con Pueblo enfermo, ensayo acerca de la situación de Bolivia. Al mismo tema se inspira luego su producción narrativa, desde Wata-Wara (1904) y Vida criolla (1905), hasta su obra cumbre, Raza de bronce, novela que publica en 1919. En este libro se armoniza el intento de crítica social con las exigencias propias del arte; el narrador vuelve al problema indio pero con mesura y poesía, creando una atmósfera que atrae al lector con la tragedia de una raza noble y desdichada; el paisaje y el folclore forman corona al tema y le dan amplio respiro.

En el prólogo a la novela, Arguedas confesó que su composición le ocupó los momentos mejores de su existencia, «aquellos en que todo hombre de letras empieza realmente a creer que ha nacido para algo serio y duradero en el tiempo»126. No andaba equivocado: en Raza de bronce la figura del indio alcanza no solamente categoría de símbolo sino honda dimensión humana, como víctima inocente de un mundo bestial. El escritor presenta el mundo boliviano dividido en dos bandos: el de los explotadores, los blancos y sus crueles ministros, los mestizos, y el de los explotados, los indios. El viejo latifundista Pantoja es hombre violento, sensual, en ocasiones sensiblero y débil; su fuerza se funda en la resignación de los oprimidos; en realidad es cobarde cuando cunde la rebelión. Su consideración por el indio es inferior a la en que tiene los animales, que implican dinero; en cuanto a prestaciones, no distingue entre hombres y bestias: «Sólo sabía que de ambos podía servirse por igual, para el uso de sus comodidades»127.

La crítica de Arguedas no puede ser más tajante. El rechazo del indio se le presenta como una aberración, considerado que su sangre corre abundante en el blanco y es visible «ya no sólo en la tez cobriza, ni en el cabello áspero, sino más bien en el fermento de odios y vilezas de su alma»128. Odio y vileza que se presentan acentuados en los mestizos, los cuales aspiran a parecer blancos. El escritor confía en que el indio llegará a ser parte determinante en la vida de su país y, una vez aceptado, el mestizaje hará que se imponga una nueva personalidad americana, anuncio acaso de esa raza cósmica preconizada por José Vasconcelos dominadora del futuro, sueño utópico que la realidad de todo el siglo XX se ha encargado de desmentir.

En la novela de Arguedas incumbe el peso de una desmesurada injusticia de siglos, debido a la cual parece justificarse la resignación de la raza oprimida. Sin embargo, el escritor le reprocha al indio esta resignación y en su libro pone de relieve, por contraste, la capacidad que tiene de encontrarse a sí mismo, protagonizando grandes momentos de la historia. La rebelión es la solución que el sabio Chequehuanca considera necesaria:

Entretanto nada debemos esperar de las gentes que hoy nos dominan, y es bueno que a raíz de cualquiera de sus crímenes nos levantemos para castigarlos, y con las represalias conseguir dos fines, que pueden servir mañana, aunque sea a costa de los más grandes sacrificios: hacerles ver que no somos todas las bestias, y después abrir entre ellos y nosotros profundos abismos de sangre y muerte, de manera que el odio viva latente en nuestra raza, hasta que sea fuerte, y se imponga o sucumba a los males, como yerba que de los campos se extirpa porque no sirve para nada129.



Y la tribu se levanta contra sus opresores; la valla de sangre que divide las dos razas se presenta como algo fatal; la culpa la tienen los blancos y el sistema que los ampara. Las llamas que envuelven la casa-hacienda del terrateniente Pantoja tienen en la novela un significado de símbolo, son como una inmensa bandera roja que promete un futuro distinto:

La llama se convirtió en hoguera y un ancho círculo rojo manchó la negrura del llano, iluminando gran trecho de él. A veces se desplegaba como una colosal bandera, achicábase en seguida, a punto de morir, ondulaba, oscilaba, y de pronto resurgía más enhiesta, levantando sus flecos al cielo130.



Si el problema del indígena encuentra tan honda comprensión en el narrador boliviano, es sin embargo en 1934, con la aparición de Huasipungo, de Jorge Icaza, cuando la tratación de sus condiciones logra su mayor vigor crítico. Llegado a la literatura después de haberse dedicado a estudios de medicina, que no pudo concluir, Icaza tuvo que ganarse la vida con trabajos humildes, que le pusieron en contacto con las clases más necesitadas del Ecuador, material humano que entraría después en su narrativa. Su concepción hondamente moral del hombre le empuja a emprender una decidida campaña contra la condición del indígena, y lo hace en obras de crudo realismo, de Huasipungo a Cholos (1937), a Media vida deslumbrados (1942) y Huairapamushcas (1948), fortalecido artísticamente por el influjo de grandes maestros como Gogol y Dostoevski.

Domina en su obra la nota sombría, sobre todo en la novela que le ha dado más fama, donde enjuicia la atrasadísima situación del indio de su país: Huasipungo. El texto pertenece al período más crudo del realismo de Icaza, cuando escribe dominado por una especie de «obsesión monomaníaca», como un escultor que va creando «informes fetiches barbáricos», según se ha expresado un crítico, que le reprocha haberse alejado así del «humanismo integral del alma latinoamericana», y la «rencorosa» estilización que le acerca a Diego Rivera, mientras en lo sucesivo hace un paralelo con Rufino Tamayo en cuanto ambos responden a «exigencias del todo interiores»131.

A pesar de reservas en parte aceptables, Huasipungo queda obra señera en la narrativa hispanoamericana dedicada al tema indianista. De las páginas de esta novela toma consistencia un espantoso infierno de dolor, del que es responsable la sociedad ecuatoriana, inmovilizada en estructuras medievales. Y si el patrón blanco, con sus criminales guardias y «mayordomos», es un ser cruel, el indio oprimido es un individuo destinado a la destrucción, sin asomo alguno de cualidades positivas. Su decadencia es física y moral, y la responsabilidad se debe al sistema que domina en el país. En los huasipungos a la orilla del río, alrededor de la casa-hacienda, vegeta una humanidad supersticiosa, ignorante, fácil dominio del latifundista, el político, el cura, aliados en su explotación. Hasta la religión es medio de opresión; la tradición, las costumbres arraigadas desde siglos, el terror constituyen la fuerza del blanco. El indio es únicamente una cosa; cuando en ocasión de una «minga» para la construcción de un camino, que a los poderes concertados les permita explotar mejor las riquezas de la tierra, un indio desaparece en las arenas movedizas de un pantano, el comentario del terrateniente es significativo:

Ya verá... A los cholos tendré que darles más aguardiente... Que sólo se ocupen del acarreo del material... Los indios, como son míos, seguirán en el trabajo de la zanja. Que mueran diez, veinte... No se ha perdido gran cosa132.



No menos significativa es la intervención del cura, aludido siempre como el «Santo Varón» o «el sotanudo»: «Terminad, queridos hijos míos, esta obra que engrandecerá a la patria, a nuestro pueblo, a vuestros hijos, ya... todos los hijos de Dios»133.

Otros episodios brutales contribuyen en Huasipungo a la representación de un mundo inquietante: desde las indias que vuelven de la ciudad con las ganancias de la prostitución de sus cuerpos, hasta la muerte violenta de Cabascango, que le han dado los suyos, porque rebelándose al cura ha desatado la ira de Dios representada por la creciente, la destrucción de los huasipungos por el ejército, en cuanto el amo necesita nuevas tierras. Las ametralladoras tronchan las vidas de los que se han rebelado.

Icaza acusa a los soldados, defensores siempre de un orden que los opone a su propia raza. En la novela En las calles se asiste de nuevo a la intervención de la fuerza pública contra los indios que, movidos por el hambre, han entrado en huelga: los gendarmes, ellos mismos indios o mestizos, los vencen a fusilazos. Sólo un soldado, cuando herido, se da cuenta del drama y muere suplicando a sus compañeros para que cesen el fuego contra sus mismos hermanos. Episodios acaso demasiado retóricos, pero que bien explican la posición del narrador en el conflicto y su esperanza de que por fin se realice una clara toma de conciencia. A pesar de lo cual en Huasipungo nada positivo se consigue; en una página ejemplar, que concluye con la victoria del ejército, lo consigna Icaza con amargura, mientras destaca la figura épica del indio Andrés, que saliendo de su choza en llamas lanza un último grito de rebelión:

El viento de la tarde le refrescó la cara, los ojos. Miró de nuevo la vida. Pero avanzó hacia fuera, apretó al hijo bajo el sobacón, mascó duro una maldición y gritó, con grito que fue a clavarse más hondo que las balas: ¡Ñucanchic huasipungo, carajuuu! Corrió hacia adelante con desesperación para ahogar a los fusiles. Sintió tras él el grito de los suyos: ¡Ñuncanchic huasipungo!- Luego todo enmudeció. La choza terminó de arder. El sol se hundió definitivamente en algodones empapados en la sangre de las charcas. Sobre la protesta amordazada, la bandera patria del glorioso batallón flameó con ondulaciones de caracajada sarcástica. ¿Y después? Los señores gringos134.



Raza de bronce y Huasipungo presentan dos finales parecidos, donde todo es tragedia. Los cuadros que se suceden en Huasipungo los ha definido Garro «en estado de deformación, movedizos, gelatinosos. Una especie de plasma donde actúan como fuerzas animadoras las aberraciones económicas, sociales, religiosas»135. Y sin embargo existe una recuperación final positiva, por la que Ángel F. Rojas ha podido escribir sí que la novela «es un documento social pavoroso y macabro, concebido y escrito con una objetividad desoladora», pero también que Huasipungo representa «una proclama revolucionaría que, en medio de la más repugnante miseria e ignorancia ambiente, afirma que el indio empieza a encontrar el camino de su redención»136.

Con las novelas de Ciro Alegría el tema indianista presenta una atmósfera nueva, una nota de profunda poesía, a pesar de la situación negativa de la condición humana. Sabemos que el escritor creció en contacto con el elemento indio en la hacienda de su padre y simpatizó con el indígena desde niño. El reflejo de este sentimiento es más que visible en su obra, especialmente en Los perros hambrientos (1939) y El mundo es ancho y ajeno, su novela más relevante, según gran parte de los críticos, que publica en 1941. Texto ciertamente en el que el ecritor peruano puso su mayor empeño, aunque ya en Los perros hambrientos, que seguía a La serpiente de oro (1935), trataba el tema indio con novedad y maestría, dando relieve, con controlada poesía, al paisaje de los Andes. La novela es de gran equilibrio en la denuncia; protagonistas no son tanto los perros como los humildes campesinos, representados por la familia del Mateo, su esposa y el niño, a cuyo lado vive el perro, Mañu, compartiendo con sus dueños la injusticia, la miseria, la soledad. Capturado por los gendarmes para el servicio militar, el labrador, llevado a zonas desconocidas del país, ya no encontrará el camino para regresar, y su familia quedará para siempre perdida. Son la violencia, el desamparo, la soledad los grandes temas de la novela, y como telón de fondo la belleza extraordinaria, y triste, del paisaje, los campos huérfanos de la presencia del hombre. Es la desgracia de una familia cuyo equilibrio sencillo lo rompe la violencia del poder. En la memoria de los familiares queda para siempre una visión dolorosa:

El Mateo echó a caminar con paso cansino, pero tuvo que aligerarlo amenazado por los gendarmes, que le hacían zumbar el látigo de la rienda por sus orejas. Se devoraban el camino. Hacia abajo, hacia abajo. Una loma tras otra. La Martina subió a una eminencia para verlo desaparecer tras el último recodo. Él iba adelante, con su poncho morado y su grande sombrero de junco, seguido al trote por los caballejos en los que se aupaban los captores con los fusiles, que ya no tenían objeto inmediato, terciados sobre las espaldas encorvadas. La soga iba desde las muñecas hasta el arzón de la montura, colgando en una dolorosa curva humillante.

A la Martina se le quedó el cuadro en los ojos. Desde entonces veía siempre al Mateo yéndose, amarrado y sin poder volver, con su poncho morado, seguido de los gendarmes de uniformes azules. Los veía voltear el recodo y desaparecer. Morado-azul..., morado-azul..., hasta quedar en nada. Hasta perderse en la incertidumbre como en la misma noche.

Es así como el hogar quedó sin amparo. No tuvo ya marido, ni padre, ni labrador. La Martina hacía sus tareas en medio de un dolido silencio; el Damián lloraba cada vez que le venía el recuerdo; el Mañu, contagiado de la tristeza de sus amos y apenado él mismo, aullaba hacia las lejanías, y las tierras se llenaban de mala hierba137.



La nota poética es la que da atractivo particular a la novela, y esta nota de poesía doliente prosigue en El mundo es ancho y ajeno, verdadero poema en prosa de gran extensión, dedicado al humilde y explotado habitante de la tierra peruana, libro que celebra una existencia sencilla, bucólica, insidiada por el atropello. Con razón se ha considerado la novela la representación más eficaz de la situación indígena en el Perú138.

Ciro Alegría en sus novelas se contrapone claramente a Icaza por el tipo de indígena que representa: un ser que carece de lacras físicas y morales, un individuo sano que vive en positivo contacto con la naturaleza. Por más que se le reproche la excesiva idealización de los personajes, que le quitaría a la denuncia parte del vigor necesario a la representación de sus múltiples problemas, el escritor despliega ante el lector un panorama convincente, exento de toda degradación. En El mundo es ancho y ajeno no existe convencionalismo y al mundo representado el indio aporta sus valores morales.

Como Icaza y Arguedas, Alegría distingue netamente entre blancos explotadores e indios explotados; latifundista, jefe político, militar, abogado, cura, representan el mundo del mal. Sólo en el indio el autor encuentra valores positivos, dimensión espiritual. Fundándose en la sencillez de su vida, que se rige según un primitivo orden perfecto, fortalecido por el contacto con la naturaleza, el indígena de Ciro Alegría afirma su dignidad; la opresión, la injusticia no hacen más que destacar sus cualidades positivas. El cuadro que el novelista ofrece del mundo indio, sin olvidar en ningún momento la tragedia, se propone como fuente de esperanza, de que la justicia se instaurará al fin, porque a este resultado conducen la entereza y la riqueza interior del indígena139.

En las páginas de El mundo es ancho y ajeno el paisaje, escasamente presente en Huasipungo y en general en toda la obra de Icaza, llena, más todavía que en Los perros hambrientos, un papel relevante, establece una íntima comunión con el hombre140. En el prólogo a su novela Alegría escribe que el título de El mundo es ancho y ajeno lo debe a una «intensa ráfaga de ideas y recuerdos» que le asaltaron al momento de titular un capítulo de Los perros hambrientos141. En sus motivos principales el tema iba rondando hacía tiempo en la mente del artista; en el prólogo citado declara: «todo el pueblo peruano terminó por moldearme a su manera y me hizo entender su dolor, su alegría, sus dones mayores y poco reconocidos de inteligencia y fortaleza, su capacidad creadora, su constancia»142, y sintió que escribir era pagar una deuda con su pueblo. Según el escritor el drama del Perú no es más que el del indio, de los indígenas oprimidos por un sistema feudal que «debe terminar un día», puesto que la situación «es antihistórica»143. Debido a esta convicción, su protesta en la novela es tajante; el drama de injusticia que acaba por llevar a su definitiva ruina la comunidad de Rumi, guiada por la figura épica del Alcalde Rosendo Maqui, es de proporciones tales que provoca la participación del lector. La existencia de los indios de la comunidad, dedicados al trabajo del campo, felices en contacto con la naturaleza, se interrumpe debido a la codicia del latifundista, que quiere apoderarse de sus tierras. Rosendo Maqui es contrario a la violencia, cree en el buen derecho de su gente y en la justicia, pero en el Perú, afirma Alegría, la ley es siempre mentira; en efecto, el defensor de la comunidad se deja comprar y todo se pierde: los indígenas son expulsados de sus tierras, por más títulos de propiedad que posean, y se establecen en otras tierras que labran de nuevo con fatiga, y una vez productivas, de nuevo es el atropello, la imposición de nuevos trabajos forzosos en las minas. La rebelión consiguiente acaba en derrota.

Cuando la tragedia de la comunidad de Rumi llega a su epílogo, hace tiempo que han desaparecido los principales protagonistas: Rosendo Maqui ha muerto en la cárcel a consecuencia de las palizas recibidas; el Fiero Vázquez, eterno rebelde de la novela hispanoamericana, se ha salvado con la fuga. La figura de este último proyecta sobre los acontecimientos negativos una lejana esperanza, mientras el viejo patriarca Rosendo Maqui tiene por objeto el de subrayar las virtudes del indígena, que en la opinión de Ciro Alegría son las verdaderas virtudes del Perú. Frente al derrumbe de las ilusiones, a la lección que en la cárcel el muro le ha ido dando -«El muro, la soledad. El tiempo lo arrastraba por el suelo, llegaba a su lecho a buscarlo, lo ponía de pie, lo alimentaba, volvía a rendirlo, y todo era lo mismo: el muro, la soledad...»144- se impone la validez de los principios.

Con José María Arguedas la dimensión del indianismo cambia, improvisamente se ensancha. Tratando de Los ríos profundos (1958), antes de que apareciera Todas las sangres (1964), Mario Vargas Llosa ponía de relieve como en la novela se inauguraba una visión del indio desde el interior145. El escritor, en efecto, contaba con experiencias aún más profundas que Ciro Alegría, puesto que había pasado gran parte de su infancia entre los indios, se había criado con ellos y tanto se había aindiado que cuando en 1929 fue a Lima para continuar sus estudios conocía imperfectamente el castellano y seguía siendo prácticamente un quechua-hablante.

Recuerda Julio Ortega que la decisión de Arguedas de hacerse escritor se debió a la constatación de la pobreza y la falsedad de la literatura que trataba temas indígenas146. Toda su obra tiene por objeto dar a conocer la riqueza espiritual del pueblo que hasta su último instante de vida quedó por encima de sus preocupaciones. Las declaraciones de no aculturado que fue haciendo, significan un rechazo rotundo del mundo peruano castellanizado. En octubre de 1958, en el momento de recibir el premio «Inca Garcilaso de la Vega», Arguedas, ya novelista de relieve, profesor universitario, declaró que lo aceptaba con alegría en cuanto representaba el reconocimiento por su obra de difusión y de «contagio», en el mundo peruano, de una cultura injustamente marginada, declaración atrevida por el ambiente, aunque añadía también que el premio significaba reconocer su obra de asimilación de la cultura de matriz hispánica. En esta empresa, confesaba, lo habían orientado el socialismo y la conciencia de que el Perú era «una fuente infinita para la creación»147.

En toda su obra narrativa -a más de la de etnólogo- José María Arguedas permaneció fiel a su compromiso: desde los cuentos reunidos en Agua (1935), hasta Yawar Fiesta (1941), Diamantes y pedernales (1954) y las dos novelas citadas su preocupación fue aclarar la cuestión en torno a la supuesta inferioridad del indio y establecer, contra la discriminación corriente, su derecho a formar parte viva de la sociedad peruana. Será suficiente examinar como el escritor plantea esta reivindicación en sus dos novelas de mayor relieve para el argumento, Los ríos profundos y Todas las sangres. En el primer libro existe una dimensión mítica dentro de la cual vive el mundo indio, dimensión que, más que en los indios se manifiesta en su alter ego protagonista, Ernesto, un niño de catorce años, crecido entre los indígenas y que a dicha edad ingresa a un colegio de jesuitas en Abancay, para continuar sus estudios. Es un blanco fuertemente aindiado espiritualmente; su manera de pensar es india y el mundo castellanizado en el que ingresa provoca en él un rechazo total, puesto que se le presenta como ámbito averiado, el del odio y el mal; el pecado circula por todas partes, domina sobre todo en el patio del colegio, donde los internos mayores se aprovechan de la Opa, una pobre retrasada mental. Lo mismo ocurre con la ciudad, rodeada por los terrenos de la hacienda Patibamba que le impiden expandirse. La opresión de los latifundistas, la violencia de los «mayordomos», la conducta del Padre Director del colegio con los amos, contra las chicheras rebeldes y los indios de la hacienda, la intervención armada del ejército, monstruo mitológico, representan para Ernesto una amenaza infernal.

Lejos de su padre, que para el joven representa una suerte de liberación del infierno, Ernesto va comparando incansablemente, dentro de sí, la pureza del mundo indio en el cual ha crecido, con la negatividad del ambiente donde se encuentra. Resuena en su adentro la voz de los ríos que surcan la geografía de los Andes, entes de poderes divinos, como el Apurímac, «Dios que habla», y que con su sonido transforma a los viajeros:

El sonido del Apurímac alcanza las cumbres, difusamente, desde el abismo, como un rumor del espacio. [...] A medida que baja al fondo del valle, el recién llegado se siente transparente, como un cristal en que el mundo vibrara148.



Al final de la novela el difundirse de la peste se presenta como una forma de purificación del pecado. Cuando Ernesto deja el colegio, el carillon del reloj que lo despierta a la hora de partir inaugura perspectivas positivas: «una avenida feliz a lo desconocido, no a lo terrible»149.

Con la victoria espiritual del mundo indígena sobre el mundo castellanizado el indianismo de José María Arguedas propone una dimensión «religiosa» de la protesta, una manera inédita y más seria de crítica acerca de los desequilibrios de la sociedad peruana. Con la sucesiva novela, Todas las sangres, hasta supera la visión negativa; en Los ríos profundos se trata de un rechazo, mientras que en el nuevo libro el escritor prospecta una conciente inserción del indio en la sociedad.

En la novela domina un halo poético que procede del animismo con el que Arguedas interpreta el paisaje, matizado ahora con el realismo, en la representación de la vida de la sierra en su choque con la industrialización. Julio Ortega ha subrayado que se debe a la industria si el rostro de la sociedad tradicional peruana se ha transformado, y ello ha sido posible por la adquisición progresiva de una conciencia de parte de la población indígena150. Es lo que les ocurre en la novela a los comuneros de don Bruno, quienes aprenden a tener personalidad, rescatándose así de las manos de los que durante siglos los han dominado.

Existe un divorcio entre la sociedad «oficial» del Perú, que domina desde la capital a través del engaño y la violencia, y la que don Bruno y su hermano, a pesar de su despotismo de ricos feudatarios, han empezado a formar. En esta toma de conciencia, que se realiza tanto en los dueños como en los indios, Arguedas prospecta un futuro distinto para el país, donde todas las sangres, es decir todas las razas que lo componen, se armonizarán. La amenaza de quien quiere conservar intacto el viejo orden, detener el progreso de integración, representa una concepción que en la novela resulta vencida. El futuro se inaugura aceptando la industrialización y un concepto nuevo del dinero, como el que expresa el indio Rendón Willka:

-Don Bruno, patrón; el pueblo en el alma está, no único en las casas, en la iglesia, en los arbolitos de la plaza. [...] Mina, mina grande está, será de San Pedro. No llorará la gente pidiendo misericordia. Arderán los ingenieros sin alma que mandan en Lima y en todos los pueblos. Dios los quemará. Y el oro, la plata, que los peones y maestros sacan de las minas que Nuestro Señor puso en Apark'ora para el bien y no para el espanto de sus hijos, no traerá corrupción, para el cristiano, las casas estarán pintadas de blanco, las rocas de piedra se reirán adorando al Señor. La plata no corrompe al señor, al comunero, que tiene creencia en la patria, en la esperanza de "juelicidad" del hijo de Dios; corrompe al que ha vendido su alma al ambición qu'es diablo; al creyente lo hace grande por el luz de su alma que alumbra a la gente, a los pajaritos, a toda superficie de este mundo. [...] La plata no apesta, el alma mala apesta. El oro trae bendición o convierte la mujer inocente en ch'ara k'aras, según sea su dueño. Estamos hablando en el silencio...151



A pesar de lo retórico de este pasaje, se aprecia la intención redentora de José María Arguedas. En Todas las sangres vemos el desmoronamiento del viejo mundo feudal de la sierra y por ello, con palabras de Asturias, podríamos decir que el futuro «está ya lleno de comienzo»152.

No más alentadora se presenta la condición del negro en la novela hispanoamericana. Ya en 1937 Rómulo Gallegos publicaba un texto notable, Pobre negro, donde reconstruía, a través de una suerte de «episodios nacionales», una época bárbara de la nación venezolana, la de la segunda mitad del siglo XIX, cuando cundió la guerra civil. El libro ha sido definido por un crítico «sublime»153, y ciertamente es uno de los más interesantes del escritor154, aunque desconcierta, por la época histórica, el final, que ve el casamiento del negro Pedro Miguel Candelas con la «mantuana» Luisana Alcorta. Gallegos en la novela lleva a conclusiones extremas su tesis, que propone la plena pacificación racial en Venezuela.

A pesar de ser una novela de gran significado dentro de la ideología del escritor, no es en Pobre negro, sino en Juyungo, del ecuatoriano Adalberto Ortiz, donde se encuentra una denuncia abierta de la condición de vida y trabajo del elemento negro y mulato. El libro se publica en 1942 y describe una inquietante realidad de explotación y de injusticia. El autor, mulato, vuelca su simpatía sobre sus protagonistas, pero supera el sentimiento que le une a sus hermanos de sangre y denuncia la responsabilidad de los «matones», que colaboran con los esclavizadores de sus compañeros de raza. No faltan, en Juyungo, libro que embellece la salvaje poesía de la selva, escenas violentas de destrucción y de sangre. Una de ellas concluye en dimensión histórica, la guerra contra el Perú, combatida con heroísmo por negros y mulatos, aunque acaba en derrota. El narrador destaca la belleza del esfuerzo heroico:

Era una visión alucinante para él [Nelson Díaz, uno de los protagonistas] la de ese puñado de negros, resueltos a jugarse el todo por el todo. Ágiles como venados, robustos como los ceibos circundantes, pero desarrapados, y sin otra arma que aquella que en la paz desbroza la madre tierra, y hace surgir el plátano y la yuca. Al acercarse fueron recibidos con tan nutrida descarga, que claramente distinguió caer a la mitad de ellos, luego otros y otros, hasta que no quiso mirar más. [...]155.



Como ocurre con frecuencia, la sociedad pudiente se vale de los humildes, de su patriotismo y su arrojo para la defensa de sus intereses, sin concederles ningún derecho de ciudadanía. Es lo que pasa con los protagonistas de Juyungo, pura carne para el cañón.

De entre los narradores ecuatorianos, Adalberto Ortiz no es el único que plantea el tema negro. Lo hace también Demetrio Aguilera Malta, aunque en su novela, Canal Zone (1935), la acción se desarrolla en la zona del Canal de Panamá, y lo hace igualmente Alfredo Pareja Díez-Canseco, en Baldomera (1938), donde trata un momento extraordinariamente dramático de la historia del Ecuador, cuando la primera represión obrera de 1922. Por otra parte en el país el problema racial se presentaba candente; esto explica la particular incidencia de escritores como José de la Cuadra, Joaquín Gallegos Lara, Enrique Gil Gilbert y los citados Aguilera Malta y Pareja Díez-Canseco en el tema. La realidad ecuatoriana queda enjuiciada con crudeza en sus obras, evidenciando un panorama humano de grandes contrastes.

A pesar de ello, o precisamente por ello, la narrativa de estos escritores ha quedado bastante marginada hasta en su propio país. Más éxito ha tenido, sobre el tema negro, por su evidente categoría artística, la novela del cubano Alejo Carpentier, El reino de este mundo (1949). Él sitúa los acontecimientos durante la presencia francesa en Haití, entre la Revolución y el Directorio, y sucesivamente en el reino de Henri Christophe, quien se proclamó rey de la isla caribeña, primer soberano negro del Nuevo Mundo.

La novela de Carpentier conserva una gran actualidad, debido exactamente a la actuación de este rey, frente al cual destaca otra figura humilde, la del igualmente negro Ti Noel, que vive los acontecimientos de su tierra y llegado a viejo reflexiona sobre ellos. Por fin el rey de opereta ha sido derrotado, se ha suicidado, lo han enterrado aparatosamente, pero desde hacía tiempo las esperanzas de libertad habían sido frustradas por la nueva tiranía: «Mucha gente trabajaba en esos campos, bajo la vigilancia de soldados armados de látigo que, de cuando en cuando, lanzaban un guijarro a un perezoso»156. Y los soldados, igual que los trabajadores, eran negros.

Llegado al final de su existencia, el anciano presencia un nuevo cambio político: con la muerte de Henri Christophe llegan al poder los mulatos y nada cambia, «el látigo estaba ahora en manos de Mulatos Republicanos, nuevos amos de la Llanura del Norte»157. Al viejo le va faltando la esperanza:

El anciano comenzaba a desesperarse ante ese incansable retoñar de cadenas, ese renacer de grillos, esa proliferación de miserias, que los más resignados acababan por aceptar como prueba de la inutilidad de toda rebeldía.158



Sin embargo, El reino de este mundo no es una novela de la desesperación. La idea de Carpentier es que el futuro se conquista poco a poco y que cada sacrificio dará un día su fruto. Lo entiende también Ti Noel y llegado a «la última miseria»159, penetra el misterio, el significado del hombre en la tierra:

comprendía, ahora, que el hombre nunca sabe para quién padece y espera. Padece y espera y trabaja para gentes que nunca conocerá, y que a su vez padecerán y trabajarán para otros que también serán felices, pues el hombre ansia siempre una felicidad situada más allá de la porción que le es otorgada. Pero la grandeza del hombre está precisamente en querer mejorar lo que es. En imponerse Tareas. En el Reino de los Cielos no hay grandeza que conquistar, puesto que allá todo es jerarquía establecida, incógnita despejada, existir sin término, imposibilidad de sacrificio, reposo y deleite. Por ello, agobiado de penas y Tareas, hermoso dentro de su miseria, capaz de amar en medio de las plagas, el hombre sólo puede hallar su grandeza, su máxima medida en el Reino de este Mundo160.



La narrativa indianista y la que podríamos definir negrista, coinciden en una solución que no excluye el cambio, o a lo menos su esperanza.



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