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La muerte


Rosalía muere joven; tenía cuarenta y ocho años. Estaba en la plenitud de su creación artística; un año antes había sido publicado En las orillas del Sar. Murguía nos cuenta sus propósitos de seguir escribiendo, liberada en gran parte de los cuidados y trabajos que le habían proporcionado la crianza y cuidado de sus hijos:

En su indiferencia por los triunfos literarios, nada le importaba que éstos se apagasen. Confiaba, sin embargo, en que, no habiendo dicho todavía todo de lo que se sentía capaz, aún podría aprovechar el descanso y quietud que debían llenar sus horas, cuando en la plenitud de sus facultades, dueña de sus "gloriosos empeños", le fuese posible producir y legar a la posteridad los logrados frutos de su genio


(O. C. 568.)                


La muerte puso fin a proyectos y esperanzas. El 15 de julio de 1885 muere Rosalía. Pero mucho tiempo antes había empezado a morirse. No es que la enfermedad la estuviera minando desde años atrás; era algo que atañía más a su espíritu que a su carne. Fue como si la muerte del espíritu y la muerte del cuerpo coincidieran aquel 15 de julio. Ambos habían ido perdiendo fuerzas a lo largo de años.

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Los sufrimientos constantes que atormentaron a Rosalía fueron quebrantando su reciedumbre y fortaleza de alma. Cada vez más, anhela el descanso, el final de tanto dolor. Y este descanso se presenta ante ella de dos formas distintas: como deseo de muerte y como deseo de insensibilidad.

En múltiples ocasiones Rosalía manifiesta su deseo de no sentir; de existir como árbol, o monte, o piedra, para así no sufrir. Este deseo la asalta en circunstancias distintas: Caminando por las orillas del Miño (F. N. 289), o junto a los bosques de pinos, al pie del Castro (F. N. 317), o visitando la catedral compostelana:


Quén jora pedra, quén fora santo
      dos que alí hai;
como San Pedro, nas mans as chaves;
co dedo en alto como San Xoán,
unhas tras outras xeneracioes
      vira pasar,
sin medo á vida, que dá tormentos;
sin medo á morte, que espanto dá.


(F. N. 192)                


Sus palabras parecen un precedente de aquellas otras de Rubén Darío62


   Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo,
y más la piedra dura, porque ésa ya no siente,
pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo
ni mayor pesadumbre que la vida consciente.


Rosalía ansia la quietud de la piedra, su aislamiento, su insensibilidad:


   Como la peña oculta por el musgo
de algún arroyo solitario al pie,
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inmóvil y olvidada, yo quisiera
ya vivir sin amar ni aborrecer.


(O. C. 660)                


Pero esta misma insensibilidad deseada, cuando empieza a ser vivida se convierte en algo doloroso. Rosalía se siente a sí misma como un ser que se apaga, que es incapaz de experimentar emociones; asiste a la muerte de su propio espíritu, y la agonía es dolorosa.

Esta creciente insensibilidad se manifiesta como incapacidad para sentir el amor. Rosalía nos presenta en un poema lo que iba a ser una cita amorosa. Él es esbelto y fuerte, enamorado, su corazón late turbulento al contacto con la mujer, sus ojos están brillantes. Ella está fría y dura como los guijarros. Todo a su alrededor invita al amor y a la sensualidad: la atmósfera se hace densa; el apasionamiento del amante crece, y es entonces cuando se manifiesta la incapacidad de entregarse a la pasión amorosa. Rosalía dará explicaciones de carácter moral y hasta de ultratumba: no profanar los recuerdos de los muertos, no irritar a sus sombras, que la miran airadas. Pero antes ha dicho una palabra que es clave fundamental. No puede hacerlo porque desde el fondo de su alma el hastío la invade. Y llora ante esa imposibilidad de sentir, de entregarse al amor:


Mais de bágoas se inunda o meu rostro,
e da ialma no máis íntimo
o hastío lento penetra
como espada de dous fíos.


(F. N. 282)                


Rosalía considera que ha llegado a una etapa de su vida en la que el amor no tiene cabida. Es algo que pertenece al pasado, como las ilusiones, como la esperanza. Y a veces se enfrenta a este hecho con gran energía de espíritu: no   —311→   como a una incapacidad, sino como ante una bella quimera de la que debe desprenderse con valor:


   ¡Amor, llama inmortal, rey de la Tierra,
ya para siempre ¡adiós!


(O. C. 658)                


Otras veces lo presenta claramente como un progresivo empobrecimiento espiritual; no es sólo que no siente amor, es algo más general todavía; siente cómo se va apagando su llama vital:



   Ya siente que te extingues en su seno,
llama vital, que dabas
luz a su espíritu, a su cuerpo fuerzas,
juventud a su alma.

   Ya tu calor no templará su sangre,
por el invierno helada,
ni harás latir su corazón, ya falto
de aliento y de esperanza.

   Mudo, ciego, insensible,
sin gozos ni tormentos,
será cual astro que apagado y solo
perdido va por la extensión del cielo.


(O. S. 336)                


Aquí el «vivir sin gozos ni tormentos» no está visto bajo el prisma del deseo de descanso, no es algo anhelado. Rosalía contempla con dolor la imagen de su espíritu apagado, como también pensará con dolor en su cuerpo muerto.

En estos poemas hay anticipo, una premonición de la muerte del espíritu. En otros lo dará ya como algo consumado:


...en mi pecho ve juntos el odio y el cariño,
mezcla de gloria y pena,
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mi sien por la corona del mártir agobiada,
y para siempre frío y agotado mi seno.


(O. S. 317)                


En la catedral de Compostela se siente observada por las estatuas de piedra e «insensible como ellas» (F. N. 177).

Junto a la insensibilidad, la muerte es otra forma de descansar del peso de la vida. Igual que ha deseado ser piedra, Rosalía desea la muerte. En muchas ocasiones declara abiertamente este deseo:


   I eu..., mais, eu, ¡nada temo no mundo,
que a morte me tarda!


Ve en la muerte, sobre todo, el momento de descansar, de acabar un sufrimiento continuado y sin sentido:



Meses do inverno fríos,
que eu amo a todo amar;
meses dos fartos ríos
i o doce amor do lar.
[...]

Chegade, e tras do outono
que as follas fai caer,
nelas deixá que o sono
eu durtna do non ser.

E cando o sol fermoso
de abril torne a sorrir,
que alume o meu reposo,
xa non o meu sofrir.


(F. N. 231-2)                


En cierto momento, la tierra lejana y añorada pudo parecer un refugio, el puerto de descanso anhelado. Pero los años la convencen de que hay un solo y definitivo descanso para ella:

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Ambos errantes polo mundo andamos
i as nosas forzas acabando van.
Mais ¡ai!, ti nela atoparás descanso,
i eu tan sóio na morte o hei de atopar.


(F. N. 310)                


Fijémonos en que no hay ninguna postura trascendente ante el hecho de la muerte. El morir es un final, un término anhelado porque supondrá el descanso. Es el no ser, como la insensibilidad es no sentir; en ambos casos: no sufrir. No se plantea, por ahora, qué sucederá después -otras veces sí lo hace-. El dolor, el cansancio de vivir, la hacen desear un término que, como tal, se considera dichoso:


   Fue ayer y es hoy y siempre:
al abrir mi ventana,
veo en Oriente amanecer la aurora,
después hundirse el sol en lontananza.
Van tantos años de esto,
que cuando a muerto tocan,
yo no sé si es pecado, pero digo:
-¡Qué dichoso es el muerto, o qué dichosa!


(O. S. 391)                


En algún caso, Rosalía se imagina una muerte realmente idílica: un sueño continuado, un tránsito sin dolor, en alas de los ángeles, de una a otra vida («Baixaron os ánxeles», F. N. 219).

El deseo de morir hace que desee también adelantar el momento de ese descanso definitivo. El tema del suicidio es frecuente en su obra. Rosalía nos habla de la mujer sola que un día se fue hacia la playa para no volver (F. N. 200). Del suicida que vuelve a la vida por misericordia de un Dios compasivo (O. S. 392). De sus propias tentaciones de suicidio, de sus intenciones de llevarlo a cabo. A veces expresa estos sentimientos creando un personaje, distinto de   —314→   sí misma, que los experimenta. En el poema «¡Ea! ¡Aprisa subamos de la vida!» (O. C. 659) las ideas, las vivencias expresadas son las típicas de Rosalía, incluso el elegir el mar como lugar del suicidio. Pero parece claro que ella quiere situarse en papel de espectadora, de relatora y comentarista del suceso. No deja de ser curiosa, sin embargo, la ambigüedad en la determinación del sexo, ya que, excepto al decir «el suicida infeliz», todo lo demás es atribuible al hombre o mujer indistintamente. Incluso el adjetivo infeliz es común, como lo es el sustantivo suicida. Queda sólo el artículo señalando que es hombre el que habla. Pero, en el fondo, Rosalía ha conseguido que esas palabras las sintamos como suyas.

En otras ocasiones habla de sus tentaciones de suicidio con toda claridad e incluso con humor:



Co seu sordo e costante mormorío
atráime o oleaxen dése mar bravío,
cal atrái das serenas o cantar.
«Neste meu leito misterioso e frío
-dime-, ven brandamente a descansar».

El namorado está de min... ¡o deño!,
       i eu namorada del.
Pois saldremos co empeño,
que si el me chama sin parar, eu teño
unhas ansias mortáis de apousar nel.


(F. N. 172)                


Es de señalar esta fascinación que ejerce el mar sobre Rosalía. En «As viudas dos vivos e as viudas dos mortos» encontramos el relato de una mujer que se arroja al mar en el lugar de las «Torres de Oeste». Un marinero la salva, pero el comentario final es éste, que parece reproducir reflexiones de Rosalía:

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Non vaiades nunca,
eu volo aconsello,
ás Torres de Oeste
co corazón negro.


(F. N. 305)                


También el Sar, con sus frescas aguas y sus orillas pobladas de árboles, ha tentado a Rosalía («¡Corré, serenas ondas cristaíñas!», F. N. 178).

El poeta se pregunta por qué es considerado un crimen el suicidio, qué tiene de malo ir en busca de una muerte que tarda en llegar, cuando uno está cansado de vivir:


¿Por qué, Dios piadoso,
por qué chaman crime
ir en busca da morte que tarda,
cando a un esta vida
lle cansa e lle afrixe?


(F. N. 199)                


Pero Rosalía ve también -como sucedió con el deseo de insensibilidad- los aspectos negativos de la muerte. Ve que la muerte llega a destiempo:


Sempre pola morte esperas,
mais a morte nunca ven.


(F. N. 298)                


Que nunca llega cuando el enfermo la espera, que, en cierto modo, forma parte de esa constelación de fuerzas confabuladas para hacer del hombre un triste («Sintiéndose acabar con el estío», O. S. 390). Que no tiene siquiera la ventaja de evitar con una llegada temprana las tristezas de la vejez y sus fealdades:


   Morte negra, morte negra,
cura de dores e engaños,
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¿por qué non mátalas mozas
antes que as maten os anos?


(F. N. 245)                


Y que parece obedecer a principios ajenos a la comprensión del hombre: a veces, parece una burla:


   Sucumbe el joven y, encorvado, enfermo
sobrevive63 el anciano; muere el rico
que ama la vida, y el mendigo hambriento
que ama la muerte es como eterno vivo.


(O. S. 386)                


En este poema Rosalía presenta la muerte como una más de las amargas burlas del destino. En otras ocasiones plantea esta extraña distribución de la muerte como un misterio al que sólo Dios puede responder:


   Tal como el pobre abuelo que contempla
del nietezuelo amado los despojos,
exclamó, alzando la mirada al cielo,
de angustia lleno y doloroso asombro:
-[Pero es verdad, Dios mío, que ellos mueren
y quedamos nosotros!


(O. C. 661)                


Y lo mismo que se ha estremecido ante el apagamiento paulatino de aquella llama vital, se estremece ante la imagen de lo que será su muerte: se imagina su propio cuerpo frío e insensible, el dolor de sus hijos, y vive de antemano el dolor, su propio dolor de abandonar todo lo que ama. Se da cuenta de que el más terrible sarcasmo es la indiferencia de un cadáver; ¿qué significan ante él el dolor de los que quedan?, ¿qué significa su dolor previo de abandonarlos?   —317→   («Hoxe ou mañán, ¿quén pode decir cando?», F. N. 169).

Rosalía se refiere con frecuencia a su propia muerte: tiene presentimientos, la siente cercana, se imagina cómo ha de ser... ¿Era aprensiva? En una carta a su marido, o mejor dicho, en un fragmento que conservamos, lo niega:

Ya sabes que no soy aprensiva y que cuando estoy buena no me acuerdo de que he estado enferma, pero te aseguro que éste ha sido un golpe de lanza soberano y que no sé cómo quedaré.


Por las palabras siguientes parece deducirse que la enfermedad que padecía en aquellos momentos era de tipo pulmonar:

Te confieso que lo mismo me da, y que si en realidad llegase a ponerme tísica, lo único que querría es acabar pronto, porque moriría medio desesperada al verme envuelta en gargajos, y cuanto más durase el negocio, peor.


Y con sarcástico humor comenta:

¿Quién demonio habrá hecho de la tisis una enfermedad poética? La enfermedad más sublime de cuantas han existido (después de hallarse uno a bien con Dios), es una apoplejía fulminante, o un rayo, que hasta impide, si ha herido como buen rayo, que los gusanos se ceben en el cuerpo convertido en verdadera ceniza.


Y a continuación viene una de las premoniciones sobre su muerte que resultó de las más acertadas:

Pero dejemos de hablar de esto, puesto que, según todas las trazas, sea hoy, sea mañana, más tarde o más temprano, pienso que tendré que morir despacio y a modito, y sin duda será un bien, porque en realidad me hallo cada vez menos resignada, y por lo mismo menos a bien con Dios; y de este modo muriendo de repente me iría muy mal .


(O. C. 1557)                


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En efecto, la enfermedad final -degeneración cancerosa del útero- y su agonía fueron largas y le dio tiempo, como ella decía, a ponerse «a bien con Dios».

En ocasiones Rosalía percibe presagios de muerte, en los que se ajusta a las creencias populares. Cuervos que sobrevuelan la casa, perros que aúllan, las luces de La Compaña son anuncio de la presencia de la muerte («Basta unha morte», F. N. 302).

De tipo más personal, menos "populares", son los presagios que le anuncian su propia muerte: el sol le da escalofríos, el sonido de una gaita le eriza los cabellos y la hace temblar («O sol fun quentarme», F. N. 297).

Desde Follas novas, Rosalía da el hecho de su muerte como algo cercano:


Da catredal campana,
tan grave e tan sonora,
¿por qué a tocar volveches
a ialba candorosa
desque eu houben de oírte
en bagullas envolta?
Mais ben pronto..., ben pronto, os meus oídos
nin te oirán na tarde nin na aurora.


(F. N. 186)                


En su último libro lo da como algo tan seguro que alude a ello como a un hecho que se está produciendo ya: siente que se acaba, que es insensible a la belleza que en otro tiempo la hizo vibrar, que su seno está frío y agotado. Perduran sólo el ansia, «la sed devoradora y jamás apagada» y el odio: está a punto de consumarse -falta muy poco- la muerte física y la muerte del espíritu (parte sexta del poema inicial del libro, O. S. 313):

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...en mi pecho ve juntos el odio y el cariño,
mezcla de gloria y pena;
mi sien por la corona del mártir agobiada,
y para siempre frío y agotado mi seno.


(O. S. 317)                


La última vez que Rosalía nos habla de la muerte es un año antes de morir. Sorprende su serenidad, porque entonces no había ya esperanzas de salvación para ella. Habla de la muerte como de algo suave, lánguido, voluptuoso; nada terrorífico: viene a ofrecer calma y reposo. La muerte es un mar o un río, donde uno debe sumergirse para allí descansar. Es la tentación tantas veces expresada que ahora se hace realidad:



   Cuando al morir el día
sólo cantan el grillo y la cigarra,
y los insectos bullen y se pierden
en la niebla dorada.

   Yo pienso que del cáliz de una rosa
la veo salir envuelta en leve gasa,
y que sus negros ojos fijan en mí64
su lánguida mirada.

   Y sueño en el silencio
de la noche callada
que a mi lecho se acerca
como una sombra voluptuosa y blanca.
Que me besa en la frente,
que me sonríe y habla
y que me dice: «Vengo
de regiones extrañas
para traerle a tu enervado espíritu
la codiciosa calma.
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   Ven, báñate en las ondas de la muerte,
mi cariñosa hermana;
depón las terrenales ligaduras.
Ven conmigo... y... descansa».


Padrón, 13 de junio de 1884.

(O. C. 1530)                


Las últimas palabras de un ser que muere son muchas veces reveladoras de hondas vivencias de su espíritu. Las de Rosalía lo fueron. En un poema pedía al Sar que cubriese la huella de su cuerpo con flores de las que ella quería. Su último deseo consciente fue pedir a su hija Alejandra un ramo de pensamientos. Y, ya en delirio y con los ojos nublados, dijo: «Abre esa ventana que quiero ver el mar». El mar real estaba lejos, pero Rosalía sentía cerca su mar, el mar que la llamaba sin parar, el mar anhelado durante años, el mar de la muerte.



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