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La poesía de Jorge Guillén

María del Carmen Bobes Naves


Universidad de Oviedo



En 1970, poco después de llegar a Santiago de Compostela como catedrática de Gramática Histórica de la Lengua Española, me pidieron que diera una conferencia en Villagarcía de Arosa, en la fiesta de la poesía, que celebraban todos los años al entrar la primavera, en uno de los Institutos locales. Hablé sobre Cántico, de Jorge Guillén, ya que entonces estaba trabajando sobre lo que más tarde publicaría bajo el título de Gramática de «Cántico». (Análisis semiológico).

La conferencia de Villagarcía fue reseñada en los periódicos locales y poco después recibí una carta del poeta, que vivía en Estados Unidos y estaba viajando por Italia en aquellos momentos. En la carta se dirigía a mí como «mi ya querida amiga lectora», y me decía que le había llegado un recorte de «El Correo Gallego» con la grata noticia de que me había referido a Cántico en mi conferencia.

Recuerdo aquí esta pequeña anécdota porque pone de relieve hasta qué punto don Jorge estaba pendiente de la recepción de su obra, y cómo vivía para ella. No sé qué método utilizaría y qué detective estaba al tanto para enviarle el recorte de un periódico local que había reseñado una conferencia sobre Cántico, en un Instituto de Bachillerato.

A partir de aquella circunstancia y después de explicarle que la conferencia no era sino un adelanto de un estudio más amplio sobre su obra, intercambiamos cartas, expusimos ideas y valoraciones sobre el lenguaje poético, sobre su naturaleza de discurso desviado de las normas de la gramática lingüística, o generado por las normas de otra gramática, la literaria, sobre los rasgos de la poesía y el carácter de los críticos, sobre la posibilidad de adentrarnos en un estudio del discurso poético con los conocimientos semánticos que nos ofrecía la nueva investigación lingüística y lógica, etc. Yo intentaba por entonces comprobar si el lenguaje de la poesía contemporánea respondía a las preguntas que la investigación semántica más actual podía plantear al texto, y don Jorge mostró siempre interés por la experiencia.

Iniciamos, por la bondad del poeta, una amistad que se continuó durante muchos años, en Málaga, donde él había fijado su residencia y donde yo acudía todos los veranos para dar clases en el Curso Superior de Filología que organizaba y dirigía Manuel Alvar. Allí todos los años, en su casa del Paseo Marítimo, iba a verlo con mi marido y mis hijos y estábamos toda la tarde con él, en conversación distendida y amigable; nos invitaba a té y además tenía la gentileza de regalar a mis hijos uno de sus libros dedicado, que por cierto guardan con devoción. Guillén, que era muy minucioso y estaba siempre muy risueño, el primer día que nos conocimos en persona, me dijo: -Carmen, a mí los jóvenes, me llaman don Jorge. -Pues así lo llamaremos, don Jorge. Además, y con picardía, le dijo a mi marido: -Ramón, debe saber que yo soy un poco rojillo. -Pues está Ud. en su derecho, don Jorge... Parecía que, establecida la relación en los cauces formales e ideológicos, podíamos entrar en los temas particulares. Y así lo hicimos.

En su niñez, el poeta había pasado algún verano en Salinas y revivía el paisaje y los amigos de entonces, y todos los años recordábamos la inmensidad de la playa, desde la Peñona hasta San Juan, los días grises del verano asturiano, al rector Leopoldo Alas, cuya muerte seguía doliéndole... Todos los años repetíamos una tarde siempre igual, siempre diversa. El tiempo se detenía en el recuerdo y recuperaba otros espacios, bien alejados de la Málaga benigna, repetida cada verano.

Cuando llegó el momento de publicar mi trabajo, don Jorge se entusiasmó con el título: «Cántico tendrá su gramática». Le complacía la idea de que su texto respondiese a normas específicas, y que los recursos poéticos del discurso no fuesen considerados como «desvíos» de las normas gramaticales del lenguaje en general, pues ésta le parecía una visión reductora de la poesía. Me sugirió la idea de que algún crítico importante le pusiese un prólogo al libro, y se lo pedí a don Manuel Alvar, que, con su habitual generosidad, accedió inmediatamente. Don Jorge estaba como niño con zapatos nuevos: Gramática de «Cántico», con prólogo de Alvar, de cuya sensibilidad lírica el poeta decía mucho y sabía más.

En 1975 salió la Gramática de «Cántico». (Análisis semiológico), en Madrid, Editorial Planeta/Universidad de Santiago de Compostela, inaugurando la colección «Planeta/Universidad», que dirigía Antonio Prieto.

La lírica de Jorge Guillén suscitaba entonces y suscita ahora la admiración de muchos lectores; el método semiológico, que se anunciaba en el subtítulo, suscitaba entonces -ahora quizá no tanto, porque es más conocido- gran curiosidad, y el prólogo de Alvar atraía lectores, como siempre sus obras. A todo esto vino a sumarse una circunstancia no prevista: el profesor Aranguren, que entonces estaba separado de su cátedra universitaria, admirador y amigo del poeta, hizo un amplio comentario de la Gramática de «Cántico», que publicaron los suplementos literarios de muchos periódicos de Castilla, al menos yo supe que había salido en Madrid, en Valladolid, en Burgos, en Palencia, en León, ya que colegas o amigos que estaban en esas ciudades me lo advirtieron... El libro se agotó en pocos meses y al año siguiente salió una nueva edición: de todos mis libros fue, sin duda, el que más rápidamente alcanzó la segunda edición.

La crítica de Aranguren no me resultó tan certera como la que se manifestaba en el prólogo de Alvar. Para Aranguren la sintaxis semiótica que ocupaba la primera parte de la Gramática de «Cántico» y que había sido formalizada en los árboles generativos de la gramática transformacional de Chomsky, parecía «meros ejercicios escolares»; y en principio sí lo eran, pues fueron utilizados como expresión formal de unas relaciones que pretendían poner de relieve; en ningún caso suponían un avance teórico o crítico, ni una novedad en el análisis de las formas y de las relaciones sintácticas de los poemas; eran simple aplicación de unos diagramas para explicar las relaciones de las frases que constituían el verso; la novedad era la forma de presentación visual de esas relaciones para destacar algunos recursos de intensificación literaria; en ningún caso eran mero ejercicio de dedos para coger soltura, como suelen ser los ejercicios escolares; intentaban poner ante los ojos del lector, de una manera gráfica, los binarismos, los couplings, los paralelismos, las reiteraciones sintácticas y léxicas en general, que junto a otros recursos formales de tipo fónico o morfológico, ya estudiados en Cántico por otros críticos, daban a los poemas una gran densidad semántica a partir de las reiteraciones formales.

Los brillantes estudios de la estilística sobre la lírica de Guillén mostraban que era un método al que el texto metrificado y rimado respondía con fluidez, destacaban su claridad, su perfección formal, su novedad expresiva; la aplicación de diagramas y esquemas generativos para resumir las normas sintácticas que regían las relaciones de los términos dentro de la unidad del poema, permitían objetivar las recurrencias de todo tipo, no sólo fónicas y léxicas, sino también de relación, que intensificaban el texto. Los árboles generativos, al visualizar las relaciones entre las categorías sintácticas, proyectaban claridad en la objetivación de los recursos formales literarios y permitían ir más allá del discurso inmediato de los signos en su doble faceta de significantes (fónica) y significados (semántica), en que se apoyaba la lingüística de procedencia saussureana.

Aranguren destacó la originalidad y la validez de los análisis semánticos, que por primera vez se hacían sobre el discurso lírico. Los conceptos de campo semántico, de transformaciones semánticas, la idea de una semántica componencial (microestructura y macroestructura semántica de los términos), etc., fueron considerados por el profesor Aranguren instrumentos adecuados para analizar el lenguaje de la lírica y especialmente el discurso de Cántico.

Pero, dejando aparte las críticas y las reseñas del momento en que apareció en el panorama español, Gramática de «Cántico» fue un libro con suerte y disfrutó de un verdadero lujo: la lectura demorada, inteligente y luminosa, desde la cima del saber crítico, de don Manuel Alvar. Su prólogo constituyó un excelente marco de referencias para comprender no ya mi gramática, sino la gramática del discurso lírico en general. Yo creo que mi querido y admirado Alvar fue mi mejor lector y quien comprendió mejor mis tesis. La verdad es que siempre sentí que no fuera posible una quimera: invertir el orden, es decir, haber podido leer el prólogo antes de escribir el libro; el orden obligado debería haber sido el otro, porque en el prólogo de Manolo estaba el subtexto que explicaba mis argumentos con mayor claridad y remitía a mis tesis con los principios generales de la teoría y de la crítica literarias. Dio expresión directa a algunas ideas con las que yo había trabajado como presupuestos, sin explicitarlas, y aclaró mucho las bases, por consiguiente.

El prólogo plantea cuestiones que son precisamente los problemas básicos que afronta la creación artística y que tiene que resolver el lenguaje literario. Aunque no lo parezca en principio, la Dialectología es una muy buena plataforma para el estudio de la lírica, pues tiene muy definidas las cuestiones y los límites que los lenguajes funcionales reciben del espacio, donde la lengua se convierte en habla, y permitía ver también nítidamente los problemas específicos que presentan los lenguajes sectoriales de la literatura, del arte, de la ciencia, de la religión, de la filosofía. Hoy, veintitantos años después de escrito, las ideas que recorren el prólogo de Manuel Alvar siguen siendo centrales en la temática general de la teoría literaria y siguen ocupando el primer plano que tuvieron en la visión de conjunto. La oposición entre lenguaje funcional y lenguaje poético, la pregunta jakobsoniana, ya formulada antes por Dámaso Alonso, según Alvar pone de relieve (¡que cada palo aguante su vela!) sobre qué criterios, qué cambios, en resumen, qué hace que un discurso lingüístico se convierta en un discurso literario; las señas lingüísticas del estilo de cada poeta, la capacidad de comunicación y de intensificación propia del lenguaje literario; la esencialidad de la palabra poética, su valor simbólico y su capacidad connotativa, que remiten a una consideración artística del hombre, del mundo, de las cosas; la particular visión del mundo que nos ofrece el poeta en sus experiencias, en sus vivencias, en su creación, son los temas que va encadenando ese texto preliminar que condensa en pocas páginas una profunda y bien planteada teoría del lenguaje poético, de la lírica en particular.

Además revisa otros caracteres generales del arte: la ambigüedad o polivalencia semántica, la intensidad, el desvío de la norma (la anormalidad como rasgo específico del discurso poético), la participación intuitiva y científica del lector en la comprensión del texto y en la determinación del sentido poético... La lectura de Gramática de «Cántico» desde estas consideraciones tan sabias, tan variadas, no es posible para la mayor parte de los lectores, y el prólogo viene a ofrecérselas. Yo he tenido el privilegio de tener un lector de esta sabiduría, que además era poeta. He sido afortunada, y la Gramática de «Cántico» entró con buen mentor en el campo tan debatido de la crítica y teoría literarias.




El análisis semántico del discurso lírico

Vamos a revisar algunas de las ideas y de los esquemas semánticos que seguimos para interpretar el discurso de Cántico ya hace veinticinco años largos. Desgraciadamente el correo no me va a sorprender esta vez con una carta de Jorge Guillén, ni puedo aspirar a la lectura de Manuel Alvar. Los dos han pasado; ahora recordamos al primero por lo que sobre él escribió el segundo y la nostalgia de su escritura, de su amistad, de su presencia... no puede ir por más caminos que los que permite el recuerdo.

Las teorías semánticas han evolucionado mucho en los últimos años, pero no tanto que se hayan superado a sí mismas. La segunda parte del siglo XX fue un continuo sucederse de teorías sobre el lenguaje, provenientes de campos muy diversos: troncalmente, como es lógico, de la lingüística con su imparable sucesión de métodos (estructural, generativo-transformacional, funcional, contrastivo, etc.), pero también del ámbito de la filosofía, fundamentalmente de la lógica y de la epistemología, de la sociología, de la psicología, de la cibernética, de la semiótica y hasta de la política. Métodos, enfoques y objetivos diferentes dan lugar a argumentaciones también diferentes, que se aclaran en forma recíproca y alcanzan más y mejores conocimientos sobre ese fenómeno que es el lenguaje humano. Y todo ello se deja sentir de forma casi inmediata en el estudio y análisis del lenguaje literario.

Alvar dice muy claro en el inicio de su estudio preliminar que «el análisis literario no puede quedar ajeno a los hallazgos de la lingüística», y efectivamente en la tradición de la estilística española esta actitud ha sido una constante. Los conocimientos sobre fonética y morfología están en la base de los análisis de nuestros más grandes críticos estilistas, que se dedican a la palabra como objeto de estudio y se complacen en ella como material para la creación: Dámaso, Bousoño, Alvar, el mismo Guillén... son lingüistas, teóricos de la literatura, en especial del lenguaje literario, en diversos grados de dedicación, crean poesía y reflexionan sobre el poema.

De este modo, la composición y disposición de la palabra en el discurso poético encuentran sus más eficaces analistas en los mismos poetas; sus conocimientos amplios y nítidos de los valores y de los usos del habla les permiten ver los cambios que el poema introduce en la secuencia fónica, en las unidades morfológicas, en las relaciones sintácticas. Los efectos del simbolismo fonético, las dificultades y los aciertos de dotar a la palabra de connotaciones simbólicas, el aprendizaje necesario para quitar a la lengua lo que le sobra y dejarla convertida en arte literario, es labor de poetas críticos, y así lo demuestran sus estudios, sus magistrales análisis del lenguaje poético de otros poetas: de San Juan, de fray Luis, de Machado...

En Gramática de «Cántico» no quise plantear cuestiones fonéticas de ritmos o de rimas, de valores simbólicos, o cuestiones morfosintácticas, de bimembraciones o trimembraciones, de reiteraciones léxicas o frásticas, porque este tipo de análisis había sido muy desarrollado por la estilística, y me limité a formalizar en los árboles generativos algunas de las más inmediatas recurrencias morfosintácticas. Quise llevar el estudio de los poemas a sus aspectos semánticos, en primer término porque me parecía más nuevo y el deseo de experimentación me empujaba y, en segundo lugar, porque me parecía que era el aspecto al que los poemas de Guillén iban a responder con más seguridad: algunos poemas parecían pedir con urgencia un análisis de este tipo; se veían, bajo una forma métrica perfecta, unos indicios en las adjetivaciones, en las predicaciones, en las unidades semánticas colocadas en su contexto poemático, que parecían responder a una nueva forma de crear sentidos. Y, para mi satisfacción, pude comprobar hasta qué punto los poemas respondían a los interrogantes que desde el saber semántico actual se les pueden formular. Talmente parecía que la evolución de los estudios semánticos, la teoría lingüística y lógica, estaba en el fondo de una especial manera de entender la creación poética que venía a romper con fórmulas fónicas y con un modo de metaforizar que estaban presentes en la lírica europea desde Petrarca, y que ahora parecían mostrar más dedicación a otras maneras de creación.

La lírica de Jorge Guillén pertenecía a un mundo poético que, distanciado del rico mundo de la tópica temática de la lírica tradicional, de sus tropos, y en general del modo de poetizar válido desde el Renacimiento italiano, parecía responder a otras motivaciones, a otra concepción de la vida y del arte. Del sentimiento amoroso como centro de toda poesía, se estaba pasando a la búsqueda de lo esencial de las cosas, a la visión clara de la realidad, de los objetos, de la verdad; y sin abandonar los temas amorosos, se adoptaba una nueva y más amplia visión del mundo, de la vida, de los sentimientos y de los pensamientos. Don Jorge dedica un poema al «Beato sillón», a «Las cuatro calles», con su encanto que es aire, a la «Plaza Mayor», con su plena realidad, a «Las doce en el reloj», cuando el poeta se hace centro en aquel instante / de tanto alrededor; busca «Más Verdad», Sí, más verdad, / Objeto de mi gana... / La verdad impaciente, / Esa verdad que espera a mi palabra, y con ella la esencial realidad que trae consigue nuevos tesoros de imágenes...

El lector advierte que anda por caminos nuevos, en plenitud de ser, y que el poeta le ofrece unas gafas que descubren la realidad desde ángulos inéditos. Un hermoso poema, «Desnudo», describe un cuerpo femenino más allá de la belleza, del color y de las formas, como síntesis de la realidad, del tiempo y del espacio: colmo de la presencia, plenitud inmediata, absoluto presente. Más adelante volveremos sobre él, pues este discurso nuevo, las cosas claras y los temas que aparecen con la frescura de la originalidad, se acogen a una nueva concepción del significado, que los estudios semánticos lingüísticos y lógicos ponen de relieve. Solo aquellos que limitan la poesía al sentimiento pueden decir que la de Cántico es mentalista. Los poemas de Jorge Guillén tratan de todo, no excluyen temas, simplemente los tratan desde ángulos nuevos y nos conducen a la plena realidad del ser, a la totalidad humana. Vamos a ver algunas de las posibilidades que se derivan de este método.

En 1970 la semántica deja de ser «el estudio diacrónico de los significados», frente a la lexicología que se consideraba su equivalente en el estudio sincrónico del significado, para afrontar sus dos vertientes diacrónica y sincrónica. Los estudios de semántica que venían proliferando desde los años cincuenta, sobre todo en el campo de la lógica, eran fundamentalmente sincrónicos, pero no se habían planteado como opuestos o paralelos a los diacrónicos, que predominaban en la lingüística (gramática histórica fundamentalmente, como prolongación de la neogramática).

La semántica lógica se interesa por el aspecto sincrónico, porque lo que busca es determinar las posibilidades del lenguaje de la ciencia desde un criterio de «verdad», que le ofrezca garantías de verificación, y para ello investiga sobre las unidades léxicas y sus componentes, sus relaciones y sus transformaciones. La Lingüística atiende particularmente a los aspectos diacrónicos, en fonética, morfología y sintaxis, y también en semántica, porque intenta descubrir leyes evolutivas que la confirmen como investigación científica.

La semántica adquiere en la segunda mitad del siglo XX un gran interés y un amplio desarrollo, no tanto en el campo de la lingüística como en el ámbito filosófico. La filosofía analítica, que había pasado por restricciones radicales en su pretensión de garantizar la verdad de un lenguaje científico, había sobrepasado para la mitad del siglo el atomismo lógico que exigía, con Wittgenstein, que la expresión se limitase a oraciones simples (atómicas), en las que predicaciones y adjetivaciones fuesen siempre verificables directamente en la situación de uso del lenguaje. Pero esta exigencia limitaba la argumentación de una manera radical, puesto que la especulación estaba vinculada a la experimentación inmediata, en situación.

Carnap abrió la posibilidad de establecer normas sintácticas (Die logische Syntax der Sprache) que pudiesen garantizar la argumentación y la deducción del pensamiento por medio del lenguaje para poder así desprenderse de la férrea e inmediata vinculación a la situación de uso. Esto permite ampliar las posibilidades de un lenguaje científico como expresión de los conocimientos que se logran mediante deducciones sintácticas. El mismo Carnap, junto con Tarski, abrirán el paso a la semántica lógica para justificar, siempre buscando la garantía de verdad, las formulaciones con sentido en el lenguaje de la ciencia.

Con los estudios de lógica lingüística, en su fase semántica, convergen los de semántica generativa, que se hacen imprescindibles cuando se quiere justificar el paso de las categorías sintácticas, que forman los árboles generativos, a las cadenas terminales por medio de las normas seleccionales, porque, efectivamente, éstas son normas semánticas, no sintácticas.

Los árboles sintácticos son las formas vacías y las relaciones posibles donde tendrán cabida los significados virtuales que se convierten en sentidos concretos en el habla, es decir, en las cadenas terminales de los árboles generativos.

La necesidad de los estudios semánticos se hace evidente por las dos vías, por la de la filosofía del lenguaje y por la de los estudios lingüísticos en su modelo más avanzado por los años sesenta, la gramática generativo-transformacional. Y efectivamente la semántica va a ser la ciencia más cultivada en la segunda mitad del siglo, despertando un enorme interés, sobre todo cuando enlaza con la pragmática lógica y adquiere una dimensión más social y política, en cuanto que implica la posibilidad de encontrar cauces dialogados que garanticen las relaciones humanas mediante un instrumento, el lenguaje, que ofrezca certeza a la comunicación.

El hecho es que, siguiendo los esquemas semióticos, la semántica, si dejamos aparcada una tradición de estudio diacrónico (cambios semánticos) y léxico (conceptos escolásticos de comprensión y extensión, p. e.), se inicia, sobre el esquema semiótico básico (emisor-texto-receptor), buscando los contenidos en relación con las intenciones del emisor (semántica intencional), precisando los contenidos implicados en el texto (semántica textual y contextual) o bien completando los contenidos en la fase final de la comunicación, que corresponde al receptor con la comprensión, en una semántica que llamamos composicional que, si bien no prescinde del emisor y del texto, cuenta también con el receptor como última instancia en la configuración del sentido final del proceso de comunicación lingüística.

Una semántica intencional es difícil de justificar y mantener, puesto que las intenciones con que un hablante realiza su mensaje, si no adquieren forma alguna en el texto, son inasequibles en el proceso de comunicación, tanto directo, oralmente, en presencia del receptor, como a distancia, en el texto escrito, y no pueden ser objeto de estudio, sino, todo lo más, acaso, de conjetura. Por otra parte, se hace preciso distinguir inmediatamente un «lenguaje en situación», es decir, un lenguaje verbal y no verbal, directo entre dos sujetos, un diálogo, es decir, un proceso de comunicación in praesentia, en el que se usan, además del código lingüístico, otros códigos concurrentes (paralingüístico, quinésico, proxémico, etc.) para poner de manifiesto las intenciones y el estado de ánimo de los hablantes, o al menos para dar indicios textuales sobre esos contenidos; y frente a esto, el «lenguaje en diferido», a distancia, escrito o fijado de otra manera, que pretende una autonomía lingüística, y en el que resulta muy difícil precisar intenciones si no se textualizan de algún modo, quizá en un metalenguaje, en acotaciones, o, como decimos, por medio de conjeturas interpretativas.

Por estas razones la semántica intencional deja paso a la semántica contextual. Y ésta conduce al contexto, lingüístico y extralingüístico (co-textual), para buscar indicios que permitan inferir significados más allá de las intenciones del sujeto no textualizadas y de los que proceden de los valores semánticos implicados en las unidades léxicas y sintácticas del texto.

Se estudian (Grice) las implicaturas conversacionales (básicas y generales), se deduce el subtexto, se analizan todos los elementos presentes o latentes (es decir, los que no se expresan directamente, pero pueden ser recuperados de alguna manera, porque están implicados en el texto) del discurso para poder alcanzar su sentido, su intensidad lírica y sus contenidos semánticos, tan ampliamente como sea posible.

Pero creo que el método semántico que descubre mejor la naturaleza específica del lenguaje literario es el que podemos llamar interactivo, porque reconoce el papel creativo del emisor y el papel creativo del receptor, como sujetos que se ponen en relación inmediata a través del texto, elemento intersubjetivo, que a su vez crea también conexiones verbales y relaciones semánticas determinables en una lectura literaria. En este sentido el texto adquiere una función creativa, ya que la contigüidad de dos términos que reiteran una misma idea, o que la ponen en contraste, o bien la ausencia de un adjetivo cuya presencia se anuncia por su contrario, etc., dan una especie de dinamismo al lenguaje y le confieren fuerza creadora.

El papel creativo del emisor estriba fundamentalmente en su propuesta textual, realizada mediante una labor de selección de los semas concretos que los términos utilizados activan en el discurso; el emisor ha hecho efectivas en el uso unas determinadas posibilidades semánticas entre las que ofrecen las unidades del lexicón del código utilizado (tanto lingüístico como de otro tipo, por ejemplo literario, si advertimos una disposición especial, una contraposición, una metáfora, una reiteración, una intensificación lograda por la acentuación, por la rima, etc.). Un término sustantivo (no así el adjetivo) es una realidad virtual en la que se distingue una estructura semántica mínima con los rasgos que constituyen su definición, y una macroestructura semántica con aquellos rasgos que han de precisarse en el uso concreto, puesto que se puede optar por los elementos de una serie.

Si a un término como nubes le corresponde la predicación «color», será el emisor del mensaje el que elija poner o no poner un término de color y cuál entre los posibles (nubes grises, negras, blancas, rosadas, verdes, azules...) para darle un sentido que quedará más o menos expreso e integrado en el poema, de donde partirá el receptor para reconstruir, con las posibilidades que le ofrezcan sus propios conocimientos léxicos, las compatibles con su lectura literaria, realista, simbólica, metafórica...

En este método semántico, que podemos llamar interactivo o componencial, se pueden encontrar razones y argumentos para explicar algunos aspectos del lenguaje poético de Cántico. En algunos poemas las relaciones semánticas se con- vierten en signos literarios de intensificación, de ambigüedad y de polivalencia semántica. Parece que los conocimientos lingüísticos actuales están en la base de la creación artística, o bien que ésta sugiere nuevos enfoques en el estudio del lenguaje literario.

La semántica actual ha rechazado la idea de que los términos sean simples etiquetas de los objetos que denotan; ni siquiera aquellos términos de «definición ostensiva», es decir, aquellos cuya referencia es algo concreto, como puede ser libro, mesa, nube... responden a esta concepción del significado. El lexicón de una lengua reparte los campos semánticos no de una forma estanca y definitiva, sino con interaciones continuas entre sus unidades y con cambios en el tiempo, es decir, con unas relaciones dinámicas y permeables. Por otra parte la lengua, entidad abstracta, de límites imprecisos y de posibilidades virtuales, se concreta en los usos del habla con unos mecanismos que propician y toleran diferentes procesos de comunicación en los que el emisor, el texto y el receptor actúan de formas también cambiantes.

En este marco de hechos y circunstancias, se deduce que la relación significado- significante no es, como se suponía, una relación fijada y estable entre dos facetas constantes y absolutas de un mismo hecho, el signo lingüístico, tal como lo definió Saussure: las dos caras se condicionan mutuamente, ya que el significante admite variantes que se determinan en el uso sólo a partir del significado, y éste se hace presente con el significante en un contexto de uso; esto supone que el signo no es una unidad donde todo está fijado y perfecto, sino que en cada uso se verifica un proceso de comunicación en el que el emisor propone un texto y el receptor lo interpreta, y no necesariamente con una coincidencia absoluta: el significado no es una parte del signo, sino el resultado de un proceso de comunicación, en el que intervienen el emisor, el texto y el receptor. El significado es una virtualidad variable en función de los distintos factores que intervienen en el uso, es decir, el emisor, que inicia el proceso, el texto como elemento intersubjetivo y el receptor que lo concluye.

El diccionario ofrece indicios de esta variabilidad de modo que cada entrada es una definición, formada generalmente por los rasgos que constituyen la microestructura semántica del término (nubes: vapor de agua, suspendido en la atmósfera) y por las posibilidades de color, tamaño, forma, finalidad, etc., que integran la macroestructura semántica y que se concretan en el uso mediante la elección de una de las posibilidades ofrecidas (un color: negro / blanco, rosado; un tamaño: grande/ pequeña; una disposición: aisladas y numerables / nublado...).

Las definiciones léxicas, que los buenos diccionario suelen hacer con los semas de la microestructura semántica, se identifican con el término y, por ello, permanecen implícitas en los usos, de modo que cuando decimos nubes, decimos «vapor de agua suspendido en la atmósfera», y no es necesario que se explique en el texto directamente: el término es resumen de su propia definición, y únicamente para lograr una intensificación por medio de reiteraciones puede ponerse en el texto lo mismo que queda implícito con la presencia del término. Los semas de la definición pueden, sin embargo, quedar anulados en el uso figurado, como en la expresión una nube de gente bajaba por la calle de Alcalá, en la que no puede entenderse «vapor de agua, suspendido en la atmósfera», sino un sema como «innumerables», que tiene su razón de ser en vapor = «gotitas de agua». Cada uso es una realización distinta y concreta hecha por un sujeto, de un valor ideal ofrecido por el lexicón. Del conjunto de posibilidades que tiene cada término sólo algunas se actualizan en cada uso, incluidas las de la microestructura semántica.

Un segundo paso que hay que considerar, además de este primero en que el uso selecciona y actualiza sólo algunos de los rasgos posibles del término, es el de su contextualización, es decir, el de su disposición en un discurso. Una unidad léxica se concreta en el uso actualizando unas determinadas virtualidades, y esta selección ha de estar en un contexto que contribuirá a delimitar y a precisar su sentido. La significación léxica si sitúa en la significación contextual y se perfila plenamente en el sistema semiótico en el que se interprete: el término nubes tiene una capacidad referencial que se basa en las posibilidades léxicas de su microestructura semántica (vapor de agua, suspendido en la atmósfera) y de su macroestructura semántica (número, tamaño, color, aspecto, etc.); adquiere significación contextual que puede ser metafórica (las nubes están en el mar azul del cielo aisladas como tres islotes, frescas y lisas como témpanos, en el poema «Tres nubes»); y se inserta en un sistema semiótico literario, de modo que el sentido que adquiere la palabra no será el mismo que tendría en un tratado de ciencias naturales o de meteorología.

Con insistencia se ha destacado, y el profesor Alvar pone de relieve este aspecto en el prólogo, que el léxico de los poemas de Cántico es normal, corriente, habitual en el habla cotidiana del español; la mayoría de los términos entran en el poema sin negar y ni siquiera contradecir las definiciones que les corresponden; sin embargo, al integrarse en unidades sintácticas más amplias, o en el contexto del poema, se potencian mediante una elaboración semántica muy compleja y adquieren una gran intensificación y una ambigüedad sémica que entra en contraste con la unidad de sentido que tiene el poema, generando una tensión entre el conjunto y sus unidades, que, según creo, es propia del estilo lírico de Jorge Guillén.

Los procesos que sigue el poema para potenciar sus términos sin alterar sus valores semánticos originarios son muy diversos y muy sutiles en ocasiones. Hemos destacado algunos en artículos publicados, como «Procedimientos de unificación en Muerte a lo lejos» (1978), «La lírica de Jorge Guillén» (1984), o en Gramática de «Cántico» (1975); recordaremos, como ejemplo suficiente, algunos de los más destacados: la imagen recíproca, la conversión de denotaciones en connotaciones y la adjetivación cruzada.

1. Imagen recíproca: es, sin duda, el más frecuente entre los recursos más eficaces para dar cohesión y unidad al poema. El hecho de que dos o más términos se identifiquen entre sí (muerte = muro) y a partir de esta identificación puedan compartir adjetivaciones, predicaciones, etc., e intercambiarlas, produce una fuerte cohesión y, sobre todo, da unidad al poema, y a la vez abre un abanico de posibilidades interactivas hacia otros campos que en principio pueden ser ajenos a cualquiera de los dos términos. No se podría entender que la luz del campo tropiece en la muerte, pero sí se entiende a través de la imagen primera de la muerte como muro.

La isotopía general del poema está presente desde el título «Muerte a lo lejos», y se desarrolla ampliamente a partir de esa imagen: «la muerte es un muro» donde tropieza la vida, que es luz. Establecida esta igualdad, los dos términos podrán compartir e intercambiar sus predicaciones y sus adjetivos. Ninguno de los dos pierde su valor denotativo inicial, por eso decimos que en el discurso de los poemas de Cántico los términos, bien corrientes (muerte, muro), conservan sus valores significativos, pero se potencian al formar parte de frases y entrar en un contexto: muro arrastra metáforas en su valor como término real y también asume las que le corresponden a muerte, del que pasa a ser término simbólico. El soneto va desgranando palabras que se relacionan con muro como unidad del léxico castellano (muro del arrabal, muro en el que tropieza la luz del campo...), pero asume relaciones nuevas: muro cano, muro que impone leyes... que le corresponden sólo a partir de su identificación con muerte.

La cohesión del poema estriba en que se pueden utilizar indistintamente como sujetos u objetos de relación los dos términos de la metáfora inicial, y de este modo los términos isotópicos de muerte pasan a serlo de muro y viceversa.

En un primer paso el término muerte, mediante una metáfora simple, se identifica con el término muro; se propician así unas posibilidades más amplias en la macroestructura semántica de ambos términos: el muro es el final del tiempo (acecha al futuro), cosa que es propia de la muerte; se presenta como final del espacio (propio de muro: el arrabal final), el final de la vida (en el muro tropieza la luz, es decir, la vida)...

Por otra parte, el término muro adquiere las posibilidades de relación que tiene el término muerte y figurará como sujeto de un verbo de acción humana, imponer, que sólo metafóricamente corresponde a muerte: la muerte impone su ley, el muro impone la misma ley.

Estamos, pues, ante una imagen recíproca en la que se cruzan no ya dos conceptos, sino dos isotopías, con sus términos iniciales de valor denotativo, que intercambian connotaciones, predicaciones, adjetivaciones e imágenes asociadas de todo tipo, en convergencia hacia una isotopía única en el poema.

La interacción de las dos isotopías (la del plano real y la del plano simbólico de los dos términos de la metáfora) da unidad al poema, cohesiona sus partes y sugiere al lector una interpretación final en que todos los conceptos se hacen presentes en la unidad semántica global. Los rasgos que se atribuyen a muro en su dimensión real o simbólica, y las notas que se atribuyen a muerte, en forma directa o por medio de su término simbólico, van sucediéndose en el discurso del poema: la muerte es una certeza, sensible como un muro; el tiempo de la vida se materializa en el espacio limitado por el muro, que impide el paso, y finalmente el muro impone leyes como lo hace la muerte. La realidad de la muerte (aunque a lo lejos) se hace más compleja al considerar todas las posibilidades de una situación espacial, temporal y humana. Los dos términos se potencian recíprocamente al intercambiar sus denotaciones y sus valores connotativos sobre los que se desgranan nuevas oposiciones binarias, con términos expresos o latentes: tristeza / (alegría); apuro / (tranquilidad); fruto maduro / (tiempo perdido en angustias o temores); vida / muerte...

Los términos que permanecen en latencia contribuyen a su vez a crear ambigüedad, puesto que dejan que sea el lector quien los precise y, aunque lo orientan en sentido contrario (oposiciones binarias) al del primer término, no imponen directamente uno. Éste es uno de los procedimientos de ambigüedad más frecuentes en los poemas de Guillén y consiste fundamentalmente en crear dos campos opuestos y textualizar el término de uno de ellos, dejando latente el segundo; lo expondremos más ampliamente al analizar lo que denominamos adjetivaciones cruzadas.

A la polivalencia y riqueza sémica contribuye todo en el poema: la metáfora simple, la interacción de los términos en metáforas recíprocas y metáforas continuadas, las oposiciones sugeridas entre términos expresos y términos latentes, e incluso todas las unidades determinantes, señaladoras y conectoras, como pueden ser los artículos, los adverbios de tiempo (ya, todavía...), que cobran sentido al actuar de coordenadas en la isotopía general, y la continuada interacción entre el plano de la realidad y el plano del símbolo.

Las imágenes encadenadas se suceden como cuentas de un rosario, en una serie única: el muro donde tropieza la luz -> el sol que evita la tristeza -> no hay apuro -> lo urgente es el fruto maduro -> la mano ya lo alcanza. La última imagen sirve de nexo entre la primera parte y la segunda del soneto considerado temáticamente: la inquietud ante la muerte y la decisión de alejarla en el tiempo. La imagen muro = muerte persiste hasta el final de los cuartetos, con la extensión mano activa que sirve de nexo con la última parte y una mano rendida, mano sin afán. La metáfora se hace recíproca y será ahora muro el término que absorba y asuma el sentido de muerte, que puede imponer leyes.

Las transformaciones se suceden de un modo sabio y ordenado: en la primera parte muro arrastra imágenes basadas en su denotación, es decir, términos referidos a su aspecto sensible, visual preferentemente, pero en la segunda parte, donde persiste como símbolo de muerte, suscita atribuciones que corresponden al término muerte y que se textualizan con términos del campo simbólico de la muerte como ley de vida. El valor recíproco de la metáfora asienta su valencia en los dos sentidos.

No es casual, no es un acierto de la rima, es efecto directo de una dispositio muy elaborada, profundamente estudiada: mientras dura la equivalencia metafórica muerte = muro, las metáforas se sustentan en el término simbólico y cuentan las relaciones con la realidad (el espacio, el sol, la luz, que se cargan de valores simbólicos en razón del valor connotativo que adquiere la identidad establecida inicialmente como metáfora). Pero la imagen empieza a convertirse a partir de la oposición sol / tristeza (¿habrá tristeza / si la desnuda el sol?), en la que un término de referencia real (sol) se opone a un término de referencia subjetiva (tristeza), y la imagen se invierte: al muro ya no se le atribuyen rasgo reales, sino rasgos del sentido connotado. Frente a la serie real: muro, arrabal, luz, campo, sol, aparecerá la serie simbolizada, subjetiva: fatal, justo, poder, ley, accidente; y frente a la serie: muerte, como un muro, en el arrabal final, límite de la luz, del campo, del sol, se contrapone inmediatamente la serie: muerte justa, fatalidad, que impone leyes. Lo que en la primera parte de la serie corresponde «realmente» a muro, sólo «simbólicamente» se puede atribuir a muerte; y lo que simbólicamente se atribuye a muro, corresponde realmente a muerte. La muerte adquiere su objetividad en muro y este término va dejando atrás sus rasgos semánticos propios para irse llenando de los que corresponden a muerte y culminar la unidad del poema, mediante una única figura.

2. Connotaciones y denotaciones. En relación con el recurso detallado en el apartado anterior, podemos considerar otro proceso semántico que lleva a vaciar un término de sus valores denotativos y sustituirlos por los valores connotativos de otro con el que entra en correlación textual.

Umberto Eco, en La estructura ausente (1970: 167), afirma que la obra literaria genera su propio código y convierte sus denotaciones en connotaciones. En algunos poemas de Guillén efectivamente esto ocurre con frecuencia, y si el término muro tiene como denotación, casi tangible, y desde luego empírica, la tapia de un cementerio en el arrabal de cualquier pueblo castellano -el poeta me dijo que se refería a la imagen que él tenía desde niño del cementerio de Valladolid- donde se estrella el sol, en el poema «Muerte a lo lejos» adquiere una connotación «muerte», que se intensifica con términos como final, tristeza, acechar, arrabal, fatalidad... y que le corresponden sólo desde el supuesto de que su connotación primera de «muerte» se haya convertido en denotación y muro pueda entenderse precisamente como «muerte». Los pasos que sigue este proceso son muy parecidos a los que hemos analizado con detenimiento para explicar las imágenes recíprocas, y para obviar otra explicación hemos elegido el mismo ejemplo.

3. Adjetivaciones cruzadas. Finalmente vamos a seguir con detalle otro proceso semántico que descubrimos en algunos poemas de Cántico y que consiste fundamentalmente en cruzar las adjetivaciones de dos campos semánticos a través de un término textual y otro latente. Lo haremos sobre el hermoso poema titulado «Desnudo»


Blancos, rosas. Azules casi en veta,
Retraídos, mentales.
Puntos de luz latente dan señales
De una forma secreta.
Pero el color, infiel a la penumbra,
Se consolida en masa.
Yacente en el verano de la casa,
Una forma se alumbra.
Claridad aguzada entre perfiles
De tan puros, tranquilos,
Que cortan y aniquilan con sus filos
Las confusiones viles.
Desnuda está la carne. Su evidencia
Se resuelve en reposo.
Monotonía justa, prodigioso
Colmo de la presencia.
¡Plenitud inmediata, sin ambiente,
Del cuerpo femenino!
Ningún primor: ni voz, ni flor. ¿Destino?
¡Oh absoluto Presente!

Hemos destacado más arriba el cambio temático que introducen éste y otros poemas de Guillén en la tradición de la lírica amorosa. Estamos ante la descripción de un desnudo femenino con una estética impresionista, directamente pictórica: pinceladas de color, presencia esencial no circunstancial, pintura sin fondo, sin anécdota, justa, prodigiosa; frente a una tradición que describe una belleza concreta, la de la amada, con detalles (los ojos, los labios, el cuello, el cabello), con una anécdota (el gentil saludo, el paso honesto), sobre un fondo urbano o un paisaje, desde el asombro que produce en el poeta (la donna angelicata), o con la reacción siempre subjetiva del sentimiento de su fugacidad (carpe diem), en el poema «Desnudo» asistimos a una revelación de la realidad esencial, a partir de una presencia real, concreta.

Además de este proceso de abstracción, que es general en el discurso lírico de Cántico, y sobre la novedad del tema, vamos a destacar otro proceso semántico, el de la adjetivación cruzada, tal como la encontramos por ejemplo, en la tercera estrofa de «Desnudo». Como en la metáfora, entran en juego dos términos, claridad y confusiones, que no se oponen directamente, puesto que a claridad se opone oscuridad y a confusión se oponen distinción, nitidez. La lengua ha derivado del campo de la luz, donde se sitúa claridad, al campo semántico del pensamiento el mismo término para indicar la nitidez de la argumentación y al campo de la palabra la precisión y la distinción. Hay además usos de claridad y de confusión en otros campos, como el de la pintura, la figuración en general, la economía, la política, etc., que da a los dos términos un abanico muy amplio de posibilidades.

En los límites de una estrofa de cuatro versos y en las relaciones establecidas entre apenas 18 términos del léxico del habla cotidiana, el poeta propone unos adjetivos: puros y tranquilos, para claridad y viles para confusiones. El lector advierte inmediatamente unas implicaturas textuales, pues están en latencia recíproca los adjetivos contrarios: la claridad no es vil, la confusión no es tranquila ni pura.

No se textualizan los conceptos de no-vil, inquieta, impura, pero ahí están emergiendo de la oposición de los términos claridad, confusión y de sus adjetivos en el discurso. Y la claridad aguzada por sus perfiles corta y aniquila a la confusión para evidenciar el prodigioso colmo de la presencia. La percepción final es nítida, es esencial, está colmada. Algunos considerarán que estos análisis distorsionan la comunicación literaria, la exquisitez de la expresión lírica; no es así, ya que el poema permanece intangible, y sólo la lectura se enriquece. Al poeta le gustaba comprobar cómo una expresión intuitiva, inspirada, instantánea o trabajada, que eso era difícil de precisar en cada caso, respondía a estos análisis, cómo la creación inspiraba a la investigación, cómo parece existir un paralelismo entre creación y métodos de análisis, en último término cómo el discurso lírico responde a cuestiones teóricas.

Vamos a dejarlo así. No vamos a entrar en discusiones que no conducen a nada.

El prólogo de Alvar pone sobre aviso para la búsqueda: ¿cómo se explica que un léxico corriente, cotidiano, normal, puede superar la descripción de lo concreto y elevar la lectura a la realidad esencial a la que se asoma el poeta? Aquí queda tan inquietante pregunta.





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