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La poesía española romántica entre lo nacional y lo europeo1

José María Ferri Coll


Universidad de Alicante




Hacia una poesía del siglo y un poeta moderno

Como viene siendo común a todo cambio estético, lo nuevo no suele imponerse de manera plena e incontestable, sino que prevalece, en el ámbito artístico, la convivencia de tendencias, y más aun: a pesar de los defensores de la innovación y de la ruptura con la tradición precedente, ésta suele ser ingrediente sustancial de las nuevas escuelas hasta el punto de constituir el suelo sobre el que se asienta el edificio recién inaugurado. Así ocurrió con la implantación del Romanticismo en España. No en vano, y por citar un caso, Jerónimo Borao (1854), al trazar, pasada ya la mitad del siglo XIX, una semblanza del movimiento romántico recalcó que éste había sido el resultado de grandes «combinaciones». La trayectoria de los principales autores románticos de España así lo corrobora. Tanto en El Europeo (1823-1824) como en El Artista (1835-1836) se insistió en que lo neoclásico se diferenciaba de lo romántico en que los defensores de la primera escuela a que he aludido se aferraban a la Antigüedad como modelo de buen gusto, mientras para quienes militaban en el segundo movimiento citado, lo contemporáneo era la falsilla que el escritor debía usar en el proceso creativo. Por lo que hace a la lírica, se lee en las páginas de El Europeo lo que sigue:

Tocante a las poesías líricas, la diferencia entre los clasicistas y los románticos solo consiste en que los últimos son más libres en la colocación de los pensamientos y en la aplicación de los metros, esmerándose en hacer de modo que la forma de los poemas sea dependiente de los lances de las pasiones, en lugar de sujetarlas a demasiada regularidad, como tal vez por sobrado escrúpulo lo practican los clásicos2.



La sátira El pastor clasiquino (I, 251-252), que Espronceda firmó en El Artista, resume muy bien, con vis irónica, estas dos posturas3. Larra (1836) también había acertado al recordar a sus lectores que la literatura debía ser «expresión de la ciencia de la época, del progreso intelectual del siglo»; una idea que no era nueva, dado que Monteggia ya había aireado en 1823 en las páginas de El Europeo la opinión de que «las producciones de los verdaderos poetas se distinguen en que son el espejo de los caracteres de los tiempos en que fueron escritos», por lo que los argumentos deben tomarse de la historia moderna, aunque no se descarta la Edad Media como fuente4. Años más tarde, Alcalá Galiano (1834, XVI) considera yerro de bulto el divorcio entre gusto literario y sociedad en que éste impera: «Es gravísimo error creer que el gusto literario no tiene que ver con el estado de la sociedad en que reina». Parece que tales argumentos cuajaron, pues Jerónimo Borao (1854), en el remate de un extenso artículo sobre el Romanticismo, llegó a la conclusión de que la nueva escuela había sido ante todo la «literatura de nuestros días», en contra de la conocida opinión de Lista, para quien las inquietudes metafísicas, o los problemas sociales o intelectuales debían quedar al margen de la actividad artística. Larra (1836), en su artículo «Literatura», donde se percibe la influencia de Heine, ya había dejado claro que tradición moral y absolutismo habían frenado el progreso en España5. El autor de El doncel de Don Enrique el Doliente entendía así que el poeta tenía la función de guía en la sociedad; pero fue Espronceda, a mi modo de ver, quien mejor definió al poeta como depositario de la idea general de su siglo, expresión cuya redundancia machacona merece destacarse. La opinión del autor de la «Canción del pirata» está muy cerca de los postulados de Victor Hugo -cuyo prefacio a Cromwell confesó, en el artículo «Poesía», haber leído6-, Lamartine y Vigny. Por su parte, Gil y Carrasco (1840), en reseña a las poesías de Espronceda, insistió en la misma idea:

Si la literatura ha de ser el reflejo y expresión de su siglo, para corresponder a su misión, forzoso es que la nuestra trate las penas, los temores, las esperanzas y disgustos que sin cesar nos trabajan. De otro modo no la comprenderíamos.



Había manifestado Campo Alange, en un extenso artículo publicado por El Artista en que daba cuenta de los progresos europeos de la literatura contemporánea, que Schiller, Goethe y otros escritores afines «no pensaron en imitar a nadie, sino en estudiar la naturaleza y pintarla tal como ellos la veían, es decir de un modo más libre al par que más grandioso y difícil» (I, 67). La redacción de esta revista, por su parte, con Ochoa a la cabeza, concibe al poeta como una suerte de restaurador de la tradición nacional así como de divulgador de ésta. Habrá que esperar hasta El diablo mundo de Espronceda para encontrar un sentido del poeta más moderno y a tono con los románticos europeos. Tal vez sea así en el fragmento «El ángel y el poeta» de 1841 (1985, 381-384), que representa al hombre prisionero en el mundo, quien, a cambio de conseguir el anhelado ascenso, se alía con Dios tanto como con el diablo. Dice el ángel al poeta:


¡Álzate, en fin, y rompe tu cadena,
y el alma noble y de despecho llena
a las regiones célicas levanta
y rueden en montón bajo tu planta
los cetros, las tiaras, las coronas,
la hermosura y el oro, el barro inmundo,
cuanto es escoria y resplandor del mundo
y en tu mente magnífica eslabonas!



Y el poeta le responde:


¡Sí, levántame, sí; sobre las alas
cabalgue yo del huracán sombrío,
cruce mi mente las etéreas salas,
llene mi alma el seno del vacío!
Sobre mi frente el rayo se desprenda,
mi frente en Dios, mi planta en el profundo,
y al contemplar al hacedor del mundo
¡mi espíritu en su espíritu se encienda!



La imagen del poeta como águila real7 de que se sirvió Bermúdez de Castro (1840, 37-41) en el extenso poema del que copio unos fragmentos abajo participa de la misma idea. También el autor de Ensayos poéticos anota en la introducción al volumen que los poemas que ha agavillado para ofrecer a los lectores «contienen la revelación de las sensaciones internas de su alma, los pensamientos que le han inspirado el aspecto de la naturaleza, la contemplación de la humanidad» (1840, 7):


¡Pájaro audaz, navega entre tormentas!
Tú que en los giros de tu ardiente vuelo,
tu regio trono y tu morada asientas
junto a las gradas del fulgente cielo;
sube, sube en tu anhelo,
que el sol lanzando su purpúrea lumbre,
la esfera en rayos de diamanta baña:
Canta desde esa cumbre,
y estremezcan tus cantos la montaña.
[...]
Del claro sol a la sublime esfera
a tus garras me asiera,
o de tus alas rápidas colgado,
siguiera ardiente tu espantable vuelo,
por robar el sagrado
fuego que esconde el pabellón del cielo.



Esta elevación del poeta, sin embargo, no le debe apartar de su objetivo de tratar en su obra de lo contemporáneo: «Si escribe, ¿qué ha de escribir sino sus impresiones de duda y de tristeza, que son también las impresiones de la sociedad?» (Bermúdez de Castro 1840, 8). El símbolo es análogo al sugerido por el albatros de Baudelaire, pájaro que en el suelo parece torpe, pero capaz de volar con soltura. Uno y otro entroncan con la tradición clásica del hombre melancólico, que, postrado en la tierra, es incapaz de elevarse8.




Lo nacional y lo europeo

Una década más tarde, por el año de 1851, García Tassara distinguió entre dos tipos de poesía, que él mismo denominó «femínea» y «gran poesía». Sorprende que el poema que copio abajo, donde, igual que en el prólogo, se señala tal división, sea precisamente una Oda a Quintana·.


No era, no, ya la Musa
que triscando por riscos y por faldas
tonos femíneos usa,
y del dios del placer entre guirnaldas
frívola adoradora,
Dios, hombre, mundo, humanidad ignora.
Era la gran poesía;
la que del mundo en las remotas partes,
fue madre de las ciencias y las artes,
voz del cielo en la tierra,
el himno de la paz y de la guerra9.

Esa poesía femenina de la que habla Tassara no es otra que la anacreóntica inspirada en Meléndez Valdés, que reproduce, ante un fondo de idilio, escenas tan llenas de candor como horras de pasión. Se trata del modelo que Larra (1836) había censurado en el remate de su conocido artículo «Literatura»: «No queremos esa literatura reducida a las galas del decir, al son de la rima, a entonar sonetos y odas anacreónticas, que concede todo a la expresión y nada a la idea». En 1833, cuando reseñó las Poesías de Martínez de la Rosa, en su mayor parte de gusto neoclásico, precisó que «la tendencia del siglo era otra». Puso su énfasis asimismo en que deben prevalecer en la poesía las ideas frente a las palabras. Y finalmente citó como ejemplos de la nueva escuela a Lamartine y a Byron, cuyo dechado debía arrinconar el modelo de Anacreonte, afirmación que recalcó en la reseña a otro poemario, en esta ocasión a cargo de Juan Bautista Alonso (1835):

En poesía estamos aún a la altura de los arroyuelos murmuradores, de la tórtola triste, de la palomita de Filis, Batilo y Menalcas, de las delicias de la vida pastoril, del caramillo y del recental, de la leche y de la miel, y otras fantasmagorías por este estilo10.

Sobre la poesía de Alonso también se manifestó Ochoa en El Artista (I, 97), reprehendiendo al autor por sus anacreónticas al estilo de las de Meléndez Valdés, y poniendo, ingenuamente, al poeta reseñado a la altura de Rioja o Fray Luis. La misma idea expresó Alcalá Galiano (1834), cuando reconoció el imperio de la escuela de Meléndez Valdés sobre la poesía española. Monteggia ya había mostrado en El Europeo su convicción de que el poeta había de servirse «de las imágenes que son más análogas a las costumbres de los tiempos en que escriben: porque de otro modo la poesía no es más que un juego de palabras»11. En el mismo artículo se apuntan los principales caracteres del estilo de los románticos: colorido sencillo, melancólico, sentimental, «que más interesa el ánimo que la fantasía». Y los modelos que anota el redactor de El Europeo vienen todos ellos de Europa: El corsario y El peregrino de Byron; Alala y el Renato de Chateaubriand; el Carmañola de Manzoni; y la María Estuardo de Schiller. Se pone, sin embargo, una objeción al estilo del nuevo movimiento: «Las ideas tristes se vuelven demasiado terribles y fantásticas, como las del Manfridi de Byron». Se está censurando, ¡y estamos en 1823!, el abuso de los tópicos, la redundancia en los mismos motivos y su exageración hasta llegar al absurdo. Cuando concurren tales defectos, «la poesía se convierte otra vez en un juego de palabras, y cesa de interesar a la mente y al corazón»12. La fuerza de la gran poesía radicaría, por tanto, en su capacidad para romper el caparazón de los tópicos reunidos por la tradición con el fin de mostrar así el desasosiego y la duda del poeta que se manifiestan como originales, no por ser sentimientos únicos, sino porque son presentados como el resultado de la meditación del individuo. En el mismo año, su compañero de redacción, López Soler, apunta asimismo en el artículo rotulado «Análisis de la cuestión agitada entre románticos y clasicistas» que el advenimiento del Cristianismo marca el inicio del Romanticismo, entendido en su vertiente caballeresca y legendaria, que entronca bien con el gusto romántico por la poesía narrativa. Tal opinión sería renovada en la década siguiente por la redacción de El Artista, donde Ochoa expresó a las claras que «el Cristianismo ha acabado con la poesía de los sentidos, introduciendo la poesía del corazón, ha elevado al hombre a una dignidad de que ni aún tenían idea los antiguos» (I, 88). Como manifestaría más tarde Alcalá Galiano (1834), «solo es poético y bueno lo que declaran los hechos de la fantasía y las emociones del ánimo». Y en la nómina de modelos líricos no deja de citar a Garcilaso, a quien Durán (1828) en su famoso discurso ya había reconocido su supremacía en la lírica, Fray Luis o Rioja, aunque no duda en situar a los poetas ingleses como mejores ejemplos del actual Romanticismo: Byron, Wordsworth, Southey, etc. Señala asimismo que la poesía romántica, en tanto que «espejo y lenguaje de la imaginación y afecto de los hombres», es natural de Alemania y otros países septentrionales. A poco que se eche una ojeada a las composiciones poéticas estampadas en El Artista, se observará que éstas obedecen al gusto de la escuela de Meléndez Valdés, a pesar de que los editores de la revista defiendan los postulados románticos y citen como modelos a algunos de los escritores europeos que ya había nombrado Durán. Así ocurrió en la reseña que la revista publicó sobre El último día de un reo de muerte de Victor Hugo (I, 40-43). Con el mismo fin se ofreció a los lectores, en una de las entregas, la traducción de fragmentos de El sitio de Corinto de Byron (I, 64-65). Las ruinas, que tanto excitaron la imaginación romántica, se muestran también en modelos peninsulares, como el que ofrece la Canción a las ruinas de Itálica (II, 116), de Rodrigo Caro, a quien todavía no se atribuía la paternidad del poema, que se creyó obra del fino lírico sevillano Rioja. El propio Eugenio de Ochoa sale a la palestra con versos como los que copio abajo, en que se conjugan las reminiscencias clásicas con la moda astral ossiánica, que también se halla en poemas de Espronceda de principios de la década del treinta, como el Himno al sol o el Óscar y Malvina:


Al rayo de la luna
el pescador Anfriso
cruza en su parda barca
el Betis cristalino.
[...]
«Vaga, vaga, mi dulce barquilla
a la orilla condúceme ya:
vaga y cruza la rauda corriente
que impaciente mi Elisa estará».


(1,5-6)                


La impronta de Ossian iba a la zaga de las composiciones que los ilustrados habían consagrado al mismo asunto. Así A la luna de Espronceda, datado por Marrast en 1828, continúa la serie de poemas en que cabría insertar a Jovellanos («Himno a la luna»)13, Meléndez Valdés («Oda a la luna») y al propio Lista («La luna»). Es verdad que también se imprimió en las páginas de El Artista la esplendente «Canción del pirata» (I, 43- 44) de Espronceda, ilustrada por una litografía de la francesa Feuillet. Se desaprovechó, sin embargo, una gran ocasión para mostrar los valores líricos del nuevo movimiento, así como para hacer notar las importantes novedades de género y de metro que presenta el poeta. Un lector privilegiado del poema nos dejó una impresión que, a mi juicio, merece la pena recordar. En efecto, Enrique Gil y Carrasco (1840), hombre bien dotado para la poesía y la crítica, aunque su fama sea debida sobre todo a su labor novelística, no dudó en situar la «Canción del pirata» en la órbita de la canción popular a la zaga de Bèranger. Este género de poesía, y sigo al autor de El señor de Bembibre, se acerca «a la multitud desdichada y menesterosa, ya para consolarla, ya para alegrarse, ya para quejarse con ella». Y para que estos nuevos grupos que leen o escuchan poesía puedan entender el contenido de ésta, el poeta debe esforzarse en que el tono y la lengua sean los apropiados a este fin. Vio muy bien Gil y Carrasco uno de los grandes hallazgos de la «Canción del pirata»: «El desenfado, fluidez, casta dicción y variada armonía» conviven con «la filosofía y verdad de su fondo». Concluye el reseñista indicando que el poema viene como anillo al dedo a lo que él denomina «el carácter ardiente y aventurero de nuestra nación». Es decir se trata de un poema plenamente del siglo. No faltaron asimismo imitaciones de grandes románticos europeos, tales como «La maldición» (II, 89), texto firmado por Salas y Quiroga, quien toma como modelo el Manfredo de Byron. El mismo Salas publicó una versión de una de las composiciones de Las orientales de Victor Hugo (II, 245). En el último tramo de vida de la revista, una nota editorial advertía a los lectores de que la poesía lírica nacional había adquirido un carácter muy diferente del que antes tenía: «De muchos años a esta parte no se habían visto en España tantos adelantos hechos en tan poco tiempo» (III, l)14. A pesar de esta declaración y de la voluntad de la redacción de la revista por erigirse en medio de expresión de la sensibilidad romántica, los lectores tenían ocasión de leer poemas como el titulado «Fantasía nocturna», de Roca de Togores, por cuyo título el lector a duras penas podría imaginar la estampa que presenta al poeta abrazando a su querida esposa en el lecho conyugal:


El remoto Chimborazo
¿qué me importa, ni el tesoro
del Perú?
Si yo alcanzo con mi brazo
todo, todo cuanto adoro,
que eres tú.


(II, 266)                


Venía a recoger El Artista, por tanto, la convivencia de diferentes registros líricos que comparecen en la década del treinta: la anacreóntica de inspiración clasicista, la nueva poesía romántica encuadrada en la égida de egregios autores europeos, cuyas obras se ponen de ejemplo para los jóvenes escritores españoles, la poesía de corte patriótico, el romancero y la lírica castellana medieval y renacentista, de la que fueron admirados Garcilaso, Fray Luis, y Rioja, entre otros15. A ellos se les presenta con frecuencia como modelos de la lírica castellana por estar su poesía libre de afectación y por la profundidad que alcanzan en el planteamiento de sus ideas. El romancero castellano, en este contexto de exaltación de los valores nacionales, era el mejor escaparate literario del pueblo español. Huelga decir que los ilustrados se habían mostrado especialmente intransigentes con diversos tipos de romances, sobre todo con aquellos que presentaban actos truculentos y extrema violencia. Consideraron, desde luego, que se cernía un gran peligro sobre los consumidores del género, que se habían acostumbrado a escuchar y a leer versos en que despuntaba la exaltación de bandoleros, rufianes, mujeres infieles, etc. Fue en ese contexto cuando Meléndez Valdés, al intervenir en 1798 como fiscal en la Sala primera de Alcaldes de Corte «con motivo de verse un expediente sobre ciertas coplas mandadas recoger de orden superior»16, se mostró contrario a la difusión de los poemas objeto del juicio, cuyo argumento radicaba en el conflicto bélico en que se habían enzarzado españoles e ingleses a cuenta de la plaza de Gibraltar. El poeta extremeño propuso en su discurso sustituir el romancero tradicional por otro en que aparecieran personajes populares, pero libres de inmoralidad. Y llegó incluso a proponer que el gobierno y la propia Academia se ocuparan de ejecutar tal purga. Aun reconociendo Meléndez que en el romance descansaba parte importante del espíritu nacional, no dejaba de mostrar cierto resquemor por la eficacia comunicativa que el género había ganado puesto éste en boca de ciegos o de mercaderes de literatura «de cordel». Tal capacidad de divulgación era la causa de que los ilustrados pensaran que era necesario que los personajes de los romances fueran ciudadanos honrados cuyas conductas debían ser dignas de emulación. Pero como el romance resultaba muy cómodo para las relaciones más o menos históricas, Meléndez Valdés aprovechó la oportunidad para apostar por la creación de un romacero nacional en el que se diera cuenta de los grandes hechos constitutivos de la patria. En cualquier caso, el desdén de los neoclásicos hacia la poesía popular y el romancero de ciego no había caído en saco roto, porque el propio Durán, cuando acometió la empresa de compilar un romancero (1828-1832), restó importancia a su trabajo avisando al lector de que él se había consagrado en otras ocasiones a la realización de tareas más serias17. A pesar de la captatio benevolentiae empleada por el antólogo, lo cierto fue que los cuatro volúmenes de romances que éste publicó vinieron como anillo al dedo a los jóvenes poetas románticos, que tenían a la mano a partir de entonces una excelente muestra del género. Y a ningún lector atento se le puede escapar la admiración que Durán profesó por el género. Basta con leer una de las anotaciones a su Discurso de 1828, la g en concreto, para corroborar la fruición con que él había leído el romancero español. Me interesa reparar en que el autor del Discurso equipara el valor lírico del octosílabo de los romances castellanos con el noble endecasílabo renacentista. Dicho de otro modo, nada tenía que envidiar el verso castellano a los relucientes metros italianos introducidos en Castilla por Boscán y Garcilaso. El romance, en tanto que poema narrativo romántico, podía considerarse crisol de lo nacional, entendido este concepto según la idea de pueblo que se había ido forjando al abrigo de la obra de Herder. Ochoa, en un artículo publicado en El Artista rotulado «Un romántico» (I, 36), se refirió precisamente al Romanticismo como poesía de los tiempos caballerescos. En la misma publicación, Pedro de Madrazo precisó más aún en el artículo titulado «Poesía antigua», donde reconoce que la rusticidad caballeresca es digna de «nuestros tiempos», y reivindica a los poetas castellanos de los siglos XIV y XV en detrimento de los ilustrados. La comparación entre aquéllos y éstos es pergeñada con buenas dosis de ironía, como se puede ver en las siguientes líneas:

Un antiguo trobador, si veía mal pagados sus amores no lloraba como un marica, se quejaba a su dama con expresiones dignas de un hombre, y sus quejas se exhalaban en versos llenos de ternura y de dignidad varonil y caballeresca.


(II, 28)                


En una restrospectiva que Jerónimo Borao publicó en 1854 en la Revista de Ambos Mundos, el autor ligaba los conceptos de poesía, nacionalidad y romanticismo. El nuevo movimiento tuvo el acierto de expresar el sentimiento de nación a través de la poesía popular, o lo que Borao denomina «los orígenes poéticos de todos los pueblos», en los que la poesía «ha servido entonces al país y no a la vanidad personal». Asimismo hay que recordar que los románticos españoles se sintieron más cómodos con la poesía narrativa que con la lírica. Se repite mucho el argumento de que el romance es tanto depositario de la idiosincrasia del país como medio idóneo para representar el esplendor de su lengua y sus habitantes18. Ya en 1834, Alcalá Galiano, al prologar El moro expósito de Rivas, habla de poesía nacional y natural aludiendo al romance. Gil y Carrasco, al tratar en 1840 de la poesía de Espronceda, en el Semanario Pintoresco Español, relaciona el romance con las canciones populares y celebra que este género de poesía haya convertido el arte en instrumento de cultura, moralidad y enseñanza. Al mismo tiempo, el autor de El señor de Bembibre señala la variedad de matices y de tonos que el uso del romance brinda al poeta. Cuando, un año más tarde, en 1841, el duque de Rivas rompió una lanza en defensa del género al prologar precisamente sus Romances históricos, no hacía sino exponer la opinión más generalizada entre los románticos: «[...] Es, sin disputa, la forma en que apareció nuestra verdadera poesía nacional» (1841, 12). Si se repara en esta última declaración, se puede observar cómo Rivas dirige su mirada a la brillante tradición poética hispánica, cuyo hilo conector, por encima de escuelas y gustos, es la presencia del romance. Pero no fue Rivas el primero en coleccionar sus romances en un volumen, ya que en 1834, Mármol había publicado su Romancero o pequeña colección de romances, con prólogo que el maestro Leonardo Romero (1994) analizó en su día, en el que despuntan la mención a los grandes autores de romances del Siglo de Oro -nótese la coincidencia en este punto con Rivas-, así como al hecho de que el género atesoraba las costumbres y el genio españoles, que habían permanecido inmarcesibles a pesar del paso del tiempo. Mármol se hizo eco, por ello, de la idea romántica de la España eterna que tanto avivaron los imaginativos viajeros de la época. Finalmente recuerda Mármol que el romance no casa bien con lo lírico, de ahí que incardine perfectamente el género en la poesía narrativa, como anotaría más tarde el propio Duque de Rivas en su citado prólogo:

El romance, pues, tan a propósito, como dejamos repetido, para la narración y descripción, para expresar los pensamientos filosóficos, y para el diálogo, debe, sobre todo, campear en la poesía histórica, en la relación de los sucesos memorables.


(1841, 28-29)                







Conclusión

La moderna poesía romántica española se fue forjando en un ambiente en que convivieron, con diferentes grados de entendimiento y tensión, la tradición poética castellana, representada sobre todo en el romancero y los grandes poetas líricos del Renacimiento, así como los modelos europeos, que son incorporados al acervo cultural común y divulgados rápidamente por los periódicos de la época, cuyos editores se afanaron en publicar traducciones, obras originales y textos teóricos acomodados todos ellos al gusto de la nueva escuela europea. Contraria al espíritu de la poesía nacional y al de la moderna lírica europea habría de resultar en la década del treinta el dechado de Meléndez Valdés, a quien se reconoce su mérito, y se sigue imitando, aun a sabiendas de que sus temas y modos de decir eran ya harina de otro costal.




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