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ArribaAbajoCapítulo XVII

De las relaciones y razones ingeniosas


Cuando un poeta ingenioso, contemplando un objeto por todos lados, descubre las relaciones que tiene con otros muchos objetos vecinos o distantes, enlaza cosas muy distintas y desentraña razones nuevas, precisamente ha de deleitar muchísimo así por la novedad de tan extrañas galas y de arreos traídos de tan lejos, como por la variedad de cosas y por el artificio, y la ingeniosa conexión con que están enlazadas y eslabonadas unas de otras. En la canción de Lupercio Leonardo a Felipe II, que hemos citado en uno de los capítulos antecedentes, ciertamente que parecían objetos muy remotos y muy ajenos del asunto el aplicar remedio a las dolencias, el ser invocado, la espada rigurosa, el olivo sacro, las trompas, los ejércitos, las banderas, las balas, la muerte, la victoria, los consejos, las borrascas, los pilotos, las cosechas, etc., y, sin embargo, el ingenio del poeta supo descubrir las relaciones que todos estos objetos podían tener con su principal argumento, y halló el medio de enlazarlos y unirlos.

Horacio, que fue tan maestro en la práctica como en la teórica, podrá enseñar, mejor que otro alguno, este modo de hallar las remotas relaciones de un objeto y su conexión. Léase, por ejemplo, atentamente, entre otras, la oda XIII del libro II, al asunto de un árbol que cayó improvisadamente hacia donde estaba el poeta, no sin grave riesgo de su vida.


    Ille, et nefasto te posuit die
quicumque primum, et sacrilega manu
produxit, arbos, in nepotum
perniciem, opprobriumque pagi.
    Ille, et parentis crediderium sui
fregisse cervicem, et penetralia
sparsisse nocturno cruore,
Hospitis: ille venena colchica
    et quicquid usquam concipitur nefas
tractavit, agro qui statuit meo
te triste lignum, te caducum,
in domini caput immerentis.



Ya aquí el poeta ha sabido injerir en este árbol objetos muy diversos, como son los parricidas, los traidores a sus huéspedes y los hechiceros.


    Quid quisque vitet, nunquam homini satis
cautum est in horas. Navita Bosphorum
Poenus perhorrescit, neque ultra
coeca timet aliunde fata.
    Miles sagittas, et celerem fugam
Parthi: catenas Parthus, et Italum
robur: sed improvisa Lethi
vis rapuit, rapietque gentes.



También parecían cosas muy ajenas del asunto los marineros cartagineses, el Bósforo tracio, los soldados romanos y los partos; no obstante, el poeta halló en los riesgos impensados y en la arrebatada fuerza de la muerte la conexión que podían tener con su objeto principal esos otros objetos, al parecer tan remotos:


    Quam pene furvae regna Proserpinae
et iudicantem vidimus Aeacum,
sedesque discretas piorum, et
Aeoliis fidibus querentem
    Sappho puellis de popularibus,
et te sonantem plenius aureo,
Alcaee, plectro dura navis,
dura fugae mala, dura belli.



El riesgo de Horacio fue bastante motivo para que su ingenio entretejiera aquí los reinos de Proserpina, el juez Eaco, los Campos Elíseos, el poeta Alceo y la poetisa Safo:


    Urumque sacro digna silencio
mirantur umbrae dicere: sed magis
pugnas, et exactos tyrannos
densum humeris bibit aure vulgus.
    Quid mirum? Ubi illis carminibus stupens
demittit atras bellua centiceps
aures, et intorti capillis
Eumenidum recreantur angues.
    Quin, et Prometheus, et Pelopis parens
dulci laborum decipitur sono;
nec curat Orion leones,
aut timidos agitare lyncas.



El haber hecho mención, en las antecedentes estrofas, de Alceo y de Safo, dio ocasión al poeta de hacer ésta como digresión, con la cual introduce en su argumento tan hermosa variedad de objetos tan diversos, no sin mucha admiración y deleite de quien los mira tan diestramente eslabonados y unidos. Porque, ¿quién no se admirará de ver que en el asunto de la caída de un árbol ha sabido, el ingenio del poeta, engarzar cosas tan ajenas y remotas como los parricidas, los traidores, los hechiceros, los marineros africanos, los soldados romanos, los partos, Alceo, Safo, Eaco, Prometeo, Tántalo, Orión, etc.? De esta manera hermosea el ingenio, con sus reflexiones, el asunto más estéril, como era éste de Horacio, cuya oda he querido explicar por menudo, por juzgar que un ejemplo bien entendido vale por muchos.

La agudeza del ingenio se ocupa principalmente en sacar de la materia verdades y razones nuevas, ocultas y maravillosas. Las sentencias morales, las agudezas, los conceptos, las paradojas y las razones inopinadas, son todas hijas de un agudo y penetrante ingenio, que meditando fijamente en su objeto y discurriendo por su esencia, por sus circunstancias y sus causas, desentierra aquellos poco antes escondidos tesoros. Véase cómo Luis de Ulloa en sus octavas supo sacar de la materia verdades ocultas y raras, y reflexiones muy ingeniosas en los discursos de un prudente anciano que aconsejaba la muerte de la hebrea Raquel:


    Obedeciendo todos al ejemplo,
que los príncipes mandan cuando pecan
y en la vida culpable de los reyes
no son vicios los vicios, sino leyes.
    Oficio es el reinar, o ministerio
que servidumbre espléndida se llama,
y en el mayor poder es el imperio
más corto, si se ajusta con la fama.
Entre Nerón, Calígula y Tiberio,
voluntario el deleite se derrama:
en las fatigas de los reyes justos
ignóranse los nombres de los gustos.



Decir que losreyes mandan cuando pecan, que sus vicios son leyes, que los deleites se dejan para príncipes infames, pero que los reyes justos ignoran sus nombres, etc., son todas reflexiones y verdades que el ingenio del poeta ha sacado con su agudeza y penetración de la esencia del reinar, de sus circunstancias y propiedades.

El príncipe de Esquilache halló en la consideración de lo que es la esperanza y la posesión dos verdades o reflexiones ingeniosas, que son más apreciables por la brevedad con que están expresadas:


    ¿De qué sirve la esperanza,
y de qué la posesión:
que si se tiene es engaño,
y si se pierde, dolor?



Es también muy ingeniosa otra reflexión del mismo poeta, aunque a su belleza ha contribuido también la fantasía:


    Dirás que muchos amaron,
no lo puedo, Amor, negar,
siendo fuerza confesar
que ellos mismos se engañaron.
Las ofrendas que colgaron,
si las contemplo y me privo
del ocio, Amor, en que vivo,
¿no fuera engañoso ejemplo
ver cadenas en el templo
y obligarme a ser cautivo?



De los ejemplos hasta ahora citados, y de otros muchos que se pueden leer en nuestros poetas, en cuyos escritos son muy frecuentes tales conceptos y reflexiones ingeniosas, se puede ya haber entendido que semejantes conceptos, sentencias y razones han de ser fundados en la verdad, para que mayormente se confirme lo que ya hemos prevenido antecedentemente, esto es, que la verdad, o real o verosímil y probable, debe ser el fundamento y el principal constitutivo de la verdadera belleza poética.

Las razones que halla el ingenio, cuanto más recónditas fueren y más nuevas, tanto más admiran y deleitan, porque no puede haber mayor gusto para el entendimiento que el aprender una razón impensada que ignoraba, y una causa que le era oculta. Lupercio Leonardo quiso dar la causa que le obliga a callar su pasión en presencia de una dama. Su feliz ingenio halló una razón de su silencio tan verdadera como nueva y maravillosa, con la cual concluye aquel incomparable soneto:


    Si acaso de la frente Galatea
el velo avaro sin pensar levanta,
vuelve a cubrirse con presteza tanta,
que más atemoriza que recrea.
    Así, en obscura noche, a quien desea
ver dónde asiente la dudosa planta,
del rayo la violenta luz espanta
y tiempo no le da para que vea.
    Severa honestidad, que ha señalado
hasta a la vista límites y pena,
si los excede por seguir su objeto,
    pues ha los libres ojos sujetado,
no es mucho si las lenguas nos enfrena,
y tantos padecemos en secreto.



El mismo poeta halló en la conclusión de otro soneto una razón por extremo ingeniosa, bella y nueva, para persuadir a los vientos que favoreciesen la navegación de Carlos, príncipe de Saboya:


    Con esto enmendaréis el caso feo
de haber dado al adúltero de Troya
pasaje favorable contra Europa.



En la belleza de esta razón compitieron a porfía el ingenio y la fantasía del poeta; el ingenio con sus reflexiones, la fantasía con sus imágenes. Era objeto muy remoto y muy diverso de Carlos de Saboya el adúltero troyano; sin embargo, el poeta halló la relación y conexión de estos dos sujetos en la navegación próspera del uno que no la merecía, y en la que se deseaba próspera al otro, que la merecía. Los vientos, suponiéndose dotados de discurso, como finge el poeta, tenían razón de avergonzarse y arrepentirse de haber dado favorable pasaje al troyano Paris, que se llevaba robada una princesa de Europa; mas ya se les venía a las manos una ocasión oportuna de enmendar aquel error primero, siendo favorables a la navegación de Carlos. Con esto satisfacían enteramente a toda Europa en el favor dado a un príncipe europeo, por lo que la ofendieron en la feliz navegación de aquel príncipe asiático. Si los vientos tuvieran discurso y afectos humanos, esa razón había de persuadirlos.




ArribaAbajoCapítulo XVIII

Cómo el juicio corrija y modere las reflexiones del ingenio


No necesita menos el ingenio que la fantasía de la guía y dirección del juicio; ambos pueden, igualmente, desmandarse y caer en excesos. Veamos qué excesos sean éstos y cómo los enmiende el juicio o los evite, guiando por la mejor senda los pasos del ingenio.

Primeramente ha de asistir el juicio al ingenio para la acertada elección de las semejanzas. Mas, como ya en otra parte hemos hablado difusamente de los errores que en esta elección puede cometer la fantasía sin la asistencia del juicio, será ocioso repetir aquí los mismos avisos, debiéndose entender del ingenio todo lo que allá queda dicho de la fantasía. Dijimos entonces que el juicio no aprueba las metáforas que no tengan la debida semejanza y proporción con el objeto que traslaticiamente significan. Y de la misma manera reprueba el buen gusto las hipérboles que carecen de esa justa proporción, como son casi todos los de las comedias de Montalbán. Un juicio arreglado no sufrirá jamás que se diga por hipérbole: Profundos mares de valor derrama, como dijo Silveira en su poema. Tampoco es tolerable que las hipérboles sirvan de nombres propios. Por ejemplo, puede compararse un caballo al viento, y decirse que es veloz como el viento, y, aun por hipérbole, que es un viento; pero que en vez de decir que un caudillo rige cien caballos, se diga que rige cien vientos, o cien truenos, o cien pensamientos, como me acuerdo haber leído en el citado Silveira, es exceso que todo poeta de buen gusto y de juicio debe aborrecer y evitar. También advertimos que no es lícito amontonar metáforas sobre metáforas, argumentando de lo metafórico a lo propio, y que los conceptos, las paradojas, los sofismas fundados en el sentido metafórico o equívoco, menos en composiciones jocosas, no pueden jamás agradar al entendimiento humano, cuyo objeto es la verdad, ya sea real, ya verosímil y probable, en quien sólo se funda la verdadera belleza poética, cuyos fondos deben resistir al golpe del cincel; no siendo así esos otros conceptos falsos, que como vidrios se quiebran al más leve golpe de una buena lógica. Examínese, por ejemplo, este madrigal de Luis Martín:


    ¿Cómo, señora mía,
si sois de nieve me abrasáis el pecho?
Y si fuego tenéis, que a mí me enciende,
¿cómo el hielo al calor no está deshecho?
Antes fuego estáis más dura y fría,
que es el mármol, que la llama no le ofende.
¡Oh milagro del dios alado y ciego,
que el hielo abrasa y se endurece al fuego!



Dirá luego la buena lógica que esa señora, de quien habla el poeta, no es de nieve verdadera, sino imaginaria; y así pueden muy bien suceder todas esas paradojas, que pondera el poeta sin milagro del dios alado y ciego. Asimismo, cuando en la comedia de El alcázar del secreto, de Solís, decía Laura a los jardineros:


    Trabajad, vuelvo a decir,
que Diana ha de bajar;
y habrá más que cultivar
si ella empieza a producir.



Podían los jardineros reírse de esta razón, fundada en una imaginación poética, sabiendo que lo que Diana podía producir era solamente imaginario y no necesitaba de un cultivo real y verdadero. De esta manera se descubre patentemente la falsedad y poco valor de tales conceptos y sofismas.

Debe también el juicio arreglar la conexión de las relaciones que halla el ingenio. Los diversos y remotos objetos con que un poeta ilustra y adorna su argumento han de tener verdadera conexión con él y entre sí, y no han de ser piezas sueltas o remiendos mal zurcidos. Es verdad que los grandes poetas suelen a veces dejarse arrebatar de su ingenio tan lejos, que con dificultad se divisa la conexión de las cosas que han recogido, por decirlo así, de extrañas y distantes regiones. Por eso Horacio juzgaba muy arriesgada la imitación de Píndaro:


   Pindaraum quisquis studet aemulari
Iule ceratis ope daedalea
nititur pennis, vitreo daturus
nomina ponto.



Quizá entre aquellos objetos que a nuestra corta vista parecen poco conexos, el ingenio vivo y penetrante de tales poetas habrá descubierto alguna conexión bastante. Como quiera que sea, el admirar tan remontados y atrevidos vuelos es justicia, pero el quererlos seguir será siempre riesgo. No digo que la conexión sea patente y que el poeta, como hacen no sé si contra el gusto de la verdadera elocuencia nuestros predicadores, haya de dividir en puntos el asunto y avisar cuando de un punto se pasa al otro. Mayor defecto sería éste que la falta de conexión. Las musas son libres y aborrecen las estrechas prisiones de las escuelas. Todo lo que sabe a puerilidad escolástica ofende el genio brioso de la poesía y estorba sus libres pasos, quitándole al mismo tiempo gran parte de su airoso despejo. La conexión, pues, que encargamos al poeta ha de ser compatible con esta libertad de las musas: ha de enlazar los objetos sin que sus nudos embaracen o afeen. La más artificiosa conexión es la más oculta, y la más oculta es la mejor. Los objetos deben estar con tal arte unidos y conexos que se descubran ellos primero que su unión, no primero su unión que ellos.

Pensará tal vez alguno que las verdades nuevas y maravillosas, las razones ocultas, los conceptos y agudezas fundadas en la verdad, no están subordinadas a la enmienda y dirección del juicio, por ser ya exentas de lo falso, que es lo que más afea y más se opone a la belleza poética; sin embargo, también estas agudezas y conceptos, estas razones y verdades pueden tener defectos que el juicio ha de corregir y enmendar. Y, primeramente, es preciso que el juicio modere el uso de tales reflexiones. Es pensión de las cosas buenas el cansar, si se repiten mucho. Las quintas esencias muy activas se han de tomar en pequeña dosis; porque su demasiada actividad puede estragar el estómago y dañarle. No hay cosa más bella que la luz, y el continuar a mirarla fijamente por un rato cansa la vista, y aun la ciega, si es muy fuerte y muy viva su brillantez. No de otra suerte las sentencias morales y las demás reflexiones ingeniosas cansan y enfadan, cuando son muy continuas. El lector más aplicado se rinde a la fatiga, pierde la paciencia y afloja la atención, si ha de forcejear siempre con agudezas muy sutiles, con pensamientos muy remontados y con máximas muy graves, cuya prolijidad y entereza, oponiéndose al deleite de la poesía, hacen infructuosa toda su utilidad. Debe, pues, el juicio del poeta templar el fuego del ingenio en sus reflexiones, permitiéndole que las siembre en sus versos, mas no que las amontone.

Aun dado caso que las reflexiones ingeniosas sean usadas con moderación cuanto al número, todavía puede hallar el juicio que enmendar y reprobar en ellas cuanto a otras circunstancias. Ya hemos dicho que estas reflexiones han de estar fundadas en la verdad real o verosímil; pero, además de esta verosimilitud propia, han de tener otra verosimilitud, que Muratori86 llama relativa, esto es, han de ser verosímiles respecto de la edad, de la condición, del ingenio, de la pasión y demás circunstancias de quien las dice. Son muy notorios, a este propósito, los preceptos de Horacio:


   Aetatis cuiusque notandi sunt tibi mores
mobilibusque decor, maturis dandus et annis...
Intererit multum Davusne loquatur, an heros;
maturus ne senex an adhuc florente iuventa
fervidus, etc.



Para entender esto es preciso traer a la memoria lo que ya hemos di cho en otra parte: que el poeta imita en tres maneras, o hablando siempre él solo, o introduciendo siempre otros que hablen, o mezclando e interpolando sus palabras y razones con las de otras personas introducidas. La primera manera es propia de la lírica, la segunda de la tragedia y comedia, la tercera del poema épico. Esto supuesto, cuando habla el poeta; porque su genio, su condición y demás circunstancias son de hombre ingenioso, estudioso y docto, y porque se supone que ha tenido harto tiempo para premeditar bien lo que escribe y para limar y pulir su estilo, será de ordinario verosímil que diga pensamientos muy ingeniosos, conceptos muy sutiles, y que los diga con estilo muy elegante. Por esta razón en los sonetos y canciones y en toda la poesía lírica, como también en las partes ociosas del poema, que es donde habla sólo el poeta, dice bien y son verosímiles las agudezas y conceptos y el artificio de la locución. Y he dicho de ordinario, porque aun en tal caso necesita, a veces, el ingenio del poeta de la asistencia y moderación del juicio. Porque no siempre estarán bien al poeta, ni siempre serán verosímiles, los conceptos muy agudos y la locución muy artificiosa. Es menester que, a veces, el poeta modere lo remontado de sus pensamientos y rebaje los colores de su locución, atendiendo a la pasión de que se finge poseído y las calidades y circunstancias que se apropia en sus versos, siendo entonces precisa esta moderación si quiere ser creído, y si desea imitar bien a la Naturaleza.

Pero aun cuando el poeta esconde enteramente su persona, introduciendo otras, es menester que se ajuste a las calidades y circunstancias de las personas introducidas; y, entonces, las reflexiones del ingenio y los conceptos serán verosímiles o inverosímiles, según fueren proporcionados al genio, a la calidad, a las costumbres y circunstancias de la persona que habla. Un pastor no ha de hablar como un cortesano, ni un joven inexperto como un anciano prudente, ni una mujer ignorante como un sabio filósofo. Las agudezas y reflexiones ingeniosas, dichas por unos, pierden toda la belleza y propiedad que tendrían dichas por otros.

Es menester también advertir que hay gran diferencia en la circunstancia de hablar premeditado a hablar de repente. Serán verosímiles conceptos muy ingeniosos y estilo muy artificioso en el poeta que, cerrado en su gabinete muy despacio y con quietud y sosiego, tiene muchas horas de tiempo para hallar un concepto y adornarlo con la más primorosa locución; mas no será lo mismo, si en vez del poeta, habla de repente otra persona que no tiene para sus conceptos más tiempo que el que pasa de una palabra a otra, o de uno a otro periodo. A esta circunstancia no atendieron mucho nuestros cómicos, que agotan en una comedia todos los conceptos de su ingenio y todos los primores de la más artificiosa locución, sin reparar que tanta agudeza y tanto artificio son cosas muy impropias y muy inverosímiles en personas que se suponen hablar de repente. Las más de las relaciones están escritas con tan subidos colores retóricos y con estilo tan exquisito, que luego manifiestan ser cosas pensadas y estudiadas muy de antemano. Aún son peores los sonetos dichos de repente en las comedias, las décimas y las copias glosadas. El buen gusto y el juicio no pueden jamás aprobar, ni permitir al ingenio cosas tan fuera de sazón y reflexiones tan impropias e inverosímiles por las circunstancias de quien las dice.

Uno de los mayores cuidados del juicio ha de ser el refrenar y moderar el ingenio en las pasiones y afectos. El poeta debe imitar la naturaleza; con que es menester que siga sus pasos y que observe puntualmente lo que ella dicta y sugiere en tales ocasiones. Un hombre enamorado, celoso, enojado o afligido, sólo piensa en buscar razones, no agudezas, y está todo aplicado a mover los ánimos, a persuadir su amor, a manifestar sus celos, su ira, su aflicción; quiere, en fin, parecer amante, celoso, colérico o triste, pero no ingenioso, ni discreto. Siendo esto así, claro está que el poeta, cuando nos representa una persona conmovida de alguna violenta pasión, debe hacerle decir pensamientos y palabras tales que convengan naturalmente y se conformen con su pasión; si no lo hace así, moverá más que a compasión a risa.


   Si dicentis erunt fortunis absona dicta,
romani tollent equites, patresque cachinnum.



Un apasionado amante, un infeliz que llora su miserable estado y se queja de su fortuna, no tiene otro fin que manifestar su pasión y excitar piedad en quien le escucha; pero, con este fin, no tienen conexión, ni proporción alguna las agudezas, las antítesis, los equívocos, las figuras de locución, las paronomasias y otras semejantes dirigidas sólo a ostentar ingenio y estudio. Y no sólo no tienen conexión, sino que, antes bien, producen un efecto contrario a lo que desea aquel amante, o aquel infeliz, porque denotan un ánimo quieto, sosegado y ocioso, y una pasión muy débil y tibia, pues le da tiempo y gana para pensar en cosas tan ajenas del intento de la pasión que le aflige y tan impropias del estado infeliz en que se halla. «¿Quién sufrirá -decía Quintiliano87- que un hombre condenado a muerte se defienda con metáforas extraordinarias, con agudezas exquisitas, con períodos muy limados?» Todo lo que se añade de muy ingenioso a lo natural de los afectos es perder el fruto de ellos y entibiar la compasión. Porque ¿quién la tendrá, como dice el satírico Persio, de quien se queja cantando? Cantet si nafragus assem protulerim? También es frecuente este error en nuestras comedias, donde las personas, en medio de sus pasiones, sus celos, sus enojos y sus desgracias, se explican de ordinario con tales sutilezas, con tan estudiados conceptos, con estilo tan culto, que desmintiendo su propia pasión, la quitan enteramente el crédito y hacen infructuoso cuanto dicen.

Esto no quiere decir que los afectos, así en las comedias como en las demás composiciones, se hayan de explicar bajamente y sin arte; antes bien, requieren grande arte, pero oculto y encubierto. El estilo que se reprueba es aquel que directamente mira a ostentar el ingenio y el artificio del poeta inútilmente y fuera de razón. Pero que en las pasiones se digan razones muy fuertes, pensamientos muy vivos, pero del caso, y que se digan, en fin, cosas y no palabras, lo pide la naturaleza misma, la cual nos enseña, por experiencia, que hasta las personas más rudas son elocuentes e ingeniosas en sus pasiones. El P. Lamy, en su Retórica, hace un paralelo entre un orador y un soldado, entre un hombre que movido de alguna pasión arguye y quiere persuadir y un hombre que pelea con tesón por derribar a su contrario. Claro está que el soldado no reparará, en el ardor del combate, en que la espada sea muy reluciente, o la empuñadura muy rica y bien labrada, ni tampoco perderá el tiempo en mover los pies a compás, ni le pasará por la cabeza si los que le miran pelear le tendrán o no por hombre airoso y galán; todo su esmero y todo su cuidado será que la espada corte bien y sea de buen temple; y no pensará sino en moverse con agilidad y embestir con fuerza y denuedo y menudear tajos, reveses y estocadas, sin otro fin que vencer y derribar a su enemigo. De la misma manera la naturaleza en las pasiones solamente procura que las razones y las pruebas sean fuertes y convincentes, y que los pensamientos y las palabras sean conformes a su intento y exciten en los ánimos ajenos compasión, amor, miedo, o cualquiera otra pasión. El querer en tales casos parecer ingenioso y discreto con agudezas y conceptos, que allí son inútiles, y con locución artificiosa, que es totalmente contraria al intento, es querer perder la victoria por ganar otra cosa que no importa. Por estas consideraciones, Muratori no aprueba un concepto de Pedro Corneille, en la célebre tragedia del Cid, dicho por Jimena, agitada de dos violentas pasiones de dolor y de amor:


    Pleurez, pleurez, mes yeux, et fondez-vous en eau:
la moitié de ma vie a mis l'autre au tombeau;
et m'oblige à venger après ce coup funeste
celle que je n'ai plus sur celle qui me reste.



Que quiere decir: Llorad ojos míos y deshaceos en llanto: la mitad de mi vida ha dado muerte a la otra y me obliga a vengar, después de este funesto golpe, aquella otra mitad, que ya no tengo más, en aquella que me queda. El pensar a estas dos mitades de vida, a la mitad que murió en su padre y a la mitad que quedó en su amante, y que la una mitad la obliga a vengar su agravio en la otra, es pensar demasiadamente, y decirlo con demasiado artificio, mayormente debiéndose suponer que Jimena habla de repente y con pasión.

Aun en el caso de no hablar de repente y estar libre de pasión y demás circunstancias, no por eso dejará el juicio de reprobar en la perfecta poesía la demasiada sutileza de los pensamientos, o la manera muy artificiosa de decirlos. Este exceso de sutileza, que los franceses llaman raffinement, consiste en sutilizar tanto los pensamientos que se hagan casi imperceptibles, y en buscar tan artificiosa y tan intrincada locución, que difícilmente se pueda desenredar o entender el concepto. De este género es aquella célebre copla española:


    Ven muerte, tan escondida,
que no te sienta venir,
porque el placer del morir
no me torne a dar la vida.



La razón con que el poeta quiere persuadir a la muerte para que venga escondida es tan sutil, que el entendimiento apenas puede comprenderla. Semejante a esta copla, cuanto a sutileza, es aquella otra, también muy aplaudida en España:


    Sólo el silencio testigo
puede ser de mi tormento;
y aun no cabe lo que siento
en todo lo que no digo.



Pero tales demasías del ingenio y del artificio pierden, más que ganan, con su misma sutileza y dificultad; bien como en una dama, suele, a veces, por causa de sus excesivos adornos, deslucir lo afectado a lo hermoso.

No hay duda que España ha producido y produce grandes y agudos ingenios; pero no siempre se hallan unidos en un mismo sujeto el ingenio y el juicio. Muchos de nuestros poetas por favor de la naturaleza y por sus estudios han logrado uno y otro, uniendo felizmente en sus versos los vuelos y osadías del ingenio con los dictámenes más acertados de un juicio muy cabal. De algunos de ellos se puede decir lo que de Séneca dijo Quintiliano: velles eos suo ingenio dixisse, alieno iudicio. A los que, en adelante, escribieren versos, no puedo dejar de encargar mucho que se acuerden siempre de la debida moderación en las reflexiones y travesuras de su ingenio y fantasía, advirtiendo que el uso excesivo de tales reflexiones cansa y enfada; que los conceptos, por buenos que sean, no se deben estimar si no son verosímiles en quien los dice respecto de su edad, sus calidades, sus circunstancias y sus pasiones; que éstas no quieren mucho artificio, ni mucho primor; y que, finalmente, la demasiada sutileza de los pensamientos y de la locución no sirve de otra cosa que de fatigar y atarear inútilmente al poeta y sus lectores.




ArribaAbajoCapítulo XIX

De los tres diversos estilos


Habiendo considerado hasta aquí la belleza poética por la parte que el ingenio y la fantasía tienen en su constitución, la consideraremos ahora en los tres diversos estilos que con su hermosa variedad la colorean y adornan.

Los antiguos, cuando aún no se había inventado el papel, para escribir sobre cortezas de árboles o sobre tablillas bañadas de cera, se servían de un punzón de hierro que llamaron estilo. Trasladaron después la significación de este vocablo a la forma de la letra de cada uno y, finalmente, le aplicaron también al sentido de las palabras y a su conexión, y llamase estilo la locución y la manera particular de explicar sus pensamientos que tenía cada uno. Así, el estilo de Tucídides, de Tito Livio, de Tácito, etc., quiere decir aquella manera particular con que se ha explicado en sus obras cada uno de estos historiadores.

No es menos maravillosa la suma variedad que se observa en los estilos, que la que se nota en los rostros; y como ésta prueba la infinita sabiduría de nuestro Creador, aquélla demuestra la libertad de nuestro albedrío. Entre tanta multitud de escritores, apenas hay uno cuyo estilo sea tan parecido al de otro autor que no se le reconozca alguna diferencia. Y aun en los que han querido adredemente imitar algún autor, se echa de ver claramente esta diversidad, pues, aunque hayan procurado seguir en todo sus pasos, copiar fielmente sus expresiones y retratar con toda diligencia sus propiedades, siempre se ve que les falta, para la perfecta semejanza, un no sé qué, que es bastante para que se conozca la diferencia del estilo.

No sólo un autor se distingue de otro por su estilo; pero una nación suele tenerle diverso de otra por la diversidad, según yo creo, de las costumbres, del clima y de la educación. Por eso no nos debe causar extrañeza si en la Escritura hallamos un estilo tan diverso del nuestro. El Esposo en los Cantares compara la nariz de la Esposa a la torre del Líbano, que miraba hacia Damasco. Esta expresión sería insufrible en un poeta de los nuestros; pero, entre los orientales, era propia de su estilo y su genio, porque, como gente de una fantasía muy viva y grande, se valían siempre de semejantes imágenes para explicar sus pensamientos. Los antiguos griegos notaron esta misma diversidad en tres naciones de aquel tiempo. Los pueblos de Asia eran pomposos y vanos en el trato y en las costumbres, amantes del adorno y del regalo, ambiciosos y magníficos; por el contrario, los atenienses eran muy moderados en el vestir y hablar, amigos de un trato llano y sencillo, y poco aficionados a la pompa y vanidad; los rodios participaban de unas y otras costumbres, puestos como en medio, entre la sencillez de los atenienses y entre los adornos y las galas de los asiáticos. La distinción de las costumbres de estas tres naciones dio ocasión para que el estilo, muy pomposo y muy cargado de adornos y de palabras y, como se dice, de hojarasca, llámase asiático; el estilo natural, con gracia y llano sin bajeza, llámase ático; y, finalmente, el estilo medio, que participaba del artificioso adorno del uno y de la natural sencillez del otro, llámase rodio. Hasta los siglos han tenido sus estilos; pues vemos que en un siglo ha reinado más un estilo que otro. Los autores del tiempo de Augusto escribieron todos con singular pureza y elegancia, sin hinchazón, ni afectación; pero en los siglos siguientes, degeneró mucho el estilo, perdióse aquella primera sencillez y se introdujeron los conceptos falsos, las agudezas impropias, la afectación y la vana pompa de palabras; finalmente, perdió su valor el oro acendrado de aquel siglo, con la mezcla de otros bajos metales. Quizá esta misma reflexión dio motivo a que los gramáticos llamasen siglo de oro al de Augusto y a los siguientes, a cual de Plata, a cual de Bronce y a cual de Hierro.

Pero la más cierta y segura regla, que se debe seguir para determinar el estilo, no ha de ser ni la nación, ni el siglo, ni el genio, sino la materia misma, que es la que señala al poeta y al orador aquel género de estilo en que debe escribir. Los retóricos antiguos reconocieron tres géneros de materia, de los cuales se originaban tres diversos géneros de estilo. La materia puede ser alta, noble y grande, o bien humilde, baja y fácil, o, finalmente, puede estar colocada como en medio de estos dos extremos, no siendo ni enteramente sublime ni enteramente humilde. A estos tres géneros de materia responden tres estilos diversos: uno grande, elevado y sublime, que los griegos llamaron adrón, esto es, varonil y robusto; otro natural y sencillo, que llamaron ischnón, esto es, sutil y delgado; otro mediano, a quien los mismos dieron el nombre de antherón, esto es, florido y hermoso. El poeta, escogida ya la materia, debe examinar bien su calidad y darla aquel género de estilo que le corresponde, tratando las cosas altas y nobles con elevación y sublimidad, las mediocres con estilo mediano, las humildes con sencillez y naturalidad. Veremos ahora qué es lo que pide cada género de estilo y a qué defectos está sujeto.

Cuando la materia es tal que requiere un estilo grande y elevado, debe el poeta, en primer lugar, presentar los objetos por la parte mejor y más noble, escondiendo, al mismo tiempo, con arte todo lo que tuvieren de feo, de bajo y despreciable, como hizo Apeles en el retrato de Antígono. Si describe lo magnífico de un palacio, lo hermoso de una ciudad, no se ha de entrar el poeta por los bodegones, ni por las caballerizas; si pinta una borrasca o un naufragio, nos pondrá delante lo más horrible de los huracanes, lo más espantoso de los riesgos y lo más compasivo de los pasajeros, pasando en silencio si, por ventura, con los vaivenes del navío, se quebraron las ollas y vasijas del menaje. Y si vemos que Homero se entretiene, a veces, en la cocina con sus héroes, dándoles la ocupación, poco decente para nuestros tiempos, de espetar en el asador una oveja, de asarla y trincharla en mesa, es menester acordarse, como creo haberlo ya dicho, que en aquellos siglos no eran estos oficios bajos ni indecentes. La simplicidad de las costumbres de aquella feliz edad hacía mirar semejantes ocupaciones como honrosas y nobles; y la vanidad y el fasto no habían todavía introducido en el mundo tanta formalidad y tanto recato, que con título de decoro es esclavitud.

Además de hacer el objeto sólo por el lado más noble y más digno y de callar todas las circunstancias bajas y viles que pudieran hacerle menospreciable, debe el poeta ayudar la grandeza de la materia con expresiones grandes, con pensamientos nobles, con sentencias graves y con palabras escogidas, cuya armoniosa cadencia les añada más gravedad y elevación. Las figuras retóricas, especialmente, tienen mucho lugar en el estilo alto: porque, como las cosas grandes no se pueden mirar sin una grande conmoción de afectos, y el lenguaje propio de éstos son las figuras, es menester que éstas entren frecuentemente en este género de estilo, para mover con fuerza las pasiones y engrandecer los objetos.

Las virtudes alindan con los vicios; por lo que es fácil pasar inadvertidamente de un territorio a otro. La altura y robustez del estilo confina con la hinchazón. Así, los que, o no han querido dar oídos a los visos del juicio o no han sabido dar con la verdadera elevación y nobleza de estilo, han recurrido al estilo túrgido e hinchado, que entre los ignorantes ha ocupado el lugar del estilo sublime. Es muy propio de este defecto el nombre de hinchazón, porque, así como la hinchazón del cuerpo se parece en algo a la robustez, asimismo la hinchazón del estilo parece a los necios elevación y gravedad. Consiste, pues, la hinchazón, según enseña88 el autor de la Retórica a Herennio, en servirse de palabras muy nuevas o muy anticuadas, sin necesidad de metáforas muy duras y desproporcionadas y de expresiones y términos más graves de lo que pide la materia. Los cultos que caen en este defecto dirán etiópico licor por decir tinta. Pero ninguna obra me ha parecido más hinchada que el Poema de los Macabeos, de Miguel Silveira. Quería decir este autor que Seronte, ardiendo en deseos de venganza, determinó valerse de los encantos de Dórida la maga89. Ésta no era materia que pidiese un estilo sublime, pero el poeta, queriendo engrandecerla, recurrió a metáforas impropias, a expresiones extravagantes y a términos pomposos, que son de los que Horacio llama ampullas et sesquipedalia verba:


    Seronte, que con ánimo sediento
beber purpúreos mares determina,
por dar ostentación al vencimiento
fantásticos trofeos se imagina.
    De Dórida el mentido pensamiento
al trono ovante de su honor destina,
ya previniendo al bélico conflicto
las sacrílegas tumbas de Cocito.



Quien oye estos términos tan resonantes como purpúreos mares, fantásticos trofeos, trono ovante, sacrílegas tumbas, etc., juzgará que quieren significar alguna cosa muy grande y elevada; pero si, después, hace reflexión al sentido que encierran, no puede dejar de quedarse helado y corrido de haberse fiado tanto en el sonido de las palabras.

La frialdad es otro vicio siempre compañero de la hinchazón y de la afectación, y aunque es común a todos los estilos, es más propio del estilo sublime, Pues al modo que tal vez alguno, si divisa brillar en tierra alguna cosa, y creyendo, por pura facilidad, que, sin duda alguna, será algún diamante u otra piedra de gran valor, por la codicia de tan precioso hallazgo, corre alegre a cogerla; pero, luego, viendo que lo que brilla no era sino un frágil vidrio, se queda helado y corrido de la burla que hizo el acaso a su inadvertida credulidad, asimismo, en la hinchazón afectada del estilo, aquellos términos tan sonoros, aquellas expresiones tan magníficas y pomposas, ostentando a lo lejos un falso resplandor, prometen al crédulo oído el hallazgo de algún gran concepto; el entendimiento se enciende en el ansia de descubrirlo, pero al llegar a reconocerlo de cerca, topando, en vez del gran entendimiento que esperaba, alguna inútil niñería o algún pensamiento de vilísimo precio, se hiela, por decirlo así, y se corre del engaño a que le ha inducido la vana afectación del autor. Por eso a este vicio, considerado cuanto al efecto que produce, se le da con propiedad el nombre de frialdad, la cual, según el retórico Longino, es originada de la demasiada ambición de buscar la novedad en los pensamientos y expresiones, y consiste, finalmente, en prometer mucho y dar muy poco. Y aunque Aristóteles, en el lib. 3 de su Retórica, trae cuatro modos diversos de frialdad, es a saber: palabras muy resonantes por ser compuestas de más de una voz, términos muy nuevos, epítetos traídos de muy lejos y fuera de sazón o muy frecuentes, y, finalmente, metáforas impropias y duras, no obstante, si se examina la razón fundamental de estos cuatro modos de frialdad, se hallará que todos se reducen a lo que he dicho, que es prometer grandes cosas con palabras muy huecas y cumplir esas grandes promesas con niñerías fútiles. Véase otro ejemplo de fría hinchazón, sacado del poema de Silveira en el lugar citado:


    Entraba de este sitio los umbrales
Andrónico, que el pecho fortifica
de vulcáneo labor de acero puro,
vertiendo sombras del Erebo obscuro.



Todas estas palabras tan resonantes, vulcáneo labor, sombras del Erebo obscuro, etc., aunque prometen mucho, no quieren decir sino que Andrónico iba armado de una coraza de acero. Todo buen poeta debe huir de semejante defecto y abominable, como el más opuesto al buen gusto y a la perfecta belleza de la poesía, advirtiendo que la sublimidad del estilo no consiste en un vano ruido de palabras, sino en la materia misma, que sea de suyo noble y elevada, en los pensamientos grandes y en las expresiones correspondientes, siguiéndose de esta manera, según el precepto de Horacio, la llama después del humo, no el humo después de la llama:


Non fumum ex fulgore, sed ex fumo dare lucem.



Hemos dicho que las figuras son muy propias del estilo grande, por ser el lenguaje natural de las pasiones, o sea del estilo patético o afectuoso que ordinariamente va unido con el grande. La afectación tiene también lugar en el estilo patético. Un autor griego llamó a este defecto parenthyrso, que el célebre traductor de Longino, Boileau, interpreta furores fuera de sazón.

No hay cosa más impropia ni más ridícula que el ver que uno se enfurece, se enoja y grita sin motivo bastante y por bagatelas. Eso es lo mismo, decía Quintiliano90, que querer poner a un niño las vestiduras y el calzado de Hércules. El perfecto poeta, aunque tal vez se finja agitado de furor divino, no por eso ha de enfurecerse fuera de tiempo; antes bien, su furor ha de tener siempre todas las señas de cordura y ha de ser concebido con acuerdo y con motivo bastante. El parenthyrso es propio defecto de los declamadores y pedantes. Lucano y Séneca, el trágico, pretendieron llegar por este camino a la grandeza de Virgilio, pero se quedaron muy atrás, y todos los doctos y eruditos han reconocido la diferencia que había del estilo declamatorio de la Farsalia y de las tragedias a la majestad y nobleza de la Eneida.

En los grandes asuntos y en las cosas elevadas está bien el estilo grande y sublime; pero los asuntos familiares y las cosas humildes y bajas requieren un estilo llano, humilde y familiar, el cual, como quiera que parezca muy fácil de imitar, es en la práctica no poco difícil, como advertía Cicerón91. Y la razón de esta dificultad procede, según el P. Lamy92, de la misma pequeñez del asunto y de la desnudez y sencillez de la locución que le corresponde. En el estilo sublime la grandeza misma de las cosas y de los pensamientos, las figuras, las metáforas y el artificio de la locución se llevan toda la atención del lector que, en cierto modo, distraído y enajenado, no atiende a todas las minucias y pasa por muchos defectos sin verlos. Pero en el estilo humilde se notan hasta las faltas más pequeñas, no habiendo ni materia grande, ni locución muy artificiosa que las pueda encubrir. Además de esto, las figuras y las metáforas no tienen mucho cabimiento en este género de estilo, que, ordinariamente, se sirve de términos propios; y es cosa cierta que el hablar y escribir bien con una locución natural y llana, y con términos propios y familiares, tiene mucha mayor dificultad que el escribir con metáforas y otras figuras.

Debe, pues, el poeta en el estilo humilde moderar con gran cuidado las agudezas, los conceptos y todo artificio manifiesto; y debe, sobre todo, saber bien la lengua en que escribe, para hacer buen uso de sus voces propias. Tenemos perfectos ejemplares de este género de estilo entre los griegos en Teócrito y Anacreonte, y, entre los latinos, en Catulo, en las Epístolas de Horacio y en las Églogas de Virgilio. Para instrucción y ejemplo bastará aquella oda de Anacreonte Physis kérata táurois, etc., traducida con aquella pensión ordinaria de que se desluzca y pierda en mi traducción gran parte de su primor y belleza:


    Naturaleza al toro
dio astas en la frente,
uñas a los caballos,
ligereza a las liebres,
a los bravos leones
sima de horribles dientes;
dio el volar a las aves,
dio el nadar a los peces,
dio prudencia a los hombres;
mas para las mujeres
no le quedó otra cosa
que liberal las diese.
Pues ¿qué las dio?
Belleza; la belleza, que puede
aún más los escudos
y que las lanzas fuertes,
porque en poder y en fuerza
una hermosura excede
al hierro que más corte,
al fuego que más queme.



Lo mismo que Anacreonte dice aquí de las mujeres, podemos decir nosotros con razón de ésta y de las demás canciones suyas: que las musas, habiendo dado a otras poesías la fuerza de los argumentos, la grandeza de las cosas, la actividad de las figuras, y el adorno de la locución, a las de Anacreonte dieron una belleza y gracia natural, una facilidad singular y una expresión dulce y sencilla, prendas que equivalen a los conceptos más agudos y a los adornos más artificiosos.

La bajeza y la sequedad son dos defectos del estilo ático y humilde, de los cuales debe huir el poeta como de extremos viciosos. Véase un ejemplo de la bajeza de estilo en dos estancias de la Mejicana, de Gabriel Lasso, cant. 6:


    ¡Cuán bien parece el príncipe ocupado
en defender sus súbditos cuidoso,
bien como por derecho está obligado
de todo riesgo y trance peligroso,
cumpliendo con aquello que encargado
le está del Sumo Padre poderoso,
lo cual algunos príncipes ignoran,
con que su ser y crédito desdoran!
    Piensan los tales que el tener vasallos
sólo les fue del cielo concedido
para con graves pechos molestallos,
camino por do muchos se han perdido.
Quiero de este error desengañallos
(ya que en esta materia me ha metido),
diciéndoles aquello que hacer deben,
aunque del sabio rey la ley reprueben.



Estas dos estancias más parecen prosa que verso, y aun prosa cuya bajeza se echa de ver en cada período. Asentemos, pues, que no todos los pensamientos naturales, ni todos los términos propios son buenos para este estilo; porque muchos de estos pensamientos y de estas expresiones deslucirían su natural belleza y la harían despreciable, al modo que miramos con placer y con gusto una pastorcilla vestida pobremente, según su estado, pero limpia y aseada; y, al contrario, miramos con asco un mendigo todo grasiento y andrajoso.

La sequedad es otro defecto en que han caído algunos, juzgándola como una condición necesaria del estilo humilde. Estos, dice Quintiliano93, tuvieron lo macilento por sano y la debilidad por cordura, y, juzgando que bastaba no tener vicio alguno, cayeron al mismo tiempo en el vicio de no tener virtud alguna. Debe, pues, el estilo humilde tener su virtudes y las principales han de ser facilidad sin bajeza, naturaleza con gracia, viveza sin elevación. Si no admite pensamientos muy sutiles, vuelos del ingenio muy remontados, ni adornos de mucho artificio, requiere, a lo menos, pensamientos buenos, expresiones propias y escogidas, y, por servirme de la frase94 de Cicerón, ya que no tenga mucha sangre, debe, por lo menos, tener un cierto espíritu y jugo que, aunque no le dé gran fuerza y robustez, lo mantenga sano.

El estilo medio o florido es el propio lugar para los adornos y arreos del artificio. De este género de estilo tenemos perfectos ejemplares en Ovidio y Claudiano y en las obras de Villamediana, de Solís, de Salazar, del príncipe de Esquilache y otros, como el que quiera imitarlos sepa discernir los yerros de los aciertos y entresacar lo bueno, lo ingenioso y lo discreto de lo afectado, de lo excesivo y de lo impropio.

Un vicio hay y una virtud, que bien podemos, por traslación, llamar así a los yerros y aciertos de los poetas, comunes a todos tres estilos. El vicio es la afectación, la cual se comete en el estilo sublime, cuando el poeta se remonta mucho, sin que lo pida el asunto, o cuando quiere que su composición parezca grande, sin más caudal para ello que palabras huecas y ruidosas; en el estilo humilde, cuando se cae en el defecto de bajeza o sequedad, por deseo de parecer llano y sencillo, aunque esto sucede raras veces, y en el estilo medio o florido, cuando se vierten y amontonan, con excesiva profusión, las agudezas y los adornos retóricos, de suerte que, en vez de deleitar, enfaden y cansen. Finalmente, la afectación, según Quintiliano95, es propiamente todo lo que excede de los límites de la razón y de la prudencia, lo cual sucede siempre que el ingenio camina sin la guía del juicio y se deja engañar de las apariencias de lo bueno, vicio el peor de cuantos hay en la elocuencia y en la poesía; porque de los otros se huye, éste se busca: coetera vitatur, hoc petitur.

A esta clase se puede reducir aquel defecto de fría puerilidad, tan frecuente en los malos poetas del siglo pasado, y que aún hoy día logra aplauso y estimación entre los que alaban sin discernimiento y no distinguen los claveques de los diamantes. Consiste este defecto en jugar del vocablo y usar equívocos en estilo serio, en las alusiones a los nombres o apellidos y en los versos o sonetos que llaman acrósticos, porque sus letras iniciales, leídas según el orden que tienen, forman un nombre o una palabra o una oración. Estas son agudezas propiamente pueriles, que manifiestan la pobreza y escasez del ingenio que las escribe que, no sabiendo otro modo de remontarse y de captar la admiración, se vale de medios tan sutiles y ridículos. Es verdad que, a veces, ya puede ser que las alusiones a los nombres, siendo manejadas con arte y sostenidas con buenos pensamientos y con elegante ornato, no sean puerilidades y puedan permitirse como un juguete o travesura del ingenio. De hecho Petrarca aludió alguna vez al nombre de Laura, y entre otros sonetos aquel que empieza: Quand'io movo i sospiri a chiamar voi, aunque tiene algo de acróstico, no deja de ser muy elegante y muy tierno, sin que parezca pueril ni afectado.

La virtud común a todos los estilos es lo que llaman sublime por lo cual no entendemos aquel estilo que hemos dicho llamarse robusto, alto y sublime, sino lo sublime de cada estilo. En una palabra, entendemos este término como lo entiende el griego retórico Longino, que escribió con tanto acierto de este asunto en su tratado Peri Hypsous. Entiende este autor por sublime aquella viveza, aquella extraordinaria y maravillosa novedad que en todos estilos suspende, admira y deleita, y que, a veces, consiste en una casi imperceptible calidad, en un pensamiento, en una cierta disposición de palabras, en una expresión feliz y en un no sé qué que mejor se percibe que se enseña. Todo lo cual puede tener cabimiento en cualquiera de los tres estilos y, en prueba de esto, traeré un pensamiento de Baltasar de Luzón en unas décimas a Juan de Arguijo, poeta a quien está dedicada la Hermosura de Angélica, de Lope de Vega Carpio. Alaba en ellas el poema de Lope, y después, con singular delicadeza, gracia y maestría, da un grande encomio al mismo Juan de Arguijo:


    Queriendo Lope pintar
hermosura de mujer,
quiso un ángel retratar,
tan Luzbel, que ha de querer
su fama a su autor quitar.
    Recibid con rostro humano,
don Juan la pintura y mano,
que me ha dicho que quería
retratar de vos un día
un perfecto cortesano.



Es cierto que en este último concepto, no hablando del primero, en que alaba el poema de Lope, se ve, en medio de un estilo natural y sencillo, aquel sublime, de quien ha escrito Longino, y que hemos dicho poderse hallar en cualquiera de los tres estilos.




ArribaAbajoCapítulo XX

Del estilo jocoso


Pues quedan bastante explicados los varios estilos que sirven para lo serio, pasemos a tratar del estilo burlesco, inquiriendo sus principios y reglas con la autoridad de los maestros más aprobados y con ejemplos convenientes para su inteligencia.

Aristóteles en su Poética asigna, por origen de la risa, la deformidad sin dolor y sin daño. Es ridículo un vicio, un error, un defecto de cuerpo o de espíritu, cuando no se le sigue muerte, ni dolor, ni daño notable, porque en este caso el defecto más causaría compasión que risa. Una caída ligera, un tropiezo sin daño, como argüye error de inadvertencia y poca prevención y flaqueza de miembros, suele mover a risa; pero el ver caer un hombre precipitado de una alta torre no causa risa, sino horror y lástima. Cicerón96añade a lo que dice Aristóteles que la deformidad y el defecto se debe notar no deformemente. Porque el expresar y notar los defectos con modos torpes y bajos, dice Pablo Benio97, para los hombres de juicio más será motivo de enfado que de risa. Este modo defectuoso y bajo de hacer reír se llamó entre los latinos scurrilitas, que quizá corresponde a lo que ahora decimos bufonería, modo indigno de toda buena poesía.

La risa, según Quintiliano98, se concilia y mueve o con las cosas o con las palabras, y lo mismo se puede decir también de todas las demás gracias y agudezas, como enseñó Cicerón99. A nuestro asunto pertenece sólo el tratar de aquella risa que producen las palabras. El argumento, pues, de la risa se saca de nuestra persona, o de la ajena, o de las cosas que Quintiliano, en el lugar citado, llama medias. Fingiéndonos ignorantes y necios, y diciendo advertidamente por simulación lo que dicho con seriedad por descuido o ignorancia sería necedad y disparate, causaremos risa en quien nos oyere. Procede esta risa de aquel gusto con que se descubre nuestra ficción y se advierte la imitación bien hecha de un hombre necio y rudo. De este género de graciosidad hay mucho en las comedias burlescas del Caballero de Olmedo y La traición en propia sangre; por ejemplo, en la primera:


    No hagáis, señor, que os esperen,
que a las tres empezarán,
¿Y las tres a qué hora dan?



Y en la última:


    Castigaré, vive Dios,
excesos tan infinitos;
porque el castigar delitos
es bueno para la tos.



El notar los vicios y defectos ajenos, pintándolos con vivos colores, es, según la citada división de Quintiliano, el segundo modo de hacer reír. Este modo es propio de la sátira, la cual, para ser buena, requiere mucho miramiento y moderación, debiéndose en ella reprender los vicios y defectos en general, sin herir señaladamente los particulares e individuos.

A la deformidad propia o ajena puede reducirse y atribuirse otro principio de nuestra risa y otra rama y especie de estilo jocoso, que consiste en la desproporción, desconformidad y desigualdad del asunto respecto de las palabras y del modo, o al contrario de las palabras y del modo respecto del asunto, y por este medio viene a ser muy apreciable en lo burlesco lo que sería muy reprensible en lo serio. Lo primero sucede cuando se hacen asunto y objeto principal de un poema los irracionales más viles y ridículos o también hombres muy bajos y menospreciables por su estado y por sus cualidades; y a éstos, ya irracionales, ya hombres despreciables, se atribuyen acciones y palabras propias de hombres grandes y de héroes famosos. Lo segundo sucede cuando, por el contrario, se atribuyen acciones plebeyas, palabras y modos bajos a héroes y personas de gran calidad. De esta especie de graciosidad es la Batracomiomaquia, o sea la guerra entre ranas y ratones, célebre poema de Homero, a cuya imitación se han escrito después con extremada gracia la Gatomaquia, de Burguillos; la Mosquea, de Villaviciosa, y otros; en Italia se celebra mucho la Secchia rapita, de Tassoni, y el Orlando, de Berni, cuyas huellas quiso seguir nuestro don Francisco Quevedo en su Orlando, poema que quedó solamente empezado, con harto sentimiento de las Musas. De este género es también la Eneida en lengua napolitana, obra graciosísima para los que entienden bien aquel idioma.

La risa que de las cosas medias procede trae su origen y principio del engañar la expectación ajena con respuestas y dichos impensados, o del entender o fingir que se entienden los dichos ajenos diversamente de lo que suenan. A lo primero llama Quintiliano simulación, a lo segundo disimulación. De la primera especie es aquel dicho de Afro: homo in agendis causis optime vestitus, y lo que dice Jacinto Polo, pintando la boca de Dafne: es tan linda su boca, que no pide. De la segunda especie es aquello de La traición en propia sangre:


Y aquesto de ser cristiano,
¿cómo se entiende en mi casa?
Muerto vos sin hijos pasa
al pariente más cercano.



Y en el Caballero de Olmedo:


Hacedme, señor, justicia.
Alzad, yo os hago alguacil.



De semejante especie de graciosidad es la conclusión de un soneto de Burguillos, o de Lope de Vega, poeta excelente en este género de estilo:


Tanto en morir y en esperar merezco,
que siento más el verme sin sotana,
que cuanto fiero mal por vos padezco.



Con otro chiste semejante remata el mismo autor otro soneto, después de haber pintado con mucho aparato de palabras un monte y una cascada de agua:


    Y en este monte y líquida laguna,
para decir verdad como hombre honrado,
jamás me sucedió cosa ninguna.



Además de los dichos inopinados, admite también el estilo jocoso otras, que podemos llamar discreciones o agudezas, que responden, según yo creo, a lo que los latinos llamaron facetias. De esta clase son la paronomasia, los equívocos, los hipérboles y la ironía. La paronomasia consiste en usar dos veces de un mismo vocablo con alguna variación de letra o de sílaba, que nosotros decimos jugar del vocablo. Como lo que refiere Tulio100 de Carón, el cual, como dijese a un amigo: «Vámonos a pasear», le respondió el otro: «¿Qué necesidad hay de decir nos?» A lo que replicó: «¿Y qué necesidad hay tampoco de vos?» Pero las paranomasias, para que no sean frías han de tener en la variación de la letra más eficacia y energía y han de venir al caso. Lope de Vega se burlaba con razón en una epístola de semejantes paranomasias, a las cuales la variación del vocablo no añade gracia alguna:


    Jugaréis por instantes del vocablo:
Como decir, si se mudó en ausencia,
ya no es mujer estable, sino establo.



Los equívocos, que en el estilo serio suelen ser muy fríos y pueriles, en el burlesco se pueden usar sin recelo. Porque el descubrir el engaño de un equívoco es de mucho gusto para nuestro entendimiento que queda ufano de haber penetrado luego la doble significación del vocablo. Aristóteles, en el lib. 3 de su Retórica; Cicerón, en el 2 de Oratore; el autor de la Retórica a Herennio, en el lib. 4, y también Quintiliano, aprueban los equívocos y paranomasias, especialmente en el estilo jocoso.

Las hipérboles hacen lo mismo, por contrario efecto, en lo burlesco que en lo serio: en lo serio engrandecen las calidades que pueden excitar más nuestra admiración; en lo jocoso engrandecen los defectos que pueden mover más nuestra risa, y de uno y otro modo logran, abultando o disminuyendo, el hacer creer lo que es el objeto diciendo más de lo que es. Tal es la exageración de Quevedo en un soneto a unas grandes narices:


Érase un hombre a una nariz pegado.



Son también excelentes, en este género, las poesías de Eugenio Gerardo Lobo, y especialmente las décimas en que pinta su cuartel. Véase con qué hipérbole exagera lo pequeño del lugar:


    Ahora el lugar te describo,
pues la ociosidad abunda:
sobre un guijarro se funda,
sólo un candil le amanece,
un tomillo le anochece
y una gotera le inunda.



En las mismas décimas me ha parecido también muy gracioso este equívoco:


    Tal vez hablo con el cura
de Dédalos, de Faetontes,
de astrolabios, de horizontes,
de diamantes, de esmeraldas,
y al fin, porque tienen faldas,
hablo tal vez con los montes.



Mucha parte de la belleza del estilo jocoso consiste también en la elección de voces, ya de suyo graciosas, y de modos de hablar familiares y burlescos: de todo lo cual abunda mucho nuestra lengua. También agracia mucho el estilo jocoso la invención de nuevos vocablos. El citado Eugenio Gerardo Lobo dijo: «se anochecen, se anoruegan, se antipodan», etc., y Gabriel del Corral, en una carta escrita a Luis de Ulloa contra un cierto Faria, autor de unos versos que intituló Nenias, dijo:


    Y Faria, por ser del mismo genio,
de hoy más ha de llamarse Farinenio.



La poesía italiana tiene dos especies de estilo burlesco que no he visto ya practicadas en nuestra lengua; la una es estilo que llaman fidenciano por su autor, que, con el nombre supuesto de Fidencio, escribió algunas rimas entretejiendo con mucha gracia frases y palabras latinas, como imitando el genio y estilo de los pedantes y latiniparlos. Podrá servir de ejemplo el siguiente soneto:


   Quotiescumque mi cara Galatea,
con blanda risa y con amor me mira,
de sus ojos parece que respira
un nescio quid que todo me recrea.
    Mas luego que de mí (ya desdén sea,
ya descuido) su vista retira,
heu! otro nescio quid, sin ser mentira,
sienten con triste afán praecordia mea.
    ¿Unde nam provendrá tan raro e incierto
efecto? ¿De su amor? ¿De sus enojos?
¿Tanto puede un favor y una aspereza?
    ¡Ay de mí!, que yo tenlo pro comperto,
que el nescio quid no viene de sus ojos,
y que el mal está todo en mi cabeza.



La otra especie es la macarronea o el estilo que llaman macarrónico, que consiste en dar a las palabras italianas la terminación y construcción latina; de suerte que puede muy bien practicarse en nuestra lengua. Fue autor de semejante estilo Merlín Cocayo, nombre supuesto, según dicen, de un monje benito, que tenía gran habilidad y genio para la poesía latina, pero desconfiando de llegar en lo serio a la grandeza y fama de Virgilio, tomó esta derrota contraria, queriendo más ser primero en lo burlesco que segundo en lo grave.




ArribaAbajoCapítulo XXI

De la locución poética


Hablaremos ahora brevemente de la locución poética como de cosa aneja a los estilos y sumamente necesaria para la perfección de la poesía: siendo evidente que los mejores pensamientos y discursos pierden a veces gran parte de su belleza por el descuido y defecto de las palabras con que se dicen, bien como a veces a muchos grandes hombres el desaliño y la descompostura del vestido suele deslucirles el mérito de sus prendas y calidades. Es menester, pues, que el poeta cuide también de las palabras y de la locución, cuya belleza consiste en la elección de voces y en su acertada colocación.

La perspicuidad y claridad de la oración, la propiedad y pureza de las voces son las principales virtudes de la locución. La perspicuidad hace que se entienda claro y sin tropiezo alguno el sentido, el modo que por un terso transparente cristal se ven distintamente los objetos. La propiedad de voces puras y castizas hace que se comprendan perfectamente los pensamientos que se quieren expresar en las palabras y discursos y que se impriman mejor y más vivamente los objetos. Para hacer perspicua la locución es necesario concebir, primero, bien y con distinción los pensamientos y tenerlos dispuestos con buen orden y método en la mente. Un entendimiento confuso y desordenado no puede jamás dar perspicuidad a sus escritos. Para la propiedad es preciso saber bien la lengua en que se escribe. Y, cuanto a la propia, es cierto que más mengua el ignorarla que gloria el saberla, como decía Cicerón a sus romanos: «non tam praeclarum est scire latine, quam turpe nescire».

Opónese a la claridad y perspicuidad el vicio de la obscuridad, de quien hemos hablado ya en otra parte. Es verdad que hay una obscuridad que no es defectuosa, antes bien es a veces loable, especialmente en el estilo sublime, y es aquella obscuridad que con leve atención se vence y penetra: obscuridad que no procede de confusión de pensamientos, ni de impropiedad de voces, ni de mala colocación, sino de alguna erudición no vulgar, y de lo raro y peregrino de los mismos pensamientos, y de la elegancia de la locución.

Los solecismos, barbarismos y arcaísmos son los defectos que empañan y afean la pureza y belleza de la locución. Solecismo es una mala concordancia y una errada relación de las palabras entre sí. Sería solecismo decir el fuente, porque aquel artículo masculino no concuerda con un nombre femenino; y sería también solecismo decir el alma, si el uso común, fundado en la razón de la eufonía, no hubiera autorizado esta irregularidad.

Las voces de lenguas extranjeras y nuevas en la nuestra, y que no están aún ,por decirlo así, avecindadas, y las escritas o pronunciadas contra las reglas y leyes del puro lenguaje se llaman barbarismos. Es insufrible la afectación de algunos, que, como dice el P. Feijoo, salpican la conversación de barbarismos y de voces de lenguas extranjeras, y especialmente de la francesa, por afectar que la saben. Pinciano, en su Pelayo, afectó la introducción de voces nuevas y extranjeras, queriendo quizás imitar la variedad de los dialectos que usó Homero; pero no creo que se le pueda alabar el haberlo practicado tan sin templanza y sin necesidad, pues no me parece que la había, para decir, entre otras cosas, Uropa y urópico por Europa y europeo. Los latinismos, que alguno de nuestros poetas ha usado sin motivo y sin moderación, son buenos para el estilo jocoso; pero en lo serio, a mi ver, son muy fríos y pueriles. Algunos doctos españoles han hecho burla, ya en prosa, de semejante defecto. Sin duda Tomé de Burguillos, con ese intento de burlarse de los cultos latiniparlos, escribió aquel soneto excelente en su género a la sepultura de Marramaquiz, gato famoso:


    Éste, si bien sarcófago, no duro
pórfido, aquel cadáver bravo observa,
por quien de mures tímida caterva
recóndita cubrió terrestre muro.
    La Parca que ni al joven ni al maturo
su destino límite reserva,
ministrándole pólvora superba,
mentido rayo disparó seguro.
    Ploren tu muerte Henares, Tajo, Tormes,
que el patrio Manzanares que eternizas
lágrimas mestas libará conformes:
    Y no le faltarán a tus cenizas,
pues viven tantos gatos multiformes
las lenguas largas y de manos mizas.



Las voces anticuadas no se desechan por impropias, sino por desusadas y poco inteligibles: el usar de ellas se llama arcaísmo, que puede ser igualmente defecto y virtud de la locución. Cierto es que el arcaísmo sin causa y por pura afectación sólo podría usarse en el estilo burlesco, cuando fuese intención del poeta hacernos reír con la imitación de la habla antigua: como se ve practicado en algunas comedias, Los jueces de Castilla, Fabladme en entrando, El caballo vos han muerto y otras, cuya graciosidad está fundada en la imitación del antiguo lenguaje español; pero el usar con discreción y moderación de algún término antiguo en un poema o en una historia no será siempre defecto, y aun tal vez será virtud. El estilo del P. Mariana en su Historia de España, además de otras muchas calidades y circunstancias, recibe a veces no poco esplendor y majestad de algunas voces anticuadas. Y ya que la ocasión lo trae, no puedo dejar de decir que si nuestra habla parece alguna vez pobre y menos copiosa que otras, es culpa de los que por demasiada delicadez desusaron algunos vocablos. «Por nuestra ignorancia, decía101 el docto Fernando de Herrera, habemos estrechado los términos extendidos de nuestra lengua, de suerte que ninguna es más corta y menesterosa que ella, siendo la más abundante y rica de todas las que viven ahora, porque la rudeza y poco entendimiento de muchos la han reducido a extrema pobreza».

Generalmente hablando, en cuanto al uso de los términos nuevos o antiguos, no me parece que se puede dar mejor regla de la que enseña Cicerón102, que es evitar los extremos: como en la elección del vino, ni tan nuevo que sea mosto, ni tan añejo que sea intolerable. La propiedad no excluye las metáforas y otras figuras que adornan y hermosean mucho la locución. El poeta dice por traslación la verde esperanza, la dulce libertad, y por la figura sinécdoque el pino por la nave, el acero por la espada; y por metonimia, habiendo de nombrar el pan, el vino, el mar o el fuego, dice con más elegancia los dones de la rubia Ceres, el licor del alegre Baco, los campos de Neptuno, la furia de Vulcano; y por perífrasis dice que Febo dora las cumbres de los altos montes, por decir que sale el sol; y así de las demás figuras, según que más difusamente enseñan los retóricos. Los epítetos sirven no menos para el adorno, que para la brevedad de la locución; porque lo que necesitaría de una larga oración se suple y se dice igualmente bien con un solo epíteto. La frecuencia de los epítetos es gala de la poesía, pero es menester que sean escogidos, expresivos y propios, y que no sean inútiles y puestos como ripio para ajustar un verso. Es verdad que la poesía tiene en esto mucha más libertad que la prosa: un poeta se sirve sin reprehensión de ciertos epítetos que parecen ociosos: la blanca leche, el cerdoso jabalí, la fría nieve, la ardiente llama, etc. De la misma manera Homero usó muchas veces ciertos epítetos que venían a ser como apellidos o nombres con que se distinguían sus héroes por sus calidades y virtudes: Aquiles el ligero, Ulises el astuto, Minerva la de los Ojos garzos, Juno la de los ojos grandes, etc., todos los cuales son como apellidos, y no es defecto de superfluidad el repetirlos cada vez que se nombra al sujeto a quien convienen. Asimismo Virgilio, a imitación de Homero, no tuvo reparo de repetir tantas veces los epítetos de piadoso Eneas, el padre Eneas, etcétera.

La disposición y conexión de las voces ha de ser según el orden más natural y en todo conforme el uso, para que sea clara y perspicua la locución. El uso tiene en el habla una suma autoridad que a veces pasa a tiranía: desecha unos vocablos e introduce en su lugar otros nuevos, deja unos modos de hablar y prohija otros, autoriza irregularidades, y, finalmente, es árbitro soberano de las lenguas. Pero hase de entender esto del uso, de los eruditos y doctos, y de los que hacen profesión de hablar bien, como quería Quintiliano103 que se entendiese: usum, qui sit arbiter dicendi, vocamus consensum eruditorum, sicut, vivendi, consensum bonorum. Si algunos españoles, por ignorancia o por otro defecto, han corrompido la pureza y propiedad del idioma, el abuso de éstos, aunque no sean pocos, no debe arrogarse autoridades de uso.

Aunque la colocación de las voces debe seguir de ordinario el orden natural de los pensamientos y el uso común, para que se entienda con claridad el sentido y para evitar la obscuridad y la equivocación, no obstante los poetas, o por las licencias que les permite la dificultad del verso, o porque como agitados de un furor divino tienen derecho de usar un lenguaje distinto del vulgar y común, pueden y suelen, con aplauso, apartarse de la acostumbrada colocación de voces y servirse de la figura hipérbaton, o sea transposición; pero siempre con la precaución de no exceder los límites que señalan la razón y el juicio, y de no hacer obscura o muy intrincada la locución, y, finalmente, de no ser afectados. Fernando de Herrera dijo: «Y la digo señora dulce mía, en lugar de dulce señora mía»; y Jacinto Polo, en unos versos jocosos, por motivo del metro, mudó la colocación de la preposición hacia:


    Tan hacia el cogote viven,
y al colodrillo tan hacia, etc.



Otro poeta dijo: «Iba las quejas amorosas dando, en lugar de Iba dando las quejas», etc.; pero se ve que en estas y otras semejantes transposiciones, no hay exceso, ni obscuridad, ni afectación, antes bien, tienen una cierta elegancia que hace más atento al lector. No son así las transposiciones que usó nuestro Góngora con tanta destemplanza y afectación, como por ejemplo:


    Mentido un Tulio, en cuantos el Senado
ambages de oratoria le oyó culta...
La yedra acusa, que del levantado
apenas muro...
Deidad, que en isla, no que errante baña
incierto mar, luz gemina dio al mundo,
sino Apolos lucientes...
Que si precipitados, no los cerros,
las personas tras de un lobo traía, etc.



Y otras muchas de este género que yo no puedo sufrir y creo que no podrán sufrir tampoco todos los que, como yo, aborrezcan la afectación y gusten de una locución clara, limpia y pura. Sin embargo, dejo que los que entienden más que yo de nuestra lengua, vean si tal estilo merece ser aprobado y seguido.

Acabaré finalmente este capítulo con un aviso importantísimo que da Quintiliano a los oradores y que pertenece igualmente a los poetas: es a saber, que la primera, la principal y la mayor aplicación, se debe a los pensamientos antes que a la locución, y lo que sólo es atención del poeta en las palabras, ha de ser esmero en las cosas: Curam verborum, reruni volo esse sollicitudinem.

Con lo cual admirablemente concuerda lo que dice el ingenioso, elegante y erudito poeta Juan de Jáuregui104 en la introducción a sus Rimas, donde hablando de la locución, advierte no ser sufrible que la dejemos devanear ociosamente en lo superfluo y baldío, contentos sólo con la redundancia de las dicciones y número; y añade, que no pretendan estimación alguna los escritos afeitados con resplandor de palabras, si en el sentido, juntamente, no descubren mucha alma y espíritu, mucha corpulencia y nervio.




ArribaAbajoCapítulo XXII

Del metro de los versos vulgares


Para entero cumplimiento del asunto de este libro, en que tratamos de la utilidad y del deleite de la poesía, resta sólo que examinemos el metro y la armonía del verso, inquiriendo su origen, su fundamento y sus reglas, especialmente cuanto a los versos vulgares, porque el artificio de los latinos es notorio y se enseña en cualquiera gramática. Pero antes de entrar en el asunto, he de prevenir a mi lector, que no espere hallar aquí explicadas las diversas maneras con que se pueden disponer los catorce versos de un soneto, ni qué cosa sea el soneto continuo, encadenado, terciado, doblado con repetición, con cola, etcétera; ni cómo se enlacen los consonantes de las canciones, cómo se formen los madrigales, las sextinas, las octavas, las coplas, las redondillas, las décimas, los villancicos, los romances, las glosas, etc. Todo esto es muy fácil de aprender y basta leer el Arte poética, de Juan Díaz Rengifo, o seguir materialmente el artificio y la disposición de los versos y coplas de cualquier poeta. El detenerme en estas cosas, o ya sabidas o que con facilidad se aprenden, sería, a mi ver, trabajo inútil y pérdida de tiempo. Mi intento solamente es inquirir, fundamentalmente, la razón del metro y del verso y aclarar el origen, las causas y reglas de la armonía poética, particularmente en los versos vulgares.

Este asunto no es de tan poca importancia, no tan fácil como tal vez parece. Muchos eruditos le han emprendido, pero divididos en varias opiniones. Algunos, como Claudio Tolommei, pretendieron reducir el metro de los versos vulgares al de los latinos; otros, como Minturno y el marqués Orsi105, juzgaron muy afectada, muy difícil y aún casi imposible esta reducción; otros, finalmente, como Francisco Cascales y Ludovico Zuccolo, tomando un nuevo rumbo, constituyeron toda la razón del metro de los versos vulgares en la longitud o acento de la cuarta sílaba, de la sexta, octava y décima. Con la libertad que se concede a cualquier escritor de decir sus pensamientos, diré yo también lo que he pensado sobre este asunto.

Pero antes advierto que no es por ventura inútil ni superflua, como pensarán algunos, la ciencia del metro de los versos vulgares. Es verdad que hoy día muchos o casi todos, componen versos sin otra razón y sin otra guía que la del oído. Mas esto solamente prueba que se hace más caso del oído que del entendimiento, y que también en esto, como en otras cosas, los hombres, por pereza o falta de reflexión, se contentan con la dudosa aprobación de un sentido, descuidando de la certidumbre de la razón. Si a un poeta se pregunta por qué es armonioso un verso de once sílabas, o por qué de dos versos, uno es más armonioso que otro, ¿satisfará, por ventura, a la pregunta con decir que así parece a su oído? Y si el oído de otro hombre juzga todo lo contrario, ¿cómo le convencerá? Yo mismo muchas veces he tropezado en la duda de cuál de dos versos sería mejor y más sonoro, y qué palabra de un verso debía colocarse antes que otra para darle una perfecta armonía; y es cierto que de tales dudas no me ha podido sacar con entera satisfacción mía el oído. Confieso que este sentido, o por decir mejor nuestra alma, por medio de este órgano, puede juzgar de la armonía y disonancia de los sones por aquel deleite o disgusto que la consonancia o disonancia le ocasiona; pero este juicio, como formado por un falaz sentido, está sujeto a muchos accidentes y errores, y no puede extenderse a aquellas pequeñas y casi imperceptibles diferencias, por las cuales a veces un verso es más armonioso que otro; aquellas diferencias, digo, que observa un buen poeta que tiene perfecto conocimiento del metro, colocando por esta razón una palabra antes o después de otra, no acaso, sino por elección de un discernimiento arreglado.

Esto supuesto, digo que de las mismas fuentes de donde deriva la armonía de las cuerdas y de las voces, procede, si yo no me engaño, la armonía de los versos. Generalmente hablando, la armonía no es más que una concorde discordia o una discorde concordia de sones, o por decir mejor, es aquel placer que en el órgano del oído resulta de las consonancias. La consonancia es una mezcla o composición de dos sones que hieren suavemente el oído; al contrario, la disonancia es una composición de dos sones que hieren el oído con dureza y aspereza. Y esta consonancia o disonancia, o sea, esta variedad de sones gratos y suaves, o ásperos y desapacibles, procede de la conmensurabilidad o inconmensurabilidad de las vibraciones de un cuerpo sonoro respecto a otro. Para entender esto es menester suponer que una cuerda, y generalmente todo cuerpo sonoro herido, vibra y tiembla muchas veces a proporción de su mayor o menor grandeza, con esta diferencia: que las vibraciones de los cuerpos mayores son más tardas y así duran más tiempo; y las vibraciones de los cuerpos menores son más veloces y más frecuentes, y así duran menos. De suerte que una cuerda doblada de otra hará, por ejemplo, una vibración en el tiempo que la otra, esto es su octava aguda, hará dos. Así el diapasón, o sea la octava, es como 2 a I; el diapente, o sea la quinta, es como 3 a 2, etc. Y de esta conmensurabilidad de vibraciones es producido aquel deleite que causan en nuestro oído dos cuerdas cónsonas, cuyas vibraciones empiezan y acaban al mismo tiempo, y unas pueden ser medida justa de las otras. Pero si las vibraciones de las cuerdas no son conmensurables, como en la séptima y en el tritono, hacen disonancia, porque entonces como no empiezan ni acaban al mismo tiempo, causan gran confusión en el oído, y encontrándose unas con otras, recíprocamente se turban y desconciertan. De la proporción, pues, del tiempo de las vibraciones depende principalmente la armonía música, y de semejante causa procede también la armonía poética, como luego veremos probado.

El verso es una oración o una parte del discurso, medida por un cierto número de pies métricos, esto es, de sílabas largas y breves, que, dispuestas en cierto orden y número, hacen una cadencia agradable, la cual, medida y cadencia, se repite siempre la misma sin cesar. Esta repetición distingue el verso de la prosa, porque también la prosa tiene su cadencia y medida de sílabas largas y breves, pero esta cadencia y medida de la prosa es siempre varia y distinta; en el verso es siempre la misma. Denótase esta repetición con volver a empezar otro renglón, después de acabado un verso, lo que dio a los versos el nombre que tienen, del verbo latino vertere, de suerte que en latín se da también el nombre de versus a las hileras de árboles dispuestos con orden y correspondencia igual. El pie es una parte del verso, compuesta de un cierto número y orden de sílabas largas y breves. Constan, pues, los versos de pies, y los pies de sílabas. Débese principalmente notar en los pies la arsis y thesis, esto es, la elevación y la depresión de la voz.

Los romanos, cuando decían sus versos, llevaban el compás con el pie, y esta acción se decía percutere pedes versus. Los pies se componen de dos sílabas o más, las cuales han de tener su elevación y depresión; la sola elevación o la sola depresión no es bastante para formar un pie armonioso; se requiere uno y otro. Las sílabas, cuanto a su cantidad, constan de uno o dos tiempos, por lo que son largas o breves; cada sílaba larga, entre los griegos y latinos, tiene dos tiempos; cada breve, uno. Y esto quiere decir que el tiempo que se gasta, o al menos que gastaban los antiguos en proferir una sílaba larga, era doblado del que gastaban en una breve.

Aplicando pues todo esto a lo que decíamos de la música, se pueden considerar los tiempos de las sílabas como si fuesen vibraciones de cuerdas; de modo que una sílaba larga será, proporcionalmente respecto a una breve, como la vibración de una cuerda grave a la vibración de la octava aguda; y explicándome en términos de la música práctica, una sílaba larga se ha con una breve, como una mínima con una semínima, o como una corchea con una semicorchea. Supuesto esto, en lo cual no creo que hallarán dificultad los que entiendan algo de matemáticas y especialmente de música, digo con Claudio Auberio106, que la armonía poética es producida de la igualdad de pies en los tiempos y en el compás. Un dáctilo y un espondeo son iguales en ambas cosas. El dáctilo se divide igualmente en dos y dos tiempos: en los primeros dos se levanta la voz, en los otros dos se baja, como en pectora. El espondeo, asimismo, se divide en dos y dos, como en flentes. El troqueo y el yambo son también iguales en los tiempos, porque así el uno como el otro se componen de tres tiempos; pero en el compás son desiguales, porque el troqueo empieza por dos tiempos y remata en uno; el yambo, al contrario, empieza por uno y remata en dos, como se ve en Roma y amen. Lo cual es como si en un ternario de corcheas, el compás empezase por mínima y acabase en corchea, o al contrario, empezando por corchea rematase en semínima. Este es, en conclusión, todo el fundamento y toda la razón de la armonía poética, que consiste en la igualdad de los pies en los tiempos y en el compás. De suerte, que el ser los pies entre sí más o menos iguales, será causa de mayor o menor armonía en un verso. Por eso el verso hexámetro es el más armonioso de todos, por la suma igualdad de sus pies dáctilos y espondeos; por eso también los yambos puros son de una armonía casi igual al hexámetro, y al contrario, los yambos de las comedias latinas, por la desigualdad de sus pies, tienen muy poca armonía y suenan más a prosa que a verso. Hame sido preciso ser algo difuso en la explicación de estos principios para hacerme entender con claridad.

Echados ya los fundamentos de la armonía poética, pasemos ahora a aplicar la antecedente doctrina a los versos vulgares. Pero a los primeros pasos nos sale al encuentro una dificultad no pequeña. La pronunciación, dirá alguno, no se conserva ya más en las lenguas vulgares, como fue en la griega y latina: se ha perdido aquella tan cabal y delicada distinción con que las sílabas largas se pronunciaban en dos tiempos y las breves en uno, y no hay ahora oído tan fino y perfecto que note alguna diferencia, como al parecer de alguno notaban los antiguos, entre estos dos versos:


Arma virumque cano Troiae qui primus ab oris,




Arma virumque cano Troiae qui primis ab oris.



Pues si la armonía poética pende de la distinción de las largas y breves, faltando en las lenguas vulgares esta distinción, es preciso que falte también el fundamento de la armonía, la cual se deberá arreglar según otros principios, y no según los de los antiguos.

Pero, como quiera que yo no pretenda negar absolutamente que los antiguos latinos pronunciasen con más fina y clara distinción que nosotros las sílabas largas y breves, sin embargo no puedo acabar de creer que nuestra pronunciación, hablo de españoles e italianos, cuanto a las largas y breves, sea totalmente diversa de la antigua, de modo que no haya quedado alguna distinción bastante para la armonía poética. Pues es cierto, a mi ver, que cuando pronunciamos las siguientes palabras, que pueden ser tanto de la lengua latina como de la española, amo, máxima, torre, Fénix, pluma, gigante, flores, copia, casta, sol, Júpiter, luna, rauca, silva, arma, divinos, ávidos, dolores, etcétera, ya se lean en versos latinos ya en versos españoles, no hacemos diferencia alguna, Con que es preciso inferir que si se ha perdido enteramente la pronunciación antigua, se habrá perdido no sólo cuanto al romance, sino también cuanto al latín. Pues, si esto es así, ¿cómo los versos latinos, leídos por nosotros con la pronunciación que ahora tenemos, se distinguen tan claramente de la prosa y tienen tan sensible armonía? Es preciso decir, o que la armonía de los versos latinos no procede de la igualdad de los pies en los tiempos y en el compás, formada con las sílabas largas y breves, lo que nadie ha dicho hasta ahora, ni con razón o autoridad alguna se podrá probar, o que también nosotros pronunciamos, así en latín como en romance, las sílabas largas y breves con alguna distinción, si no tanta ni tan fina como la de los antiguos romanos, a lo menos tal, que baste para formar una suave y grata armonía en los versos tanto latinos como vulgares.

Por esto, con mucha razón, pensaron algunos eruditos que se podrían introducir en las lenguas vulgares los hexámetros y pentámetros y aún los yambos, los sáficos y los demás metros líricos semejantes en todo a los latinos. Así lo juzgaron Claudio Tolomei, Castelvetro y Trissino; y, entre otros, Lorenzo Fabri, en un discurso sobre los metros de Chiabrera, reduce los vulgares a yámbicos o trocaicos; y aún algunos lo practicaron con mucho acierto y aplauso. Chiabrera, poeta genovés de singular mérito, y Balducci, de los de mayor fama entre los sicilianos, probaron en italiano los metros de Anacreonte; también de Leonardo Orlandini, poeta siciliano, se leen algunos hexámetros y pentámetros en las rimas de los «Académicos Encendidos de Palermo», recogidas y dadas a luz por el barón Juan Bautista Caruso; y entre otras composiciones está el siguiente epigrama:


    Mentre Diana celebra, e la dea di Gnido celebra
questa bellezza, quella pudicizia;
    grida la vera fama, celebrate Marta Bonanno:
Quest'è bellezza, quest'è pudicizia.



Juan Díaz Rengifo fue también de esta opinión, y en el capítulo 14 de su Arte poética trae por ejemplo, entre otros versos, este dístico:


    Trápala, trisca, brega, grita, barahúnda, chacota:
húndese la casa, toda la gente clama.



Pero ninguno mejor que Esteban Manuel de Villegas en sus Eróticas hizo ver, con singular acierto, que se podían componer versos vulgares en todo género de metros latinos. Pues no se hallarán hexámetros más sonoros ni más armoniosos en ninguno de los poetas latinos, que éstos de una égloga suya:


    Seis veces el verde soto coronó su cabeza
de nardo, de amarillo trébol, de morada viola,
en tanto que el pecho frío de mi casta Licoris
al rayo del ruego mío deshizo su yelo.



Ni sáficos más dulces que éstos del mismo autor:


    Dulce vecino de la verde selva,
huésped eterno del abril florido,
vital aliento de la madre Venus,
zéfiro blando.



Ni anacreónticos más suaves de los que usó en la elegante traducción del griego Anacreonte. También el célebre Henrique Stephano siguió esta opinión, y en prueba de ella tradujo con mucha felicidad en francés, aquel dístico latino:


    Phosphore redde diem, cur gaudia nostra moraris?
Caesare venturo, Phosphore redde diem.
    Aube réveille le jour: pourquoi notre aise retiens tu?
César doit revenir: Aube réveille le jour.



Suponiendo pues, como se debe suponer, mientras no se impugnen y destruyan mis razones, que no se ha perdido del todo la pronunciación de las largas y breves, como la tuvieron los antiguos, y que todavía ha quedado entre nosotros alguna distinción en el pronunciarlas, que basta para formar armonía con la igualdad de los pies en los tiempos y en el compás, se ha de conceder finalmente, que como la armonía en los versos latinos procede de esta igualdad, de la misma ha de proceder en los vulgares, no habiendo razón para negar en éstos lo que se concede en aquéllos.

Ni se puede decir, como alguno tal vez pensará, que la armonía de los versos vulgares consiste en el número determinado de sílabas, porque, ¿de dónde se arguye que el número de once, de siete o de ocho sílabas haga armonía, y no pueda igualmente hacerla el número de doce, de trece, de quince, de diez y siete? Además de esto, es cierto que se pueden juntar, y se juntan continuamente en la prosa, once o siete sílabas sin alguna armonía, como se puede ver en este ejemplo:


Oh dulces prendas halladas por mi mal.



Parece que con más razón se puede creer que la armonía consiste en los acentos, porque si al citado ejemplo se mudan los acentos suponiendo, por pura hipótesis, que se pronunciase en esta forma:


Oh dulces prendas halladas por mí mal,



parece que con esta mutación recobra el sonido y la forma de verso. Para resolver esta dificultad, que no es de poca fuerza, es menester que nos detengamos un breve rato a examinar la naturaleza y el oficio de los acentos.

Los griegos arreglaban sus acentos por la última sílaba; los latinos por la penúltima. De los acentos de los griegos no es del caso que hablemos en este lugar. Cuanto a los latinos, si la penúltima de un vocablo era larga, se levantaba en aquella sílaba la voz, y esta elevación de voz se denotaba con el acento agudo, como en amántur, getúlus, etc.; si la penúltima era breve, pasaba el acento agudo a la antepenúltima, en la cual se levantaba la voz y se bajaba en las otras dos sílabas, como en dóminus, cándidus, etc. Pero si el vocablo no tenía más que dos sílabas, comoquiera que fuese o larga o breve la penúltima, esto es, la primera, caía en ella el acento, porque los latinos no daban acento a las últimas sílabas. El habla española, como hija de la latina, conservó, por decirlo así, las facciones de su madre hasta en los acentos, de suerte que si la penúltima es larga, lleva el acento; si es breve, el acento pasa a la penúltima. Y tampoco por lo regular admite acento en las últimas sílabas, porque aunque hay muchos vocablos acentuados en la última, la mayor parte de ellos, si bien se mira, son voces acortadas de la última sílaba o vocal, y si ahora decimos amar, jugar, bondad, salud, etc., antiguamente se decía amare, jugare, bondade, salude, etc. Supuesto pues que los acentos, en nuestra lengua, siguen las reglas de los latinos, digo que nuestro oído, acostumbrado a sentir el acento agudo en la penúltima larga, fácilmente cree larga aquella sílaba que tiene acento agudo, aunque verdaderamente no sea larga. Por eso si se muda el acento de una sílaba a otra, parece que con el acento se haya mudado también la cantidad. Esta es la razón por la cual aquel verso


Oh dulces prendas halladas por mi mal,



que por haber trastocado el orden de las palabras con que lo escribió Garcilaso, había perdido la armonía, parece que la recobró con haber mudado el acento en la palabra hálladas de la penúltima a la antepenúltima, y en las dos monosílabas de la última a la penúltima. Quizá por esta razón Trissino creyó que el ser largas las sílabas en la lengua italiana pendía del acento agudo, y el ser breves del grave, lo cual no me parece que es verdad. Porque, a mi ver, las primeras sílabas en estas palabras italianas sortisca, comprenda, etc., son largas, como se dice, por posición, y no obstante tienen el acento grave. Ni yo quiero decir que las sílabas breves con el acento agudo se vuelvan verdaderamente largas; sólo digo que toman una apariencia de largas, la cual apariencia es bastante para que el oído perciba aquella armonía, que de ser larga la sílaba, resultaría supliendo en este caso lo imaginado por lo verdadero.

Disuelta la dificultad de los acentos, veamos ahora de qué pies pueden ser compuestos los versos vulgares. Y empezando por el endecasílabo, que parece tener el primer lugar, digo que consta de cinco pies, cuatro bisílabos y uno trisílabo; y cuanto a la disposición de ellos, se podrían ordenar como en los versos sáficos de esta suerte: el primer pie troqueo, el segundo espondeo, el tercero dáctilo, el cuarto troqueo, el quinto espondeo. Por ejemplo:


Dulce vecino de la verde selva.



Y porque en los endecasílabos siempre un mismo metro sin variación cansaría, se evita este defecto y se consigue la variación del metro colocando el dáctilo en cualquier otro asiento, menos en el último. Por ejemplo:

Dáctilo en el 1.er pie: Era la noche, y su estrellado velo.

Dáctilo en el 2.º pie: Aunque pálida muerte horror esparza.

Dáctilo en el 3.º pie: Dulce vecino de la verde selva.

Dáctilo en el 4.º pie: Como si opuesta al sol cándida nube.

Puédense también variar los otros pies, haciéndolos yambos o también pirriquios, esto es, de dos breves, en vez de troqueos y espondeos. Y aún el mismo dáctilo se puede mudar en anapesto de dos breves y una larga, que es igual al dáctilo en los tiempos, aunque el compás es al revés del dáctilo.

Anapesto en lugar del dáctilo:


    El amante escuchaba el triste canto.
Huye el tímido ciervo al bosque amigo.
Del mismo ardor alimentado vive.
Como suele tal vez del amor dulce.



La razón por qué en lugar del dáctilo hace buen sonido el anapesto, se colige claramente de lo que hemos dicho arriba: por que conserva la misma igualdad de tiempos y de compás que el dáctilo, y es sólo diverso en que laarsis o elevación, tiene una sílaba, y la tesis o depresión, dos. Por la misma razón se puede usar el tribraquio, o sea de tres breves, porque la desigualdad de este pie respecto del anapesto y dáctilo, no consiste sino en un tiempo menos, cuya diferencia es insensible como en estos ejemplos:


    El ánimo feroz la muerte espera.
El signo ya de géminis dejaba.



Por esto los poetas latinos en sus versos yambos se tomaron la licencia de usar también el tribraquio en el segundo y cuarto asiento, y el espondeo y anapesto en el primero, tercero y quinto.

Pero si en lugar del dáctilo se usa el moloso de tres largas, el baquio de una breve y dos largas, el antibaquio de dos largas y una breve, el crético de larga breve y larga, entonces los versos no sólo tendrán poca armonía, pero en rigor serán defectuosos; porque estos pies, además del exceso de uno o dos tiempos, tienen diverso compás. Por esto son duros los versos siguientes:

Moloso: Las cortesías, las fuertes guerras canto.

Antibaquio: La espada empuña el Cid, con fuerte diestra.

Baquio: Siempre circunda en inconstante giro.

Crético: En sus cándidos pechos le adormece.

Pudiera también en vez del dáctilo entrar el anfibaquio o escolio, de breve, larga y breve, sólo diverso del dáctilo y en el compás, lo que no desconcierta la armonía. Por ejemplo:

Anfibaquio o escolio: Vida más dulce en vez de triste muerte.

Sabido el artificio del endecasílabo, fácilmente se entenderá el de todas las demás especies de versos vulgares, pues algunas de ellas ya se encierran en el endecasílabo, como el verso de siete y de cinco sílabas; y este último se encierra también en el de siete.


    Bárbaramente insulta al ya rendido.
Bárbaramente insulta.
Bárbaramente.



Los versos de siete sílabas se componen de un dáctilo y dos pies bisílabos, los cuales podrán ser, o troqueos, o yambos, o espondeos; y asimismo en lugar del dáctilo podrán entrar el anapesto, etc. Finalmente así en el verso de siete, como en todas las demás especies se podrán usar las mismas variaciones y las mismas licencias que tiene el endecasílabo; y también se podrá variar el lugar del dáctilo mudándole del primero al segundo. Por ejemplo:


Cándida leche bebe.
Triste, y lóbrega gruta,



En los versos de cinco sílabas el primer pie será dáctilo, el segundo troqueo o espondeo, a lo menos en apariencia, con el acento agudo en la cuarta sílaba. Por ejemplo:


    El amoroso
dulce veneno.



De este género son aquéllos de Vicente Espinel, en una de sus églogas:


    Ni desagrada
mansa pobreza;
todo es llaneza,
sincera y pura,
do nunca dura
el fingido doblez que el alma gasta...



Además de éstas hay otras especies de versos, que tienen también su armonía; y empezando por los más cortos, los de cuatro sílabas constan de dos pies bisílabos, troqueos, yambos o espondeos. Esta especie de versos no están muy en uso, sino en los quebrados de los villancicos y en las arietas italianas. Por ejemplo:


    No se puede reprimir
el amor;
aunque más quiera encubrir
su fervor.
Que como es niño y ciego,
da sin tasa,
por las ventanas de casa,
vivo fuego, etc.



Los versos de seis sílabas se componen de tres pies de dos sílabas cada uno; el último ha de ser espondeo o troqueo. A esta especie de versos llaman, en España, redondilla menor; como estos de Lope de Vega:


    Pensamiento mío,
caminad sin miedo.
Y donde os envío
sabed como quedo.



Los versos agudos de seis sílabas y diez, se reducen a los de siete y once, cuyas reglas siguen en todo, excepto que la última sílaba con el acento agudo suple por un pie troqueo o espondeo. Por ejemplo:


    No tienes más que ver.
Si has visto la tizona del gran Cid,
y el escudo del fuerte Fierabrás,
y al que se volvió loco por amor, etc.



Otros versos hay de diez sílabas, sin acento agudo en la última, que se usan en Italia en las arias de las óperas y en las cantadas, y se reducen a dos versos de cinco sílabas unidos. De la misma manera, uniendo el endecasílabo con el de siete, formó el abad Guastalla aquel larguísimo verso de diez y ocho:


    Non da terrena Musa, non da fallace immaginato nume,
Come gia feci errante, chieggio, signor, la sospirata aita.



Los versos de ocho sílabas tienen una medida igual de cuatro pies de dos sílabas, el último espondeo o troqueo. En este metro se componen coplas, redondillas, décimas, romances, etc.

Los esdrújulos de ocho o de doce, parece que corresponden a los yambos latinos dímetros o trímetros, y en este caso serán los primeros de cuatro pies bisílabos, y los segundos de seis, pero con la advertencia que el último pie ha de ser yambo, esto es, la séptima sílaba en el uno y la undécima en el otro han de ser breves y sin acento agudo, el cual pudiera darles la apariencia de largas. Puédese también decir que los esdrújulos de ocho y de doce son lo mismo que los versos de siete y de once, con la diferencia que el último pie ha de ser dáctilo. Por ejemplo:


    Espíritu profético
el gran Baptista tuvo, y vida angélica.



Las demás especies de versos vulgares se reducen todas a las ya dichas, pues no son más que un compuesto de dos especies de las mencionadas arriba: así el eneasílabo, o sea, de nueve sílabas, se compone de un verso de cuatro y otro de cinco sílabas; el de diez consta, como ya hemos dicho, de dos versos de cinco; el verso de arte mayor de doce sílabas, de quien se cree inventor Juan de Mena, que le usó en el Laberinto y en la Coronación, es un misto de dos versos de seis sílabas. También los versos de trece sílabas de Francisco Patricio, los de diez y seis de Informe, y los diez y ocho de Guastalla, son compuestos de dos especies de versos.

Ya que hemos discurrido bastantemente del artificio y disposición de los pies en los versos vulgares, reduciéndolos a los metros latinos, resta ahora que hablemos brevemente de la cantidad y del valor de las sílabas que los forman y distinguen. Y en esto la más general y más segura regla, a mi parecer, será la prosodia latina: de suerte que una vocal delante de otra será breve, y seguida de dos consonantes mudas será larga. En cuanto a las vocales, juzgo que podrían hacerse todas comunes: así porque la diversidad no puede ser más que de un tiempo, que es casi insensible, como también porque se hallan de todas maneras en los latinos. Por ejemplo, la a en cano, verbo, es breve; en cano, dativo de canus, es larga. La e en reges, nombre, es larga, en reges, verbo, breve, etc. Según esta observación, en la lengua vulgar serán dáctilos cándido, hórrido, bárbaro, etc.; serán anapestos, o tribraquios, y casi lo mismo que dáctilos varia, tímido, trémulo; serán espondeos o troqueos fuentes, flores, grande, alma, selva, suerte, etc. Podrán servir de yambos las dos últimas sílabas de los vocablos esdrújulos, porque aunque en rigor por la regla general de una vocal delante de otra la primera sílaba en río fío, mío, sea, rúa, etc., debiera ser breve y formaría un yambo con la siguiente sílaba; no obstante, como el acento agudo da a la sílaba la apariencia de larga, estos vocablos, que tienen en la primera el agudo, no suenan como yambos. Deben también ser largos los diptongos, y por esta razón serán largas las primeras sílabas en ruego, llueve, quiero, juego, grieta, guadaña, etc. Deben asimismo ser largas las sílabas contraídas por la figura sinéresis, como idea, sería, paseo, etc., cuando son de dos sílabas; sía, fia, río, rea, etc., cuando son de una.

Con este conocimiento de los pies que entran en los versos vulgares, y del valor de las sílabas, se podrán medir como los latinos. No es menester sino observar dónde está colocado el dáctilo en los endecasílabos y en los de siete, lo que fácilmente se conocerá por el sonido mismo; por ejemplo, los versos siguientes se podrán medir en esta forma:


    Era la-noche, y-su estre-llado-velo.
Aunque-pálida-muerte hor-ror es-parza.
Dulce-veci-no de la-verde-selva.
Como-si opue-sta al sol-cándida-nube.
Cándida-leche-bebe.
Triste y-lóbrega-gruta.



Todas las demás especies de versos vulgares se pueden en semejante forma medir fácilmente, según los pies que cada verso admite. Ahora pasando adelante añadiremos algunas reflexiones y reglas generales muy convenientes, así para los versos latinos como para los vulgares.

Primeramente es menester observar que rhythmós en griego es un término general que comprende cualquiera cosa hecha con una cierta y determinada ley, y que anda con un paso igual y uniforme. Claudio Auberio notó que, en Platón, significaban lo mismo basis y rhythmós, y Pedro Victorio extendió la significación de este vocablo al baile y a la música. Pero comúnmente se toma por aquel andar igual que resulta en los versos de la igualdad de los pies, y que Quintiliano llamó número. El mismo Claudio Auberio considera el ritmo en las sílabas respecto de los pies, y en los pies respecto de los versos; yo añado que se debe considerar en un verso respecto de otro. Las sílabas en un dáctilo, en un anapesto, en un espondeo, tienen su ritmo por la igualdad de tiempos en la elevación y depresión de la voz. Y el dáctilo y espondeo, considerados como pies de un verso, tienen su ritmo perfecto. Un verso, finalmente, cotejado con otro tendrá su ritmo en la conformidad, semejanza e igualdad de pies: como un hexámetro cotejado con otro hexámetro o con un pentámetro, un yambo trímetro con un dímetro, un verso de once sílabas con uno de siete, cuyo ritmo es muy armonioso en las canciones vulgares, si los consonantes están enlazados y dispuestos con arte y con variedad.

La principal y más importante regla para la armonía del verso es107 que los pies estén eslabonados unos de otros con continua unión. Esta unión se hace juntando las últimas sílabas de las palabras precedentes con las primeras de las siguientes, para formar de entrambas un pie, como se puede observar en estos versos de Virgilio:


    At rabi-dae ti-gres ab-sunt et-saeva le-onum
Semina-nec mise-ros fal-lunt aco-nita le-gentes.



Los latinos llamaron cesuras a estas sílabas, que, cortadas de la palabra antecedente, forman con el principio de la siguiente un pie. Por falta de cesuras no tienen sonido de verso los siguientes:


    Urbem fortem.caepit nuper fortior hostis.
Sic altaria donis immensis cumulavit.



Esta regla se puede también adaptar a los versos vulgares, aunque no es en ellos tan necesaria como en los latinos.

Un pie, como enseña el P. Lamy108, para ser armonioso no puede ser compuesto de más sílabas, que dos largas o de las equivalentes a dos largas; esto es, no debe tener más tiempos que cuatro. Porque aquellas sílabas que se hallan entre los extremos sobre los cuales se levanta o baja la voz, impiden y desconciertan la armonía y la igualdad de las medidas. Por ejemplo, máximos es de cinco tiempos, y aquella sílaba del medio hace desigual el compás, o sea la elevación y depresión de la voz.

Además de esto un pie no puede constar de más sílabas que tres. Porque constando de cuatro, si son breves, la pronunciación será muy veloz y no se podrá sentir distintamente la proporción de ellas. Si una a lo menos es larga y las otras tres breves, la medida no será igual, porque las tres breves valen más que una larga. Cada pie tiene su elevación y depresión de voz. Para que un pie sea armonioso con la igualdad de las medidas, es menester que el tiempo de la elevación sea igual al tiempo de la depresión. En un dáctilo y en un espondeo se observa perfectamente esta igualdad; en un yambo y en un troqueo hay alguna desigualdad, pero casi insensible; por estas razones y reglas es duro este verso:


Amigo naturalmente de guerra,



porque en la palabra naturalmente la depresión es desigual y excede a la elevación de tres tiempos.

Es menester también observar que no todas las sílabas largas son iguales entre sí: hay unas más largas que otras, y también más breves que otras, por el concurso de más o menos consonantes que hacen más o menos tarda la pronunciación. A mi entender la primera sílaba en constar, es más larga que la primera en contar. Hay también otro tiempo oculto, como dice Quintiliano109, en la distinción de las cláusulas y de los versos, lo que proviene de aquella pausa que se hace naturalmente entre un período y otro, entre un verso y otro. Por esta razón en los versos latinos se admite para el último pie el troqueo por el espondeo, porque se hace igual aumentándosele un tiempo con la pausa que se hace al pasar de un verso a otro. Entendidas bien estas reflexiones, no será menester recurrir luego a licencias poéticas o a la figura diástole, si alguna vez se lee en Virgilio:


    Omnia vincit amor, et nos cedamus amori.
Dum trepidat, it hasta Tago per tempus utrumque.



Las últimas en amor y en trepidat, aunque sean breves, se hacen aquí largas, añadiéndoseles un tiempo por la pausa (propter distinctionis moram) que se debe precisamente hacer entre un período y otro.

Puédese dar a los versos un sonido correspondiente a la significación de las cosas. Algunos juzgaron que los nombres de las cosas no fueron inventados sin misterio, y que su sonido venía a expresar en un cierto modo la naturaleza de las mismas cosas. Sea como fuere, es evidente que el sonido de las palabras puede causar en el alma varios movimientos por medio de los espíritus animales. Por eso no debieran parecer increíbles aquellos maravillosos efectos que se cuentan de la música. Los grandes poetas, los cuales no acaso como el ignorante vulgo cree, sino con mucha arte y mucho acuerdo arreglaron los metros de sus versos, tuvieron también el cuidado de exprimir las cosas con el mismo sonido del verso. El pie espondeo es más grave que el dáctilo; por eso Virgilio cuando quiso exprimir con el metro la gravedad de alguna cosa se valió del espondeo:


    Magnum jovis incrementum.
Tantae molis erat Romanam condere gentem.



Al contrario, en las églogas se sirve más a menudo del dáctilo, como menos grave y más propio para aquella especie de poesía:


    Tityre tu patulae recubans sub tegimne fagi.
Nos patriam fugimus, tu Tityre, lentus in umbra.



Asimismo, adaptando el son del metro a la cosa significada, dijo el mismo Virgilio:


    ...Procumbit humi bos.
Dat latus, insequitur tumulo praeruptus aquae mons.
Ter sunt conati imponere Pelio Ossam.
Quadrupedante putrem sonitu quatit ungula campum.



Horacio:


Hac rabiosa fugit canis, hac lutulenta ruit sus.



Y nuestro célebre traductor de la Eneida,Gregorio Hernández de Velasco, queriendo exprimir lo violento y rápido de los vientos, dijo:


Consigo raudos arrebatarían.



Observan también algunos, que el sonido de algunas letras excita la idea y semejanza de alguna otra cosa. Por ejemplo, la letra f, como notan el P. Lamy110 y José González, exprime el ruido de la llama o del viento:


... Cum flamina furentibus austris.



La letra l es propia para las cosas dulces y blandas, lo que Fernando de Herrera111llama lamdacismo:


Mollia luteola pingit vaccinia caltha.



La m excita la idea del bramido y de un estruendo sordo y grave:


   ... Magno cum murmure montis
Cirum claustra fremunt.



La r conviene a las cosas ásperas y duras.


       Furor impius intus
Saeva sedens super arma, et centum vinctus ahenis
Post tergum nodis, fremet horridus ore cruento.



Y en el poema de las Navas de Tolosa:


    Resuena por las lóbregas cavernas
El ronco son de la tartarea trompa.



La s imita el bramido de los vientos y el murmurio del agua.


    ...Et plenos sanguine rivos.
Luctantes ventos, tempestatesque sonoras,



Y el P. Rapin:


    Flevistis Zephyri, et singultibus interruptis
Musarum extinctos suspiravistis amores.



Con estas reglas y observaciones podrá el poeta dar a sus versos la más perfecta armonía; pero debe siempre en primer lugar atender a las cosas y a los pensamientos, y después a los metros y a los consonantes, advirtiendo, como enseña Boileau en su Poética, que la rima es una esclava a quien sólo toca obedecer.


La rime est une esclave, et ne doit qu'obéir.



Sin embargo, el buen poeta no debe tampoco abandonar con culpable descuido la armonía y el metro. Si bien no es razón que se detenga muy de especie en componer cada verso y ajustar cada sílaba, ni que vaya como de puerta en puerta llamando a cada una de las reglas, que hemos propuesto, porque esto sería demasiada prolijidad, y retardaría mucho el curso de la composición; bastará que estas reglas sirvan para saber dar una justa cadencia a sus versos, y para conocer la razón y las causas de la armonía poética, y, finalmente, para poder juzgar con certidumbre de la armonía y disposición de cualquier verso.




ArribaAbajoCapítulo XXIII

De los consonantes o rimas, de los asonantes y de los versos sueltos


[1789]


Con las reglas y observaciones expuestas en el capítulo anterior y con las que voy a proponer en éste, podrá el poeta dar a sus versos la conveniente armonía, debiendo tener a la vista, como regla general y segura, que la primera atención del poeta ha de mirar a las cosas y a los pensamientos, y luego a los metros y a los consonantes; pues, como dijo Horacio, las palabras se siguen naturalmente a los conceptos:


Verbaque provisam rem non invita sequentur.



Y por los mismos principios advirtió Boileau en su Poética, que la rima es una esclava a quien sólo toca obedecer:


La rime est une esclave, el ne doit qu'obéir.



En vano se esmera el poeta en la exactitud de los metros y consonantes si en ellos no dice más que palabras vanas, sin sentencia ni concepto, o si lo que en ellos dice es impropio, o falso, o puesto como ripio, sólo para llenar los versos. Pero tampoco debe abandonar, con culpable descuido, la medida y la armonía, ni la elección y colocación de los consonantes.

En esto se descuidaron mucho nuestros poetas que concurrieron a la introducción de la nueva poesía, como Boscán, don Diego de Mendoza, y otros; los cuales, atendiendo sólo a las cosas y a los conceptos, se detuvieron poco en el modo de expresarlos y en limar el metro y el estilo, para que saliesen sus versos con aquella última perfección que no pocas veces echamos menos, ya sea porque tenemos acostumbrado el oído a una armonía más delicada, o ya porque en efecto les faltó esta circunstancia de la crítica y de la lima. Pero, también es justo distingamos entre todos ellos a Garcilaso, a quien su misma dulzura natural no le permitió incidir tantas veces como a los otros en este defecto. Pues, ¿en qué poeta nuestro se hallan versos tan suaves y elegantes como son la mayor parte de los suyos?

Conviene, pues, que el poeta divida su atención entre estos dos extremos, cuidando en primer lugar de los conceptos y cosas, y, en segundo, de las palabras con que los dice y de los metros en que los encierra. En el capítulo antecedente he discurrido de la construcción y armonía de los metros; hablaré ahora de los consonantes y de los asonantes con que rematan.

Los consonantes o rimas, este nombre les daré para no confundirlos con las letras que también llamamos consonantes, consisten en la entera conformidad de letras vocales y consonantes y de acentos entre dos o más palabras, desde la vocal donde carga el acento hasta el fin de las mismas palabras, de suerte que lláma y fáma cosuenan y riman porque tienen unas mismas letras desde la a penúltima donde carga el acento, y no consuenan llána y fáma porque en la primera hay una n, y en la segunda m; ni derrámo y pérgamo porque la primera tiene el acento en la a penúltima, y la segunda en la c antepenúltima, debiéndose mudar el acento y decir pergámo para que hiciese rima. Puede haber consonancia de tres sílabas, de dos, y de la final solamente. De tres, cuando el acento está en la antepenúltima, como ridículo, adminículo, que conforman en vocales y consonantes desde la segunda i donde carga el acento. A esta especie de palabras llamamos esdrújulos, y conviene advertir que así como de los esdrújulos que se forman con los acentos nace la armonía usándolos al principio o medio de los versos, la destruyen estando al fin; por lo que se necesita mucha consideración para usarlos como rimas fuera de los asuntos jocosos. La consonancia en dos sílabas, que nace de cargar el acento en la penúltima, como amigos, testigos, es la más común, más sonora, más suave y que más se adapta a todos asuntos. Y la consonancia que sólo consiste en la sílaba final, amó, aborreció, es la que se usa en los versos que llamamos agudos, como en la primera cuarteta de un epitafio de Lope de Vega a un guapo:


Rendí, rompí, derribé,
rajé, deshice, prendí,
desafié, desmentí,
vencí, acuchillé, maté
Fui tan bravo que me alabo
en la misma sepultura.
Matóme una calentura.
¿Cuál de los dos es más bravo?



Estos versos de ocho sílabas, y todos los que se usaban en la antigua poesía, admiten igualmente la consonancia aguda que la grave; pero, generalmente hablando, la aguda es desapacible en los endecasílabos y sietesílabos que se han de recitar. En los que se han de cantar suele ser necesaria. Un soneto o una octava en agudos no repugna, particularmente si el asunto es jocoso; y también suele venir muy bien cuando con el agudo se quiere ayudar el sentido del verso, como lo hizo el marqués Maffei en su famosa Mérope:


   ... E fu in un punto solo
ch'io vidi il ferro lampeggiare in aria,
e che il mísero a terra stramazzò;



poniendo de propósito el final agudo para denotar el golpe que dio en tierra el cadáver de Polifonte. En la Angélica de Luis Barahona de Soto, canto 6, hay también dos versos agudos al fin de una estancia:


   Y presto gozarás con buen agüero
lo que deseas, si lo mando yo.
A tal sazón el rey estornudó.



Con el estornudo se burló el rey Sacripante de lo que la vieja hechicera le decía, y el poeta quiso avivar la burla rematando jocosamente la estancia con estos dos versos agudos.

Los asonantes, o rima imperfecta, son propios exclusivamente de nuestra poesía castellana, pues no sé yo que se usen en otra alguna lengua, y consisten en la conformidad de las letras vocales desde donde carga el acento y en la desconformidad de las consonantes que con ellas forman sílabas. Puede ser la asonancia de tres sílabas, como en los esdrújulos piélago, siérralo, porque desde el acento son idénticas las vocales e, a, o, y diversas las consonantes. La asonancia más común es la de dos sílabas, que podemos llamar grave, como orilla, desliza, las cuales conforman en i, a, y se diferencian en las consonantes. Y también son bastante comunes en monosílabos, como no, dos, flor, o con la última sílaba aguda, prendió, tomó, donde son idénticas las vocales y diversas las consonantes. Pero, se debe advertir que las vocales e, i, u, ya por ser más breves y sonar menos, ya porque forman diptongo y se contraen en una sílaba con las vocales que las acompañan, suplen unas por otras, o suelen ser como nulas y no contarse con ellas para el asonante, sino con otra vocal que se las une, y es la que más suena y predomina en aquella sílaba. La voz fácil se usa en asonancia de a, e, con amante, cause, llame. Los nombres Claudio, Vario, pasan por asonantes de pacto, caso, llamo... Cielo, Euro, Venus, necio, deudo hacen asonancia con Pedro, lleno, centro... Lidio, empíreo, juicio con lindo, sistro, Pindo... Hiperbóreo, Andrógeo, pretorio, con polo, glorioso, compro, lloro... Furcio, Curcio, espurio, con dudo, juzgo, puro, como notará fácilmente el versado en la lectura de nuestros poetas. Las letras consonantes que median entre las vocales han de ser precisamente distintas, porque si fuesen idénticas sería rima y no asonante; y es defecto usar las rimas en vez de asonantes, o al contrario, como la traducción de la oda de Horacio, Beatus ille, del docto y vigoroso poeta Fr. Luis de León, que en los dos últimos versos dijo:


   Ayer puso en sus ditas todo cobro,
mas hoy ya torna al logro,



donde usó de las voces cobro y logro como si hiciesen rima no haciendo sino asonancia. Pero los grandes poetas, que ya por otra parte tienen bien establecido su crédito, pueden tomarse tal cual vez algunas licencias que no se perdonarían a todos, ni se deben imitar.

En cuanto al origen y uso de los asonantes, creen algunos que nos vienen de los ritmos de los tiempos bárbaros, pues, en la secuencia Victimae Paschali corresponde a Paschali el asonante Christiani, a oves el de peccatores y a mea el de Galileam; y en el himno Pange lingua vemos interpolados consonantes gtoriosi, pretiosi, y los asonantes misterium, praetium, gentium; y dicen que la ignorancia que substituyó la rima al número latino, suplió después la misma rima con el asonante. Pero otros juzgan que, aun cuando sea cierto que nuestros poetas más antiguos usasen los consonantes a imitación de los que se usaban en los ritmos, por lo que toca a los asonantes es más verisímil que tuvieron otro origen, como parece de lo que voy a decir.

Los asonantes no se usaban al principio con otro verso que el de ocho sílabas, que se suele llamar de romance; y este verso no es otra cosa que el quebrado u mitad de aquel de dieciséis que alguna vez usaron nuestros primeros poetas, como los que copia don Luis Velázquez en sus Orígenes de la poesía castellana, que traigo por ejemplo, sin embargo de creer habrá otros muchos más antiguos. Aquellos versos, como todos los largos del primer período de nuestra poesía, rimaban de cuatro en cuatro, y escribiéndolos partidos de esta manera:


   Era de mil e trescientos
e sesenta e ocho años
fue acabado este libro,
por muchos males e daños
que fasen muchos e muchos
a otros con sus engaños,
e por mostrar a los simpres
fablas e versos estraños,



vienen a formar una copla de la especie de las de la cántiga del rey don Alonso el Sabio que empieza Poderá Sancta María, que tienen consonante en los versos 2, 4, 6, quedando el 1, 3, 5, y 7 libres y llevando los últimos versos de cada copla un mismo consonante diverso de los demás, a manera de estribillo. Añadiendo a esta especie de coplas más versos que desde el principio al fin siguiesen el mismo consonante en los pares, quedando sueltos los nones, resultaba un romance corto, como generalmente lo eran los antiguos, que, sin duda, se inventaron para cantar lances de amor y de caballería, así por ta facilidad de sus metros como por acomodarse mejor a la música ruda de aquellos tiempos y aun al baile; pues en las montañas, particularmente en Asturias, se usan todavía para cantar en el baile que llaman danza prima, intercalando un estribillo entre cada copla de cuatro versos. Pero no era esta composición de versos en rima alternados con versos sin ella la única que se llamaba romance, pues el mismo nombre se da en el Cancionero general impreso en Sevilla, año 1535, a otras composiciones en versos pareados como ésta de Garci Sánchez de Badajoz:


   Caminando por mis males,
alongado de esperanza,
sin ninguna confianza
de quien pudiera valerme,
determiné de perderme,
d'irme por unas montañas,
donde vi bestias estrañas...



Sea éste u otro el principio de los versos de ocho sílabas y de los romances, resulta que desde lo más antiguo hasta tiempo de Carlos V se hacían o con rimas pareadas, o con una sola rima seguida desde el principio al fin en los versos pares, siendo esta rima las más veces aguda porque así convendría para el canto. Casi todos los romances que se hallan en dicho Cancionero general son con rimas, como éste que ya el poeta Quirós llamó antiguo:


   Triste estaba el caballero,
triste y sin alegría,
pensando en su corazón
las cosas que más quería,
Llorando de los sus ojos,
de la su boca decía:
¿Qués de tí, todo mi bien?
¿Qués de tí, señora mía?



Aún en tiempos posteriores Bartolomé de Torres Naharro, Juan de la Cueva y casi todos los poetas que vivieron hasta principios del reinado de Felipe II usaron la rima en los romances, siendo uno de ellos Pedro Hurtado, a quien su editor Juan de Timoneda llama «agraciado y habilísimo decidor», en un afectuoso romance que concluye:


   Sólo vos iréis conmigo,
sólo iréis vos, mi cayado,
pues que en los trabajos míos
siempre me habéis sustentado,
no será razón que os deje,
pues nunca me habéis dejado,
sino que muramos juntos
pues juntos hemos andado.
Que según el grave peso
que el amor me ha cargado,
algún día quedaremos
yo sin alma, y vos quebrado.



Y aunque no hay duda que en el Cancionero general, y en los poetas que después hubo hasta dicho tiempo, se hallan romances asonantados, son los menos, y casi siempre mezclados los asonantes con las rimas; de que infiero yo que el asonante empezó por ser defecto, o licencia que se tomaban.

La armonía de los versos antiguos era muy uniforme y señalada, a la manera del canto llano, y acostumbrados los oídos a ella, no les parecía verso lo que no tuviese el golpeo de la rima. Con la introducción de los endecasílabos, que sin duda en nuestra boca y en la de los italianos tienen mucho mayor, más variada y más dulce armonía que todos los demás versos modernos, se acostumbraron poco a poco los oídos a la delicadeza de los sones, y advirtiendo algunos buenos poetas que en los romances asonantados el repetido golpeo era más blando y suave que en los consonantes puros, empezaron a usar sistemáticamente los asonantes, convirtiendo en adornos de buen gusto lo que empezó por negligencia y desaliño, como lo hizo entre otros el célebre Cristóbal de Castillejo. Al fin del reinado de Felipe II ya las rimas en los romances se habían convertido en defecto del poeta vulgar, y refinándose la asonancia, ganamos una versificación excelente para varias composiciones que, como ya dije, es propia y peculiar de nuestra lengua. Los extranjeros no perciben la cadencia de los asonantes y algunos, como el abate Quadrio, dicen que es disonante y desapacible. Dejémoslos en su error, pues, por más que hagamos, no podremos añadirles intensión y delicadeza en el órgano del oído.

Hasta tiempo de Felipe III no hallo yo que los asonantes se usasen en otros versos que los octosílabos; pero entonces algunos de los mejores poetas los empezaron a introducir en los más cortos, y singularmente en los sietesilabos como lo hicieron Lope de Vega en los de la Barquilla, y don Esteban Manuel de Villegas en sus Eróticas. Y debemos confesar que quien dio el primer ejemplo hizo un servicio muy estimable a nuestra poesía, pues, para los asuntos anacreónticos, pastoriles y afectuosos no hay versificación que los iguale en suavidad y dulzura; por cuya causa los elegí yo para el idilio de Leandro y Hero:


   Musa, tú que conoces
los yerros, los delirios,
los bienes y los males
de los amantes finos,
díme quién fue Leandro,
qué dios, o qué maligno
astro en las fieras ondas
cortó a su vida el hilo.
Leandro, a quien mil veces
los duros ejercicios
del estadio ciñeron
de rosas y mirtos,
ya en la robusta lucha,
ya con el fuerte disco,
ya corriendo o nadando
diestro, ligero, invicto...



Más adelante se inventó que el cuarto verso fuese endecasílabo; y a esta composición llamaron endechas, como las de Antonio de Solís a San Francisco de Borja. Otras composiciones muy buenas y dignas de imitación han hecho varios poetas mezclando a los sietesílabos los endecasílabos con asonantes, como ésta de Francisco de Francia:


   A mudarles vestido
marzo a la selva viene:
de cristales le quita,
de esmeraldas le ofrece.
A los claros arroyos,
hijos de humildes fuentes,
las lenguas restituye
que les hurtó el diciembre.
Quiere alegrarme el tiempo, mas no puede,
puede alegrarme Filis, mas no quiere...



Y modernamente don Eugenio de Llaguno en un coro de su traducción de la Atalía de Racine los ha usado de esta manera:


   Celebra, o monte ilustre
de Sinaí, el recuerdo
de aquel augusto día,
cuya memoria vencerá los tiempos,
cuando entre nubes densas
que le servían al Señor de velo,
en tu luciente cima
de su gloria una muestra dio a su pueblo.
    Aquel torrente de humo,
relámpagos y fuegos,
aquel fragor del aire,
las cajas, las trompetas y los truenos,
dime, ¿a qué fin los trajo?
¿Acaso fue para mudar severo
los polos de la tierra?
O para confundir los elementos?



De los versos endecasílabos con asonantes, que se empezaron a usar a fines del siglo pasado llamándolos romance heroico, sin duda por la altisonancia que tienen, ya hice mención en el capítulo 3 del primer libro. Dije allí que se puede hacer bello uso de ellos en composiciones que no sean muy largas, y añado ahora que no lo debe ser ninguna composición en asonantes, para no incidir en el fastidio de la monotonía. Es verdad que una comedia es composición larga y se puede, y aun se debe, escribir, desde el principio al fin, en versos octosílabos con asonantes; pero no habrá en ella monotonía cuidando de cambiar asonante en cada escena o, a lo menos, en cada acto o jornada.

Resta ahora decir algo de los versos sin rima ni asonante, que llamamos sueltos, enteramente desconocidos en la antigua poesía castellana. Los italianos los usaban ya cuando los padres de nuestra versificación moderna, Boscán y Garcilaso, tomaron de ellos los endecasílabos y los introdujeron en España; y así como imitaron los sonetos, octavas, tercetos y variedad de estancias para las canciones, imitaron también los versos sueltos y los usaron en sus obras.

La mayor parte de los poetas que se les siguieron en el siglo XVI ejecutaron lo mismo, no sólo en composiciones cortas, sino en poemas épicos, como el de la batalla naval de Lepanto; aunque algunos, como Gregorio Hernández de Velasco, en la traducción de la Eneida, y Pérez Sigler, en la de los Metamorfóseos de Ovidio, los mezclaron con octavas, poniendo en versos sueltos la narración del poeta y en octavas lo que dicen las personas introducidas. A principios del siglo XVII ya tenían poco uso y menos estimación, ni era posible tenerla entre los sectarios del nuevo estilo que llamaron culto, y no era otra cosa que estrépito sonoro de palabras. Las últimas obras que conozco yo escritas en ellos, son el Arte nuevo de hacer comedias de Lope y algunas de Quevedo. Después se abandonaron enteramente, hasta que en este último tiempo los ha vuelto a usar don Agustín de Montiano en sus tragedias.

Los italianos han sido más constantes; pues, el siglo pasado, cuando también allí se pervirtió el estilo, hizo el Marchetti, en versos sueltos, su famosa y elegantísima traducción de Lucrecio. En nuestros días los han usado mucho varios poetas y se ha suscitado gran disensión entre los rimistas y versisueltistas sobre la superioridad de una versificación sobre la otra; pero la opinión común es que, para la poesía lírica, la rima en Italia, así como entre nosotros la rima o el asonante, no es ya un adorno voluntario, sino de pura necesidad. El verso suelto ha ganado allí la posesión de la tragedia, y el verso que llamaré libre, esto es, mezclados los largos y cortos, algunos rimados y los más sueltos, la posesión del recitativo de los dramas en música; pero en cuanto al poema épico y didáctico, todavía está pendiente la cuestión.

Si al tiempo de inventar los endecasílabos modernos no hubiesen estado los oídos hechos al sonsonete de la rima, se hubieran usado sin ella; y cultivados después por tantos buenos poetas, que se hallaban sin la necesidad de dar gran parte de su atención y estudio a la rima, acaso los tendríamos ahora con toda la libertad y variedad en la frase, en la situación de acentos, en las transposiciones, en el pasaje de unos versos a otros, en las pausas y suspensiones y, en una palabra, con toda la perfección de que yo los juzgo susceptibles. Con esto hubieran adquirido la concisión, volubilidad, energía y armonía que son tan necesarias en la épica, y tendríamos una versificación casi comparable a los hexámetros latinos, sin que hubiera pretexto para decir, como dicen algunos, que siempre serán prosaicos y propios de poetas de poco ingenio, incapaces de hacerlos con rimas; en lo cual me parece que no tienen razón, siendo innegable que los versos sueltos piden grande ingenio y estudio y mucha lima, y si les faltan, al instante manifiestan su debilidad, pudiéndose llamar buenos los que a primera vista lo parecen. Al contrario, la rima deslumbra y se pasan mil defectos sin que al pronto se echen de ver, pareciendo excelentes muchos versos, y aún muchas composiciones, que después, con la reflexión, se halla valen muy poco.

La costumbre, pues, del tiempo en que se inventaron los endecasílabos hizo se vistiesen del adorno que estaba en uso. Así los hallaron los restauradores de la buena poesía, como el Dante y otros, y habiéndolos usado en sus composiciones, esta recomendación acabó de acreditarlos. Vino después el Ariosto y, entre todas las combinaciones que se hacen con las rimas, eligió la de las octavas para unos poemas que le adquirieron nombre inmortal; y como si éste dimanase de la mecánica situación de las rimas, los mejores poetas épicos que se le siguieron le imitaron, quedando la octava como consagrada a la poesía épica. No hay duda que la octava es una bella composición; pero consistiendo su mayor belleza en que encierre uno, dos o más pensamientos sin que falte ni sobre, es una monotonía algo fastidiosa la que resulta de hacer punto de ocho en ocho versos que siempre concluyen pareados. Y no es esto lo peor, sino que, a veces, no basta la octava para dar al pensamiento la expresión y esplendor que pide, y a veces sobra, obligando a llenarla de palabras ociosas que ofuscan, debilitan y hacen lánguidos los mejores conceptos. Repárese aun en los poetas más acreditados y se hallará lo que digo, como en esta octava de la célebre Raquel de Ulloa:


   Alfonso, del ardiente imán tocado,
sigue la falsa luz de sus estrellas,
en piélago de llamas anegado,
o en espumoso golfo de centellas.
Siempre de nuestras voces retirado,
sordo al despecho, mudo a las querellas,
con que en el ocio la discordia nace,
yace el gobierno, y el estado yace.



En la cual, sea dicho sin agravio de un poeta que merece mucha estimación, los cuatro versos primeros desde la palabra Alfonso, son una sonora inutilidad, sin más oficio que el de llenar, retardando la llegada a los cuatro últimos donde está el pensamiento.

Pero, ni este defecto, ni otros que se imputan a la rima, son propios de ella, sino de la tirana ley, que voluntariamente observamos, de usarla con sujeción a determinadas colocaciones. La rima es un bello adorno que se debe conservar, pero conviene usarle como en las personas, de manera que no embarace el movimiento natural, fácil y airoso, ni ofusque la elegancia de los miembros. Algunos de nuestros poetas han dado una idea de lo que juzgo se podría ejecutar. Lope de Vega escribió la Gatomaquia en versos de silva, mezclando arbitrariamente los de once y siete sílabas, pareados los más, y alguna vez alternando o cruzando las rimas, pero sin dejar suelto ninguno; y después le imitaron muchos, particularmente en asuntos jocosos. El conde de Rebolledo usó en casi todas sus obras esta misma versificación, pero más libremente, pues hizo sietesílabos los más de sus versos, dejando sin rimar la mayor parte, cuidando sólo de que los períodos acabasen en versos pareados. Los de Lope no pueden servir para la grandeza épica, pues la repetición de rimas pareadas les da un aire burlesco, acaso porque estamos acostumbrados a oírlos en los entremeses. Los de Rebolledo tienen muchas buenas calidades, pero les falta majestad, porque los versos cortos dan aire lírico a las composiciones en que se mezclan. De estas dos versificaciones, con pequeña mudanza, se pudiera formar una muy propia para las composiciones largas, omitiendo enteramente los sietesílabos, aprovechando las rimas siempre que se presentasen espontáneas, poniéndolas lo más distantes entre sí que fuese posible, pareándolas solamente al fin de los períodos, esto es, cuando se deba hacer punto, y no reparando en dejar sueltos algunos versos si hubiese dificultad en rimarlos. He visto algunos pedazos de traducción de las Geórgicas de Virgilio, que se acercan a lo que propongo:


   Labradores, pedid nublado estío,
sereno invierno; el invernizo polvo
al trigo alegra, la heredad abona;
que si Gárgara admira sus cosechas
y de fertilidad Misia blasona,
más que al cultivo con que las promueven
a esta sazón benéfica las deben.
    ¿Qué diré del que apenas ha esparcido
en tierra las semillas, cuando sigue
destrozando infructíferos terrones,
y conduce después a los sembrados
el arroyuelo amigo, dirigiendo
las regueras tras si? ¿No miras cómo,
al tiempo que en los campos abrasados
con el ardor, las plantas mueren, guía
desde la cumbre por pendiente cauce
las ondas de cristal? Ellas, cayendo,
ronco murmullo entre las guijas mueven,
y entrando a borbotones por las grietas
refrigeran las hazas que las beben.
¿O del otro que en tierna hierba pace
el vicioso alcacer, cuando ya sube
los surcos a igualar, porque resista
la caña al peso de preñada arista?
¿O bien del que procura dar corriente
a la encharcada linfa de arenisco
terreno bebedor, principalmente
en las variables estaciones, cuando
salen los ríos de su madre y cubren
de légamo las vegas anchurosas,
del cual vemos después que va filtrando
el tibio humor en las cavadas fosas?



Si en esta traducción, que sin duda es más enérgica y exacta que otras que tenemos, hubiese más versos rimados, convendría enteramente con mi pensamiento, y no dudo que si algún buen poeta usase esta versificación en obra que por lo demás consiguiese la aceptación pública, le imitarían muchos y, al fin, vendría a acreditarse y a usarse generalmente para la epopeya y otras especies de poemas, exceptuando los líricos, con gran ventaja de la precisión, de la fuerza y de la armonía.




ArribaAbajoCapítulo XXIV

Del buen uso de la rima


[1789]


Dejo sentado que la rima y el asonante son galas dignas de conservarse, siempre que no perjudiquen a las demás circunstancias esenciales de los buenos versos. Pero, hemos de sentar igualmente que para ser gala de buen gusto, que sirva de adorno y no de irrisión, es forzoso que el poeta escoja y disponga las rimas y los asonantes con mucho juicio, cuidado y naturalidad; a cuyo fin tendrá presentes algunas reglas y observaciones que la experiencia y la crítica enseñan a los que quieren perfeccionar sus obras.

Primeramente debe el poeta escoger las palabras, no contentándose con juntar, en un soneto o en una estancia, tres o cuatro voces de una misma terminación, sean o no sean propias, naturales y expresivas, y que estén o no en su lugar sin violencia. Si quieren que los versos logren la aprobación de los doctos, y aun del público, es menester que la naturalidad y bondad de las rimas sea uno de sus primeros cuidados, de modo que parezca que sin esfuerzo se le han venido a la pluma, dando a sus versos una consonancia tanto mejor y más agradable, cuanto parezca haber sido menos buscada. Tales, por ejemplo, me parecen a mí las rimas de la primera estancia de una canción de Bartolomé Leonardo de Argensola:


   Cuando me paro a contemplar mi estado,
que acaso algunas veces le contemplo,
y nunca a persuasión de la prudencia,
hallo en mi perdición vivo el ejemplo
del estrago a que llega el confiado
que alarga a sus afectos la licencia.
¡Cuánto ha que con suave negligencia
se dispone a lo mismo que rehúsa
esta esperanza, a quien la lima fío
con que me ha de dar libre el albedrío!
¡Cuánto ha que dél mortal ocio la acusa
divino impulso, y sin quedar confusa
ni apercebida, duerme, porque en eso
sabe ella que hace adulación al preso!



Tales son también los asonantes que usa en sus comedias nuestro célebre don Pedro Calderón; y no es esta circunstancia la que menos ilustra su mérito. Véanse, por ejemplo, los de aquella relación en la comedia Para vencer amor querer vencerle:


   Señor don César Colona,
que sea la ilustre sangre
vuestra la mejor de Italia,
me está a mí mejor que a nadie,
pues, siendo primos hermanos
los dos, es cosa constante
que el oro de nuestros pechos
brille con un mismo esmalte.
De ser galán y valiente
la fama el informe os hace...



En esta relación las voces sangre, nadie, constante, esmalte, hace, y las demás que se siguen, están puestas sin violencia y parece que ellas se vinieron naturalmente a la pluma del poeta, para que las usase con propiedad y elegancia. Y el ver juntas más de cien voces muy semejantes en acento y terminación, sin que parezca haberlas buscado, deleita y agrada por medio de la asonancia suave con que hieren nuestro oído.

Una de las principales y más generales reglas para la buena elección de rimas y asonantes, y hasta ahora, que yo sepa, por ninguno advertida o notada, es que procure siempre el poeta preferir para consonante o asonante el sustantivo.

La razón porque el nombre sustantivo hace más elegante y más expresiva y suave la consonancia o asonancia, que no el adjetivo, es porque el deleite en la poesía pende también de la atención a que nos empeña la misma suspensión del sentido, cuya inteligencia se nos dilata artificiosamente por el poeta hasta el fin del verso, y tal vez hasta la mitad del siguiente, o más allá. Esta suspensión es como el trabajo, y la inteligencia perfecta del sentido viene a ser como el descanso; y dando el sustantivo la principal noticia del sentido, si se pone antes de él, de modo que el verso acabe en adjetivo, es poner el descanso antes del trabajo, contra el orden natural y contra lo que se debe practicar para que la atención se mantenga cuidadosa hasta el fin del verso y descanse en él de su cuidado y trabajo, oyendo el sustantivo, que es lo que le faltaba para entender perfectamente la sentencia de aquel verso. Esto se comprenderá mejor con algunos ejemplos. En estos versos de La Numantina:


   Los varios trances de las armas duras,
las guerras porfiadas y sangrientas,
las rotas y victorias tan menudas,



se ve claramente que los sustantivos armas, guerras, victorias, ofrecen al lector ideas y objetos de sustancia o entes en cuya inteligencia descansa ya, en cierto modo, su atención; y así los adjetivos que después se siguen, y con que terminan los versos citados, que son duras, sangrientas, menudas, llegan ya a tiempo que se ha aflojado la atención y no causan el gusto que hubiera causado el sustantivo puesto en lugar de ellas, de modo que los versos hubiesen terminado en duras armas, sangrientas guerras, menudas victorias; pues así hubiera quedado suspensa la atención hasta la última palabra del verso. Esto mismo se verá más claramente en otros ejemplos como los siguientes:


   Vuela el tiempo fugaz y presuroso,
la vida falta breve y limitada.



Aquí se ve que las dos oraciones, vuela el tiempo y la vida falta, ofrecen un sentido perfecto en el cual descansa la atención, y los adjetivos que después se siguen ya no sirven para descanso, sino de importuna detención; de que resulta no ser tan suaves, ni tan elegantes los versos, como serían si hubiese puesto el sustantivo al último, diciendo:


   Vuela fugaz y presuroso el tiempo,
falta la breve y limitada vida.



Porque así la atención, que estuvo suspensa hasta presuroso en el primer verso, y limitada en el segundo, trabajando hasta allí por llegar a la perfecta inteligencia de todo el sentido, la que no podía conseguir sin el sustantivo, en llegando a éste queda contenta y descansada de haberlo conseguido.

Me confirmo más en la seguridad de esta regla después de haber observado que Virgilio muy rara vez acaba sus versos en adjetivo; de modo que en el libro primero de la Eneida, que consta de 760, sólo 150 acaban en adjetivo; y de éstos la mayor parte son pronombres o adjetivos cuyo sustantivo o cuyo verbo está en el verso siguiente; que es lo mismo que si el verso no se terminase en adjetivo, atendiendo lo que va arriba expuesto. Tales son los siguientes:


   Hinc populum late regem belloque superbum,
venturum excidio Lybiae...


Luctantes ventos, tempestatesque sonoras
imperio premit...


Hoc metuens, molemque el montes insuper altos
Saevus ubi Aeacidae telo jacet Hector, ubi ingens
Sarpedon...


Vicit hiems: laxis laterum compagibus, omnes
accipiunt inimicum imbrem...


Emissamque hiemem sensit Neptunus, et imis
stagna refusa vadis...


Aequora tuta silent: tum sylvis scaena coruscis
desuper, horrentique atrum nemus imminet umbra...


Aeneas scopolum interea conscendit, el omnem
prospectum late pelago petit...



y otros muchos; de modo que son muy raros los versos de este libro, y los demás de la Eneida, que terminan en adjetivo con sentido perfecto. Me persuado que igual observación se hallará verificada en otros buenos poetas: pues, habiendo hecho el mismo examen en el primer canto de la Jerusalén de Torquato Tasso, he hallado solos 190 versos que terminan en adjetivo, constando aquel canto de 720. Por lo que no tengo la menor duda en aconsejar que el poeta prefiera, siempre que pueda, el sustantivo al adjetivo para la terminación de sus versos, sean en consonantes o en asonantes, pues en ambos milita la misma razón. Obsérvese en el siguiente soneto la gracia y suavidad que le da el terminar la mayor parte de sus versos en sustantivo. El asunto de él fue restituirse desde París a Madrid la excelentísima señora duquesa de...


   Pastores venturosos, que en la orilla
del Manzanares, por favor del hado,
guiáis desde el redil vuestro ganado
al pasto de la tierna hierbecilla:
    Albricias, pues aquella pastorcilla,
cuya ausencia lloró vuestro cuidado,
vuelve a alegrar el soto, el río, el prado
con toda el alba que en su frente brilla.
    Luego veréis el campo más ameno,
más bello el cielo, y sin que nube obscura
empañe al día d resplandor sereno.
    Sentirá todo objeto de su pura
vista el influjo de prodigios lleno:
tanto puede virtud con hermosura.



Ninguno de los consonantes de los cuartetos es en adjetivo; antes, todos son en sustantivo o verbo; y de los tercetos sólo tres terminan en adjetivo con sentido perfecto. Pero aún se verá más observada esta regla en el siguiente de nuestro gran Lupercio Leonardo:


    ¿Cuándo podré besar la seca arena
que agora desde el fiero mar contemplo?
(¡Oh dulce libertad!) ¿Y al sacro templo
daré, cumpliendo el voto, mi cadena?
    ¿Y mi pasada vida, como agena,
tendré para otros casos por ejemplo?
¡Qué gozo sentiré, si agora templo
con la esperanza sola tanta penal.
    Entonces daré ley a mi deseo,
y atado a la razón con fuertes lazos,
le haré dejar las formas de Proteo.
    De las rompidas naves los pedazos
veré llevar las olas del Egeo,
sin oponer a su furor mis brazos.



Este excelente soneto, que es de los mejores por muchas circunstancias, lo es también por la buena elección de consonantes, que son casi todos sustantivos, sin haber más adjetivo que en el verso primero del segundo cuarteto; y aún éste pende del futuro tendré, que está en el siguiente verso. Francisco Cascales insinuó de paso algo que concuerda con esta regla y observación mía, proponiendo, en la Tabla quinta de la poesía in genere, la duda de si se puede, acabado un verso, reservar el epíteto para el siguiente, o acabado el verso en epíteto, darle el sustantivo en el siguiente verso, y resuelve esta duda diciendo, que muchos excelentes poetas han practicado acabar con epíteto, reservando el sustantivo para el verso siguiente; y abraza la opinión del Bembo y dél Minturno, que afirman que de esta manera cobra el verso más gravedad y va más encadenado; y de esotra, esto es, acabando en adjetivo con sentido perfecto, que es lo que yo repruebo, cada verso de por sí hace la composición humilde.

No siempre será posible que el poeta evite los adjetivos para el consonante o asonante, y por eso añado que siempre que pueda lo deberá hacer, por ser sin disputa más elegante y más agradable la terminación del verso en sustantivo u verbo que no en adjetivo. Digo que no siempre será posible, porque nuestra lengua, sin embargo de ser la más abundante en variedad de terminaciones, no lo es tanto en buenas rimas para los versos de once y siete sílabas que imitamos de los italianos. Dejamos dicho que en ellos suenan desagradablemente las rimas agudas y los esdrújulos, y de aquí nace que muchísimos nombres y varios tiempos de los verbos pocas veces pueden servirnos para consonantes en esta versificación; y también proviene de aquí el hallarse, aun en nuestros mejores poetas, consonantes muy comunes y versos llenos de lo que llaman ripio, forzados muchas veces de la precisión de huir el agudo y conservar el grave para el fin. Si los que imitaron el metro hubieran imitado también las licencias que usan los italianos de quitar o añadir las vocales al fin de las palabras, y de sincoparlas y añadirlas, hubiera conservado nuestra lengua, ya que no toda, la mayor parte de la riqueza que tiene en su versificación antigua, en la cual es tan agradable la rima aguda como la grave, y hubiera aumentado su locución poética, su flexibilidad y su armonía, acercándose mucho más a la que tuvo la griega y los italianos han procurado constantemente dar a la suya. Don Diego de Mendoza dijo:


El alma se me sale de dolor,



y si hubiese dicho de dolore, como acaso pudo hacerlo sin forzar nuestra lengua, pues en lo más antiguo así se diría, hubiera dado armonía a un verso que ahora no la tiene.

Pero, volviendo a nuestro propósito, entre los sustantivos hay también diferencia, y algunos de ellos deben ser excluidos de servir para rimas en toda poesía de corta extensión, como sonetos, madrigales y otras. La mucha copia y facilidad lo envilece todo. Hay algunas clases abundantísimas de sustantivos que no significan cosas, sino modos y calidades, cuya terminación es uniforme, de que resultan innumerables rimas, por consecuencia despreciables. De este género son todos los verbales en -ión, como acción, bendición, dilación, evasión, cuyos plurales terminan todos en -ones: acciones, dilaciones.

Otros significan calidades o pasiones y acaban en -or, como amor, dolor, color, traidor, y sus plurales todos en -ores, como amores, dolores.

Otros que acaban en -d, como afabilidad, bondad, piedad, virtud, lentitud, quietud, y sus plurales todos en -ades y -udes, como afabilidades, bondades, virtudes, lentitudes.

De todos estos debe el poeta usar con mucha escasez, especialmente en composiciones cortas, pues un soneto en consonantes de -ones u -ores, -ades o -udes, por más que sus conceptos, su dicción y su artificio y agudeza fuesen buenos y apreciables, perdería todo ese mérito solamente por la vulgaridad y facilidad de la rima.

También entre los adjetivos hay diferencia, y tiene mucho lugar la elección. En ciertas terminaciones es grande la copia que hay de ellos, y eso los hace menos propios para la rima. Tales son los terminados en -oso, como amoroso, bullicioso, dudoso, espantoso, y los participios y adjetivos acabados en -ado y en -ido, como amado, buscado, celebrado, atendido, blandido, conducido, detenido.

A estos adjetivos se pueden juntar los adverbios en -mente como amigablemente, bárbaramente, cuerdamente, que si no se usan con muchísima parsimonia, harán muy baja y despreciable la rima.

Los verbos piden también alguna atención del poeta, por lo que toca a usarlos en rima en ciertos tiempos. El delicado gusto de nuestro siglo no sufrirá con paciencia que los cuartetos de un soneto tengan tres o cuatro consonantes en -aba o en -ía de pretéritos imperfectos; o en -aste, -iste, -aron, -eron, de pretéritos perfectos, como amaba, causaba, daba, miraba; había, debía, corría, decía; amaste, buscaste, copiaste, danzaste; corriste, dijiste, veniste, tuviste; armaron, llegaron, probaron, volaron; dijeron, pudieron, quisieron, vinieron. Semejante uniformidad de rimas, tan fácil y vulgar, apenas se puede disimular en un poeta principiante; y sobre todo es fastidiosísimo el retruécano que resulta de juntarse, por ejemplo, en un soneto, cuatro consonantes en -aste y otros cuatro en -iste, cuatro en -into y cuatro en -unto, cuatro en -ado y cuatro en -ido. Por esta razón no se puede aprobar que don Luis de Ulloa empezase el canto de la hermosa Raquel con aquella octava en que manifestó que en su tiempo no estaba tan delicado el juicio del oído como ahora:


   De los triunfos de amor el más lucido,
el trance del dolor más apretado,
la causa del poder más ofendido,
el fin en el favor más desdichado,
el rigor más cruel que ha cometido
violencia irracional, canto inspirado;
no por conceptos de mi genio sólo
o los escribo, díctalos Apolo.



Además del cuidado y elección de las palabras que han de servir para el consonante, pide también la rima otro, aunque menor, cuidado en la disposición, colocación o distancia de los consonantes. En el capítulo antecedente dije mi parecer acerca de los versos que llamé libres, y hablé también de los pareados, que son los menos artificiosos, como éstos de Candamo en un entremés:


   Justo será que mi dolor me aflija,
pues mi traidora hija,
calzando veinte puntos nada escasos,
con tales pies aun no anda en buenos pasos.
Pero aquí está. ¿Mas cómo tan osado
con ella habláis? Sois un desvergonzado.
¿Mi hija galanteáis con tanto exceso?
¡Cierto que yo la haría para eso!



A esta composición en rimas pareadas llaman ovillejo; y aunque no es propia para asuntos graves, pues en ellos cansa brevemente al oído, y mucho menos para los líricos y delicados, tiene buen uso en los familiares y burlescos, porque ella misma les añade jocosidad, como se ve en muchos pasajes de la Gatomaquia, en la Fábula de Apolo y Dafne de Jacinto Polo, y en otras composiciones muy agradables.

Esta demasiada proximidad se evita poniendo las rimas de tres en tres, una en el primero y tercero verso, otra en el segundo, cuarto y sexto, otra en el quinto, séptimo y noveno, de modo que en cada verso par entre nueva rima: y de esta colocación resultan los tercetos, como los siguientes de Lupercio Leonardo de Argensola:


    A la fuente anheló de eterna vida
con sed el alma, y quebrantar pretende
la cárcel donde gime detenida.
    Por librarse del lazo que la prende
forceja siempre, y como desterrada,
a gozar sólo de su patria atiende.
    Llora cuando en el peso transportada
de la vida, aunque vida transitoria,
se mira a sus miserias obligada.
    Contempla aquella gloria, aquella gloria
que pecando perdió, y el mal presente
del bien perdido aumenta la memoria.



Los tercetos forman bella composición, muy libre de monotonía y muy propia para asuntos elegíacos, amatorios, familiares, morales, satíricos y jocosos; y por eso piden un estilo proporcionado a los asuntos, ameno, florido, natural, conceptuoso y tierno, pero que no llegue a la sublimidad y entusiasmo de la lírica ni a las imágenes y majestad de la epopeya. Ciérranse los tercetos con un cuarteto, como éste:


    Porque después disuelto de la tierra,
corona ya pacífica alcanzando,
goce el honor de la vencida guerra,
para siempre jamás de ti gozando.



Los cuartetos riman también primero con cuarto y segundo con tercero, como en estotro de un soneto de don Juan de Jaúregui:


    Pasó la primavera y el verano
de mi esperanza, y el agravio mío,
en la estéril sazón del seco estío,
entrega estos despojos a Vulcano.



Los italianos han usado composiciones de cuartetos solos, especialmente Gabriel Chiabrera, célebre poeta y, quizá, el más sobresaliente en la poesía lírica y anacreóntica, de quien son éstos contra la hipocresía:


    Ansaldi, omai di cetro spoglie involto,
ciascuno oggi del cor cela i desiri;
e gli atti indarno e le sembianze miri,
con tanta froda ti si dispone il volto.
    Dona per arte al poverel talora
il piû crudel degli usurieri avari,
e quasi casto sa stancar gli altari
chi sol d'un letto le lussurie adora.
    Sciocca empietate! E quale astucia inganna
Lui che dall'alto riel fulmina e tuona?
Che se a pentito peccator perdona,
ostinate malizie al fin condanna.
    Ora armi fiero arcier d'aspra faretra
Parnaso, e crudo impiaghi i cor perversi,
io di giocondo mel spargendo i versi,
pur come soglio addolcirò mia cetro.
    Quando al segno di Frisio omai ritorno
fanno le rote del maggior pianeta,
qual piaggia aprica o di fredd'ombre lieta
ci raccorà per rallegrarne un giorno?
    Fiesole bella a gioghi suoi m'invita;
quivi promette Clio nobili canti,
e venendo con lei Bacco di Chianti
daranne ambrosia della mortal vita.
    Intanto il volgo, alle ricchezze intento,
alzerà vele trascorrendo i mari;
e chi feroci vestirassi acciari,
e chi d'un guardo si farà contento.



Usó también el mismo poeta los cuartetos de rima cruzada, como éstos:


    Vergine Clio, di belle cetre amica,
scendi ratto quaggû sull'auree penne,
e raccontando a noi favola antica,
prendi a cantar che già di Mida avvenne.



Y de este género de verso usó Lope de Vega en un coro de la Dorotea:


    Quien ofendido vuelve a verse amado,
¡cuán fácilmente lo que quiso olvida,
fingiendo que ama, hasta quedar vengado,
con falso gusto y voluntad fingida!
    Tenga quien agravió justos recelos,
y nunca mire el alma por los labios:
que amistades son dulces sobre celos,
pero siempre fingidas sobre agravios.



La distancia de dos versos interpuestos de un consonante a otro se ve practicada en muchas canciones líricas, como ésta de don Juan de Jáuregui:


    Sabia naturaleza,
que al bien de los humanos
aplicas tu saber, tu industria y maña,
yo la sagaz destreza
alabo de tus manos,
que en viva peña, en áspera montaña,
los tesoros avaros escondiste...



Aquí se ve que entre naturaleza y destreza median dos versos: y lo mismo sucede entre humanos y manos, y entre maña y montaña.

Pueden estar las rimas a distancia de tres versos en las canciones: como en ésta del citado don Juan de Jáuregui en la muerte de la reina doña Margarita:


    Ya que en silencio mi dolor no iguale,
ni mis ocultas lágrimas y llanto
al superior afecto que las vierte,
justo será que mi funesto canto
las acompañe, y que del alma exhale
nuevos clamores de tristeza y muerte...



donde entre iguale y exhale median tres versos.

El abate Quadrio112 determina la mayor distancia de las buenas y agradables rimas a tres solos versos interpuestos, y no más, asentando que todo lo que pasa de ahí va disminuyendo la armonía y dulzura, porque se deja percibir menos la consonancia si median cuatro versos, o cinco, o seis. Pero no me parece su razón tan convincente que pueda establecerse por regla cierta y general, que no se exceda de la distancia de tres versos. El mismo se hace cargo de la razón del Bembo en contrario, que es muy verdadera a mi ver; siendo cierto que la mayor distancia de los consonantes hasta un cierto término, da a los versos una armonía más grave, más delicada, y menos expuesta a cansar. Con efecto los versos pareados, y los alejandrinos franceses, cuyas rimas son tan cercanas, cansan los oídos delicados y no tienen la variedad de armonía que los de las canciones en que los consonantes están a mayor distancia.

En este supuesto soy de parecer que en las canciones, y más en aquellas en que se interpolan muchos versos de siete sílabas, se puede, sin riesgo de la armonía, antes con ventaja y mayor delicadeza, diferir el consonante hasta después de cuatro, o cinco, o seis versos. Así lo han practicado los buenos poetas, y el mismo don Juan de Jáuregui, en la citada canción a la muerte de la reina doña Margarita, interpone cuatro versos entre mías y frías:


    Mas vence su rigor las fuerzas mías,
ni admite el grave daño recompensa,
faltando a España su mayor tesoro.
Y yo, aunque ciega de perpetuo lloro
quiera sentir su rigurosa ofensa,
veré primero en las cenizas frías
por quien suspiro...



Con estas razones y con estos y otros ejemplares no dudé yo de interponer seis versos en la canción que dije en una función de premios de la Academia de San Fernando:


    Ya vuelve el triste invierno,
desde el confín del Sármata aterido,
a turbar nuestros claros horizontes
con el ceñudo aspecto y faz rugosa
con que, a influjos de la Osa,
manda intratable en los rifeos montes
y en la Zembla polar, donde, temido
señor de eterna nieve y hielo eterno,
con tirano gobierno...



Entre invierno y eterno interpuse seis versos pareciéndome hacer así más majestuosa la canción y más delicada su armonía con la varia distancia de los consonantes, que desde los pareados van subiendo por gradación a distancia de dos, de tres, de cuatro, de cinco y de seis versos.

Después de haber hablado de la distancia de las rimas, que en la canción, según mi opinión, puede extenderse hasta seis versos, diré algo de su proximidad o cercanía, sobre lo cual el citado Quadrio divide estas rimas en más vecinas y vecinísimas. Las más vecinas son las que, colocadas dentro de un verso, corresponden a la última palabra del verso antecedente; lo cual, si se hace por arte, es una de las variedades de la rima; pero si por inadvertencia y sin arte, se tiene por defecto. Estas rimas más vecinas pueden colocarse en la sexta y séptima sílaba, como se ve en estos versos de Garcilaso en la Égloga segunda:


    Escucha, pues, un rato, y diré cosas
extrañas y espantosas poco a poco.
Ninfas, a vos invoco; verdes faunos,
sátiros y silvanos, soltad todos
mi lengua en dulces modos y sutiles,
que ni los pastoriles, ni el avena,
ni la zampoña suena como quiero.



También puede caer esta rima en la cuarta y quinta sílaba, y aun yo la he usado indiferentemente en la segunda y tercera, en la cuarta y quinta, y en la sexta y séptima para variar la armonía de estos consonantes, que se pueden llamar eslabón, en una canción, de que copiaré aquí algunas estancias:


   Reprimir tienta en vano
el corazón humano
su natural inclinación primera.
De la trompa guerrera
el sonido animoso
al belicoso Aquiles, que se encubre,
a su pesar descubre.
   Del mujeril estrado
se levanta irritado,
y del mentido adorno se despoja.
Avergonzado arroja
las indignas labores,
y con mejores armas va del Xanto
a ser fatal espanto.
   Ya de una en otra gente,
del sacro Pindo ausente,
anduve errando. El arco, en tanto mudo,
consolarme no pudo
en la fatiga mía.
Triste pendía allá la lira amada
entre el polvo olvidada.
   Sagrado bosque amigo
de Pirene, testigo
fuiste tú del prodigio que revelo.
Tú viste al dios de Delo
en tu selva mostrarse
y darse a conocer saliendo al paso
cual brilla en el Parnaso.



Estas son las rimas que Quadrio llama más vecinas y yo he llamado de eslabón, o eslabonadas, y Cascales llamó ovillejo; pero hay otras que él mismo llama vecinísimas, y son las que se juntan en un mismo verso en dos o más palabras consonantes. Tales son las que nuestro Juan de la Encina llamó multiplicado, como desear, gozar, amar, con amor, dolor, temor, a lo que tuvo por hermosa gala de la poesía y a la verdad no es sino un enfadosísimo sonsonete y un juego pueril que ya, a Dios gracias, no se usa en nuestro tiempo. La perfecta poesía tiene en si una hermosura natural y adornos propios, galas de valor y de buen gusto, y no necesita de ataviarse con tan ridículos vestidos, que en vez de añadirle alguna gracia, la afean y envilecen.

Los versos de arte menor de nuestra poesía antigua tenían mucho de estas rimas vecinísimas en los quebrados de aquellos versos que, según Juan de la Encina, se llamaban villancicos, letras de invención, canciones o coplas de pie quebrado, como éstos del mismo Juan de la Encina:


    La nariz tiene polida,
bien medida,
e muy bien proporcionada;
derecha, toda seguida,
bien partida
la trencha, sin torcer nada;
las mejillas muy hermosas,
e vistosas,
no postizas, ni afeitadas,
de suyo muy coloradas
como rosas,
muy perfectas e graciosas.



En don Jorge Manrique, y en todos los antiguos, hay mucho de esto, porque era entonces la poesía más corriente y usada; y como servía de ordinario para cantar y bailar al mismo tiempo, decían muy bien el paso quebrado y la cercanía inmediata de una rima a otra. Ahora sucede lo mismo en las arias italianas, contribuyendo a que se perciba más la consonancia música, como en ésta del Metastasio:


    Qualora il vento freme
chiuso negli antri cupi,
dalle radici estreme
vedi ondeggiar le rupi,
e le smarrite belve
le selve abbandonar;



o como en una canción anacreóntica del Chiabrera, cuyo metro es semejante al de nuestras canciones de pie quebrado:


    Cinta il crin d'oscure bende
notte ascende
per lo ciel su tacit'alí,
e con aer tenebroso
dà riposo
a le ciglie de' mortali.



Pero, como he dicho, todas estas composiciones cortas se hicieron para baile y canto. Las otras composiciones hechas para deleitar el oído con sólo la armonía de sus metros o consonantes, sin la compañía del baile o del canto, deben disponer las rimas con gran cuidado para no cansar o enfadar el oído con su demasiada cercanía o repetición; y por esta misma causa no son dignos de la buena poesía los ecos que en el siglo pasado, y aun en éste, se tuvieron por gala preciosa de los versos, no siendo sino un juguete muy pueril que también se halla practicado por algunos poetas griegos y latinos y por los vulgares de otras naciones; y en concepto de tal juguete se podrá sufrir alguna vez.






ArribaAbajoLibro tercero

De la tragedia y comedia y otras poesías dramáticas



ArribaAbajoCapítulo I

De la poesía dramática española, su principio, progresos y estado actual


[1789]


Dirigiéndose esta Poética a reducir la poesía española a las reglas que dicta la razón y ha calificado y confirmado el unánime consentimiento de las naciones cultas, no deberá extrañarse que, tratándose en este libro de la poesía dramática, dé yo a la censura más lugar que al elogio. Para ejecutarlo me ha sido preciso vencer la repugnancia de mi genio, antes inclinado al elogio que a la censura, estimulándome a ello la consideración de que para enmendar las imperfecciones se necesita conocerlas; pues, si nuestra poesía dramática se halla todavía lejos de llegar al punto a que pudiera haberla llevado el ingenio español penetrante y extenso, acaso dimana de haberse creído comúnmente que, por haber en ella muchas buenas calidades, tiene todas las que puede y debe tener. Los romanos creían lo mismo de sus poetas, hasta que, habiendo empezado a pensar y a escribir como los griegos cuando más brillaron en Atenas las artes y el buen gusto, se atrevió Horacio a criticar a Plauto, que había sido la admiración de sus abuelos:


    At nostri proavi plautinos et numeros et
laudavere sales, nimium patienter utrumque,
ne dicam stulte...



Con la misma libertad censuró al satírico Lucilio:


    Nempe incomposito dixi pede currere versus
Lucili. Quis tam Lucilii fautor inepte est
ut non hoc fateatur? At idem, quod sale multo
urbem defricuit, charta laudatur eadem.
Nec tamen hoc tribuens, dederim quoque caetera...



Sigue después en la misma sátira X del lib. 1 censurando a Varrón Atacino, al trágico Attio, a Ennio y a otros; y en la epístola I del lib. 2 dice:


    Dicitur Afrani toga convenirse Menandro;
Plautus ad exemplar Siculi properare Epicharmi;
vincere Caecilius gravitate, Terentius arte.
Hos ediscit, et hos arcto stipata theatro
spectat Roma potens..................
interdum vulgus rectum videt: est ubi peccat.
Si veteres ita miratur, laudatque poetas,
ut nihil anteferat, nihil illis compares, errat.



Estoy muy lejos de compararme a Horacio en el gusto ni en la crítica; pero a nadie quiero ceder en el laudable deseo de ser útil a mi nación desengañando a muchos, sin envidia, sin preocupaciones y sin temor de censuras voluntarias.

La dramática española se debe dividir en dos clases: una popular, libre, sin sujeción a las reglas de los antiguos, que nació, echó raíces, creció y se propagó increíblemente entre nosotros; y otra que se puede llamar erudita, porque sólo tuvo aceptación entre hombres instruidos.

La popular no trae su origen de otra más antigua. Es verisímil que empezó al mismo tiempo que la lengua y con el propio impulso que entre los griegos: esto es, por la inclinación que tienen los hombres a remedarse, burlarse y satirizarse unos a otros. No se puede dudar que ya en tiempos de San Fernando y de don Alonso el Sabio teníamos algún principio de ella, pues en la ley 34, tit. 2, Partida I, se mandó que los clérigos no hiciesen juegos de escarnio, pero que pudiesen representar los misterios del Nacimiento, Pasión, etc.; y en la ley 36 se prohíbe vestir hábito de religión para hacer juegos de escarnio, imponiendo penas al que lo hiciese. De estos misterios traen su origen los autos sacramentales; y las farsas, de los juegos de escarnios, que sin duda eran representaciones breves, satíricas e inmodestas, al modo de nuestros entremeses, algunos de los cuales, en medio de sus gracias, no están libres de este y otros defectos.

El infante don Pedro, hermano de don Alonso IV de Aragón, representó en las fiestas a la coronación de aquel rey varias poesías suyas, según la costumbre de aquel tiempo, en que los poetas representaban sus composiciones; y otras las hizo representar por juglares, que eran entonces los únicos representantes de profesión.

Aunque supongo que estas representaciones, o farsas, continuaron hasta tiempo de los Reyes Católicos, no tengo individual noticia de alguna de ellas; pues no quiero dar este nombre a un diálogo que se halla en el Cancionero General, impreso el año 1535, ni a una especie de loa que hizo don Gómez Manrique para que la representasen la Reina Católica, siendo infanta, y sus damas, en celebridad de los años del infante don Alonso. Casi todas aquellas representaciones se hacían con motivo de fiestas, y, siendo regular fuesen relativas a las circunstancias, no se escribirían; y aun en caso de escribirse, no se haría, después, aprecio de ellas, por lo cual no han quedado copias.

Las primeras composiciones de esta especie que lograron alguna aceptación fueron las de Juan de la Encina, de quien se hizo memoria en el cap. IV, lib. I. Cuando el casamiento de los Reyes Católicos, año 1474, se representó una obra dramática suya que está en la colección de sus poesías. El autor del Diálogo de las lenguas, hablando de este poeta, dice que escribió mucho, y así tiene de todo, y lo que más le contentaba era la farsa de Plácida y Victoriano, que compuso estando en Roma.

A Juan de la Encina siguió Bartolomé de Torres Naharro, natural de la Torre, tierra de Badajoz. En la noticia breve de su vida, que está al principio de su Propaladia, se dice de él que «fue hombre de rostro afable, bien dispuesto y modesto... Tuvo la fortuna adversa al principio, porque, navegando, fue preso de moros y cautivo; y siendo rescatado fue a Roma, donde compuso muchas cosas buenas. Después, en Nápoles, donde fue muy estimado, compuso la Propaladia, que de muchos es tenida, y con razón, por un milagro; porque en muchas partes iguala, y aun hace ventaja, a las comedias de los griegos y latinos. Y aunque las pudiera muy bien hacer en lengua latina, quiso más en la castellana, la cual supo y habló con excelencia entre todos los que hasta ahora en ella han escrito...» La Propaladia es una colección de varias poesías y comedias, todas en la antigua versificación castellana octosílaba y en cinco actos, que Torres llamó jornadas, por parecerle descansaderos, donde la comedia queda mejor entendida y recitada. Dedicó su obra a don Fernando Dávalos, marqués de Pescara, de quien, y de su mujer, la célebre doña Victoria Colonna, fue muy favorecido. No he visto aquella primera edición, pero de la segunda, hecha el año 1590, se infiere la dio al público a tiempo que aquel famoso militar, en la edad juvenil, era ya general de la infantería española por elección de don Fernando el Católico, a cuya muerte, este poeta, hizo una lamentación en que hay mucha ternura y algunos de los elogios debidos a tan gran rey. Las comedias son ocho, intituladas: Serafina, Trofea, Soldadesca, Tinelaria, Himenea, Jacinta, Calamita y Aquilana. En la Serafina los interlocutores hablan cuatro lenguas: latín, castellano, italiano y valenciano. La Trofea no es comedia, sino una loa del rey don Manuel de Portugal y de las conquistas de los portugueses en África y la India. En la Soldadesca se pinta un alojamiento de soldados. En la Tinelaria, lo que pasaba entre la familia de un cardenal en Roma; y las otras cuatro son de asuntos amorosos, demasiado sencillas y de poco interés. El autor del Diálogo de las lenguas, que era buen voto en materia de estilo castellano, tuvo razón en decir que el de este poeta cómico le satisfacía, pues a la verdad es puro, fácil, jovial y lleno de graciosos modismos familiares; pero también la tuvo en añadir que pecaba algo en las comedias no guardando el decoro de las personas. Aunque no se les debe negar el mérito del estilo, ni el de haber guardado bastante bien las unidades de lugar y tiempo, en lo demás tuvo poca razón el autor del citado prólogo para compararlas a las griegas y latinas, manifestando con esto escasa inteligencia y gusto; como después ha sucedido a otros que con bastante facilidad se han arrojado a hacer semejantes comparaciones.

Se dice que Cristóbal de Castillejo, contemporáneo de Torres Naharro, secretario que fue del emperador Fernando, hermano de Carlos V, príncipe de los poetas castellanos que escribieron en el verso antiguo octosílabo, hizo también comedias. No las he visto, ni hallo más noticia de ellas que una voz vaga; pero si fuese cierto, serían estimables, porque este poeta era muy hábil e instruido, tenía gran práctica de mundo, y un lenguaje ameno, copioso y salado; por cuya razón sus poesías, expurgadas de algunas libertades en que parece no se reparaba mucho cuando él escribió, merecían ser más comunes y andar en manos de los que desean restablecer la pureza y gracia de nuestra lengua.

Desde que florecieron estos dos poetas a principios del siglo XVI hasta que, mediado el mismo, era famoso Lope de Rueda, habría, sin duda, otros escritos de dramas para la representación, como los hubo de varias comedias en prosa, que se compusieron para leídas, y no para representadas, de las cuales haré mención después, Aunque no se halle noticia de tales poetas, no es prueba de que no existiesen. Tampoco la tendríamos de Torres Naharro si no se hubiesen publicado en Italia las comedias que se reimprimieron en 1590, pues ni le nombra Cervantes, ni otro alguno de los que hicieron mención del principio de nuestro teatro; de que infiero yo que no se representaron en España, ni influyeron en el gusto nacional. Las que se representaban, y poco a poco formaron el gusto que hincó tan profundas raíces, eran producciones de los mismos farsantes, sucesores de los juglares antiguos, que ni dejaron nombre, ni acaso le mereció alguno, hasta Lope de Rueda, siendo una especie de vagos que, con tres o cuatro disfraces, hacían sus momos, así se llamaban, en cualquier sitio donde se podía armar un tablado y colgar una manta. Miguel de Cervantes, en el prólogo a sus comedias, pinta aquella primitiva decoración. En tiempo de Lope de Rueda -dice- «todos los aparatos de un autor de comedias se encerraban en un costal y se cifraban en cuatro pellicos blancos guarnecidos de guadamecí dorado, y en cuatro barbas y cabelleras... Las comedias eran unos coloquios como églogas entre dos o tres pastores y alguna pastora. Aderezábanlas y dilatábanlas con dos o tres entremeses, ya de negra, ya de rufián, ya de bobo, o ya de vizcaíno, que todas estas figuras, y otras muchas, hacía el tal Lope con la mayor excelencia y propiedad que pudiera imaginarse. El teatro se componía de cuatro bancos y cuatro tablas encima con que se levantaban del suelo cuatro palmos, y su adorno era una manta vieja, tirada con dos cordeles de una parte a otra, que hacía lo que llaman vestuario, detrás de la cual estaban los músicos cantando sin guitarra algún romance antiguo».

Este Lope de Rueda hizo y representó sus farsas durante el último tercio del reinado de Carlos V, pues, cuando las imprimió su amigo Juan de Timoneda en Valencia, año de 1567, ya había muerto. Cervantes, que le alcanzó y vio representar cuando muchacho, le llama, en el citado prólogo, varón insigne en la representación y en el entendimiento; y dice fue natural de Sevilla, de oficio batihoja, admirable en la poesía pastoril. Como Cervantes era ya viejo cuando habló con tanto elogio de Lope de Rueda, sin duda no tenía presentes sus farsas, y se dejó llevar del concepto que formó al verlas representar siendo muchacho. Las que imprimió Timoneda son la Eufemia, la Armelina, los Engañados y la Medora, todas en prosa, sin división de actos o jornadas, a no ser que contase por actos las escenas, cada una de las cuales se suponía en diverso lugar, y entre escena y escena se harían aquellos entremeses con que dilataban la farsa. En la Armelina, donde los principales personajes son un herrero y un zapatero, introdujo a Megera, furia infernal, y a Neptuno, dios de los mares. Los caracteres no están mal expresados en algunas escenas, pero en lo demás no hay orden, ni concierto, ni el menor viso de decoro. Y en cuanto a la excelencia de su poesía pastoril, lo diría Cervantes por otras composiciones, pues las referidas farsas están en prosa. No es ésta la sola calificación en que Cervantes se manifestó muy indulgente.

A Lope de Rueda -prosigue el mismo Cervantes- sucedió Naharro, natural de Toledo, diferente de Torres Naharro, de quien se ha hecho mención, «famoso en hacer la figura del rufián cobarde. Este levantó algún tanto más el adorno de las comedias y mudó el costal de vestidos en cofres y baúles. Sacó al teatro la música, que antes cantaba detrás de la manta, y quitó las barbas a los farsantes, que hasta entonces ninguno representaba sin barba postiza, e hizo que todos representasen a cureña rasa, si no era los que habían de representar los viejos u otras figuras que pidiesen mudanza de rostro; e inventó tramoyas, nubes, truenos, relámpagos, desafíos y batallas».

Contemporáneo de estos dos Rueda y Naharro fue Alonso de Vega, de quien tenemos dos comedias intituladas La Tolomea y La duquesa de la Rosa, y una que llamó tragedia intitulada la Serafina. Publicó estas tres piezas unidas en un tomo Juan de Timoneda en Valencia año 1566, calificándolas de famosísimas, y a su autor de ilustre poeta y gracioso representante. Yo no las he visto; pero me aseguran son mejores que las de Lope de Rueda. La calificación de famosísimas me hace creer que de aquí tuvo principio el llamar famosas a casi todas las comedias que después se han impreso.

Hubo por entonces otros escritores de farsas que representaban ellos mismos; de que pudo provenir el nombre de autores, que todavía damos a los que hacen cabeza de una compañía de cómicos. En manos de estos hombres ingeniosos, pero ignorantes y sólo atentos a ganar su vida entreteniendo al vulgo, nació, creció y se fue poblando de ramas el árbol incultamente frondoso de nuestra dramática popular. Cuando empezaron a cultivarle sujetos de otras circunstancias e instrucción ya las fábulas se escribían en verso, tenían tal cual interés, algún aparato teatral, y representaban mujeres, pues antes eran muchachos los que hacían su papel; pero estos sujetos más instruidos, que se apoderaron de la provincia cómica popular, no remediaron su desorden, antes bien, tomando nobles asuntos, imitando los lances maravillosos de los libros de caballería, complicando los enredos, y adornándolo todo con fácil y, a veces, elegante versificación, en vez de quitar abusos, los acreditaron y afirmaron.

Para todo esto era ya preciso que los teatros fuesen estables y tuviesen cierta amplitud; y así creo yo que luego que la corte se fijó en Madrid, se establecieron los de la Cruz y del Príncipe. Pero, ¡qué teatros! Los llamaban patios de comedias, corrales de comedias, y éstos eran los nombres que les convenían; pues, según parece, yo no alcancé a verlos, no eran otra cosa que el patio o corral cuadrado de unas malas casas en cuyo fondo habían hecho un tablado, a los lados unas graderías, sobre ellas algunas ventanas y corredores, enfrente la cazuela y encima el balcón de la villa y otros, y por remate un desván que llamaban tertulia, todo cubierto a teja vana. El tablado con poquísimo fondo. En él se armaban, como podían, los bastidores y tramoyas para las comedias de teatro, esto es, con mutaciones. Luego que se dejaba la comedia, porque ya no acudía gente, se llevaba el tramoyista todo este aparato, que era suyo y le había puesto por la cantidad en que se ajustaba, quedando desnuda la escena y lo que llaman foro. Se atravesaba en él un madero, que servía de bastidor, para colgar unas cortinas en las cuales era menester que los espectadores se figurasen el salón, el gabinete, el jardín, la calle, el bosque y todas las demás situaciones de una comedia regular diaria.

Volviendo a mi principal asunto, a la sazón que los farsantes escribían las comedias que representaban, era Sevilla el lugar más populoso, de mayor comercio y más rico de España; y por consecuencia, junto con mayor ociosidad y disipación, había en él más incentivos para las artes agradables. Las que concurren a formar los espectáculos escénicos han tenido siempre buena acogida en tales poblaciones; y así frecuentaban aquella ciudad, más que otra alguna, las compañías de cómicos, que entonces eran ambulantes como ahora las que llaman de la legua. Con esta proporción los poetas, que buenos o malos siempre han abundado en las orillas del Betis, empezaron a componer y darles farsa en verso, sin duda mejores que las que ellos llevaban. A aquellos primeros compositores, que han quedado en olvido, sucedió Juan de la Cueva, de familia noble, conocido por varias obras que merecen aprecio. Hizo catorce obras de a cuatro jornadas, dando a las diez el nombre de comedias, y a las cuatro el de tragedias, sin saber por qué, pues, en el modo de tratar los asuntos, se diferencian poco, y en el estilo, casi nada. Todas ellas se representaron en las atarazanas y en un paraje llamado la huerta de doña Elvira por las compañías de Alonso Rodríguez, Pedro de Saldaña y Alonso de Cisneros en los años 1579 y 80. Se imprimieron en el mismo Sevilla, año 1588, y en el prólogo se queja el autor de que había llegado la malicia de algunos a «formar escrúpulo de afrenta» de la composición de ellas. De esto infiero yo que experimentaba censuras, y se puede sospechar que no recaían sobre el género, sino sobre el modo; pues, antes que él, habían escrito sus tragedias el maestro Oliva y Jerónimo Bermúdez, sin que nadie les censurase el intento de introducir en España un arte que es la piedra de toque de la cultura de las naciones. Su estilo es elevado, pero declamatorio y, en mi juicio, muy diverso del que piden así la tragedia como la comedia. Todas están escritas en variedad de metros: empiezan con estancias líricas, siguen con octavas, después redondillas y tercetos, alternando estas versificaciones, y nunca romance; porque Cueva no conoció el que tan acertadamente usaron los escritores cómicos más modernos. Aunque los caracteres de las personas no están mal guardados, falta la unidad de lugar, y la de acción es siempre muy complicada. Estos serían los defectos que algunos hombres de instrucción y buen juicio criticaban a Juan de la Cueva; y él tomó el partido de salir al encuentro de las censuras escribiendo, a su modo, una especie de poética que anda manuscrita, en la cual, antes que Lope, y más brevemente intentó reducir a preceptos el desarreglo de la dramática.

Por el mismo tiempo que se representaban en Sevilla y acaso también en Madrid, los dramas de Juan de la Cueva, se aplaudían en los teatros las tragedias y comedias del capitán Cristóbal de Virués, poeta superior a Cueva, pero que incurrió en los mismos defectos, queriendo unir, como él mismo dice,


.......................................las finezas
del arte antiguo y del moderno uso.



Lope de Vega, en el Laurel de Apolo, le elogia de haber sido


a quien las musas cómicas debieron
los mejores principios que tuvieron;



y en el Arte nuevo de hacer comedias le atribuye la novedad de haber reducido a tres los cuatro actos o jornadas:


    El capitán Virués, insigne ingenio,
puso en tres actos la comedia que antes
andaba en cuatro como pies de niño;
que eran entonces niñas las comedias;
y yo las escribí de once y doce años,
de a cuatro actos y de a cuatro pliegos,
porque cada acto un pliego contenía;
y era que entonces en las tres distancias
se hacían tres pequeños entremeses,
y agora apenas uno, y luego un baile.



Miguel de Cervantes, en el citado prólogo a sus comedias, se gloria de haberse atrevido, en La destrucción de Numancia y en La batalla naval, a reducir a tres las cinco jornadas. Cualquiera de los dos que fuese, Virués o Cervantes, quien las redujo a tres, dejó tan establecida esta división, que desde entonces nadie se ha apartado de ella.

Entra los demás escritores de comedias populares que por entonces concurrieron a alimentar los teatros, se distinguían el mismo Cervantes, que después se hizo tan famoso con su inmortal Don Quijote, y dio a los farsantes algunas comedias que fueron bien recibidas del público, según él mismo dice. En cuanto al arte, se atuvo al que se usaba, aunque su ingenio y su instrucción eran muy capaces de haberle mejorado. Su estilo es más propio de la comedia que el de Cueva y Virués, y aun a veces, por demasiado natural, desciende a chabacano, como se ve en las ocho de a tres jornadas que publicó año 1615, cuya reimpresión en el 1749 debió escusarse, pues con ella no se hizo favor alguno al insigne cronista del buen Alonso Quijano. Si no hubiese publicado estas comedias como suyas, nadie las atribuiría a aquel Cervantes que hizo hablar de la materia con tanta inteligencia y juicio al canónigo y al cura. El sabio y elocuente autor del prólogo a la edición de 1749 fue de parecer que las escribió para burlarse de las de Lope y otras, al modo que el Quijote para ridiculizar los libros de caballerías; pero no ha logrado persuadirlo a nadie, siendo más seguro las hizo para socorrer su necesidad, o por la comezón que siempre tuvo de versificar, sin embargo de que él mismo conocía confesándolo por boca del librero a quien al fin las vendió, que de su prosa se podía esperar mucho, pero de su verso nada. Se jactaba de una novedad de que yo no debo alabarle, y fue la de haber introducido en el teatro personas morales personalizando los afectos del alma, idea tan de su gusto, que no reparó en publicar La casa de los celos, donde hablan el Temor, la Curiosidad, la Desesperación, la Buena Fama y Castilla, por lo cual, en vez de mejorar las comedias que se usaban, las empeoró y dio un malísimo ejemplo.

Cuando Cervantes y otros poetas lograban con sus dramas aplausos que en su tiempo merecían, pues en algunos de ellos se ve ya cierto calor y viveza de acción, origen del interés de que nace el agrado, circunstancias que faltaban todavía a las de otras naciones y que fueron la verdadera causa de la preferencia con que entonces, y mucho después, se leían las comedias españolas en todas partes, compareció el gran Lope de Vega, y los anubló a todos. Nació en Madrid año 1562. Sus padres, de origen hidalgo, aunque de profesión humilde, le dieron la educación que se estilaba entonces con los que habían de seguir la carrera de las letras. Con este fin, sin duda, le tomó por su familiar don Jerónimo Manrique, Obispo de Avila. Estudió la filosofía en Alcalá. El duque de Alba le hizo su secretario. Dejando el servicio de aquel Grande, se casó en Madrid y enviudó pronto. Tomó la carrera militar en la armada de Felipe II contra Inglaterra. Malograda aquella famosa expedición, se retiró a Madrid, donde sirvió a varios Grandes. Se volvió a casar, enviudó por segunda vez, y haciéndose al fin sacerdote, murió freile de la religión de San Juan a los 73 años. La extensión, variedad y amenidad de su ingenio, la asombrosa facilidad, o por mejor decir, el flujo irrestañable con que produjo tantas obras de especies tan diversas y la copia y suavidad de su versificación le colocan en la clase de los hombres extraordinarios; pero fue desgracia que alcanzase una edad en que aún no había hecho grandes progresos la buena crítica, esto es, el arte de juzgar rectamente de las obras del entendimiento y de la imaginación; y así un hombre que nació para la gloria de España, abusando de sus mismas cualidades superiores, lejos de cumplir su destino, contribuyó infinito a que otros grandes ingenios que vinieron después y le quisieron imitar, tampoco cumpliesen el suyo; porque Lope no es un modelo para imitado, sino un inmenso depósito de donde saldrá rico de preciosidades poéticas quien entre a elegir con discernimiento y gusto. De sus obras se infiere que no empezó a dar comedias a los teatros hasta después que volvió de su expedición marítima, bien que él asegura, en el Arte nuevo, que ya las escribía siendo de once y doce años. La pobreza entonces le obligó a valerse del arbitrio con que otros se ayudaban, y se ayudan ahora, para mantenerse escribiendo comedias a destajo, que se pagaban a quinientos reales. Él mismo dice en una epístola a don Antonio de Mendoza:


    Necesidad y yo, partiendo a medias
el estado de versos mercantiles,
pusimos en estilo las comedias,



Ignoro qué quiso expresar con esto de poner en estilo las comedias; pues no tengo a Lope, ni a otro alguno en particular, por inventor ni establecedor de las que se han usado entre nosotros; pareciéndome evidente que traen su origen de las antiguas farsas, y que, siendo aquel un principio deforme, al paso que crecían se fue haciendo mayor y más notable la deformidad. Acaso podrá entenderse que habiendo compuesto las primeras con la sencillez de dichas farsas, dejando correr después su lozana imaginación por las líneas que halló indicadas, tortuosas y sin orden, lejos de corregir los defectos de la comedia que estaba en uso, se dedicó, con cierta ciencia de que hacía mal, a aumentarlos, colorirlos, engalanarlos y hacerlos sumamente vistosos y agradables al vulgo. Quedó éste sorprendido con la novedad de tantas cosas que le parecieron bellezas; y desde entonces, para darle gusto, fue menester que los autores de compañías cómicas acudiesen casi exclusivamente a Lope. El aura popular que logró, tan extraordinaria que para elogiar cualquier cosa se decía es de Lope, junto con la necesidad en que se hallaba de adquirir con que mantenerse, le hicieron que encerrase los preceptos con seis llaves, que sacase de su estudio a Plauto y a Terencio porque no le diesen voces, y que mirase con indiferencia el que le llamasen bárbaro Italia y Francia. Cuando el año 1609 dio al público el Arte nuevo de hacer comedias, había escrito cuatrocientas ochenta y tres.

Durante los doce años, hasta el 1621, en que imprimió la Filomena, aumentó el número hasta «novecientas fábulas oídas por toda España», y en 1624, cuando publicó la parte veinte de sus comedias, eran ya mil y setenta, según dice en el prólogo. Montalbán asegura, en la Fama póstuma, que las comedias representadas de Lope llegaban a mil y ochocientas, y los autos pasaban de cuatrocientos. Me parece exageración; pues no tiene verisimilitud que escribiese más de setecientas durante los once años hasta el 1635 en que murió, mayormente habiendo dejado este ejercicio algunos años antes. Había entonces poco más de treinta que empezó a escribirlas; y a cada uno tocan treinta y seis, sin hablar de los autos sacramentales ni de las demás obras, que componen muchos volúmenes. ¿Cómo pudo ser esto por más fecundidad que tuviese? No parándose a elegir asuntos propios para imitados en la representación; tomando a veces por argumento la vida de un hombre, y por escena el universo todo; trastornando y desfigurando la historia, sin respetar los hechos más notorios, con la mezcla de fábulas absurdas y con atribuir a reyes, príncipes, héroes y damas ilustres caracteres, costumbres y acciones vergonzosas o ridículas; haciendo hablar a los interlocutores según primero le ocurría; a las mujeres ordinarias, criados y patanes como filósofos escolásticos, vertiendo erudición trivial y lugares comunes, defecto que comprehende a todas sus obras, y a los reyes y personajes como fanfarrones o gentes de plaza, sin dignidad ni decoro alguno. A esta falta de circunspección aludió cuando en la epístola a don Félix Quijada dijo:


    Hállome bien con versos tagarotes,
que vuelan por corrales de comedias
a entretener ociosos marquesotes.



Sin embargo se hallan en muchos de sus dramas escenas de grande interés, que pueden ser modelo de naturalidad y buen estilo; como las habría en el que menciona Vicencio Carducho, Diálogo IV de la Pintura, diciendo; «Yo me hallé en un teatro donde se descogió una pintura suya [de Lope] que representaba una tragedia tan bien pintada, con tal fuerza de sentimiento, con tal disposición y dibujo, colorido y viveza, que obligó a que uno de los del auditorio, llevado de su enojo y piedad, fuera de sí, se levantase furioso dando voces contra el cruel homicida que, al parecer, degollaba una dama inocente». Pero drama entero no hallo ninguno medianamente arreglado y escrito con decoro; ni creo le haya entre todos los de Lope, pues nadie ha podido descubrir todavía los seis que supuso haber escrito con arte. No le faltaron críticas de los hombres más doctos en la materia y más juiciosos que por entonces había; pero casi todas indirectas, sin nombrarle claramente, manifestando la timidez con que acometían al que se había hecho ídolo del público. Afectaba dársele muy poco de estas censuras, atribuyéndolas a envidia, como acostumbran los que tienen tan alto concepto de sí que se creen dignísimos de ser admirados, y también los que no hallan mejor defensa; pero al mismo tiempo se conoce le inquietaban, trayéndole en continua contradicción consigo mismo, diciendo unas veces, como en el prólogo a la Comedia Lo cierto por lo dudoso, que en España no tenían preceptos las Comedias; otras, queriendo defender el desarreglo que practicaba, como cuando dijo en la novela La desdicha de la honra: «Yo he pensado que tienen las novelas los mismos preceptos que las comedias, cuyo fin es haber dado el autor contento y gusto al pueblo, aunque se ahorque el arte»; otras, echando al genio nacional y al gusto público la culpa que tenían él y los demás que le habituaban al mal gusto; pues a la nación y al público se les hace gravísima injuria en decir que no se complacen con lo bueno; siendo certísimo que sólo hay algunos extravagantes que congenian con lo absurdo; y otras veces, en fin, mezclando las confesiones de las faltas con los alegatos a favor de ellas y procurado reducir a cánones el desarreglo, como en el Arte nuevo de hacer comedias.

Con el número asombroso de dramas que Lope dio a los corrales de tal modo se acostumbró el público a la novedad, que después de las primeras representaciones, no se repetían, aun: pasado algún tiempo. Vez hubo que se cerró un corral por falta, de comedia nueva, como lo estaba el de la Cruz cuando el mismo Lope y Juan Pérez de Montalbán se empeñaron en escribir una en menos de tres días, para darla al autor que representaba allí; por lo que, no bastando él solo a llevar la máquina del teatro, le ayudaron otros, según Cervantes. «Los trabajos -dice- del doctor Ramón fueron los más, después de los del gran Lope. Estímanse las trazas artificiosas en todo extremo del licenciado Miguel Sánchez; la gravedad del doctor Mira de Mescua, honra singular de nuestra nación; la discreción e innumerables conceptos del canónigo Tarrega; la suavidad y dulzura de don Guillén de Castro; la grandeza de Aguilar; el rumbo, el tropel, el boato, la grandeza de las comedias de Luis Vélez de Guevara; las que agora están en jerga del agudo ingenio don Antonio de Galarza; y las que prometen Las fullerías del amor de Gaspar de Avila.» Al mismo tiempo hubo otros de quienes Cervantes no hizo mención; y yo los omitiré también, porque ninguno causó novedad en nuestra dramática.

Estaba reservado el hacerla a don Pedro Calderón de la Barca, nacido en Madrid año 1601, que empezó a darse a conocer cuando Lope declinaba; y así como éste oscureció a los que le precedieron, Calderón anubló aun al mismo Lope, y casi le desterró de los teatros. Alcanzó Calderón tiempo más favorable. Felipe II, monarca serio, achacoso y retirado, no veía comedias. Felipe III, devoto e inclinado a otras diversiones, acaso hacía escrúpulo de verlas, y aun de permitirlas; y así no tengo noticia de que comedia alguna de Lope se representase a los reyes. Al contrario, Calderón floreció cuando era joven Felipe IV, en cuya persona sobresalían las inclinaciones y habilidades caballerescas, junto con la de hacer versos. Llevó las comedias a palacio, donde se representaban con magníficas decoraciones. El mismo escribió algunas, y se le atribuyen las que se dicen de un Ingenio de esta Corte. Estimó y agasajó a los poetas, de forma que si hubiese tenido conocimiento del arte y mejor gusto, su tiempo hubiera sido el de la perfección de nuestra dramática por los grandes ingenios que concurrían. Era Calderón el más sobresaliente de todos; y como a su crianza caballerosa y a la profesión militar que siguió hasta que se hizo sacerdote añadió la frecuencia de la corte y el trato amistoso con personas de la primera jerarquía, se formó un lenguaje tan urbano, tan ameno y seductivo, que en esta parte no tuvo competidor en su tiempo, y mucho menos después.

Sus comedias son de tres clases: unas, las que llaman de teatro, esto es, las que se representan con decoraciones, máquinas y mutación de escenas; otras, las heroicas, cuyos asuntos e interlocutores son de alta clase; y otras, las que llamamos de capa y espada, en las que intervienen caballeros y damas, o personas inferiores, en su traje regular, que entonces era la capa y la espada de golilla en los hombres, sin decoración ni mudanza de escena.

En las dos primeras clases siguió, como todos, el rumbo de Lope, aunque con alguna más nobleza y regularidad; pero en las de capa y espada no sé que tuviera modelo. La invención, formación y solución del enredo complicadísimo; las discreciones, las agudezas, las galanterías, los enamoramientos repentinos, las rondas, las entradas clandestinas y los escalamientos de casas; el punto de honor, las espadas en mano, el duelo por cualquier cosa y el matarse un caballero por castigar en otro lo que él mismo ejecutaba; las damas altivas, y al mismo tiempo fáciles y prontas a burlar a sus padres y hermanos, escondiendo a sus galanes aun en sus mismos retretes; las citas nocturnas a rejas o jardines; los criados pícaros, las criadas doctas en todo género de tercería, por cuya razón hacen siempre parte principal de la trama; y en fin, la pintura exagerada de los galanteos de aquel tiempo y los lances a que daban motivo, todo era suyo. Digo exagerada, pues no creo fuesen tales como él los pinta; y si lo eran, tienen poca razón los que envidian el recato de aquellas damas cuyas liviandades quedaban siempre premiadas y airosas.

Prescindiendo de lo perteneciente a la moral, que con razón le han censurado muchos, por lo que mira al arte, no se puede negar que, sin sujetarse Calderón a las justas reglas de los antiguos, hay en algunas de sus comedias el arte primero de todos, que es el de interesar a los espectadores o lectores, y llevarlos de escena en escena, no sólo sin fastidio, sino con ansia de ver el fin; circunstancia esencialísima, de que no se pueden gloriar muchos poetas de otras naciones, grandes observadores de las reglas. Algunos le tachan de poca variedad en los asuntos y caracteres, diciendo que el que haya visto lo que hacen y dicen el don Pedro y la doña Juana de una comedia, puede figurarse lo que harán y dirán el don Enrique y doña Elvira de otra. No es mal fundada esta crítica; pero a quien tiene las calidades superiores de Calderón, y el encanto de su estilo, se le suplen muchas faltas, y aun suelen llegar a calificarse de primores; hasta que viene otro, que igualándole en virtudes, carezca de sus vicios. Como éste no se ha dejado ver todavía entre nosotros, conserva Calderón casi todo su primitivo aplauso: sirvió y sirve de modelo; y son sus comedias el caudal más redituable de nuestros teatros.

Al mismo tiempo que Calderón, escribieron otros poetas cómicos que si bien no se le igualaron, algunos le siguieron bastante de cerca. Los que dejaron más nombre son don Agustín Moreto, don Francisco de Rojas, don Antonio de Mendoza, don Luis Vélez de Guevara, Luis de Belmonte, el licenciado Lobera, don Juan de Zabaleta, Jerónimo Cancer, don Pedro Rosete, don Diego Jiménez de Enciso y don Juan do Matos Fragoso; entre los cuales se distinguen Moreto y Rojas, conservando casi la misma reputación que lograron en su edad.

Era Moreto hombre de entendimiento despejado y de imaginación viva y fecunda. En sus obras hay de todo; pero se ve que cuando en su estilo natural, y dejándose de culturas, quiso seguir el rumbo de la buena comedia, sabía elegir los asuntos, urdir las fábulas con claridad, amenizarlas con incidentes inesperados, variar los caracteres y afectos, y pintarlos con expresión, como lo hizo en El desdén con el desdén, La tía y la sobrina y otras. Generalmente, era salado y chistoso; pero le sucedía lo que a casi todos los decidores, que por quererlo ser siempre, dicen muchas impertinencias y no pocas libertades. Había hecho colección de las farsas antiguas, y sabiendo discernir lo gracioso de lo trivial, tomaba de ellas la idea y bosquejo de algunas escenas y lances que en él se alaban, ejemplo que podrán seguir nuestros poetas dramáticos, cuando los haya tan ingeniosos, observadores y festivos como era Moreto, aprovechándose de las preciosidades que hallarán confundidas entre la broza de nuestras innumerables comedias.

Don Francisco de Rojas se parecía mucho a Moreto, y no sé si diga que su locución es más dulce, se entiende en las comedias de capa y espada y en las de Abre el ojo y Entre bobos anda el juego, que podremos llamar de carácter; pues en las heroicas, queriendo parecer sublime, delira, como en Los áspides de Cleopatra, y cuando dijo en Los celos de Radamonte:


    Precipitaba Faetón su coche,
sustituta del día era la noche
acechándole al Sol los pasos de oro,
mucho más de codicia que decoro;
y las aguas del lago proceloso,
viendo morir a Febo luminoso,
se apartaban a ver que descendía,
pensando que sobre ellas se caía,
cuando tu embajador llegó a mi puerto.



En el prólogo al tomo segundo de sus comedias se queja de que los impresores, que se las publicaban furtivamente, suprimían más de la tercera parte. He cotejado la de Los trabajos de Tobías, y es cierto que en la que se vende suelta omitieron mucho. Toda es un desatino; pero con particularidad lo que se omite. Lejos de agravio, le hicieron favor; y admiro cómo pudo un hombre de entendimiento quejarse de la supresión de versos parecidos a los que he copiado. Esto sólo bastaría para conocer hasta dónde llegó la depravación del gusto.

Dudo se halle poeta cómico de aquel tiempo que no participe de esta jerigonza energúmena, mucho menos tolerable en los dramas que en ninguna otra especie de composición. Habiendo ellos mismos estragado el gusto de la multitud, al fin se veían casi obligados a escribir así para agradarla; y como los malos hábitos tienen larga y difícil enmienda, todavía, por desgracia, logran entre muchos aceptación estas fatuidades. Don Diego Jiménez de Enciso llenó de ellas su comedia de Engañar para reinar, y es notable que lo hizo conociendo el absurdo; pues puso en boca de un pastor:


    Hable en nuestra lengua, hermano,
............................................¡Que haya gentes
que sólo por decir algo
hablen lo que ellos no entienden!



Y también es de notar que este Enciso, en muchos versos de Los Médicis de Florencia, manifestó que en tiempo de critica y buen gusto los hubiera podido hacer nobles y elevados. Cito esta comedia sólo por el lenguaje; pues en lo demás no es menester en quien la lea un pudor muy asustadizo para que se escandalice.

Sin embargo, no se debe negar la palma en esta línea a don Juan de Matos Fragoso, de cuya pluma jamás se deslizó una expresión natural. Todo es adjetivo, hipérboles, comparacioncitas, claves, perlas... La comedia de El galán de su mujer tiene bastante buena intención, y no está mal ordenada; pero es fastidiosísima la impertinencia de muchos discursos prolijos y afectados.

Se ofreció por entonces ocasión de lucir aquel estilo de rosicleres en los dramas con música, que se representaban en palacio, adornados con toda la máquina y decoración teatral que nos vino de Florencia. La primera función de esta especie fue La selva sin amor, égloga de Lope de Vega, que se representó cantada a sus Majestades y Altezas antes del año 1630; cosa nueva en España, como dice el mismo Lope. Siguiéronse después otros dramas representados y cantados, conque el cardenal Infante don Fernando divertía a la corte en su casa de campo de la Zarzuela, a las cuales dieron nombre de zarzuelas por el sitio donde se empezaron a representar. Agradó mucho esta invención, que, perfeccionada por buenos poetas y buenos músicos, pudiera ser un equivalente de la ópera italiana y más adaptada que ella al genio y gusto de nuestros nacionales. Y como admitía grande aparato, tuvo frecuente uso en las celebridades y diversiones palaciegas desde entonces hasta principio de este siglo. Eran obras que se encargaban por la corte a los poetas más estimados, como Calderón y, después de él, don Agustín de Salazar, don Francisco Bances Candamo y otros. Los asuntos se tomaban comúnmente de la mitología; y como el principal fin era entretener la vista con máquinas, tramoyas y apariencias, y ejercitar el oído con estrépito, clausulones, conceptos y tiquismiquis, se deja conocer cuán insensatas serán estas composiciones, aunque tengan sembrados algunos buenos versos.

Desde que faltó Calderón y fueron faltando sus auxiliadores, calmó la que podemos llamar avenida de poetas dramáticos; pues aunque hubo bastantes hasta el fin del siglo, no con la abundancia que en tiempo de Felipe IV. Exceptuando pocos, los demás eran meros imitadores; y aun los que se dieron a escribir comedias de guapos, temerones y contrabandistas, hallaron que imitar en algunas de Lope y de Moreto. Causa admiración la tolerancia o descuido del gobierno en un punto tan esencial como el de los teatros, pues permitió y aun permite ahora, se representen al ínfimo vulgo como heroicidades los delitos atroces, el atropellamiento del buen orden público, el vilipendio de la justicia, las deshonestidades, los hechos y dichos de gente desalmada y perdida; al ínfimo vulgo, digo, que aplaude todo lo que es licencia, y viendo el buen éxito de la que llaman vida airada, acaso le sirve de incentivo para imitación.

Pero en cambio de esto, se hicieron desde entonces más frecuentes las que propiamente son comedias, esto es, las que llaman de figurón, porque pintan y ridiculizan los vicios o sandeces de alguna persona extravagante. Moreto había dado el ejemplo en La tía y la sobrina, y Rojas en Don Lucas del Cigarral. Hizo después don Juan de la Hoz El castigo y la miseria, cuyo asunto finaliza en la segunda jornada, siendo la tercera una fría y ociosa añadidura, que sin duda puso por guardar la costumbre de que fuesen tres. El culto y elegante don Antonio de Solis escribió la de Un bobo hace ciento. Don Antonio de Zamora, que vivió hasta entrado este siglo, manifestó en su Hechizado por fuerza, que el estilo afectado que usó en otras composiciones no era propio suyo, sino de su edad. Por último, Don José de Cañizares, casi contemporáneo nuestro, hizo El dómine Lucas y otras comedias de carácter, que le dieron reputación. No diré que en estas comedias falte que corregir, ni que contienen todas las circunstancias constitutivas de la perfección; pero van camino de ella, y tienen mucho de lo que llamaban los antiguos vis cómica. El aplauso que lograron cuando nuevas, falsificó la máxima de Lope:


    El vulgo es necio, y pues lo paga, es justo
hablarle en necio para darle gusto.



Máxima absurdísima, que haciendo poco favor al juicio de Lope, incluye esta otra: El vulgo es inclinado al desorden, luego es justo fomentar el desorden para tenerle contento. Aquel vulgo tan desacreditado celebró estas comedias cuando nuevas, acaso más que las de Lope en su tiempo; con la notable diferencia de que no han envejecido, pues sin embargo de tantas repeticiones, gustan siempre que hay comediantes que las sepan hacer; y las de Lope, no bien salían al teatro, cuando eran menester otras, so pena de cerrarle. Con Cañizares desaparecieron nuestros poetas cómicos; pues desde que él faltó, no conozco alguno que merezca nombrarse.

Esta es en suma la historia de nuestra poesía dramática popular. No me he detenido a caracterizar más individualmente los autores y las obras, porque para mi Poética basta lo dicho; y lo demás es asunto propio de algún literato que se empeñe en tratar de propósito, a fondo y con buen juicio, la historia de nuestra poesía, especialmente de la dramática. En ella observaré que se pueden asignar cuatro épocas notables:

Primera, la de aquellas antiguas canciones villanescas y diálogos que en el siglo XIV y anteriores se cantaban y representaban por los mismos poetas, o por juglares. Duró todo el siglo XV y algo más.

Segunda, la de las escenas pastoriles y coloquios, en que se señaló Lope de Rueda, y duró hasta mediado el siglo XVI.

Tercera, la de las farsas, ya más extendidas y mejoradas en el asunto, personas y aparato, a que dio principio Naharro el natural de Toledo que tuvo por sucesores, en la composición de dramas, a Juan de la Cueva, a Cervantes y otros, continuando la misma época hasta fin del siglo.

Y cuarta, la que empezó a principio del siglo XVII con Lope de Vega; y llegando después al mayor auge y casi a la perfección de que era capaz aquel género de comedias en el célebre don Pedro Calderón, prosiguió con decadencia desde entonces hasta nuestros días.

Ahora falta decir algo de la otra clase de poesía dramática, que al principio de este capítulo llamé erudita, y comprende las tragedias que se han escrito en España imitando las de los antiguos, o con la mira de observar sus principales reglas. Se pudiera llamar esta clase dramática nueva, para distinguirla de la vieja, que, como se ha visto, no tuvo otro origen que los juegos de escarnio y las escenas pastoriles; no porque sean nuevas las reglas de Aristóteles y Horacio, sino porque la introducción de éstas en España fue posterior a aquellos dramas imperfectos.

Pero llámese como se quiera, lo que no tiene duda es que en tiempo de los Reyes Católicos y de Carlos V, muchos Españoles viajaron por Italia y otras provincias de Europa, trataron a los sabios de ellas, aprendieron sus lenguas y las de los antiguos, especialmente la latina y la griega, conocieron y leyeron sus mejores obras, sus buenos poetas, y sus críticos; y volvieron a España provistos de lo mejor que habían observado en todas partes. La instrucción y el gusto que trajeron se difundió por la península; y de aquí provino la copia de hombres grandes que tuvimos en todo el siglo XVI. Antes de entonces dudo yo se conociese entre nosotros aun el nombre de tragedia, y mucho menos las Poéticas de Aristóteles y Horacio, ni regla alguna de poesía dramática; pero muy pronto se llegaron a conocer, no por los que escribían para dar sus composiciones a las compañías cómicas, que por lo común eran ignorantes y no pensaban en más reglas que la de sacar el dinero al vulgo, haciéndole reír, o entreteniéndole con necedades; sino por los hombres de erudición y buen gusto.

El primero en quien yo hallo distinguida en algún modo la esencia y objeto de la tragedia y comedia es don Pedro de Villegas, en el prólogo a su traducción de la Comedia del Dante impresa año de 1515, donde dice: «La comedia empieza en turbado y atribulado principio, y acaba en alegre y gracioso fin... La tragedia, por el contrario, empieza en gracioso y pacífico principio, y acaba en muerte y graves discordias».

Poco después, por los años de 1530, el maestro Fernán Pérez de Oliva quiso dar a conocer la tragedia griega, y escribió en prosa la Venganza de Agamenón y Hécuba triste, tomando por dechado la Electra de Sófocles, y la Hécuba de Eurípides. Estas dos obras no se pueden llamar traducción, ni aun imitación; pues sin embargo de que en lo general de las fábulas sigue Oliva a los originales, en lo particular los varía casi enteramente, apartándose de ellos en las acciones y en los discursos, y substituyendo los suyos propios a los de ambos poetas griegos. Su inclinación, sin duda, le llevaba a comparecer antes orador que poeta dramático; pues a cada instante suprime el diálogo por alargar el razonamiento; y así disminuye el movimiento y calor de la acción que hay en Sófocles y Eurípides. Hubiera acertado en seguirlos y traducirlos enteramente; pero tales como son estas tragedias, no sé yo dónde había en aquel tiempo otras dos iguales en lo elevado, vehemente y patético de la expresión. No las hizo para el teatro, ni las hubieran sabido representar los farsantes de su tiempo, hechos a patanerías y bufonadas; sino para leídas; y yo he visto que bien leída la Venganza de Agamenón en una concurrencia, causó extraordinaria conmoción en los oyentes.

A estas dos tragedias que Oliva tomó de los griegos se siguieron otras dos originales de asunto español, Nise lastimosa y Nise laureada, que se publicaron año 1577, siendo el argumento de la primera la muerte dada a doña Inés de Castro, y el de la segunda la venganza que su amante o esposo, don Pedro, infante heredero de Portugal, tomó, después de reinar, de los que fueron en consejo de la muerte de la hermosa Inés. Se conoce que su autor Jerónimo Bermúdez había leído los trágicos griegos, y que intentó imitarlos; pero estaba muy a los principios la restauración del arte para que lo pudiese conseguir. Aunque su estilo en lo general es puro y noble, redunda en palabras y en razonamientos ociosos; y las acciones, por demasiado sencillas, apenas tienen artificio. La Nise laureada es horrible, y de aquellas que más quebrantan el juicioso precepto de Horacio:


    Nec pueros coram populo Medea trucidet;
aut humana palam coquat exta nefarius Atreus.



Pero en la Nise lastimosa hay algunas escenas, como todas las del acto tercero, y la primera del cuarto, tan tiernas y expresivas, que aun ahora creo yo harían grande efecto bien representadas en el teatro.

No hablaré de otras tragedias que después se escribieron; pues para noticia basta la que nos dio don Agustín de Montiano en el Discurso que precede a su Virginia. Las de Cueva, Virués, Lope de Vega, y otras que he leído, sólo tienen de tragedias el nombre, los asuntos y el finalizar en muertes y desdichas; pues en su constitución se diferencian poco de los dramas que los mismos autores llamaron comedias. Después de Lope, los poetas que se siguieron en todo el siglo pasado ni aun el nombre de tragedia dieron a ninguna de sus composiciones, aunque la acción principal fuese muy trágica, como en el Tetrarca de Jerusalén de Calderón. En este siglo publicó una don Tomás de Añorbe que no merece mencionarse. Don Agustín de Montiano ha tenido el loable intento de despertar a la nación e inclinarla al buen gusto con sus dos tragedias Virginia y Ataúlfo: y con el mismo fin se han hecho algunas traducciones del francés, dignas de particular aprecio, como la del Cinna de Corneille por el marqués de San Juan; y con más razón, la del Británico de Racine, en que don Juan Trigueros se igualó cuanto podía esperarse de la prosa a la pureza y energía del original; y la Atalía por don Eugenio de Llaguno, cuya versificación no desaprobaría el Eurípides de la Francia, sí se viese trasladado en ella.

Dije que haría mención de otra clase de dramas en prosa que a fines del siglo XV y principios del XVI se escribieron para leídos y no para representados; y lo ejecutaré brevemente; porque no siendo dramas teatrales, sino una especie de novelas en acción, no pertenecen a mi instituto. La primera, y más célebre, es la Tragicomedia de Calisto y Melibea, por otro nombre la Celestina. El que la empezó hizo sólo el primer acto; y habiéndola concluido el bachiller Fernando de Rojas, dice en el prólogo que unos atribuyen el primer acto a Juan de Mena, y otros a Rodrigo Cota, ciudadano de Toledo, que vivió en tiempo de los Reyes Católicos. Después se escribieron y publicaron la Segunda Celestina, en que se trata de los amores de un caballero llamado Felides y de una doncella de clara sangre llamada Polandria, su autor Feliciano de Silva; la tragedia de Lisandro y Rosalia, llamada Elicia por otro nombre Tercera Celestina; la tragedia llamada Policiana, en la cual se tratan los muy desdichados amores de Policiano y Filomena; la Comedia selvagia, en que se introducen los amores de un caballero llamado Selvago, con una ilustre dama dicha Isabela, efectuados por Dolosina, alcahueta famosa, compuesta por Alonso de Villegas; la Comedia llamada Florinea, que trata de los amores del buen duque Floriano con la linda y muy casta y generosa Belisea; y creo habrá otras que no he visto. La Celestina se imprimió muchas veces dentro y fuera del reino, y sin embargo es rara; las demás, que se han impreso menos veces, o una sola, rarísimas; y conviene lo sean todas, porque su misma pureza de estilo, facilidad del diálogo y expresión demasiado viva de las pasiones de los enamorados y de las artes de rufianes y alcahuetas, hacen sumamente peligrosa su lectura.

Reflexionando ahora sin preocupación el principio, progreso y estado actual de la poesía dramática entre nosotros, y sus dos clases, que yo distingo en antigua y moderna, se verá que la antigua es la que únicamente ha tenido séquito en España; y que la moderna, esto es, la que se funda en las reglas que nos dejaron Aristóteles y Horacio, no ha sido recibida ni practicada en nuestros teatros, aunque algunos nacionales hayan escrito sobre sus reglas, insinuado o aprobado algunos de sus preceptos, escrito algunas tragedias o comedias con intención de observarlos y hecho críticas juiciosas o sátiras del desarreglo general. Cuatro o cinco tragedias que jamás se representaron, aun cuando fuesen perfectas, y otras muchas que solamente lo son en el título, no bastarán para que tengamos esta clase de poesía por connaturalizada entre nosotros en ningún tiempo. Ni me inclina a creer otra cosa la noticia o conjetura sacada del Pinciano, de que en los teatros se representaban en su tiempo tragedias; pues serían algunas de aquellas a quienes se daba este nombre sin merecerle. ¿Dónde están, pregunto yo, esas tragedias que puedan llamarse tales? ¿Quién las ha visto? Si hubiesen sido tan comunes como se quiere suponer, sin duda se hubieran conservado algunas impresas o manuscritas, como se conservan las que mencionó don Agustín de Montiano. Además que hay un testimonio de aquel tiempo muy contrario a esta conjetura, que es Francisco de Cascales en sus Tablas Poéticas, dadas a luz el año 1617. El cual, en la tercera, pone en boca de Pierio esta pregunta: «Ágora se me ha venido al pensamiento, no sé si es muy a propósito, cómo en España no se representan tragedias. ¿Es por ventura porque tratan de cosas tristes, y somos inclinados a cosas alegres?».

Esta pregunta encierra una positiva negación de que se representasen en tiempo de Cascales, ni antes de él; no teniendo por tragedias los dramas taraceados de serio y jocoso, en que la parte trágica se confundía entre lo que aun seria chabacano para los entremeses. Siendo Cascales tan maestro en la facultad, me hace gran fuerza su pregunta, y me confirma en la opinión de que en España no ha sido jamás recibida ni practicada en los teatros la nueva poesía dramática según las reglas de Aristóteles y Horacio; y de que siempre ha dominado la antigua, que, como hemos visto, empezó, cuando aún no se conocían tales reglas, por los diálogos y escenas pastoriles, y fue continuando y creciendo en asuntos mayores, ya cómicos, o ya mixtos de cómico y trágico, sin razón y sin arte, guiándose los poetas por su capricho, por la costumbre, por la imitación, o por el gusto de los autores de compañías cómicas que se las pagaban, los cuales jamás llevan otra mira que la de atraer al vulgo y sacarle el dinero.




ArribaAbajoCapítulo II

Sobre las reglas que se supone hay para nuestra poesía dramática


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Acabo de decir que nuestra poesía dramática no ha tenido reglas ni principios fijos que se puedan llamar tales; y no ignoro que muchos disentirán de mi opinión, como han disentido otros cuando en tiempos anteriores se ha hablado del mismo asunto; y aun habrá quien tenga por agravio de la nación el decir que sus poetas dramáticos han escrito sin arte; como si al arte no hubiese precedido siempre la falta de él en todas las naciones. Tiempo hubo en que los poetas griegos y latinos escribieron sin arte. La Italia, la Francia y otras naciones han tenido sus poetas dramáticos groseros y libres antes que los artificiosos, elegantes y arreglados. Pues ¿por qué se ha de extrañar haya sucedido lo mismo en España, mayormente si se considera que nuestra nación ha estado en continuas y crueles guerras por espacio de ochocientos años, ya con los moros, y ya con potencias circunvecinas o remotas desde el reinado de los Reyes Católicos? Las artes aman la paz y, al contrario, huyen del estruendo y tropel de la guerra y de la pobreza que suele originar.

Otros dicen que la poesía no necesita de reglas, sino de ingenio que sepa agradar y dar gusto. Los que así hablan y han hablado, no reparan en que cualquier que sea el fin de la poesía, y de las demás artes, sea sólo deleitar y dar gusto, sea deleitar y aprovechar a un mismo tiempo, u cualquier otro, para conseguirle, más proporción tendrá el que se guíe por principios y reglas, que el que ciegamente quiera lograr su fin sin los medios más propios para ello; y como estos medios son en todas las artes ciertos principios que el discurso y la experiencia hallaron, se sigue que para agradar y dar gusto son necesarias ciertas reglas. Y si no fuese así ¿para qué retórica, ni oratoria? ¿para qué reglas de arquitectura y pintura? ¿para qué maestros de cantar y bailar? ¿para qué aprendizaje de cualquier oficio?

Otros, al parecer más moderados, dicen que las reglas de Aristóteles se hicieron para los griegos, las de Horacio para los romanos; que las sigan enhorabuena los italianos, los franceses y otras naciones; pero que los españoles no estamos obligados a conformarnos con sus dictámenes, pues podemos tener, y con efecto tenemos, otras reglas para la poesía dramática, conformes a nuestro genio y a nuestras costumbres. No es nueva esta respuesta u oposición. Ya en tiempo de Francisco Cascales se daba la misma: y así, por excusar repeticiones, será mejor copiar aquí todo lo que a este propósito se dijo entonces, y lo que este docto y juicioso autor respondió.

Pierio, uno de los interlocutores, en la Tabla segunda, que trata de la fábula, dice: «Cosa es llegada a razón que, como habéis declarado, la fábula sea una, entera y de conveniente grandeza; mas también es grandiosísimo rigor éste, y creo que habrá pocos que le observen, y gustarán más de gobernarse por su buen natural que ponerse grillos tan fuertes a los pies, y esposas tan estrechas a las manos. Castalio: ¿Vos no sabéis, como todos afirman, que la naturaleza humana sin arte no puede hacer obra perfecta, Y si hay algunos que estudien en inventar nueva arte poética, me parece que van buscando frondosos árboles y verdes jardines en las arenas de Etiopía. Y ciertamente no es otra cosa esto que buscar ley en gente enemiga de la razón, y la verdad en la variedad, y en el error la certeza. Y si bien ésos, por mostrar que valen mucho con su ingenio y doctrina, pretenden introducir nueva poética en el mundo, al fin no serán de tanta autoridad que se deba creer antes a ellos que a Aristóteles y Horacio. Y si el arte enseñada de éstos viene bien con la homérica y virgiliana poesía, yo no veo por qué se haya de llamar una diversa de otra; porque la verdad una es, y lo que una vez es verdadero, conviene que lo sea siempre, y la diferencia de tiempo no lo muda; que aunque ellos tienen poder de mudar las costumbres y culto, de esta mutación no resulta que la verdad no se quede en su estado. Y así, la variedad de los tiempos, nacida después, no hará que en la poesía se deba tratar más que una hacienda entera y de justa grandeza, con la cual todo lo otro verisímilmente convenga. Después de eso, el arte, en cuanto puede, imita la naturaleza, y tanto hace bien su obra cuanto a ella se avecina; la cual siempre en cualquier género de cosas mira una regla con que se rige en el obrar, y a que como fin suyo lo endereza todo. Una también es la idea en que se imita cuanto obra la naturaleza, y una es la forma a que se atiende el arte en su magisterio. Una razón tuvo siempre la arquitectura, en que como norte suyo se guía, aunque muchas veces se haya variado el edificio. A una razón se atiene también la pintura, y cualquier arte que imite; y si bien ésta con el discurso del tiempo ha recibido alguna variedad, ésa no ha consistido en la propia esencia, sino en la cualidad accidental, o bien en el modo de imitar, o bien en los ornamentos. Ni porque la pintura antiguamente no tuvo más que el dibujo, y después adquirió los colores, las sombras y las luces, se mudó en ella jamás la imitación, de manera que no fuese, como siempre ha sido, una hacienda entera. Ni porque las poesías son diversas, pues vemos que una cosa es la épica, otra la escénica, y otra la mélica, y que tiene cada una su instrumento, su estilo, su forma, y su camino diferente, dejan de guardar la unidad que tratamos en la materia que emprenden. Ni porque la épica sea más grande y abrace más cosas, hemos de pensar que le fue lícito jamás apartarse de esta misma razón. Ni los gigantes en esto son diferentes de los enanos; que los unos y los otros tienen su esencial composición de miembros. ¿Y cuál arte, cuál ciencia, cuál disciplina se halla en que quien la profesa no procure seguir las pisadas de los antiguos? No la arquitectura, no la música, no la escultura, no la medicina, no la milicia. ¿Solamente la poesía presumirá en nuestros tiempos hacer lo que en ella fue siempre de los sabios vituperado? Así que en todo poema una sola principal acción perfecta y de conveniente grandeza emprenderse conviene; porque mirando todas las artes y todas las ciencias, no hallaréis obra escrita la cual tenga más de un sujeto adonde todo lo que se trata va derechamente encaminado.»

Así discurría y escribía Cascales más ha de siglo y medio contra los que se oponían a las reglas de Aristóteles y Horacio con pretexto de que no eran necesarias, o que ya teníamos en España otras reglas propias de nuestra poesía dramática. Del mismo modo, y con igual tesón se oponen otros en nuestro siglo, alegando casi las mismas razones contra las reglas del teatro; por lo que, despreciando yo la oposición de los que quieren haya buena poesía sin arte y dando por ahora de barato que tengamos reglas particulares para nuestro teatro, les preguntaré, ¿qué reglas son éstas? No sé lo que me responderán; pero respondiendo Yo por ellos, diré, que sólo conozco impreso el Arte nuevo de hacer comedias de Lope de Vega. Este escrito es breve, más famoso que conocido, pues se ha hecho muy raro113, como la mayor parte de las obras de Lope: por cuya razón, y porque hace mucho a mi intento, le copiaré aquí, para después reflexionarle.




Arte Nuevo de hacer comedias en este tiempo, dedicado a la Academia de Madrid


    Mándanme, ingenios nobles, flor de España,
(que en esta Junta y Academia insigne
en breve tiempo excederéis, no sólo
a las de Italia, que envidiando a Grecia
ilustró Cicerón del mismo nombre
junto al Averno lago, sino a Atenas,
adonde en su platónico Liceo
se vio tan alta junta de filósofos),
que un arte de comedias os escriba,
que al estilo del vulgo se reciba.
    Fácil parece este sujeto, y fácil
fuera para cualquiera de vosotros
que ha escrito menos de ellas, y más sabe
del arte de escribirlas, y de todo;
que lo que a mi me daña en esta parte
es haberlas escrito sin el arte.
    No porque yo ignorase los preceptos:
gracias a Dios que ya tirón gramático
pasé los libros que trataban desto
antes que hubiese visto al sol diez veces
discurrir desde el Aries a los Peces;
mas porque en fin hallé que las comedias
estaban en España en aquel tiempo,
no como sus primeros inventores
pensaron que en el mundo se escribieran,
mas como las trataron muchos bárbaros,
que enseñaron el valgo a sus rudezas:
y así se introdujeron, de tal modo
que quien con arte ahora las escribe
muere sin fama y galardón; que puede,
entre los que carecen de su lumbre,
más que razón y fuerza la costumbre.
    Verdad es que yo he escrito algunas veces
siguiendo el arte que conocen pocos;
mas luego que salir por otra parte
veo los monstruos de apariencias llenos,
adonde acude el vulgo y las mujeres
que este triste ejercicio canonizan,
a aquel hábito bárbaro me vuelvo;
y cuando he de escribir una comedia
encierro los preceptos con seis llaves,
saco a Terencio y Plauto de mi estudio
para que voces no me den, que suele
dar gritos la verdad en libros mudos;
y escribo por el arte que inventaron
los que el vulgar aplauso pretendieron
porque, como las paga el vulgo, es justo
hablarle en necio para darle gusto.
    Ya tiene la comedia verdadera
su fin propuesto, como todo género
de poema o poesis, y éste ha sido
imitar las acciones de los hombres,
y pintar de aquel siglo las costumbres.
También cualquiera imitación poética
se hace de tres cosas, que son plática,
verso dulce, armonía, o sea la música,
que en esto fue común con la tragedia;
solo diferenciándola en que trata
las acciones humildes y plebeyas,
y la tragedia las reales y altas.
Mirad si hay en las nuestras pocas faltas.
    Acto fueron llamadas, porque imitan
las vulgares acciones y negocios.
Lope de Rueda fue en España ejemplo
destos preceptos, y hoy se ven impresas
sus comedias de prosa, tan vulgares,
que introducen mecánicos oficios,
y el amor de una hija de un herrero
de donde se ha quedado la costumbre
de llamar entremeses las comedias
antiguas, donde está en su fuerza el arte,
siendo una acción, y entre plebeya gente;
porque entremés de rey jamás se ha visto,
y aquí se ve que el arte, por bajeza
de estilo, vino a estar en tal desprecio,
y el rey en la comedia para el necio.
   Aristóteles pinta en su Poética,
puesto que oscuramente en su principio,
la contienda de Atenas y Megara
sobre cual de ellas fue inventor primero:
los megarenses dicen que Epicarmo;
aunque Atenas quisiera que Magnetes.
Elio Donato dice que tuvieron
principio en los antiguos sacrificios:
da por autor de la tragedia a Tespis,
siguiendo a Horacio que lo mismo afirma,
como en las comedias a Aristófanes.
Homero a imitación de la comedia
la Odisea compuso; mas la Iliada
de la tragedia fue famoso ejemplo;
a cuya imitación llamé epopeya
a mi Jerusalén, y añadí «trágica»;
y así al Infierno, Purgatorio y Cielo
del célebre poeta Dante Alígero
llaman Comedia todos comúnmente,
y el Manetti en su prólogo lo siente.
    Ya todos saben que silencio tuvo,
por sospechosa, un tiempo la comedia,
y que de allí nació también la sátira,
que siendo más cruel cesó más presto,
y dio licencia a la comedia nueva.
Los coros fueron los primeros; luego
de las figuras se introdujo el número;
pero Menandro, a quien siguió Terencio,
por enfadosos despreció los coros.
Terencio fue más visto en los preceptos,
pues que jamás alzó el estilo cómico
a la grandeza trágica, que tantos
reprehendieron por vicioso en Plauto;
porque en esto Terencio fue más cauto.
    Por argumento la tragedia tiene
la historia, y la comedia el fingimiento,
por eso fue llamada planipedia
del argumento humilde, pues la hacía
sin coturno y teatro el recitante.
Hubo comedias paliatas, mimos,
togatas, atelanas, tabernarias;
que también eran como ahora varias.
    Con ática elegancia los de Atenas
reprehendían vicios y costumbres
con las comedias, y a los dos autores
del verso y de la acción daban sus premios.
Por eso Tulio las llamaba espejo
de las costumbres y una viva imagen
de la verdad: altísimo atributo,
en que corren parejas con la historia.
Mirad si es digna de corona y gloria.
    Pero ya me parece estáis diciendo,
que es traducir los libros y cansaros
pintaros esta máquina confusa.
Creed que ha sido fuerza que os trujese
a la memoria algunas cosas déstas,
porque veáis que me pedís que escriba
arte de hacer comedias en España,
donde cuanto se escribe es contra el arte;
y que decir cómo serán ahora
contra el antiguo, que en razón se funda,
es pedir parecer a nu experiencia,
no al arte; porque el arte verdad dice,
que el ignorante vulgo contradice.
    Si pedís arte, yo os suplico, ingenios,
que leáis al doctísimo Utinense
Robortelo, y veréis sobre Aristóteles,
y aparte en lo que escribe de comedias,
cuanto por muchos libros hay difuso;
que todo lo de ahora está confuso.
Si pedís parecer de los que agora
están en posesión, y que es forzoso
que el vulgo con sus leyes establezca
la vil quimera de este monstruo cómico,
diré el que tengo, y perdonad, pues debo
obedecer a quien mandarme puede;
que dorando el error del vulgo, quiero
deciros de qué modo las querría,
ya que seguir el arte no hay remedio,
en estos dos extremos dando un medio.
    Elíjase el sujeto, y no se mire
(perdonen los preceptos) si es de reyes;
aunque por esto entiendo que el prudente
Filipo, rey de España y señor nuestro,
en viendo un rey en ellos se enfadaba:
o fuese el ver que el arte contradice,
o que la autoridad real no debe
andar fingida entre la humilde plebe.
Esto es volver a la comedia antigua:
donde vemos que Plauto puso dioses,
como en su Anfitrión lo muestra Júpiter.
Sabe Dios que me pesa de aprobarlo,
porque Plutarco, hablando de Menandro,
no siente bien de la comedia antigua;
mas pues del arte vamos tan remotos,
y en España le hacemos mil agravios,
cierren los doctos esta vez los labios.
    Lo trágico y lo cómico mezclado,
y Terencio con Séneca, aunque sea
como otro Minotauro de Pasífae,
harán grave una parte, otra ridícula;
que aquesta variedad deleita mucho.
Buen ejemplo nos da naturaleza,
que por tal variedad tiene belleza.
Adviértase que solo este sujeto
tenga una acción, mirando que la fábula
de ninguna manera sea episódica,
quiero decir, inserta de otras cosas
que del primer intento se desvíen;
ni que de ellas se pueda quitar miembro
que del contexto no derribe el todo.
No hay que advertir que pase en el período
de un sol, aunque es consejo de Aristóteles;
porque ya le perdimos el respeto
cuando mezclamos la sentencia trágica
a la humildad de la bajeza cómica.
Pase en el menos tiempo que ser pueda,
si no es cuando el poeta escriba historia
en que hayan de pasar algunos años;
que estos podrá poner en las distancias
de los dos actos, o si fuere fuerza
hacer algún camino una figura:
cosa que tanto ofende a quién lo entiende;
pero no vaya a verlas quien se ofende.
    ¡O cuántos de este tiempo se hacen cruces
de ver que han de pasar años en cosa
que un día artificial tuvo de término;
que aun no quisieron darle el matemático!
porque considerando que la cólera
de un español sentado no se templa
si no le representan en dos horas
hasta el final juicio desde el Génesis,
yo hallo que si allí se ha de dar gusto,
con lo que se consigue es lo más justo.
    El sujeto elegido escriba en prosa,
y en tres actos de tiempo le reparta,
procurando, si puede, en cada uno
no interrumpir el término del día.
El capitán Virués, insigne ingenio,
puso en tres actos la comedia, que antes
andaba en cuatro como pies de niño:
que eran entonces niñas las comedias;
y yo las escribí de once y doce años
de a cuatro actos y de a cuatro pliegos,
porque cada acto un pliego contenía;
y era que entonces en las tres distancias
se hacían tres pequeños entremeses,
y ahora apenas uno, y luego un baile,
aunque el baile lo es tanto en la comedia,
que le aprueba Aristóteles, y tratan
Ateneo, Platón, y Jenofonte,
puesto que reprehende el deshonesto;
y por esto se enfada de Calípides,
con que parece imita el coro antiguo.
Dividido en dos partes el asunto,
ponga la conexión desde el principio,
hasta que vaya declinando el paso;
pero la solución no la permita
hasta que llegue la postrera escena;
porque en sabiendo el vulgo el fin que tiene,
vuelve el rostro a la puerta, y las espaldas
al que esperó tres horas cara a cara;
que no hay más que saber que en lo que para.
    Quede muy pocas veces el teatro
sin persona que hable, porque el vulgo
en aquellas distancias se inquieta,
y gran rato la fábula se alarga;
que fuera de ser esto un grande vicio,
aumenta mayor gracia y artificio.
    Comience, pues, y con lenguaje casto
no gaste pensamientos ni conceptos
en las cosas domésticas, que sólo
ha de imitar de dos o tres la plática.
Mas cuando la persona que introduce
persuade, aconseja o disuade,
allí ha de haber sentencias y conceptos,
porque se imite la verdad sin duda;
pues habla un hombre en diferente estilo
del que tiene vulgar cuando aconseja,
persuade, o aparta alguna cosa.
Dionos ejemplo Arístides retórico,
porque quiere que el cómico lenguaje
sea puro, claro, fácil, y aun añade
que se tome de uso de la gente,
haciendo diferencia al que es político;
porque serán entonces las dicciones
espléndidas, sonoras y adornadas.
No traya la escritura, ni el lenguaje
ofenda con vocablos exquisitos;
porque si ha de imitar a los que hablan,
no ha de ser por pancayas, por metauros,
hipogrifos, semones, y centauros.
    Si hablare el rey, imite cuanto pueda
la gravedad real; si el viejo hablare,
procure una modestia sentenciosa.
Describa los amantes con afectos
que muevan con extremo a quien escucha.
Los soliloquios pinte de manera,
que se transforme todo el recitante,
y con mudarse a sí, mude al oyente.
Pregúntese y respóndase a sí mismo;
y si formare quejas, siempre guarde
el debido decoro a las mujeres.
Las damas no desdigan de su nombre;
y si mudaren traje, sea de modo
que pueda perdonarse; porque suele
el disfraz varonil agradar mucho.
Guárdense de imposibles, porque es máxima
que solo ha de imitar lo verisímil.
El lacayo no trate cosas altas,
ni diga los conceptos que hemos visto
en algunas comedias extranjeras.
Y de ninguna suerte la figura
se contradiga en lo que tiene dicho;
quiero decir, se olvide, como en Sófocles
se reprehende no acordarse Edipo
del haber muerto por su mano a Layo.
Remátense las escenas con sentencia,
con donaire, con versos elegantes,
de suerte que al entrarse el que recita
no deje con disgusto al auditorio.
En el acto primero ponga el caso,
en el segundo enlace los sucesos,
de suerte que hasta medio del tercero
apenas juzgue nadie en lo que para.
Engañe siempre el gusto, y donde vea
que se deja entender alguna cosa,
dé muy lejos de aquello que promete.
Acomode los versos con prudencia
a los sujetos de que va tratando.
Las décimas son buenas para quejas;
el soneto está bien en los que aguardan;
las relaciones piden los romances,
aunque en octavas lucen por extremo;
son los tercetos para cosas graves;
y para las de amor las redondillas.
Las figuras retóricas importan,
como repetición o anadiplosis;
y en el principio de los mismos versos
aquellas relaciones de la anáfora,
las ironías y adubitaciones,
apóstrofes también y exclamaciones.
    El engañar con la verdad es cosa
que ha parecido bien, como lo usaba
en todas sus comedias Miguel Sánchez,
digna por la invención de esta memoria.
Siempre el hablar equívoco ha tenido
y aquella incertidumbre amfibológica
gran lugar en el vulgo, porque piensa
que él solo entiende lo que el otro dice.
Los casos de la honra son mejores,
porque mueven con fuerza a toda gente;
con ellos las acciones virtuosas,
que la virtud es dondequiera amada;
pues que vemos, si acaso un recitante
hace un traidor, es tan odioso a todos,
que lo que va a comprar no se le vende,
y huye el vulgo dél cuando le encuentra;
y si es leal, le presentan y convidan,
y hasta los principales le honran y aman,
le buscan, le regalan y le aclaman.
    Tenga cada acto cuatro pliegos solos;
que doce están medidos con el tiempo
y la paciencia del que está escuchando.
En la parte satírica no sea
claro ni descubierto; pues que sabe
que por ley se vedaron las comedias
por esta causa en Grecia y en Italia.
Pique sin odio; que si acaso infama,
ni espere aplauso, ni pretenda fama.
    Estos podéis tener por aforismos
los que del arte no tratáis antiguo,
que no da más lugar ahora el tiempo;
pues lo que les compete a los tres géneros
del aparato que Vitruvio dice,
toca al autor, como Valerio Máximo,
Pedro Crinito, Horacio en sus epístolas,
y otros los pintan con sus tiempos y árboles,
cabañas, casas y fingidos mármoles.
    Los trajes, nos dijera Julio Pólux,
si fuera necesario, que en España
es de las cosas bárbaras que tiene
la comedia presente recibidas,
sacar un turco un cuello de cristiano,
y calzas atacadas un romano.
    Mas ninguno de todos llamar puedo
más bárbaro que yo, pues contra el arte
me atrevo a dar preceptos, y me dejo
llevar de la vulgar corriente adonde
me llamen ignorante Italia y Francia.
Pero ¿qué puedo hacer si tengo escritas,
con una que he acabado esta semana,
cuatrocientas y ochenta y tres comedias,
porque, fuera de seis, las demás todas
pecaron contra el arte gravemente?
Sustento en fin lo que escribí, y conozco
que aunque fueran mejor de otra manera,
no tuvieran el gusto que han tenido;
porque a veces lo que es contra lo justo
por la misma razón deleita al gusto.



Este es el Arte famoso de Lope de Vega, del cual hablan muchos, siendo así que le han considerado poquísimos. Dejando aparte la negligencia y poca lima con que está escrito y la cantidad de malos versos que tiene, él solo basta para convencer aun a sus mismos secuaces del desorden y extravagancia de nuestro teatro. Pues ¿qué más claro pudo hablar Lope en abono de las reglas aristotélicas, y contra los errores comunes de nuestros dramas? Se ve con evidencia que este autor, habiendo empezado a escribir comedias muy joven, y aun niño, pues dice que las escribía de once o doce años, y a tiempo que el teatro español estaba dominado de la ignorancia vulgar, sin reglas ni concierto, siguió el camino que halló ya trillado; y que después con la edad y con el estudio y conocimiento de buenos libros abrió los ojos, y notó los absurdos de sus comedias y de las ajenas, pero pareciéndole cosa muy dura confesar sencillamente que no debía usarse el género que había despachado, se contentó con publicar y confesar las irregularidades, alegando al mismo tiempo algunas débiles excusas a su favor, como en estos últimos versos:


    Mas ninguno de todos llamar puedo
Mas bárbaro que yo, etc.



En fin, el Arte mismo de Lope es el más abonado testigo en favor de la buena poética, y una solemne condenación de la antigua dramática de España. Y aquí no dejaré de hacerle nuevamente justicia declarando segunda vez a favor de la verdad lo que en otro tiempo, por no tener bien averiguada la historia de nuestra poesía, dije sin la debida distinción. Lope de Vega no fue el corruptor de nuestro teatro. Este jamás tuvo reglas, ni obras que se debiesen tener por arregladas, y así ¿cómo pudo Lope corromper ni desarreglar lo que nunca estuvo ordenado ni arreglado? Nuestras comedias, como se ha visto y repito, nacieron sin arte. Lope no hizo más que llevar adelante y afirmar el desorden que halló establecido:


    No porque yo ignorase tos preceptos:
gracias a Dios que ya tirón gramático
pasé los libros que trataban desto
antes que hubiese visto al sol diez veces
discurrir desde el Aries a los Peces:
mas porque en fin hallé que las comedias
estaban en España en aquel tiempo,
no como sus primeros inventores
pensaron que en el mundo se escribieran;
mas como las trataron muchos bárbaros,
que enseñaron el vulgo a sus rudezas:
Y así se introdujeron de tal modo
que quien con arte ahora las escribe
muere sin fama y galardón; que puede,
entre los que carecen de lumbre,
más que razón y fuerza la costumbre.



Veamos ahora brevemente qué preceptos, qué reglas nuevas da Lope para el teatro español diversas de las de Aristóteles. A la verdad son muy pocas, y apoyadas en razones bien frívolas. Dejando a un lado todo lo que dice perteneciente al sistema y reglas de Aristóteles y entresacando sólo aquello que es propio del nuevo, se reduce a lo siguiente:

El Poeta elija con entera libertad el asunto que quisiere, sea de historia o de fábula, sea de reyes o de gente plebeya, y mezcle lo trágico y lo cómico, a Terencio con Séneca, aunque esto sea componer un monstruo, como otro Minotauro de Pasífae, y no una comedia. La razón de esta nueva regla es que esta variedad con que se hace una parte grave y otra ridícula, deleita mucho.

No tiene que observar el poeta la unidad de tiempo ni de lugar. En cuanto al tiempo advierte que si es menester que por la comedia pasen años, se pongan éstos en las distancias de los dos actos. Y aunque esto de pasar años por la comedia, y de hacer caminos sus personajes mudándose de un lugar a otro, es cosa que ofende a todo hombre que discurre y entiende como racional, y aunque Aristóteles, dando preceptos a poetas racionales, aconsejó lo contrario, con todo eso halla una razón muy fuerte contra tales unidades, y es que ya perdimos el respeto a Aristóteles y a sus consejos y razones cuando mezclamos lo trágico con lo cómico. La mejor salida a todos los argumentos es, que no vaya a ver estas comedias quien se ofende de sus impropiedades y disparates. Y finalmente, la última y más poderosa razón para no observar unidad de tiempo ni de lugar es porque


...............................................la cólera
de un español sentado no se templa
si no le representan en dos horas
hasta el final juicio desde el Génesis.



Y así es preciso que el poeta cómico dé gusto a esta cólera, aunque atropelle por todo.

Las demás reglas giran sobre puntos menos esenciales, y la mayor parte convienen con el sistema aristotélico; como son, que el asunto tenga una acción, y la fábula no sea episódica; que el lenguaje sea puro y familiar; que se levante el estilo cuando la persona persuade, aconseja, o disuade; que la solución se guarde para la postrera escena; que no se deje solo el teatro, sino lo menos que se pueda; que se imite solamente lo verosímil, y se guarde el poeta de imposibles; que se observe el decoro de las personas, y el viejo hable como viejo, y el lacayo como lacayo. No se contradiga la persona, ni se olvide de lo que dijo. Remátense las escenas con gracia y con versos elegantes. Póngase en el acto primero el caso; en el segundo, hasta la mitad del tercero, el enredo. El aparato toca al autor; y en cuanto a los trajes, parece deseaba Lope la propiedad confesando cuán absurdo era


sacar un turco un cuello de cristiano,
y calzas atacadas un romano.



Estas observaciones son comunes al Arte de Lope y al aristotélico; y así no me detendré en ellas, y pasaré a las que particularmente pertenecen al Arte nuevo.

Los versos se han de acomodar con prudencia a los asuntos. Las décimas son buenas para quejas; los sonetos para soliloquios de las personas que aguardan; los romances para relaciones, aunque mucho mejores las octavas; los tercetos para cosas graves; las redondillas para afectos de amor. No puedo comprehender, cómo se componen estos sonetos, décimas, octavas, tercetos, y redondillas con la verisimilitud que el mismo Lope encarga al poeta; porque ciertamente no parece verisímil que las personas de la comedia se expliquen en versos tan artificiosos; ni con ellos se imita bien la plática, esto es, la conversación familiar de dos o tres personas. Ni acabo de penetrar la razón porque las décimas son buenas para quejas, las octavas para narraciones, y los tercetos para cosas graves; porque como en las quejas puede haber cosas graves y narraciones, y en las narraciones puede haber quejas, y en las cosas de amor puede haber de todo, nace de aquí una confusión de razones que se destruyen unas a otras.

Después de esto encarga Lope el uso de las figuras retóricas y de los equívocos; por los cuales alaba particularmente las comedias de Miguel Sánchez. Prosigue aconsejando que el poeta se valga de los casos de honra, y de las acciones virtuosas, porque uno y otro mueve y agrada. Concluye señalando la cantidad de la comedia, que ha de ser de doce pliegos, cuatro por jornada. Y previene que la sátira cómica no sea clara y descubierta.

A esto se reduce el célebre Arte nuevo de Lope de Vega, que ha servido y sirve de pauta a nuestros poetas cómicos y a nuestro teatro. No ha sido ni es mi intento escribir una poética ajustada a este Arte; sino conforme al que nos dejaron Aristóteles y Horacio y siguieron después, y siguen todas las naciones cultas en la teórica y en la práctica, y que han procurado introducir y promover en nuestro teatro muchos doctísimos españoles, con los cuales quiero más errar, que acertar con el vulgo. No me detendré en examinar más menudamente este Arte de Lope, ni en cotejar una a una sus reglas con las de Aristóteles y de otros que voy a proponer y explicar. Ellas mismas se distinguen con tan evidente diferencia, que será bien ciego, o muy apasionado, el que no conozca y confiese la solidez, la racionalidad, la congruencia, y simetría con que arreglaron los antiguos sus principios; y la irregularidad y extravagancia de los que han seguido ciegamente el vulgo en nuestros teatros. Libre será a cualquier poeta componer sus comedias según el sistema que más se acomodare a su discurso, a su capricho, o al paladar del vulgo; pero en todos tiempos habrá entendimientos instruidos y superiores al vulgo, que harán justicia a lo que se funda en razón, y no lo confundirán con lo que merece desprecio.




ArribaAbajoCapítulo I [III]

Del origen, progresos y definición de la tragedia


Hasta aquí hemos tratado de la poesía en general; ahora discurriremos distintamente de las principales especies de la poesía, que además de las reglas generales tienen otras aparte, propias de cada una. Los tres modos diversos con que el poeta imita dieron motivo a la división de la poesía en dramática, épica y lírica o mélica. Imita pues el poeta, o escondiendo enteramente su persona e introduciendo siempre otras que hablen y obren, y esta diferencia constituye la poesía dramática o representativa; o imita en parte narrando él mismo y en parte introduciendo otros personados, y esto forma la epopeya, donde el poeta refiere parte de los sucesos, parte hace narrar a otras personas que introduce en su poema. Finalmente el poeta imita narrando él solo y hablando siempre él mismo, ya en favor de la virtud, ya en menosprecio del vicio, ahora alabando los héroes y varones esclarecidos y las ilustres y nobles hazañas, ahora reprehendiendo los vicios y los errores del vulgo, ahora manifestando sus propias pasiones o pintando los varios infinitos objetos que ofrece la universal naturaleza, de todo lo cual se compone y forma la poesía lírica, nombre que adquirió porque antiguamente los poetas solían cantar sus versos y canciones al son de la lira. A estas tres especies o clases se puede reducir toda la poesía; y como las reglas y preceptos de la lírica, que son las de la poesía en general, quedan ya difusamente explicadas en el libro antecedente, pasaremos ahora a tratar de las otras dos clases, empezando por la más considerable, que es la dramática, porque contiene dos importantísimas especies de poesía, que son la tragedia y la comedia, cuyas reglas, calidades y diferencias explicaremos en este libro con la mayor brevedad y claridad que nos fuere posible.

No será fuera de propósito decir algo del origen y progresos de la tragedia, antes de entrar en la discusión y examen de sus reglas. Y aunque por las espesas tinieblas de tan remotos siglos trepa con fatiga nuestra curiosidad, no obstante es común opinión que la tragedia tuviese origen de los himnos que se cantaban en Atenas cada año por las fiestas de Baco. Hygino y Ateneo atribuyen el principio de tales fiestas a Icario, rey de Ática, por los años del mundo dos mil setecientos. Este Icario, que había aprendido de Baco el arte de plantar las viñas y de hacer el vino, como viese acaso al tiempo de la vendimia que un macho cabrío talaba sus viñas, le cogió y sacrificó a Baco. Los que se hallaban presentes al sacrificio, que tal vez sería alguna cuadrilla de alegres vendimiadores, se pusieron a bailar en derredor de la víctima, así como estaban sucios y tiznados el rostro con las heces del vino, y a cantar las alabanzas de aquella deidad. Continuaron después todos los años este mismo sacrificio con la misma solemnidad de bailes y canciones. Y porque en griego las heces del vino se llaman tryx, trygòs, y el canto odè, dieron a esta fiesta el nombre de Trygodia, o como otros quieren de Tragodia, por causa que, en griego tràgos significa el macho cabrío, que era la víctima de aquella fiesta y el premio del poeta compositor del himno que en ella se cantaba. Del campo pasó esta fiesta a la ciudad de Atenas, donde se celebró con mayor pompa y aseo; introdujéronse coros de música arreglada y bailes concertados con arte, y la composición de los himnos, que cantaba el coro, ejercitó los mejores ingenios de Grecia. Duró mucho tiempo en tal estado de tragedia; hasta tanto que Thespis, como refiere Diógenes Laercio en la vida de Platón, por los años del mundo 3530, introdujo un actor que, entreverando con alguna representación el canto de los músicos, les diese tiempo para descansar y tomar aliento.

Dióse el nombre de episodio a esta interpolada representación, por ser como una digresión del camino o como una cosa que sobrevenía a la entrada del coro. Casi cincuenta años después de Thespis floreció Esquilo, otro poeta trágico, que introdujo dos actores en el episodio, y luego Sófocles añadió otro, de modo que llegaron ya a ser tres los que representaban, hablando en forma de diálogo. Aristóteles114, además de esto, atribuye a Esquilo el haber minorado el coro e introducido entre los representantes un primer papel. Es verdad que algunos han tomado este texto de Aristóteles en otro sentido. Victorio, Maggio y Pablo Benio quieren que se entienda del prólogo inventado por Esquilo; pero Paccio, Robortello y Dacier le entienden por el primer papel o primer personado, y es la interpretación que me parece más acertada. También lo que dice Aristóteles, que «Esquilo minoró las cosas del coro» lo entienden algunos por el número de las personas; pero el citado Dacier115 y otros sientan que Esquilo solamente minoró el canto. Como el primer personado introducido por Thespis sólo servía para descansar por un rato al coro, lo que este personado representaba era cosa accesoria. Pero después Esquilo añadió otro papel al primero e introdujo el diálogo; entonces lo accesorio se hizo principal, y el coro, que antes era lo principal de la tragedia, solamente servía después para descansar a los representantes. Es verdad que en tiempo de Esquilo se disminuyó el número de las personas en el coro, pero fue por orden del magistrado más que por voluntad del poeta. Su tragedia de Las Euménides dio motivo a esta mutación. Las personas del coro, que entonces eran cincuenta, figuraron tan al vivo las furias y pusieron tal grima y espanto en el auditorio, que muchos niños murieron de puro susto y muchas mujeres malparieron. Por este accidente el magistrado redujo las personas del coro de cincuenta al número de quince.

Sófocles, además de haber añadido un actor a los dos de Esquilo, inventó la escenografía, esto es, el ornato y la pintura de la escena. Antes de él ya Esquilo había mejorado la escena, y en lugar de cabañas, de bosques y grutas, había figurado edificios, altares y sepulcros, e inventado las máquinas o tramoyas. Mas, como supone Dacier, en tiempo de Esquilo una misma escena servía para todas las tragedias; pero Sófocles mudaba la escena en cada tragedia, según convenía al argumento de la fábula.

Casi lo mismo dice Horacio de Thespis y de Esquilo, si no es que al primero da el título de inventor de la tragedia, quizás porque introdujo la representación dramática de un actor, y a Esquilo atribuye la invención de las máscaras, de las vestiduras, de los coturnos y de los pequeños tablados, porque en tiempo de Thespis se representaba en carros. Dice también deberse a Esquilo el principio de la grandeza y elevación de la locución trágica, porque antes, o no tenía la tragedia otros asuntos que las alabanzas de Baco y los donaires satíricos y obscenos apodos, que se decían unos a otros los del coro bailando descompuestamente a modo de sátiros, o si acaso se representaba en los episodios algún otro asunto era mezclado con esas graciosidades groseras y plebeyas. Esquilo, pues, fue el primero que escogió asuntos grandes y serios y les dio el estilo elevado y sublime que les convenía:


    Ignotum Tragicae genus invenisse Camoenae
Dicitur, et plaustris vexisse poemata Thespis,
Quac canerent agerentque peruncti faecibus ora:
Post hunc personae pallaeque repertor honestae
Aeschylus, et modicis instravit pulpita tignis
Et docuit magnurnque loqui nitique cothurno.



Debió, pues, la tragedia su primer origen a los dithyrambos o himnos en loor de Baco, de cuya especie de poesía es excelente ejemplar el famoso ditirambo que escribió en el siglo pasado aquel célebre ingenio de Toscana, Francisco Redi, gran filósofo y poeta, y por varios progresos y mutaciones se fue, poco a poco, perfeccionando, según queda dicho. De las reflexiones y observaciones que se hacían sobre lo que mejor efecto causaba y lograba mayores aplausos, y era más conforme a la aprobación y al gusto y discurso de los hombres sabios, se formaron, como en las demás artes ha sucedido, las reglas del teatro, que ahora sirven de norma a los que se quieren ejercitar en este género de poesía. Pasemos ya a su explicación.

Comenzando, pues, como es justo, por la tragedia, asentemos en primer lugar su definición. El mérito y la autoridad de Aristóteles, especialmente en este asunto, requiere, con justa razón, que no omitamos la idea que nos dejó de la tragedia en su definición.«La tragedia, dice, es imitación de una acción grave116, o, como otros quieren, ilustre y buena; entera y de justa grandeza, con verso, armonía y baile117, haciéndose cada una de estas cosas separadamente, y, que no por medio de la narración, sino por medio de la compasión y del terror, purgue los ánimos de ésta y otras pasiones». Los comentadores de Aristóteles no están de acuerdo en la explicación de algunos términos. Muchos, por hedysmeno logo, quieren que no se entienda más que el verso; otros, al contrario, incluyen también la música y el baile. A mi parecer poco importa que Aristóteles haya querido dar una idea de la tragedia según lo que se usaba en su tiempo, en que el coro cantaba y danzaba; basta que por esto no se diga que la música o el baile pertenecen en modo alguno a la poesía o al poeta. Tampoco convienen los intérpretes en las pasiones que nombra Aristóteles, ni en el modo con que dice se han de moderar y purgar. Pero de todo esto hablaremos en su lugar. En tanto, en gracia de los que no entendieron bien la definición de Aristóteles, que es algo obscura, séame permitido proponer aquí otra más clara, a mi entender, y más inteligible, como asimismo más adaptada a los dramas modernos. Paréceme, pues, que se podría decir que la tragedia es una representación dramática de una gran mudanza de fortuna, acaecida a reyes, príncipes y personajes de gran calidad y dignidad, cuyas caídas, muertes, desgracias y peligros exciten terror y compasión en los ánimos del auditorio, y los curen y purguen de éstas y otras pasiones, sirviendo de ejemplo y escarmiento a todos, pero especialmente a los reyes y a las personas de mayor autoridad y poder.

Digo representación dramática porque una de las condiciones esenciales de la tragedia y comedia es que el poeta se esconda totalmente, y el hecho sea representado por medio de interlocutores que hablen y obren; y esto es lo que propiamente quiere decir la voz dramática, esto es, activa y accionada, porque drama significa acción o representación; y por eso las tragedias y comedias, y todo género de representaciones, se llaman en general dramas. Con decir una gran mudanza de fortuna, me parece que toco lo esencial del argumento de la tragedia, y evito las disputas y obscuridades, pues todos convienen en que la fábula trágica ha de contener una gran mudanza de fortuna. Asimismo, que las personas de la tragedia deban ser ilustres y grandes, como reyes, héroes, etc., es conforme a la doctrina de Aristóteles y al común parecer de todos los intérpretes y autores de poética. Diciendo caídas, muertes, desgracias y peligros, vengo a comprender todo género de constituciones de tragedias, así aquellas en que muere el principal personado, como aquellas en que solamente peligra o tan sólo es abatido de la felicidad a la miseria, y también las de éxito feliz; y asimismo insinúo el verdadero medio de mover las pasiones de terror y de compasión, que es, según la mente de Aristóteles, no la narración, sino la misma constitución de la fábula, esto es, las desgracias y muertes de los principales personados. También es común opinión que en las tragedias no solamente se corrijan la compasión y el miedo, sino otras muchas pasiones. Para denotar esta corrección y moderación de pasiones me he servido de la voz purgar, que es un término muy común y usado de todos los que tratan este asunto Todo lo restante de la definición explica el fin y la utilidad de la tragedia. Después de esta breve noticia del origen de la tragedia y su definición, se entenderá mejor lo que en adelante diré más difusamente.

Divide Aristóteles la tragedia en partes de calidad y de cantidad. Las partes de calidad son seis: la fábula, las costumbres, la sentencia, la locución, la música y el reparto. Las de cantidad son cuatro: prólogo, episodio, éxodo y coro. De cada una de estas partes hablaremos en los siguientes capítulos, empezando por la fábula, que es principio y alma de la tragedia.




ArribaAbajoCapítulo II [IV]

De la fábula en general


Esta voz fábula se aplica a varias significaciones. Comúnmente por fábula se entiende un hecho falso o fingido. Por eso se da el nombre de fábulas poéticas a las transformaciones que refiere Ovidio, y a todo lo demás que cuentan los poetas gentiles de sus dioses, semidioses, héroes y ninfas. Pero si se atiende a su etimología del verbo latino fari, que significa hablar, parece se queda neutral entre la verdad y la mentira, pudiendo muy bien una y otra ser asunto de nuestros razonamientos. Así vemos que en uno y otro sentido la han usado los latinos, tanto para significar un hecho todo fingido, como un hecho verdadero e histórico. El eruditísimo Samuel Pitisco lo nota en dos lugares de Quinto Curcio; el primero es del libro 3, cap. 1: Marsyas annisfabulosis Graecorum carminibus inclitus; el segundo es del libro 5: super arce vulgatum Graecorum fabulis miraculum pensiles horti sunt. Uno y otro, así el río Marsias como los pensiles de Babilonia, obra de la reina Semíramis, son cosas históricas. Asimismo Horacio llamó fabuloso el río Hydaspe en este sentido; y Capitolino dice que de los amores de Faustina, mujer de Marco Antonino, el filósofo, con un gladiador, había escrita una pequeña fábula, fabellam, sin embargo de ser verdad histórica y creída por el dicho Capitolino. Los mismos latinos llamaron también fábulas a los dramas, y aun a los poemas épicos, como se colige de aquello de Horacio: Fabula quae posci vult, et spectata reponi, etc.; y en otro lugar: Fabula, qua Paridis narratur propter amorem Graecia barbariae lento collisa duello, etc.; y de lo que dijo Terencio en el prólogo de los Adelfos: «dehinc ne expectetis argumentum fabulae», etc. Los autores de poética entienden por fábula la acción, o sea, el hecho o asunto de una tragedia, comedia o poema épico; y en este sentido dicen que la fábula, esto es, la acción de una tragedia, etcétera, ha de ser grande, verosímil, entera, etc. He juzgado necesario el advertir esto, porque yo también me valdré muchas veces de la misma voz en semejante sentido. Aristóteles usa en varias ocasiones de este término en la misma significación, como cuando habla de las fábulas episódicas y de las simples e implexas.

Sin embargo, el P. Le Bossu, autor de un excelente tratado del poema épico, es de diverso parecer, asentando que son dos cosas distintas la fábula y la acción. Define este autor la fábula, «discurso inventado para formar las costumbres por medio de instrucciones disfrazadas debajo de las alegorías de una acción»; y añade que las partes esenciales de la fábula son dos: la verdad, que la sirve de fundamento, y la ficción, que es como el disfraz de la verdad. Por ejemplo, en la fábula de Esopo de El asno y la zorra, la ficción es lo que refiere Esopo haber sucedido al asno, que, vestido de una piel de león, iba espantando los demás animales, a quien la zorra, habiéndole conocido por el rebuzno, dijo: «También yo te hubiera temido si no te hubiese oído rebuznar». La verdad es la instrucción moral que está encubierta debajo de la alegoría de esta acción; esto es, que cuando los ignorantes quieren parecer lo que no son, cualquier hombre avisado los descubre luego y reconoce lo que son por sus mismas obras y palabras. De suerte que la fábula es el compuesto de estas dos cosas, esto es, de la instrucción moral, o sea de la alegoría, designio y fin del poeta, y de la acción, o hecho imitado, debajo del cual el poeta esconde su instrucción moral o su alegoría, acomodando toda la imitación a su intento y fin. Con que la acción sola, sin alegoría ni instrucción, es como un cuerpo sin alma; y la instrucción moral sin acción imitada, que la contenga en sí y la encubra, es como un alma sin cuerpo.

Hay tres especies de fábulas; unas se llaman racionales, que contienen algún hecho de hombres o de dioses; otras se llaman moratas o morales, porque en ellas se introducen solamente brutos con costumbres humanas, como son la mayor parte de las fábulas de Esopo; otras mixtas, donde entran las dos especies de racionales y de brutos; de este género son también muchas de las de Esopo, como la de El asno y el hortelano, la de El hombre y el perro y otras semejantes. Las mixtas y las moratas ostentan manifiestamente la ficción, pero las racionales la encubren con capa de verosimilitud. Las fábulas épicas y dramáticas son especies de fábulas racionales. En el siguiente capítulo hablaremos de la fábula dramática, y, en especial, de la trágica.




ArribaAbajoCapítulo III [V]

De la fábula dramática y del modo de formar una fábula


La fábula, en general, se extiende a todas las cosas, ya sean morales, ya físicas, ya teológicas, que pueden servir de instrucción en la poesía. Pero los poetas, queriendo que sus instrucciones hiciesen mayor efecto y sabiendo que el dilatar y extender a mayor número de objetos su arte no era aumentarle la actividad, bien así como no crece el poder porque crezcan los dominios, determinaron reducir algunas especies de fábulas a ciertos limitados asuntos de moral, señalando a cada una sus límites, dentro de los cuales fuese más eficaz su instrucción. Esta limitación de asuntos distingue de la fábula en general las fábulas épicas y dramáticas, y, entre las dramáticas, la trágica de la cómica. De la fábula épica hablaré cuando llegue a tratar del poema épico.

Por lo que toca a la fábula trágica y cómica, se comprenderá fácilmente lo que son, si una vez se entiende en qué consiste la tragedia y la comedia, y cuál es el fin particular de cada una de estas especies de poesía. La tragedia se ocupa en las pasiones, esto es, en moverlas y corregirlas, especialmente el temor y la compasión, con la imitación de horribles y lastimosas desgracias sucedidas a reyes y otras personas de alto grado; el blanco de la comedia son los vicios y defectos y las virtudes de los hombres particulares, cuya pintura inspire amor a la virtud y aborrecimiento del vicio. Estos dos diversos asuntos y fines hacen también diversa la fábula trágica de la comedia, y a entrambas de la fábula en general; a todas tres es común, el ser un discurso inventado o una ficción de un hecho: pero con esta diferencia, que la fábula trágica ha de ser imitación de un hecho en modo apto para corregir el temor y la compasión y otras pasiones; y la fábula cómica ha de ser imitación o ficción de un hecho en modo apto para inspirar el amor de alguna virtud, o el desprecio y aborrecimiento de algún vicio o defecto.

Esto que acabamos de decir se debe entender de toda la especie de las fábulas, sean trágicas o cómicas; pero si se pregunta cuál es la fábula del Edipo de Sófocles, o de la Hecira de Terencio, o del Conde Lucanor de Calderón, no bastará responder que es una ficción de un hecho en modo apto, etc., porque la definición de la fábula trágica o cómica en especie, no hará comprender adecuada y cabalmente la fábula particular de esta o de aquella tragedia o comedia. La fábula, pues, de una tragedia o comedia determinada será aquella acción que imita y representa el poeta con el fin de dar en ella encubierta alguna especial instrucción moral, atribuyendo aquella acción a tales personas, en tal tiempo y lugar y con tales circunstancias, ya sea todo inventado por el poeta, como sucede en las comedias y en algunas tragedias, ya sea sacado de la historia todo el argumento o parte de él, o solamente los nombres. De suerte que la fábula de Edipo de Sófocles, o de la Hecira de Terencio, o del Conde Lucanor de Calderón, es lo que propiamente se llama asunto o argumento, esto es, lo que el poeta, en su tragedia o comedia, imita y representa como sucedido, en cierto tiempo y con tales circunstancias, a Edipo, rey de Tebas; a un joven llamado Pánfilo, o al conde Lucanor.

Pero como de ordinario las fábulas trágicas se sacan de algún hecho verdadero e histórico, nace luego una dificultad no pequeña, pues siendo la fábula verdad histórica, ya no será un discurso inventado por el poeta o una ficción de un hecho, y así le faltará lo esencial de fábula. Esta misma objeción fue ya prevenida tácitamente por Aristóteles118 cuando, hablando de la diferencia entre la historia y la poesía y de las desventajas de ésta, dijo que la poesía atiende más a lo universal, aun cuando se sirve de nombres particulares, pero la historia no se aparta de lo particular; ésta refiere lo que hizo o lo que padeció Alcibiades; la poesía no atiende tanto a lo que obró Alcibiades cuanto a lo que debía obrar según lo verosímil o necesario, y según el genio que habrá dado el poeta a aquella persona a quien ha querido poner el nombre de Alcibiades. De lo cual se sigue que aunque en las fábulas trágicas por lo regular sean los nombres verdaderos y los hechos sacados de la historia, no por eso deja de haber en ellas aquella invención y ficción necesaria para el ser de fábula. La causa porque los poetas se valen de estos nombres históricos en sus tragedias es por hacer más creíble lo que dicen, por la razón general que da Aristóteles: que lo que es posible es creíble, y lo que ha sucedido es posible; y si bien no todo lo posible es creíble, como me parece haber dicho ya en otra parte, no obstante, siempre lo posible trae consigo un género de probabilidad y de credibilidad. Pero además de esta razón, que es muy general, hay otras por las cuales se prueba evidentemente que aun en las fábulas sacadas de las historias y con nombres verdaderos, hay toda la ficción que basta para constituir la esencia de la fábula. Un historiador, por ejemplo, que no tiene otro fin ni otro oficio que el referir la verdad de los sucesos como han sucedido, señaladamente a Edipo y a Yocasta, hubiera empezado su narración diciendo que Edipo era hijo de Layo y de Yocasta; pero el poeta, atento sólo a lo universal y a excitar la admiración y el deleite y otras pasiones, sirviéndose del mismo suceso histórico y de los mismos nombres, como de materiales para formar la fábula de su tragedia, ha tenido oculta hasta el fin la noticia de que Edipo era hijo de Layo, para hacer suceder este reconocimiento con mayor maravilla y con mayor lástima y terror. La economía, pues, de toda la fábula y la disposición de los sucesos, que el poeta adapta a las reglas del teatro, como dueño y señor absoluto de su argumento, los genios que reparte entre las personas, mejorando la naturaleza, lo que no es permitido al historiador, los episodios que escoge y ordena, las causas de las acciones particulares, que el historiador de ordinario ignora y calla y el poeta inventa a su gusto y conforme es más conveniente para su intento, las expresiones y la locución, todas estas cosas son enteramente obra y ficción del poeta, el cual labra y mejora aquella materia que ha tomado prestada de la historia, dándola nueva forma y nuevo ser con su arte y con su invención119. De esta suerte la fábula, aunque parezca copiada de la verdad histórica, es siempre un discurso inventado o una ficción de un hecho, como dijimos al principio.

El modo de formar una fábula, según la doctrina del P. Le Bossu, es el siguiente: primeramente es menester empezar por la instrucción moral que se quiere enseñar y encubrir bajo la alegoría de la fábula. Supongamos que el poeta quiere exhortar dos hermanos, o cualquier otro género de personas que viven juntas, a estar siempre de acuerdo y bien avenidos; para este fin escoge esta máxima: que la discordia destruye las familias y haciendas. Hallado ya el punto de moral, que ha de servir de fondo y cimiento a la fábula, es menester reducirla a una acción, que sea general, e imitada de las acciones verdaderas de los hombres, y que contenga alegóricamente la dicha máxima. Se dirá, pues, por ejemplo, que dos hombres que poseían en común una hacienda, viniendo a discordia, riñen y pleitean, y, entre tanto, un tercero, aprovechando la ocasión, los despoja de todos sus bienes. Este será el primer bosquejo de una fábula, que tendrá las cuatro condiciones de ser universal, imitada, fingida y alegórica. Hecho esto, los nombres que se le añadan la especificarán y reducirán a alguna de las clases que hay de fábulas. Esopo, por ejemplo, se valdría de nombres de brutos, y formaría una fábula morata. Diría, por ventura, que dos mastines, destinados para guarda de una grey, riñeron entre sí, y, entre tanto, un lobo tuvo ocasión de llevarse las mejores reses del rebaño. Hasta aquí la fábula es todavía muy general y descubre toda la ficción.

Si se quiere hacer una fábula racional, se le darán nombres de hombres inventados por el poeta. Diráse, por ejemplo, que Lisardo y Aurelio, hermanos de segundo matrimonio, habían quedado ricos por el testamento de su padre, pero no sabiendo convenirse pacíficamente en la división de los bienes, se enconan de tal manera el uno contra el otro que, olvidados enteramente de sus conveniencias, dan lugar a que en este intermedio Federico, su hermano mayor del primer matrimonio, fomentando la disensión y el descuido de sus medio hermanos y entreteniéndolos con ajustes y partidos que les propone, gane a los jueces y a los que tenían a su cargo esta dependencia, haga anular el testamento y recobre todos los bienes que su padre había dejado a los otros hermanos. Esta fábula, por ser de nombres fingidos y de una acción sucedida entre familias particulares y de ninguna importancia para el público, no es buena para una tragedia o epopeya, y solamente podrá aprovechar para una comedia.

Puédese también disfrazar y encubrir la fábula con la verdad histórica, de tal manera que apenas se conozca su ficción. Esto se consigue buscando en la historia los nombres de aquellas personas a las cuales haya sucedido, verdadera o verosímilmente, una acción semejante a la de la fábula, que siendo referida debajo de estos nombres ya conocidos y con circunstancias que no muden la interior esencia de la fábula, parecerá verdad, siendo ficción. Por ejemplo, Agamenón, cabo de la expedición de los griegos contra los troyanos, viene a contienda con Aquiles, el más valeroso del ejército griego. Éste, como era de genio colérico y altivo, irritado por el desprecio de Agamenón, se separa de todo el ejército, y, retirado en su tienda, se obstina en no querer pelear con los suyos. Entre tanto los troyanos, con la oportunidad de esta disensión, hacen un horrible estrago en los griegos, persiguiéndolos hasta sus mismas naves. Finalmente Aquiles, por vengar la muerte de su amigo Patroclo, hace las amistades con Agamenón, y vuelve a pelear como antes por los suyos. Entonces la fortuna de los griegos muda de semblante; van de vencida los troyanos, y muere Héctor, su más valiente caudillo. Esta fábula como contiene nombres verdaderos y una acción ilustre y grande, sucedida entre personas reales y héroes, puede convenir a una epopeya. Queriéndose formar una fábula trágica, se tomarán de la historia los nombres de aquellos reyes o personas grandes a quienes haya sucedido una gran mudanza de fortuna del estado feliz al infeliz, o que se hayan visto en gravísimo peligro. Por ejemplo, los nombres de Hécuba, de Cleopatra, de Sofonisba, de Hércules, de Pompeyo, o de otras personas ilustres que padecieron gran mudanza de fortuna, o desgracias y peligros graves, pueden abastecer de materiales propios para la formación de una fábula trágica, cuya instrucción moral y cuyo fin sea el purgar las pasiones, y especialmente el terror y la compasión, por medio de semejantes desgracias bien representadas.

De esta manera quiere el citado P. Le Bossu que se formen las fábulas, la cual manera me parece muy arreglada y metódica, especialmente para las comedias. Pero dudo que sea lo mismo en las tragedias y epopeyas, cuyos asuntos se toman de la historia; y juzgo que no es del todo evidente que los poetas trágicos y épicos, y aun el mismo Homero y Virgilio, como pretende el dicho autor Le Bossu, hayan seguido este método en la composición de sus tragedias y poemas; siendo, a mi entender, muy difícil de probar que sea absolutamente indispensable y necesario el seguir siempre tal método en las fábulas trágicas y épicas. La razón es porque en las tragedias ya está determinado y establecido el punto de moral y la instrucción propia de ellas, que es corregir y purgar las pasiones, y especialmente la compasión y el miedo; y así será ocioso que el poeta empiece a formar su fábula por la instrucción moral, sabiendo ya que ésta ha de ser siempre la misma en todas las tragedias. Además de esto, yo juzgo, y lo juzga también en mi abono el docto Pablo Benio120, que no es necesario que el poeta forme primero el bosquejo de la fábula y finja una acción en general, y después recurra a la historia para tomar de ella los nombres de aquellos reyes a quienes haya sucedido un hecho semejante; antes bien, por el contrario, creo que será más fácil y más natural que el poeta, pues ya se sabe fijamente el punto de moral que requiere la instrucción y el fin de la tragedia, recurra primero a la historia y busque en ella un caso adaptado a la tragedia, esto es, una mudanza de fortuna o un grave peligro de algún rey o de otra persona ilustre; y hallado este argumento histórico, forme de él la planta de la tragedia con los nombres, episodios y circunstancias, ajustándole a las reglas del teatro. Lo mismo digo de la epopeya, con la diferencia que en ésta se ha de asentar primero el punto de instrucción moral, porque la epopeya no le tiene, como la tragedia, señalado y determinado, antes bien, admite innumerables puntos de moral, y cada uno de ellos puede servir de fondo para una fábula épica. Escogida la máxima, que se quiere alegóricamente enseñar en el poema, será también superfluo el formar primero la planta en general; y me parece que se abreviará camino y fatiga buscando antes en la historia una acción capaz de envolver y esconder, en su alegoría y disfraz, la máxima ya determinada, y que tenga todos los requisitos para poderse de ella formar una fábula épica según las reglas. Hallado el hecho histórico, podrá fácilmente el poeta bosquejar sobre él la fábula de su epopeya, ordenando y disponiendo como conviene todos sus miembros y partes y dándole, después, los adornos y colores proporcionados.

He querido proponer este modo de formar las fábulas épicas y trágicas, diverso del que enseña el padre Le Bossu, porque lo juzgo más fácil y más natural, y porque me inclino a creer que todos los poetas épicos y trágicos le han seguido en la composición de sus fábulas. El querer probar lo contrario de Homero y de Virgilio es echarse a adivinar. Sin embargo, no pretendo ir directamente contra la opinión de un autor de tanto mérito en cosa tan incierta, y solamente es mi intención facilitar a los poetas la composición de sus fábulas, con proponerles otro método a mi parecer más practicable, y que el mismo Le Bossu aprueba, concediendo que alguna vez se puede practicar121

: así como alguna vez los escultores arreglan y acomodan su diseño y su imaginación a alguna preciosa materia que acaso encontraron.

Ideada y bosquejada la fábula dramática en alguno de los modos arriba expuestos, ha de cuidar el poeta de labrarla con varias condiciones y requisitos, que son necesarios para el total acierto y perfección de un drama. Aristóteles enseña, por menudo, todas estas condiciones, y, según su doctrina, la fábula ha de ser entera, de justo tamaño, verosímil, maravillosa, de una acción, en lugar y espacio de tiempo determinado. Estas y otras condiciones, que pide necesariamente el teatro para la perfección de los dramas, darán asunto a los capítulos siguientes.




ArribaAbajoCapítulo IV [VI]

De la integridad y otras condiciones de la fábula


Primeramente la fábula, o sea la acción o asunto del poema, o de la tragedia, o comedia, ha de ser entera, esto es, ha de tener principio, medio y fin. El principio, según Aristóteles, «es aquello que necesariamente precede a todo lo demás y que deja dependencias que se sigan después de sí». Al contrario, el fin «es aquello que, o por necesidad, o por lo regular, se sigue después de otra cosa que le precede, pero después de sí no deja dependencia alguna que se siga». El medio «es aquello que se sigue después de otra cosa que precede y deja después de sí otra cosa que le sigue». Todo esto quedará claro con un ejemplo. En la comedia El desdén con el desdén, la fábula o acción es ésta: Carlos, conde de Urgel, enamorado de Diana, princesa en extremo esquiva y enemiga de amores y de casamiento, juzgando imposible empresa el vencer su esquivez por los medios regulares de amor y rendimiento, elige el de fingir indiferencia y desamor, y con esta traza logra su intento, pues Diana, rendida al fingido desdén de Carlos, se da a partido y le da la mano de esposa. En esta acción el principio es éste: Carlos, enamorado de Diana, y desesperando vencer por otro medio su esquivez, con acuerdo de un astuto criado elige el de fingirse indiferente y ajeno de amor. Claro está que esto precede a todo lo demás de la acción, y que deja dependencias que se sigan después de sí, pues queda imperfecta y suspensa la acción si no se sabe la ejecución del designio de Carlos y el éxito que tuvo. El medio de esta fábula o acción es todo lo que hace Carlos poniendo en práctica su designio, para hacer creer a Diana su fingido desdén, y todo lo que Diana ejecuta para vencer las tibiezas fingidas de Carlos. Véase como todo esto pide alguna cosa que le preceda, que es el principio que ya hemos dicho, esto es, el genio esquivo de Diana, el enamoramiento de Carlos y su resolución de afectar indiferencia y desamor. Y asimismo deja después de sí otra cosa que se sigue, porque todavía queda imperfecta la acción y suspenso el auditorio, deseando saber el fin de este enredo y si se logró la desecha de Carlos. El fin es éste: Diana, vencida del desdén de Carlos, se da a partido y le elige por su esposo, con que Carlos ve lograda su traza y feliz su amor. Es cierto que esta última parte de la acción se sigue del antecedente principio y medio, y que no deja después de sí dependencia alguna que se siga, pues queda ya enteramente satisfecha la curiosidad del auditorio llegando a saber el éxito que tuvo aquel principio y aquel medio.

Pero no es tan importante el saber que la fábula ha de ser entera y tener principio, medio y fin, como lo es el saber por dónde se ha de dar principio y fin a la fábula. Por eso cuando Horacio zahiere aquellos poetas que empezaron la narración de la vuelta de Diomedes por la muerte de Meleagro y la guerra troyana por el parto de Leda122, no los reprende porque sus fábulas no tuviesen principio, medio y fin, sino porque empezaban por donde no era justo que empezasen. Y por lo que mira al fin, enseña Aristóteles que el tiempo y lugar oportuno de dar fin a la fábula es cuando las cosas hayan hecho pasaje de la felicidad a la infelicidad, o al contrario. Así en el propuesto ejemplo, cuando Carlos llega a lograr la mano de Diana, debe darse fin a la fábula, estando ya completa la acción, y satisfecha la expectación del auditorio, y habiendo ya las cosas, esto es, la fortuna del primer papel hecho pasaje de la infelicidad a la felicidad, que es lo que Aristóteles previene.

Mayor dificultad se encuentra en determinar por dónde se ha de dar principio a la acción, acerca de lo cual Aristóteles no dice más de lo que ya hemos notado. Sin embargo, yo procuraré aclarar este punto. Pero es menester suponer primeramente que la acción de una tragedia o comedia es diversa, entre otras cosas, de la de un poema épico en la duración, como más adelante veremos, debiendo la acción trágica o cómica ceñirse al preciso espacio de pocas horas; pero la acción épica no tiene tiempo determinado para su precisa duración. Además de esto es menester advertir que el hecho imitado y representado en la acción épica o dramática se puede considerar en dos diversos tiempos, es a saber, o cuando aún está por labrar, y no es más que una materia apta para que el ingenio del poeta forme de ella algún poema o drama, o cuando ya está labrado por el poeta, que ya se ha formado de aquel hecho un poema, o una tragedia, o comedia. En el primer caso el hecho es más extendido y de mayor cuerpo, como no está aún desbastado ni cortado a la medida de un drama o de un poema, pero en el segundo caso ya el hecho está cortado a medida de lo que ha de ser y labrado según las reglas que el arte enseña. En esta suposición, el poeta, para dar justo principio a su fábula, ha de observar primeramente la calidad de ella, si es épica o dramática, y luego el punto fijo donde ha determinado dar fin a su acción; y, hecho esto, pondrá por principio de su comedia o poema aquella parte del hecho, desde la cual hasta el fin no pueda verosímilmente pasar más tiempo del que requiere la fábula, si es que la quiere formar según las reglas del arte; advirtiendo que esta parte del hecho, escogida y destinada para ser principio de toda la acción, ha de ser tal, que necesaria y verosímilmente preceda a todas las demás partes, o a lo menos no se pueda probar lo contrario, como se prueba en la Asinaria, de Plauto, donde el viejo Demeneto, en la primera escena o salida, dice a Libano, siervo, que Argyripo, su hijo, había menester una suma de dinero, de la cual Argyripo por entonces no necesitaba ni podía saber nada de esto hasta la salida o escena tercera, en la cual Cleareta le pide esa suma a Argyripo; con que la escena primera debía ser colocada después de la tercera, para que el principio de la fábula tuviese la calidad precisa de preceder a todo lo demás de la acción. Por ignorar esta y otras reglas, algunos cómicos erraron el principio de sus comedias empezando la fábula por una parte del hecho que distaba del fin mucho más tiempo del que los preceptos del arte poético señalan para la duración de un drama, como se ve en la comedia del Jenízaro de Hungría, que empieza por el casamiento de sus padres. Ha de ser, pues, el poeta como el escultor: éste, de un gran mármol o de un tronco muy largo, corta y separa sólo aquel pedazo que le parece ser menester para labrar una estatua según las medidas y proporciones que debe darla; y asimismo el poeta, de todo un hecho que puede suministrarle materia para un drama o poema, corta y divide solamente aquella porción que le parece más adaptada para formar su fábula, según las reglas del arte. Así lo enseñó el docto Pablo Benio123: Sed tamen illud mihi videor affirmare posse, non necessario idem esse actionis initium antequam a poeta usurpetur et tractetur, cum fabulae ipsius, quae a poeta constituitur initio: integrum est enim poetae ex amplissima quadam actione, quae ingenti ac multiplici constet partium varietate, quaeque certum habeat initium, partem arripere aliquam, quae deinde sic ipsius poetae formetur industria et artificio, ut commodum illi initium et medium commodusque finis affingatur, ac perfecta fabula actioque tota constituatur, el si alioquin antea pars actionis esset tantum.

De suerte que según esta doctrina, que me parece muy clara y muy fundada, el hecho primero que suministra materia al poeta, y la acción del drama ya labrada y formada por el poeta, se pueden considerar como dos todos con dos principios diversos, uno de los cuales, esto es el principio de aquel todo formado y labrado por el artificio del poeta, que antes solamente era parte del otro todo, pende del arbitrio y elección del poeta; pero este arbitrio ha de ser regido por las reglas del arte, según la diversidad de la duración que ha de tener cada fábula.

También es de advertir que el poeta, ya que haya formado entera su fábula con su principio, medio y fin, debe, siempre que fuere necesario para cabal inteligencia de la acción representada, traer por vía de narración el otro principio de todo el hecho que dio materia a la fábula; esto es, debe hacer saber al auditorio, siempre que importe, el origen y las causas de la acción representada que precedieron al principio de la misma acción. Esto es lo que Donato, en la Andria de Terencio, llama virtud poética: Perspecto argumento scire debemus hanc esse virtutem poeticam, ut a novissimis argumenti. rebus incipiens initium fabulae et originem narrative reddat spectatoribus. Lo cual juzgo que las más veces será indispensable para que se entienda bien el asunto de la comedia o tragedia. Así Carlos, en la citada comedia del Desdén con el desdén, refiere a Polilla, su criado, el principio de su amor, y con esta ocasión informa, indirectamente y por vía de narración, al auditorio del natural y genio de Diana, de los motivos de su ida a Barcelona y de las causas que le mueven a la resolución que toma para lograr su intento, que son todas cosas que han precedido al principio de aquella acción que el poeta cortó de otra mayor y labró para su comedia.

Una cuestión muy reñida hay entre los autores sobre si se ha de empezar por el principio, siguiéndose el medio y fin, que es el orden natural, o si se ha de empezar por el medio, poniendo después del medio el principio, que es el orden que llaman artificial. Pero como esta diversidad de orden natural y artificial más pertenezca al poema épico que ala tragedia o comedia, diferiremos el examen de semejante cuestión para cuando hablemos separadamente de la epopeya y de sus reglas.

Otra condición de la fábula es que sea de justa y perfecta grandeza. Lo cual Aristóteles mismo enseña cómo se ha de entender, advirtiendo que no entiende hablar de la grandeza material de la fábula, ni de su material duración, que pendería de su mayor o menor número de versos, o del mayor o menor espacio de tiempo que gastasen los actores en representarla, el cual espacio antiguamente se medía por relojes de agua, y estaba ya establecido cuánto había de durar. Mas ni uno ni otro pertenecen al poeta. La justa grandeza de la fábula, por lo que toca al poeta, consiste en el justo número y proporcionada extensión de las acciones, que son como partes de la fábula y constituyen su todo. De modo que si las acciones, de las cuales se compone la fábula, fueren de tan proporcionada extensión y número que puedan sin fatiga comprenderse y conservarse con facilidad en la memoria124, en tal caso la fábula tendrá la justa grandeza que se desea. Pero, al contrario, si las acciones fueren, o tan escasas y breves que fácilmente se borren de la memoria, en la cual han hecho poca impresión, o si fueren tantas y tan excesivamente prolijas que fatiguen y confundan la memoria de los oyentes, entonces faltará la justa grandeza a la fábula, por ser o demasiadamente grande o demasiadamente pequeña. Bien así como para que un animal parezca hermoso ha de ser ni de tan desmesurado tamaño que no se pueda en una ojeada discernir distintamente la proporción de sus partes, ni de cuerpo tan chico que, perdiéndose de vista sus miembros, no se divise su proporción, pareciendo como un todo indistinto y confuso. En conclusión, para determinar generalmente y por mayor la justa grandeza de la fábula, dice Aristóteles, según la inteligencia que da a su texto José Antonio González de Salas, que «aquella será su propia grandeza, cuanta fuere, o forzosamente o verosímilmente necesaria para que, procediendo su acción con bien ordenada constitución de sus partes, llegue a mudarse la misma acción de infelicidad en felicidad, o al contrario de felicidad en infelicidad». Todo lo que se añade de acciones nuevas después de esta mudanza de fortuna, es superfluo y daña a la justa grandeza de la fábula. Por esto Virgilio remata su poema con la muerte de Turno, por la cual se muda la fortuna de Eneas, quedando sin rival que le dispute la esposa Lavinia y el reino de Italia.

Debe también el poeta procurar que su fábula sea varia, lo que logrará variando las costumbres e inclinaciones de las personas, y la sentencia y la locución. Si en una fábula épica o dramática fueren todas las personas semejantes y uniformes en las costumbres, o todas buenas o todas malas, o todas valientes o todas cobardes, formarán una unidad desagradable y cansada. Esta falta se nota claramente en la comedia El alcázar del secreto, de Solís, en la cual, a lo menos los cuatro primeros papeles, tienen unas mismas costumbres y un genio mismo. Conviene, pues, que el poeta diferencie y distinga sus personas con diversos genios cuya variedad no solamente hermosea más la fábula, sino que también la hace más deleitosa y más útil para el auditorio, compuesto por lo regular de gente de varias inclinaciones y de genios diferentes.

Ha de ser asimismo la fábula maravillosa y verosímil. Parecen encontradas estas dos condiciones, porque lo maravilloso y extraordinario suele siempre frisar con lo inverosímil e increíble. Pero esto se compone bien con la distinción que enseña Aristóteles125, advirtiendo ser lo maravilloso más propio para la epopeya y lo verosímil para la dramática poesía. De suerte que en la primera126 debe ostentarse más lo maravilloso que lo verosímil; en la segunda debe campear lo verosímil más que lo maravilloso. Ya hemos dicho en otro lugar127 cómo el poeta puede hacer maravillosa la fábula, las costumbres, la sentencia y la locución, perfeccionando la naturaleza en estas cuatro partes, pero siempre sin destruir lo verosímil. Porque en fin se pierde poco en que la fábula, especialmente en las tragedias y comedias, sea poco o nada maravillosa, como sea verosímil; y al contrario, se pierde mucho, supuesto que se pierde todo el fruto y el mejor deleite de la poesía, en que la fábula sea inverosímil, por más que sea maravillosa. Lo inverosímil no es creíble y lo increíble no persuade ni mueve. Por esta razón quiso Aristóteles que el poeta prefiriese lo verosímil, aunque imposible, a lo verdadero inverosímil, la cual regla hemos notado en otra parte deberse entender de las verdades históricas, que a veces son increíbles, en el cual caso el poeta hará bien de no servirse en las fábulas dramáticas de estos inverosímiles, aunque apoyados en la historia, y de sustituir en su lugar un verosímil inventado. La Academia Francesa, en su censura de El Cid, tragedia de Pedro Corneille, reprobando el argumento de la misma por inverosímil, aunque histórico, enseña que «no todas las verdades son buenas para el teatro, siendo algunas de ellas como ciertos delitos enormes, cuyos procesos se mandan quemar juntamente con los reos. Hay verdades monstruosas, o que se deben suprimir por bien del público, o que ya que no se puedan tener ocultas, se han de mirar como cosas irregulares y extrañas. En estos casos, principalmente, tiene derecho el poeta de preferir la verosimilitud a la verdad, y de trabajar más presto sobre un argumento fingido, pero ajustado a la razón y a lo verosímil, que sobre otro verdadero pero que no sea conforme a la razón y verosimilitud». Con esta autoridad bien podremos decir que los asuntos de la Ilustre Antona García y de otras comedias semejantes, dado que sean verdaderos e históricos, no obstante, por ser inverosímiles, son impropios para el teatro.

Aquí tiene lugar oportuno una cuestión; es a saber, si el argumento de la tragedia debe tomarse de la historia o puede fingirse de planta. Aristóteles128 tacha de ridícula esta duda, y la razón que da es tan breve como convincente: «porque, dice, los argumentos verdaderos son sabidos de pocos, y, sin embargo, a todos deleitan». Y quiere decir que, como el auditorio se compone de todo género de personas, doctas e ignorantes, de las cuales la mayor parte no saben si es verdadero o fingido el argumento, si a éstas deleita sin excepción la tragedia de argumento verdadero, deleitará asimismo la de argumento fingido, supuesto que la mayor parte de los oyentes ignora que sea fingido o verdadero, procediendo el deleite, no de la ficción o verdad del argumento, sino de la buena constitución de la fábula y de otras circunstancias. Además de esto se podrá dudar con razón, si aun aquellos pocos a quienes el argumento histórico puede ser notorio, sabrán todos los sucesos de la historia universal. ¿Qué diremos si un poeta forma su tragedia de un hecho de la historia del Mogol, de la Tartaria, del Japón o de las Filipinas? ¿No será este argumento como fingido para todos, si todos lo ignoran?

Pero cuanto acabamos de decir prueba sólo que se pueden hacer tragedias de argumento fingido, en lo cual no pongo la menor duda, persuadido de la razón no menos que de la autoridad de Aristóteles y de casi todos los autores de poética, añadiéndose a esto el ejemplo de muchos poetas que han escrito tragedias de argumento fingido, como Tasso, Juan Bautista Giralda y otros; y Aristóteles hace mención de una tragedia de Agatón intitulada La flor, de argumento y nombres fingidos. Pero queda en pie la duda acerca de cuál se debe preferir, si el argumento fingido o el verdadero, sobre la cual duda me ha parecido muy acertada la opinión de Benio, arriba citado, de Muratori y de otros muchos, que dan el primer lugar a las tragedias de argumento sacado de la historia, y el segundo a las de argumento fingido. Y la razón es clara: porque siempre que el auditorio tenga alguna precedente noticia de los nombres de las principales personas de la tragedia, del hecho y del paraje donde sucedió, le parecerá más verosímil la fábula, y, por consiguiente, será más creíble y hará mayor efecto. Entonces la imaginación de los oyentes, como recorriendo sus memorias y encontrando ya notados aquellos nombres y apuntado aquel hecho, franqueará fácilmente entrada a todas las demás circunstancias, aunque inventadas por el poeta, y creerá que todo es verdad porque sabe que es verdad una parte. Al contrario, el argumento fingido, aunque es igual al histórico cuando éste es ignorado de todos los oyentes, no es igual cuando una parte de ellos tiene antecedente noticia del hecho, y mucho menos cuando la mayor parte, o comúnmente todos, quién por estudio, quién por fama, le saben. Y en tales casos es claro que la fábula sacada de la historia será mejor que la fingida, como más creíble y más provechosa a lo menos respecto de los que la saben.

De todo esto saco yo esta ilación, que así como los argumentos verdaderos son mejores que los fingidos, asimismo entre los verdaderos hay unos mejores que otros; pues si por ser notorio un argumento verdadero es mejor que el fingido, por ser más notorio un argumento verdadero que otro también verdadero, será asimismo mejor, más creíble y más útil. Algunos hechos y algunos nombres son tan célebres y famosos, que hasta la gente vulgar ha entreoído algo de ellos. De esta especie son, por ejemplo, en España, los nombres y hechos del rey don Rodrigo, del Cid, del Gran Capitán, de Hernán Cortés y de otros semejantes; y lo mismo digo de otros hechos y de otros nombres también famosos y notorios en otras partes. Y sin duda alguna tales sucesos serán mejores para la tragedia que otros igualmente históricos pero menos sabidos. Yo creo que por esto los griegos antiguamente se ceñían a un cierto número de sucesos ruidosos entre ellos y a ciertos héroes y personas muy nombradas de algunas familias, como Hércules, Teseo, Hécuba, Andrómeda, Ifigenia, Yocasta, Orestes, Edipo, Tiestes, etcétera, de cuyos sucesos y nombres, ya notorios al vulgo, sacaban los argumentos de sus tragedias.

Y aunque parezca que en tales sucesos quede muy limitada la libertad del poeta, no siendo lícito contrariar abiertamente una historia sabida comúnmente de todos, sin embargo no es así: porque, o los sucesos son tales que no puedan acomodarse a lo verosímil y a las reglas del teatro sin alterar notablemente la historia, y en tal caso el poeta debe darlos de mano y abandonarlos del todo, según aquel precepto de Horacio:


...et quae
Desperat tractata nitescere posse, reliquit,



o los sucesos admiten alguna variación y sufren el cincel del poeta, y se puedan labrar según las reglas, y entonces el poeta podrá valerse de sus privilegios y libertades, y, con su invención e ingenio, acomodar el hecho para el teatro, supliendo y quitando lo que mejor le pareciere. Porque si bien es verdad que algunos hechos son muy notorios, no obstante el vulgo solamente tiene de ellos una noticia muy escasa y muy superficial. Además de esto, aun en las historias mismas no se hace siempre mención de todas las circunstancias, ni de todas las personas que intervinieron o verosímilmente pudieron intervenir en el hecho. Con que de esta manera, cuando el poeta sepa escoger para su tragedia un argumento capaz de ser labrado, siempre le queda entera su libertad, pudiendo variar el hecho, ya que no en lo principal y esencial, a lo menos en las circunstancias y en las personas menos principales.

Una advertencia hacen aquí al poeta, con mucha razón, algunos autores, y entre ellos el citado Muratori, es a saber: que no saque los argumentos de historias muy modernas, porque los hechos muy recientes se saben con más individualidad, y aunque la historia no haga mención de todas las circunstancias del hecho, ni nombre todas las personas que tuvieron parte en él, sin embargo, dura todavía entre los hombres la memoria de tales circunstancias y de tales personas; y los testigos de vista se acuerdan de ellas y las publican en todas partes, y luego la tradición conserva estas memorias por algún tiempo. Todo esto es embarazo y estorbo para que el poeta pueda variar las circunstancias y los nombres y adaptar el hecho al teatro y a lo verosímil. Por lo cual debe siempre echar mano de historias y acciones antiguas y apartadas de nuestra edad. Es verdad que Racine, autor muy conocido en Francia por sus tragedias, juzga no sin razón que también puede el poeta servirse de casos modernos y recientes, como sean de países muy distantes, porque para el vulgo lo mismo es la distancia de mil leguas que la antigüedad de mil años. Por ejemplo, para el vulgo de América, y aun de España, lo mismo será el caso de Constantino Bessaraba, príncipe de Valaquia, sucedido en nuestro tiempo, que otro que haya sucedido en tiempo de Pelayo o de Mauregato.

En la fábula cómica no cabe esta cuestión, y la comedia no será mejor ni peor porque su argumento sea verdadero o fingido. La razón es porque las acciones de los particulares y del pueblo no se extienden de ordinario más allá del barrio donde suceden, ni la memoria de ellas se conserva en las historias; antes bien, como el público se interesa muy poco en semejantes sucesos, se entrega luego a perpetuo olvido. Por esto la fábula cómica, aunque sea verdadera su acción, siempre será como fingida, porque siempre se debe suponer el auditorio ignorante de los lances, acasos y empeños que suceden en las casas particulares, cuya noticia solamente alcanza a aquellos pocos que tiene enlazados la amistad, o el deudo, o la vecindad.




ArribaAbajoCapítulo V [VII]

De las tres unidades de acción de tiempo y de lugar


Trataremos ahora la unidad de la fábula, calidad indispensable y precisa para su perfección. Y porque la unidad perfecta de la fábula comprende no solamente la acción, más también el tiempo y el lugar de la misma acción, discurriremos aquí juntamente de estas tres unidades.

Enseña, pues, Aristóteles129 que la fábula ha de ser una, así como en las demás artes imitadoras, cuya imitación es una y de una sola cosa. Dejemos a los comentadores de Aristóteles la fatiga de examinar esta razón del maestro y procuremos nosotros dilucidar su precepto. Ya en el libro segundo de esta obra queda dicho y probado que uno de los requisitos de la belleza, o en general o en particular, de la poesía es la unidad, o, por mejor decir, la variedad reducida a la unidad. Siendo, pues, necesaria a la poesía la belleza, para que sea deleitable, y el deleite para que sea útil, es claro que si el poeta quiere hacer bellos sus poemas, para que, por consiguiente, sean deleitables y útiles, habrá de darles esta variedad reducida a la unidad; y cuanto se desviare de la unidad en sus versos, tanto les quitará de belleza y de perfección, y tanto irá más lejos de conseguir el fin que debe proponerse un buen poeta. Lógrase esta unidad, en los poemas épicos o dramáticos, con la unidad de la acción en ellos representada, la cual unidad consiste en ser una la fábula, o sea el argumento, compuesto de varias partes dirigidas todas a un mismo fin y a una misma conclusión. De manera que todas las dichas partes o las varias acciones que componen el todo de la fábula, han de ser, según Aristóteles, tan esenciales, tan coherentes y eslabonadas unas de otras, que, quitada cualquiera de ellas, quede imperfecta y mutilada la fábula. Todas las acciones esenciales de un poema o de una tragedia o comedia han de ir a parar y unirse en el fin y conclusión de la fábula, como los semidiámetros de un circulo se juntan todos en su centro; de esta manera tendrá la fábula la más agradable regularidad, como entre las figuras geométricas el círculo.

La fábula, por ejemplo, de la Jerusalén, del célebre Torcuato Tasso, comprende la conquista de Jerusalén hecha por un ejército de cristianos debajo de la conducta de un famoso capitán dotado de suma prudencia, de incomparable valor y de heroica constancia en los trabajos y adversidades, con las cuales virtudes y con el favor del cielo, superó todos los obstáculos humanos y diabólicos y dio glorioso fin a la empresa. Véase cómo todas estas cosas, aunque varias, se vienen a unir en un punto, que es la conquista de Jerusalén, conspirando todas a un mismo fin, mirando todas a un mismo blanco, y, con su recíproca trabazón, formando una perfecta unidad. Era necesario un ejército para la conquista de una ciudad de enemigos; y era también necesario, y verosímil, para el buen éxito, que este ejército tuviese un general; era asimismo verosímil que, habiéndose de elegir caudillo, la elección recayese en un varón de tan aventajados méritos; como también que Solimán y los demás sarracenos acudiesen a socorrer a los de su misma secta, y que el demonio mismo los diese favor, oponiéndose a una empresa tan loable. Pero si esto era verosímil, era también verosímil y aun necesario que a la oposición sobrenatural del demonio se contrapusiese el favor sobrenatural del cielo, y que superados con esto y con la sabia conducta, valor y constancia del general, todos los obstáculos, se lograse la empresa. Hágase ahora la prueba de quitar alguna de estas partes esenciales y se verá cómo queda imperfecta la fábula. Quítese, por ejemplo, el ejército: ¿pero cómo es posible que un hombre solo conquiste una ciudad? Si se quita el capitán, ¿cómo será verosímil que un ejército sin él salga bien de la empresa? Lo mismo será si el capitán se supone sin las virtudes heroicas necesarias para su empleo. ¿Quitáranse los obstáculos? Mas entonces la empresa sería facilísima y, consecuentemente, común y vulgar; serían inútiles tantas virtudes del capitán y de sus subalternos, y la fábula carecería enteramente de maravilla, de justa grandeza y aun de toda verosimilitud, no siendo verosímil que tales empresas se logren sin grandes obstáculos y oposiciones. De esta suerte las partes esenciales se hacen inseparables por la fuerte trabazón con que están entre sí ensambladas y unidas, y, mirando todas a un mismo fin y blanco, forman la unidad de la acción que debe tener la fábula.

Aquí se podría dudar si bastaría, para la unidad de la fábula, el referir muchas acciones, pero de uno. Lo cual, aunque no deja de tener una cierta unidad, no es la perfecta unidad que requiere el poema épico o dramático, que principalmente consiste en la unidad de acción, no en la unidad de persona. Por esto Aristóteles reprueba esta especie de unidad, porque los hechos de un sujeto son tan diversos e incoherentes entre sí, que jamás pueden reducirse a un punto mismo y a un mismo fin. Sobre este principio funda la crítica que hace de aquellos poetas antiguos que escribieron en verso todos los hechos de Hércules o de Teseo, creyendo que por ser los hechos de uno tenían ya sus fábulas bastante unidad. Siendo esto así será preciso que desaprobemos, por falta de unidad, muchos de nuestros poemas, como la Vida de San José del maestro Valdivieso, La España libertada de Bernarda Ferreira, Los amantes de Teruel de Juan Yagüe, La Dragontea de Lope de Vega Carpio y muchas de nuestras comedias, como La hija del aire de Calderón, y otras. Semejantes obras más merecen el nombre de historias en verso que de poemas. En Lucano y en Ariosto han notado los críticos esta misma falta de unidad de acción.

Mucho más remoto de la perfecta unidad, y mucho más opuesto, será el referir muchas acciones diversas e incoherentes de muchos, como hizo nuestro Lope de Vega en su Jerusalén. En suma, la unidad de la fábula consiste en ser una la acción, cuyas partes conspiren todas a un mismo fin y se junten en un punto, que es el blanco de todas. Y si la acción fuere una y de uno, entonces será más perfecta la unidad, aunque ésta, a decir verdad, si bien tiene también lugar en la dramática poesía, es más propia del poema épico y se llama unidad de héroe, de la cual hablaremos en su lugar.

No es menos necesaria a la fábula la unidad de tiempo que la de acción. Unidad de tiempo, según yo entiendo, quiere decir que el espacio de tiempo que se supone y se dice haber durado la acción sea uno mismo e igual con el espacio de tiempo que dura la representación de la fábula en el teatro. Esta correspondencia e igualdad de un espacio con otro constituye la unidad de tiempo. La razón sobre la cual se funda esta unidad es evidente, a mi parecer, y nace de la verosimilitud y naturaleza misma de las cosas. Siendo la dramática representación una imitación y una pintura, mejor, cuanto más exacta, de las acciones de los hombres, de sus costumbres, de sus movimientos, de su habla y de todo lo demás, es mucha razón que también el tiempo de la representación imite al vivo el tiempo de la fábula, y que estos dos períodos de tiempo, de los cuales uno es original, otro es copia, se semejen lo más que se pueda. Como, pues, la representación no dura más que tres horas o cuatro, será preciso que el tiempo que se supone durar el hecho representado no pase de ese espacio o, si le excede, sea de poco. De esta manera podrá llamarse con razón unidad esta igualdad y semejanza de períodos, y este convenir que hacen, en una medida común de tiempo, la fábula y la representación de ella; de otra manera no veo cómo pueda llamarse unidad.

No ignoro que los autores de poética han tomado diverso rumbo para establecer la unidad de tiempo y que, llevados de un texto de Aristóteles a mi parecer equívoco y tal vez mal entendido, se han dividido en varias opiniones. Porque como este texto asigne a la tragedia, y lo mismo se debe entender de la comedia, un período de sol130, algunos por ese período han entendido un día natural de veinticuatro horas, y, por aquel pequeño exceso que permite Aristóteles, han alargado este espacio a treinta horas, y aun algunos a dos días; otros han entendido por período de sol un día artificial de doce horas, esto es, con poca diferencia, el tiempo que está el sol sobre el horizonte. Pero si he de decir con sinceridad lo que siento, no hallo en alguna de estas opiniones la perfecta unidad de tiempo. Porque, ¿qué unidad puede tener hacer dos períodos de tiempo tan diversos como es el espacio de tres horas, que durará la representación, y el espacio de doce o de veinticuatro, o de cuarenta y ocho horas, que se pretende hacer durar la fábula? Se me replicará a esto que es muy difícil y casi impracticable el reducir los enredos y lances de una tragedia o comedia al corto espacio de tres o cuatro horas o algo más, y que harto harán los poetas de poder ceñir sus fábulas al espacio de uno o dos días; que la diferencia, finalmente, no es tan grande y que la autoridad de Aristóteles es clara, y que es común la interpretación que se da a su texto entendiendo por un período de sol un día natural o artificial.

Pero, con buena paz de los que me hicieron estas objeciones, responderé primeramente que el ser difícil no prueba nada. Lo concedo también yo que es muy difícil el observar la unidad de tiempo con exactitud, y que son pocos los que la han observado perfectamente; y por esto los buenos poetas han compuesto muy pocas obras dramáticas, y éstas con mucho estudio y trabajo, contentándose con un pequeño enredo y absteniéndose de sucesos muy largos y muy intrincados, por no faltar a lo verosímil; al contrario, los malos e ignorantes poetas, libres de este yugo y de otros, a que la observancia de las reglas obliga, han dado a los teatros, con gran facilidad, centenares de comedias. Pero por esto no dejará de ser la unidad de tiempo lo que en sí es, y lo que dicta la razón y la verosimilitud. Ni tampoco es verdad que la diferencia de veinticuatro horas a tres no sea tan grande que no se deba hacer caso de ella; a mí me parece muy grande, muy sensible, aunque no niego que si esta diferencia se compara con la que tienen muchas comedias de poetas ignorantes, cuyas fábulas duran meses y años, es insensible y sin comparación mucho menos inverosímil y se puede tolerar. Por lo que toca a la autoridad de Aristóteles, que yo venero mucho particularmente en puntos de poética, de la cual ha escrito con tanto fundamento, diré, con paz de tan gran maestro y de los que se apoyan en su autoridad, que ésta sola no hace fuerza cuando hay una razón clara en contrario. Demás de que no me faltan conjeturas para creer, con mucha probabilidad, que el texto de Aristóteles se deba entender, no como comúnmente se ha entendido hasta aquí, sino según la explicación que arriba le he dado. Las cuales conjeturas expongo aquí al examen y censura de los eruditos, cuyo juicio y dictamen hallará siempre en mí toda la debida veneración.

Primeramente sabemos que la Poética de Aristóteles ha llegado a nosotros viciada en mil partes, adulterada e imperfecta. ¿Por qué no podrá ser que en lo que falta de esta obra se explicase Aristóteles diversamente o, a lo menos, con más claridad? Y aun en este mismo texto de la unidad de tiempo, ¿quién sabe que una palabra, que quizá falta, no decidiese la cuestión y la duda como yo la entiendo? Pero aun suponiendo que el texto está del mismo modo que lo escribió su autor, hay varias conjeturas para creer que la mente de Aristóteles fue conforme a nuestra opinión. Basta que por un período de sol no se entienda un giro entero, sino una parte del giro solar, lo cual me parece muy probable. Porque si se ha de entender por el espacio de doce horas, como muchos pretenden, éste no es un giro entero, sino parte de él; habiéndose, pues, de entender en este sentido, ¿por qué no podrá significar un espacio de tres o cuatro horas, que también es parte del giro solar? Y ¿por qué ha de ser este período precisamente de doce horas y no de menos? Si algún poeta hiciese una comedia con la más exacta verosimilitud, reduciendo la fábula al espacio de tres o cuatro horas, cuantas suele durar la representación, no creo yo que alguno le censurase de haber faltado al precepto de Aristóteles sobre la duración de la fábula. Luego parece claro que Aristóteles no entendió señalar para la unidad de tiempo el término preciso de veinticuatro horas o de doce, y sólo habrá querido decir, a mi entender, que lo más que podía alargar el poeta el tiempo de su fábula era este espacio. Luego la mente de Aristóteles, en este lugar, era decir que la verdadera y exacta unidad de tiempo fuese aún menos de doce horas y que el poeta, cuando más (hòti màlista), pudiese alargarse hasta doce horas o algo más. La misma diferencia que pone Aristóteles entre la epopeya y la tragedia, diciendo que la epopeya no está precisada a tiempo alguno, es una conjetura muy fuerte de que Aristóteles entendió la unidad de tiempo como nosotros la entendemos. Porque la razón de esta diferencia es el ser la epopeya una pura narración de un hecho; y entre el tiempo que duró el hecho y el que dura la narración no hay conexión ni proporción alguna, pudiéndose referir en pocas horas lo que ha costado de ejecutar muchos años. No hay medida común e igual de tiempo para estas dos acciones de leer un poema y de ejecutarse lo que se lee. Pero en la tragedia y comedia está presente el auditorio a lo que se ejecuta, y ve con sus propios ojos los sucesos y las personas de la fábula como si desde una ventana estuviese mirando lo que pasa en una calle o plaza; con que, el mismo tiempo que ponen los actores en obrar, pone el auditorio en ver lo que obran, y un mismo período de tiempo es medida común, igual y cabal del obrar de los unos y del ver de los otros, empezando y acabando estas dos acciones, del auditorio y de los representantes, a un mismo tiempo. Y como es imposible y absurdo que pasen por otras veinticuatro horas al tiempo que por mí pasan solamente cuatro horas de igual medida, así es imposible y absurdo que las personas se finjan estar en acción más tiempo del que pasa por el auditorio presente. Pues si es ésta la razón, supuesto que no hay otra, por la cual la epopeya no tiene tiempo determinado, y le tiene la tragedia, es evidente que este tiempo ha de ser el que se prueba y establece con esta misma razón, esto es, un espacio o período de tiempo que sea común medida de lo que dura la acción y la representación de ella. Luego, si Aristóteles señaló esta diferencia entre la epopeya y la tragedia, lo hizo fundado en la dicha razón, no habiendo otra; y si se fundó en semejante razón, es claro que entendió determinar para la fábula dramática aquel período de tiempo que de tal razón resulta; y como este período sea el que ya hemos dicho, igual en la acción y en la representación, es evidente que Aristóteles entendió por unidad de tiempo lo mismo que nosotros entendemos, y que si se explicó con alguna obscuridad y equívocamente, fue un efecto natural de su estilo conciso y de su genio amigo de envolver toda su doctrina en términos obscuros. Esto baste para prueba y confirmación de nuestras conjeturas y de nuestra opinión.

Volviendo ahora a atar el hilo de nuestro asunto, digo que, a mi parecer, queda, sin duda alguna, fundada y sentada la regla de la unidad de tiempo, la cual consiste en fingir que dure la acción tanto como la representación; y como ésta se hace ordinariamente en tres o cuatro horas, éste será el término establecido para la duración de la fábula. No obstante, podrá el poeta alargarse, sin escrúpulo, una o dos horas más, porque el auditorio no mide tan exactamente el tiempo de la acción que ésta no puede exceder, como no sea mucho, a la representación. Heme alegrado no poco de hallar comprobada y autorizada mi opinión con la del célebre Pedro Corneille131, en uno de sus discursos sobre la tragedia, y con la de Dacier, insigne traductor y comentador de la Poética de Aristóteles132.

Otra advertencia trae también el citado Corneille, muy digna de notar y de practicarse en todas las tragedias y comedias; y es que el poeta calle enteramente el tiempo de la acción y no acuerde jamás al auditorio las horas que van pasando, yerro en que cayó el autor de la comedia Los empeños de seis horas, ni ofrezca a la vista cosa alguna de la cual se pueda venir en conocimiento del tiempo que pasa por la fábula. Si en una misma comedia una mujer concibe y pare, o el que salió al principio niño sale después ya hombre, es claro que el auditorio vendrá en conocimiento de que la fábula dura muchos meses o muchos años. Pero con la advertencia sobredicha, podrá el poeta alargar su fábula algo más de las cuatro o seis horas establecidas, sin que el auditorio repare esta diferencia de tiempo. Finalmente, si el poeta no pudiese ceñir el enredo de su tragedia o comedia a tan corto espacio, y quisiese seguir las opiniones ya dichas y dar a su fábula doce, o veinticuatro horas, o dos días, sepa que su unidad de tiempo no será tan exacta como debe ser, pero, en, fin, se podrá tolerar.

Pasemos ahora a la unidad de lugar, punto difícil y escabroso, no menos que los antecedentes. En Aristóteles no hay precepto expreso sobre esta unidad; pero se puede sacar por ilación de su doctrina, y quizás el omitirlo fue porque juzgó superfluo el advertir lo que ya de suyo era claro y evidente. De la misma razón y de la misma verosimilitud de donde dimana la regla de la unidad de tiempo, se origina también la unidad de lugar, y, como es absurdo, inverosímil y contra la naturaleza de la buena imitación que, mientras por los oyentes pasan sólo tres o cuatro horas, pasen por los actores meses y años, asimismo es absurdo, inverosímil y contra la buena imitación, que, mientras el auditorio no se mueve de un mismo lugar, los representantes se alejen de él y vayan a representar a otros parajes distantes, y no obstante sean vistos y oídos por el auditorio133. Consiste, pues, esta unidad en que el lugar donde se finge que están y hablan los actores sea siempre uno, estable y fijo desde el principio del drama hasta el fin; y cuando poco o mucho no fuere uno y estable el lugar, será faltar poco o mucho a la unidad. Supongamos que en una comedia, el teatro, al principio, se finge ser una calle de Zaragoza; digo que el teatro ha de ser la misma calle por toda la comedia. Supongamos ahora que lo que al principio fue, por ejemplo, el Coso, se finge después ser el mercado o la plaza del Pilar; éste será un yerro contra la unidad de lugar, aunque muy ligero y perdonable. Pero si se finge que lo que era calle del Coso es el Arenal de Sevilla o un palacio en la isla de Chipre o el monte Atlante en África, no habrá quien pueda sufrir tal absurdo:


Non dii, non homines, non concessere columnae



Remito a mejor ocasión innumerables ejemplos que pudiera alegar de nuestros cómicos españoles, que han contravenido a la unidad de lugar con mucha culpa de su descuido y no poco desdoro del parnaso español.

Sé que no todos determinan tan rigurosamente la unidad de lugar, pretendiendo algunos que la escena pueda figurar toda una ciudad y algunas leguas al derredor. Pedro Corneille juzga ser demasiada esta licencia, y quisiera que la escena representase solamente dos o tres parajes de la ciudad. Mas, a decir verdad, no hallo exacta unidad de lugar ni en una ni en otra opinión, y antes veo muy violentada la verosimilitud. Ha de hacer gran fuerza la imaginación de los oyentes para figurarse que aquel mismo lugar, que poco antes se suponía ser una antesala de un palacio, sea, poco después, sin haber habido mutación alguna en el tal palacio, campaña abierta al derredor de la ciudad, y de campaña pase, por pura imaginación, a ser estrado de damas. Tal vez por evitar este inconveniente se introdujo, y hoy día se observa en las óperas de Italia y en las comedias que llaman de teatro o de bastidores en España, el mudar las escenas, haciendo, como por vía de encanto, que desaparezca lo que era sala y aparezca en su lugar un jardín, y luego el jardín se transforme en un gabinete, y éste, después, en una playa con vista de mar y armada naval. Todas las cuales son metamorfosis un poco extravagantes y que hacen mucha violencia al entendimiento y a la imaginación. Pero, como por otra parte sea sumamente inverosímil, incompatible y contra toda razón que en un mismo lugar invariable, por ejemplo, en un mismo aposento, concurran siempre a hablar y obrar las personas de la comedia o tragedia que se suponen de diversos genios y con distintos fines, y tal vez con enemistades, y que todos los enredos y accidentes sucedan allí mismo, que allí riñan dos competidores, allí se visiten dos damas, allí se requiebren dos enamorados, allí se escriba, se pasee, se cante, se confíen secretos y otras cosas semejantes que ningún hombre de sano juicio podrá conceder ser verosímil que sucedan en un mismo lugar, resulta de todo esto ser dificilísimo, y casi imposible, que un poeta, por mucho que trabaje y sude, pueda dar perfecta unidad de lugar a su fábula. Por lo que me ha parecido muy justo y muy digno de abrazarse el expediente que propone un moderno erudito italiano, Jerónimo Baruffaldi, autor de una tragedia intitulada Giocasta la giovane. Es de parecer este autor que para evitar los inverosímiles e inconvenientes de escenas mudadas improvisamente o que se deben imaginar mudadas, y para facilitar la verosimilitud y la unidad de lugar, se podrían hacer en el teatro ciertas divisiones horizontales, unas sobre otras, o perpendiculares contiguas, según la diversidad de los lugares que necesitase la representación de la tragedia o comedia; por ejemplo, si fuese necesario un aposento, una calle y un jardín, sería menester hacer tres divisiones, de las cuales una figurase el aposento, otra la calle y otra el jardín. De esta manera podrían los personados, sin mudar nada del teatro y sin que la imaginación del auditorio padeciese violencia alguna, representar ya en la división del aposento, ya en la de la calle, ya en la del jardín, conforme a lo que requiriese el mismo enredo del drama.

Es muy probable la conjetura del citado autor, que los antiguos usasen estas divisiones de teatro en sus dramas, los cuales sin ellas están sujetos a muchos inverosímiles e inconvenientes. El Ayax de Sófocles y alguna comedia de Plauto, como el Miles gloriosus, acto cuarto, escena sexta, donde Pyrgopolinices parece que habla en una de las divisiones, y en otra Acroteleucia y Milphidippa, podrían confirmar esta conjetura. Si bien es verdad que los antiguos mudaban también la escena, como al presente se usa, lo cual se comprueba, entre otras razones, con aquel verso de Virgilio en el 3 de las Geórgicas: vel scaena ut versis discedat fromtibus, en el cual verso Servio Honorato134 dice que la escena era de dos maneras: versátil o dúctil. Y estas dos especies de escena responden perfectamente a las que hemos dicho usarse hoy día.

Lo cierto es que con esta nueva invención se evitarían muchas inverosimilitudes y dificultades en la unidad de lugar, la cual de esta manera se observaría perfectamente, no mudándose en todo el drama la escena, y siendo el lugar de la representación uno, estable y fijo, aunque dividido en partes que serían contiguas; las personas hablarían y obrarían donde más les conviniese según sus fines y genios; se rondaría la calle y no el aposento; se recibirían las visitas en un estrado y no en una plaza; habría lugar solitario donde poder confiar un secreto a un amigo; habría jardín donde una dama enamorada pudiese hacer soliloquios; y, finalmente, el poeta podría con más facilidad deleitar el auditorio con nuevos y extraños lances, sin que el lugar impropio los hiciese increíbles y quitase a la mayor parte del auditorio el gusto que de ellos podría recibir. Es verdad que sería menester hacer primero experiencia de esta nueva disposición de teatro, y ver cómo sale puesta en práctica; si hay algún grave inconveniente, si el auditorio puede ver y oír bien y otras cosas de este género, que con la misma práctica se advertirían y podrían remediar. Asimismo sería menester que, quien dispusiese la escena, hubiese leído la comedia o tragedia que se quisiese presentar y héchose cargo de todo el enredo de ella, y examinado bien qué lugares requiere para arreglarse y guiarse por ellos en el número, calidad y disposición de las divisiones. Y por lo que toca al hacerlas horizontales o perpendiculares, la misma experiencia enseñaría cuáles fuesen mejores. Por lo que yo puedo conjeturar, me parece que las perpendiculares serían más practicables y más acomodadas a la vista. Pero en caso de no practicarse esta nueva disposición de teatro, siempre tengo por mejor la de mutaciones y bastidores que no la que comúnmente se usa en España, donde cuatro paños o cortinas inmobles representan todo género de lugares, cosa sumamente violenta para la imaginación del auditorio.