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ArribaAbajoCapítulo VI [VIII]

De la fábula simple e impleja y de la agnición y peripecia


Divide Aristóteles la fábula en simple e implexa135, división que también se adapta a las acciones. Fábula o acción simple es aquella en la cual sucede mudanza de fortuna o pasaje136de la felicidad a la miseria, sin peripecia ni agnición. La implexa es aquella en la cual se hace la mudanza de fortuna, con agnición o con peripecia, o con una y otra. Pasando, después, Aristóteles a juzgar de la preferencia de estas dos especies de fábulas, decide en favor de la implexa137; pero poco después138, casi contradiciéndose, dice que la fábula simple es mucho mejor que la doble. De esto y de la definición de la peripecia y de la obscuridad y brevedad con que Aristóteles se explica en toda esta doctrina, nace una multitud de dudas y disputas muy largas y muy intrincadas, que yo, por no cansar inútilmente a mis lectores, omito gustoso, remitiéndome a los comentadores de este autor y contentándome con aclarar breve y distintamente toda su doctrina sobre este punto.

Ya hemos dividido, con Aristóteles, la fábula en simple e implexa; pero como la inteligencia de estas dos especies de fábulas pende de la peripecia y agnición, que son propias de la implexa y no de la simple, será preciso decir ahora lo que son peripecia y agnición. Es, pues, la peripecia una mudanza de fortuna en contrario de lo que los lances y sucesos de la acción hubieren prometido hasta aquel punto; pero no mudanza como quiera, sino repentina, impensada y contra toda expectación. Agnición o reconocimiento, como el mismo nombre lo manifiesta, es pasaje improviso del desconocimiento al conocimiento de una persona, o de alguna especial calidad suya, o de algún hecho, de donde resulte la amistad o enemistad de las personas que son destinadas a ser felices o infelices en el drama. Pero es menester advertir que así la peripecia como la agnición deben ser sacadas con arte y con mucho juicio de la misma fábula y de los hechos antecedentes, según que fuere necesario o verosímil. Es menester advertir también, como ya hemos insinuado, que no cualquier mudanza es peripecia, ni cualquier reconocimiento de persona o hecho es agnición. La mudanza de fortuna, para ser peripecia, debe suceder en contrario de los hechos antecedentes, y debe ser improvisa e impensada; y el reconocimiento debe recaer sobre alguna de las personas principales, y ha de producir nueva enemistad o nueva amistad entre tales personas. Supuesto esto, con razón prefiere Aristóteles la fábula implexa a la simple, como más maravillosa, más enredada y, por consiguiente, más deleitosa y más apta para mover los afectos del auditorio por lo impensado de sus lances. Veamos ahora si con igual razón prefiere la simple a la doble, o si se contradice.

Dice, pues, Aristóteles139 que la fábula, para ser perfecta, ha de ser simple, y no doble, como algunos las llaman. En el cual texto quiero advertir de paso el error de Paccio, que traduce osper tinès phasi: ut nonnulli putant; debiendo decir: ut quidam dicunt, como tradujo muy bien Ricobono, por ser ésta la mente de Aristóteles, como claramente se ve. Llamaban algunos en aquel tiempo fábula simple a la que tenía una sola mudanza de fortuna, de la felicidad a la infelicidad, y fábula doble a la que tenía dos mudanzas, donde por la una bajaban unos de la felicidad a la infelicidad y por la otra subían otros, al contrario, de la infelicidad a la felicidad. En este sentido y en esta denominación, que en su tiempo daban algunos a la fábula, dice Aristóteles deberse preferir para la tragedia la fábula simple a la doble. Por lo que se entenderá claramente que Aristóteles no contradice aquí a lo que antes había dicho, esto es, que debía ser preferida la implexa a la simple. Allí él mismo inventó y apropió este nombre a la fábula de poco enredo, y que no tenía peripecia ni agnición; aquí se sirve de la denominación que otros daban a la fábula, llamándola simple cuando tenía una sola mudanza de fortuna; y así siendo estas dos fábulas simples diversas, y habiéndose de entender en sentidos distintos, no es mucho que en una parte pospusiese la simple y en la otra la prefiriese. En la comedia de La fuerza del natural tenemos un ejemplo de la fábula doble e implexa con peripecia y agnición.

Resta ahora que veamos en cuántos modos se pueden variar estas mudanzas de fortuna. Primeramente, las mudanzas no son más que dos, como ya queda dicho: del estado feliz al infeliz, o del infeliz al feliz; pero los hombres a quienes pueden acontecer estas mudanzas se pueden considerar de varias maneras. En primer lugar, divide Aristóteles los hombres en mejores y peores; los primeros son propios de la tragedia, los segundos de la comedia140. Y claro está que Aristóteles por mejores entiende los mejores en fortuna, en poder, en riquezas y en fama; y por peores entiende la gente vulgar y los hombres particulares. Y la razón por qué aquéllos y no éstos son propios para la tragedia es porque como la tragedia es una imitación de un hecho grande y famoso, y tiene por fin el excitar en los ánimos del auditorio los afectos de terror y de compasión, los personajes ilustres y grandes son más a propósito para mover tales afectos; sus caídas son más ruidosas, sirven de mayor escarmiento, y causan mayor terror y lástima. Al contrario, los hombres particulares o plebeyos no son propios para la tragedia, porque regularmente entre tales personas no suceden casos tan extraños ni de tan grandes consecuencias; y dado que sucedan y por ellos caigan de la felicidad en la miseria, la caída es tan baja y tan poco considerable, que no podría causar mucho terror ni mucha lástima.

Por otra parte se pueden considerar los hombres, no ya por la dignidad o fortuna que gozan, sino por sus costumbres malas o buenas. Y en tal consideración los hombres, o son buenos y virtuosos, o son malos y viciosos, o son indiferentes que no declinan del todo al vicio ni a la virtud, no siendo ni por extremos buenos ni por extremos malos. Combinando ahora estas tres especies de hombres con las dos mudanzas ya dichas, resultan seis constituciones de fábulas, de las cuales unas son directamente opuestas a la tragedia y a su fin, otras excitan afectos impropios y una sola es la que aprueba Aristóteles. Primeramente141, si los buenos caen de la felicidad en la infelicidad, no produce tal caída los afectos propios de la tragedia, que son terror y lástima, sino más presto un cierto horror, un pasmo y despecho142de ver abatida y desgraciada la virtud y hollada y oprimida la inocencia. Si a los mismos buenos acontece la contraria mudanza de la miseria a la felicidad, tampoco de tal constitución resultarán los afectos trágicos de terror y compasión, sino antes bien alegría y gozo de ver ensalzada la virtud y premiado y triunfante el mérito. Si los malos pasaren de la felicidad a la infelicidad, esto será recibir el castigo de sus maldades, lo cual, aunque por humano sentimiento pueda excitar algún género de leve compasión, no excitará grande lástima, ni aquel terror necesario para la tragedia. Porque así como de ver padecer un inocente resulta la compasión, así el terror y el escarmiento provienen de ver padecer un igual y semejante. No habiendo, pues, en el auditorio persona que se juzgue semejante a aquel cuyas costumbres se suponen en extremo malas, su caída no dará terror a nadie. Al contrario, si los malos del estado infeliz subieren al feliz, será tal constitución la más opuesta a la tragedia y a su fin, no siendo este caso ni deleitoso para el auditorio, ni terrible ni lastimoso. Quedan sólo los indiferentes que bajen del estado feliz al infeliz o, al contrario, suban del infeliz al feliz; y como este último caso produzca sólo alegría y gusto, será más propio de la comedia que de la tragedia. Mas el primer caso, en el cual los indiferentes bajan de la felicidad a la miseria, es la constitución que Aristóteles aprueba sobre todas para la tragedia, con la circunstancia de que tales personas no fragüen su desgracia por algún delito enorme, sino por ignorancia, yerro o falta pequeña, que no pueda llamarse delito.

Es verdad que aunque Aristóteles de todas estas constituciones aprueba solamente una para la tragedia, no falta quien diga poderse practicar alguna de las otras constituciones desechadas por él. Primeramente el erudito José Antonio González de Salas, en su Ilustración a la Poética de Aristóteles, sección 3, pretende, probar que si bien está excluida de la tragedia la fábula doble, puede, sin embargo, admitirse según la mente del maestro. Porque, dice, la fábula doble reprobada en la tragedia y aprobada como la mejor para la comedia, es que el bueno pase de la infelicidad a la felicidad y el malo de la felicidad a la infelicidad; luego, si esta constitución es propísima de la comedia, la contraria a ésta será propia de la tragedia, y será tal, que el malo suba del infeliz estado al feliz, y el bueno baje del feliz al infeliz. Y si bien cada una de estas mudanzas está expresamente reprobada, todavía pretende este autor que Aristóteles no las haya absolutamente condenado, y que en este lugar, que es la partic. 69, admite, para la tragedia, igualmente al indiferente y al bueno. Pero no quiero dejar de decir que nuestro González no entendió bien la mente de Aristóteles, el cual no admite aquí de ninguna manera a los buenos. Su equivocación habrá nacido, creo yo, de haber interpretado mal aquella palabra beltíonos, la cual aquí no quiere decir del mejor en costumbres, como quizás pensó este autor, sino del mejor en fortuna y poder, como poco antes había ya prevenido Aristóteles diciendo: tòn en megàlei doxei, ònton kaí eutychia, y llamando a los buenos epiphaneis andres, varones ilustres, por su origen y grandeza.

Además de lo que dice el citado González, tampoco Pedro Corneille se conforma con Aristóteles en cuanto a no admitir a los buenos ni a los malos en la tragedia, sino sólo a los indiferentes. Porque, dice este autor, cesando los motivos por los cuales el maestro reprueba a los buenos y a los malos, cesarán también las razones de reprobarlos. Deséchase, pues, la caída del bueno, porque excita despecho y no lástima, y la caída del malo, porque excita gozo y no miedo. Luego siempre que estas caídas se dispongan de modo que no exciten ni despecho ni gozo, ni piedad y temor, afectos propios de la tragedia, se podrán admitir en ella tales personas. Como por ejemplo, si el bueno escapa del peligro en el cual cae el malo que antes le perseguía; en este caso ya el peligro del bueno moverá a compasión y, luego, el castigo del malo dará temor, especialmente a aquellos cuyos vicios tengan alguna relación con los del personado. Si la regla de Aristóteles fuese inviolable, los mártires no serían a propósito para la tragedia; no obstante, en los teatros de Francia, ha tenido grandes aplausos el Polieucto de Corneille. Débese hacer, además de la antecedente, otra división de las personas de la fábula, según sus relaciones recíprocas, sus fines y vínculos de parentesco y amistad. Las acciones trágicas suceden entre tres especies de personas: o entre amigos, o entre enemigos, o entre neutrales e indiferentes. Si un enemigo mata o intenta matar al otro, no excitará mucha lástima este caso, ni hallará en el auditorio más de aquel natural sentimiento que de la muerte de cualquier hombre resulta. Lo mismo será si la acción trágica pasa entre personas indiferentes. Ya los espectadores podían temer e imaginarse tal venganza y crueldad de un enemigo; y en el indiferente no se supone ningún afecto contrario a esa venganza. Pero si el caso sucede entre personas enlazadas con vínculos de parentesco o de estrecha amistad, o el hermano mata a su mismo hermano, o el hijo al padre, o el padre al hijo, o éste a la madre, o la madre al hijo, entonces cuanto más extraña, más impensada y más nueva es la persecución, la venganza y la crueldad, tanto mayor será la maravilla, la suspensión, el terror y la compasión del auditorio. Esta última calidad de personas, esto es, de parientes o amigos, juzga Aristóteles143 ser mucho mejor que las otras para la tragedia.

Estas acciones trágicas pueden suceder en cuatro maneras diversas entre amigos y parientes. Porque, o conocen o no conocen al amigo o pariente, o cometen la crueldad, o solamente la intentan sin llegar a ejecutarla. De estos cuatro modos se forman cuatro diversas constituciones de tragedias. La primera es cuando el amigo conoce al amigo y le persigue descubiertamente, intentando matarle, pero no lo ejecuta; la cual constitución reprueba Aristóteles como la peor de todas, porque tiene mucho de abominable y de horrible, y nada de trágico. La segunda es cuando el amigo conoce a quien persigue o intenta matar, y de hecho le mata, como Medea mata a sus hijos en Eurípides; y ésta es algo mejor que la antecedente. La tercera es cuando el amigo persigue y mata a su amigo sin conocerle, pero le reconoce con pesar y sentimiento después de haberle muerto; esta constitución es ya mejor que las otras. La cuarta es cuando el amigo está ya para matar al amigo o pariente sin conocerle, pero le reconoce antes de la ejecución y a tiempo de poderle librar la vida. Esta es la mejor constitución de todas, según Aristóteles144, el cual da suficientes razones cuanto a las tres primeras constituciones porque una sea mejor o peor que la otra. La primera constitución es reprobada como la peor porque da horror el ver un amigo perseguido por otro, y como no llega a matarle, falta lo que podría excitar la compasión. En la segunda constitución ya se logra esta compasión con la muerte ejecutada, y por eso es más propia para la tragedia. La tercera es mucho mejor que las otras porque se evita del todo lo abominable de la acción con la ignorancia y el desconocimiento, y se excitan los efectos de terror y lástima con la ejecución de la muerte, y mucho más con la impensada agnición de la persona muerta. Pero en abono de la cuarta constitución, no alega Aristóteles razón alguna, aunque la prefiere a todas. Esfuérzanse algunos comentadores a sostener la opinión del maestro con intrincadas razones y con interpretaciones traídas de muy lejos; otros confiesan claramente que aquí se contradice Aristóteles, porque habiendo dicho antes que la tragedia requiere propiamente los afectos de terror y compasión, no de alegría y gozo, y que por esto la fábula trágica ha de contener el pasaje de la felicidad a la infelicidad, y no el contrario, aprobando aquí la cuarta constitución y prefiriéndola a las demás, viene a preferir el éxito feliz. Pablo Benio procura probar que en la cuarta constitución no hay verdaderamente éxito feliz, y que sólo se requiere que la persona perseguida evite la muerte, sin que sea precisamente necesario que pase de la infelicidad a la felicidad. Como quiera que esto sea, no puedo dejar de decir que Aristóteles ha tratado estos puntos con demasiada brevedad y mucha obscuridad, y que su doctrina, cuanto a esto, admite muchas excepciones y explicaciones. Hanme parecido muy justas las que propone Pedro Corneille, poeta de mucha autoridad en esta materia.

Primeramente juzga este autor145 que el vínculo de amistad o parentesco no es absolutamente necesario. No hay duda que tal vínculo tiene muchas ventajas para excitar los afectos trágicos, y que puede juzgarse como un requisito necesario solamente para las tragedias más perfectas; pero esto no impide que no puedan componerse otras tragedias, como de segunda clase, aunque buenas en su género, sin esta condición del deudo o de la amistad. Además de esto, la primera constitución que Aristóteles desecha se debe entender de aquellos que conocen a quien persiguen, y cesan de perseguirle sin causa ni motivo notable que les obligue a mudar de parecer. Es cierto que semejante constitución sería mala, y con razón reprobada. Pero cuando aquellos que persiguen descubiertamente a un amigo o pariente, hacen de su parte lo que pueden, pero les es impedido el efecto de su persecución por algún poder superior o por alguna mudanza de fortuna, que los abate o reduce debajo del poder de aquellos a quienes antes perseguían, no hay duda, dice Corneille, que tal constitución sería de un género quizá más perfecto que las otras tres que Aristóteles prefiere. Pablo Benio146 entiende de otra manera el texto de Aristóteles, que a mi parecer solamente se puede defender del modo con que lo explica Pedro Corneille.

El orden de preferencia que establece Aristóteles entre las cuatro constituciones padece también sus dificultades. La experiencia hace dudar, con mucho fundamento, que la constitución que él estima menos sea la mejor y, al contrario, la que prefiere a todas sea la que menos merece ser preferida. Un padre, dice el citado Corneille, hablando de la cuarta constitución, persigue a un hijo suyo y no le mira sino como indiferente, o quizás como enemigo; sea lo uno o lo otro, es cierto que su peligro, según el mismo Aristóteles, que ha excluido los indiferentes y enemigos, no es digno de piedad ni excita en el auditorio más de una cierta zozobra o temor, de que aquel hijo no perezca a manos de su padre antes de ser descubierto y reconocido, y desea que se descubra a tiempo de poder impedir aquella desgracia. Y cuando sucede el reconocimiento, sólo produce los afectos de placer y contento, impropios de la tragedia.

Y si el reconocimiento es después de la muerte de la persona no conocida, que es la tercera constitución, la piedad que excitan los lamentos y despechos de quien la ha muerto sin conocerla, no puede ser muy grande ni muy intensa, porque estando ya para acabarse la tragedia, tiene el poeta muy poco tiempo y muy corto espacio para mover los afectos. Pero cuando las personas obran a cara descubierta, como en la segunda constitución, y saben y conocen a quien persiguen, entonces el combate de las pasiones contra la naturaleza y de la obligación contra el amor y la amistad, ocupa la mejor y mayor parte de la tragedia, dando motivo a las más fuertes conmociones que renuevan y doblan a cada paso la conmiseración. Por esta razón, la agnición, aunque no se puede negar que es de mucho adorno en las tragedias, no deja de tener sus inconvenientes, porque quita el mejor medio de hacer obrar las pasiones, quitando el recíproco conocimiento de las personas y privando la tragedia de aquel contraste de encontrados afectos que conmueven más los ánimos del auditorio.

Ahora diremos en cuántos modos se puede hacer la agnición, y cuáles sean los mejores. Una persona puede ser reconocida o por señales, palabras u obras suyas, o por medio de otras personas sin cooperación suya. Las señas pueden ser o naturales, como son los lunares o las cicatrices, o advenedizas, como cifras, cadenas, joyas, anillos o cosas semejantes, por las cuales se venga en conocimiento de quien es. Estos dos modos son de poco artificio y encuentran poco aplauso en el auditorio. Puede también una persona ser conocida por sus mismas palabras, las cuales den ocasión a los que las oyen de barruntar quién es; ésta es la que Aristóteles llama agnición por silogismo. También por alguna acción se puede reconocer la persona, como cuando Ulises, oyendo cantar a Demodoco, en casa de Alcínoo, la guerra de Troya, lloró acordándose de aquellos hechos en que había tenido tanta parte, y por sus lágrimas fue reconocido; ésta es la agnición de reminiscencia, según Aristóteles. Mas también sin señas ni cooperación alguna de la misma persona se puede hacer el reconocimiento por medio de personas ajenas; esto sucede cuando el poeta, con su ingenio y artificio, saca de la misma fábula, y de los hechos antecedentes, el reconocimiento con toda verosimilitud y con peripecia, esto es, con improvisa mudanza de fortuna. Este modo de agnición es el mejor de todos, el más artificioso, más ingenioso y de mayor deleite y maravilla para el auditorio. Tal es el reconocimiento de Carlos en la comedia de La fuerza del natural, de Agustín Moreto.

A esto se reduce todo lo que Aristóteles dice de los modos de la agnición, desde la partic. 81, según la división de Benio, hasta la partic. 87; pero, es verdad que lo dice con mucha obscuridad, la que, en lugar de aclararse, crece más con las prolijas disputas de los comentadores.




ArribaAbajoCapítulo VII [IX]

De los episodios y de las fábulas episódicas


Además de las condiciones y calidades de la fábula que hasta aquí hemos explicado, se consideran otras tres cosas en la fábula dignas de la atención del poeta; éstas son: los episodios, el enredo y su solución. En este capítulo discurriremos brevemente, de los episodios.

Al principio, cuando se introdujo la representación de un actor por entre lo cantado del coro para que descansasen los cantores y músicos de su continua fatiga y los oyentes no viniesen a enfadarse de tan largo canto, se dio a esta representación el nombre de episodio; pero después que creció el número de los actores y se tomaron argumentos grandes y cabales y, finalmente, la representación de los actores se empezó a considerar como principal objeto y no accesorio como antes, mudóse también la aplicación del nombre de episodio y se atribuyó solamente a aquellas partes menos principales que no entraban en el primer bosquejo de la fábula y que eran como digresiones o particularidades de ella.

Los episodios, a mi entender, no son otra cosa que el modo de la acción de la fábula, lo cual se entenderá mejor con un ejemplo. La fábula o acción de la Ifigenia en Tauris, de Eurípides, es ésta. Ifigenia era sacerdotisa en el templo de Tauris, en Scythia; era costumbre de aquellos pueblos sacrificar los extranjeros que llegaban a aquella playa; casualmente aportaron a ella a Pilades y Orestes, hermano de Ifigenia, la cual antes de ejecutar el sacrificio, acción que según costumbre tocaba a la sacerdotisa, reconoce a su hermano y libra a entrambos extranjeros la vida. Ésta es la fábula, pero el modo cómo sucedió el reconocimiento es fuera de la fábula y es lo que propiamente se llama episodio. Eurípides finge que Ifigenia, deseosa de hacer saber a los suyos que vivía y el paraje donde estaba, promete librar la vida a uno de los dos, como jure llevar a Lacedemonia una carta, y por si acaso ésta se perdía, comunica a el que había de llevarla lo que en ella había escrito; de este modo Orestes reconoce a su hermana Ifigenia, y ella asimismo le reconoce a él por varias señas.

Lo mismo parece que sienta el P. Le Bossu147 cuando define los episodios partes necesarias de la acción extendidas con circunstancias verosímiles. La fábula de la Ulisea son los viajes de Ulises, ausente por muchos años de su patria, a la cual vuelve superados todos los obstáculos, y luego castiga la insolencia de los amantes de Penélope, su esposa. Según esta planta, es necesario que Ulises haga viajes y esté fuera de Itaca. Conque sus viajes y aventuras de Antifate, de Scila, de Caribdis, de Polifemo, de los Feaces, de Circe, de las sirenas, etc., son episodios y al mismo tiempo son partes necesarias de la fábula, pero extendidas y circunstanciadas según lo verosímil. Tienen, pues, estos episodios las dos calidades de ser necesarios y verisímiles: necesarios, porque era necesario, según la constitución y planta de la fábula, que Ulises viajase; verosímiles, porque era verosímil que hiciese tales viajes, si bien estaba en mano del poeta el poner en lugar de Antifate, de Scila, de Caribdis, etcétera, otros nombres con otras circunstancias verosímiles. Todo esto concuerda con lo que hemos dicho de la Ifigenia en Tauris. El reconocimiento recíproco de Ifigenia y de Orestes era parte necesaria de la fábula; y este mismo reconocimiento, puesto por extenso con las circunstancias verosímiles de la carta y de las preguntas de Ifigenia y respuestas de Orestes, forma un episodio.

De cuanto hemos dicho hasta ahora, que es todo conforme a la doctrina de Aristóteles y del P. Le Bossu, y de otros maestros de poética, se infiere que la naturaleza de los episodios procede y participa de la naturaleza de la fábula, como las ramas participan del tronco, y que su esencia consiste en ser partes necesarias de la misma fábula o, como hemos dicho, en ser el modo y las circunstancias de la acción. Y así como un embrión contiene abreviados y reducidos todos los miembros del cuerpo, que después se engruesan y extienden en debida y más sensible magnitud, así la planta general de la fábula ha de contener en sí las semillas de los episodios, y los miembros, y las partes de la acción, que circunstanciadas después y crecidas en justa proporción, son a un mismo tiempo partes de la acción y episodios, o son la misma acción circunstanciada.

Los miembros de un cuerpo, teniendo justa proporción entre sí, son mayores o menores, según es mayor o menor el cuerpo del cual son partes; y asimismo los episodios deben ser mayores o menores, según la mayor o menor grandeza de las fábulas. La epopeya, cuanto más grande y más extensa, admite también episodios más grandes y más largos, pero los de la tragedia y comedia, que son poemas más breves, han de ser más sucintos: es preciso que el poeta observe exactamente esta proporción.

De esta misma diversa grandeza de los episodios o de las partes de la fábula nace una reflexión digna también de notarse. Los episodios, considerados cuanto al todo de la fábula, son partes de ella; pero se pueden también considerar a parte y como piezas sueltas, y, en este caso, tienen también ellos sus partes menores, que son como episodios de los episodios; pero unos y otros están eslabonados entre sí, unos como partes de los episodios principales, otros como partes de toda la fábula. Se entendería esto claramente con un ejemplo; mas como esta observación tiene lugar más propiamente en la epopeya que en la tragedia o comedia, cuyos miembros son tan pequeños que no admiten otras menores subdivisiones que sean perceptibles, lo diferiremos para cuando se hable del poema épico, contentándonos por ahora con haberlo insinuado.

Hasta aquí hemos discurrido de la naturaleza y calidades de los episodios; digamos ahora brevemente el modo de formarlos. Hecho el primer bosquejo de la fábula, debe el poeta poner los nombres a las personas de ella, según el uno de los modos de formar las fábulas que arriba dijimos, y después pasar a la constitución y extensión de los episodios. Éste es el precepto de Aristóteles en la partic. 90, donde añade que es menester que los episodios sean propios; y en otra parte había ya enseñado que los episodios deben ser sacados de la misma fábula según lo necesario o lo verosímil. Estas tres condiciones son, a mi parecer, como tres guías seguras para no errar en la invención y disposición de los episodios. Porque, o los nombres de la fábula son fingidos, como en las comedias, o son verdaderos, como en las tragedias y epopeyas. Si son fingidos, se arreglarán los episodios por las dos condiciones ya dichas de lo necesario y de lo verosímil; si los nombres son verdaderos y tomados de la historia, entonces con especialidad tendrá lugar la otra condición que requiere propios los episodios. Los ejemplos harán clara esta doctrina. Quiere el poeta enseñar, encubierta debajo del velo de una fábula, semejante instrucción moral: que para mujer es mejor la discreta y prudente, aunque poco hermosa, que la muy hermosa pero necia, o, como dice Calderón, que para dama la hermosa, para mujer la prudente. Escogido este punto de moral, ha de formar la planta general de la fábula.

Calderón, en su comedia Cuál es mayor perfección, la dispuso en la forma siguiente: tenía un anciano padre dos hijas tan desemejantes, como ser la una por extremo hermosa pero muy necia, y la otra muy prudente y discreta pero sin la circunstancia de hermosa; enamórase un caballero de la hermosa; pero, habiendo también tratado a la otra hermana, queda no menos rendido a la ingeniosa discreción de ésta que a la extremada belleza de aquélla; finalmente, viéndose precisado a escoger una de las dos por mujer, elige la discreta, dejando burlada la presunción de la hermosa. Formada esta planta general, y queriendo el poeta destinarla para una comedia, pues la condición de las personas y la calidad del asunto la determinan a tal especie de poesía, pasa a poner los nombres que finge a su gusto; llama, pues, Angela a la hermosa necia, Beatriz a la discreta, al galán le da el nombre de don Juan, y así de los demás; el lugar donde sucede el caso finge ser Madrid. Puestos ya los nombres, dice Aristóteles que debe el poeta circunstanciarlos o, como expresa el texto griego, episodiarlos. Y porque así el argumento de la comedia, como los nombres, son fingidos, debe en este caso arreglar los episodios según lo necesario y verosímil. Va, pues, observando el poeta las partes necesarias de esta fábula, y las amplifica y extiende con circunstancias verosímiles.

Es parte necesaria de la sobredicha fábula que don Juan se enamore de doña Angela; este enamoramiento ofrece al poeta materia para un episodio. Finge, pues, que yendo don Juan a pasear con otros amigos en su coche, encontrándose en un paraje angosto con otro en que iban doña Ángela y su hermana, le volcó, y este accidente dio ocasión a don Juan para que, acudiendo con cortesana galantería al peligro de aquellas damas, pudiese admirar la singular hermosura de la una y la suma discreción de la otra. Esta parte necesaria de la fábula, circunstanciada en esta forma, es un episodio que procede de la primera planta general de la fábula, y se compone del enamoramiento de don Juan y del modo cómo sucede este enamoramiento, o sea, de las circunstancias y particularidades verosímiles que el poeta inventó cuando quiso extender esta parte de la fábula. Asimismo es necesario que don Juan se vea en un lance preciso de haberse de casar a su elección con una de las dos. Éste es el fondo de otro episodio que el poeta extiende después, fingiendo que el padre de las dos damas halla dentro de su casa a don Juan, y, no sabiendo por cuál de sus dos hijas haya sucedido este desacato, le precisa a que se case con una de ellas. Éste es otro episodio, y en uno y otro se echa de ver que las partes necesarias de la fábula ministran al poeta el fondo de los episodios, y que las reglas de lo verosímil rigen la fantasía y el ingenio en la labor que hace sobre este fondo, esto es en la invención de las circunstancias y del modo de la acción.

Si los nombres son históricos, como sucede de ordinario en las tragedias y epopeyas, entonces ha de procurar el poeta que los episodios sean propios de aquellas personas cuyos nombres toma de la historia. Quiero decir que, cuando el poeta llega a extender las partes esenciales de la fábula, y a circunstanciarlas y formar de ellas los episodios, debe entonces servirse de aquellas circunstancias y particularidades que, según la historia o fama, han sucedido a tales personas. En suma, para narrar el modo de la acción, que es a mi entender lo que forma el episodio, debe valerse de aquel mismo modo con que refiere la historia haber sucedido tal acción a tales personas; y esto será hacer los episodios propios, y por consiguiente verosímiles y creíbles. Supongamos que constituido el argumento de una tragedia, el poeta se haya servido de los nombres de Sofonisba, de Masinisa, y de otros de quienes hace mención la historia romana, y que una de las partes esenciales de la fábula sea la muerte de Sofonisba; esta parte será el fondo de un episodio formado de las circunstancias o del modo con que sucedió esta muerte. La historia sugiere al poeta este modo, narrando que Masinisa, reprehendido de Escipión por haberse casado con una, aunque antes reina, ya esclava de los romanos, queriendo enmendar lo hecho, envió a Sofonisba un vaso de veneno. Éste es un episodio propio de Sofonisba y de Masinisa, porque según la historia y fama conviene propiamente a estas personas. Hemos visto, pues, que los episodios han de tener su origen y fundamento en la primera planta de la fábula y deben ser partes esenciales de ella, circunstanciadas y amplificadas, ya sean el argumento y los nombres fingidos, ya sean verdaderos; pero con la diferencia que si son fingidos, el poeta tiene la libertad de episodiarlos, si se me permite esta voz, según lo verosímil; pero si son verdaderos, debe procurar que los episodios sean propios, esto es, que el modo de la acción sea conforme a las particularidades y circunstancias que refiere la historia de tales personas; y esto no tanto por hacer los episodios verosímiles, cuanto por no hacerlos inverosímiles e increíbles. Si se fingiese que Sofonisba muere a puñaladas, y no con veneno, sería impropio el modo, por ser contrario a lo que de Sofonisba refiere la historia.

Cuando los episodios de una fábula no derivan de alguna parte esencial de ella, ni tienen entre sí una verisímil conexión, hacen la fábula episódica; así llama Aristóteles148a aquellas fábulas cuyos episodios no están unidos ni eslabonados entre sí, ni con la planta general, según lo necesario y verosímil. Estas fábulas episódicas son las peores de todas, y de ordinario suelen estar sujetas a este defecto las fábulas simples, esto es, aquellas que no tienen peripecia ni agnición, como tienen las implexas. Y la razón es porque, siendo tales fábulas muy escasas de maravilla y de deleite, quieren los poetas suplir esta falta con la multiplicidad de varios lances, aunque éstos tengan poca o ninguna conexión con la misma fábula o entre sí. Este inconveniente de inconexión, no sólo hace malos los episodios, sino que, además, hace defectuosa toda la fábula, quitándola la unidad de acción, y haciendo de una fábula muchas. Porque como la unidad de acción consiste, según ya hemos dicho, en la unión y conexión de todas las partes entre sí, de suerte que no se puede quitar alguna parte sin dejar un vacío y sin descomponer toda la contextura de la fábula, cuando los episodios no proceden de alguna de las partes esenciales y necesarias, o no están unidos con la debida verosimilitud, hace cada uno de por sí una diversa acción, separada de todo lo restante de la fábula, la cual acción se puede muy bien quitar sin dejar vacío y sin descomponer la unión de la fábula y de sus demás partes; por lo que tales episodios incoherentes vienen a ser como piezas sueltas e inútiles, que sirven sólo para abultar y para interrumpir el orden y la unión de las demás partes.

Aristóteles atribuye el defecto de las fábulas episódicas a dos motivos: primeramente, a la ignorancia de aquellos poetas que, no sabiendo las reglas del arte, llenaban de episodios incoherentes sus tragedias y comedias, por no tener otro modo de hacerlas maravillosas y deleitables; en segundo lugar, lo atribuye a que algunos, aunque no ignoraban las reglas, se inducían a violarlas por complacer a los representantes que deseaban poder lucir más tiempo en las tablas y ostentar más su habilidad.




ArribaAbajoCapítulo VIII [X]

Del enredo y de la solución de la fábula


El enredo y la solución son otras dos partes considerables de la fábula. El enredo se compone de los esfuerzos que hace el primer papel, o el héroe del drama o poema, para conseguir su fin, y de los obstáculos, peligros y dificultades que se le atraviesan y oponen. La solución debe deshacer estas dificultades, superar estos peligros y quitar obstáculos. Cuanto duran los peligros y oposiciones, y la suspensión del auditorio, tanto dura el enredo; y cuando ya se empiezan a resolver las dudas y dificultades, y cesan los peligros, entonces empieza la solución y empieza, al mismo tiempo, el auditorio a salir de la suspensión en que estaba. De esta manera el enredo abraza todo lo que hay desde el principio del drama hasta el principio de la mudanza de fortuna, y la solución contiene todo lo restante, esto es, desde el principio de la mudanza de fortuna hasta el fin del drama149.

El modo de tejer el enredo y la solución es disponer de manera los incidentes, que los peligros, dificultades y obstáculos, nazcan necesaria o verosímilmente del mismo argumento de la fábula, y un peligro engendre otro mayor, una dificultad se siga de otra; y de la misma manera se han de resolver, según lo necesario o verosímil, las dificultades, aclarar las dudas y quitar los obstáculos, de suerte que el enredo y la solución son una consecuencia natural y verosímil de la misma fábula y de los antecedentes. Véase, por ejemplo, cómo nace de la misma fábula, según lo natural y necesario, el peligro de Orestes en la Ifigenia en Tauris. Siendo costumbre de aquella parte de Scythia el sacrificar los extranjeros a Diana, era necesario que Orestes en aportando a aquella playa encontrase el peligro de ser sacrificado, y, siendo Ifigenia la sacerdotisa del templo, era también necesario que tocase a ella el acto cruel de sacrificarle. Nace, pues, este enredo, necesaria y verosímilmente, de la misma fábula, y Orestes se ve en el trance inminente de ser muerto por su misma hermana que no le conocía. La solución de este enredo procede también de los antecedentes de la fábula por consecuencia natural, pues era muy verosímil y natural que Ifigenia desease tener noticias de su casa y de los suyos, y para este fin escribiese una carta a su hermano Orestes, y, por si se perdía, informase al portador de su contenido. De esta manera dispuso Eurípides la agnición de Ifigenia y Orestes, de la cual agnición procede naturalmente el librarse Orestes de aquel peligro, siendo muy verosímil que su hermana, habiéndole reconocido, no quiera sacrificarle y halle modo de librarle la vida como lo hizo. El poeta Polydes imaginó aún con más verosimilitud esta solución, haciendo decir con mucha propiedad a Orestes: «¿No basta que mi hermana haya sido sacrificada, que lo he de ser yo también?» A esta exclamación se seguían verosímilmente las dudas y preguntas de Ifigenia, y, consiguientemente, el reconocimiento de entrambos y la solución del enredo, o sea, del peligro.

Si se atiende al texto de Aristóteles, en la citada partic. 91, parece que el enredo y la solución sólo tengan lugar en las tragedias de éxito feliz o en las comedias, y no en las de éxito infeliz. Y no creo que haya razón de dudar de esto: así porque el texto de Aristóteles es claro cuando dice: «ex hou metabàinei eis eutychian», siendo un puro capricho el añadir eutychian, como algunos comentadores han querido, como también por la razón evidente, que persuade, que el enredo y la solución son solamente propios de las tragedias de éxito feliz. Porque como el enredo consiste, según hemos dicho, en los obstáculos y peligros del héroe, o sea, del primer papel, y la solución consiste en superar estos obstáculos y peligros, sucediendo en las tragedias de éxito infeliz todo lo contrario, esto es, que lo que había de ser el enredo no contenga peligros ni obstáculos, y lo que había de ser solución sea origen de desdichas y desgracias, las cuales no sólo cesan, sino que antes bien se aumentan llegando a acabar con la vida del héroe o a lo menos con su felicidad, es evidente que en las tragedias de éxito infeliz no puede haber enredo ni solución. Es verdad que, impropiamente, se podría conceder el nombre de enredo a aquella parte de las tragedias de éxito infeliz que dura desde el principio hasta la peripecia y podría llamarse, impropiamente, solución lo que resta desde la peripecia hasta el fin. De esta manera tendrían veces de enredo los esfuerzos que hace el héroe para conservar o aumentar su felicidad, y se podría considerar como solución el seguirse a tales esfuerzos un fin contrario, que hace al héroe, en lugar de más feliz, sumamente infeliz. Así Edipo, por satisfacer su curiosidad y librar sus vasallos de la peste, hace muchas diligencias para descubrir el homicidio de Layo, de cuyo castigo pendía el remedio de aquel daño; pero estas diligencias, con las cuales esperaba conseguir una cosa tan de su gusto, le producen un efecto totalmente opuesto, precipitándole en una suma miseria, pues, por medio de ellas, descubre haber sido él propio el agresor.

Nota Aristóteles150 que algunos poetas saben enredar con mucho artificio una fábula, pero después se pierden en la solución. Esto podrá servir de aviso para que los buenos poetas pongan el debido cuidado en el enredo y solución, procurando que los lances y obstáculos sean maravillosos, sin ser inverosímiles, y que procedan necesaria o verosímilmente del mismo argumento, y que las dificultades sean ingeniosamente enlazadas, y nazcan unas de otras, teniendo en continua suspensión los ánimos del auditorio, inciertos del éxito de la fábula, y asimismo que los peligros y las dificultades se resuelvan y deshagan con admiración de los oyentes, con naturalidad y verosimilitud. Por lo regular nuestros cómicos españoles, y particularmente Calderón, se han desempeñado con bastante acierto y felicidad del enredo y solución de sus comedias.




ArribaAbajoCapítulo IX [XI]

De las pasiones trágicas


Creo haber ya discurrido bastantemente de la fábula y de sus condiciones y requisitos, por lo que podremos ahora pasar adelante y explicar las pasiones propias de la tragedia y en qué forma se purguen los ánimos de tales pasiones y la utilidad que esto produzca. Es muy poco lo que dice Aristóteles acerca de esto, y sin duda se perdió con el transcurso del tiempo aquella parte de su Poética que trataba de las pasiones. Sólo dice, en la definición de la tragedia, que se han de purgar las pasiones no por medio de narración, sino por medio de la compasión y del terror. En lo cual da a entender la diferencia que hay entre la epopeya y la tragedia. Aquélla, si mueve algunas pasiones, las mueve por vía de narración; ésta las excita con la imitación y representación viva de los casos lastimosos. los cuales, vistos, mueven, sin duda alguna, mucho más que oídos. Los intérpretes de Aristóteles no concuerdan en esto mismo y dificultan mucho cuáles sean las pasiones que ha de purgar la tragedia, y por qué razón, y de qué modo sucede esto.

Unos quieren que las pasiones sean la compasión y el terror, las cuales excitadas en la tragedia, por medio de hechos horribles y lastimosos, curen los ánimos del auditorio del miedo y de la compasión excesiva. Francisco Robortello es de esta opinión, y juzga que los oyentes, acostumbrados a dolerse, a tener miedo y compasión en el teatro, no temerán ni se dolerán tanto cuando les sobrevenga alguna desgracia: dum enim homines intersunt recitationibus audiuntque et cernunt personas loquentes, et agentes ea quae multum accedunt ad veritatem ipsam, assuescunt dolere, timere et commiserari. Quo sit, ut cum aliquid ipsis humani acciderit, minus doleant el timeant. Necesse est enim prorsus, ut qui nunquam indoluerit ob aliquam calamitatem vehementius, postea doleat, si quid adversi praeter spem acciderit. Vicentio Maggio, al contrario, es de parecer que en la tragedia no se purguen las pasiones de terror y de compasión, sino las demás pasiones y los vicios, como la ira, la avaricia, etc., y en lo substancial concuerda con esta opinión la de Pablo Benio, que asienta excitarse, en la tragedia, el terror y la compasión, para que los reyes y los poderosos moderen y corrijan con este medio sus vicios y pasiones violentas, porque movidos a misericordia y lástima por la representación de casos atroces y lastimosos, es fuerza que templen en parte la crueldad, la ira, la ambición, y se inclinen a las virtudes opuestas a tales vicios, y que el temor y horror concebidos en el teatro los haga más cuerdos y menos desvanecidos en la próspera fortuna y más sufridos y constantes en la adversa.

Alejandro Piccolomini y Pedro Victorio sostienen, al contrario, que no sólo en la tragedia se purguen las demás pasiones distintas del terror y de la compasión, pero también las mismas pasiones de terror y lástima que allí se excitan. No es muy diversa de estas opiniones lo que dice Timocles, cómico griego, del cual son célebres aquellos versos que ya otros han traducido:


    Primum Tragoedi quanta commoda afferant,
perpende sodes: si quis est pauperculus
majore pressum si videbit Telephum
mendicitate, lenius suam feret
mendicitatem: insanus estne quispiam?
Furiosum is Alcrneona proponit sibi.
Captus quis oculis?, aspicit coecum Oedipum.
Gnatus obiit? Niobe dabit solatium.
Claudus aliquisne est? is Philoctetem aspicit.
Miser aliquis senex? tuetur Oeneum.
Alterius enim quisquis aerumnas viri
esse graviores viderit quam sint suae,
animo aequiore miserias feret suas.



Ingeniosa y sutil es, a este propósito, la opinión del filósofo Jámblico. Las humanas pasiones, dice, si se comprimen del todo, revientan después con mayor ímpetu y violencia, bien así como la llama oprimida o la risa detenida; pero si se les da alguna salida o, por decirlo así, algún desaguadero, es mucho menos vehemente su ímpetu y menos duradero, reduciéndose a una justa medida y a un moderado movimiento. Por lo que la misma licencia del teatro es una especie de remedio para los vicios más licenciosos151. Humanarum actionum vires nobis innatae perturbationum et affectum, si comprimantur omnimo, insurgunt acrius et vehementius instar flammae compressae, risusque cohibiti; sed si erumplant in lucem breviores funt, et usque ad modum, mensuramque productae, modeste lelantur et explentur: el hinc suadela quadam el consilio, non vi coquiescunt. Idcirco in spectaculis comaediarum et tragoediarum spectantes aliorum affectus, nostros constituimus et modestius agimus, et quasi expiamur purgamurque..., etc.

Diverso de los ya referidos es el modo con que Pedro Corneille152 explica este punto de las pasiones. La compasión, dice, de una desgracia de nuestros semejantes nos hace temer que suceda a nosotros mismos otra desgracia igual; de este modo nace el deseo de evitarla; y de este deseo, el purgar, moderar y aun desarraigar la pasión, por la cual vemos precipitadas en tal miseria aquellas personas de quienes nos compadecemos, y esto por una razón común, pero natural y cierta, que para evitar el efecto es menester quitar la causa.

José Antonio González de Salas, en su Ilustración de la Poética de Aristóteles, sec. 1, reduce toda la razón de la moderación y enmienda de las pasiones a dos motivos: al uso y al ejemplo. Cuya opinión me parece muy acertada, y creo que todas las demás se pueden con facilidad conciliar con ella. Es cierto que el uso de los trabajos disminuye gran parte de la pena y que la costumbre sirve de remedio y lenitivo a los más fuertes dolores. Por lo que no hay duda que en las tragedias se purguen y moderen los afectos de lástima y de temor con el uso de ver casos lastimosos y horribles, con que acostumbrados los hombres, aunque en fingida representación, a llorar, a dolerse y a temer las ajenas desgracias, sabrán, en las propias, refrenar el sentimiento y la pena y dolerse moderadamente. Sabemos también cuánta fuerza tiene sobre nosotros el ejemplo ajeno. Por esto el ver en las tragedias cuántas inquietudes, cuántas miserias y pesares acarrea consigo una violenta pasión, un desordenado apetito, hará los oyentes más cuerdos y más moderados en sus afectos por el miedo de incurrir en semejantes desgracias.

A todo lo dicho podemos añadir una reflexión con que mayormente se confirma la utilidad de las tragedias de éxito infeliz. Las mudanzas de fortuna, las caídas y muertes de los príncipes y grandes, hacen salir los oyentes del teatro con una interior tristeza, con un dejo, por decirlo así, amargo y desabrido, que tiene un rato suspensos los ánimos en melancólico y pensativo silencio, efecto que se refiere de la representación de la Marianne, tragedia de Tristán, poeta francés. Este dejo causa gran parte de la utilidad de la tragedia, siendo tan provechoso para los ánimos como el dejo de amargas medicinas lo suele ser para los cuerpos. No hay duda que la demasiada alegría, los objetos externos y los varios deseos disipan mucho el ánimo, le distraen y enajenan, de suerte que raras veces entra en sí mismo ni se recoge a tratar consigo a solas, a conocerse a sí mismo, y a conocer desde allí, como desde un punto de vista, la verdad de las cosas que le rodean. Con la tristeza pues, y con el taciturno recogimiento que infunde y deja la tragedia en los ánimos de los oyentes, se logra este provechoso retiro del alma en sí misma, se templa la excesiva alegría, se amortiguan los espíritus altivos y se modera la vanidad de aéreas esperanzas y de inútiles deseos. De la cual reflexión, y de las otras de varios autores que arriba hemos referido, se puede venir en conocimiento de la suma utilidad que al público podría resultar de la representación de buenas tragedias, en las cuales podría todo género de personas aprehender insensiblemente la moderación de sus pasiones y deseos, logrando en el teatro una oculta enseñanza y una deleitosa escuela de moral. Por lo que se me hace más sensible el descuido de nuestros ingenios españoles, que no se han ejercitado en esta especie de poesía tan provechosa cuando en Italia, en Francia y en Inglaterra ha sido tan conocida esta utilidad, y tan comprobada con tanto número de excelentes tragedias que los poetas de aquellas naciones han escrito en los siglos pasados y en el presente.

Nos queda ahora que tratar de la turbación o pasión, que es otro modo muy eficaz para mover en el auditorio los afectos de terror y conmiseración. Llama Aristóteles153turbación, o pasión (pathos) una acción por la cual las muertes, heridas, tormentos y otras cosas de este género se ejecutan en público a la vista de todo el auditorio. Es verdad que casi todos los intérpretes niegan ser éste el sentido del texto, y sientan que de ninguna manera se deben hacer las muertes en público, sino informar de ellas al auditorio por vía de narración; y se fundan en otro texto de Aristóteles, donde dice que la tragedia ha de mover los afectos trágicos con la misma constitución de la fábula, sin que en esto tenga parte el aparato ni la vista. De esta opinión es Minturno, en el libro segundo de su Poética vulgar, y de la misma son Ricobono, Robortelo, Magio, Victorio y otros. Pero el texto de Aristóteles me parece claro, y el sentido que le quieren dar estos autores, muy violento y forzado. Además que la razón de admitir las muertes públicas y manifiestas en el teatro es evidente: porque el servirse de relaciones moverá muy tibiamente los ánimos, y, por más que se esfuerce el poeta, siempre será fría y desabrida la tragedia. Al contrario, hará más efecto y moverá más la vista de un caso atroz, que cuantas palabras puede el ingenio escoger y aunar para pintarlo bien. El mismo Horacio, que los contrarios alegan en su favor, aprobó esta razón en aquellos versos:


    Segnius irritant animos demissa per aurem,
Quam quae sunt oculis subjecta fidelibus, et quae
Ipse sibi tradit spectator.



En los trágicos antiguos y modernos se hallan ejemplos por una y otra opinión, pues en algunas tragedias las muertes se ejecutan en público, en otras un mensajero o uno de los actores hace relación del caso. Y aún me acuerdo haber leído que los antiguos, para la ejecución de tales muertes en público, se servían de malhechores condenados a muerte por los magistrados de justicia, y con aquellos miserables ofrecían a los ojos del auditorio el horrible espectáculo de muertes y quejas verdaderas, y de sangre humana realmente vertida. Pero ya la moral de nuestra religión y la cristiana mansedumbre no puede sufrir tan cruel vista, y no es justo que donde todo es fingido sean las muertes verdaderas, bastando para el fin de la tragedia que se imiten y finjan estas muertes con la mayor naturalidad y verosimilitud que sea posible.

En esta cuestión me parece muy digna de seguirse la opinión y distinción de Benio154. Dice este autor, que no hay duda alguna que Aristóteles admite las muertes en público, pero que esto se ha de entender de aquellas muertes cuya ejecución no es muy bárbara ni cruel en el modo: así las muertes ejecutadas con veneno, con espada o puñal se podrán ofrecer a la vista del auditorio, pero cuando el modo de las muertes es del todo inhumano y bárbaro, entonces se debe fingir que suceden dentro del teatro y, se debe informar de ellas el auditorio por vía de narración. Con esta distinción se entenderá bien aquel lugar de Horacio, que parece contrario al otro arriba citado, en el cual aconseja que Medea no despedace en público a sus hijos:


    Nec pueros coram populo Medea trucidet;
Nee humana palam coquit exta nefarius Atreus.



De suerte que aquí Horacio sólo encarga que no se ejecuten en público ciertas muertes cuyo modo trae consigo mucha barbarie e inhumanidad, y esto no porque sea de parecer que nunca se hayan de ejecutar en presencia del auditorio las muertes y demás acciones trágicas comprendidas en la turbación, sino porque tales muertes, por ser demasiadamente horribles, bárbaras y extraordinarias en el modo, serían increíbles. Y que ésta sea la mente de Horacio se prueba evidentemente con lo que él mismo añade:


Quaecumque ostendis mihi sic, incredulus odi.






ArribaAbajoCapítulo X [XII]

De las costumbres


Habiendo ya acabado de aclarar enteramente todo lo que pertenece a la fábula, pasaremos a explicar las otras partes de calidad de la tragedia, y la primera y más importante, después de la fábula son las costumbres, esto es, el genio, las inclinaciones y lo que otras naciones llaman carácter propio de cada persona. Debe, pues, el poeta dar a las personas que introduce, a lo menos a las más principales de su tragedia o comedia, algún carácter, algún género de costumbres o inclinaciones de las cuales el auditorio venga en conocimiento de lo que cada persona es y de lo que será y obrará en adelante, según el genio que ha manifestado al principio. Manifiéstanse las costumbres por medio de las palabras y obras de cada uno, como enseña Aristóteles en varios lugares155. De modo que si un príncipe en las primeras salidas, por sus razonamientos y por sus acciones se muestra liberal, magnánimo y valiente, cuando después llegue la ocasión, o de premiar un gran servicio, o de perdonar una ofensa, o de oponerse a un riesgo, ya los oyentes barruntan y presumen que su resolución y sus obras responderán exactamente al concepto que de él tienen hecho; y si un viejo al principio dio muestras de avariento y codicioso, ya conjeturan también los extremos que hará cuando sepa que el despensero le sisa o el hijo gastador le disipa la hacienda. Dije que el poeta debe dar costumbres, a lo menos a las personas más principales; porque no es preciso, ni a veces es practicable, el darlas a todas las personas de una comedia, particularmente a aquellas que salen pocas veces y tienen poco papel: se embarazaría y confundiría la memoria del auditorio con tanta diversidad de gentes y costumbres, mayormente debiendo éstas ser bien pintadas y sostenidas con igualdad hasta el fin; demás que con esto serían los dramas de ordinario muy largos. Basta, como tengo dicho, que el poeta se esmere en las costumbres y en el carácter de los principales papeles, y que sirven más precisamente a su intento y al enredo de la fábula.

Cuatro condiciones, según Aristóteles, deben tener las costumbres: bondad, conveniencia, semejanza e igualdad, de suerte que las costumbres de los personados han de ser buenas, convenientes, semejantes e iguales.

La primera condición está sujeta a muchas dificultades porque, primeramente, no se sabe si Aristóteles por bondad de costumbres ha entendido aquel más heroico y más alto grado de perfecta virtud, lo cual sería contrario a lo que ha dicho en otra parte mandando que para la tragedia se escojan los indiferentes, y no los buenos ni los malos en extremo; además que esta bondad extrema y perfecta sería también contraria a las demás condiciones que se siguen, esto es, a la conveniencia y a la semejanza. Débese, pues, según algunos, entender de una bondad mediana y que incline más a la virtud que al vicio, como conviene a los indiferentes, que son los más propios para la tragedia. Así entiende Benio este texto de Aristóteles, conjeturando también que quizá puso esta condición por el abuso de los trágicos de aquel tiempo que no solían introducir en las tragedias sino personas de malvadas costumbres, crueles, vengativas, impías y alevosas; con que parece haber querido, con este precepto, remediar el daño grave que resultaba el auditorio de la imitación y representación de costumbres tan malas.

Es verdad que concede el mismo Benio que se den excelentes y elevadas costumbres a todas las personas del drama, menos a aquella que hace las primeras partes y en quien cae la mudanza de fortuna, la cual ha de ser, según las reglas ya dichas, indiferente y de mediocre bondad. Pedro Corneille156 es de parecer que por bondad de costumbres no se ha de entender una extremada virtud, sino un carácter eminente y elevado de algún hábito bueno o malo, según sea conveniente y propio de la persona que se introduce. Y querrá decir que si se introduce, por ejemplo, un enamorado, se pinte con los colores más vivos de fino, rendido y apasionado; si un avaro, se finja con todas las circunstancias del hombre más civil y mezquino. Lo cual, en conclusión quiere decir que se hayan de pintar las costumbres excelentes en su género bueno o malo y que se haya de perfeccionar la naturaleza. En este sentido la bondad de las costumbres, de la cual hablamos, será una bondad poética, conforme a la opinión del P. Le Bossu157, y consistirá en hacer que cada uno obre como requiere el carácter que le atribuye el poeta. Igualmente son buenas, dice este autor, las costumbres de Eneas y del ateo Mecencio, consideradas poéticamente, porque igualmente hacen ver la piedad del uno y la impiedad del otro, que son los caracteres o genios que el poeta les ha dado, según los cuales deben obrar. Esta opinión me parece la más fundada y la que responde mejor a la justa idea de la poesía, donde igualmente se deben pintar los vicios y las virtudes, pero con la diferencia que éstas se pinten amables, aquéllos aborrecibles. Castelvetro interpreta esta bondad por mansedumbre y apacibilidad de genio, y añade que la bondad de costumbres en otro sentido solamente se entiende respecto del primer papel, que debe siempre ganar la afición del auditorio, y, por consiguiente, debe ser de buenas costumbres. Y ya que hemos tocado esta circunstancia, que el primer papel haya de descollar entre los demás en prendas y virtudes, digo que tal circunstancia, aunque no me parece precisa obligación, juzgo, no obstante, que será un poderoso medio para mover con más fuerza las pasiones de lástima y terror en la tragedia, y para deleitar mayormente en la comedia. Porque, sin embargo que el auditorio sabe ya que aquel príncipe es fingido por pocas horas, que aquella desgracia es imitada, que aquel peligro es aparente, la buena imitación y, como dice Horacio, el mágico engaño158 de la poesía y de la dramática representación, hace de modo que los oyentes, llevados de un dulce hechizo, se apasionen por objetos fingidos como si fuesen verdaderos, y, preocupados en favor del primer papel por las prendas y virtudes con que le adorna el poeta, se interesen por él, se duelan de su aflicción, lloren en su desgracia, se asusten en su peligro y se alegren en su felicidad.

La conveniencia y el decoro (tò prépon) es la segunda condición de las costumbres. Debe, pues, el poeta saber lo que conviene a cada edad, a cada sexo, a cada nación, a cada empleo y dignidad; debe saber las obligaciones de un rey, de un general, de un consejero, de un amigo; acerca de lo cual son notorios los versos de Horacio159, y, según estas propiedades de cada persona y estas obligaciones de cada empleo, debe apropiar, a la persona que introduce, costumbres convenientes y propias de su edad, de su dignidad y nación, en lo cual han faltado muchos de los modernos poetas que han dado a los héroes antiguos de Grecia y de Roma las mismas costumbres que se ven hoy día en París y en Madrid. Es verdad que las advertencias de Horacio acerca de la conveniencia de las costumbres, como nota Corneille, no son reglas tan infalibles que tal vez no pueda el poeta apartarse de ellas sin escrúpulo ni peligro de errar, pues no siempre son pródigos y traviesos los jóvenes, ni avaros todos los viejos.

La tercera condición es la semejanza, la cual tiene lugar cuando el argumento de la fábula es histórico y se introduce alguna persona cuya inclinación y genio es ya conocido por fama o por historia. En el cual caso el poeta está obligado a dar a aquella persona costumbres semejantes a las que tuvo según la fama o la historia:


...Homereum si forte reponis Achillem,
Impiger, iracundus, inexorabilis, acer, etc.
Sit medea ferox invictaque, etc.



De suerte que no será lícito introducir a Alejandro Magno cobarde o avaro, cuando la fama y la historia pregonan de él lo contrario; y así de las demás personas que se introducen ya conocidas. Esta regla y condición tiene su más propio uso en la tragedia y epopeya, porque ambas se sirven ordinariamente de argumentos históricos. Al contrario, la antecedente condición de la conveniencia de las costumbres suele tener lugar en las comedias, porque como éstas no deben representar argumentos históricos, sino fingidos, no hay originales a quien hacer semejantes las costumbres de las personas cómicas; con que debe el poeta recurrir a las ideas universales y copiar de ellas lo que conviene a cada estado, sexo, nación y edad.

La cuarta condición es la igualdad, esto es la constancia en sostener por todo el drama aquel mismo carácter o genio que el personado manifestó al principio:


...Servetur ad imum
Qualis ab incoepto processerit, et sibi constet.



Esta igualdad no quiere decir que las personas hayan de perseverar siempre obstinadamente en un mismo parecer, sino que conserven siempre las mismas inclinaciones y no muden de parecer sino al último con motivos y razones bastantes, como se ve en el viejo Demea de los Adelfos de Terencio, y en Diana de la comedia El desdén con el desdén; ambos, al cabo, mudan de condición y genio, pero con bastantes razones para semejante mudanza. También debo advertir, con Corneille160, que la desigualdad puede admitirse sin contravenir a esta condición, no solamente cuando se introduce una persona de genio liviano, inconstante y vario, porque entonces el conservarle siempre su misma inconstancia será igualdad, como ya lo enseñó Aristóteles161, sino también cuando se conserva la igualdad en lo interior, aunque lo exterior, por justos motivos, sea desigual. Así Ximena, en la tragedia del Cid de Corneille, conserva siempre, en lo interno, con igualdad, el amor de Rodrigo, aunque exteriormente, en presencia del rey y de otros, finja y dé a entender lo contrario.

Estas son las condiciones de las costumbres, que Aristóteles ha colocado en segundo lugar, dando el primero, con mucha razón, a la fábula, a la cual llama principio y alma de la tragedia162. Son las costumbres como en la pintura los colores, que, confusos y desordenados, no deleitarán jamás tanto como la imagen de cualquier cosa aunque sólo dibujada. Por esto Aristóteles en varias partes encarga al poeta que el deleite, la maravilla y las demás pasiones no se muevan con otro medio que con el de la fábula y su misma constitución. Las costumbres bien representadas darán aquel deleite que produce cualquier buena imitación, pero la fábula, que según Daniel Heinsio163 es la primera y mayor obra, es la que suspende por todo el drama la atención del auditorio, le enajena, le mueve y excita todas aquellas pasiones de las cuales procede principalmente la utilidad y el deleite de la dramática poesía. Los cómicos españoles aunque se han esmerado, como ya tengo dicho, en hacer la fábula maravillosa, las más de las veces han descuidado de las costumbres y demás calidades que debe tener la fábula para ser perfecta. Todos los galanes de nuestras comedias han de ser precisamente enamorados y valientes, bastando, para lo primero, un retrato con quien inmediatamente hacen extremos de apasionados y de ciegos, y, para lo segundo, una palabra o un acaso el más leve que luego los hace entrar a ciegas en los empeños de caballeros andantes; y las damas, para serlo con lucimiento en las tablas, se han de olvidar de todo su recato y arrojarse sin reparo alguno a todos aquellos lances de papeles, de rejas y de jardines, yendo tapadas a ver sus galanes o escondiéndolos en sus mismos aposentos, para burlar la vigilancia de un padre o de un hermano. Yo remito al juicio de los hombres sabios y cuerdos que digan si es acertado proponer siempre al pueblo tan hermosa la idea de un falso valor y tan apetecible el embeleso de una desordenada pasión; y sólo digo que, a mi parecer, no puede dejar de causar notable daño en las costumbres el inspirar continuamente al auditorio tan erradas máximas de moral.

¿Qué concepto podemos creer que habrá formado de la perfección de un príncipe el pueblo español, cuando habrá asistido a la representación de la comedia El príncipe perfecto de Lope de Vega Carpio? No me parece que se puede imaginar idea de príncipe más baja ni más indigna de la que allá se propone en la persona del príncipe don Juan, que da principio a sus perfecciones y hazañas por un homicidio que comete rondando de noche, a fuer del matón más plebeyo y haciendo de vil tercero y cómplice en los amores de un criado suyo. No menos errada idea de amistad habrá dejado impresa en el auditorio la comedia Amigo hasta la muerte, del mismo Lope, donde don Sancho mata a Federico, hermano de su amigo don Bernardo, y entrambos amigos cometen mil yerros contrarios a la razón y a la verdadera amistad. ¿Qué diremos del Arenal de Sevilla y de El acero de Madrid, comedias del mismo autor? En la primera, las costumbres de Laura y de Lucinda, en la segunda las de Belisa, que no se suponen rameras, y el feliz éxito que logran sus desenvolturas y tropelías, son en verdad ejemplos poco provechosos para las costumbres. Pues en Moreto, las travesuras de Pantoja y las de don Manuel, ya sacerdote, en la comedia En el mayor imposible nadie pierda la esperanza, son también una escuela de crueldad, de venganza y de falso valor; y de la misma estofa son las comedias de Luis Pérez el Gallego, El valiente campuzano y otras. No niego que Calderón anduvo más remirado que otros en sus comedias; pero, sin embargo, la mayor parte de ellas no contienen otros asuntos, sino amores y desafíos. Fuera de que acerca de esto no debo pasar en silencio lo que el sabio príncipe de Conty164 opone contra este pretexto. Esta apariencia, dice, de honestidad, en las comedias, las hace mucho más dañosas y peligrosas. Las más recatadas mujeres, cuya modestia huiría de las comedias manifiestamente deshonestas, no tienen reparo alguno de asistir a esas otras cuyo veneno es tan nocivo, sí más oculto. Si esta consideración no basta, véase si hay algún padre o marido que se contente con que su mujer o su hija lleve el mismo método de vida y tenga las mismas costumbres y máximas que tiene la princesa más virtuosa, la dama más recatada de estas comedias. En llegando a la práctica descubrirán esas falsas virtudes el fondo que tienen de vicios verdaderos.

No se explica con menos rigor Voisin165 en la defensa del tratado del príncipe de Conty; pero como sus expresiones me han parecido un poco fuertes, por no decir demasiadamente severas, dejaré que el lector las vea en su original para que mi traducción no pueda ser culpada de que las abulta o las disminuye.

Por estas y otras consideraciones, muchos píos varones, movidos de celo de religión, escribieron y declamaron con grande ardor contra las comedias y representaciones de sus tiempos. Añadiendo a sus razones el ejemplo de muchos príncipes que las prohibieron en sus reinos, como hicieron en España los católicos reyes Felipe II y Felipe IV, aunque no puedo dejar de decir de camino que estas prohibiciones, al parecer, duraron muy poco, porque, quizá, hallaron que era menor inconveniente el permitirlas que el prohibirlas. Daban aún mayor peso y fuerza a su opinión con muchas autoridades de Santos Padres, de concilios y de teólogos, que todos generalmente escriben contra las representaciones teatrales, ya prohibiéndolas particularmente en días de fiesta, ya asentando que los comediantes de profesión estaban en aquel tiempo excomulgados, adviértase que no digo yo que lo estén ahora, sino solamente refiero lo que otros han dicho, ya tratando de apóstatas a los cristianos que intervenían a las representaciones de los gentiles.

Con este rigor mal se podrá compadecer la práctica común y la opinión de otros autores, que aprueban las comedias y los asuntos de ellas. Y, entre otros, Boileau166 no sólo los aprueba, sino aun pretende que sean los amores rico adorno del teatro; y Pedro Corneille admite esta pasión también en las tragedias, pero en segundo lugar, queriendo que en éstas el principal enredo no sea de amores, sino de ambición, de venganza o de otras pasiones más varoniles que el amor. Pero si examinamos este punto de espacio y con ánimo libre de toda preocupación, hallaremos, a mi entender, que una y otra opinión debe entenderse con moderación. Pues no hay duda que los autores que condenan absolutamente las comedias entienden hablar de las malas comedias, y particularmente de las que se representaban en sus tiempos, pues todos éstos convienen en que la comedia en sí no es mala ni pecaminosa. Asimismo no hay duda que los Santos Padres y los concilios hablan de las comedias, espectáculos y representaciones de los gentiles; y cuanto a éstas no extraño que las abominasen con tanto extremo, amonestando y mandando a los cristianos que no asistiesen a ellas.

El autor de la Prefación al teatro italiano prueba que los Santos Padres por comedias deshonestas entendían los mimos, representación muda, que consistía toda en gestos y ademanes, con los cuales aquellos diestros juglares hablaban más que otros con la lengua, como dice Casiodoro, lib. 1, cap. 10: hanc partem musicae disciplinae mutam nominavere mayores, scilicet, quae ore clauso manibus loquitur, et quibusdam gesticulationibus facit intelligi, quod vix narrante lingua, aut scripturae textu posset agnosci. El mismo Casiodoro, lib. 4 ep. ul., refiere y pinta más largamente la destreza de los pantomimos: hic sunt additae horcistarum loquacissimae manus linguosi digiti, clamosum silentium, expositio tacita... Pantomimo igitur cui a multifaria imitatione nomen est, cum primum in scenam plausibus invitatus advenerit, assistunt consoni chori diversis organis eruditi: tum illa sensuum manus oculis canorum carmen exponit, et per signa composita, quasi quibusdam litteris, edocet intuentis aspectum; in illa leguntur apices rerum, et nom scribendo, docet quod scriptura declaravit: idem corpus Herculem designat, et Venerem faeminam presentat, et marem regem facit, et militem senem reddit, et juvenem, etc. Isidoro de Sevilla, lib. 18, Etymol. cap. 48, da también a los histriones semejante habilidad y destreza de gestos y acciones: histriones sunt qui muliebri indumento gestus faeminarum impudicarum exprimebant; ii autem saltando etiam historias et res gestas demonstrabant, sic dicti quod ab Histria hoc genus sit adductum.

Esta era la abominable arte de los mimos, archimimos, pantomimos, histriones y horcistas, que con impuros meneos, gestos y bailes representaban al vivo varias torpezas y deshonestidades. Por lo que, movido justamente, el celo de los Santos Padres se enardecía contra tan escandalosas representaciones. Había también otra razón muy justa para prohibir a los cristianos el asistir a los teatros y juegos escénicos de los gentiles. Eran estos juegos una especie de acto de religión y de culto a las falsas deidades, celebrándose siempre en honor de alguna de ellas, para cuyo fin había a un lado del teatro un ara dedicada a Baco, y al otro lado otra dedicada a la deidad en cuyo honor se celebraba la fiesta. Acudían todos los gentiles ciegamente supersticiosos a estas fiestas, persuadidos que era culto la asistencia a tales sacrificios y solemnidades. De esta manera tenían razón los Santos Padres de reprender tan severamente a los cristianos que iban a ellos, como reos de apostasía y cómplices de un culto idólatra y supersticioso, y de separar de la comunión de los demás fieles a aquellos que ejercían el arte mímico o histriónico. Y además de todo esto, era muy justo motivo para prohibir entonces la asistencia a las comedias lo nocivo de sus asuntos, que, excepto en las comedias que llamaban pretextatas, no eran comúnmente compatibles con la moral del Evangelio.

No convenía, pues, de ningún modo, ni era dable, que la severa disciplina de la primitiva Iglesia consintiese que los fieles concurriesen a ver representar fábulas y ejemplos tan contrarios a la moral de la religión que profesaban. En suposición, pues, de todos estos motivos, había mucha razón para abominar entonces aquellas comedias, y, las hay también hoy día, para reprender las malas y nocivas; pero siempre que en nuestras modernas comedias no se tropieza con lo dañoso que tenían las antiguas, supuesto que cuanto al culto de falsos dioses no hay nada en ellas que recelar, siempre que sus argumentos no sean deshonestos ni contrarios en parte alguna a la moral cristiana, antes bien, como debe ser, se representen amables las virtudes y aborrecibles los vicios, y objeto de risa los defectos para escarmiento y enmienda del auditorio, en tal caso y con tales condiciones, ¿qué razón habrá para reprobar las comedias? Si la ignorancia de algunos poetas ha estragado un arte de suyo utilísima, no por eso se ha de condenar absolutamente la comedia, no siendo razón que laste uno los delitos del otro, ni que se atribuyan al arte los yerros y abusos de los artífices. Sean, pues, censurados los malos poetas y reprobadas las malas comedias, pero quede intacto el aprecio debido a los buenos poetas y a los dramas escritos con juicio, con buen gusto y según las reglas de la perfecta poesía, que como subordinada a la moral y a la política, no sólo no estragará las costumbres, pero antes bien contribuirá muchísimo, con insensible y suave atracción, a la enmienda de los vicios y defectos y a la práctica de las virtudes, deleitando y enseñando a un tiempo mismo.

De todo lo dicho hasta aquí se puede comprender e inferir que si los que absolutamente, y sin excepción, condenan las comedias se dejan llevar de un celo excesivo, los que en ellas aprueban indistintamente los amores y otros argumentos perniciosos, como el único y más divertido asunto del teatro, se dejan sin duda llevar de una licencia desarreglada. Por lo que será necesario, a mi entender, dar, como se dice, un corte a esta materia y hallar un medio proporcionado entre el rigor de los unos y la libertad de los otros.

Es cierto que el pueblo, particularmente en las grandes ciudades, debe tener alguna pública diversión con que entretener y engañar el ocio, semilla y causa de muchos vicios y desórdenes; es cierto también que entre todos los divertimientos públicos el más bien recibido comúnmente, y el de mayor gusto, es el de las comedias; con que, por esta parte, se logra con ellas, mejor que con cualquier otro medio, el tener por algunas horas ocupada y embelesada la ociosidad del pueblo. Presupuesto todo esto, se pueden considerar las comedias, por lo que toca a la moral y prescindiendo de las reglas poéticas, como repartidas en tres clases: una de las comedias del todo malas, otra de las perfectamente buenas, otra de las defectuosas en parte. Del todo malas serán aquellas comedias en las cuales se vean premiados y prósperos los vicios, abatida y menospreciada la virtud, y se inspiren los amores y las venganzas, y se enseñen máximas contrarias a las de nuestra santa religión. Y semejantes comedias claro está que debieran ser desterradas de los teatros, y aun de las imprentas, como manifiestamente dañosas al público. Al contrario, las comedias de la otra clase, esto es, las perfectamente buenas, las que se esmeren en corregir los defectos, en censurar los vicios, pintándolos aborrecibles y perniciosos en todo género de estados, y en insinuar en los ánimos el amor de la virtud con el cebo de prósperos sucesos y con la hermosura de su retrato, no hay duda que tales comedias, no sólo no serían comprendidas en la general crítica de los más rígidos y más escrupulosos autores, sino que antes bien merecerían, de justicia, la universal aprobación, y los poetas que las hubiesen escrito serían dignos de eternas alabanzas y de grandes premios.

En la otra clase de comedias, no del todo malas sino sólo en parte defectuosas, pongo todas aquellas en las cuales los amores se tratan con honestidad, los duelos con moderación, la virtud, aunque mezclada con algunos defectos comunes, se ve premiada y feliz, y el vicio o defecto, aunque no sea de los mayores, recibe su castigo; y cuanto a éstas, digo que, a falta de otras mejores, se pueden tolerar en los teatros, para diversión del pueblo ocioso, porque me parece que en tales comedias siempre es más la utilidad que el daño. De este género son muchas de Calderón, de Solís, de Moreto y de otros autores.

Esta distinción podrá servir para las comedias que hasta ahora hay escritas, particularmente en España; pero, por lo que toca a las que en adelante se escribieren, no puedo dejar de encargar mucho a los poetas cómicos que pongan todo cuidado y estudio en ordenar la fábula según las reglas ya dichas, y con todas las condiciones y calidades necesarias para su entera perfección, y que atiendan con singular especialidad a las costumbres, de cuya pintura buena o mala puede resultar gran provecho o grave daño al público.

Con todo eso no pretendo quitar al poeta la libertad que tiene de introducir y pintar en las comedias el carácter de un amante o de un duelista guapetón, como otra cualquiera especie de costumbres; antes le concedí esa libertad, como use de ella con el debido miramiento, sin equivocar los colores de la pintura, y de manera que no haga parecer gloria lo que es pasión, ni virtud lo que es vicio, ni prendas lo que son defectos, siendo esto en lo que con especialidad consiste el daño de semejantes pinturas. Y el fin a lo que principalmente mira cuanto he dicho acerca de esto, es a convencer y desterrar aquel vulgar y común error de los que creen que, no puede haber comedia buena ni de gusto, si su principal enredo y asunto no es de lances de amor, duelos, guapezas y cuchilladas, siendo cierto que cualesquiera otros asuntos bien pintados deleitarán igualmente, y, tal vez más. Píntese, por ejemplo, un soldado fanfarrón, como el Pirgopolinices de Plauto, o como el Thrasón de Terencio, un avaro como el de Molière o como el de Plauto, un clerizonte ridículo como el don Claudio de Zamora, y con la experiencia de la risa, del gusto y del aplauso común con que se reciben en los teatros semejantes asuntos bien escritos y bien ejecutados, se verá claramente que los amores y desafíos no son precisamente necesarios para divertir al pueblo. Por lo menos no lo pensaron así los griegos, cuyas tragedias lograban muchos aplausos y deleitaban en extremo al auditorio sin contener semejantes asuntos.

Ni tampoco lo han pensado así muchos eruditos italianos que han escrito no pocas tragedias y comedias, sin adocenarlas con estos argumentos comunes. Pues, dejando aparte otros que pudiera aquí nombrar, el felicísimo poeta Pedro Metastasio, que tiene tan justamente merecida la común aprobación y el general aplauso en los teatros, escribió muy pocos meses ha el excelente drama, como suyo, de Ciro reconocido, donde los tiernos afectos de una madre y de un hijo, pintados con extremada naturalidad, prueban con evidencia que no son únicamente los amores los que más deleitan al auditorio. Especialmente han de tener los poetas presente siempre aquella advertencia esencialísima para la utilidad de los dramas, que aunque está ya dicha es bien que aquí se repita por ser tan importante, y es que compongan de modo la fábula que al fin de la comedia quede siempre feliz y premiada la virtud y castigado el vicio. Las comedias así escritas, según las verdaderas reglas de la buena poética, y dirigidas al aprovechamiento y deleite del pueblo, serán recibidas de todos con gusto, con aplauso y sin recelo del más leve escrúpulo, y merecerán con más justicia una aprobación tan amplia como la que el P. Guerra dio a las de Calderón.

Sería también muy acertada política, que ya creo se observa en algunas partes, que los magistrados de las ciudades deputasen sujetos eruditos y entendidos de la poética y de todas sus reglas, los cuales tuviesen a su cargo el examinar con mucha madurez todas las comedias antes de darlas a luz y de representarlas; y según el dictamen de estos examinadores, se mandasen quemar las comedias del todo malas, concediendo al teatro solamente las buenas o, a lo menos, aquellas cuya utilidad compensase abundantemente el daño que de ellas pudiera resultar. Esto aconsejaba el docto P. Mariana, y la misma precaución ideaba Platón para su República en el libro séptimo de sus Leyes.




ArribaAbajoCapítulo XI [XIII]

De la sentencia y de la locución de la tragedia


La sentencia y locución son las otras dos partes de calidad de la tragedia, y de ellos nos queda poco que decir, habiéndolas ya difusamente explicado en el segundo libro de esta obra. Las palabras y sentencias manifiestan las costumbres y genio de cada uno; con que no hay duda que, así los pensamientos como el modo de decirlos, han de responder a las mismas costumbres y han de ser apropiados a las calidades y circunstancias de la persona. Los pensamientos, pues, y las expresiones de un príncipe o de un consejero de estado, es razón que sean más elegantes y más sentenciosas que las de un hombre vulgar; un soldado no ha de hablar como una doncella, ni ésta como un filósofo. Por eso, como la tragedia no admite sino personas ilustres y grandes, como reyes, príncipes, héroes, etcétera, su estilo ha de ser alto, grave y sentencioso; y con razón dijo Horacio que la tragedia no podía sufrir la bajeza de los versos cómicos:


    Indignatur item privatis, ac prope socco,
Dignis carminibus narrari coena Thyestis.



Por esta bajeza de estilo las tragedias de un moderno autor han desmerecido mucho, como las de Séneca por su vana hinchazón. Ya hemos dicho con bastante claridad cuál sea el estilo alto y sublime, sin ser hinchado ni túrgido, y que el poeta, huyendo de los dos extremos de hinchazón y de bajeza, debe apropiar a cada materia su estilo: el grande, si la materia es grande, mediano, si es mediana, y fácil y natural si es humilde. Es verdad que a veces esta misma distinción de cosas da lugar a la diversidad de la locución, la cual, aunque por lo regular en la tragedia ha de ser alta y elegante, podrá ser tal vez, si no baja, a lo menos natural y sencilla, según lo pida el asunto, así como también la comedia puede tal vez subir a un cierto grado de elevación.


    Interdum tamen, et vocem Comoedia tollit
Iratusque Chremes tumido delitigat ore:
Et tragicus plerumque dolet sermone pedestri.



Cosa es también recibida comúnmente que la tragedia ha de ser en verso, ni yo sé autor alguno de los buenos que apruebe con su parecer o con su ejemplo las tragedias en prosa. Solamente se duda esto de las comedias, de las cuales hay no pocas de buenos autores escritas en prosa. Todas las de Nicola Amenta, las de Octavio Disa y Juan Bautista la Porta, y otras muchas de autores italianos, como asimismo algunas de las de Molière son en prosa; y también tenemos de cómicos españoles, y, entre ellas, la Dorotea, de Lope de Vega Carpio, escrita a imitación de la Euphrosina; las comedias de Lope de Rueda y otras. Y no deja de haber razón en que se funda esta práctica. Porque como la comedia pide un estilo propio y natural, y el verso por su armonía, por sus frases y por las licencias poéticas, siempre trae consigo alguna elevación y elegancia más que natural, parece que es mucho mejor la prosa que el verso, como más propia y más fácil de reducir a la llaneza y sencillez cómica. Pero sin embargo es cierto que el verso es un instrumento necesario a la poesía, la que sin él no debe llamarse tal, y que el buen poeta sabrá hacer que sus versos sean tan claros y naturales como la prosa más pura y más propia. Habiendo, pues, ejemplos y razones por una y otra parte, no se puede con justicia condenar absolutamente ninguna de estas dos opiniones, y será lícito al poeta escribir sus comedias en prosa o en verso como mejor le pareciere167.

Otra duda hay tocante a los consonantes o rimas en las tragedias o comedias. Algunos los tienen por muy inverosímiles, otros no hacen reparo de usarlos. Yo entiendo que aunque harán bien los que no los usen, no harán mal los que con juicio y moderación se sirvan de ellos, especialmente en las tragedias. Porque en las conversaciones mismas decimos inadvertidamente versos en consonante; con que así el verso como la rima moderada no me parecen del todo inverosímiles en los dramas. Juan Jorge Trissino, autor de la tragedia italiana La Sofonisba, fue el primero que intentó libertar la tragedia y aun el poema épico de la esclavitud de los consonantes. Pero aunque yo le alabe en esto, no puedo aprobar los que usó en algunas partes de su tragedia, que son, a mi ver, tan enlazados y tan manifiestamente artificiosos, que parecen una composición lírica, como se ve en los siguientes:


    Veramente, Regina,
il parlar vostro mi dimostra chiaro
quant'è grave il dolor che vi tormenta.
Pur troppo alta ruina
v'imaginate, e senza alcun riparo:
non piaccia a Dio che tanto mal consenta, etc.



Aún es más reparable lo que practicó Cristóbal de Mesa en su tragedia El Pompeyo, en la cual no sólo están dispuestos los consonantes a modo de canciones, mas también hay tercetos, octavas, coplas, décimas y otros géneros de rimas, cuyo conocido artificio se opone directamente a la verosimilitud. El metro más usado y más propio de los dramas parece que es el verso de once y de siete sílabas, que responde al parecer de muchos, particularmente siendo esdrújulo, a los yambos de los antiguos. Pero nuestras comedias ordinariamente se componen de versos cortos, como cuartillas, quintillas, décimas y romances. En lo cual no somos solos, pues los griegos también usaron muy frecuentemente los versos cortos, y en Gravina y en Corneille se hallan alguna vez. Y en cuanto a los versos de romances con asonantes, me parece que son muy propios de la comedia, por ser muy semejantes a la prosa; pero por lo que toca a las décimas, quintillas y redondillas, aunque su rima es demasiadamente regular y artificiosa, y por eso no muy verosímil en quien se finge hablar de repente, no me parece bastante motivo para quitarlas la posesión del teatro que ya ha tantos años que gozan pacíficamente.