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ArribaAbajoCapítulo IX

De las máquinas o deidades


Las personas que pueden entrar en el poema épico son mortales o inmortales, esto es, hombres o deidades. De las primeras hemos hablado en los antecedentes capítulos; en éste trataremos de las deidades, cuya introducción en la epopeya se llama también máqina, como en la tragedia, nombre que le dieron los antiguos, porque en el teatro se introducían los dioses en máquinas, o tramoyas, y de ahí se tomó este nombre también para las deidades introducidas en la epopeya, aunque no se introduzcan en tramoya sino por vía de narración.

En la tragedia se introducían para desatar el nudo y enredo de la fábula; en lo cual corría un abuso de los malos poetas, que tampoco faltaban en aquellos tiempos, que, no sabiendo hallar con su corto ingenio una solución propia y verosímil para el enredo de la fábula, recurrían a la máquina, haciendo bajar en ella alguna deidad que desatase el nudo de la tragedia, obrando algún milagro; pero, así Aristóteles como Horacio, reprobaron este abuso y asentaron, por regla fija, que no se introdujese deidad alguna sin mucha necesidad:


Nec deus intersit, nisi dignus vindice nodus



Pero la epopeya no está sujeta a esta limitación, y, antes bien, es su mayor gala y adorno el servirse de semejante medio para excitar más la admiración, dejando correr libre el espíritu por los espacios fantásticos de deidades alegóricas, según el ya insinuado aviso de Petronio: per ambages deorumque ministería, et fabulosum sententiarum tormentum praecipitandus est liber spiritus, ut potius furentis animi vaticinatio appareat, quam religiosae orationis sub testibus fides.

Las deidades que introducían los antiguos en sus poemas se pueden considerar, o como teológicas, o como físicas, o como morales, porque en ellas, según que en otra parte hemos dicho, los poetas gentiles, como Homero y otros, figuraban alguna verdad teológica, física o moral, dividiendo la esencia de Dios en sus atributos, cada uno de los cuales era una deidad, como Júpiter el poder, Juno la justicia, Venus la bondad, etc., y formando asimismo de los elementos, y de las causas naturales, y de las pasiones y costumbres humanas, otras tantas deidades; así el aire era la diosa Juno; el fuego, Vulcano; el agua, Neptuno; la tierra, la diosa Cibeles; la reflexión de la voz en las cavernas era la ninfa Eco; la pasión de amor era el dios Cupido; los remordimientos de la conciencia eran las Furias; el sueño era un dios perezoso que habitaba los montes Cimerios, etc. En esta suposición, los poetas que introducían semejantes deidades, no estaban obligados a darles precisamente costumbres buenas o malas según la moral, sino buenas poéticamente, esto es, convenientes, iguales y propias de aquel atributo o de aquella causa natural o pasión humana, y, en una palabra, costumbres tales que, mejor y más claramente, significasen la naturaleza y las propiedades de lo que representaba cada deidad. Por eso no se podía con razón, cuanto a esto, reprender a Homero por haber dado, al parecer, costumbres malas a sus dioses, porque todo lo que decía de ellos, además de ser conforme a las falsas opiniones del vulgo gentil, era conveniente a la alegoría que encubría debajo de aquella exterior apariencia.

Esto supuesto, soy de parecer, aunque Bolieau216 sienta lo contrario, que los épicos no se sirvan de las deidades de los gentiles cuanto a los atributos divinos, porque, si bien del poema épico es propio con especialidad lo admirable y lo extraordinario, sin embargo, no debe por eso excluir lo verosímil, y lo excluiría del todo si admitiese, ahora, esas mismas deidades de los gentiles, figurando en ellas los atributos del verdadero Dios. Y para proceder en esto con todo acuerdo, sin quitar a la poesía ninguno de aquellos adornos y galas que le competen, es menester ver qué género de máquinas suele admitir la epopeya, y cuáles sean las que, sin arriesgar la verosimilitud, puede usar para su adorno.

Las deidades en la epopeya no obran siempre de la misma manera: algunas veces obran sin dejarse ver y por medio de simples inspiraciones217, que es el modo menos milagroso y menos extraordinario, porque comúnmente decimos que Dios nos ha ayudado en tal ocasión o que el demonio ha inspirado tal mala acción a alguno. Así, Virgilio dice que Juno ministraba fuerzas y coraje a Turno218: «Juno vires animumque ministrat»; y que Venus inspiró a Eneas que escalase las murallas de la ciudad de los latinos219: «Hic mentem Aeneae genitrix pulcherrima misit, iret ut ad muros», etc.; y de este modo las deidades pueden obrar aun hasta en los mismos ateos, porque aunque éstos no reconozcan Dios alguno, con todo eso no dejan de estar sujetos a su poder y a sus inspiraciones. Así Mezencio entra en la pelea contra Eneas por inspiración de Júpiter220: At Jovis interea monitis Mezentius ardens succedit pugnae. A esta clase se pueden referir los oráculos, los sueños e inspiraciones extraordinarias. Y cuanto a este primer modo de obrar, me parece que nuestros épicos no debieran usarlo con los nombres de las deidades gentílicas, porque sería muy impropio y mal sonante, con cualquier alegoría, que a un capitán cristiano le favoreciese la diosa Juno, o le trajese en sueños el dios Mercurio algún mensaje de Júpiter.

Torcuato Tasso, atendiendo a esta impropiedad, no introdujo en sus poemas semejantes deidades, sino ángeles buenos y malos, magos, etc. En el canto primero envía Dios el arcángel Gabriel con un mensaje a Godofredo, y en el canto nono envía a San Miguel a ayudar a los cristianos en la batalla; y esto mismo han practicado Ariosto y todos los demás poetas épicos, excepto Camõens, persuadidos que ya no era tolerable en asuntos cristianos la introducción de las deidades de la gentilidad, por más que se pretextase con alguna alegoría. Esta misma opinión lleva Francisco Cascales hablando de la epopeya.

El segundo modo es cuando las deidades obran visiblemente, apareciéndose a los hombres, o en su propia forma, o en la ajena: así Venus se aparece a Eneas en África en forma de ninfa cazadora, y Minerva a Telémaco, en la Ulisea, en figura de mentor; Juno, cohechando a Eolo, excita una horrible borrasca contra la armada de Eneas, y Neptuno, como dios del mar, va con su carro por encima de las olas serenando la tempestad, etc. Tampoco en este modo, por lo que mira a lo teológico, debieran introducirse en la epopeya los falsos dioses del gentilismo, pudiéndose ahora suplir sus oficios, como hemos dicho, con los ángeles, buenos y malos, encantos mágicos y otras cosas que son verosímiles para el vulgo cristiano.

Pero, cuanto a lo físico y moral, bien podrá, a mi entender, el poeta épico valerse de todas las expresiones de los gentiles que están ya universalmente recibidas y usadas como adorno propio de la poesía. De modo que no hallo dificultad ni reparo alguno en que un poeta cristiano, si ha de hablar de una borrasca, diga, en frase poética, que Neptuno, airado, conmovió todo su reino; y con la misma libertad podrá añadir a ese Neptuno los tritones con sus conchas, Eolo con sus vientos, y a las ninfas marinas Cymodoce, Deyopeya y otras con sus perlas y corales; y si ha de hablar de la pasión de amor, bien Podrá decir que es una deidad ya ciega, ya Argos, que lo penetra todo, como dijo Tasso en el canto 2:


    Amor ch'or ciego, or Argo, ora ne veli
di benda gli occhi, ora ce li apri e giri,
tu per mille custodie entro a i più casti
virginei alberghi il guardo altrui portasti.



Lo mismo digo de todas las demás cosas físicas y morales, de las cuales los antiguos formaban unas como deidades poéticas que figuraban la naturaleza de aquellas pasiones y costumbres humanas, de todas las cuales pueden servirse los modernos sin escrúpulo alguno, como de hecho se han servido de ellas los mejores poetas.

Con esta distinción y limitación tendrá lugar en la epopeya todo lo que dice el citado Boileau221, siendo cierto que la poesía épica se sostiene por la fábula y vive de ficción, cuyos artificios encantan en cierto modo a los lectores y los arroban con lo prodigioso y extraordinario de las máquinas y de los sucesos, donde todas las cosas tienen cuerpo, movimiento y espíritu.

La máquina, esto es, la presencia de alguna deidad en el poema épico, como observa el P. Le Bossu222, no desluce por ningún modo las hazañas del héroe, porque, además de que Dios es autor y principio de todo lo bueno que hay en nosotros, y no por eso deja de ser mérito nuestro nuestra misma virtud, debe el poeta usar las máquinas con tal arte, que siempre tenga el héroe lugar de obrar y lucir: pues fuera hacerle muy ocioso y descuidado si, esperando a todas horas milagros del cielo, se estuviese siempre sin hacer nada. Por esto me pareció cosa impropia cuando leí el Alfonso, poema de Francisco Botello, que los ángeles asaltasen las murallas de una ciudad, porque éste era empeño propio del héroe y de sus soldados, y bastaba que los ángeles les hubiesen asistido y facilitado la empresa. La asistencia de otros hombres puede tal vez disminuir la gloria de un héroe, pero no la asistencia divina, que antes bien le deja más glorioso, pues le manifiesta digno por sus virtudes de tan alto favor. Así Aquiles, en la Ilíada, mandaba a sus griegos que le dejasen pelear solo con Héctor, como juzgando desdoro y mengua suya el ser ayudado contra un hombre solo; pero él mismo, después, hace alarde de la asistencia de Minerva, en el mismo lance, diciendo a Héctor223:


Minerva te derriba con mi lanza.






ArribaAbajoCapítulo X

De las partes de cantidad del poema épico


Las partes de cantidad de la epopeya se pueden considerar, unas como precisamente necesarias, otras como no necesarias, pero usadas por algunos poetas. Las primeras son cuatro: el título del poema, que aunque se considera como parte suelta y fuera del poema, sin embargo, no hay poeta que no lo use, la proposición, la invocación y la narración, o sea el cuerpo del poema. Las partes que no son precisamente necesarias, y que muchos poetas han omitido, son la dedicación y el epílogo. Cuanto al título es varia la práctica de los poetas: unos le han tomado del lugar donde sucedió la acción del poema; otros del nombre del principal héroe. Homero usó uno y otro; pues a uno de sus poemas le intituló Ilíada, del lugar que fue Ilio o Troya; al otro le intituló Ulisea, del nombre de su principal héroe, Ulises. Este ejemplo siguió Virgilio en su poema, que intituló Eneida, por Eneas. La misma variedad se observa en los demás poetas: Lucano y Estacio dieron el título del lugar a la Farsalia y a la Tebaida; pero el mismo Estacio a otro poema suyo llamó Aquilea, por Aquiles. También nuestros españoles han variado en los títulos: los de la Araucana, Mexicana, Numantina, Las Navas de Tolosa, etc., son tomados del lugar; la Austriada, el Alfonso, la Dragontea y otros son del nombre del héroe. Muchos modernos han sacado el título del asunto y acción de la fábula, como la Invención de la Cruz, la Jerusalén conquistada, etc. De este género son también los títulos de algunos poemas italianos en los cuales, juntamente con el nombre del lugar o del héroe, se insinúa también el asunto, como el Orlando furioso de Ariosto, el Orlando enamorado de Berni, la Jerusalén libertada de Tasso, etcétera. Los cómicos españoles, puesto que no es fuera de propósito esta digresión sobre las comedias, han tomado casi siempre el título de la misma acción, asunto o designio, como Mujer, llora y vencerás, Cuál es mayor perfección, También se ama en el abismo, No puede ser, etc. Aunque en algunas comedias también se ve usado en el título el nombre del principal héroe, como La gran Zenobia, el Mariscal de Birón, los Tellos de Meneses, etc.

La proposición es la primera de las partes de cantidad con que se da principio al poema y debe contener, en general, breve y claramente, la materia o asunto del poema, el héroe principal y la deidad o deidades que tienen mayor parte en la acción, para que, desde luego, el lector quede informado de la sustancia de lo que ha de leer y del carácter del hombre y de la deidad que en aquella acción han de tener mayor papel. Véase la proposición de la Eneida, que comprende las dos partes de aquel poema; la una desde la navegación de Sicilia, o como otros quieren, desde que salió Eneas de Troya, hasta que arribó a Italia; la otra desde su llegada a Italia hasta la muerte de Turno y establecimiento de su nuevo reino:


    Arma virumque cano, Troiae qui primus ab oris
Italiam, fato profugus, Laviniaque venit
Litora: multum ille et terris iactatus et alto
Vi superum, saevae memorem Junonis ob iram:
Multa quoque et bello passus dum conderet urbem
Inferretque Deos Latio.



La materia de la primera parte está comprendida en los tres primeros versos, y en el quinto la de la segunda; bosqueja también en estos primeros versos, y en los que se siguen, el carácter de Eneas, especialmente cuando dice «Insignem pietate virum», etc., y hace también mención de la deidad que tendrá el principal papel en todo el poema, que es la diosa Juno, saevae memorem Junonis ob iram. La práctica de Virgilio, que en la proposición no nombra a Eneas por su nombre, y la de Homero en la Ulisea, que tampoco nombra a Ulises en su proposición, y la de casi todos los modernos, han dado motivo a que algunos asentasen, por una de las reglas de la proposición, que en ella no se nombre el héroe principal por su nombre, sino que se describa por sus calidades principales y más propias; pero en medio de eso, si alguno contra la práctica común le nombra, tendrá para su abono bastante autoridad en Homero, que en la Ilíada nombra expresamente a Aquiles.

Según algunos autores, es también regla precisa que en la proposición no se haga mención de episodio alguno, sino sólo de la fábula o asunto en general. Pero como los episodios son partes circunstanciadas de la fábula, no es fácil que el poeta contravenga a esta regla, como no es fácil que en el breve espacio de la proposición se detenga a mencionar las circunstancias o el modo de la acción o de alguna de sus partes.

Pero la principal y más indispensable regla de la proposición es que sea libre y ajena de toda hinchazón y afectación. Puede ser hinchada y afectada la proposición o porque en ella se encarezca mucho lo grande de la materia, o porque se alabe demasiadamente al héroe, o porque el poeta se alabe mucho a sí mismo. Claudiano y Estacio parece que quisieron agotar toda la pompa de su estilo en la proposición; el primero empieza dando a su canto el epíteto de osado, y, fingiéndose como deificado por tener dentro de su pecho a todo el dios Apolo, manda que se aparten todos como indignos de llegar a persona tan sagrada:


...Audaci promere cantu
mens congesta iubet: gressus removete prophani.
Iam furor humanos nostro de pectore sensus
expluit, et totum spirant praecordia Phoebum.



Y Estacio ensalza tanto a su héroe, que dice que puso miedo al mismo Júpiter.


    Magnanimum Aeacidem, formidatamque Tonanti
progeniem, etc.



Mas Horacio224 reprende con mucha razón semejantes excesos, particularmente en el principio de un poema, y moteja con donaire la proposición de aquel poeta antiguo que dio a su materia el epíteto de noble: Fortunam Priami cantabo, et nobile bellum. La razón de esta regla es clara, porque además que la hinchazón y afectación son siempre defectos grandes, lo son mucho más en el principio de cualquier composición y, especialmente, en la epopeya, porque no es dable que en un poema tan largo pueda el poeta continuar siempre el mismo tono alto con que ha empezado; y no continuándole, se hace irrisible y despreciable, por haber prometido al principio más de lo que podía dar. Solamente en las poesías líricas, como sonetos, canciones y otras composiciones breves, se puede tolerar un principio, no ya hinchado y afectado, sino remontado y sublime y que manifieste mucho numen y entusiasmo poético, porque en lo breve de semejantes composiciones es practicable sostener hasta el fin aquel mismo estilo remontado. Pero la epopeya pide un principio fácil, claro y llano. Véase cómo empezó Virgilio su Eneida: «Canto las armas y el varón que vino el primero desde Troya a Italia, huyendo la persecución de su hado y padeciendo muchos trabajos por mar y por tierra, especialmente en las guerras que tuvo al tiempo de fundar una nueva ciudad e introducir en el Lacio su religión». Todo está aquí expresado con mucha facilidad y moderación: el poeta no habla de sí cosa alguna, del héroe sólo dice que padeció mucho, y, cuanto a la materia, no hace más que proponerla sencillamente.

Después de la proposición se sigue inmediatamente la invocación, aunque Homero, en sus dos poemas, la juntó con la proposición, diciendo en la Ilíada: Canta, oh musa, la cólera de Aquiles, y en la Ulisea: «Dime, oh musa, el varón», etc. La invocación es una súplica o deprecación que hace el poeta a las musas o a alguna otra deidad para que le inspiren y ayuden en su obra, por lo cual viene a ser la invocación una parte indispensable; porque, como el poeta ha de decir en su poema cosas extraordinarias, milagrosas y ocultas, es preciso dar a entender que se las ha inspirado y revelado alguna deidad, porque de otro modo no pudiera saberlas, ni tendría bastante autoridad para proponerlas y hacerlas creer.

La musa no es otra cosa más que una deidad alegórica, en quien se figura el genio y entusiasmo de la poesía, la fantasía, el ingenio y demás calidades de un perfecto poeta; y el pedir que las musas le inspiren es pedir y desear para sí todas esas calidades, a fin de desempeñar con acierto y felicidad el asunto de su poema. Por esto, como dice el P. Le Bossu, las musas son de todos tiempos, de todos países y de todas naciones: hay musas cristianas y gentiles, griegas y latinas, y, finalmente, hay también musas españolas, italianas y francesas.

Algunos poetas, acordadamente, invocaron aquellas deidades a quienes pertenecía más propiamente el asunto de su poema. Así Virgilio, en su Geórgicas, invoca las deidades campestres que presidían a la agricultura, y Lucrecio invoca a Venus, que se suponía presidir a las producciones de la naturaleza, que eran el asunto de su poema. Tasso, cuyo argumento era cristiano, excluye expresamente las musas gentiles y dirige su invocación a la musa celestial, propia de los poetas cristianos:


    O Musa, tu che di caduchi allori
Non circondi la fronte in Helicona,
Ma su nel Cielo, infra i beati chori,
Hai di stelle immortali aurea corona,
Tu spira al petto mio celesti ardori,
Tu rischiara il mio canto, etc.



Y por la misma razón Francisco Lope de Zárate, en su poema de La Invención de la Cruz, pide favor a la misma Cruz, de quien canta:


    Coluna, en que fundándose la vida
muestras del Cielo la segura entrada,
carga, que a la piedad de Dios medida,
quedaste de tu peso aligerada:
pues con su gracia y méritos unida
las fuerzas prestas para ser llevada,
y eres el blanco del heroico intento,
al que la vida diste, da el aliento.



No sólo en el principio del poema tiene lugar la invocación. Los poetas suelen usarla en otras muchas partes del poema, siempre que se ofrece haber de referir alguna cosa muy extraordinaria o muy oculta, invocando entonces alguna musa o deidad, para que dé autoridad y crédito a lo más portentoso, y sea como testigo de algún suceso olvidado o ignorado de todos, que el poeta quiere publicar. Virgilio, en el libro séptimo, al dar principio a una materia nueva, que es la segunda parte de su poema, invoca la musa Erato: Nunc age, qui reges, Erato, quae tempora, etc.; en el libro nono, queriendo contar la prodigiosa transformación de las naves de Eneas en ninfas, ruega a las musas le digan quién fue el dios que favoreció a los troyanos en aquel incendio: Quis deus, oh musae tam saeva incendia Teucris avertit?, etc.; y en el libro sexto, antes de referir los secretos del infierno, adonde bajaba Eneas guiado por la Sibila, pide licencia a los dioses infernales y a los manes para revelar al público los arcanos de su obscura mansión:


    Dil, quibus imperium est animarum, umbraeque silentes,
et Chaos, et Phlegeton, loca nocte silentia late,
sit mihi fas audita loqui, sit numine vestro
pandere res alta terra et caligine mersas.



Éstas y otras semejantes invocaciones suelen usar los poetas en el cuerpo del poema, pero la principal y la indispensable es la primera, que hemos dicho poderse hacer juntamente con la proposición, según el ejemplo de Homero, o separada e inmediatamente después de la proposición. En esta primera invocación puede el poeta pedir que la musa le inspire en general y le sugiera toda la materia, o que solamente le sugiera una parte de ella, suponiendo que la otra parte es ya notoria por tradición o por historia, como hizo Virgilio, que invocó la musa solamente para que le acordase las causas de la acción que suelen ser las más ocultas e ignoradas: Musa, mihi causas memora, etc.

Después de la invocación ponen algunos poetas la dedicación, en la cual consagran su obra a algún protector. Virgilio la usó en las Geórgicas, dedicándolas a Mecenas; en los modernos está muy en uso la dedicación; Ariosto y Tasso dedicaron sus poemas a un príncipe de la serenísima casa de Este; Gabriel Lasso dedica su Mexicana al marqués del Valle, y así otros muchos. Pero ni Virgilio la usó en su Eneida, ni Homero en sus dos poemas; y algunos modernos también la han omitido, como Francisco Lope de Zárate y otros; de suerte que la dedicación no es parte necesaria y puede omitirse a arbitrio del poeta.

Tampoco es necesario, y puede omitirse, el epílogo, que algunos poetas han practicado al fin de sus poemas, como Virgilio en las Geórgicas; pero comúnmente se omite.




ArribaAbajoCapítulo XI

De la narración


La narración es la parte más principal de la epopeya, porque es todo el cuerpo del poema, siendo las otras partes como preludios de ellas. Allí se ve toda la acción entera con su principio, medio y fin, con sus episodios y circunstancias, enredos y soluciones, y con todos los adornos de la locución; y allí se manifiestan las costumbres, los genios, las pasiones y el carácter de las principales personas humanas o divinas que se introducen.

En la narración podemos considerar tres cosas esenciales, esto es, cómo ha de ser, cuánto ha de durar y cómo se ha de hacer. Todo lo que hemos dicho antecedentemente de la fábula determina cómo ha de ser la narración; debe ser, pues, admirable, verosímil y deleitosa; y creo que estas tres calidades encierran en sí todas las demás.

Hácese admirable la narración primeramente por la materia, que sea de suyo maravillosa, y en segundo lugar por el artificio, que hace que sea admirable la materia que de suyo no lo era. Lo grande y extraordinario de la acción, el carácter del héroe y las máquinas contribuyen principalmente a lo maravilloso de la narración. No pueden dejar de causar admiración, y de suspender dulcemente los sentidos de los lectores, los prodigios y encantos que la poesía épica ofrece en un poema bien escrito, en el cual gozan la vista y la imaginación el placer de explayarse como por un nuevo mundo de objetos extraños, donde tienen alma y sentido las cosas inanimadas y todo recibe movimiento y acción.

Con lo admirable de la narración ha de ir inseparablemente unido lo verosímil. Porque como el entendimiento humano ama y busca la verdad, es preciso que no la eche de menos en las fantasías e invenciones, donde falta del todo semejante calidad; por lo cual debe suplirse esta falta en la narración épica con lo verosímil, del cual hemos tratado ya difusamente en otra parte, distinguiendo dos especies de verosímil, uno noble, otro popular. También hemos advertido que la tragedia y comedia piden más exacta verosimilitud, y que la epopeya, por ser narración y no representación, tiene más ensanches y no procede con tanto rigor en lo verosímil.

El deleite de la narración épica pende de lo admirable y verosímil de la acción, porque uno y otro es lo que más deleita, al entendimiento. La belleza y dulzura poética, en cuya explicación hemos gastado casi todo el libro segundo de esta obra, son las calidades que hacen más deleitosa la narración, y en las cuales se encierra también lo admirable y verosímil. No hay duda que lo inopinado de los sucesos deleita mucho; pero no puede la epopeya, por conservar su majestad y decoro, proceder en esto con tanta libertad como la comedia, donde los lances impensados tienen más cabimiento. Las pasiones, propio objeto de la dulzura poética, son el medio más poderoso para deleitar: la epopeya admite todo género de pasiones, como no se destruyan e impidan unas a otras, lo que se puede fácilmente evitar excitándolas en distintos parajes del poema. Así vemos en el cuarto de la Eneida, reinar dulcemente el amor, la compasión y la tristeza; y en el sexto, la alegría y regocijo, y, en otras partes de aquel poema, otras pasiones. Bien es verdad que en cada poema debe reinar y sobresalir una pasión más que otras, que sea la más conforme al carácter del héroe y de todo el poema; por esto en la Ilíada predomina el furor y la venganza, y en la Eneida, la bondad y la piedad.

Es también más deleitosa la narración cuanto más dramática, esto es, cuanto más se introducen otras personas y cuanto menos habla el poeta de su parte. Aristóteles225 alaba mucho, como suele, a Homero por esta circunstancia de hablar muy poco de su parte e introducir siempre otras personas, que hacen más activa y más agradable la narración. A esta regla no parece que atendieron aquellos poetas vulgares que dan principio a cada canto con una larga arenga a su lector, y al fin del canto se le despiden con muchos cumplimientos, convidándole para el canto siguiente, como hizo el Ariosto y, a su imitación, Gabriel Lasso de la Vega.

Cuanto a la duración de la narración o de la acción del poema, no hay regla establecida; ni Aristóteles, ni Horacio han determinado cosa alguna en este punto. De los modernos autores, algunos le prefijan un año, como para la tragedia y la comedia un día; otros juzgan que basta el tiempo de una campaña, esto es, las tres estaciones de primavera, estío y otoño, no siendo el invierno propio para obrar en empresas militares que ordinariamente son el asunto de la epopeya. La práctica de los mejores poetas puede servir de regla en esta materia. La acción de la Eneida dura, según unos, un año, según otros, una primavera y un estío; la duración de los poemas de Homero es menos dudosa; la Ilíada no dura más que cuarenta y siete días precisos, la Ulisea cincuenta y ocho. De cuya práctica se puede concluir que la epopeya no debe durar, a lo sumo, más de un año, y que su más propia duración, según el P. Le Bossu226, es de una campaña de pocos meses. Y aun esta misma duración indeterminada de un año o de meses la debe el poeta arreglar y conformar a su designio, y al carácter y estilo de su poema; por esto se observa que la Ulisea, que es un poema de acción más remisa y más tranquila, dura más tiempo que la Ilíada, cuya acción, siendo toda de furor, de violencia y desorden, debe con razón acabarse más presto.

El orden con que se debe hacer la narración padece también sus dudas. Los autores poéticos dividen el orden en natural y artificial; el orden natural es el que naturalmente tiene la misma acción, en la cual lo primero es el principio, siguiéndose después el medio y fin; el artificial procede diferentemente, colocando primero el medio de la acción y después el principio y fin. Los comentadores de Aristóteles y demás autores de poética están divididos en pareceres distintos: unos aprueban el orden natural, otros el artificial; unos y otros alegan en su favor ejemplos de buenos poetas. La Ilíada de Homero es uno de los ejemplos con que confirman el orden natural, que se ve seguido exactamente en aquel poema, donde al principio, que es la discordia de Agamenón y Aquiles, se sigue inmediatamente el medio y después el fin. Por el orden artificial se alega, entre otros poemas, la Eneida, de cuya acción, el principio está colocado, según dicen, en el segundo y tercer libro, y en el primero está por principio el medio. De modo que para cualquiera de estos dos órdenes, o natural o artificial, que quiera seguir un poeta, tendrá autores y ejemplos en su abono.

Pero si he de decir libremente lo que siento, me parece que todas estas dudas y dificultades se pueden resolver fácilmente, pudiéndose, a mi entender, reducir todos los poemas al orden natural. Porque si se considera lo que ya he insinuado en otra parte, esto es, que el poeta tiene la libertad de cortar y separar, de todo un hecho histórico o fingido, aquella porción que sea proporcionada para su poema y dar a esta porción su ajustado principio, su medio y fin, se inferirá claramente que no es necesario el orden artificial, y, consiguientemente, no será razón invertir el orden natural sin necesidad. Además de esto, débese advertir que, supuesto que el poeta de un hecho o asunto muy dilatado separa una parte para materia de su poema, y, a esta parte, da un principio, un medio y fin proporcionado, es claro que el principio de esta parte de materia, que compone también un todo perfecto, ha de ser distinto del principio de aquel otro todo, o de aquel hecho más grande y más extenso, de donde se cortó y separó ese otro todo, que es ya el asunto del poema. De todo lo cual se infiere que hay dos principios que no deben confundirse: el uno es el principio de toda aquella materia informe y tosca, antes que el poeta separe de ella la porción que necesita para labrar su poema; el otro es el principio de esta porción de materia ya labrada, esto es, de la acción del poema, según la extensión que el poeta le ha dado. Con esto se entenderá claramente que los ejemplos que se alegan para fundar el orden artificial no prueban nada, porque lo que dicen ser principio colocado en el medio, no es principio de la acción del poema, esto es, de aquella porción de materia separada de otra mayor para formar de ella el poema, sino de esa materia más dilatada y de ese otro hecho de quien el poeta tomó sólo una parte. Y el hacer mención, en el cuerpo del poema, del principio del hecho mayor y dilatado, es justo acuerdo para informar a los lectores de las causas de la acción y de lo que precedió al principio del poema.

Así, cuando Virgilio, en el segundo y tercer libros, refiere, por vía de episodio, la pérdida de Troya y los viajes y sucesos de Eneas por espacio de seis años, hasta que al dejar las costas de Sicilia una tormenta le arrojó a las de África, no lo hizo, a mi entender, por querer seguir en su poema el orden artificial, haciendo del medio principio y del principio medio, sino que, después de haber dado al asunto de su poema un principio proporcionado, que es, a mi parecer, el punto en que la armada de Eneas se hizo a lo largo de las costas de Sicilia, vix e conspectu siculae telluris in aequor vela dabant laeti, etc., quiso satisfacer a la natural curiosidad de los lectores, que sin duda desearían saber las causas por las cuales aquel héroe troyano había venido a parar a Sicilia, y se veía obligado de nuevo a hacerse a la vela desde aquella isla, como también sus aventuras y sucesos, que en tan larga navegación no podían dejar de ser muchos y muy raros, mayormente habiendo ya el poeta excitado esta curiosidad en la proposición, con insinuar los grandes trabajos y fatigas que, por mares y tierras, traían tan combatido y angustiado a un varón tan insigne y de tan esclarecidas virtudes. De modo que yo no reconozco en la Eneida el orden artificial, sino el natural; ni lo que el poeta refiere en el segundo y tercer libro es el principio de la acción de la Eneida, sino un episodio con que el poeta, acordadamente, informa a sus lectores de las causas de la acción y de los sucesos del héroe, conexos a dichas causas, que precedieron a la acción del poema; y el verdadero principio de la acción de la Eneida es la tormenta que arrojó las naves de Eneas de las costas de Sicilia a las sirtes y playas de África. Lo mismo digo de la Ulisea de Homero, cuyo principio es la partida de Telémaco de Itaca por consejo y acuerdo de Minerva, y todo lo que Ulises refiere al rey Alcinoo y a los feacios no es el principio de la acción del poema, sino un episodio, en que el poeta informa a sus lectores de lo que antecedentemente había sucedido a este sagaz y prudente varón en sus largas peregrinaciones.




ArribaCapítulo XII

De la sentencia y locución


Aunque la sentencia y locución son partes de calidad de la fábula, las hemos descrito y trasladado a este lugar después de la narración, así porque van siempre anejas a ella y son precisamente necesarias para su formación, como también porque nos ha parecido que, debiendo el poeta el primer cuidado a todas las otras partes de calidad y cantidad, era razón que precediesen también en su orden y graduación a la sentencia y locución, y que a éstas, como les cabe el último lugar en la atención del poeta, les cupiese también el último en esta obra. En el libro segundo de ella y en otras partes, hemos dicho ya muchas cosas de la sentencia y locución; aquí diremos lo que hubiere omitido y lo que nos parezca pertenecer más propiamente a la epopeya.

Sentencia en latín tiene dos significados: generalmente, y con más propiedad, significa todo lo que se dice, de modo que cuanto dice el poeta de su parte y cuanto hace decir a las personas que introduce en un poema o en un drama, o en cualquiera otra composición, todo se comprende debajo del nombre de sentencia; y así responde a su etimología, del verbo latino sentire, que es ser de parecer, porque en la sentencia, en lo que habla el poeta o la persona introducida, dice su parecer o su sentir. En esta significación, la sentencia es una de las partes de calidad, siendo preciso que así el poeta como las personas introducidas expresen sus costumbres, sus inclinaciones y sus pareceres con palabras.

Pero este mismo vocablo, en latín y en romance, se ha destinado también a otra significación más limitada, y sentencia, comúnmente, significa no todo lo que dicen el poeta o las personas introducidas, sino solamente algún dicho o axioma moral e instructivo expresado en breves palabras, como, por ejemplo, esta sentencia de Terencio: veritas odium parit; o esta otra de un historiador latino: concordia res parvae crescunt, discordia magnae dilabuntur. Los griegos, cuya lengua es más copiosa que la latina, tienen distinto nombre para cada significación de estas dos: a la sentencia como parte de calidad, que comprende todo lo que dicen las personas introducidas o el poeta, llaman dianoia; a la sentencia que significa un concepto moral e instructivo en breves palabras, llaman gnome. La dianoia en el poema épico debe ser como en las demás composiciones poéticas, esto es, correspondiente a la persona que habla, a su carácter, a su edad y a las demás circunstancias que la acompañan. Por cuya consideración hemos dicho ya, en otra parte, que una mujer no ha de hablar como un filósofo, ni un hombre poseído de alguna pasión violenta como otro que tenga el ánimo tranquilo y sosegado y el discurso libre.

No hay duda que la epopeya, como poema dirigido principalmente a instruir y enseñar, admite, como uno de sus mejores adornos, la gnome; pero ha de usarla el poeta con mucho tiento y moderación. Las sentencias morales no han de ser muchas ni fuera de sazón; el amontonarlas a cada paso es perder el fruto de la poesía, y es meterse el poeta a predicador y a catedrático, y esto cansa y ahuyenta los lectores. Los buenos poetas, por huir de este vicio de afectación, además de ser muy parcos en decir sentencias morales, aun las pocas que dicen suelen disfrazarlas de modo que el lector quede instruido sin notar que le instruyen. Virgilio es felicísimo en este modo de enseñar: algunos ejemplos suyos harán ver su artificio y destreza, y podrán servir de norma para los que quieran imitarle.

Fuera una sentencia muy moral y muy instructiva el decir: «Aprended, oh mortales, escarmentados con los castigos de Dios, a ser justos y a temerle». Pero Virgilio, quizá conociendo que esta sentencia dicha por él tendría visos de sermón, la disfrazó y propuso de otra manera, dándole al mismo tiempo mayor energía y fuerza. En el libro sexto, haciendo ver, no menos a sus lectores que a su héroe, los tormentos del infierno, según la doctrina pitagórica227: «Está, dice, sentado, y lo estará eternamente, el infeliz Teseo, y Flegias, aún más infeliz, avisa y amonesta a todos diciendo a grandes voces: aprended, oh mortales, en mi escarmiento, a ser justos y a temer a los dioses». Claro está que esta sentencia, dicha en tal lugar y por boca de tal persona, tiene mucha más fuerza que no tuviera dicha por el poeta, y, además de esto, está más disimulada y más cubierta.

También es sentencia muy moral el decir que «Dios premia a los que obran bien y que la virtud es galardón de sí misma». Virgilio no quiso proponerla directamente, sino por boca de un anciano que, queriendo ofrecer recompensas a Euríalo y Niso228 por una acción gloriosa que intentaban: «¿Qué galardón, les dice, puede dignamente recompensar vuestro noble empeño? La mejor recompensa os la dará Dios y vuestra misma virtud». De esta manera encubría Virgilio las sentencias morales y la doctrina de su poema, tanto más provechosa para sus lectores, cuanto más insensiblemente insinuada. Séneca y Lucano, el uno en sus tragedias, el otro en su Farsalia, siguieron una senda opuesta, amontonando, como a quien más podía, sentencias y conceptos sin tasa y fuera de sazón, con lo cual lograron por ventura ostentarse doctos al vulgo; pero a los hombres entendidos y de buen gusto en la poesía, que saben discernir la verdadera doctrina de la aparente, han parecido siempre, más que doctos, afectados.

La locución comprende las palabras con que se expresa la dianoia, o sentencia. Las metáforas, las figuras, las agudezas y la armonía del metro forman la locución, acerca de la cual remito a mis lectores al libro segundo de esta obra, donde se ha tratado difusamente todo lo que puede hacer bella y elegante la locución. La epopeya, así por su asunto, que suele ser siempre noble y grande, como por la admiración que debe excitar, pide sin duda una expresión noble, sublime y elegante; pero con la advertencia que enseña Aristóteles, esto es, que la locución ha de ser más luminosa y más elegante en las partes ociosas del poema229230. Llámanse partes ociosas todas aquellas en que habla sólo el poeta, sin introducir persona alguna; o, como sientan otros, todas aquellas partes débiles y pobres de pensamientos, de costumbres y de afectos, o que contienen alguna cosa contra la razón y verosimilitud; en estas partes asienta bien el cuidado, el artificio y adorno de la locución, porque entonces no tiene el poeta ni tan estrechos límites para su ingenio, ni tan recogido el freno para su fantasía, como cuando introduce otra persona, a cuyo carácter, edad y circunstancias es preciso que ajuste y acomode su ingenio, su artificio y locución.

Con esta última parte hemos dado fin a las de calidad y cantidad de la epopeya, y, juntamente, a nuestra obra. De modo que ya será tiempo de amainar todas las velas y surgir en la vecina playa que nos convida a descansar de las fatigas de una navegación prolija. Pero antes de pisar su arena, recorramos brevemente los géneros y mercaderías de nuestra cargazón y hallaremos que la poesía, nacida entre pastores, criada entre filósofos, ennoblecida entre cortesanos y estimada universalmente en todos tiempos y de todas las naciones, debe su última perfección a aquel raro compuesto de naturaleza y arte que siempre han de darse la mano. Ésta sin aquélla no formó jamás grandes poetas; aquélla sin ésta pudo alguna vez producirlos desde la cuna, pero raras veces los produjo perfectos, siendo tantas las circunstancias y calidades que han de concurrir en un poeta, para hacerle perfecto, que admira su número y acobarda su arduidad. Una ingeniosidad muy viva, una imaginación muy fecunda, un furor y numen extraordinario, prendas que a pocos concede el cielo, un conocimiento universal de todas las ciencias y artes, una vasta erudición, una lección continuada de autores teóricos y prácticos, tareas que piden un largo y fatigoso estudio, son, entre otros que omito, los indispensables requisitos de un perfecto poeta, en quien el ingenio y la fantasía, como dos potencias del alma, guiadas en todos sus pasos y vuelos por la discreta moderación de un juicio prudente y sabio, compitiendo a porfía en sus galas y arreos, ya de reflexiones ingeniosas, ya de imágenes fantásticas, por cuyo medio el entendimiento se deleite y aprenda en lo maravilloso de la materia y del artificio alguna verdad real o verosímil, descubierta o disfrazada, son los instrumentos y conductos por donde los versos consiguen su belleza y su dulzura, con la uniforme variedad de pinturas, proporcionadamente hermosas, y de afectos tiernamente expresados a golpes de un pincel y de un estilo que ajuste los conceptos y las palabras a la calidad de las personas y del asunto, ya remontándose en lo sublime y grave de la materia, ya espaciándose por lo más florido de las figuras retóricas, cuando conduzca, ya bajando a la más tierna delicadeza en las cosas humildes, y con unas y otras concordando la propiedad de la sentencia, lo elegante de la locución y lo armonioso de los metros y consonantes bien dispuestos.

Reconocido de esta suerte el caudal que pertenece a la poesía lírica, se nos ofrece luego lo más rico y primoroso de la dramática y épica. La dramática se ostenta utilísima y deleitosísima a los hombres, moviendo los diversos afectos de lástima y terror, risa y regocijo, en sus dos principales especies, que son la tragedia y la comedia, con la imitación de una fábula o acción que sea maravillosa, sin dejar de ser verosímil, y que tenga todas las demás circunstancias de una, entera y varia; y con la viva pintura de costumbres bien imitadas, según las calidades de bondad, conveniencia, igualdad y semejanza que respectivamente requieren, y con las demás condiciones que pide la fábula y la representación teatral, quedando para la epopeya el alto empleo de cantar, al son de marcial trompeta, la acción de algún héroe militar y de enseñar, por medio de su alegoría, alguna importante máxima, con una dramática narración, donde lo grande y admirable de las cosas, y el extraordinario modo de decirlas poéticamente por ambages, máquinas y hermosos milagros, embelese la atención, arrobe los ánimos, y, al mismo tiempo, instruya el alma, llenándola de heroicas ideas y virtuosos hábitos. De todo lo cual resulta ser la poesía un arte subordinado a la religión, a la política y a la filosofía moral, pero con tantas ventajas sobre las demás artes, cuantas bastan y aun sobran para que los perfectos poetas puedan, con razón, gloriarse ufanos de su nobilísima profesión y hacer alarde del sagrado laurel con que los ciñe Apolo sus doctas sienes, en llegando, por la fatigosa senda de la virtud y de la aplicación, a la alta cumbre del Parnaso.