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La polémica secreta entre Julio Herrera y Reissig y Horacio Quiroga (I): La torre de las intrigas

Pablo Rocca1





En este aceleramiento finisecular en que la literatura y -mucho más- la poesía han perdido la operatividad social y el prestigio que sustentaron en el pasado, revisar los papeles secretos de los escritores de la otra punta del siglo, cuando apenas habían publicado unos textos, puede aportarnos algunas respuestas sobre el espacio de las elites en nuestra cultura que, quizás, en este aspecto no haya cambiado decisivamente. En aquel Uruguay enfrentado a múltiples atajos, el de las guerras civiles, el de la inmigración masiva, entre la decadencia de un grupo dirigente (el patriarcado) y el surgimiento de otro (la burguesía metropolitana), dos poetas veinteañeros se destacaban entre todos porque diseñaban sus proyectos literarios, encabezaban grupos compactos y, quizás por eso mismo, en privado rivalizaban encarnizadamente.

Luego de sus encuentros adolescentes en el Salto natal, de donde todos provenían, aun lado la experiencia de la Revista del Salto (1899-1900, 20 números); pasada la frustrante experiencia parisina, donde el joven escritor había malvivido dos meses y pico durante 1900, los amigos se reencontraron en la capital formando un nuevo cenáculo de piecita «larga y angosta» tal como anotó en estas páginas memorantes Fernández Saldaña2. Emir Rodríguez Monegal ha reconstruido los movimientos del grupo:

« [...] luego de una corta estancia en Salto [Quiroga] bajó a la capital a vivir con Julio J. Jaureche en una casa de pensión sita en la calle 25 de Mayo 118, segundo piso, entre Colón y Pérez Castellano. Su gran compañero de adolescencia, Alberto J. Brignole, vivía pocas casas más abajo (25 de Mayo 87). Con Asdrúbal E. Delgado y José María Fernández Saldaña restauraron el viejo grupo, al que habría que sumar ahora un primo de Jaureche, Federico Ferrando (n. 1880), que Quiroga conoció poco antes de embarcarse para Europa. En la pieza que compartía con Jaureche fundó Quiroga su tercer cenáculo literario: el Consistorio de Gay Saber, como lo bautizó Ferrando inspirándose en las agrupaciones poéticas provenzales»3.


También Quiroga en algunas cartas a su pariente y amigo Fernández Saldaña lo evocó obsesivamente:

«Es curioso al fin y al cabo que de toda aquella banda de escritores, tú sigas sosteniendo derecha la bandera de la acción literaria -cosa rara en un pintor [...]-. Brignole abandonado, Cirano muerto, Asdrúbal abandonado, Julio ídem, Muñecas ídem. Quedamos los dos. ¡Quién sabe!...».


(carta desde Buenos Aires, abril 14, 1903)4.                


En el «otoño de 1901», a posteriori de una breve estancia en Salto, Quiroga fue «a habitar con Asdrúbal E. Delgado y Jaureche en una casa de calle Cerrito n.º 113, que pasó a ser la sede del "Consistorio"»5. En esta propiedad, que hasta hace pocos años estaba en pie, había más espacio para la alegría:

«Una trompa de cuartel, llevada por Ferrando, solía sustituir la música poemática o la de los discretos acordes de guitarra por una polifonía infernal. A veces el instrumento escandaloso sonaba la noche entera [...]».


(Delgado y Brignole, ibídem, p. 125)                


Por esa casona de conventillo pasó Leopoldo Lugones, el venerado maestro de las épocas juveniles, después el amigo de Quiroga; siempre el rival enconado que tuvo Herrera, el único que le disputaba seriamente la primacía modernista en el Río de la Plata.

El «Consistorio» antecedió a la «Torre de los Panoramas», el otro cenáculo juvenil del 900, aunque -como lo ha demostrado Roberto Ibáñez en minuciosa investigación- Julio Herrera presidía una tertulia en la casa paterna de la calle San José n.º 119, donde se encontraba con Guzmán Papini y Zás (el poeta romántico que retó a Ferrando a duelo), donde instaló la dirección de La Revista. A principios de 1902, mientras Quiroga se embarcaba con destino a Buenos Aires, «la familia volvió a cambiar de domicilio: para residir en una casa de la calle Ituzaingó 235 (hoy 1255), que hacía de esquina con Reconquista»6. Ahí estaba, finalmente, la «Torre», que no era más que un descascarado altillo con una amplia terraza.

El propio Julio llegó a autoexaminar sus aventuras cenaculares:

«Allá por 1900 fundé la celibérrima émula de las torres de Babel, de Babilonia, de Alejandría, de Pisa, de Eiffel, es decir, la de los Panoramas... Bien pronto hice escuela: me rodearon entusiastas discípulos, treinta jóvenes me formaron corte de honor en la "Torre", mi nombre retumbó en la Universidad, entre vítores y comentarios. Bachilleres, doctores, ingenieros, empleados, bohemios, fueron condiscípulos míos. No ha llegado celebridad a Montevideo que no me haya visitado en la "Torre"».


(Ibáñez, ibídem, p. 25)                


En el altillo o en la terraza los contertulios tomaban mate, tangían una modesta guitarra, leían textos que el «Pontífice» elogiaba sin tasa o destrozaba sin piedad.


La encrucijada de las elites

Presidían la entrada del ilustre altillo algunos carteles confeccionados por su morador «Perded toda esperanza los que entráis» (traducción pertinente del Canto III, verso 9, del Infierno de la Commedia: la inscripción en la puerta de la morada maldita); «No hay manicomio para tanta locura» y, por último, el más provocativo: «Prohibida la entrada a los uruguayos». Era ésta la humorada más sentida, más dolorosa para estos «sensitivos», porque como le escribió Herrera a Ylla Moreno en plena guerra civil, el 20 de enero de 1904:

«Sueño con irme a París, nuestra única patria, querido Juan José, donde se vive la única vida y el placer único. Nada excepto el grupo escogido de mis amigos, me interesa en esta Pampa monótona y ceñuda»7.


Con razón anota Arturo S. Visca que por los mismos años «otros hombres nada esteticistas se desangraban en las cuchillas». Los miembros de la Torre, cosmopolitas y «sensitivos» pertenecían a una curiosa aristocracia (sin dinero) exiliada en su propia tierra que no podía concertar sus relojes con los de la historia cotidiana de sangre y lucha en la que ardía el país entero. No obstante, vanos eran sus esfuerzos para hurtarse totalmente de la atmósfera pueblerina, a la que, incluso contra su propia voluntad, también pertenecían:

«Fernán Silva Valdés nos ha contado cómo Herrera y Reissig, acompañándose con la guitarra, cantaba sencillas canciones criollas en reuniones campesinas»8.



¿Cuánto había de pose o de esnobismo en el rechazo o en la aceptación parcial de su circunstancia? Poco quedaba de la fortuna familiar de los Herrera, pero la desaparición del dinero no podía obliterar ciertos signos del poder sustentados durante generaciones, entre ellos la certeza de pertenecer al grupo mínimo de los más refinados, los más «cultos». Quizás esto explique el viraje político de Julio, que de colorado conservador pasó a anarquista aristocrático y provocativo. Negar la validez de las divisas ironizar sobre sus dos muy populares jefes (Batlle y Saravia) luego, de extender el escarnio a toda la nación «de intelecto romo» (como escribe en el Epílogo wagneriano a la política de fusión) no sólo era una forma de épater le bourgeois, era el desesperado manotazo de un solitario era también, el último acto rebelión de una clase que hablaba por su boca, porque sus valores estaban heridos de muerte. De algún modo las ideas del poeta son un emblema del patriarcado que no supo o no quiso adaptarse a las nuevas coordenadas históricas, como sí supieron hacerlo (y por eso perduraron dentro de la estructura de poder) tanto y Ordóñez como Luis A. de Herrera, aspecto éste que ya Carlos Real de Azúa en El Patriciado uruguayo. Si el mando quedaba para los políticos «de oficio» (Julio dixit) y no para los de abolengo (como su tío) o, mucho peor, para los caudillos «bárbaros», ya no habla lugar para los elegantes en la política. Entretanto avanzaban «los footballs» y el Ateneo era «un bello cadáver de arquitectura». Ante este cuadro sólo le quedaba pasar al ataque tratando de irritar al medio social que ponía sus ideologemas en retirada.

En ese sentido el afrancesamiento de Herrera y los herrerianos es una secuela y no un síntoma del «torremarfilismo». Les atraía por un lado la poesía que les aportaba una tradición que no podía hallarse en España, mas los seducía la lengua y la cultura francesas íntegramente, porque sentirse franceses era una forma de remotismo y de escape, una forma de negar su entorno afirmando una individualidad, un «súper-yo» que poco tenía en común con los ideales que podía darle la sociedad uruguaya. Verdugos de las normas que traía la transformación del país, fueron también víctimas de ese proceso. Como en el resto de América Latina los intelectuales dejaron de ser «hombres de letras» y «hombres públicos» a la vez, tal como lo habían sido desde los primeros días de la independencia. «En todo caso -señala Françoise Perus-, ya no bastaba con ser un escritor o pensador de prestigio para tener acceso, de manera casi automática, al pináculo de las funciones políticas. Era como si de repente el "progreso" requiriese mucho más "científicos" y hombres "positivos", que escritores o artistas de renombre»9.

Con el ascenso del batllismo habría generosos espacios para los escritores amigos de Batlle y de Antonio Bachini en El Día, «diario que siempre fue muy liberal con nosotros», escribió el batllista Fernández Saldaña (ibídem, nota 1). Vendrían después las embajadas y los consulados, alguno de segundo orden (como la diminuta y perdida Paranaguá para un Roberto de las Carreras que reclamaba ardorosamente París). Nada de esto le tocará a Julio, porque cargaba con un parentesco directo con alguien a quien Batlle odiaba sin secretos: el expresidente Julio Herrera y Obes.

En evidente contraste todos los «consistoriales» provenían de una burguesía pueblerina cuyos valores no entraban en contradicción con el ascenso de la modernización y el reformismo batllista. Tentado Quiroga por la aventura parisina y con mayor rapidez decepcionado, siguió a partir de entonces el camino inverso, «formándose en un hombre de la tierra, en un aventurero, en verdadero selfmade man. Mientras Julio piensa que la «ciudad luz» es la «verdadera patria», Quiroga abandona el anarquismo de la primera hora e intenta, sin éxito, ingresar en el ejército oficial durante la guerra civil. Mientras el primero se burla de los movimientos diarios de tropas gubernamentales, José María Delgado cae herido en la batalla de Tupambaé. Mientras Herrera reacciona contra los partidos históricos, Quiroga le escribe a Fernández Saldaña el 15 de enero de 1911: «Si yo estuviera por ahí, me declararía profundamente colorado y bautista» (ibídem, p. 140).

Muy diferente era la relación entre los integrantes del Consistorio, diferentes los rituales que se ejercían en este cenáculo donde no había popes y sí mucha ludicidad. Quiroga no pasaba a ser para sus amigos más que un compinche de talento, tal vez el de más talento, eso sí. Y no hay nada más lejano del magisterio que una imagen de esa naturaleza, porque nunca convocó la adhesión incondicional ni el fervor casi místico que produjo Herrera entre sus discípulos. Ejemplo de esto último lo representa la unción con que Pablo Minelli González recordó al «Dios Julio» medio siglo después de aquellas jornadas:

«Julio era para nosotros algo fantástico y extraordinario. Nos gustaba observarlo a la distancia, siempre distraído con sus papeles y sus libros, tomando notas, diciendo frases al aire»10.



Las diferencias ideológicas no eran las únicas. Cuando en 1901 Quiroga publique su primer libro, adelantándose así al otro jefe de grupo, una polémica secreta empezará a arder. Será Julio Herrera y Reissig el primero que abrirá fuego, cuando comunica en carta a Edmundo Montagne el 8 de diciembre de 1901:

«Una sola crítica [sobre Los Arrecifes...] se ha publicado -la que le envío- de un íntimo, de un co-bohemio de cuarto, una crítica adulatoria, bajamente servil y estúpidamente cortesana para Lugones y para el autor. Ferrando, que es el que suscribe, es hasta ahora un desconocido de las letras [...]»11.



Tres meses después, el 5 de marzo de 1902, Quiroga matará accidentalmente a su crítico, a su amigo Federico Ferrando. (Véase en recuadro: «Un testimonio oculto...».) Julio Herrera será uno de los oradores que en el entierro del «desconocido» exaltará sus virtudes literarias y humanas.








Un testimonio oculto: así mató Quiroga a Federico Ferrando

Una mañana de mayo de 1987, mientras trabajaba en los papeles de Enrique Amorim, la viuda del escritor me entregó dos delgadas y pequeñas hojas con unas notas que le había tomado a una anciana de extraordinario lucidez (dijo) que vivía en su mismo edificio. Esa señora había visto el cadáver de Federico Ferrando y la desesperación de su involuntario matador. Los apuntes me fueron cedidos en aquella oportunidad por Esther Haedo de Amorim, con la generosidad que siempre la ha caracterizado. Dos precisiones pertinentes: no coinciden con las versiones de Delgado y Brignole y la de Rodríguez Monegal, ni el domicilio aportado por la testigo ni las circunstancias del accidente.

«La señora Anastacia Albin Villegas (salteña), hoy de edad de 104 años, recuerda que estando en casa de sus tíos vio a Federico Ferrando herido de muerte por su íntimo amigo Horacio Quiroga.

»Una casa de Maldonado y Vázquez se componía de dos cascos, altos y bajos. En una vivía el matrimonio Manuel Ferrando y su esposa Elena Arzorena, y en la otra el coronel Gomensoro y Dominga Ferrando de Gomensoro. Una estrecha amistad y parentesco unía a estas familias así como con H. Quiroga por sus vinculaciones salteñas.

»En esos días había una agria y reñida disputa entre grupos rivales de jóvenes literatos y habían corrido rumores que afectaban a Federico Ferrando. Anteriormente los jóvenes habían adquirido un revólver porque al parecer se hablaba de un posible duelo, cosa muy de la época.

»Quiroga estaba con su amigo Federico y probablemente discutían la posibilidad del duelo.

»En un momento dado se encontraban Ferrando tendido en la cama sobre almohadones y Quiroga enfrente hablando del asunto. Quiroga al responder que no sabría Ferrando usar el arma le dijo esto: "Se hace así". E hizo fuego.

»El tiro dio en pleno pecho e hirió mortalmente a Ferrando que murió instantáneamente. Dentro de la conmoción que causó ese hecho, Anastacia acudió de la casa de la vecina y se enfrentó con ese terrible cuadro del herido ya muerto y con la desesperación de Horacio Quiroga que tuvo que ser retenido a la fuerza, porque se quería eliminar tirándose a un aljibe que existía en la vivienda».





 
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