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-Quiero -había dicho Crevel a Grindot- que aunque entre una duquesa, quede sorprendida.

Había querido el más hermoso edén parisiense para poseer en él a su Eva, a su mujer de mundo, a su Valeria, a su duquesa.

-Hay dos camas -dijo Crevel a Hulot, mostrándole un diván de donde se sacaba una cama como saca uno un cajón de una cómoda. Ésta es una, la otra está en el dormitorio. De este modo podemos pasar aquí la noche los dos.

-¡Pruebas! -dijo el barón.

Crevel cogió una bujía y condujo a su amigo al dormitorio, donde sobre una butaca, Hulot vio una bata magnífica perteneciente a Valeria y que ésta había llevado en la calle de Vanneau para lucirla allí antes de usarla en la casita de Crevel. El alcalde tocó un resorte de un bonito mueble de marquetería llamado felicidad del día, lo registró, cogió de él una carta y se la entregó al barón, diciéndole:

-Toma, lee.

El consejero de Estado leyó la siguiente misiva escrita con lápiz.

«¡Te he esperado en vano, viejo ratón! Una mujer como yo no espera a un antiguo perfumista. No había encargada comida, ni cigarrillos... Ya me pagarás todo esto.»

-¿Es su letra?

-¡Dios mío! -dijo Hulot, sentándose anonadado-. Reconozco todo lo que le ha pertenecido; ahí veo sus gorros y sus babuchas. ¡Ah! Vamos a ver: ¿desde cuándo...?

Crevel hizo un signo de que comprendía, y cogió del secreter de marquetería un legajo de papeles.

-Mira, viejo mío, he pagado a los contratistas en diciembre de 1838. En octubre, dos meses antes, fue estrenada esta deliciosa casita.

El consejero de Estado bajó la cabeza.

-¿Cómo se las arreglan ustedes? Pues conozco el empleo de su tiempo hora por hora.

-¿Y el paseo por las Tullerías? -dijo Crevel, frotándose las manos de júbilo.

-¿Qué?... -dijo Hulot, atontado.

-La que se llama tu querida va a las Tullerías y está obligada a pasearse desde la una a las cuatro; pero ¡zas! en dos saltos se planta aquí. ¿Conoces a Molière? Pues bien; barón, no hay nada imaginado en tu título.

Hulot, no pudiendo ya dudar de nada, cayó en un silencio siniestro. Las catástrofes llevan a todos los hombres fuertes e inteligentes a la filosofía. El barón estaba moralmente como un hombre que busca su camino de noche en un bosque. Aquel silencio sombrío, el cambio que se ofreció en aquella fisonomía demacrada, todo inquietó a Crevel, que no deseaba la muerte de su colaborador.

-Como te decía, viejo mío, estamos en paz; juguemos la buena. ¿Quieres jugar la buena?

-¿Por qué -dijo Hulot, hablándose a sí mismo- de diez mujeres hay lo menos siete perversas?

Él estaba demasiado anonadado para encontrar la solución de aquel problema. La belleza es el mayor poder humano. Todo poder sin contrapeso, sin trabas, autocrático, lleva al abuso, a la locura. Lo arbitrario es la demencia del poder. En la mujer, lo arbitrario es el capricho.

-No tienes de qué quejarte, mi querido cofrade, pues tienes la más hermosa de las mujeres y es virtuosa.

-Merezco mi suerte -se dijo Hulot-. No he apreciado en lo que vale a mi mujer, le hago sufrir ¡y es un ángel! ¡Oh, mi pobre Adelina, estás bien vengada! Ella sufre sola, en silencio, es digna de ser adorada, merece mi amor, yo debería... porque es admirable aún, blanca, rejuvenecida... Pero ¿se ha visto jamás mujer más innoble, más infame, más perversa que esa Valeria?

-Es una bribona -dijo Crevel-, una tuna a la que se debería azotar en la plaza del Chatelet; pero mi querido Canillac, si nosotros somos cosacos azules, mariscales de Richelieu, entrepaños, Pompadour, Barry, burlados y todo lo que hay de más siglo XVIII, no tenemos ya teniente de Policía.

¿Cómo hacerse uno amar? -se preguntaba Hulot sin escuchar a Crevel.

-Es una estupidez la nuestra de querer ser amados, querido mío dijo Crevel-; nosotros sólo podemos ser soportados, pues la señora Marneffe es cien veces más astuta que Josefa...

-¡Y ávida! ¡Me cuesta ciento ochenta mil francos! -exclamó Hulot.

-¿Y cuántos céntimos? -preguntó Crevel con la insolencia del financiero que encuentra la suma pequeña.

-Se ve que tú no la amas -dijo melancólicamente Hulot.

-Yo ya tengo bastante -replicó Crevel-, pues me cuesta más de trescientos mil francos.

-¿Y dónde mete todo ese dinero? -dijo el barón, cogiéndose la cabeza entre las manos.

-Si nosotros nos hubiésemos entendido como esos jovenzuelos que se entienden para sostener a una horizontal de franco, nos hubiese costado menos cara.

-Es una idea -dijo el barón-; pero nos hubiese engañado lo mismo, porque ¿qué piensas tú de ese brasileño?

-¡Ah! Viejo astuto, tienes razón, nos han burlado como... como a accionistas -dijo Crevel-. Todas esas mujeres son comanditas.

-¿Es ésta, pues, la que te ha hablado de la luz en la ventana? -dijo el barón.

-Querido mío -dijo Crevel, tomando su posición favorita-, se ha burlado de nosotros. Valeria es una... Me ha dicho que te entretuviese aquí. Ahora veo claro... Está con su brasileño. ¡Ah! Renuncio a ella, pues si la tuviesen atadas las manos encontraría manera de engañarle a uno con los pies. ¡Es una infame, una bribona!

-Está por debajo de las prostitutas -dijo el barón-. Josefa y Jenny Cadine estaban en su derecho engañándonos, pues trafican con sus encantos.

-¡Pero ella, que se hace la santa, la melindrosa! -dijo Crevel-. Mira, Hulot, vuelve al lado de tu mujer, pues tus negocios andan mal, se empieza a hablar de ciertas letras de cambio firmadas a un usurero cuya especialidad consiste en prestar a las cocottes, un cierto Vauvinet. Respecto a mí, ya estoy completamente curado de las mujeres. Por otra parte, ¿qué necesidad tenemos a nuestra edad de esas tunas que, soy franco, no pueden dejar de engañarnos? Barón, tienes los cabellos blancos y dientes postizos. Yo me parezco a Sileno. Voy a ponerme a recoger. El dinero no engaña. Si el Tesoro se abre para todo el mundo cada seis meses, al menos da intereses y esa mujer cuesta... Contigo, mi querido cofrade Gubetta, mi viejo cómplice, podría aceptar una situación chocante... no filosófica; pero con un brasileño que tal vez trae de su país géneros coloniales sospechosos...

-La mujer -dijo Hulot- es un ser inexplicable.

-Yo me lo explico -dijo Crevel-: nosotros somos viejos, el brasileño es joven y guapo...

-Sí, es verdad, lo confieso, envejecemos -dijo Hulot-. Pero amigo mío, ¡cómo renunciar a ver a esas hermosas criaturas desnudarse, recoger sus cabellos, mirarnos con astuta sonrisa a través de sus dedos cuando se ponen los papelitos, hacernos muecas, pensando sus mentiras y diciéndose poco amadas, cuando nos ven llenos de trabajo, y distrayéndonos a pesar de todo!

-Sí, es verdad, es la única cosa agradable de la vida... -exclamó Crevel-. ¡Ah! Cuando una carita bonita le sonríe a uno y le dice: «Querido mío, ¡qué amable eres! Yo, seguramente que soy diferente de las demás mujeres que se enamoran de jovencitos barbilampiños, de esos granujas que fuman y que son groseros, como lacayos, pues su juventud les da una insolencia... En fin, vienen, le dan a una las buenas noches y se van... Yo, que dices que soy coqueta, prefiero a esos mocosos la gente de cincuenta años, pues los guardamos más tiempo junto a nosotras; son abnegados, saben que una mujer se encuentra difícilmente y nos aprecian... Por eso te amo, tunantón.» Y acompañan esta especie de confesión de mimos, de niñerías, de... ¡Ah! Es falso como los programas del Ayuntamiento...

-La mentira vale a veces más que la verdad -dijo Hulot, recordando algunas encantadoras escenas evocadas por la pantomima de Crevel, que imitaba a Valeria-. Se ve uno obligado a decir mentiras, a coser lentejuelas a sus trajes de teatro.

-Pero uno las posee a esas embusteras -dijo brutalmente Crevel.

-Valeria es un hada -exclamó el barón-; metamorfosea un anciano en joven.

-¡Ah! Sí -repuso Crevel-, es una anguila que se escurre de entre las manos; pero es la más bonita de las anguilas..., blanca y dulce como el azúcar, granuja como Arnal, y tiene unas invenciones... ¡Ah!

¡Oh! Sí, es muy ocurrente -exclamó el barón, no pensando ya en su mujer.

Los dos cofrades se acostaron los mejores amigos del mundo, recordándose una a una las perfecciones de Valeria, las entonaciones de su voz, sus gatadas, sus burlas, sus salidas, las de su corazón, pues esta artista en amor tenía arranques admirables, como los tenores que cantan mejor un aire un día que otro. Y ambos se durmieron mecidos por estas reminiscencias tentadoras y diabólicas, iluminados por los fuegos del infierno.

Al día siguiente, a las nueve, Hulot habló de ir al Ministerio; Crevel tenía que ir al campo. Salieron juntos y Crevel le tendió la mano al barón, diciéndole:

-Sin rencor, ¿eh?, pues ni uno ni otro pensamos ya en la señora Marneffe.

-¡Oh! Eso se ha acabado del todo -respondió Hulot, expresando una especie de horror.

A las diez y media, Crevel subía de cuatro en cuatro las escaleras de la casa de la señora Marneffe. Encontró a la infame criatura, a la adorable encantadora, en el desarreglo más coquetón del mundo, almorzando en compañía del barón Enrique Montes de Montejanos y de Isabela. A pesar del golpe que sintió al oír la voz del brasileño, Crevel rogó a la señora Marneffe que le concediese dos minutos de audiencia. Valeria pasó al salón con Crevel.

-Valeria, ángel mío -dijo el enamorado Crevel-, el señor Marneffe tiene vida para poco tiempo; si quieres serme fiel, cuando muera nos casaremos. Piensa en ello. Te he desembarazado de Hulot... De modo que si ese brasileño vale tanto como un alcalde de París, hombre que por ti querrá obtener las más altas dignidades y que posee ya ochenta mil y pico de francos de renta...

-Pensaré en ello -dijo ella-. Estaré a las dos en la calle del Delfín, y hablaremos; pero sea prudente y no olvide la transferencia que me prometió usted ayer.

Y volvió al comedor seguida de Crevel, que se alababa de haber encontrado el medio de poseer él solo a Valeria; pero vio al barón de Hulot, el cual, durante aquella corta conferencia, había entrado para realizar el mismo deseo.

Como Crevel, el consejero de Estado pidió una audiencia.

La señora Marneffe se levantó para volver al salón, sonriendo al brasileño como para decirle: «Están locos. ¿No te ven, pues, a ti?»

-Valeria, hija mía -dijo consejero de Estado-, ese primo es un primo de América...

-¡Oh, basta! -exclamó ella, interrumpiendo al barón-. Marneffe no ha sido nunca, no lo será ni puede ser mi marido. El primero, el único hombre a quien he amado, ha vuelto sin ser esperado.¿Es mía la culpa? Mire a Enrique y mírese usted. Después pregúntese si una mujer, sobre todo cuando ama, puede dudar. Querido mío, yo no soy una entretenida. Desde hoy ya no quiero estar, como Susana, entre dos ancianos. Si me quiere usted, serán usted y Crevel nuestros amigos; pero todo ha acabado, pues tengo veintisiete años y quiero convertirme en una santa, digna y excelente mujer... como la de usted.

-¡Ah! -dijo Hulot-. ¿Es así como me acoge usted, cuando venía como un Papa con las manos llenas de indulgencias? Pues bien; su marido no será nunca jefe de Negociado ni oficial de la Legión de Honor.

- Eso ya lo veremos- dijo la señora Marneffe, mirando a Hulot de cierto modo.

-No nos enfademos - repuso Hulot, desesperado-. Vendré esta noche y nos entenderemos.

-Si va usted a casa de Isabela, sí.

-Pues bien, sí -dijo el anciano enamorado-; a casa de Isabela.

Hulot y Crevel bajaron juntos sin decirse palabra, hasta que llegaron a la calle; pero una vez en la acera, se miraron y se pusieron a reír tristemente.

-Somos dos viejos locos -dijo Crevel.

-Ya los he despedido - dijo la señora Marneffe a Isabela, volviendo a sentarse a la mesa-. No he amado nunca, no amo ni amaré jamás a otro que a mi jaguar -añadió sonriendo a Enrique Montes-. Isabela, amiga mía ¿no sabes? Enrique me ha perdonado las infamias que la miseria me había obligado.

-Porque yo tengo la culpa -dijo el brasileño-. Yo debía haberte enviado cien mil francos.

-¡Pobre hijo! -exclamó Valeria-. No, yo debía haber trabajando para vivir; pero mis manos no se han hecho para el trabajo... Pregúntaselo a Isabela.

El brasileño se fue, considerándose el hombre más feliz de París.

A eso de las doce, Valeria e Isabela conversaban en el magnífico dormitorio en que aquella peligrosa parisiense daba a su tocado esa última mano que las mujeres quieren siempre dar por sí mismas. Corridos los cerrojos y echadas las cortinas, Valeria contó con sus menores detalles todos los acontecimientos de la velada, de la noche y de la madrugada.

-¿Estás contenta, rica mía? -dijo a Isabela, terminando-. ¿Qué crees que debo yo ser algún día, la señora Crevel o la señora Montes? ¿Cuál es tu opinión?

-A Crevel, que es un libertino, no le quedan, a lo sumo más que diez años de vida -respondió Sabela-, mientras que Montes es joven. Crevel te dejará unos treinta mil francos de renta. Que espere Montes y que se dé por contento siendo el Benjamín. De este modo, querida mía, a los treinta y tres años, conservándote hermosa, puedes casarte con tu brasileño y desempeñar un gran papel con sesenta mil francos de renta propia, sobre todo protegida por una mariscala.

-Sí; pero Montes es brasileño y no llegará nunca a ser nada -advirtió Valeria.

-No -dijo Isabela-; estamos en una época de ferrocarriles en que los extranjeros acaban en Francia por ocupar grandes posiciones.

-Ya lo veremos cuando Marneffe esté muerto -repuso Valeria-. Creo que no le queda mucho tiempo que sufrir.

-Esas enfermedades que se le presentan -dijo Isabela- son como los remordimientos de lo físico. Bueno; me voy a casa de Hortensia.

-Sí, anda, ángel mío, y tráeme a mi artista -respondió Valeria-. ¡No haber podido ganar en tres años ni una pulgada de terreno! Eso es una vergüenza para las dos. Wenceslao y Enrique, ésas son mis dos únicas pasiones. El uno es el amor y el otro el capricho.

-¡Qué hermosa estás esta mañana! -dijo Sabela, cogiendo a Valeria por el talle y besándola en la frente-. Yo gozo de tus placeres, de tu fortuna, de tu lujo... Sólo vivo desde el día en que nos hicimos hermanas...

-Espera, hermosa mía -dijo Valeria riéndose-; llevas el chal torcido. A pesar de mis lecciones, al cabo de tres años aún no sabes llevar un chal, ¿y quieres ser la señora mariscala Hulot?

Calzada con borceguíes y medias de seda gris y vestida con un magnífico traje de seda y los cabellos en bandó bajo una bonita capota de terciopelo negro, forrada de satén amarillo, Isabela se fue a la calle de Santa Dominica, por el bulevar de los Inválidos, preguntándose si el desaliento de Hortensia la haría dueña al fin de aquella alma viril y si la inconstancia sármata sorprendida en un momento en que todo es posible a esos caracteres acabaría por vencer el amor de Wenceslao.

Hortensia y Wenceslao ocupaban el piso de una casa situada en el lugar en que la calle de Santa Dominica desemboca en la explanada de los Inválidos.

Aquella habitación, que estuvo antes en armonía con la luna de miel, ofrecía en este momento un aspecto medio fresco, medio ajado, que sería preciso llamar el otoño del mobiliario. Los recién casados son malbaratadores y gastan sin saberlo, ni quererlo las cosas que les rodean, como abusan del amor. Llenos de confianza en sí mismos, piensan poco en el porvenir, que preocupa más tarde a la madre de familia.

Isabela encontró a su prima Hortensia en el momento en que ella misma acababa de vestir a su pequeño Wenceslao que había sido llevado al jardín.

-Buenos días, Bela -dijo Hortensia, que fue a abrirle la puerta a su prima.

La cocinera había ido al mercado y la camarera, que a la vez hacía de niñera, estaba jabonando.

-Buenos días, hija mía -respondió Isabela, abrazándose a Hortensia- Oye, ¿está Wenceslao en el taller? -le preguntó al oído.

-No, está en el salón con Stidmann y con Chanor.

-¿No podríamos estar solas? -preguntó Isabela.

-Ven a mi cuarto.

Aquel cuarto, tendido de seda persa de fondo blanco y con flores de color rosa y follaje verde, estaba un tanto pasado, lo mismo que la alfombra, a causa de haber sido herido constantemente por los rayos del sol. Hacía tiempo que las cortinas no habían sido lavadas, y se sentía allí el olor del humo del cigarro de Wenceslao, el cual, habiendo pasado a ser gran señor del arte y habiendo nacido hidalgo, depositaba la ceniza del cigarro sobre los brazos del sofá y sobre las cosas más bonitas, como hombre a quien hay que sufrírselo todo, como hombre rico que no tiene con las cosas el cuidado que tienen los burgueses.

-Bueno; hablemos de tus negocios -preguntó Isabela al ver a su hermosa prima muda en el sofá que se había sentado-. Pero ¿qué tienes? Te encuentro paliducha, querida mía.

-Es que han salido dos nuevos artículos en los que se ataca duramente a mi pobre Wenceslao; los he leído y los he escondido, porque se desanimaría por completo. El mármol del mariscal Montcornet ha sido juzgado detestable. Sólo exceptúan los bajorrelieves, para alabar con atroz perfidia el talento adornista de Wenceslao, dando así mayor peso a la opinión de que mi marido no puede dedicarse al arte severo. Stidmann mismo, instado por mí a que me dijese la verdad, me ha desesperado confesándome que su opinión estaba conforme en un todo con la de todos los artistas, la de los críticos y la del público. «Si Wenceslao -me ha dicho en el jardín antes de almorzar- no expone el año próximo una gran obra maestra, tiene que abandonar la gran escultura y atenerse a los idilios, a las figuritas y a las obras de joyería y platería.» Esta opinión me ha causado honda pena, porque temo que Wenceslao no querrá atenerse a ella; él se siente con fuerzas ¡y tiene ideas tan hermosas!...

-Sí, pero con ideas no se paga a los proveedores...-advirtió Isabela- Todo mi afán era hacerle ver esto. Se paga con dinero, y el dinero no se obtiene más que con cosas hechas y que gusten bastante a los burgueses para que las compren. Cuando se trata de vivir, es preferible que el escultor tenga en su taller el modelo de una lámpara, de un cenicero o de una mesa, que un grupo o que una estatua, pues todo el mundo necesita aquello, mientras que el aficionado a grupos se hace esperar a veces durante meses enteros.

-Tienes razón mi buena Isabela; dile tú eso, porque yo no tengo valor para ello... Además, como él le decía a Stidmann, si se vuelve a dedicar al adorno o a la escultura en pequeño, tendrá que renunciar al Instituto, a las grandes creaciones del arte, y nosotros no tendríamos ya los trescientos mil francos de trabajo de Versalles, la ciudad de París, y el Ministerio nos tenían reservados. He aquí lo que nos quitan esos malditos artículos dictados por los competidores, que quisieran heredar nuestros pedidos.

-Y no es eso lo que tú soñabas, gatita mía -dijo Bela, besando en la frente a Hortensia-. Tú querías un hidalgo que dominara el arte y estuviese a la cabeza de los escultores. Pero ya lo ves, todo es poesía. Ese sueño exige cincuenta mil francos de renta, y vosotros no tendréis más que dos mil cuatrocientos mientras viva; tres mil después de mi muerte.

Algunas lágrimas acudieron a los ojos de Hortensia, y Bela las lamió con la mirada como una gatita bebe la leche.

He aquí la historia sucinta de aquella luna de miel, cuyo relato tal vez no resulte inútil para los artistas.

El trabajo moral, la caza en las altas regiones de la inteligencia es uno de los mayores esfuerzos del hombre. Lo que debe merecer la gloria en el arte -pero es preciso comprender en esta palabra todas las creaciones del pensamiento- es sobre todo el valor, un valor cuya existencia no sospecha el vulgo y del que tal vez sea ésta la primera vez que se habla. Empujado por la terrible presión de la miseria, mantenido por Isabela en la situación de esos caballos a los que se les ponen anteojeras para impedirles que miren a la derecha y a la izquierda del camino, azotado por aquella dura muchacha, imagen de la Necesidad, esa especie de Destino subalterno, Wenceslao, nacido poeta y soñador, había pasado de la concepción a la ejecución, franqueando sin medirlos los abismos que separan esos dos hemisferios del arte. Pensar, soñar y concebir obras hermosas es una deliciosa ocupación Es fumar cigarrillos encantados, es hacer la vida de cortesana ocupada a su gusto. La obra aparece entonces con toda la gracia de la infancia, con el goce loco de la generación, con los embalsamados colores de la flor y con los rápidos jugos del fruto gustado de antemano. Tal es la concepción y sus placeres. El que puede trazar su plan con la palabra pasa ya por un hombre extraordinario. Esta facultad la poseen todos los artistas y los escritores. Pero ¡producir, dar a luz, educar laboriosamente al hijo, acostarle bien amamantado todas las noches, abrazarlo todas las mañanas con el corazón inagotado de la madre, besuquearlo sucio, vestirlo cien veces con los trajes más lindos que él incesantemente desgarra; no rechazar las convulsiones de esa vida loca y con ella hacer la obra maestra animada, que habla, en escultura, a todas las miradas; en literatura, a todas las inteligencias; en pintura, a todos los recuerdos; en música, a todos los corazones!, eso es la ejecución y sus trabajos. La mano tiene que moverse en todo momento, dispuesta siempre a obedecer a la cabeza. Ahora, la cabeza no tiene las disposiciones creadoras y de mando más que cuando el amor es continuo.

Esta costumbre de crear, este amor infatigable de la maternidad que hace la madre (¡esa obra maestra natural tan bien comprendida de Rafael!), en fin, esa maternidad cerebral, tan difícil de conquistar, se pierde con una rapidez prodigiosa. La inspiración es la ocasión del genio. Corre no sólo sobre una navaja de afeitar, sino que está en los aires y huye con la desconfianza de los cuervos; no tiene estola por donde el poeta pueda agarrarla; su cabellera es una llama y se escapa como esos bellos flamencos blancos y rosados, desesperación de los cazadores. Así es como el trabajo es una lucha fatigosa que a la vez temen y quieren las hermosas y potentes organizaciones, que frecuentemente se estrellan contra él. Un gran poeta de nuestro tiempo decía hablando de esta labor espantosa: «Me pongo a hacerla con desesperación y la dejo con pena.» ¡Que lo sepan los ignorantes! Si el artista no se arroja a su obra como Curcio al abismo y como el soldado a la brecha, sin reflexionar, y si en este cráter no trabaja como el minero sepultado bajo las ruinas de un hundimiento; si contempla, en fin, las dificultades, en lugar de vencerlas una a una, siguiendo el ejemplo de esos enamorados de los cuentos de hadas, que para obtener a sus princesas combatían encantamientos renacientes, la obra permanece incompleta y perece en el fondo del taller, donde la producción llega a hacerse imposible y el artista asiste al suicidio de su talento. Rossini, ese genio hermano de Rafael, ofrece un sorprendente ejemplo de esto en su juventud indigente superpuesta a su vejez opulenta. Tal es la razón de la recompensa semejante, del semejante triunfo, del mismo laurel concedido a los grandes poetas y a los grandes generales.

Wenceslao, naturaleza soñadora, había gastado tanta energía en producir, en instruirse y en trabajar bajo la despótica dirección de Isabela, que el amor y la felicidad produjeron una reacción. Reapareció el verdadero carácter. La pereza y la negligencia, la molicie del sármata volvieron a ocupar en su alma los cómodos surcos de donde, por la verga del maestro de escuela, habían sido arrojadas. Durante los primeros meses el artista amó a su mujer. Hortensia y Wenceslao se entregaron a las adorables niñerías de la pasión legítima, feliz e insensata. Hortensia fue entonces la primera en dispensar a Wenceslao de todo trabajo; orgullosa de triunfar así de su rival, la escultura. Por otra parte, las caricias de una mujer hacen desvanecerse a la musa y agotan la fuerza, la brutal firmeza del trabajador. Pasaron de seis a siete meses, y los dedos del escultor perdieron el hábito de manejar el cincel. Cuando se dejó sentir la necesidad de trabajar; cuando el príncipe de Wissemburgo, presidente del Comité de suscripción quiso ver la estatua, Wenceslao pronunció la frase suprema de los distraídos: «Voy a ponerme a ella.»

Y meció a su querida Hortensia con las falaces palabras, con los magníficos planes del artista fumador. Hortensia redobló el amor para su poeta, pues entreveía una estatua del mariscal Montcornet sublime. Montcornet debía ser la idealización de la intrepidez, el tipo de la caballería, el valor a lo Murat, ¡Y qué ejecución! El lápiz, muy complaciente, obedecía a la palabra.

En lugar de estatua llegó un pequeño Wenceslao encantador.

Cuando se trataba de ir al taller del Gros Caillou a manejar el yeso y a ejecutar el modelo, ya era el reloj del príncipe que exigía la presencia de Wenceslao en el taller de Florent y Chanor, donde las figuras se cincelaban; ya el día era frío y oscuro; un día eran los negocios; otro, una comida de familia y, en fin, los días en que se retoza con la mujer adorada... El mariscal príncipe de Wissemburgo viose obligado a enfadarse para obtener el modelo, y a decirle que revocarían el acuerdo. El Comité de suscriptores no pudo, pues ver el yeso hasta después de mil reproches y de mil discusiones. Cada día de trabajo, Steinbock volvía ostensiblemente fatigado, quejándose de aquella labor de albañil y de su debilidad física. Durante aquel primer año el matrimonio gozaba de cierta holgura. La condesa de Steinbock, loca por su marido, en las alegrías del amor satisfecho maldecía al ministro de la Guerra; fue a verle para decirle que las grandes obras no se fabricaban como los cañones y que el Estado debía estar, como lo habían estado Luis XIV, Francisco I y León X, a las órdenes del genio. La pobre Hortensia, creyendo tener un Fidias entre sus brazos, empleaba con su querido Wenceslao la cobardía materna de una mujer que lleva el amor hasta la idolatría.

-No te des prisa -le dijo a su marido-; todo nuestro porvenir depende de esa estatua; tómalo con calma y haz una obra maestra.

Hortensia iba al taller, y Steinbock, enamorado, perdía con su mujer, de siete horas, cinco, en describirle la estatua en lugar de hacerla. Así es que empleó dieciocho meses en terminar aquella obra, capital para él.

Cuando el modelo estuvo acabado, después de haber asistido a los enormes esfuerzos de su marido, cuya salud se resintió con ese cansancio que pesa sobre el cuerpo, los brazos y las manos de los escultores, la pobre Hortensia juzgó la obra admirable. Su padre, ignorante en escultura, y la baronesa, no menos ignorante, la proclamaron una obra maestra, y entonces el ministro de la Guerra, llevado por ellos y seducido por ellos, quedó satisfecho de aquel yeso aislado, admirablemente presentado ante una tela verde. Pero ¡ay!, en la Exposición de 1841, la crítica se mostró unánime e irritadísima contra un ídolo que tan pronto había sabido formarse un pedestal. Stidmann quiso desengañar a su amigo Wenceslao, y fue acusado de envidioso; los artículos de los periódicos fueron para Hortensia los gritos de la envidia. Stidmann, aquel muchacho digno, logró artículos en que las críticas fueron combatidas y en los que se advertía que los escultores modificaban de tal modo sus obras entre el yeso y el mármol, que siempre se exponía el mármol. «Entre el proyecto en yeso y la estatua ejecutada -decía Claudio Vignon- se podía desfigurar una obra maestra o hacer una gran cosa de una obra mala. El yeso es el manuscrito y el mármol es el libro.»

En dos años y medio Steinbock hizo una estatua y un hijo: el hijo estaba dotado de sublime belleza; la estatua fue detestable.

El reloj del príncipe y la estatua pagaron las deudas del joven matrimonio. Steinbock había contraído entonces la costumbre de frecuentar el mundo de los salones y del teatro: concurría a los Italianos, hablaba admirablemente cerca de arte manteniéndose a los ojos del mundo como gran artista por la palabra y por sus explicaciones críticas. Hay genios en París que pasan la vida hablando y que se contentan con una especie de gloria de salón. Steinbock, imitando a esos encantadores eunucos, contraía una aversión cada día más creciente por el trabajo. Veía todas las dificultades de una obra al querer empezarla, y el desaliento que sentía acababa por anular su voluntad. La inspiración, esa locura de la generación intelectual, huía a respetable distancia de aquel artista enfermo.

La escultura, como el arte dramático ,es a la vez la más difícil y la más fácil de las artes. Copiad un modelo, y la obra está realizada; pero imprimir en ella un alma,, crear un tipo representando a un hombre o a una mujer, es el pecado de Prometeo. Se cuentan estos éxitos en los anales de la escultura como se cuentan los poetas en la humanidad. Miguel Ángel, Miguel Columb, Juan Goujon, Fidias, Praxíteles, Policleto, Puget, Canova, Alberto Durero son hermanos de Milton, de Virgilio, de Dante, de Cervantes, de Shakespeare, del Tasso, de Homero y de Molière. Esta obra es tan grandiosa, que una estatua basta para la inmortalidad de un hombre, como la de Fígaro, la de Lovelace y la de Manon Lescaut bastaron para inmortalizar a Beaumarchais, a Richardson y al abate Prevost. Las gentes superficiales (y los artistas cuentan muchas en su seno) han dicho que la escultura existía para el desnudo únicamente, que había muerto con Grecia, y que el vestido moderno la hacía imposible. En primer lugar, los antiguos han hecho estatuas sublimes completamente veladas, como la Polimnia, la Julia, etc., y nosotros no hemos encontrado la décima parte de sus obras. Además, que los verdaderos amantes del arte vayan a ver a Florencia el Pensador, de Miguel Ángel, y en la catedral de Maguncia la Virgen, de Alberto Durero, que ha hecho de ébano una mujer viviente bajo sus triples ropajes, y la cabellera más ondulante y más manejable que se haya peinado jamás mujer alguna; que corran allá los ignorantes, y todos reconocerán que el genio puede imprimir al traje y a la armadura un pensamiento, y poner en él un cuerpo del mismo modo que el hombre imprime su carácter y las costumbres de su vida a su envoltura. La escultura es la realización continua del hecho que se llamó Rafael por sola y única vez en la pintura. La solución de este terrible problema no se halla más que en un trabajo constante y sostenido, pues las dificultades materiales tienen que ser vencidas de tal modo y la mano debe estar tan castigada y tan presta y obediente, que el escultor pueda luchar alma a alma con esa intangible naturaleza moral que es preciso transfigurar materializándola. Si Paganini, que hacía hablar a su alma por las cuerdas de su violín, hubiese pasado tres días sin estudiar, hubiera perdido su expresión, el registro de su instrumento; designaba así el enlace existente entre la madera, el arco, las cuerdas y él; desaparecido este acuerdo, hubiérase convertido de repente en un violinista vulgar. El trabajo constante es la ley del arte como lo es de la vida, pues el arte es la creación idealizada. Así es que los grandes artistas, los poetas completos, no esperan los encargos ni los parroquianos: engendran hoy, mañana y siempre. Resulta de esto ese hábito de la labor, ese perpetuo conocimiento de las dificultades que los mantienen en concubinato con las musas y las fuerzas creadoras. Canova vivía en su taller como Voltaire ha vivido en su despacho. Homero y Fidias debieron vivir de este modo.

Wenceslao Steinbock estaba en el árido camino recorrido por esos grandes hombres, y que lleva a los Alpes de la gloria, cuando Isabela lo había encadenado en su guardilla. La felicidad, en figura de Hortensia, había vuelto al poeta a la pereza, estado normal de todos los artistas, pues su pereza es, en cierto modo, una ocupación. Es el placer de los bajás en el serrallo: acarician las ideas, se embriagan en los manantiales de la inteligencia. Grandes artistas como Steinbock, devorados por la imaginación, han sido llamados en justicia soñadores. Esos tomadores de opio caen todos en la miseria, mientras que, mantenidos por la inflexibilidad de las circunstancias, hubieran sido grandes hombres. Por otra parte, estos semiartistas son encantadores; los hombres los quieren y los embriagan con sus elogios; parecen superiores a los verdaderos artistas, tachados de personalidad, de adustez, de rebeldía contra las leyes del mundo. He aquí por qué los grandes hombres pertenecen a sus obras. Su desafecto a todo y su apego al trabajo les hacen pasar por egoístas a los ojos de los necios; porque se les quisiera ver vestidos con los mismos trajes que el petimetre, realizando las evoluciones sociales llamadas deberes de sociedad. Se desearía ver a los leones del Atlas peinados y perfumados como perrillos de marquesa. Estos hombres, que cuentan pocos pares y que rara vez los encuentran, caen en el exclusivismo de la soledad; se hacen inexplicables para la mayoría, compuesta, como ya se sabe, de necios, de envidiosos, de ignorantes y de gentes superficiales. ¿Comprenderéis ahora el papel de una mujer al lado de estas grandiosas excepciones? Una mujer debe ser a la vez lo que había sido Isabela durante cinco años y ofrecer además el amor, el amor humilde, discreto, siempre dispuesto, siempre sonriente.

Hortensia, aleccionada por sus sufrimientos de madre, agobiada por espantosas necesidades, se enteraba demasiado tarde de las faltas que su excesivo amor le había hecho cometer involuntariamente; pero como digna hija de su madre, su corazón se quebraba ante la idea de atormentar a Wenceslao; amaba demasiado para convertirse en el verdugo de su querido poeta, y veía llegar el momento en que la miseria iba a alcanzarles, a ella, a su hijo y a su marido.

-¡Ah, hija mía -dijo Bela, viendo brotar las lágrimas de los lindos ojos de su primita-, no hay que desesperarse! ¡Un vaso lleno de lágrimas tuyas no pagaría un plato de sopa! ¿Qué necesitáis?

-Pues de cinco a seis mil francos.

-Yo no tengo, a lo sumo, más que tres mil -dijo Isabela-. ¿Y qué hace en este momento Wenceslao?

-Le proponen, por seis mil francos, hacer, en compañía de Stidmann, un servicio de mesa para el duque de Herouville. Chanor se encargaría entonces de pagar cuatro mil francos que debe a los señores León de Lora y Bridau; una deuda de honor.

-¡Cómo! ¿Habéis recibido el importe de la estatua y de los bajorrelieves del monumento alzado al mariscal Montcornet y no habéis pagado eso?

-Pero... -dijo Hortensia-, ¡si hace tres años que gastamos doce mil francos al año, y yo no tengo más que cien luises de renta! El monumento del mariscal, después de pagados todos los gastos, no ha dado más de dieciséis mil francos. La verdad es que si Wenceslao no trabaja, no sé lo que va a ser de nosotros. ¡Ah!, si yo pudiese aprender a hacer estatuas, ¡cómo movería el barro! -dijo, extendiendo sus hermosos brazos.

Velase que la casada cumplía las promesas de la soltera. La mirada de Hortensia chispeaba; corría por sus venas una sangre llena de hierro, impetuosa; deploraba emplear su energía en tener a su hijo.

-¡Ah!, gatita mía, una muchacha juiciosa no se debe casar con un artista hasta el momento en que tiene hecha su fortuna, y no cuando está por hacer.

En este momento oyose el ruido de los pasos y de las voces de Stidmann y de Wenceslao, que acompañaban hasta la puerta a Chanor; después volvieron ambos al lado de las dos mujeres. Stidmann, artista engolfado en el mundo de los periodistas, de las actrices ilustres y las cortesanas célebres, era un joven elegante, que Valeria había querido tener en su casa, donde ya había sido presentado por Claudio Vignon. Stidmann acababa de terminar sus relaciones con la famosa señora Schontz, casada desde hacía algunos meses y que había marchado a provincias. Valeria e Isabela, que habían sabido esta ruptura por Claudio Vignon juzgaron necesario atraer a la calle de Vanneau al amigo de Wenceslao. Como Stidmann, por discreción, visitaba poco a los Steinbock y como Isabela no había sido testigo de su presentación hecha por Claudio Vignon, le veía por primera vez. Examinando a este célebre artista, sorprendió ciertas miradas dirigidas por él a Hortensia, que le hicieron entrever la posibilidad de poder llegar a entregárselo, como consolación, a la condesa de Steinbock, si Wenceslao llegaba a traicionar a su esposa. Stidmann pensaba, efectivamente, que, si Wenceslao no fuese su camarada, Hortensia, aquella joven y magnífica condesa, haría una adorable querida; pero este deseo, contenido por el honor, le alejaba de aquella casa. Isabel notó ese malestar significativo que molesta a los hombres cuando están en presencia de una mujer con la cual se han prohibido coquetear.

-Está muy bien ese joven -dijo Isabela al oído de Hortensia.

-¡Ah! ¿Te gusta? -respondió-. Nunca me he fijado en él.

-Stidmann, amigo mío -le dijo Wenceslao a su compañero al oído-, no te molestes, pero tenemos que hablar de negocios con esta solterona.

Stidmann saludó a las dos primas y se fue.

-Es cosa hecha -dijo Wenceslao, volviendo después de haber acompañado a Stidmann-; pero este trabajo exigirá seis meses y es preciso poder vivir durante todo este tiempo.

-Tengo mis diamantes -exclamó la joven condesa de Steinbock con el sublime entusiasmo de las jóvenes que aman.

Una lágrima acudió a los ojos de Wenceslao.

-¡Oh! Voy a trabajar -exclamó el artista, yendo a sentarse cerca de su mujer y haciéndola sentarse sobre sus rodillas-. Voy a hacer trabajos de batalla, una canastilla de boda, grupos en bronce...

-Pero queridos míos -dijo Isabela-, ya sabéis que habéis de ser mis herederos y que os dejaré un lindo gato, sobre todo si me ayudáis a casarme con el mariscal. Si nosotros lográsemos pronto esto, yo os tomaría como huéspedes en mi casa, a vosotros y a Adelina. ¡Ah, qué felices viviríamos todos juntos! Por de pronto, escuchad a mi experiencia. No recurráis al Monte de Piedad, que es la pérdida del que pide prestado. Yo siempre he visto que los necesitados nunca tienen el dinero necesario para pagar los intereses y acaban por perderlo todo. Puedo hacer que os presten dinero al cinco por ciento sin más garantía que la firma de una letra.

-¡Ah! ¡De ese modo estaríamos salvados! -dijo Hortensia.

-Pues hijita mía, que venga Wenceslao a casa de la persona que le sacaría de apuros a instancias mías. Es la señora Marneffe. Adulándola, pues es vanidosa como toda advenediza, os sacará de apuros con la mayor amabilidad. Ven a su casa, mi querida Hortensia.

Hortensia miró a Wenceslao en la misma actitud que deben tener los condenados a muerte al subir al patíbulo.

-Claudio Vignon ha presentado en esa casa a Stidmann -respondió Wenceslao-. Dice que es una casa muy agradable.

Hortensia bajó la cabeza. Lo que experimentaba sólo puede hacerlo comprender una frase: no era dolor, sino una enfermedad.

-Pero querida Hortensia, hay que saber vivir -gritó Isabela, comprendiendo la elocuencia de los ademanes de Hortensia-, porque si no te verás deportada, como tu madre, a un cuarto desierto, donde llorarás como Calipso después de la marcha de Ulises, a una edad en que ya no hay Telémacos -exclamó Isabel, repitiendo una burla de la señora Marneffe-. Hay que considerar a la gente en el mundo como utensilios que se toman o se dejan, según sean o no útiles. Hijos míos, servíos de la señora Marneffe y dejadla después. ¿Temes acaso que Wenceslao que te adora, se enamore de una mujer que tiene cuatro o cinco años más que tú y está ajada como un fardo de alfalfa?

-Prefiero empeñar mis diamantes -dijo Hortensia-. ¡Oh, no vayas nunca a esa casa, Wenceslao! ¡Es el infierno!

-Hortensia tiene razón -dijo Wenceslao, abrazando a su mujer.

-Gracias, amigo mío -respondió la joven en el colmo de la dicha-. Mira, Isabela, mi marido es un ángel; no juega, vamos juntos a todas partes, y si se pusiese a trabajar, yo sería demasiado feliz. ¿Por qué presentarnos en casa de la querida de mi padre, en casa de una mujer que le arruina y que es causa de las penas que matan a nuestra heroica madre?

-Hija mía, la ruina de tu padre no proviene de ahí. Lo que le ha arruinado es la cantante, y después tu matrimonio -respondió la prima Bela- ¡Dios mío! La señora Marneffe le es muy útil..., créelo..., pero en fin, no quiero decir nada.

-Querida Bela, tú defiendes a todo el mundo.

Hortensia fue llamada al jardín por los gritos de su hijo, e Isabela se quedó sola con Wenceslao.

-Wenceslao, tiene usted una mujer que es un ángel -dijo la prima Bela-. Quiérala usted mucho, y no le dé nunca ningún disgusto.

-Sí, la amo tanto, que le oculto nuestra situación -respondió Wenceslao-; pero a usted, Isabela, ya puedo hablarle con franqueza. Mire, aunque llevásemos los diamantes de mi mujer al Monte de Piedad no habríamos adelantado un paso.

-Pues bien, pídale usted prestado a la señora Marneffe -dijo Isabela-. Si no logra usted que Hortensia le permita venir, ¡qué caray!, venga usted sin que ella lo sepa.

-Eso es lo que pensaba hacer -respondió Wenceslao cuando me negué a ello para no afligir a Hortensia.

-Escuche usted, Wenceslao: yo les quiero demasiado a los dos para no prevenirle el peligro. Si viene usted, procure cogerse el corazón con las dos manos, porque esa mujer es un demonio. Todos los que la ven la adoran; es tan viciosa, tan atractiva, que fascina como una obra de arte. Pídale el dinero prestado, y procure no dejarle el alma en prenda. Jamás me consolaría si llegase usted a serle infiel a mi prima. Ahí está -exclamó Isabela-; no digamos nada, ya arreglaré yo su asunto.

-Abraza a Isabela, ángel mío -dijo Wenceslao a su mujer-; ella nos sacará de apuros prestándonos sus economías.

E hizo una seña a Isabela, que ésta comprendió.

-Entonces, espero que trabajarás, ¿verdad, querubín mío? -dijo Hortensia.

-¡Ah! -respondió el artista-. Desde mañana.

-Ese mañana es el que nos arruina -respondió Hortensia, sonriéndole.

-¡Ah!, querida mía; di tú misma si no me he encontrado siempre con impedimentos, con obstáculos y con negocios.

-Sí, tienes razón, amor mío.

-Yo tengo aquí -repuso Steinbock golpeándose la frente- grandes ideas y quiero llenar de asombro a mis enemigos. Quiero hacer un servicio de mesa de estilo alemán del siglo XVI. ¡Estilo soñador! Arrollaré hojas llenas de insectos y pondré sobre ellas niños acostados; mezclaré quimeras nuevas, verdaderas quimeras, el cuerpo de nuestros sueños. Ya lo tengo pensado. Será sencillo, ligero y elocuente a la vez. Chanor ha salido maravillado... Necesitaba ser animado por alguien, pues el último artículo que hicieron acerca del monumento del mariscal Montcornet me había hundido.

Durante un momento del día en que Wenceslao e Isabela estuvieron solos, el artista convino con la solterona en ir al día siguiente a ver a la señora Marneffe, pues aun en el caso de que su mujer no se lo permitiera, iría secretamente.

Valeria, instruida aquella misma noche de aquel triunfo, le exigió al barón de Hulot que fuese a invitar a comer a Stidmann, a Claudio Vignon y a Steinbock, pues comenzaba a tiranizarle como saben tiranizar esa clase de mujeres a los ancianos, que corren de un lado a otro por la ciudad y van a suplicar favores a quienes son necesarios a los intereses y a las vanidades de estas duras amantes.

Al día siguiente Valeria se preparó haciéndose uno de esos tocados que inventan las parisienses cuando quieren ostentar todas sus gracias. Se repasó como el hombre que va a batirse repasa sus fintas y sus romper. Ni un pliegue, ni una arruga. Valeria gozaba de su más hermosa blancura, de su suavidad y de toda su delicadeza. Sus lunares atraían insensiblemente la mirada. Se creen perdidos o suprimidos los lunares del siglo XVIII, y se engañan. Las mujeres de hoy, más hábiles que las del siglo pasado, mendigan el que les asesten los lentes con estratagemas audaces. Ésta descubre, la primera, una cocarda de cintas en cuyo centro pone un diamante, y acapara durante toda una noche todas las miradas; aquélla resucita la redecilla donde coloca un puñal hundido en los cabellos para hacer pensar en su liga; la otra se pone unas muñequeras de terciopelo negro; la de más allá reaparece con barbas. Estos sublimes esfuerzos, especie de Austerlitz de la coquetería o del amor, originan modas que las clases inferiores adoptan cuando sus dichosas creadoras buscan otras nuevas. Aquella noche en que Valeria quería vencer, se pintó tres lunares y se peinó con un agua que cambió sus cabellos rubios en cabellos cenicientos. La señora de Steinbock tenía el cabello de un color rubio ardiente, y Valeria no quería parecérsele en nada. Aquel nuevo color del pelo comunicó algo de picante y de extraño a Valeria, la cual llegó a preocupar a sus amantes de tal modo, que Montes le dijo: «¿Qué tiene usted esta noche?...» Además, se puso un ancho collar de terciopelo negro, para hacer resaltar la blancura de su escote. El tercer lunar se podía comparar al ex asesino de nuestras abuelas. Valeria se colocó el más lindo capullo de rosa en el centro de su talle, en lo alto de la ballena de su corsé, en el hueco más coquetón. Era para hacerles bajar los ojos a todos los hombres menores de treinta años.

«Estoy para volver locos a los hombres», se dijo repasando sus actitudes ante el espejo, absolutamente igual a como una bailarina estudia sus flexiones.

Isabela había ido al mercado, y la comida había de ser uno de esos banquetes superfinos que Maturina cocinaba para su obispo cuando éste obsequiaba al prelado de la diócesis vecina.

Stidmann, Claudio Vignon y el conde de Steinbock llegaron a eso de las seis casi juntos. Una mujer vulgar o natural se hubiese presentado en seguida al oír el nombre del ser tan ardientemente deseado; pero Valeria, que hacía cinco horas que esperaba en su cuarto, dejó solos a sus tres convidados, segura de ser objeto de su conversación o de sus pensamientos secretos. Ella misma, al dirigir el arreglo de su salón, había puesto en evidencia esas deliciosas insignificancias que produce París y que ninguna otra ciudad podrá producir, y que revelan a la mujer y, por decirlo así, la anuncian recuerdos de esmalte adornados con perlas, copas llenas de encantadores anillos, obras maestras de Sevres o de Sajonia montadas con un gusto exquisito por Florent y Chanor; en fin, estatuitas y álbumes y todas esas chucherías que valen enormes sumas y que pide a los fabricantes la pasión, en su primer delirio, o para su última reconciliación. Por otra parte, Valeria se hallaba bajo la impresión que causa el éxito. Le había prometido a Crevel ser su mujer si Marneffe se moría, y el enamorado Crevel había hecho operar a nombre de Valeria Fortin la transferencia de los diez mil francos de renta, importe de sus ganancias en ferrocarriles de tres años a aquella parte, es decir, todo lo que había producido el capital de cien mil escudos que había ofrecido a la baronesa de Hulot. Valeria poseía, pues, treinta y dos mil francos de renta. Crevel acababa de hacerle una promesa que tenía mucha más importancia que el regalo de sus ganancias. En el paroxismo de la pasión en que su duquesa le había sumido (tal era el nombre que daba a la señora de Marneffe para completar sus ilusiones), porque Valeria se había excedido a sí misma en la calle del Delfín, creyó deber animar la fidelidad prometida ofreciéndole comprarle un lindo palacete que un imprudente constructor había edificado en la calle de Barbete y que iba a ser puesto en venta. Valeria se veía ya en aquella encantadora casa, entre patio y jardín y con coche.

-¿Qué vida honrada puede procurar todo esto en tan poco tiempo y tan fácilmente? -le había dicho a Sabela.

Isabela comía aquel día en casa de Valeria, a fin de poder decirle a Steinbock lo que nadie puede decirse a sí mismo. La señora Marneffe, con la cara radiante de felicidad, hizo su entrada en el salón con una gracia modesta, seguida de Bela, la cual, vestida toda de negro y de amarillo, le servía para hacer resaltar aún más sus gracias.

-Buenos días, Claudio -dijo, tendiendo la mano al antiguo y célebre critico.

Claudio Vignon se había convertido, como tantos otros, en un hombre político, palabra nueva que servía para designar a un ambicioso en la primera etapa de su carrera. El hombre político de 1840 es, en cierto modo, el abate del siglo XVIII. Ningún salón estaría completo sin su hombre político.

-Querida mía, aquí tienes a mi primito, el conde de Steinbock -dijo Sabela presentando a Wenceslao, que parecía pasar inadvertido para Valeria.

-Sí, ya he reconocido al señor conde -dijo Valeria haciendo con la cabeza un gracioso saludo al artista-. Le veía a usted con frecuencia en la calle del Deanato, y tuve el gusto de asistir a su matrimonio. Querida mía -dijo a Sabela-, es difícil olvidar a tu ex hijo, aun cuando no se le haya visto más que una vez. El señor Stidmann es muy amable -repuso, saludando al escultor- por haber aceptado mi invitación con tan poco tiempo hecha; pero ¡la necesidad no tiene ley! Sabía que en usted amigo de estos dos señores, y como nada hay más frío, más soso que una comida en la que los invitados no se conocen, le he reclutado a usted por cuenta de ellos; pero otra vez vendrá usted por mí, ¿verdad? ¡Diga usted que sí!...

Durante algunos instantes se paseó con Stidmann, pareciendo únicamente preocupada de él. Se anunció sucesivamente a Crevel, al barón Hulot y a un diputado llamado Beauvisage. Este personaje, un Crevel de provincias, uno de esos hombres que han venido al mundo para hacer bulto, militaba bajo la bandera del consejero de Estado Giraud y de Victorino Hulot. Estos dos políticos querían formar un partido intermedio de progresistas en la gran falange de los conservadores. Giraud iba a veces por la noche a casa de la señora Marneffe, la cual se alababa de tener también a Victorino Hulot; pero el abogado puritano hasta entonces había encontrado pretextos para oponer resistencia a su suegro. Presentarse en casa de la mujer que era la causa de las lágrimas de su madre le pareció un crimen. Victorino Hulot era a los puritanos de la política lo que una mujer piadosa es a las devotas. Beauvisage, antiguo gorrero de Arcis, quería iniciarse en la vida de París. Este hombre, que era uno de los zoquetes de la Cámara, se formaba en casa de la deliciosa y encantadora señora Marneffe, donde, seducido por Crevel, aceptó a éste, por indicación de Valeria, como maestro y por modelo; le consultaba en todo, le pedía las señas de su sastre, le imitaba y hasta trataba de copiar su posición favorita. Valeria, rodeada de todos estos personajes y de los tres artistas, bien acompañada por Isabela, pareciole a Wenceslao una mujer tanto más distinguida cuanto que Claudio Vignon le elogió a la señora Marneffe como hombre enamorado.

-Es la señora Maintenon dentro del traje de Ninon -le dijo el antiguo crítico- Agradarla es cuestión de una noche en que esté de vena; pero ser amado por ella es un triunfo que puede bastar al orgullo de un hombre y llenar su vida.

Valeria, fría e indiferente en apariencia con su antiguo vecino, atacó su vanidad sin saberlo, pues desconocía el carácter polaco. Hay en el eslavo un algo pueril como en todos los pueblos primitivamente salvajes que, habiendo hecho irrupción en las naciones civilizadas, no se han civilizado realmente. Esta raza se ha extendido como una inundación y ha cubierto una inmensa superficie del globo. Habita desiertos cuyos espacios son tan vastos que vive uno allí a sus anchas, y como no se roza, como en Europa, con los demás pueblos, su civilización resulta imposible sin el roce continuo de las inteligencias y de los intereses. Ucrania, Rusia, las llanuras del Danubio y el pueblo eslavo son un punto de unión entre Europa y Asia, entre la civilización y la barbarie. Así el polaco, la fracción más rica del pueblo eslavo, tiene en el carácter puerilidades y la inconstancia de las naciones imberbes. Posee el valor, el coraje y la fuerza; pero heridos de inconsistencia su valor, su coraje y su fuerza no tienen método ni ingenio, pues los polacos ofrecen una movilidad semejante a la del viento que reina en aquella inmensa llanura plagada de pantanos; si tiene la impetuosidad de los ventisqueros que hunden y arrastran las casas, lo mismo que esas terribles avalanchas aéreas va a perderse en el primer estanque que encuentra disuelto en agua. El hombre toma siempre algo del medio en que vive; en guerra continua con los turcos, los polacos han adquirido el gusto de las magnificencias orientales; sacrifican a veces lo necesario para brillar; se adornan como mujeres y, sin embargo, el clima les ha dado la dura constitución de los árabes. El polaco, sublime en el dolor, ha cansado el brazo de sus opresores a fuerza de dejarse golpear, reanudando así, en el siglo XIX, el espectáculo que ofrecieron los primeros cristianos. Introducid un diez por ciento de socarronería inglesa en el carácter polaco, tan franco y tan abierto, y la generosa águila blanca reinaría hoy en todas las partes donde reina el águila de dos cabezas. Un poco de maquiavelismo hubiera impedido a Polonia el salvar a Austria, que la ha repartido; el pedir prestado a Prusia, su usurera, que la ha minado; y el dividirse en el momento del primer reparto. En el bautizo de Polonia una hada Carabosa, olvidada por los genios que dotaban a esta seductora nación las más brillantes cualidades, llegó sin duda a decir: «¡Conserva todos los dones que mis hermanas te han dispensado; pero no serás nunca lo que quieras...!» Si Polonia hubiese triunfado en su duelo heroico con Rusia, los polacos se batirían hoy entre sí, como antaño en sus Dietas, para impedirse los unos a los otros el ser reyes. El día en que esta nación, compuesta únicamente de temperamentos sanguíneos, tenga el buen sentido de buscar un Luis XI en sus entrañas y de aceptar su tiranía y la dinastía, quedará salvada. Lo que Polonia fue en política lo son la mayor parte de los polacos en su vida privada, sobre todo cuando llegan los desastres. Así Wenceslao Steinbock, que hacía tres años adoraba a su mujer y sabía era un dios para ella, se sintió tan herido en su amor propio al ver que pasaba casi desapercibido para la señora Marneffe, que se propuso a sí mismo, como cuestión de honor, obtener de ella alguna atención. Comparando a Valeria con su mujer, dio preferencia a la primera. Hortensia era una buena moza, como decía Valeria a Isabela; pero la señora Marneffe poseía, además, la delicadeza de las formas y el atractivo del vicio. La abnegación de Hortensia es un sentimiento que, para un marido, parece cosa debida; la conciencia del inmenso valor de un amor absoluto se pierde pronto, como el deudor se figura, al cabo de algún tiempo, que el préstamo es suyo. Esta sublime lealtad se convierte en cierto modo en el pan cotidiano del alma, y la infidelidad seduce como una golosina. La mujer desdeñosa, sobre todo una mujer peligrosa, irrita la curiosidad del mismo modo que las especies revelan la buena carne. El desprecio, tan bien fingido por Valeria era, además, una novedad para Wenceslao, después de tres años de fáciles placeres. Hortensia fue la mujer y Valeria fue la querida.

Muchos hombres quieren tener estas dos ediciones de la misma obra, a pesar de ser una inmensa prueba de inferioridad en un hombre el no saber hacer de su mujer su querida. La variedad en este género es un signo de impotencia. ¡La constancia será siempre el genio del amor, el indicio de una fuerza inmensa, lo que constituye al poeta! La mujer propia debe encarnar a todas las mujeres, como los embarrados poetas del siglo XVII hacían de sus Manon Iris y Cloes.

-Bueno -dijo Isabela a su primo en el momento en que le vio fascinado-; ¿qué le parece a usted Valeria?

-¡Demasiado encantadora! -respondió Wenceslao.

-Usted no quiso escucharme -repuso la prima Bela-. ¡Ah, Wenceslao mío; si hubiéramos seguido juntos hubiera sido el amante de esa sirena, se hubiera casado con ella al quedar viuda y serían suyos los cuarenta mil francos de renta que tiene...

-¿De veras?

-¡Ya lo creo! -respondió Isabela-. Bueno; ahora tenga usted cuidado; yo ya le he prevenido del peligro, no vaya a quemarse. Deme usted el brazo, que ya está la mesa puesta.

Ningún discurso podía ser más desmoralizador que aquél, porque no tenéis más que enseñar un abismo a un polaco para que se arroje a él en seguida. Este pueblo tiene sobre todo el genio de la antigua caballería, y cree poder vencer todos los obstáculos y salir victorioso de ellos. Aquel espolazo dado por Isabela a la vanidad de su primo viose apoyado por el espectáculo del comedor, donde brillaba un magnífico servicio de plata, donde Steinbock pudo ver todas las delicadezas del lujo parisiense.

-Habría hecho mejor -se dijo para sus adentros-, casándome con Celimena.

Durante aquella comida, Hulot, contento de ver allí a su yerno, y más satisfecho aún de la certidumbre de una reconciliación con Valeria, estuvo encantador. Stidmann respondió a la amabilidad del barón con su chispeante gracia de artista. Steinbock no quiso dejarse eclipsar por su compañero y desplegó su ingenio; tuvo grandes salidas y produjo tanto efecto que quedó satisfecho de sí mismo; la señora Marneffe le sonrió varias veces, demostrándole que le comprendía. La comida y los vinos generosos acabaron de hundir a Wenceslao en lo que es preciso llamar el lodazal del placer. Un poco alegre por el vino, después de comer fue a tenderse sobre un diván, en medio de una felicidad física y espiritual, que fue llevada al colmo por la señora Marneffe, yendo a sentarse a su lado, ligera, perfumada y en un estado capaz de condenar a los ángeles. La libertina se inclinó hacia Wenceslao y le rozó casi la oreja para hablarle en voz baja.

-Esta noch     e no podemos hablar de ciertos asuntos, a menos que no quiera ser usted el último en marcharse. Entre usted, Sabela y yo arreglaremos las cosas a su gusto.

-¡Ah, señora, es usted un ángel! -dijo Wenceslao, respondiéndole de la misma manera-. He hecho una solemne tontería en no escuchar a Isabela.

-¿Qué le decía a usted Isabela?

-Me aseguraba, en la calle del Deanato, que usted me amaba.

La señora Marneffe miró a Wenceslao, fingió estar confusa y se levantó bruscamente. Una mujer joven y bonita no ha despertado nunca impunemente en un hombre la idea de un éxito inmediato. Aquel arranque de mujer virtuosa, reprimiendo una pasión guardada en el corazón, era mil veces más elocuente que la declaración más apasionada.

De este modo los deseos d e Wenceslao fueron tan vivamente irritados, que el polaco redobló sus atenciones para con Valeria. Mujer vista, mujer deseada. De ahí proviene el terrible poder de las actrices. La señora Marneffe, al saber que era observada, obró como una actriz aplaudida. Estuvo encantadora y obtuvo un triunfo completo.

-No me asombran las locuras de mi suegro -dijo Wenceslao a Isabela.

-Wenceslao, si habla usted de ese modo -respondió la prima- me arrepentiré toda la vida de haber hecho que le prestasen esos diez mil francos. ¿Estará usted, acaso, como todos -dijo mostrando a los convidados- enamorado como un loco de esa criatura? No olvide que será usted el rival de su suegro. En fin, tenga en cuenta la inmensa pena que le causaría a Hortensia.

-Es verdad -dijo Wenceslao-. Hortensia es un ángel y yo sería un monstruo.

-Sí, basta ya con uno en la familia -replicó Sabela.

-Los artistas no deberían casarse nunca- exclamó Steinbock.

-¡Ah! Eso es lo que yo le decía en la calle del Deanato. Sus hijos deben ser los grupos, las estatuas, las obras maestras.

-¿Qué está usted diciendo? -se llegó a preguntar Valeria, uniéndose a Isabel-. Sirve el té, prima.

Steinbock, llevado de su fanfarronería polaca, quiso mostrarse familiar con aquella hada del salón. Después de haber insultado a Stidmann, a Claudio Vignon y a Crevel con la mirada, tomó a Valeria de la mano y la obligó a sentarse a su lado.

-Conde Steinbock, es usted demasiado gran señor -le dijo ella, resistiéndose un poco.

Y diciendo esto, se echó a reír, dejándose caer a su lado, no sin mostrarle un capullito de rosa que llevaba en el talle.

-¡Ay de mí! Si fuese gran señor -dijo- no vendría aquí a pedir prestado.

-¡Pobre muchacho! ¡Cómo me acuerdo de sus noches de trabajo en la calle del Deanato! Fue usted un poco tonto. Se ha casado usted como un hambriento se arroja sobre un pan. Usted no conoce París. Vea usted cómo se halla. Pero es claro, se mostró usted sordo a la abnegación de la Bela como al amor de la parisiense que se sabe a París de memoria.

-No me diga nada más -exclamó Steinbock-; bien castigado estoy.

-Mi querido Wenceslao, tendrá usted sus diez mil francos, pero con una condición -dijo, jugando con sus admirables rizos.

-¿Cuál?

-Que no quiero intereses.

-Señora...

-¡Oh! No se enfade usted. Sustituirá los intereses por un grupo en bronce. Ya que comenzó usted la historia de Sansón, acábela. Haga una Dalila cortándole los cabellos al Hércules judío... Pero usted, que será, si quiere escucharme, un gran artista, espero que comprenderá el asunto. Se trata de expresar el poder de la mujer. Sansón allí no es nada: es el cadáver de la fuerza. Dalila es la pasión que todo lo arruina. ¡Cómo esta réplica...! ¿Es así como dicen ustedes? -añadió finamente, viendo a Claudio Vignon y a Stidmann que se acercaban a ellos al oír que se hablaba de escultura-. ¡Cómo esta réplica de Hércules a los pies de Onfala es mucho más hermosa que el mito griego! ¿Es Grecia la que ha copiado a Judea, o Judea la que ha sacado de Grecia este símbolo?

-¡Ah, señora! Promueve usted con esa pregunta una grave cuestión: la de las épocas en que han sido compuestos los libros de la Biblia. El grande e inmortal Espinosa, tan estúpidamente comprendido entre el número de los ateos, a pesar de haber demostrado matemáticamente la existencia de Dios, pretendía que el Génesis y la parte política, por decirlo así, de la Biblia, son del tiempo de Moisés, y demostraba las interpolaciones por medio de pruebas filológicas. Así es como recibió tres cuchilladas a la entrada de la sinagoga.

-No sabía yo que fuese tan sabia -dijo Valeria, contrariada al ver su entrevista interrumpida.

-Las mujeres lo saben todo por instinto -replicó Claudio Vignon.

-Bueno; ¿me lo promete usted? -dijo ella a Steinbock, cogiéndole la mano con una precaución de muchacha enamorada.

-Querido mío -exclamó Stidmann-, ¡qué feliz es usted! ¡Cuánto desearía yo que esta señora me pidiese algo!

-¿Y qué es ello? -dijo Claudio Vignon.

-Un pequeño grupo en bronce: Dalila cortándole los cabellos a Sansón.

-Es difícil -advirtió Claudio Vignon-, a causa del lecho.

-Al contrario, es excesivamente fácil -replicó Valeria, sonriéndose.

-¡Ah! Hablemos de la escultura -dijo Stidmann.

-¿Es la señora la que ha de ser esculpida? -replicó Claudio Vignon, dirigiendo a Valeria una maliciosa mirada.

-Bueno -dijo ésta-; he aquí cómo concibo yo la composición. Sansón se ha despertado sin cabellos, como muchos dandys que los llevan postizos. El héroe yace al borde del lecho, como Mario sobre las ruinas de Cartago; cruzados los brazos y la cabeza afeitada, Napoleón en Santa Elena; ¡eh!, Dalila está arrodillada, poco más o menos como la Magdalena de Canova. Cuando una muchacha ha arruinado a su hombre, le adora. A mi juicio, la judía temió al Sansón terrible y poderoso, pero tuvo que amar al Sansón débil. Dalila deplora, pues, su falta, quisiera devolver a su amante sus cabellos, no se atreve a contemplarle, y le mira sonriendo, porque ve su perdón en la debilidad de Sansón. Este grupo y el de la bravía Judit dan una explicación de la mujer: la virtud corta la cabeza y el vicio no corta más que los cabellos. Conque, cuidadito, señores, con sus tupés.

Y dejó confundidos a los dos artistas, que hicieron, en unión del crítico, un concierto de alabanzas en su honor.

-No es posible ser más deliciosa -exclamó Stidmann.

¡Oh! -dijo Claudio Vignon- Es la mujer más inteligente y más deseable que yo he visto. ¡Es tan raro reunir la belleza y el talento!

-Si usted, que ha tenido el honor de conocer íntimamente a Camila Maupin, dice usted lo que dice -respondió Stidmann-, ¿qué pensaremos nosotros?

-Si quiere usted hacer de Dalila, mi querido conde, un retrato de Valeria -dijo Crevel, que había dejado el juego por un momento y lo había oído todo-, le pago mil escudos por un ejemplar de su grupo. ¡Oh! ¡Sí! ¡Diantre! Mil escudos, me corro.

-¡Me corro! ¿Qué quiere decir eso? -preguntó Beauvisage a Claudio Vignon.

-Sería preciso que la señora sirviese de modelo -dijo Steinbock a Crevel, señalándole a Valeria-. Pregúnteselo.

En aquel momento Valeria llevaba una taza de té a Steinbock, lo cual era más que una distinción: era un favor. En la manera como una mujer ejecuta esta función hay todo un lenguaje, y las mujeres lo saben bien. Así es que hay que estudiar con curiosidad sus movimientos, sus gestos, sus miradas, sus tonos, su acento, cuando cumplen este acto de cortesía en apariencia tan sencillo. Desde las preguntas: «¿Toma usted té?» «¿Quiere usted té?» «¿Una taza de té?» fríamente formuladas; de la orden de traerlo dada a la ninfa que tiene la tetera, hasta el enorme poema de la odalisca yendo de la mesa del té, con la taza en la mano, hasta el bajá del corazón y presentándosela con aire sumiso, ofreciéndosela con voz cariñosa y con una mirada llena de promesas voluptuosas, un fisiólogo puede observar todos los sentimientos femeninos, desde la aversión y la indiferencia hasta la declaración de Fedra a Hipólito. Las mujeres pueden hacerse aquí, a voluntad despreciativas hasta el insulto, humildes hasta la esclavitud del Oriente. Valeria fue más que una mujer: fue la serpiente hecha mujer; acabó su obra diabólica encaminándose hacia Steinbock con una taza de té en la mano.

-Tomaría -dijo el artista a Valeria al oído, levantándose y rozando sus dedos con los de Valeria- tantas tazas de té como usted quisiera ofrecerme, para ver presentármelas así.

-¿Qué habla usted de servir de modelo? -preguntó ella sin parecer haber recibido en el corazón aquella explosión tan rabiosamente esperada.

-El padre Crevel me compra por mil escudos un ejemplar del grupo de usted.

-¿Él, más de mil escudos por un grupo?

-Sí, si quiere usted servir de modelo para la Dalila -dijo Steinbock.

-No será verdad -repuso ella-. El grupo valdría más que su fortuna, pues Dalila debe estar un poco escotada.

Del mismo modo que Crevel tenía una posición favorita, todas las mujeres tienen una actitud victoriosa, una posición estudiada, en la que se hacen admirar irresistiblemente. Las hay que pasan su vida en los salones mirando el encaje de sus camisetas y poniendo en su lugar las hombreras de sus vestidos, o bien haciendo jugar el brillo de sus pupilas contemplando las cornisas. La señora Marneffe no triunfaba de frente como todas las demás. Se volvió bruscamente para ir a la mesa del té a encontrar a Isabela, y este movimiento de bailarina agitando su vestido, con el cual había conquistado a Hulot, fascinó a Steinbock.

-Tu venganza es completa -dijo Valeria a Isabela al oído-. Hortensia llorará a mares y maldecirá el día en que te quitó a Wenceslao.

-Hasta que no sea la señora mariscala no habré hecho nada -respondió la lorenesa-; pero ya empiezan todos a quererlo. Esta mañana he ido a casa de Victorino. Me he olvidado de contarte esto. El matrimonio ha comprado a Vauvinet las letras de cambio del barón, y suscriben mañana una obligación de setenta y dos mil francos al cinco por ciento de interés, reembolsables en tres años, con hipoteca sobre su casa. Ya tienes al hijo de Hulot apurado para tres años, y le será imposible ahora encontrar dinero sobre esa propiedad. Victorino está horriblemente triste; ha comprendido a su padre. En fin, Crevel es capaz de no ver más a sus hijos; tanto se enojará al ver esta abnegación.

-El barón debe de estar ahora sin recursos -dijo Valeria al oído de Isabela, sonriendo a Hulot.

-No veo de dónde puede sacar dinero ahora; pero volverá a cobrar su sueldo en el mes de septiembre.

-Tiene su póliza de seguro; la ha renovado. Vaya, ya es tiempo de que haga a Marneffe jefe de negociado; voy asesinarle esta noche.

-Primo mío -fue a decir Isabela a Wenceslao-, retirese, se lo ruego. Está usted ridículo, mira usted a Valeria de un modo comprometedor para ella, y su marido es horriblemente celoso. No imite usted a su suegro, y váyase a su casa; estoy seguro de que Hortensia le espera.

-La señora Marneffe me ha dicho que me quedara el último, para arreglar entre nosotros tres nuestro negocio -respondió Wenceslao.

-No -dijo Isabela-; voy a devolverle los diez mil francos, pues su marido tiene los ojos fijos en usted, y sería una imprudencia que se quedase. Mañana, a las once, traiga la letra de cambio; a esa hora ese chino de Marneffe está en su oficina, Valeria está tranquila... ¿Le ha pedido usted que le sirviese de modelo para un grupo?... Antes entre usted en mi casa. ¡Ah! Ya sabía yo que era usted un libertino en germen -dijo Isabela sorprendiendo la mirada con que saludó Steinbock a Valeria-. Valeria es muy hermosa, pero trate usted de no disgustar a Hortensia.

Nada irrita tanto a los casados como el encontrar en todo tiempo a su mujer entre ellos y un deseo, aunque éste sea pasajero.

Wenceslao volvió a su casa cerca de la una de la madrugada; Hortensia le esperaba desde las nueve y media. Desde las nueve y media hasta las diez escuchó el ruido de los coches, diciéndose que Wenceslao, cuando comía sólo en casa de los Chanor y Florent, nunca volvía tan tarde. Cosía al lado de la cuna de su hijo, pues empezaba a ahorrar el jornal de una obrera, haciendo por sí misma ciertos arreglos. Desde las diez a las diez y media tuvo un pensamiento de desconfianza y se preguntó:

-¿Habrá ido a comer a casa de Chanor y Florent como me ha dicho? Ha querido para vestirse, su corbata más linda y su mejor alfiler. Ha empleado en arreglarse tanto tiempo como una mujer que quiere parecer mejor de lo que es. ¡Estoy loca! Me ama. Ya está aquí.

En vez de detenerse el coche que oyó la mujer, pasó. De las once a las doce, Hortensia se entregó a terrores inauditos, causados por la soledad de su barrio.

-Si ha vuelto a pie -dijo-, puede haberle ocurrido alguna desgracia. Se mata uno tropezando contra el bordillo de una acera, o no esperando encontrar lagunas. ¡Son tan distraídos los artistas...! ¡Si le habrán atracado...!

Ésta es la primera vez que me deja sola durante seis horas y media. ¿Por qué atormentarme? No ama a nadie más que a mí.

Los hombres deberían ser fieles a las mujeres que les aman, aunque no fuese más que a causa de los milagros perpetuos producidos por el verdadero amor en el mundo sublime, llamado mundo espiritual. Una mujer amante está, con respecto al hombre amado, en la situación de una sonámbula a quien el magnetizador diese el triste poder, cesando de ser el espejo del mundo, de tener conciencia, como mujer, de lo que ve como sonámbula. La pasión hace llegar las fuerzas nerviosas de la mujer a un estado extático en que el presentimiento equivale a la visión de los videntes. Una mujer sabe que es traicionada, no escucha a nadie, duda, ¡ama tanto!, y desmiente el grito de su poder de pitonisa. Este paroxismo del amor debería tener un culto. En los espíritus nobles, la admiración de este fenómeno divino será siempre una barrera que los separará de la infidelidad. ¿Cómo no adorar a una hermosa, a una espiritual criatura cuya alma llega a manifestaciones semejantes? A la una de la madrugada Hortensia había llegado a tal grado de angustia, que se precipitó hacia la puerta al conocer a Wenceslao en su manera de llamar; lo cogió entre sus brazos, estrechándole maternalmente.

-¡Al fin, ya estás aquí!... -dijo ella, recobrando el uso de la palabra-. Amigo mío, de aquí en adelante iré contigo adonde tú vayas, pues no quiero experimentar por segunda vez la tortura de semejante espera... Te he visto tropezar contra un bordillo de acera y con la cabeza abierta, ¡muerto por unos ladrones! No, comprendo que otra vez me volvería loca. ¿Te has divertido mucho... sin mí? ¡Vil!

-¿Qué quieres, angelito mío? Estaba allí Bixiou, que nos ha hecho nuevos cargos; León de Lora, cuyo espíritu no se agota; Claudio Vignon, a quien debo el único artículo consolador que se ha escrito acerca del monumento del mariscal Montcornet. Había...

-¿No había mujeres? -preguntó vivamente Hortensia.

-La respetable señora Florent...

-Tú me habías dicho que era en el Rocher de Cancale. ¿Era, pues, en su casa?

-Sí, en su casa, me he equivocado.

-¿No has venido en coche?

-No.

-¿Y vienes a pie desde la calle de Tournelles?

-Stidmann y Bixiou me han acompañado por los bulevares hasta la Magdalena, al mismo tiempo que charlábamos.

-¡Pues están bien secos los bulevares, la plaza de la Concordia y la calle de Borgoña! ¡No te has ensuciado! -dijo Hortensia, examinando las lustrosas botas de su marido.

Había llovido; pero desde la calle de Vanneau a la de San Dominico, Wenceslao no había podido ensuciarse las botas.

-Toma, aquí tienes cinco mil francos que Chanor me ha prestado generosamente -dijo Wenceslao para cortar en seco aquellas interrogaciones casi judiciales.

Había hecho dos paquetes con sus diez billetes de mil francos, uno para Hortensia y otro para él pues tenía cinco mil francos de deudas ignoradas de Hortensia. Debía a su desbastador y a sus obreros.

-Ya estás tranquila, querida mía -dijo, abrazando a su mujer-. Desde mañana me voy a poner a trabajar. ¡Oh! Mañana, mañana saldré a las ocho y media y me iré al taller; de modo que me voy a acostar en seguida para levantarme temprano, ¿me lo permites, monona?

La sospecha que había penetrado en el corazón de Hortensia desapareció; viose a mil leguas de la verdad. Ya no pensaba en la señora Marneffe. Temía para su Wenceslao la sociedad de las loretas, pues los nombres de Bixiou y de León de Lora, dos artistas conocidos por su vida desenfrenada, la habían inquietado.

A la mañana siguiente vio marchar a Wenceslao a las nueve, completamente tranquilizada.

-Ya está entregado al trabajo -se decía, procediendo a vestir al niño-. ¡Oh, lo veo, está animado de los mejores propósitos! ¡Bueno; si no tenemos la gloria de Miguel Ángel, tendremos la Benvenuto Cellini!

Mecida por sus propias esperanzas, Hortensia creía en un porvenir feliz, y hablaba a su hijo, que tenía veinte meses, ese lenguaje lleno de onomatopeyas que hace sonreír a los niños, cuando, a eso de las once, la cocinera, que no había visto salir a Wenceslao, hizo pasar a Stidmann.      -Dispense, señora -dijo el artista-. ¡Cómo, ¿Ha salido ya Wenceslao?

-Está en su taller.

-Venía a entenderme con él para dar principio a nuestros trabajos.

-Voy a enviarle a buscar -dijo Hortensia, haciendo una seña a Stidmann para que se sentase.

Hortensia, dando las gracias al Cielo por aquella casualidad, quiso retener a Stidmann, a fin de obtener detalles de la velada de la víspera. Stidmann se inclinó para darle las gracias a la condesa por aquel favor. La señora Steinbock llamó, acudió la cocinera y le dio orden de que fuese a buscar al señor al taller.

-Se habrán divertido ustedes mucho ayer -dijo Hortensia-, pues Wenceslao no volvió hasta la una de la madrugada.

-¿Divertido...? No, precisamente -respondió el artista, que la víspera había querido conquistar a la señora Marneffe-. Uno no se divierte en el mundo más que cuando se agitan en él intereses. Esa señora Marneffe es excesivamente espiritual, pero es coqueta...

-¿Y qué le ha parecido a Wenceslao? -preguntó la pobre Hortensia, tratando de permanecer tranquila-. No me ha dicho nada.

-Sólo le diré una cosa -respondió Stidmann-, y es que me parece muy peligrosa.

Hortensia palideció como una recién parida.

-De modo que es... en casa de la señora Marneffe... y no... en casa de Chanor, donde comieron ustedes ayer... -dijo ella-, con Wenceslao, ¿y él...?

Stidmann, sin saber qué desgracia ocasionaba, adivinó que causaba una. La condesa no terminó su frase; se desmayó. El artista llamó y acudió la camarera. Cuando Luisa trató de llevar a la condesa de Steinbock a su habitación, un ataque de nervios de la mayor gravedad se declaró en medio de horribles convulsiones. Stidmann, como todos los que en una involuntaria indiscreción destruyen el catafalco elevado por la mentira de un marido en su hogar, no podía creer qué palabra tuviese semejante poder; pensó que la condesa se hallaba en ese estado enfermizo en que la contrariedad más ligera se convierte en un peligro. La cocinera vino a anunciar, desgraciadamente en voz alta, que el señor no estaba en su taller. En medio de su crisis, la condesa oyó aquella respuesta, y las convulsiones se repitieron.

-¡Vaya usted a buscar a la madre de la señora... -dijo Luisa a la cocinera- ¡Corra!

-Si supiese dónde se encuentra Wenceslao iría a advertirle -dijo Stidmann desesperado.

-Está en casa de esa mujer -exclamó la pobre Hortensia-. Se ha vestido de otro modo que para ir al taller.

Stidmann corrió a casa de la señora Marneffe, reconociendo la verdad de ese cálculo debido a la segunda vista de las pasiones. En aquel momento Valeria posaba para la Dalila. Demasiado astuto para preguntar por la señora Warneffe, Stidmann pasó muy tieso por la portería y entró rápidamente en el segundo piso, haciéndose este razonamiento: «Si pregunto por la señora Marneffe, no estará en casa. Si pregunto estúpidamente por Steinbock, se reirán en mis narices... ¡Saltemos por todo!» Al oír el campanillazo, Reina acudió.

-¡Diga usted al señor conde de Steinbock que venga! ¡Su señora se muere!

-Reina, que era tan lista como Stidmann, le miró con aire pasablemente estúpido.

-Pero señor, no sé... lo que usted...

-Le digo que mi amigo Steinbock está aquí, su mujer se muere, y la cosa vale la pena para que moleste usted a su señora.

Y Stidmann se fue, diciéndose:

-¡Oh, está!

En efecto, Stidmann, que permaneció algunos instantes en la calle de Vanneau, vio salir a Wenceslao y le hizo seña de que se acercase rápidamente. Después de haber contado la tragedia que se desarrollaba en la calle de San Dominico, Stidmann riñó a Steinbock por no haberle advertido que le guardase el secreto acerca de la comida de la víspera.

-¡Estoy perdido! -le dijo Wenceslao-. Pero te perdono. He olvidado nuestra cita para esta mañana, y he cometido la falta de no decirte que debíamos haber comido en casa de Florent. ¿Qué quieres? Esta Valeria me ha vuelto loco; pero querido mío, vale la gloria, vale la desgracia... ¡Ah! Es... ¡Dios mío!, me veo sin salida. Aconséjame. ¿Qué decir? ¿Cómo justificarme?

-¿Aconsejarte? No sé nada -respondió Stidmann-. Pero tu mujer te ama, ¿verdad? Pues bien; creerá todo lo que le digas. Sobre todo dile que ibas a mi casa mientras yo iba a la tuya, y de este modo salvarás la situación de esta mañana. Adiós.

Cuando estaba en el ángulo de la calle de Hillerin-Bertin, Isabela, advertida por Reina, y que corría tras Steinbock temiendo a su candidez polaca, se unió a él. No queriendo verse comprometida, dijo algunas palabras a Wenceslao, el cual, en su alegría, la abrazó en medio de la calle. Sin duda había tendido el artista una plancha para cruzar aquel estrecho de la vida conyugal.

Al ver a su madre, que había llegado a toda prisa, Hortensia derramó torrentes de lágrimas. De modo que la crisis nerviosa cambió felizmente de aspecto.

-¡Traicionada, mi querida mamá! -le dijo-. Wenceslao, después de haberme dado su palabra de honor de no ir a casa de la señora Marneffe, comió ayer allí y no ha vuelto hasta la una y cuarto de la madrugada. ¡Si tú supieses! Anteayer habíamos tenido, no una disputa, sino una explicación... ¡Le dije cosas conmovedoras!: «Que estaba celosa, que una infidelidad me mataría, que estaba triste, que debía respetar mis debilidades, puesto que procedían de mi amor hacia él; que tenía en las venas tanta sangre de mi padre como tuya, y en el primer momento de verme traicionada sería capaz de hacer locuras para vengarme, de deshonrarnos a todos, a él, a su hijo y a mí; en fin, que podría matarlo a él y matarme yo después, etcétera.» ¡Y ha ido allá! ¡Y está ahora allí! Esa mujer se ha propuesto hacernos desgraciados a todos. Ayer mi hermano y Celestina se comprometieron a recoger setenta y dos mil francos en letras suscritas para esa tuna... Sí, mamá, iban a perseguir a mi padre y a encarcelarlo. ¿No tiene bastante esa mujer con mi padre y con tus lágrimas? ¿Por qué me ha de quitar a Wenceslao? ¡Iré a su casa y la coseré a puñaladas!

La señora Hulot, herida en el corazón por la horrible confidencia, que en medio de su rabia le hacía Hortensia sin saberlo, ocultó su dolor con uno de esos heroicos esfuerzos de que son capaces las abuelas y colocó la cabeza de su hija sobre su seno para cubrirla de besos.

-Espera a Wenceslao, hija mía, y todo se aclarará. El mal no debe de ser tan grande como tú crees. ¡Yo también he sido traicionada, mi querida Hortensia! Tú me encuentras hermosa, soy virtuosa y, sin embargo, hace veintitrés años que me veo abandonada por las Jenny Cadine, por las Josefas, por las Marneffe... ¿Lo sabías esto?

-¡Tú, mamá, tú!... ¿Tú sufres como yo sufro ahora, desde hace veinte años?...

Y se detuvo ante sus propias ideas.

-Imítame, hija mía -repuso la madre-. Sé dulce y buena y tendrás la conciencia tranquila. Cuando en el lecho de muerte un hombre se dice: «¡Mi mujer no me ha causado jamás la menor pena!», Dios, que oye estos últimos suspiros, nos los tiene en cuenta. Si yo me hubiese entregado a furores como tú, ¿qué hubiera sucedido? A tu padre se le hubiese agriado el carácter; tal vez me hubiese abandonado, y no se habría visto retenido por el temor de afligirme. Nuestra ruina, que se ha consumado hoy, lo hubiese sido diez años antes y hubiésemos ofrecido el espectáculo de un marido y una mujer viviendo cada uno por su lado, escándalo horrible y desolador, porque es la muerte de la familia. Ni tu hermano ni tú hubieseis podido casaros... Yo me he sacrificado, y tan valerosamente que, sin esta última pasión de tu padre, el mundo me creería aún feliz. Mi oficiosa y muy valerosa mentira ha protegido hasta ahora a Héctor, y es aún muy considerado; únicamente que esa pasión de anciano le lleva demasiado lejos, lo veo. Su locura, lo temo, romperá el biombo que yo había colocado entre el mundo y nosotros... Pero he mantenido durante veintitrés años ese obstáculo, detrás del cual yo lloraba, sin madre y sin confidente, sin otro socorro que el de la religión, y he procurado durante veintitrés años por el honor de la familia.

Hortensia escuchaba a su madre con los ojos fijos. La voz tranquila y la resignación de aquel supremo dolor calmaron la irritación de la primera herida hecha al corazón de la recién casada; las lágrimas acudieron a sus ojos y las derramó a torrentes. En un acceso de piedad filial, aplastada por la sublimidad de su madre, se arrodilló ante ella, le cogió la fimbria de su falda y la besó, como los católicos piadosos besan las santas reliquias de un mártir.

-Levántate, Hortensia mía -dijo la baronesa-. ¡Semejante testimonio de mi hija borra muchos malos recuerdos! Ven a mi corazón, que sólo está oprimido por tu pena. La desesperación de mi pobre hija, cuya alegría era mi única alegría, ha roto el sello sepulcral que nada debía quitar de mis labios. Sí, quería llevar mis dolores a la tumba como un sudario más. Para calmar tu dolor he hablado... ¡Dios me perdonará! ¡Oh!, si mi vida tuviese que ser tu vida, ¡qué no haría yo!... Los hombres, el mundo, la casualidad, la Naturaleza, hasta creo que Dios, nos venden el amor al precio de las más crueles torturas. Pagaría veinticuatro años de desesperación, de penas incesantes, de amarguras, diez años felices...

-Tú has tenido diez años, mi querida mamá, y yo tres solamente -dijo la egoísta enamorada.

-Nada se ha perdido, hija mía; espera a Wenceslao.

-Mamá -dijo ella-. ¡Ha mentido! ¡Me ha engañado!... ¡Me ha dicho: «No iré», y ha ido! Y esto ante la cuna de su hijo.

-Los hombres, ángel mío, cometen por su placer las mayores cobardías, infamias, hasta crímenes; según parece lo llevan en el carácter. Nosotras, las mujeres, estamos consagradas al sacrificio. Creía que mis desgracias habían terminado, y ahora empiezan, pues no esperaba sufrir doblemente sufriendo en mi hija. ¡Valor y silencio! Hortensia mía, júrame no contar a nadie más que a mí tus penas, no dejar ver nada delante de terceros... ¡Oh, sé tan orgullosa como tu madre!

En este momento Hortensia se estremeció: oyó los pasos de su marido.

-Según parece -dijo Wenceslao al entrar-, Stidmann ha venido mientras yo le he ido a buscar a su casa.

-¿De veras? -exclamó la pobre Hortensia con la salvaje ironía de una mujer ofendida que se sirve de la palabra como de un puñal.

-Sí, acabamos de encontrarnos -respondió Wenceslao, fingiendo sorpresa.

-Pero ¿Y ayer?... -repuso Hortensia.

-Bien; te he engañado, amor mío, y tu madre va a juzgarnos.

Aquella franqueza desahogó el corazón de Hortensia. Todas las mujeres verdaderamente nobles prefieren la verdad a la mentira. No quieren ver a su ídolo degradado, quieren estar orgullosas de la dominación que aceptan.

Este sentimiento existe en los rusos a propósito de su zar.

-Escuche usted, querida madre -dijo Wenceslao-. Amo tanto a mi buena y dulce Hortensia, que le he ocultado la extensión de nuestra estrechez. ¡Qué quiere usted!... Criaba aún, y las penas le hubiesen causado mucho daño. Ya sabe usted lo que peligra una mujer en este estado. Su hermosura, su frescura y su salud están en peligro. ¿Ha sido un error? Ella cree que sólo debemos cinco mil francos, pero debemos otros cinco mil... Anteayer estábamos desesperados... ¡Nadie quiere prestar a los artistas! Desconfían de nuestro talento tanto como de nuestras fantasías. He llamado en vano a todas las puertas. Isabela nos ha ofrecido sus economías.

-¡Pobre muchacha! -dijo Hortensia.

-¡Pobre muchacha! -dijo la baronesa.

Pero ¿qué son los diez mil francos de Isabela?... Para ella, todo; para nosotros, nada. Entonces la prima nos ha hablado, ya sabes, Hortensia, de la señora Marneffe, la cual, por amor propio, debiéndoselo todo al barón, nos dejaría sin el menor interés... Hortensia ha querido llevar sus diamantes al Monte de Piedad. Tendríamos algunos millares de francos y necesitábamos diez mil. Estos diez mil francos se encontraban allí, sin interés, por un año... y me he dicho: «Hortensia no sabrá nada; vayamos a por ellos.» Esta mujer me invitó, por conducto de mi suegro, a comer ayer en su casa, dándome a entender al mismo tiempo que Isabela había hablado y que tendría el dinero. Entre la desesperación de Hortensia y esa comida, no he dudado. Esto es todo. ¿Cómo Hortensia, a los veinticuatro años, fresca y pura y virtuosa; ella, que es mi dicha y mi gloria; de quien no me he separado un momento desde nuestro casamiento, puede imaginar que prefiera, ¡a quién!..., a una mujer curtida, ajada y pasada? -dijo, empleando una atroz expresión de la jerga de los talleres para hacer creer en su desprecio con una de esas exageraciones que agradan a las mujeres.

-¡Ah! ¡Si tu padre me hubiese hablado así! -exclamó la baronesa.

Hortensia se arrojó graciosamente al cuello de su marido.

-Sí, eso es lo que yo hubiese hecho -dijo Adelina-. Wenceslao, amigo mío, su mujer ha estado a punto de morir -añadió gravemente-. Ya ve usted cuánto le ama. Es de usted, ¡ay de mí!

Y suspiró profundamente.

-Puede hacer de ella una mártir o una mujer feliz -se dijo a sí misma, pensando lo que piensan todas las madres después del matrimonio de sus hijas-. Me parece que sufro bastante para ver a mis hijos felices -añadió en voz alta.

-Tranquilícese, querida mamá -dijo Wenceslao en el colmo de la dicha, al ver que había terminado tan felizmente aquella crisis-. En dos meses habré devuelto el dinero a esa horrible mujer. ¿Qué quiere usted? -añadió, repitiendo una palabra esencialmente polaca con la gracia polaca-. Hay momentos en que uno pediría prestado al diablo. Después de todo, es dinero de la familia. Y una vez invitado, ¿hubiese tenido ese dinero que nos cuesta tan caro, si hubiese contestado con groserías a una atención?

-¡Oh, mamá! ¡Cuánto daño nos causa papá! -exclamó Hortensia.

La baronesa colocó un dedo sobre sus labios, y Hortensia se arrepintió de aquella queja, la primera que dejaba escapar acerca de un padre, tan heroicamente protegido por un sublime silencio.

-Adiós, hijos míos -dijo la señora de Hulot-, ya ha vuelto el buen tiempo; pero no os enfadéis más.

Cuando, después de haber despedido a la baronesa, Wenceslao y su mujer estuvieron solos en su habitación, Hortensia dijo a su marido:

-Cuéntame tu velada.

Y espió el rostro de Wenceslao durante aquel relato, entrecortado por esas preguntas que se escapan de los labios de una mujer en semejante caso. Aquel relato puso pensativa a Hortensia, la cual entreveía las diabólicas diversiones que los artistas debían encontrar en aquella sociedad viciosa.

-Sé franco, mi Wenceslao... Estaban allí Stidmann, Claudio Vignon, Verniset, ¿quién más? En fin, ¿te divertiste?

-¡Yo!... No pensaba más que en nuestros diez mil francos, y me decía: «Mi Hortensia no tendrá inquietudes.»

Este interrogatorio cansábale enormemente al livoniano, y se aprovechó de un momento de alegría para decir a Hortensia:

-Y tú, ángel mío, ¿qué hubieses hecho si tu artista hubiera sido culpable?

-Yo -dijo ella con un airecillo decidido- hubiese tomado a Stidmann, pero, se comprende, sin amarle.

-¡Hortensia! -exclamó Steinbock, levantándose con brusquedad y con un movimiento teatral-. ¡No hubieses tenido tiempo! ¡Te hubiera matado!

Hortensia se arrojó sobre su marido, lo abrazó fuertemente, le cubrió de caricias y le dijo:

-¡Ah! ¡Me amas, Wenceslao! ¡Ya no temo nada! Pero basta de Marneffe. No te sumerjas jamás en semejantes pantanos...

-Te juro, mi querida Hortensia, que no volveré más que para retirar mi letra.

Hortensia se enfurruñó, pero como se enfurruñan las mujeres amantes que quieren los beneficios de semejante enfurruñamiento. Wenceslao, cansado de semejante mañana, dejó a su mujer que se enfurruñase y se fue a su taller a hacer el modelo del grupo de Sansón y Dalila, cuyo diseño estaba en su bolsillo. Hortensia, inquieta por su enfado, y creyendo enojado a Wenceslao, fue al taller en el momento en que su marido terminaba de amasar la arcilla con esa rabia que concede a los artistas más potencia que fantasía. Al ver a su mujer, arrojó vivamente un trapo mojado sobre el grupo esbozado y cogió a Hortensia entre sus brazos, diciéndole:

-¡Ah! No estamos enfadados, ¿verdad, nena mía?

Hortensia había visto el grupo, el trapo arrojado encima de él, y no dijo nada; pero antes de abandonar el taller se volvió, quitó el trapo, miró el busto y preguntó:

-¿Qué es esto?

-Un grupo cuya idea se me ha ocurrido.

-¿Y por qué me lo has ocultado?

-Quería enseñártelo terminado.

-¡La mujer es muy bonita! -dijo Hortensia.

Y mil sospechas nacieron en su alma, como nacen en las Indias, de la noche a la mañana, esas vegetaciones grandes y frondosas.

Al cabo de unas tres semanas, la señora Marneffe estaba profundamente irritada contra Hortensia. Las mujeres de esta clase tienen su amor propio, quieren que se bese el espolón del diablo y jamás perdonan a la virtud que no teme su poder o que lucha con ellas. Ahora bien, Wenceslao no había hecho una sola visita a la calle de Vanneau, ni siquiera la que exige la cortesía después de la pose de una mujer en Dalila. Cada vez que Isabela había ido a casa de los Steinbock no había encontrado a nadie en ella. Los señores vivían en el taller. Isabela, que fue a buscar a los dos tortolillos a su nido del Gros Caillou, vio allí a Wenceslao trabajando con ardor y supo por la cocinera que la señora no dejaba nunca solo al señor. Wenceslao sufría el despotismo del amor. Valeria adoptó, pues, por su cuenta el odio que Isabela tenía a Hortensia. Las mujeres sienten tanto el interés por los amantes que les disputan, como los hombres por las mujeres que son deseadas por varios fatuos; así es que las reflexiones hechas con motivo de la señora Marneffe pueden aplicarse perfectamente a los hombres afortunados en amor, que son una especie de cortesanas machos. El capricho de Valeria fue una verdadera rabia: deseaba a toda costa tener su grupo, y un día se proponía ya ir al taller a ver a Wenceslao, cuando ocurrió uno de esos graves acontecimientos que pueden llamarse frutus belli para esta clase de mujeres. He aquí cómo dio cuenta Valeria de este hecho, enteramente personal. Almorzaba con Isabela y con el señor Marneffe.

-Dime, Marneffe: ¿sospechas tú que vas a ser padre por segunda vez?

-¿De veras estás embarazada?... ¡Oh! Déjame besarte.

Se levantó, dio la vuelta a la mesa, y su mujer le aproximó la frente de manera que el beso rozase sus cabellos.

-De esta hecha sí que soy jefe de negociado y oficial de la Legión de Honor -repuso-. ¡Ah! Hermosa mía, no quiero que Estanislao quede arruinado. ¡Pobrecillo!

-Sí, pobrecillo -exclamó lsabela-. Hace siete meses que no le han visto ustedes; yo paso en el colegio por madre suya, porque soy la única de la casa que se ocupa de él.

-¡Un hijo que nos cuesta cien escudos trimestrales! -dijo Valeria-. Por otra parte, ése es hijo tuyo, Marneffe, y deberías pagar su pensión de tu sueldo... El nuevo, lejos de ocasionarte gasto alguno, nos salvará de la miseria.

-Valeria -respondió Marneffe imitando a Crevel en la actitud-, espero que el señor barón de Hulot se ocupará de su hijo y no lo dejará a cargo de un pobre empleado. Yo pienso mostrarme muy exigente con él. Así es que procure usted asegurarse, señora. Procure lograr de él documentos en que hable de su dicha, pues veo que se hace rogar bastante para mi nombramiento.

Y Marneffe se fue a la oficina, donde la preciosa amistad de su director le permitía ir a las once; trabajaba poco, gracias a su notoria incapacidad y a su aversión al trabajo.

Una vez solas Isabela y Valeria, miráronse durante un instante como augures, y soltaron a la vez una sonora carcajada.

-Pero ¿es verdad eso, Valeria -dijo Isabela-, o es una comedia?

-¡Es una verdad física! -respondió Valeria-. Hortensia me revienta. Esta noche pensaba hacer caer como una bomba la noticia de este hijo en casa de Wenceslao.

Valeria se fue a su cuarto seguida de Isabela, y le enseñó, ya terminada, la siguiente carta:

«Wenceslao, amigo mío, aunque no te he visto hace ya más de veinte días, sigo creyendo en tu amor. ¿Me desprecias acaso? Dalila no puede creerlo. ¿No será más bien un efecto de la tiranía de una mujer a quien me has dicho que ya no podrías amar? Wenceslao, eres demasiado buen artista para dejarte dominar de ese modo. El hogar es la tumba de la gloria... Mira si te pareces en nada al Wenceslao de la calle del Deanato. Has fracasado con el monumento de mi padre; pero en ti el amante es muy superior al artista y has tenido más suerte con la hija: mi adorado Wenceslao, eres padre. Si no vinieses a verme en el estado en que me encuentro, pasarías por un mal sujeto a los ojos de tus amigos; pero lo veo, te amo tan locamente, que nunca tendré fuerza para maldecirte.

¿puedo seguir diciéndome tu

Valeria?»

-¿Qué te parece mi proyecto de enviar esta carta al taller en el momento en que nuestra querida Hortensia esté sola? -preguntó Valeria a Isabela-. Ayer por la noche supe por Stidmann que Wenceslao tiene que ir a las once a casa de Chanor; de modo que esa fregona de Hortensia estará sola.

-Sí; pero después de ese golpe -respondió Isabela- yo no podré ser ya ostensiblemente amiga tuya, y será preciso que me despida de ti y que finja no verte ni hablarte.

-Es claro -dijo Valeria-; pero...

-¡Oh! No tengas cuidado -respondió Isabela-. Nos volveremos a ver cuando yo sea la señora mariscala. Ahora todos lo desean; el barón es el único que ignora este proyecto, pero tú le decidirás.

-Pero es muy posible que yo esté pronto reñida con el barón -respondió Valeria.

-La señora Olivier es la única que puede fingir que Hortensia le sorprende la carta -dijo Isabela-. Hay que enviarla primero a la calle de San Dominico, antes de ir al taller.

-¡Oh! Nuestra gatita estará en casa -respondió la señora Marneffe, llamando a Reina para que hiciese venir a la señora Olivier.

Diez minutos después del envío de aquella fatal carta, el barón de Hulot se presentó, y la señora Marneffe se arrojó como una gata al cuello del anciano para decirle al oído:

-¡Héctor, eres padre! He aquí lo que resulta de reñir y reconciliarse.

Al ver cierto asombro que el barón no pudo disimular bastante pronto, Valeria afectó un aire frío, que desesperó al consejero de Estado. Se hizo arrancar las más decisivas pruebas una a una. Cuando la convicción, auxiliada por la vanidad, hubo penetrado en el espíritu del anciano, ella le habló del furor del señor Marneffe.

-Viejo mío, gruñón -le dijo-, no te será difícil hacer que nombren oficial de la Legión de Honor y jefe de negociado a tu editor responsable, nuestro gerente, porque al pobre hombre lo has arruinado; adora a su Estanislao, a su pequeño monstruo, que se parece a él y a quien yo no puedo sufrir. A no ser que quieras dar una renta de doce mil francos a Estanislao, en nuda propiedad, cediéndome a mí el usufructo.

-¡Pero mujer, si yo he de asegurar una renta, prefiero hacerlo a nombre de mi hijo y no al del monstruo! -dijo el barón.

Esta frase imprudente, en que la palabra mi hijo brotó como un río que se desborda, fue transformada, al cabo de una hora de conversación, en una promesa formal de procurar al niño que había de venir una renta de mil doscientos francos. Hecha esta promesa, fue para Valeria como un tambor en manos de un niño, pues debía tocarlo durante veinte días.

En el momento en que el barón de Hulot, feliz como el recién casado que desea un heredero, salía de la calle de Vanneau, la señora Olivier se había hecho arrancar por Hortensia la carta que debía entregar en las propias manos del señor conde. La joven dio por aquella carta una moneda de veinte francos. El suicida paga el opio, la pistola o el carbón de que se sirve. Hortensia la leyó y la releyó; sólo veía aquel papel blanco plagado de líneas oscuras; en la Naturaleza no existía más que aquel papel, y en torno de ella todo se había vuelto negro. El resplandor del incendio que devoraba el edificio de su felicidad iluminaba el papel, pues la noche más profunda reinaba en torno suyo. Los gritos de su pequeño Wenceslao, que jugaba, llegaban a sus oídos como si el niño estuviese en el fondo de un valle y ella ocupase la cima. Ultrajada a los veinticuatro años, en todo el brillo de su belleza y animada por un amor puro y sincero, aquello no fue para ella una puñalada, sino la muerte. El primer ataque había sido puramente nervioso, y el cuerpo había cedido bajo el peso de los celos; pero la certidumbre atacó al alma y el cuerpo quedó anonadado. Hortensia permaneció durante cerca de diez minutos bajo esta opresión. El fantasma de su madre se le apareció y operó en ella una revolución; tornose tranquila y fría, recobrando la razón. Luego llamó.

-Querida mía -le dijo a la cocinera-, que le ayude a usted Luisa. Hagan entre las dos, lo antes posible, unos paquetes con todo lo que nos pertenece a mí y a mi hijo.

Les doy a ustedes una hora de tiempo. Cuando todo esté dispuesto, vayan a la plaza a buscar un coche y adviértanmelo. ¡Nada de observaciones! Yo dejo la casa y me llevo a Luisa. Usted se quedará con el señor; procure cuidarle bien.

Dicho esto, pasó a su cuarto, se sentó a la mesa y escribió la siguiente carta:

«Señor conde:

La carta adjunta a la mía le explicará la causa de la resolución que he tomado.

Cuando lea usted estas líneas habré dejado su casa y me habré ido con nuestro hijo al lado de mi madre.

No cuente usted con que yo vuelva nunca de mi acuerdo. No crea tampoco que esto es producto de la fogosidad de la juventud, de su irreflexión, ni de la vivacidad del amor juvenil ofendido, porque se engañaría absurdamente.

Desde hace quince días pienso detenidamente en la vida, en el amor, en nuestra unión y en nuestros deberes mutuos. Yo he conocido por entero la abnegación de mi madre, porque ella me ha contado sus dolores. Es heroica todos los días, desde hace ya veintitrés años; pero yo no me siento con fuerzas para imitarla, no porque le haya a usted amado menos de lo que ella ama a mi padre, sino por razones sacadas de nuestro carácter. Nuestra casa se convertiría en un infierno, y yo podría perder la cabeza hasta el punto de deshonrarle a usted, de deshonrarme y de deshonrar a nuestro hijo. Yo no quiero ser una señora Marneffe, porque, ya en esa senda, una mujer de mi temple tal vez no se detendría. Desgraciadamente para mí, yo soy una Hulot y no una Fischer.

Sola, y lejos del espectáculo de sus desórdenes, respondo de mí, sobre todo ocupada en nuestro hijo y junto a mi fuerte y sublime madre, cuya vida obrará sobre los movimientos tumultuosos de mi corazón. Allí puedo ser una buena madre, educar bien a nuestro hijo y vivir. En su casa la mujer anularía a la madre y las incesantes disputas agriarían mi carácter.

Yo aceptaría la muerte de una vez; pero no quiero estar enferma durante veinticinco años como mi madre. Si usted me ha hecho traición después de tres años de un amor absoluto y continuo, con la querida de su suegro, ¿qué rivales no me daría usted más tarde? ¡Ah!, señor, usted empieza mucho antes que mi padre esa carrera de libertinaje y de prodigalidad que deshonra a un padre de familia, que disminuye el respeto de los hijos y al cabo de la cual se encuentran la vergüenza y la desesperación.

Yo no soy implacable. Sentimientos inflexibles no convienen a seres débiles que viven bajo la mirada de Dios. Si conquista usted gloria y fortuna mediante trabajos sostenidos, si renuncia a las cortesanas y a los innobles y cenagosos senderos, volverá a encontrar una mujer digna de usted.

Le creo demasiado noble para recurrir a la ley. Señor conde, espero respetará mi voluntad dejándome en casa de mi madre y, sobre todo, no se presente nunca allí. Le he dejado todo el dinero que le ha prestado esa odiosa mujer. Adiós.

Hortensia Hulot.»

Esta carta fue escrita penosamente, pues Hortensia se entregaba a los llantos y gritos de la pasión ahogada. Tomaba y dejaba la pluma para expresar sencillamente lo que el amor declama ordinariamente en estas cartas testamentarias. El corazón se producía mediante interjecciones, quejas y llantos, pero la razón dictaba.

La joven, advertida por Luisa de que todo estaba dispuesto, recorrió lentamente el jardinito, el cuarto, el salón, y miró todo por última vez. Luego hizo a la cocinera las recomendaciones más vivas para que mirase por el bienestar del señor, prometiéndole recompensarla si se mostraba buena. Por fin, subió al coche para trasladarse a casa de su madre, con el corazón lacerado, llorando hasta apenar a su camarera, y cubriendo de besos al pequeño Wenceslao con un goce delirante que todavía traicionaba el amor por el padre.

La baronesa sabía ya por Isabela que el suegro era culpable en parte de la falta del yerno; no la sorprendió, pues, ver llegar a su hija, y aprobó y consintió en conservarla a su lado. Adelina, viendo que el cariño y la abnegación no habían detenido nunca a su Héctor, que empezaba ya a perder su afecto, juzgó que su hija tenía razón en seguir otra senda. En veinte días, la pobre madre acababa de recibir dos heridas cuyos sufrimientos sobrepasaban a todas las torturas que había sufrido hasta entonces. El barón había puesto a Victorino y a su mujer en verdaderos apuros; además, él era, según Isabela, la causa de los desórdenes de Wenceslao, quien había depravado a su yerno. La majestad de aquel padre de familia, mantenida durante tanto tiempo mediante insensatos sacrificios, estaba degradada. Sin sentir su dinero, el joven matrimonio Hulot sentía a la vez desconfianza e inquietudes con respecto al barón. Este sentimiento bastante visible afligía profundamente a Adelina, que presentía la disolución de la familia. La baronesa albergó a su hija en el comedor, que prontamente quedó transformado en dormitorio, gracias al dinero del mariscal, y la antesala pasó a ser comedor, como ocurre en muchas casas.

Cuando Wenceslao volvió a su casa y acabó de leer las dos cartas sintió una mezcla de alegría y de tristeza. Viéndose vigilado hasta cierto punto por su mujer, se había rebelado interiormente contra aquella nueva prisión a lo Isabela. Hastiado de amor desde hacía tres años, él también había reflexionado durante aquellos últimos quince días y encontraba pesada la familia. Acababa de ser felicitado por Stidmann con motivo de la pasión que inspiraba a Valeria, pues Stidmann, con una intención fácil de adivinar, juzgaba conveniente adular la vanidad del marido de Hortensia esperando consolar a la víctima. Wenceslao se consideró, pues, feliz pudiendo volver a casa de la señora Marneffe. Pero recordó la dicha entera y pura de que había gozado, las perfecciones de Hortensia, su juiciosa conducta y su sencillo e inocente amor, y lo sintió vivamente. Quiso correr a casa de su suegra para obtener su perdón; mas hizo como Hulot y como Crevel: fue a ver a la señora Marneffe, llevándole la carta de su mujer para hacerla ver el desastre que había causado y, por decirlo así, para descontar su desgracia, pidiendo en cambio los favores de su querida. Encontró a Crevel en casa de Valeria. El alcalde, henchido de orgullo, iba y venía por el salón como hombre agitado por sentimientos tumultuosos, se ponía en posición, como si quisiera hablar y luego no se atrevía. Su fisonomía resplandecía, y corría a la ventana a tamborilear con los dedos en los cristales. Miraba a Valeria con aire conmovido y tierno. Afortunadamente para Crevel, entró Isabela.

-Prima -le dijo al oído-, ¿sabe usted la nueva? ¡Soy padre! ¡Ya me parece que quiero menos a mi pobre Celestina! ¡Oh! ¡Lo que es tener un hijo de la mujer que se idolatra! ¡Unir la paternidad del corazón a la paternidad de la sangre! ¡Oh! Mire, dígaselo a Valeria; voy a trabajar para ese hijo, pues quiero que sea rico. Me ha dicho que por ciertos indicios cree que será un niño. Si es un niño, quiero que se llame Crevel: consultaré a mi notario.

-Yo sé lo mucho que le ama a usted -dijo Isabela-, pero en nombre del porvenir de usted y del suyo, conténgase y no se frote las manos a cada paso.

Mientras que Isabela hacía este aparte con Crevel, Valeria le había vuelto a pedir su carta a Wenceslao, y le decía al oído palabras que disipaban su tristeza.

-Ya estás libre, amigo mío. ¿Acaso deben casarse nunca los artistas? Vosotros no podéis vivir sin caprichos ni sin libertad. Oh, mi querido poeta, yo te amaré tanto que nunca echarás de menos a tu mujer. Sin embargo, si, como muchas gentes, quieres guardar las apariencias, yo me encargo de hacer volver a Hortensia a tu casa dentro de poco tiempo.

-¡Oh, si eso fuese posible!

-Estoy segura de ello -dijo Valeria, picada-. Tu pobre suegro es un buen hombre en toda la extensión de la palabra, que por amor propio quiere parecer que es amado y hacer creer que tiene una querida, y tiene en ese punto tanta vanidad, que yo lo gobierno por completo. La baronesa ama todavía tanto a su viejo Héctor (¡siempre me parece que hablo de La Ilíada!), que los dos viejos lograrán que Hortensia se reconcilie; únicamente que, si no quieres tener disgustos en tu casa, es preciso que no dejes pasar veinte días sin venir a ver a tu querida. Si no, yo me moriría. Cuando un hombre es noble, querido mío, debe tener toda clase de consideraciones a la mujer a quien ha comprometido del modo que yo lo estoy, sobre todo cuando esta mujer tiene que tomar sus precauciones para guardar su reputación. Quédate a comer, ángel mío..., y piensa que yo debo mostrarme tanto más fría contigo cuanto que tú eres el autor de esta falta demasiado visible.

Anunciaron al barón Montes, y Valeria se levantó, corrió a su encuentro, le habló al oído durante algunos instantes y empleó con él la misma actitud reservada que había empleado con Wenceslao; esto dio por resultado el que el brasileño afectase una actitud diplomática, apropiada a la gran noticia que le colmaba de alegría, pues él sí que estaba seguro de su paternidad.

Gracias a esta estrategia, basada en el gran amor propio del hombre en estado de amante, Valeria tuvo a su mesa, muy contentos y satisfechos, a cuatro hombres que se creían adorados y que Marneffe, bromeando con Isabela, llamó los cinco padres de la Iglesia, incluyéndose él también.

Sólo el barón Hulot dio muestras al principio de cierta preocupación. He aquí por qué: en el momento de salir de su despacho había ido a hablar con el jefe del personal, que era un general compañero suyo desde hacía más de treinta años, para pedirle que nombrase a Marneffe para la plaza de Coquet, el cual se avenía a presentar la dimisión.

-Querido mío -le dijo-, no quisiera pedir este favor al mariscal sin que estemos de acuerdo y yo viese que es de su agrado

-Amigo mío -respondió el jefe del personal-, permítame que le advierta que usted es el primero que no debe insistir en este nombramiento. Ya le he dicho cuál es mi opinión. Sería un escándalo entre los empleados, que se ocupan ya mucho de usted y de la señora Marneffe. Esto aquí para inter nos Yo no quiero atacarle en su punto sensible ni disgustarle en nada, y voy a darle la prueba. Si tiene usted tanto interés, si quiere pedir la plaza del señor Coquet, que será verdaderamente una perdida para las oficinas de la guerra (está ahí desde 1809), yo me iré quince días fuera, a fin de dejarle el campo libre junto al mariscal, que le quiere a usted como a un hijo. Así yo no haré nada ni en pro ni en contra, ni habré hecho nada contra mi conciencia de administrador.

-Mil gracias -respondió el barón- Reflexionaré acerca de lo que acaba usted de decirme.

-Querido amigo, si me permito esta observación es más en interés de usted que en el mío, o por mi amor propio. Después de todo, el mariscal es el amo. Además, querido, ¡nos reprochan ya tantas cosas, que una más o menos no importa! No poseemos ya la virginidad en cuestión de críticas. Cuando la Restauración, se hicieron muchos nombramientos con el solo objeto de dar sueldos y sin preocuparse del servicio... Somos amigos antiguos.

-Sí -respondió el barón-, y precisamente por no alterar nuestra antigua y preciosa amistad es por lo que...

-Vamos -repuso el jefe del personal al ver la contrariedad que denotaba la cara de Hulot-, amigo mío, me iré de viaje. Pero tenga cuidado, porque tiene usted enemigos, es decir, gentes que codician su magnífico sueldo y usted sólo está amarrado por un áncora. ¡Ah!, si fuese usted diputado, como yo, no tendría nada que temer; de modo que mucho cuidado.

Estas amistosas palabras produjeron viva impresión al consejero de Estado.

-Pero en fin, Roger, ¿qué hay? No se haga usted el misterioso conmigo.

El personaje a quien Hulot llamaba Roger miró a Hulot, le tomó la mano y se la estrechó.

-Somos demasiado amigos para que no me permita darle un consejo. Si quiere usted permanecer en su cargo, será preciso que usted mismo se busque un retiro. De modo que, en la situación en que usted se halla, en lugar de pedir al mariscal la plaza del señor Coquet para el señor Marneffe, yo le rogaría que emplease su influencia para reservarme el Consejo de Estado, donde moriría tranquilo y, como el castor, abandonaría mi dirección general a los cazadores.

-¡Cómo! ¿Olvidaría el mariscal...?

-Querido mío, el mariscal le ha defendido a usted tan bien en el Consejo de Ministros, que ya no se piensa en destituirle a usted; pero se ha tratado de ello; así es que no dé usted pretextos. No quiero decirle nada más. En este momento puede usted imponer condiciones y ser consejero de Estado y par de Francia. Si espera usted demasiado, si da usted que hablar, no respondo de nada. Conque, ¿quiere usted que viaje?

-No, espere -respondió Hulot-; veré al mariscal y enviaré a mi hermano a sondear el terreno cerca del patrón.

Fácil es comprender el humor que llevaría a casa de la señora Marneffe el barón, el cual había olvidado casi que era padre, pues Roger le había dado pruebas de verdadera y buena amistad aclarándole su posición. Sin embargo, era tal la influencia que ejercía sobre él Valeria, que a la mitad de la comida el barón se puso al unísono y dio pruebas de una alegría tanto mayor cuanto que eran muchas las preocupaciones que tenía que olvidar; pero el desgraciado no sospechaba que durante aquella velada iba a hallarse en la alternativa de su dicha y el peligro señalado por el jefe del personal, es decir, obligado a optar entre la señora Marneffe y su posición. A eso de las once, en el momento en que la velada llegaba a su apogeo de animación, pues el salón estaba lleno de gente, Valeria se llevó a Héctor consigo y se sentó con él en el rincón de un diván.

-Viejo mío -le dijo al oído-, tu hija se ha irritado tanto porque Wenceslao viene aquí, que lo ha plantado. Esa Hortensia es una mala cabeza. Dile a Wenceslao que te enseñe la carta que le ha escrito esa tontuela. Esta separación de dos enamorados, de la cual dicen que yo soy la causa, puede hacerme mucho daño, pues éste es el modo que emplean las mujeres virtuosas para atacarme. Es un escándalo el hacerse la víctima para criticar a una mujer que no ha cometido más culpas que tener una casa agradable. Si tú me quieres, me disculparás reconciliando a los dos tortolitos. Por otra parte, yo no tengo interés alguno en recibir a tu yerno, pues ya sabes que eres tú el que lo has traído; puedes llevártelo si quieres. Si tienes autoridad en tu familia, me parece que bien puedes exigirle a tu mujer que haga esta reconciliación. Dile de mi parte a esa buena vieja que si me echan injustamente la culpa de haber sembrado la discordia en un matrimonio joven y turbar la unión de una familia echando a perder al padre y al yerno, haré méritos para esa reputación defendiéndome a mi manera. ¿No ves a Isabela que habla ya de dejarme? Prefiere a su familia, y no quiero criticarla. Acaba de decirme que si los jóvenes no se reconcilian, ella no se queda aquí. Y entonces sí que estaríamos bien, el gasto triplicado.

-¡Oh! Respecto a eso -dijo el barón al saber el escándalo de su hija-, yo pondré orden en mi casa.

-Bueno -repuso Valeria-; a otra cosa. ¿Y la plaza de Coquet?

-Eso -respondió Héctor bajando los ojos- es más difícil, por no decir imposible.

-¡Imposible, mi querido Héctor! -dijo la señora Marneffe al oído del barón-. Tú no sabes cómo se va a poner Marneffe. Yo estoy en su poder, y él en cosas de interés es inmoral, como todos los hombres; pero es excesivamente vengativo, como todos los espíritus raquíticos e impotentes. En la situación en que me has puesto, estoy a su discreción. Si me reconcilio con él, dentro de algunos días es capaz de no dejar mi cuarto.

Hulot hizo un prodigioso alzamiento de hombros.

-Me dejaba tranquila con la condición de ser jefe de negociado. Esto es infame, pero es lógico.

-Valeria, ¿me amas?

-Querido mío, esa pregunta, en el estado en que me encuentro, es una injusticia de lacayo.

-Pues bien; si yo quisiera intentar, nada más que intentar, pedir al mariscal una plaza para Marneffe, no sería ya nada para él y Marneffe sería destituido.

-¡Yo creía que el príncipe y tú erais dos amigos íntimos!

-Sí, y así me lo ha probado más de una vez. Pero hija mía, por encima del mariscal hay alguien.... está todo el Consejo de Ministros... Con un poco de tiempo, bordeando el asunto, llegaremos a ello... Para triunfar es preciso esperar el momento en que él me pida algún favor, y entonces podré decirle: Toma y daca.

-Mi pobre Héctor, si yo le digo eso a Marneffe, nos jugará alguna mala pasada. Mira, dile tú mismo que tiene que esperar, porque yo no quiero encargarme. ¡Oh!, conozco mi suerte, y él, que sabe cómo castigarme, no querrá dejar mi cuarto. ¡Ah!, no olvides los mil doscientos francos de renta para el pequeño.

Al sentirse amenazado en su placer, Hulot llamó aparte al señor Marneffe, y le asustaba tanto la perspectiva de aquel agonizante en el cuarto de aquella mujer bonita, que por primera vez abandonó el tono altanero que acostumbraba a emplear con él.

-Marneffe, amigo mío -le dijo-, hoy hemos tratado de usted y he podido ver que sólo con el tiempo podré lograr que sea usted jefe de negociado.

-Señor barón, lo seré -replicó terminantemente Marneffe.

-Pero querido mío...

-Señor barón, lo seré -repitió Marneffe, mirando alternativamente al barón y a Valeria- Usted ha puesto a mi mujer en la necesidad de reconciliarse conmigo, y ahora yo me aprovecho, porque, querido mío, está encantadora -añadió con espantosa ironía-. Yo soy aquí más amo que usted en el Ministerio.

El barón sintió en sí mismo uno de esos dolores que producen en el corazón el efecto de un dolor de muelas, y estuvo a punto de dejar ver que lloraba. Durante aquella corta escena, Valeria notificó a Enrique Montes la pretendida voluntad de Marneffe y se desembarazaba así de él por algún tiempo.

De los cuatro fieles, Crevel, poseedor de su casita económica, fue el único exceptuado de esta medida; así es que dejaba ver en su fisonomía un aire de beatitud insolente, a pesar de las reprimendas que le dirigía Valeria por medio de fruncidos de cejas y significativas muecas; pero su radiante paternidad se reflejaba en todas sus acciones. A una palabra de reproche que Valeria fue a decirle al oído, le cogió la mano y le respondió:

-Duquesa mía, mañana tendrás tu palacete; mañana es la adjudicación definitiva.

-¿Y el mobiliario? -respondió ella sonriente.

-Tengo mil acciones de Versalles, orilla izquierda, compradas a ciento veinticinco francos, y muy pronto se pondrán a trescientos, a causa de una fusión de dos caminos en cuyo secreto me han puesto. Tendrás un mobiliario como una reina; pero serás únicamente mía, ¿verdad?

-Sí, gordo alcalde -dijo sonriéndose aquella señora Merteuil burguesa-; pero cuidado, respeta a la futura señora de Crevel.

-     Mi querido primo -le dijo Isabela al barón-, mañana temprano estaré en casa de Adelina, porque ya comprenderá usted que decentemente yo no puedo permanecer aquí. Iré a llevar la casa de su hermano el mariscal.

-Esta noche vuelvo a mi casa -dijo el barón.

-Bueno, yo iré mañana a almorzar -respondió Isabela, sonriendo.

La solterona comprendió cuán necesaria sería su presencia en la escena de familia que tendría lugar al día siguiente. Así, muy de mañana se fue a casa de Victorino, a quien comunicó la separación de Hortensia y de Wenceslao.

Cuando el barón entró en su casa, a eso de las diez y media de la noche, Marieta y Luisa, que habían trabajado mucho aquel día, cerraban la puerta de la habitación, de modo que Hulot no tuvo necesidad de llamar. El marido, muy contrariado por tener que ser virtuoso, se encaminó directamente al cuarto de su mujer y, por la puerta entreabierta, la vio prosternada ante un crucifijo, sumida en la oración, en una de esas actitudes que bastan para labrar la gloria de los pintores y de los escultores bastante afortunados para reproducirlas con fidelidad. Adelina, embriagada por la exaltación, decía en voz alta:

-¡Dios mío, haznos la gracia de iluminarle!

Así rogaba la baronesa a Dios por su Héctor.