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Capítulo XIV

Prado y Canseco

SUMARIO

El movimiento de 1865 tuvo grandes idealismos, y los hombres que tomaron parte en él no lo hicieron únicamente para derrocar a Pezet y declarar la guerra a España, sino también para cumplir un plan de reformas y de saneamiento político y económico.- El momento era solemne y propio para la Dictadura.- Canseco se niega a cooperar en un plan tan radical y resigna el mando.- Le sucede el coronel Prado.- Los primeros pasos de la Dictadura hicieron sentir su mano inflexible sobre los abusos y las malas leyes.- Labor internacional.- Tratados de alianza.- Declaratoria de guerra a España.- Bombardeo de Valparaíso.- Combate del Callao.- Sin insolencias ni desplantes guerreros, el Perú hubiera pagado la deuda española.- Muerte de Gálvez, en la torre de la Merced.- Fue el más firme sustentáculo de la Dictadura y murió en su puesto, con gloria.- Forzoso período de tregua después de la retirada de las fuerzas españolas.- Instalación de la Constituyente, en Febrero de 1867.- Catorce meses de Dictadura pusieron al nuevo régimen en situación difícil.- Resistencias causadas por el radicalismo imperante.- Se intentó establecer un plan de reformas y desenterrar de los archivos pruebas de los fraudes cometidos.- El cobro de las contribuciones provocó un cúmulo de resistencias.- —198→ Prado pinta la situación, en su Mensaje de 1867.- Intento de operaciones agresivas contra la escuadra española.- Castilla regresa al Perú.- Su triunfo insurreccional era seguro, cuando la muerte lo sorprendió en Tiviliche.- Entre los hechos adversos que provocaron la infelicidad nacional, ninguno tiene la gravedad que significó para el Perú la muerte de Castilla.- Peligros que significaba para el Perú la continuada conquista chilena del litoral boliviano.- La acción internacional del Perú en esos asuntos internacionales fue nula, y los diplomáticos chilenos jugaron con Melgarejo de la misma manera que se juega con un fantoche.- Si Castilla hubiera subido al poder los asuntos internacionales hubieran tomado otro rumbo.- Tratado de límites firmado entre Bolivia y el Brasil, en 1867.- La nueva Constitución.- Arequipa se niega a jurarla y se levanta en armas.- Balta hace lo mismo en el Norte.- Prado pone sitio a la ciudad del Misti, es derrotado el 27 de Diciembre y el 6 de Enero de 1868 entrega el mando supremo al alcalde de Lima.- Gobierno de Canseco.- Convocatoria a elecciones.- Espíritu de honradez y economía que caracterizó a la Dictadura.- El medio fue hostil a la reforma y al mejoramiento económico.- La industria y el capital estaban sobrecogidos de terror.- La deuda peruana fluctuaba entre 70 y 80 millones de soles.- Revisión de los contratos de guano.- Aumento de contribuciones.- Causas del fracaso.- Se declaran nulos por Canseco los decretos financieros de la Dictadura.

- I -

Una revolución, predicada por un hombre superior, como fue Gálvez, y que tuvo por ejecutores a caudillos como Balta y Gamio y a un guerrero como Mariano Ignacio Prado, no podía haber sido hecha para colocar en la presidencia a un general, que en esos momentos, habiendo representado únicamente la legalidad en la campaña de la Restauración, sólo tenía en su favor para gobernar la República el título de segundo vicepresidente. El movimiento de 1865 tuvo grandes idealismos, y los hombres que tomaron parte en él no lo hicieron —199→ únicamente para derrocar a Pezet y para declarar la guerra a España, sino también para cumplir un plan de reformas y de saneamiento político y económico.

Mi programa ya lo he expuesto -decía el coronel Prado, el 28 de noviembre de 1865, en la proclama que lanzó a la Nación como jefe Supremo Provisional-, y es de todos conocido: la realización de los fines que se propuso la revolución: salvar a todo trance la honra nacional, y extirpar los abusos que han hecho del Perú el patrimonio de logreros y holgazanes... La patria exige imperiosamente que los hombres de bien salgan del indiferentismo y acaso del estupor en que los ha sumido la preponderancia del vicio y de la corrupción.


Los pueblos levantados contra el general Pezet invocaron en sus actos la autoridad del segundo vicepresidente, como el llamado por la ley. Fue por esto que los hombres de la revolución, respetando la voluntad de los alzados, transmitieron al general Pedro Diez Canseco la autoridad suprema que primero en forma transitoria confirieron al Coronel Prado. Con posterioridad, y consumada la revolución, Canseco, en Lima, se encontró en presencia de un dilema de extremos peligrosos, y en la imposibilidad de someterse totalmente a la Constitución o de pasar por encima de ella y de seguir con franqueza el programa de Arequipa, optó por situarse en un terreno que no fue del agrado de los victoriosos. Conociendo el vicepresidente la falsa posición en que se encontraba, por medio de su ministro de la guerra, coronel Balta, convocó a los jefes del ejército. Manifestáronle la casi totalidad de ellos, que el momento era solemne y propio para un gobierno dictatorial. Habiéndose negado Canseco a cooperar en favor de un plan tan radical, resignó el mando supremo y expidió una proclama, en la cual, entre otras cosas, dijo:

Libre ya la República y ocupada la Capital, fue mi deber organizar un ministerio... Traté de gobernar con la —200→ Constitución, y los pueblos han visto mi conducta. Mas el ejército no quiere la observancia de la Constitución, quiere una Dictadura y la discierne a uno de los caudillos del Ejército Restaurador, abandonando todos los principios que debiera sostener y dejándome sin tener quién me obedezca. No he podido, pues, hacer subsistir el imperio de la ley.


Esta nueva revolución que segregó del grupo de los jefes a Canseco, a Balta y a los que no eran del círculo de Prado y de Gálvez, debilitó las fuerzas vencedoras, y más tarde fue motivo de represalias. El triunfo, en lugar de unir, desunió, y la pérdida de estos pocos, pero valiosos cooperadores, no solamente hizo daño al prestigio que necesitaban las nuevas gentes que habían derrotado a Pezet, sino que echó la semilla de una nueva revuelta que fructificó dos años después.

La Dictadura, a cuyo frente se puso el coronel Prado, hizo sentir su resolución inflexible sobre los abusos y las malas leyes. Muchos empleos y oficinas públicas fueron suprimidos. Entre ellos la Dirección de Estudios, la de Correos, las Cortes Superiores de Junín y Ancash, el Tribunal de Alzados, las Secretarías de las Cámaras y buena parte de la gendarmería. Habiéndose hecho el balance fiscal, la deuda del Perú ascendió a 70 millones de pesos.

José María Quimper, como secretario de Gobierno, expuso la situación en los siguientes términos:

El gobierno que se ha inaugurado el día de hoy (28 de noviembre) es y será, en su política, francamente revolucionario. Está revestido de plenos poderes, pero sólo hará uso de ellos para restaurar el honor nacional e introducir las reformas que la situación exija: en lo demás, considera subsistente y en toda su fuerza y vigor el régimen legal de la República...

El estado actual de las cosas no será de larga duración. Conforme a las actas que le han dado origen, el Gobierno convocará oportunamente a elecciones para una Asamblea Constituyente, que dará al país las instituciones que su estado de civilización exige y a la cual someterá el examen de sus actos.


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Resuelto por medio de la Dictadura el problema interno, y habiendo Prado conseguido reunir para el servicio de Secretaría a los hombres más prominentes de la República, se dio principio a la labor internacional, celebrando el 5 de Diciembre de 1865, con Chile, que muy amenazado se encontraba por las fuerzas españolas, un tratado de alianza ofensiva y defensiva. Habiendo conseguido el Perú recibir los elementos bélicos comprados por Pezet, sintiose fuerte y con audacia, no sólo para salvar a Chile, cuyos puertos estaban bloqueados, sino para arrojar a España del continente americano.

Con posterioridad, adhiriéronse a este pacto de alianza el Ecuador, en Enero 30, y Bolivia, el 22 de Marzo. No teniendo los aliados del Perú más que un buque de guerra, la Esmeralda, que perteneció a Chile, fue necesario enviar al Sur en auxilio de esa nación a las fragatas Amazonas y Apurímac y a las corbetas Unión y América. A Cobija se enviaron algunos cañones y también a Guayaquil, con el objeto de hacer imposible la navegación de buques enemigos en las aguas del Guayas. No teniendo la escuadra española fuerzas de desembarco, y habiéndose conseguido mediante la alianza la clausura de la mayor parte de los puertos del Pacífico, la situación se le hizo difícil. Dice Márquez, en su libro La España Moderna:

Desde Magallanes hasta Guayaquil, es decir, en una extensión de tres a cuatro mil millas geográficas, no quedaba un solo puerto donde la escuadra española pudiese abastecerse de elemento alguno de subsistencia o de guerra. La salubridad de los buques; las composturas y reparaciones de maquinarias, cascos, arboladuras y demás elementos de la navegación; el reemplazo de las bajas en tripulaciones y guarniciones; el solaz y desahogo de éstas, indispensables en una campaña tan dilatada y penosa; la inmediación de una base de operaciones; la provisión de víveres y artículos navales; las comunicaciones, todo se había hecho dispendioso, precario, difícil, imposible. Ni el tesoro ni las fuerzas marítimas de España podían —202→ sostener por algún espacio considerable de tiempo una guerra semejante; y lo único posible en su nueva situación era intentar algún golpe de mano que la sacase airosa del terrible conflicto, o ejecutar alguno de esos actos de estrepitosa venganza con que la ferocidad española ha escandalizado tantas veces a la humanidad y llenado de vergüenza a la historia.

La guerra del Pacífico quedaba, pues, virtualmente resuelta por la alianza; y el gobierno del Perú que la había iniciado, coronaba así de un solo golpe la empresa de garantizar la seguridad presente y futura de las repúblicas hermanas. Quedábale únicamente la misión de restablecer el honor de las armas nacionales, alcanzando alguna victoria decisiva sobre las españolas.

La cuádruple alianza se distinguió por su espíritu de generosidad de que cuenta muy raros ejemplos la historia, y que atestigua del modo más elocuente ser digna la nueva generación americana de sus generosos padres los vencedores de Ayacucho y el Callao.

Cuestiones domésticas habían enfriado momentáneamente las relaciones mutuas de algunas de las cuatro repúblicas. Casi todas acababan de discutir sus pretensiones a ciertos límites territoriales, con una vehemencia tanto más difícil de contenerse cuanto más familiares eran aquellas relaciones; hasta que un concurso desgraciado de circunstancias había producido en unos casos la adopción de medidas coercitivas, y en otro caso había inducido a una declaratoria de guerra. Del primer modo habían llegado a dividirse el Perú y el Ecuador, y del segundo modo Chile y Bolivia.

Apenas verificada la alianza del Perú y Chile, y declarada por el primero la guerra a España, pone en olvido el Ecuador cuestiones y quejas, deroga Bolivia su declaratoria, y por un movimiento de espontánea generosidad renuncian todos simultáneamente a cualquiera pretensión de que pudiera resentirse la fraternidad de nuestras nacionalidades y el salvador principio de la unidad americana.

El disputado territorio de Mejillones se divide amistosamente entre las dos repúblicas limítrofes y se convierte en un venero de riqueza para ambas; el puerto de Guayaquil viene a ser un magnífico astillero para la marina sudamericana; y el Perú envía sus cañones a fortificar el Ecuador, y su marina de guerra a reforzar la pequeña pero gloriosa escuadrilla de Chile.

Arrostrando el peligro de un encuentro con el enemigo interesado en impedir la reunión de ambas fuerzas, y que contaba con tan inmensa superioridad respecto de cada una y aun de las dos reunidas, nuestros buques llegaron a reunirse —203→ con los de Chile y pasaron a reparar sus averías y completar sus preparativos de campaña en el fondeadero de Abtao.

Una desgracia inevitable nos ocasionó la pérdida de la fragata «Amazonas» en aquellas aguas, salvándose, sin embargo, la artillería, el armamento y los pertrechos de guerra. Quedó reducida, pues, la escuadra aliada en Abtao a una fragata y dos corbetas peruanas y una corbeta y una cañonera chilenas.

Hallábase ausente la «Esmeralda», lo cual debilitaba todavía más esta fuerza; de manera que entre los cuatro buques no se contaban sesenta cañones.

La «Apurímac» había desarmado su máquina y se hallaba, por consiguiente, al ancla, y en la imposibilidad de navegar, porque también carecía de arboladura. La «Unión» y la «América», faltas de carbón y no preparadas para un combate inmediato, se encontraban casi en el mismo estado. El único buque expedito era «La Covadonga».

En circunstancias tan absolutamente desfavorables, y cuando descansaban los aliados en la creencia de que el enemigo no se atrevería a aventurarse en aquellos peligrosos canales, les fue anunciada la presencia de dos fragatas de guerra, que seguramente no podían ser sino españolas. En efecto: eran la «Villa de Madrid» y la «Blanca», que reunidas montan como cien cañones, y se dirigían hacia el fondeadero con evidente designio de emprender el ataque.

Cupo a la «Apurímac» el honor de romper el fuego y de lanzar contra los enemigos de la patria el primer proyectil mensajero de castigo y humillación. Durante dos horas combatieron las fragatas españolas contra las inmóviles naves republicanas; pero desde el primer momento pudieron convencerse de que tenían al frente a hijos de la América; a valientes como los de Cochrane y Guisse, a patriotas dignos de las glorias de Encalada y de Vidal.

Las fragatas españolas huyeron más o menos destrozadas, empapadas en sangre, dejando en pos de sí numerosos rastros de su derrota, y llegaron con no poca dificultad a Valparaíso. No habrían llegado jamás, si la escuadrilla aliada hubiera tenido posibilidad de moverse; porque de haber podido retirarse el enemigo, habría sido perseguido hasta apresarlo o hacerlo desaparecer.

Presentáronse en Valparaíso las dos fragatas llevando en su misma desastrosa condición el testimonio de su vergüenza y de la superioridad de la marina de los aliados; pues necesitaron muchos días de incesante trabajo para reparar provisionalmente sus averías, como lo presenciaron los buques de los neutrales y la población del puerto.

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Hay un testimonio, todavía más espléndido, de la derrota de los marinos españoles en Abtao: y es el envío de una nueva expedición mucho más fuerte que la anterior, como que formaba parte de ella la blindada «Numancia».

Aguardaban nuestros marinos este nuevo ataque, resueltos a hacer volar la escuadra antes que dejarla caer en manos de los enemigos; pero afortunadamente éstos tuvieron miedo de las corrientes y los arrecifes, de los vientos y de las nieblas, y se volvieron a Valparaíso.


A los pactos de alianza siguió la declaratoria de guerra, hecho que se comunicó a España y a las naciones amigas el 13 de Enero de 1866. Viva la impresión que en el pueblo había causado la conducta de un almirante y de un comisario especial que sorprendieron al país en medio de la paz, que abusaron del nombre sagrado de la ciencia, que recibieron la más franca y leal hospitalidad y que sin embargo en son de guerra ocuparon nuestro territorio, la proclamación de esa declaratoria fue recibida con júbilo. Nadie sabía cómo debía comenzar y terminar esa guerra, sólo se pensaba en vengar la ofensa hecha por los que habían pronunciado la palabra reivindicación, declarando que la paz con el Perú había sido una simple tregua y un paréntesis nuestra independencia.

Como ya el Huáscar y la Independencia hallábanse en viaje al Pacífico, habiendo salido del puerto francés Brest, el 17 de Enero, y como ambos buques unidos a los refugiados en los canales de Abtao podían tomar la ofensiva, Méndez Núñez, que ya había recibido nuevas unidades navales, entre ellas la Numancia, resolvió terminar la guerra en forma que, no pudiendo ser eficaz, al menos fue rápida. En la imposibilidad de volver sobre la escuadra peruano-chilena, inexpugnable por el fondeadero estrecho y lleno de arrecifes que ocupaba en los canales de Abtao, y en la necesidad de descargar los cañones, «como último medio de hacer uso de la fuerza», bombardeó el puerto de Valparaíso, el 31 de —205→ Marzo, habiéndose conseguido incendiar los almacenes fiscales y parte de la población.

Castigado Chile, según la frase de Méndez Núñez, intentó el almirante hacer lo mismo con el Perú. Dice Márquez, en su libro citado:

El 25 de Abril oscurecían el claro horizonte de nuestro puerto principal las densas columnas de humo de la escuadra española. Llegaba conducida por la justicia de Dios a las mismas aguas en que, cerca de medio siglo atrás, una docena de botes independientes apresaron en el centro de otra escuadra española a la fragata «Esmeralda», fondeada bajo los fuegos de tres fortalezas.

Faltaba mucho para que nuestras baterías estuviesen completas, o siquiera en estado de hacer frente al poder de una escuadra que contaba cerca de 300 cañones. Para resistir a una de las fragatas blindadas más poderosas del mundo, sólo contábamos en esos momentos con dos pequeños torreones blindados que montaban cada uno dos piezas de calibre de 300, y aun éstas no se hallaban colocadas a la manera que en los monitores, donde el cañón y el artillero se encuentran completamente defendidos por la torre. En los nuestros se habían montado los cañones en una plataforma sobre el torreón: de modo que estaban en barbeta y los artilleros se presentaban enteramente a cuerpo descubierto, teniendo que servir de blanco a la artillería enemiga. Otras cuatro piezas de calibre de 450, montadas sobre el terreno y sin fortificación alguna, completaban toda la gruesa artillería, principal defensa del puerto. El resto de las baterías constaba casi en su totalidad de cañones de a 32, y había, en fin, en el fondeadero un diminuto monitor con una pieza de a 80, un pequeño vapor blindado con una pieza de a 100 y otra de 68, y dos cañoneras de madera que entre ambas montaban 4 piezas de pequeño calibre. Poco más de cincuenta cañones sin ninguna fortificación propiamente dicha era toda la resistencia que necesitaban vencer los españoles. Y hay que tomar además en consideración que siendo las piezas de grueso calibre las de más moderno invento, no era posible que las manejaran nuestros artilleros con la necesaria destreza o al menos con mediana facilidad.

El gran duelo entre el Perú y España moderna principio el 2 de Mayo a las doce del día.

Veía el jefe de la escuadra española que nuestras baterías no estaban protegidas por fortificaciones, y que los dos torreones blindados no defendían ni a los cañones ni a los artilleros, —206→ que quedaban completamente descubiertos. Pareciole, por consiguiente, un verdadero imposible que los peruanos se sostuvieran más que algunos minutos en semejantes posiciones, contra el fuego de una escuadra de 300 cañones que debían barrer toda la playa. Para hacer más rápido y completo su triunfo, prefirió acercarse a la menor distancia posible; obteniendo así toda la seguridad de las punterías y todo el efecto de los fuegos que necesitaba para apagar en pocos momentos nuestras baterías. Avanzó a toda máquina y atravesó con gran velocidad el espacio en que, según su cálculo, era evidente que recibiría los disparos de nuestros cañones de grueso calibre, sin facilidad para contestarlos. Debió ser, pues, una sorpresa tan grande como halagüeña para él observar que nuestra artillería permanecía en silencio. Si hubiese podido comprender la verdadera significación de este hecho, se habría aterrado; porque era evidente que al dejar aproximarse al enemigo cuanto quisiera, se demostraba la resolución de combatir con él a muerte, y de no renunciar a la victoria sino junto con la vida. Alucinado desde el principio por los motivos ya expuestos, no pudo valorizar nuestro silencio y continuó avanzando hasta tomar posiciones toda la escuadra a gran proximidad de tierra.

Rotos los fuegos por la «Numancia», fueron inmediatamente contestados por el torreón de la Merced, donde se hallaba el secretario de guerra, y en pocos momentos se hizo general el combate en toda la línea.

Antes de una hora fue puesta fuera de combate por el torreón del Norte la «Villa de Madrid» que tuvo que ser remolcada fuera del puerto. Poco después la siguieron otras dos fragatas en igual condición, y se vio a la «Berenguela» hacer señales. Estaba yéndose a pique.

Las dos primeras horas de combate probaron al enemigo cuánto le faltaba de pericia y serenidad para poder luchar con los defensores del Perú, nivelando con las de éstos sus fuerzas, a pesar de sus 300 cañones y de su fragata acorazada. La escuadra estaba ya terriblemente averiada por nuestros proyectiles, y el servicio se hacía a bordo con tal atolondramiento, que tan pronto pedía auxilio una fragata creyéndose ya perdida, como se retiraba otra a apagar el incendio que había estallado a su bordo, o como variaba el plan de ataque, disparando, ya no contra las baterías, sino contra los almacenes de depósito de mercaderías extranjeras, y contra los edificios, hogar de las familias. Los insignificantes daños causados en éstos por los fuegos españoles, prueban la turbación y desorden que se había introducido en sus buques; pues sería imposible explicar de otra manera que en una ciudad de 30,000 —207→ habitantes fabricada en la orilla del mar, y a una distancia de 500 o 600 metros, las baterías de las fragatas no hayan podido hacer en cinco horas de combate más estragos que los que pueden repararse con un gasto de tres a cuatro mil pesos. Evidentemente había la más completa desmoralización y el más profundo abatimiento en toda la escuadra.

La única excepción fue la «Blanca», mandada por un mejicano de nacimiento. Esta fragata combatió intrépidamente y bien, hasta que la derrota de la mayor parte de la escuadra la obligó a retirarse del puerto.

Gracias a la cortísima distancia en que se había colocado, y mientras la «Numancia» barría con su metralla toda la orilla del Sur, pudo lanzar una bomba contra el torreón de la Merced, que fue rechazada por el blindaje. Una segunda bomba del mismo buque cayó entre los dos cañones, inflamó unos saquetes de pólvora, y produjo la terrible explosión en que perecieron el secretario de guerra y tantos otros valientes, honor y gloria del Perú!!

Desde ese momento perdieron las defensas del Sur su principal fuerza; mas a pesar de esto y de que la batería de la mar brava no podía hacer fuego por la posición que ocupaba, se sostuvo sin desmayar el combate; y fueron sus cañones los últimos que dispararon sobre el enemigo derrotado y en fuga.

Acribillada, inundada de sangre, cargada de muertos y heridos, mutilada, humillada para siempre, sin haber podido desmontar un solo cañón, sin apresar o destruir siquiera un bote peruano, o demoler una sola choza del Callao, la escuadra española huía a guarecerse a una isla desierta no pudiendo quedarse en el campo del honor!

Diez días permaneció en la Isla de San Lorenzo reparando los estragos causados por los proyectiles, abriendo sepulcros para las doscientas víctimas que sacó del combate, curando a sus numerosos heridos, y disponiéndose a abandonar las aguas del Pacífico.

La escuadra española no se atrevió a renovar el ataque. Desvanecida su primera ilusión de que no resistirían los peruanos con sólo 50 piezas y sin fortificaciones, adquirió la conciencia de su inferioridad y tuvo miedo. Se apresuró a huir, porque ya era tiempo de que llegase de Chile la escuadra aliada reforzada con los blindados peruanos «Huáscar» e «Independencia», y tuvo miedo de ser apresada por ella.


El fracaso diplomático y económico de España llegó a su culminación en el combate del Callao. De nada le sirvieron —208→ los once buques y sus 300 cañones. Cuatro horas y tres minutos de bombardeo, en las que tres fragatas quedaron malamente averiadas, evidenciaron su impotencia. No habiendo podido reducir a cenizas el Callao, como había prometido hacerlo Méndez Núñez, ni apagar un solo instante el fuego de sus baterías, se impuso la fuga y con ella la renuncia al cobro de lo que debía el Perú a la que fue su Metrópoli, por concepto de la guerra emancipadora. Por la fuerza se pretendió cobrar lo que con arte diplomático, sin insolencias ni desplantes guerreros, hubiera pagado el Perú, tal vez no en su totalidad, pero sí en transacción en muy buena parte. Usó de la fuerza y sólo obtuvo la derrota material y, lo que fue más grave, el desastre económico. Ya hemos dicho que la cuestión española a nosotros nos costó algo que fluctúa alrededor de 25 millones de soles, y en el terreno político la caída de un hombre bueno y de prestigio como fue Pezet, el destierro de Castilla y la alteración de la paz. Lo que sí no hemos dicho, es que entre este cúmulo de males que España causó a nuestra nacionalidad en su política interna, estuvo el encumbramiento de hombres nuevos en forma inadecuada a la evolución, hombres que fueron superiores, pero todavía sin experiencia ni vínculos en la opinión y que en forma violenta fueron elevados a un plano político para el que no estaban preparados. Para colmo de desdichas, el que en esos días valía más de todos ellos, y tal vez el único que no solamente tenía historia política sino también méritos reconocidos murió en la torre de la Merced, pocos momentos después de comenzado el combate del Callao con la escuadra española. José Gálvez, bizarro patriota, infatigable, inteligente, fue el primero en el peligro como también el primero en el consejo de los ministros dictatoriales. Orador, legislador, hombre de profundas convicciones y de indomable energía, por sus méritos y lealtad estaba llamado —209→ a dar vida al gobierno de que formaba parte. La muerte le cerró el paso en los momentos en que comenzaba su obra. Fue el más firme sustentáculo de la Dictadura y la más lisonjera esperanza del porvenir. Si Gálvez no hubiera muerto, con toda seguridad hubiera sido el sucesor de Prado si la revolución de Castilla y después la de Canseco no hubieran perturbado la paz, lo que tal vez él hubiera evitado. Algo que también debió corresponderle y que su muerte impidió, fue la creación del partido civil, en 1871, labor que con otro título hubiera realizado, llevando a Pardo como segundo jefe de la agrupación política y como obligado sucesor para el término del período presidencial que en 1872 hubiera correspondido a él, José Gálvez.

Juan de Arona, que le conocía bastante, dijo al día siguiente de su muerte:

El Perú, el país de los candidatos, acaba de perder la única esperanza que le quedaba. Las ráfagas asoladoras de los cañones enemigos se lo han llevado, cuando como simple soldado combatía al pie de los de su patria. El Jefe Supremo de la República se encuentra solo. Su secretario, su amigo, su compañero, lo ha abandonado. Alejandro ha perdido a Ejestion; y entre las notables cabezas que le rodean ninguna se sobrepone lo bastante para llenar dignamente el puesto que Gálvez deja vacante en su trágica muerte. El coronel Prado es el único caudillo, el único candidato del Perú. Él solo resume toda la atención, todas las simpatías; pero también se halla solo bajo el peso de los compromisos; y en los futuros acuerdos de su Gabinete, no mirará junto a sí al militar, al hombre de Estado, al César de la Asamblea.


Retiradas las fuerzas españolas del Pacífico, y habiendo entrado la guerra en un forzoso período de tregua, Prado, que ya no tenía ningún motivo para prolongar la Dictadura, convocó un Congreso Constituyente. Instalado éste, el 13 de Febrero de 1867, de muchos cosas se ocupó, entre otras confirmar la reforma de Hacienda, discutir y aprobar una nueva constitución y elegir un Presidente Provisional —210→ de la República, elección que, dadas las circunstancias políticas de la República, no pudo recaer en otra persona que en la del mismo Prado.

- II -

Catorce meses de gobierno dictatorial habían puesto al régimen inaugurado el 6 de Noviembre en situación penosamente contraria. Cosa bien anodina sucedió por esa época de 1867, no habiendo sido el mal ni los abusos de la autoridad los que ocasionaban el descontento general, sino el bien, que en esta vez fue puesto de manifiesto en propósitos de sanas y provechosas reformas. Demasiado nuevos, sin ninguna experiencia en el manejo de la política y de la administración, las pocas gentes que acompañaron a Prado, acometieron una labor superior a sus fuerzas, la que sin ser inoportuna, que nunca el hacer el bien está fuera de tiempo, encontró resistencias en la burocracia oficial y en los consignatarios y especuladores. No tuvo la reforma el apoyo popular, ni unidad de propósitos en el Gabinete. Faltó en él la homogeneidad de miras que la hizo compacta e invencible en los días peligrosos que precedieron al dos de Mayo. Esta homogeneidad amainó cuando la escuadra española dejó el Pacífico.

Comenzaron las resistencias con las prisiones que se ejecutaron a raíz del triunfo y con los actos ejecutados por lo que se llamó la Junta Central, tribunal sin apelación, creado ad hoc para juzgar los delitos de traición, defraudación, etc., cometidos por los hombres del gobierno anterior. Siguió a esto la hostilidad con que se trató a los generales y jefes del ejército de Pezet, a quienes se dio de baja después que se les borró del escalafón militar. El descontento de aquellos militares llegó a su colmo cuando se vio la forma agresiva como fueron perseguidos algunos de ellos en el —211→ deseo de que reintegraran los sobrantes de las cajas de los cuerpos.

Con igual severidad se procedió contra todos aquellos que vivían de pensiones contra la ley, pensiones anteriormente concedidas por los gobiernos. Se redujeron notablemente los sueldos de los indefinidos y jubilados, se suprimieron las cesantías, se echó de las oficinas a los que con el nombre de agregados o supernumerarios eran verdaderos parásitos del Tesoro Público. Se dio orden a los jefes de Aduana para suspender a los empleados que faltaran a sus deberes y se combatió en forma eficaz el contrabando.

Se intentó establecer la reforma judicial, y hubo gran empeño en desenterrar de los archivos las pruebas de los fraudes cometidos en los contratos fiscales o municipales celebrados en los gobiernos anteriores. Para esto último y para otras determinaciones se nombraron diversas comisiones y se tomaron acuerdos justos en mayor parte, inconvenientes o mal calculados algunos pero dictados todos con muy sanas intenciones, que ocasionaron un cúmulo de resistencias. El cobro de las contribuciones las provocó aún más, a pesar de que todos estaban convencidos de que la riqueza pública debía soportar las cargas del Estado. Agréguese a esto la difícil situación en que se colocó el Gobierno, no habiéndole sido posible complacer a gran número de militares de su propio partido, todos ellos muriéndose de hambre y pidiendo acomodo y sueldo. Todo esto sucedía, porque no solamente había el deseo de moralizar y cumplir un plan de economía, sino porque la situación fiscal era pavorosa.

Prado, en su Mensaje al Congreso, el 15 de Febrero de 1867, hizo una pintura exacta de la situación, lo que corrobora en parte cuanto hemos dicho. Son de ese mensaje los siguientes acápites:

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Fiel a mi patria y a mi palabra, cumplo ahora con el deber de patriota y de republicano, deponiendo ante Vuestra Soberanía esta insignia del poder dictatorial que por catorce meses he ejercido... La reforma ha herido al parecer a todas las clases sociales; y como la miseria del hombre lo induce a preferir su interés al bien público, natural es que el gobierno choque con todos los embarazos del egoísmo.

Contra mi Gobierno están los hombres y las mujeres que sin derecho vivían del Tesoro; el ciudadano que desconoce la necesidad del impuesto; el militar que se ve sin colocación o sin ascenso y por último un partido que conspira.


La cuestión internacional, después del dos de Mayo, entró en un período de calma que duró algunos meses y que no vino a alterarse sino cuando se supo que la escuadra española estaba dividida. Pensose entonces seriamente en vista de esta circunstancia emprender contra ella operaciones agresivas, idea que fracasó por el nombramiento del almirante Tucker y de otros marinos norteamericanos para puestos de importancia en la marina.

- III -

La vuelta al Perú del Mariscal Castilla y su presencia en Lima en aquellos días de intranquilidad pública, o sea en los primeros meses de 1867, causó en el Gobierno fundada desconfianza. Obligado el expresidente a salir nuevamente para el extranjero y a radicarse en Valparaíso, en este puerto preparó la expedición que salió de Caldera, y que a sus órdenes y provista de un buen material de guerra desembarcó en Mejillones, de Bolivia, el 16 de Mayo. Con la celeridad propia de su genio guerrero, muy pronto invadió el territorio nacional, y como su presencia fue la señal para que algunos pueblos del Sur se levantaran, el Gobierno mandó a Moquegua una división, comandada por el coronel Ugarteche. Sucedía esto en momentos en que todavía la calma no reinaba en Ayacucho, Cuzco, Moquegua y Puno, —213→ y cuando en la capital no se habían reanudado del todo las buenas relaciones entre los altos poderes públicos. Hubo algo más grave en esos días, y fue la existencia de una prolongada crisis ministerial, y la falta de dinero, no sólo para pagar los gastos extraordinarios que la situación demandaba, pero ni aun para atender a los gastos normales, faltando al Gobierno autorización necesaria para proporcionárselos.

Hallábase todo preparado para el triunfo de la nueva revolución, cuando la muerte de Castilla, en Tiviliche, cerca de Tarapacá, el 30 de Mayo, ahogó en su cuna el movimiento acaudillado por él. Beingolea, Gutiérrez y otros de sus subordinados tuvieron que rendirse al coronel Zapata, prefecto de Moquegua, y la mayoría de los descontentos pusiéronse al amparo de la amnistía conferida por el Congreso.

Profunda y general fue la consternación que la noticia del suceso causó en Lima, no precisamente por la suerte de la revolución, sino por los altos méritos del general Castilla, por el prestigio que le daban su genio militar y su buena suerte en los campos de batalla. Sentidas fueron las necrologías dedicadas a su memoria. En todas ellas, con profunda gratitud recordáronse los días en que con su espada rompió la cadena del negro, el yugo del indio, como también los hechos de haber suprimido el cadalso político y haber impuesto la libertad de la prensa.

Uno de los números de El Peruano, del año de 1868, dijo con motivo de su muerte lo siguiente:

Al terminar su brillante carrera el Segundo Libertador del Perú, el infortunio que fue siempre la corona del heroísmo, le sometió a duras pruebas de que salió acrisolado. Sería poca cordura tocar hoy llagas que están brotando sangre; antes interesa no pensar en ellas para no exasperar los males de la situación harto graves de suyo. Mas séanos permitido contemplar por breves instantes, al héroe agonizando en defensa de —214→ las libertades públicas, y consagrándoles toda su actividad hasta el último suspiro.

Cuando por largos sufrimientos le eran indispensables el reposo del cuerpo y la tranquilidad del alma para conservar la vida, solicitado de todas partes, se embarcó Castilla en Caldera en 12 de Mayo de 1867 a bordo del «Limeña» que conducía mil rifles; el 15 por la noche los hizo desembarcar en la caleta de Mejillones; en la tarde siguiente salió, escoltándolos para Tarapacá, sin arredrarse por la proximidad de las imponentes fuerzas que le perseguían, y en la tarde del 18 era recibido con entusiasmo en su tierra natal, habiendo recorrido veintiocho leguas en menos de cuarenta y seis horas, sin detener sus rápidas operaciones, aunque en la segunda jornada, queriendo apearse del caballo, cayó de costado, a causa de su gran debilidad, con el pie izquierdo pendiente del estribo.

En la noche del día 19, sabiendo que el enemigo se acercaba, hubo de destacar una fuerza de observación y marchar a la sierra para salvar la maestranza, de antemano enviada a Libaza. La penosa subida de la Cabecera, los rayos de un sol abrasador, el rápido cambio de clima, el insomnio, la falta de alimentos, la reproducción de una peligrosísima fiebre, su fatiga habitual y las angustias del soroche, le hicieron sufrir en extremo el día 20; a la mañana siguiente montó a caballo sin esperar la escolta, diciendo que un momento más en aquel pueblo le costaría la vida. Aunque sintió algún alivio el 22, se vio obligado el 23 a medicinarse por la gravedad de su estado. El 24 fue a apoyar su fuerza de observación, y sabiendo los pronunciamientos de Arica y Tacna, dirigió al Prefecto una nota de rendición. El 25 hubo de trotar treinta leguas en marcha y contramarcha, a fin de no comprometer en desigual combate una causa que la opinión principiaba a apoyar de una manera tan decidida. Esfuerzos tan superiores a su abatida organización le obligaron a descansar algunas horas en Tarapacá, y continuando su retirada desde el amanecer siguiente, hubo de meterse en una cama al llegar a Pachiza a las siete de la mañana. Tres días pasó allí sometido a una medicación debilitante, esforzándose en vano por comunicar a su cuerpo cadavérico el vigoroso impulso de su espíritu incontrastable.

Llamado con urgencia por los de Arica que, amagados por el ejército enemigo, sólo de su presencia esperaban la victoria, cobró bríos maravillosos por solo el poder de su heroica voluntad; dio a sus columnas las órdenes convenientes y se puso en marcha a las cinco y media de la tarde del día 29, y después de caminar toda la noche descansó en Camiña, poco más de dos horas, en la mañana del 30.

—215→

Al emprender su última jornada, sintiéndose casi sin poder para tenerse sobre el caballo, exclamó con la mente elevada al Todopoderoso: «Señor: un mes más de vida y habré hecho la felicidad de mi patria. No, algunos días más». Sus sufrimientos eran extremos. A las cinco leguas de marcha las fatigas de la agonía le forzaron a bajar del caballo y tomó un poco de agua. Volviendo a montar un cuarto de hora después, casi sin aliento, se sintió desfallecer muy cerca de Tiviliche y dijo a su sobrino D. Eugenio Castilla: «Cuidado, no te separes de mi lado, porque me muero»; a pocos instantes se hizo apear exclamando: «Ya no puedo más», y expiró recostado sobre el pecho de su ayudante. La noticia de su muerte sofocó aquella revolución que con sólo tenerle a la cabeza estaba segura del inmediato triunfo. ¡Tan poderoso era el ascendiente que sobre amigos y enemigos ejercía el genio de Castilla!


Entre los hechos adversos que provocaron la infelicidad nacional que ya había comenzado y que después llegó a su culminación en 1879, ninguno tiene la gravedad que significó para el Perú la muerte de Castilla en el momento en que el deseo de verlo en el gobierno como primer magistrado de la Nación, fue un anhelo general. En esos días nadie como él reunió las ya probadas condiciones de experiencia, de prestigio y de sabiduría en el arte del gobierno que siempre le fueron inherentes.

La situación del Perú por esos años era excepcional, no tanto por la sagacidad y firmeza que exigían los problemas interno y económico, cuanto por los asuntos internacionales americanos, entonces complicados a causa de la voracidad chilena y su continuada conquista del litoral boliviano. Si el guano había despertado en el Perú el deseo de vivir única y exclusivamente de él, en Chile y en Bolivia las covaderas que pertenecían al pueblo del Altiplano, y junto con ellas al salitre y las minas de plata descubiertas en el desierto de Atacama, mantenían a nuestros vecinos del Sur en una lucha que en el orden político y económico repercutía en el Perú. Un hombre como Castilla hubiera afrontado resueltamente la dificultad, —216→ y su intervención hubiera dado al problema de límites chileno boliviano estabilidad y garantía. No hay que olvidar que por aquellos años la escuadra peruana era superior a la de Chile. Teniéndose esta ventaja, nuestros hombres públicos dejaron a Melgarejo a merced de los diplomáticos de Santiago, diplomáticos que jugaron con él como se juega con un fantoche. La acción del Perú en esos tiempos fue nula, y sólo muy tarde sus estadistas se dieron cuenta de lo que valía la riqueza del litoral boliviano. Castilla, tal vez el único de nuestros hombres públicos que conocía esa riqueza y las tendencias de Chile y que por esos años con mirada de águila hubiera visto el peligro que se avecinaba, con toda seguridad, hallándose al frente de los destinos nacionales, con mano de hierro hubiera resuelto la dificultad del Sur, evitando la guerra que posteriormente vino. Así decía: «Si Chile tiene dos buques, el Perú debe tener cuatro».

Nada más triste en América y de mayor peligro para el Perú que la situación política e internacional de Bolivia en los años que comienzan en 1864. Casto Rojas, en su célebre Historia Financiera, la describe así:

Entre la guerra de secesión de Estados Unidos y la guerra franco prusiana, hubo una gran actividad económica en el mundo. Era justamente el período próspero intermediario entre las dos crisis comerciales de 1864 y 1873.

A la natural influencia que ejerció ese período en la marcha económica de los países nuevos de esta parte de América, se unieron factores locales de primer orden, contribuyendo a dar mayor importancia a su desarrollo.

La explotación del guano había creado para el Perú una situación de opulencia fantástica. Bolivia, no sólo aprovechaba de la atracción de capitales que ejercía la república vecina con sus contratos de guano, sus empréstitos cuantiosos y sus rumbosidades de todo género, sino que, a su vez, poseía riquezas extraordinarias en minerales y guanos que también atraían a negociantes y capitalistas ávidos de rápidas fortunas.

—217→

El descubrimiento de las guaneras de Mejillones que despertó la codicia chilena y trajo la primera invasión del litoral boliviano, acentuó en forma decisiva la actividad económica de la época.

A los modestos contratos del año 1842, siguieron las grandes negociaciones de Myers Bland & Co., López Gama, Armand Meiggs, etc. etc., y vinieron después en otra esfera, las proposiciones de Church, Piper, Torretti, los contratos de ferrocarriles, las concesiones bancarias, los empréstitos de LaChambre, Concha y Toro, los privilegios de Durrels y demás combinaciones financieras.

Esta grande actividad económica, nueva en el país, coincidió, por desgracia, con el gobierno menos capacitado para encauzarla y obtener de ella los mayores beneficios en favor del progreso nacional.

No parece sino que adrede se hubiera colocado a la cabeza de la República precisamente a Melgarejo para malbaratar todas las fuentes de riqueza que en aquel momento brotaban espontáneamente del privilegiado suelo boliviano.

Era cuando más se necesitaba de la nerviosidad progresista de Ballivián o de la ambiciosa testarudez de Santa Cruz, o de la rigidez despectiva y avasalladora de Linares.

Achá con qué tranquilidad de espíritu y su ecuanimidad de buen señor, se habría visto tal vez abrumado por el peso de la situación.

Mas con Melgarejo ocurrió justamente lo contrario. Él fue quien abrumó a la situación...

Mucha parte de la actividad financiera del «sexenio» se debió, sin duda, a la extraña psicología del gobierno, que no a causas económicas fundamentales. Los aventureros del negocio fácil y espléndido vinieron atraídos por las prodigalidades de un gobierno de opereta, con quien era fácil tentar las más audaces combinaciones. Sólo así se explican negocios y propuestas que no se presentarían en una situación normal y por gentes que se estiman.

Las tiranías ofrecen ancho campo para las especulaciones, y no hay régimen tiránico que no tenga sus favoritos.

Hay dos fuerzas diametralmente opuestas que aparecen obrando en todos los actos del gobierno de Melgarejo. Por un lado es el progreso moderno que impone sus métodos, sus grandes empresas, sus combinaciones audaces. Por otra parte, es la acción del medio, la situación de fuerza, la rudeza del soldado, la extravagancia cerebral, que determinan y caracterizan los actos.

Y de esta doble solicitación de fuerzas, se derivan en lo económico y financiero los errores más estupendos, las especulaciones —218→ más dudosas y también las más acertadas combinaciones.

No hay nada pequeño durante el período que vamos a estudiar en su aspecto financiero. Es el período más raro, menos estudiado y más contradictorio. Los errores son garrafales; no los hay pequeños; las audacias son temerarias; no las hay mayores. Todo parece agrandado y deformado como en una noche de fiebre.

Hay contradicciones como éstas:

Se decreta la pena de muerte contra los monederos falsos, y es el gobierno quien impunemente falsifica la moneda nacional.

Se quiere mejorar la acuñación monetaria, adquiriendo maquinarias modernas, y se contrata con un especulador que propone acuñar moneda de curso forzoso con la mitad de la ley corriente para regalar después la maquinaria al Estado.

Se trata de fomentar el progreso agrícola del país, y se confiscan los bienes de los indígenas para venderlos en baratillo a los amigos del gobierno.

Hay temeridades como éstas:

Se nombra ministro de hacienda al ciudadano chileno Aniceto Vergara Albano, y como el buen sentido aconsejara la renuncia, se le nombra Ministro Plenipotenciario en Chile para que negocie un empréstito.

A Meiggs se le hace dueño de todas las riquezas del litoral a cambio de un empréstito de cuatro millones de pesos que podía entregar en obligaciones suscritas por él mismo.

A Piper se le promete la cuarta parte de la Nación para que colonice, y se le concede el privilegio de navegación de todos los ríos.

De otro lado, existen, aunque pocas, medidas acertadas como éstas:

Se autoriza en condiciones satisfactorias el establecimiento de los primeros bancos de emisión y de hipotecas.

Se implanta el sistema métrico decimal.

Se adoptan nuevas bases rentísticas.

Se decreta la reforma monetaria en términos racionales y definitivos.

Y, por último, en medio de una aparente opulencia, el gobierno nunca pudo cubrir los sueldos. Alguna vez los pagó en remate público, y vivió descontando el porvenir.

A su caída el país quedó en la quiebra más espantosa.

Esta quiebra quiso reparar la Asamblea de 1871 y Ballivián puso después en ello todo su noble empeño; pero vino Daza, y la quiebra fue liquidada sólo en 1879 por mano de Chile.

—219→

El conflicto creado por la ocupación chilena de Mejillones al que la dignidad boliviana respondió con el casus belli afrontado por la Asamblea de 1863, se resolvió durante el gobierno de Melgarejo mediante el tratado de 1866, cuyas estipulaciones financieras merecen anotarse como antecedente necesario al estudio de las negociaciones de empréstitos, ferrocarriles, guanos, salitres, minas, etc., que se relacionan con el litoral boliviano de 1879.

Fijado el paralelo 24º como el límite que en adelante separaría a las repúblicas de Bolivia y Chile, se estableció «no obstante la división territorial estipulada», la repartición, por mitad, de los productos provenientes de la explotación del guano de Mejillones y de los demás depósitos que se descubrieren en el territorio comprendido entre los grados 23 y 25, como también los derechos de exportación de minerales cobrados en el territorio citado.

Se obligó Bolivia a habilitar el puerto de Mejillones, por donde se exportarían libres de derechos los productos del territorio comprendido entre los 24º y 25º, y se internarían en la misma forma los productos chilenos.

De las recaudaciones líquidas de la aduana de Mejillones, se deduciría un 10 % para indemnizar a los industriales perjudicados por la suspensión de trabajos que decretó el gobierno de Chile en febrero de 1863. La indemnización fue fijada en 80,000 pesos.

No interesa a la índole de este trabajo el recordar los antecedentes y los medios de que la diplomacia chilena se valió para obtener ese tratado, que ciertamente no hace honor a los que en él cifraron un éxito. La historia política se ha encargado de calificar ese pacto, y un notable escritor chileno, el señor Valdés Vergara, hablando del gobernante boliviano a quien cupo la triste celebridad de aprobarlo, dice lo siguiente: «Melgarejo fue un gobernante de carnaval, cuyos actos harían reír si, a veces, no hubiesen sido sangrientos, y si el escenario de ellos no hubiera sido un pueblo desgraciado, muy digno de mejor suerte».

Pues bien, el gobierno de Chile hizo de este tiranuelo grotesco su aliado personal; con él pactó el tratado de límites de 1866 y ante él acreditó un Enviado Extraordinario y Ministro Plenipotenciario, que pronto fue su confidente y su amigo. Cuando este diplomático puso término a su misión de ministro de Chile en Bolivia, Melgarejo tuvo la peregrina idea, propia de su cerebro descompuesto, de nombrarle ministro de hacienda, y como él no aceptara ese cargo, le acreditó en el carácter de Enviado Extraordinario y Ministro Plenipotenciario de Bolivia y Chile. ¡Y admírese hoy el país!, el gobierno —220→ de Chile, prestándose a ser actor en la comedia, recibió a ese personaje chileno en tal carácter y siguió tratando con él de nuestras cuestiones con Bolivia.


No fue menos grave para el Perú el acuerdo tomado en el año de 1867 por los representantes de Don Pedro II y de Melgarejo, para el reparto con gran beneficio del primero y notable detrimento de nuestros territorios amazónicos, de lo que Portugal cedió a la Corona de Castilla y por consiguiente al Virreinato del Perú en 1777.

Castilla no se hubiera limitado a la simple protesta de Cancillería que el gobierno del Perú hizo en 1867. Con más energía y eficacia hubiera conseguido modificar la línea pactada Yavary-Madera. Dice Casto Rojas acerca de ese tratado:

Al gobierno de Melgarejo corresponde también la celebración del primer tratado de límites y comercio con el Imperio del Brasil. Suscrito en La Paz, el 27 de marzo de 1867, fue aprobado por ley de 17 de septiembre de 1868.

Sus principales estipulaciones, que pueden interesar a la historia económica y financiera de Bolivia, consisten en lo siguiente:

Ambos países se reconocen el libre tránsito y el Brasil permite, como concesión especial, que sean libres para el comercio y navegación mercante de Bolivia, las aguas de los ríos navegables hacia el Atlántico, concediendo Bolivia en reciprocidad la libre navegación de todos sus ríos.

Mientras de un lado se permitía el derecho de pasaje al mar, del otro se abrían todas las puertas sin restricción.

La navegación del alto Madera, a partir de las cachuelas de San Antonio, sólo debía permitirse a las dos naciones contratantes.

El Brasil se comprometía a conceder a Bolivia el uso del camino que llegara a formar desde la primera cachuela del Madera hasta la de San Antonio.

En cambio de estas célebres concesiones, Bolivia cedió sus derechos territoriales en más de 100,000 kilómetros cuadrados.


Dos cosas más hubiera hecho Castilla, siendo como era un hombre público genial, si por no haber muerto en Tiviliche —221→ la Presidencia le hubiera sido concedida en los años de 1868 a 1872. Hubiera cimentado sobre mejores bases el problema económico del Perú, y a la hora de la sucesión hubiera sabido respetar la opinión pública, encaminada por nuevos elementos hacia los gobiernos civiles.

- IV -

El 11 de Septiembre de 1867 fue jurada la nueva Constitución. Prado pasó de Presidente provisional a Presidente constitucional, y con excepción de Arequipa, los pueblos del Perú juraron la nueva Carta. Rebelada la ciudad del Misti contra ella, puso en vigencia la de 1860 y de acuerdo con sus estipulaciones confirió a Canseco, segundo vicepresidente, la autoridad que negó a Prado. Secundó Balta en el Norte el movimiento insurreccional del Sur, y viéndose Prado cogido entre dos fuegos, envió a Chiclayo al coronel Mariano Lino Cornejo, y él, personalmente, al frente de sus mejores tropas, salió para Arequipa, ciudad a la que puso sitio.

Calificada la nueva Constitución por los enemigos de Prado, de impía, antisocial y contraria a la religión, a causa de que en ella se declaraba libre la enseñanza, su texto fue quemado en Arequipa, cabalmente en los mismos tabladillos levantados para solemnizar la jura. Iniciaron el movimiento doscientas señoras, y lo que comenzó por una protesta terminó en el mismo día por un sangriento combate entre el pueblo y las fuerzas del Gobierno, refugiadas en los cuarteles. Días después el prefecto, Ginés, fue asesinado y el resto de las tropas gobiernistas no derrotadas se rindió a la revolución. Cuando Prado llegó a las inmediaciones de Arequipa, la ciudad era impenetrable. El sitio y el bombardeo poco intimidaron a los sitiados, quienes contaron para la resistencia con la ocupación del Cuzco y de Puno por gentes de su propio partido y con el auxilio de numerosas partidas, —222→ entre ellas la del general Segura, que hacían la lucha del merodeo en torno de las fuerzas del Coronel Prado.

No procedió el Gobierno con la celeridad que el ataque exigía. Cuando el asalto se hizo en forma definitiva, el 27 de Diciembre, ya las tropas habían perdido buena parte de su moral. Rechazados por los sitiados después de haber arrojado 3.000 bombas sobre la ciudad, viose Prado en la necesidad de retirarse sobre Islay. De allí pasó a Lima, y habiendo sido recibido con alguna hostilidad, el 6 de Enero entregó el mando supremo al alcalde de la ciudad y ese mismo día se embarcó para Chile.

La revolución iniciada en Arequipa duró cuatro meses. Fue sangrienta y costosa, siendo cosa bien peregrina el hecho de que ella tuvo por causa ostensible la exigencia de una Constitución, que si uno de los combatientes negábase a jurar, el otro se hallaba en la imposibilidad de cumplir. En un opúsculo anónimo, atribuido a Quimper, díjose de la revolución de esa época:

En este país donde nada hay más ilógico que la política, vemos hoy el fenómeno de dos ejércitos próximos a destruirse por una constitución que ninguno de ellos quiere y que el uno no ha aceptado y el otro quebranta a todo instante. Ésta es la parte dorada de la cuestión, pero si se levanta el oro, lo que se descubre es personas que se disputan el poder, y que son sostenidas, las unas por los que hoy disfrutan de las rentas nacionales y las otras por las que a la entrada de éstos al mando perdieron ese derecho.


Balta, que había derrotado a Iglesias en Cajamarca y que con valor resistió el sitio que se le puso en Chiclayo, derrotó al fin a las fuerzas del Gobierno el 7 de Enero de 1868.

Con posterioridad a esta fecha, o sea el 22 del mismo mes, el vicepresidente Canseco organizó en la capital su nuevo Ministerio, y con él continuó el gobierno iniciado en el Sur. Habiendo tenido concepto claro de la situación política —223→ y convencimiento de que sólo la paz le daría prestigio, abstúvose de perseguir a sus adversarios. Ninguno fue expatriado ni sometido a juicio. Su magnanimidad llegó hasta los hombres que acompañaron a Pezet, muchos de los cuales, teniendo garantías, regresaron al país, entre ellos el general Vivanco. No sólo fueron desconocidas la autoridad de Prado y la del Congreso, sino también declarado nulo y sin valor cuanto uno y otro hicieron en la labor administrativa. Hecho esto, y de acuerdo con la Constitución de 1860, Canseco convocó a los pueblos para que eligieran un nuevo presidente, y junto con él a los senadores y diputados que debían formar el nuevo Congreso. Reuniose este Congreso el 28 de Julio de 1868, habiendo sido su primer acto confirmar la elección popular hecha a favor del coronel Balta.

- V -

Estuvo caracterizada la Dictadura en el orden financiero por un espíritu de honradez, de economía y por anhelos tendentes al incremento de las rentas públicas. Jamás ningún gobierno anterior afrontó con más energía el problema de las finanzas, causa y origen en esos tiempos de la mayor parte de los males nacionales. Se pretendió vivir sin déficit, sin despilfarros, sin el parasitismo oficial; y cuanto medio existió fue puesto en práctica para la realización del salvador propósito. Por desgracia, la República no estaba preparada para la reforma. No solamente no la quería sino que ni siquiera creía en la necesidad de ella. «Si todavía no se ha concluido el guano -decían las gentes de la época-, ¿a qué condenarnos voluntariamente a las economías y al pago de las contribuciones?».

El medio fue hostil y por consiguiente inadecuado para conseguir la mejora económica. Con hambre no hay reforma, y éste existía en el Perú desde los comienzos de la Dictadura. —224→ Ella, en Noviembre de 1865, encontró a los pueblos agotados por una lucha tenaz y prolongada que principió en Arequipa y terminó en Lima. Halló a la industria y al capital sobrecogidos de terror a causa del peligro en que se hallaban las islas de Chincha de ser ocupadas nuevamente en forma indefinida por los españoles, lo que a juicio de todos hubiera significado el término de los recursos del crédito. Uniose a este temor la existencia de la más terrible crisis mercantil que hasta entonces el Perú había conocido.

Manuel Pardo, que actuó como Secretario de la Dictadura en el ramo de Hacienda, al hacerse cargo de su portafolio apenas encontró en Tesorería parte de lo que comenzaba a producir el empréstito de 4,000.000 de soles hecho sobre ventas de guano con la casa de Witt y Shutt por el gobierno anterior. La administración fiscal del general Pezet había absorbido por adelantado las rentas naturales de la Nación correspondientes a uno y medio años, y junto con ellas se habían gastado, no solamente lo que produjo el empréstito de 50.000,000 de soles levantado en Londres y del que sólo sobraron 15 millones que pudieron colocarse, sino también casi todo lo que los consignatarios le habían adelantado a cargo de futuras ventas. Todo formaba, junto con la deuda franco-peruana, la consolidada deuda interna, la contraída por la Restauración y otras más, un total que fluctuaba entre 70 y 80 millones de soles. Los acreedores extranjeros tenían garantizado el pago de sus deudas con la hipoteca del guano, hallándose afectas las entradas de Aduana al pago de la deuda interna. En tan pavorosa situación, ¿podía el país vivir de los míseros recursos que producían las rentas aún no hipotecadas? No hay que olvidar que en ese año de 1866 la República estaba en guerra con España y que no solamente pesaban sobre el Estado los gastos naturales, sino también los extraordinarios correspondientes a la defensa.

—225→

Si ésta era la situación del Fisco, no era menos pavorosa la que hacía difícil la vida económica de los particulares. La nación entera había pagado los gastos hechos por la revolución vencedora el 6 de Noviembre. Tanto el rico como el pobre, cada uno en proporción a sus recursos, había puesto de manifiesto el patriotismo nacional. Dinero, ganado, pastos, granos y sementeras, todo sin negativa ni mezquindades fue dado a las fuerzas de la Restauración. Bajo los auspicios de tan triste momento económico, se acometió la reforma, y se quiso hacer de golpe lo que muchos creían que era obra del tiempo y de la paz. Fue preciso destruir a la vez que edificar, y como las causales que a tan pavoroso estado habían traído a la República correspondían casi todas a los vicios fiscales, la vida administrativa de la Dictadura se concentró desde los primeros momentos en la Secretaría de Hacienda.

Lo primero que se hizo fue revisar los contratos de consignación. Merecieron esta medida el guano para España con adelantos recibidos por dos millones de soles; el guano para Francia, Mauricio, Bélgica, etc., con adelanto de cuatro millones de soles; y el guano para Alemania con adelanto de cuatro millones de soles.

Rescindirlos hubiera sido muy fácil si el Gobierno hubiera tenido dinero para los reembolsos. Se procedió únicamente a observar y modificar todo aquello que los mismos contratos permitían. La labor fue difícil y sólo después de ocho meses y de vencer numerosos obstáculos, se consiguió sentar sobre bases claras y convenientes las relaciones del Gobierno con las administraciones de su renta principal. Esta labor significó para el Fisco una entrada de ocho millones de soles, con los cuales se pudo hacer frente a los gastos de 1866. Otra medida útil en lo concerniente al guano fue el nombramiento de un inspector fiscal, y el verdadero significado que se dio a la cláusula de los contratos en que se —226→ hablaba de los netos productos. Ésta y otras observaciones redujeron a 23 soles los gastos, dejando al Gobierno la diferencia del precio de venta que por ese entonces era de 60 soles la tonelada. Junto con la inspección de guano se crearon también la de Tesorería y las de aduanas, habiéndose dictado las reglas a que debían sujetarse la jubilación y cesantía civiles. Se ensayó la descentralización clasificando las rentas en generales, departamentales y municipales. Se suprimieron las plazas de supernumerarios, de agregados y numerosas gracias y pensiones.

El tópico administrativo en que más se avanzó por lo radical de las medidas tomadas, fue el relativo al impuesto, el que se aplicó a los siguientes renglones: propiedad territorial, industria y trabajo, movimiento de capital y consumo de aguardientes.

Las contribuciones llamadas de industrias, patentes, eclesiástica y el insignificante producto del arriendo de tierras, produjeron, en 1864, 313,144 soles. Pardo, restableciendo la personal y creando las de sucesiones, timbres, rones y aguardientes, pretendió hacer subir el monto de todas ellas a 3,560,000 soles. Hubiera realizado su propósito si el país no hubiera estado pobre y rebelde a la tributación. Ya lo hemos dicho; nadie quería sostener ni con la más mínima parte los gastos del Presupuesto. Esta rebeldía limitó lo recaudado por contribuciones (sin incluir el 3 por ciento a la exportación de productos) a la suma de 631,276 sobre 61 centavos en 1866, habiendo quedado esta suma disminuida en 227.056 soles 44 centavos en 1867. La recaudación costó en 1867 la suma de $ 33,743.19, habiendo sido necesario declarar la quiebra de 58,800 recibos con un importe de $ 109,290.

Fracaso tan manifiesto del primer ensayo de tributación hecho en el Perú después de 1854, pone de manifiesto, primero, que el guano no enriquecía a la Nación ni fomentaba —227→ la industria, ni el comercio y consiguientemente el bienestar del ciudadano; y segundo, que por su causa, como lo dijo Prado, el Perú habíase convertido en una asociación de holgazanes y logreros.

Hasta 1867 inclusive, el guano, cuyo tonelaje exportado ascendía a 7.175,194, había dado al Fisco 218.693,625 de soles. Exceptuando la existencia de unas pocas familias enriquecidas con el negocio de las consignaciones, ¿quiénes más tenían algo en el Perú? En el orden económico el Fisco era el más pobre de todos y para colmo de males su deuda no bajaba de 80 millones de soles.

Dice Dancuart lo siguiente acerca del estado de las finanzas públicas a fines de 1865, y con respecto al vasto plan económico en forma científica acometido en ese entonces por un hombre nuevo que apenas tenía treinta y un años de edad. Ese hombre, que fue Manuel Pardo, comenzó a revelarse desde esos tempranos días de su vida pública como uno de los más grandes estadistas que ha tenido el Perú.

Siete días solamente habían trascurrido desde la inauguración del nuevo Gobierno, y ellos bastaron al Secretario de Hacienda, Sr. D. Manuel Pardo, para presentar al Jefe del Estado un manifiesto detallado sobre la situación del Erario.

Se debía a los consignatarios del guano la fuerte suma de 20.430,000 de pesos por adelantos e impuestos, y, para pagarlos, deduciendo la parte necesaria para el servicio de la deuda externa, era preciso absorber totalmente los productos del guano, por dos años, respecto de las consignaciones de Holanda, España y Estados Unidos, debiéndose además, a esta última y a la de Portugal, un adelanto especial de 531,000 pesos; año y medio a las de Inglaterra y Francia; un año a la de Italia y ocho meses a la de Bélgica. En una palabra, no podía contarse con ingreso alguno del guano, sino después de largos plazos.

No quedaban, pues, otros recursos que los productos de Aduana, limitados, por entonces, a 2.600,000 soles al año, y las pocas y mal cobradas contribuciones existentes, que ascendían a 156,000 soles. Cantidades insuficientes para las necesidades —228→ normales del Estado, que exigían suma no menor de 11.000,000 de soles, y con mayor razón para el estado de guerra nacional que se iniciaba.

Imponíase, pues, la necesidad de crear rentas y suprimir gastos, costare lo que costare; tarea propia de un carácter firme y superior, en la que entró resueltamente el Secretario de Hacienda Sr. Pardo, arrostrando el furor de los descontentos y venciendo dificultades de todo género, pero dando a conocer a la vez las altas dotes del hombre de Estado llamado a fundar la administración ciudadana en el Perú.

Los actos practicados por dicho funcionario para llevar a cabo su plan de reforma y organización hacendaria, merecen ser detenidamente estudiados, y para que esto sea más fácil, vamos a presentarlos agrupados, según el fin u objeto especial que los inspiraba.

I En pro de mayores ingresos.- Modificaciones impuestas a los consignatarios del guano, bajo pena de caducidad de sus contratos.- Economías obtenidas en el carguío y fletamento del guano.- Apertura de nuevos depósitos.- Nuevas contribuciones.

II Economías o reducción de gastos.- Supresión de las pensiones de gracia.- Reducción de sueldos y gastos en diversas oficinas del Ramo.- Redención de pensiones de montepío.- Reducción de pensiones pasivas.- Descuentos de guerra.- Nulidad de títulos y cédulas de pensionistas.

III Organización y administración fiscal.- Descentralización del servicio en la Secretaría de Hacienda.- Descentralización fiscal de los Departamentos.- Amovilidad de empleados y organización de la carrera de Hacienda.- Creación del Consejo Superior de Hacienda y de cuatro Inspecciones del Ramo.- Organización del Tribunal de Cuentas y de otras oficinas fiscales.- Disposiciones sobre el régimen de Aduanas.

IV Crédito público.- Registro oportuno de los vales de la revolución.- Canje de acciones por bonos del empréstito nacional.- Fondos que se destinan para su servicio.- Unidad de la deuda interna.- Deuda externa.

V En pro del comercio, la agricultura, la minería y las industrias.- Creación del crédito hipotecario.- Creación de una Compañía de Vapores.- Iniciativa para los trabajos del socavón del Cerro de Pasco y de la mina de cinabrio de Huancavelica.- Creación de una oficina de fundición en Pasco.- Conversión de la moneda feble boliviana.- Explotación del bórax.- Supresión del cupo de molinos.- Plantificación del sistema métrico.

En un manifiesto, fecha 18 de Diciembre de 1865, el Sr. Secretario de Hacienda presentó al Jefe Supremo un verdadero —229→ plan de contribuciones, proponiendo la creación de las siguientes:

Sobre la propiedad territorial, rústica y urbana (predios);

Sobre el movimiento de capitales, con el nombre de contribución de timbres, registro de propiedad y sucesiones;

Sobre el trabajo y la riqueza industrial, con el nombre de contribución personal e industrial;

Sobre las grandes industrias, agrícola, pecuaria y salitrera, por medio de un derecho cobrado a la exportación de las lanas, algodones, azúcares, tabaco, arroz, plata y salitre; y,

Sobre los aguardientes, en el lugar de su consumo.

Por decretos supremos de 28 del mismo mes, quedaron sancionados los impuestos de importación, al tipo del 3 %, sobre el valor de los respectivos productos nacionales; y el del consumo de alcoholes, en la proporción de 40 centavos por arroba de aguardiente y 8 centavos por galón de ron. El cobro de este último debía rematarse por provincias.

En 17 de Enero de 1866 se crearon los impuestos de timbres y de sucesiones; el primero ad valorem en los documentos públicos y privados, según su naturaleza, desde 10 centavos hasta 50 soles cada timbre, y el segundo sobre los bienes adquiridos en herencia, al respecto de 1 % los herederos forzosos y el cónyuge sobreviviente; 4 % los colaterales hasta el 4.º grado y el 8 % los extraños.

El 20 del mismo mes de Enero se expidió el decreto supremo que creó la contribución personal.

Van a cumplirse cuarenta años desde la fecha de ese decreto, y, al estudiarlo con detención, comparándolo con otros posteriores que han regido sobre esta materia, se reconoce que ninguno ha contenido disposiciones más previsoras y equitativas.

La contribución personal tiene en dicho decreto una base de proporcionalidad, capaz, si no de vencer, al menos de modificar las objeciones de los economistas.

Establece que todo individuo paga al Estado, al año, el valor de doce días de su trabajo personal, y para determinar el precio medio de éste, crea una escala dividida en seis grados: primera clase, jornal de 80 centavos, en la que se comprende solamente a los habitantes de Lima, Callao y Chorrillos; segunda clase 60 centavos; tercera clase 50 centavos; cuarta clase 30 centavos y sexta 20 centavos. Una Junta de determinados funcionarios públicos, en cada Departamento, debía fijar, con datos suficientes, el valor medio del jornal en cada provincia según la clase en que debían ser considerados.

El pago puntual de los contribuyentes se estimaba con la opción a un sorteo de 1,141 premios, en esta proporción: —230→ uno de 20,000 soles, 40 de 500 soles, 100 de a 100 soles y 1,000 de a 10 soles.

Por decreto de 10 de Septiembre del mismo año 66 se declaró que el pago de esta contribución comprendía a nacionales y extranjeros.

La contribución industrial se mantuvo en la proporción del 4 % de los productos de toda industria.

La contribución de predios rústicos y urbanos, que ya existía, fue objeto de disposiciones reglamentarias (27 de Octubre y 12 de Noviembre de 1866) que hicieron más exacta su acotación y más oportuna su recaudación; y la de alcabala se complementó con la declaratoria de 2 de Agosto de 1866, en cuya virtud se paga este impuesto sobre los bienes renunciados por profesión religiosa.

Además de estas contribuciones se impuso un gravamen de un sol cuarenta centavos por quintal, a la galleta extranjera.

Recorriendo, aun tan ligero como acabamos de hacerlo, el vastísimo cuadro de las labores emprendidas por la Secretaría de Hacienda, admírase el vigor intelectual y la fuerza moral de que dan testimonio esos actos gubernativos, meditados y llevados a la práctica en el limitado tiempo de doce meses. Y esto, sin desatender las muchas otras disposiciones de orden y administración que se expedían diariamente.

No descuidó el Secretario de Hacienda, aunque ninguna de las leyes entonces vigentes se lo prescribía, ni la obligación de rendir al Congreso la cuenta general de la República, ni la de someterle un proyecto de Presupuesto que restableciera este sistema indispensable para la determinación e inversión de las rentas públicas.

Corren impresas en las publicaciones de la época, las disposiciones dictadas por dicho funcionario para la formación de dicha cuenta general y proyecto de presupuesto.

Pero esta larga lucha contra intereses creados y por tan largo tiempo existentes; contra inveteradas costumbres y contra tolerados abusos, no podía menos de levantar formidable oposición al Secretario de Hacienda, la que debía producir, en momento dado, serios inconvenientes para la marcha del Gobierno, más acentuados aún, desde que esta oposición se presentase, como no podía dejar de serlo, en una parte del Congreso Constituyente, cuya próxima reunión ponía término al Gobierno dictatorial y a la amplia autoridad ejercida por éste.

Con visión muy clara de estas circunstancias, decidió el Sr. Pardo retirarse del Gobierno, y lo expresó así en su nota de renuncia, fecha 14 de Noviembre de 1866. El Jefe del Estado se negó a aceptarla, haciendo correcta apreciación de los —231→ importantes trabajos del dimisionario, pero por insistencia de éste, en 26 del mismo mes, tuvo que convenir en su separación.


- VI -

Por decreto de 14 de Diciembre de 1867, y en la misma forma en que se procedió contra los actos de Salaverry y Santa Cruz, Canseco, como Vicepresidente de la República y antes de su triunfo, declaró nulas y sin valor las leyes y decretos firmados por Prado. Más tarde, hallándose en Lima, y dominado por un espíritu reparador, restauró mucho de lo suprimido o modificado en el ramo de Hacienda. Numerosos empleados dados de baja en 1866, no solamente fueron nuevamente colocados en sus puestos, sino que además de la reposición se les dieron los sueldos que habían dejado de recibir durante la Dictadura. Nuevamente se volvió al camino del despilfarro y de la exagerada burocracia fiscal. La riqueza del guano, lo lejos que entonces se veía su agotamiento o sustitución, tenían perturbado el sentido de las finanzas. Se sabía que sin economías y sin contribuciones, la ruina nacional era segura. Estas ideas las preconizaban todos los ministros de Hacienda; sin embargo, ni antes ni después de 1866 nadie tuvo el coraje de abordar el problema, ni siquiera, como sucedió con el gobierno de Canseco, de conservar lo que Pardo había hecho.

Para convencernos de que en teoría todo el mundo abogaba por los impuestos, vamos a reproducir lo que sobre contribuciones dijo el mismo ministro de Canseco en 1868, señor Juan Ignacio Elguera, a raíz de la tabla rasa que el Ministro de Hacienda anterior había hecho de los decretos financieros de la Dictadura.

Debo llamar, Señores, vuestra ilustrada atención hacia un punto que se reputa como muy delicado, a causa de las resistencias, más aparentes que alarmantes, que su plantificación produce; porque el buen sentido tiene, al cabo de más —232→ o menos tiempo, que aceptar toda verdad por mucho que sea el empeño con que intenten oscurecerla los intereses privados o las pasiones de partido.

Las naciones, como los individuos, no pueden llenar sus necesidades ordinarias si no cuentan con rentas estables y seguras, y al estado de ficticia riqueza del que profusamente gasta un valioso capital, sucede bien pronto la efectiva miseria, si la imprevisión o la prodigalidad le impidieran emplear alguna parte de él en asegurar su subsistencia.

El Perú es el único Estado que, desde años atrás, vive a expensas de su porvenir, agotando, sin cuidarse de reemplazarlo, su único capital; y este porvenir, como nadie puede ponerlo en duda, no será muy satisfactorio, dentro de algunos años, si una ley prudente y bien meditada no viene a contener a tiempo la marcha irregular de la Hacienda pública.

Se ha dicho que no hay Nación, por pobre que sea, que pueda llegar a una completa bancarrota; pero si este aserto fuera una verdad económica, no por eso sería menos cierto que no es ni prudente, ni patriótico dejar de adoptar, en tiempo, medidas para evitar los conflictos que nacerían de la necesidad de ocurrir a medios inconsultos y quizás violentos para llenar, siempre con apuro, las más premiosas exigencias del servicio público. Es un hecho indisputable, que si los frecuentes disturbios políticos que han afligido al país, no hubieran obligado a los Gobiernos a abandonar, por decirlo así, los más importantes ramos de la administración, los productos del guano se hubieran convertido en capitales productivos representados por ferrocarriles, bancos, u otros establecimientos tan útiles como proficuos, y que entonces habría podido presentarse el único ejemplo de un Estado que gozara de vida próspera y floreciente, sin imponer a los ciudadanos ningún género de gravámenes; pero ya que nos encontramos en presencia de un mal irremediable, debe procurarse, a lo menos, ponerse en guardia contra su desastroso incremento.

La abolición de las contribuciones personales pudo tener su razón en la desigualdad de la repartición del tributo y en la necesidad de establecer otro sistema más análogo al estado actual del país, puesto que subsistía aún el implantado durante el gobierno español. La extinción absoluta y sempiterna, lejos de ser un bien para el Perú, y especialmente para los indios, a quienes se pretendiera beneficiar, ha producido efectos contrarios, desde que, quitado el estímulo del trabajo, se fomentan los hábitos de ocio, y con ellos la inmoralidad, que es su precisa consecuencia. Entre otros estados de gravedad se observa que libres los indios de todo gravamen fiscal, no ocurren, como antes, en ciertas épocas del año, a trabajar en los —233→ fundos rústicos de la costa, con sensible daño de nuestra agricultura. Peca, además, esa abolición absoluta contra el principio de justicia que obliga a todos los miembros de una asociación política a contribuir, con proporcional igualdad, al sostén del Estado; y produce el fenómeno económico de que el mayor número de pueblos dejen de ser laboriosos y productores y vivan a expensas de la capital.

Seguro estoy de que vuestra ilustración y patriotismo saben apreciar las razones que ligeramente llevo expuestas, y comprender que un rasgo de filantropía extemporánea, puede ser al mismo tiempo un grave error administrativo.

Este ramo, como he acabado de exponer, exige una reforma inmediata y radical para proporcionar en lo futuro entradas fijas y permanentes que liberten al Gobierno de la precisión de echar mano de los productos del guano, para cubrir sus atenciones ordinarias.

Con este fin someto a vuestra consideración los proyectos de contribuciones que se ven en el apéndice de esta Memoria.