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ArribaAbajoCapítulo V

Paz pública


SUMARIO

El doctor Carlos Lissón y la estabilidad política del Perú en los últimos años del siglo XIX, explicada en su libro de Sociología.- Comparaciones.- La paz ahora ya no pende de un cabello como en 1886.- Influencia que sobre ella tienen los intereses creados.- Opinión de Elihu Root.- La revolución popular ha muerto.- No puede decirse lo mismo en lo que respecta a los pronunciamientos militares.- La conservación del orden público depende de la conducta justiciera que observe el Gobierno.- La división del civilismo y su espíritu insurreccional.- Ineficacia de sus conspiraciones ¿Cuántas revueltas más se nos espera?


Estando ahora sostenida la paz pública, principalmente por los intereses creados, intereses que no existían hace treinta años, y con el objeto de hacer viva comparación entre lo que era nuestra estabilidad política en los últimos tiempos del siglo pasado y lo que es hoy, se hace necesario repetir lo que decía el doctor Carlos Lissón en su libro de Sociología, en la parte pertinente al tema motivo de este capítulo.

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La paz es el estado natural del hombre. La creación entera con sus leyes invariables que la mantienen viva en esa misteriosa armonía que reina en los cielos y en la tierra, sin embargo de las aparentes perturbaciones que parecen desquiciarlas, da a la criatura humana el modelo que debe imitar en su tránsito por los mundos que está llamada a recorrer, para llenar sus ocultos destinos.

En la observancia de las leyes divinas, que en su inmensa variedad van apareciendo unas tras otras en el progreso humano, está la paz pública y privada de las naciones. Estas leyes nos mandan el trabajo intelectual, manual, etc., que forman la riqueza, hija de las industrias; nos mandan el cumplimiento de nuestros deberes por sí mismos, que es la ley moral; y nos mandan el respeto a los derechos ajenos, que es la ley de la justicia, la cual con sus preceptos escritos, armoniza el cumplimiento de las demás leyes, y es de consiguiente la primera de todas en categoría, y la base en que reposa la sociedad. Fuera de ella no hay sino anarquía, desorden y por coronación la muerte.

Según esto, dos son los sostenes de la paz en todo país: los intereses creados bajo el amparo de la libertad en todas sus manifestaciones, que en perpetua lucha forman los partidos que dan vida a la República, y la justicia que los garantiza y salvaguarda. Cuando no existen esos intereses, ni partidos, nadie defiende la paz, porque no se encuentra en ella provecho propio, que es el primer móvil de las acciones humanas; y cuando no se cumple la justicia, no se respeta el derecho ajeno, y cada cual se cree con el propio de hacérsela por sí mismo.

En Europa la paz interna está sólidamente establecida. Los infinitos intereses creados y los partidos políticos que los mantienen en equilibrio, la sostienen a todo trance; y tal es la convicción de su firmeza, que nadie piensa en el imposible de alterarla.

La paz interna muestra otro aspecto en América. Ya hemos dicho que pende de un cabello, tal es su fragilidad: y de otro modo no puede ser; porque no hay intereses valiosos que la apoyen y hagan tolerables los desmanes contra la justicia, en que con tanta frecuencia incurren los gobiernos, ni hay partidos políticos que les vayan a la mano. De aquí es que los actos de los gobernantes son severamente criticados; a falta de otros quehaceres todos se ocupan de política; nada se les deja pasar; y pronto se forma tempestuosa atmósfera contra su existencia. En este estado, que es el común entre gobernados y gobernantes, éstos rodeados a lo más de una camarilla,   —71→   y nunca sostenidos por verdaderos partidos políticos, que en vano se esfuerzan en prevenir las revoluciones: ellas estallan con el menor incidente, y al instante entra la sociedad en el desasosiego que es lógico, cuando amenaza una rápida mudanza no sólo en las personas que desempeñan los poderes públicos, sino en los últimos estrados. Siendo de notarse que aún cuando muchos ciudadanos están convencidos de que el remedio es peor que el mal, esos ciudadanos no se ponen al lado del Gobierno para defenderlo, sino en su contra; porque deseando salir a cualquier precio del mal presente, se entregan en brazos de lo desconocido, que puede traerles algún bien, pues a todo se prestan los programas del titulado liberalismo que nos rige.

Lo que decimos de la paz interna de la América en general, es de inmediata aplicación al presente Perú. Hemos indicado que dos son los sostenes de la paz: los intereses creados, representados por partidos políticos definidos; y la justicia. Los intereses creados y los partidos, no sólo no existen, sino que han desaparecido hasta los restos de los que existían. Quedamos pues con la justicia como única defensa de nuestra estabilidad actual y existencia futura. Es la justicia de suyo muy fácil de empañarse; y de consiguiente débil instrumento para servir de apoyo a la tranquilidad pública. Por lo tanto, para que pueda producir efectos tan saludables, preciso es que su aplicación sea no sólo estricta, sino clara, imparcial y franca, a fin de que no quede lugar a malévolas interpretaciones de los pretendientes y ambiciosos de oficio. Dos claros ejemplos tenemos de esto en nuestra historia contemporánea. El año 44 tomó por primera vez el mando el General Castilla: encontró la Hacienda Pública agotada por los anteriores gobernantes; no pagó las listas a veces hasta por ocho meses; pero se manejó justiciero con toda la rudeza y franqueza de su carácter, respetando las libertades públicas que garantiza la ley, y salvó su período. Don Manuel Pardo sucedió en la silla presidencial al Coronel Balta. Estaba entonces la Nación sujeta a la mesada que le daba Dreyffus; no había como satisfacer el presupuesto; y tuvo que declarar el verdadero estado de la Hacienda. La vocinglería de sus enemigos, opíparos comensales de su antecesor, llegó a su colmo; y momento hubo en que pareció desquiciado. Otro habría perdido el equilibrio y llenado las prisiones. El no se desanimó: se mantuvo fiel ejecutor de la ley y con su sola ayuda, pudo pagar tranquilo de palacio a su casa. Ambas administraciones se vieron vivamente contrariadas: la prensa llegó al desenfreno de sus ataques; se conspiró sin embozo; estallaron   —72→   motines y revoluciones; pero todas fueron sofocadas con el auxilio de los buenos ciudadanos, que veían en dichos mandatarios, personas que se empeñaban en el bien del país, no con caprichos de su invención, como otros han intentado, sino por medio de la observancia de la ley. Con este sencillo y honrado medio consiguieron los dos transmitir el poder en paz, mereciendo la gratitud y las alabanzas de sus contemporáneos. Los que han seguido otra senda han terminado por el destierro o el ostracismo voluntario, a que los confinaba en castigo la reprobación del país. De nada ha servido a éstos el tren de guerra y policía de que se rodeaban. Lo único que con estos medios han conseguido, ha sido que su caída fuese más estrepitosa: siendo común entre nosotros, el extraño caso de ver lujosos y disciplinados batallones desaparecer en una escaramuza contra un puñado de indígenas, mal vestidos y peor armados, venidos de la Sierra.

Hoy como en las administraciones citadas, el cumplimiento de la ley es la paz. El trabajo tiene que ser rudo para llegar a establecer su obediencia, y hábitos de respeto a su majestad. El Gobierno debe dar el ejemplo, porque es el primer interesado en ello. Otro modo no tiene de llenar su misión regeneradora; pues sólo a su abrigo, pueden crearse intereses materiales, sociales y partidos políticos, que con sus necesidades y discusiones sobre el bien público, lleguen a darle firmeza, haciendo de ella un muro incontrastable, contra el que se estrellen las ambiciones bastardas de las antiguas banderías, que todavía no se han extinguido.



Si después de hecha esta lectura, comparamos el Perú de 1886, época en que el doctor Lissón escribió su Sociología, con el Perú de hoy en lo que concierne a paz pública, con satisfacción podemos afirmar que la tranquilidad nacional no pende de un cabello, como en los tiempos que gobernaron Cáceres y Morales Bermúdez. Los intereses creados, esos que ayer no existían y que son hoy valiosos, imponen la paz interna de la República. Es tanto lo que influye en la opinión, la riqueza que nos da el cobre, el azúcar, el algodón y las lanas, y tan manifiesto el bienestar económico del país por causa de tal riqueza, que por injusto que fuera un gobierno   —73→   difícil sería hallar elementos civiles dispuestos a derribarlo por medio de una revolución igual a la de 1895.

Interrogado, Elihu Rott, después de su visita al Perú en 1904, acerca del estado político del país en lo que se refiere al orden público, emitió los siguientes conceptos: «Las revoluciones han perdido en el Perú el prestigio, el entusiasmo, el espíritu y el origen que las produjeron en años anteriores. No creo que hayan terminado, pero son y serán cada vez más raras, por motivo de que ya no triunfan».

Tuvo lugar la última revolución popular el año de 1895. Ella conmovió profundamente la República, sentó las bases del buen gobierno y lo que fue más valioso, el imperio del poder civil en las instituciones.

Si la revolución popular, aquella que conmueve la vida pública, que aniquila y ensangrienta el país y que dura varios meses, ha muerto en el Perú, no puede decirse lo mismo de los pronunciamientos, acción en virtud de la cual un jefe militar se declara en rebeldía contra el orden de cosas establecido, ataca al Presidente de la República en su propio palacio, lo hace prisionero y lo obliga a salir del país. Está muy vivo el suceso de 1914 y muy prestigiada la revolución acaecida ese año, para que pueda decirse que si las causas se repiten, los acontecimientos no terminarán en la misma forma en que ocurrieron el 4 de febrero.

Habiendo todavía en el Perú posibilidades de movimientos militares, movimientos que para triunfar necesitan la propaganda inteligente de los civiles, los últimos presidentes que hemos tenido, con excepción de Billinghurst, se han manejado con altura y respeto a las libertades públicas y al sentir general de la Nación. Es el Perú país muy fácil de   —74→   gobernar y son sus pobladores dóciles y sufridos, pudiendo decirse que toda revolución triunfante ha tenido origen en los desplantes y atropellos del Ejecutivo, habiendo pasado lo contrario con los numerosos movimientos que la opinión ha hecho fracasar.

Fueron hasta ayer los constitucionales, los demócratas y los liberales los que hacían las revoluciones. A éstos se han agregado ahora los civilistas, los mismos que, hallándose divididos y anarquizados, luchan ahora entre correligionarios. Como la opinión independiente no presta apoyo a las desavenencias de unos partidos contra otros, sus propósitos no adquieren prestigio popular, y por tal causa, las conspiraciones ni siquiera estallan o si estallan no tienen buen éxito. Algo de esto vimos en los últimos años del gobierno del señor Leguía. En esa época, siendo pocos los conspiradores no queriendo ninguno de ellos prestar su nombre para firmar una proclama y mucho menos dar dinero, faltó en los conjurados para la acción, entusiasmo, capacidad insurreccional y hasta valor.

¿Cuántos años durará este estado de cosas? ¿cuántas conspiraciones y cuántas vergüenzas más se nos esperan? Indudablemente algunas más. Por fortuna, el caso de Billinghurst en febrero de 1914 no se repetirá, siendo imposible que nadie vuelva a intentar contra la existencia del Congreso, y no triunfando ya las revoluciones, cada vez su desprestigio será mayor y su desaparición completa en días no lejanos.

Hay otra circunstancia que influye poderosamente en el fracaso de las actuales revueltas, y es el hecho de que ya los civiles no toman un revólver y se juegan la vida como   —75→   sucedió el 29 de mayo, movimiento en el cual muchos de ellos quedaron muertos o heridos. Hoy, los que fomentan los pronunciamientos, lo esperan todo del Ejército, el cual por mucha voluntad que tenga para levantarse en armas, poco puede hacer si le falta un caudillo que le conduzca a la matanza.



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ArribaAbajoCapítulo VI

Poder legislativo


SUMARIO

Falta de prestigio.- Carencia de iniciativa y de orientación.- Obstrucionismo.- Lentitud en los procedimientos.- El reglamento no se cumple ni tampoco se modifica.- Inconvenientes de su anacronismo.- Representantes a sueldo.- Clausura del Parlamento después de las sesiones ordinarias cuando el Gobierno no tiene mayoría.- Congresos subordinados a las consignas que los LEADERS traen de Palacio.- Efectos que ocasionan los rumbos inciertos de las cámaras.- Todo en manos de unos pocos oradores.- Hablar mucho y hacer poco.- La exuberante literatura política, económica y administrativa de los congresistas da anualmente materia para publicar los libros más voluminosos que existen en la República.- Efectos que la barra produce en los oradores parlamentarios.- Opinión del doctor Mariano H. Cornejo.- El presupuesto de la República no se llena de acuerdo con la ciencia económica y los intereses reales del país.- Inconsideraciones y extravagancias con que se tratan los metódicos y acertados presupuestos que presentan los ministros de Hacienda.- Famosa ley de balance.- Relaciones del Ejecutivo con el Congreso.- El Poder Legislativo existe por el prestigio de su fuerza moral.- Esta fuerza tiene su origen en la opinión.- Billinghurst viene abajo por haber intentado atacar el Congreso.- Por qué no son mejores nuestros congresos.- Tendencias al gobierno parlamentario.- Opinión de   —77→   Leopoldo Cortés.- Conceptos del doctor Manzanilla en sus observaciones sobre nuestra vida congresal.- Conclusión fundada en observaciones.


Exceptuando algunos congresos y entre ellos el que funcionó en 1886, los demás no han gozado de prestigio en el Perú.

Sin raíz en la opinión, sin valor para acometer reformas radicales ni para orientar al país por las sendas del progreso, por lo regular, el Poder Legislativo, carece de iniciativas y limita su labor a discutir proyectos del Gobierno o a los que tienen carácter regional.

Casi siempre, sin concepto claro del momento político en que vive, sin darse cuenta de lo que es la vida y el progreso nacional, sin amplia noción de los elementos naturales que poseemos, legislando para Lima como si Lima fuera el Perú entero, falto de carácter, falto de hábitos disciplinarios, no brilla el Congreso por sus energías síquicas, por su cohesión y firmes decisiones, ni tampoco por su contracción en el estudio de los intereses que le están confiados.

Dedican las cámaras parte considerable de su tiempo a dilucidar incidentes de carácter. indefinido que entraban sin provecho público la labor legislativa, y que en muchos casos tienen origen en un criterio político obstructivo y propenso a llenar un fin deliberado; aunque también, la lentitud con que proceden en sus labores, tiene por causa desorganización y falta de homogeneidad y de mayor contacto de todos en las fuerzas predominantes en el parlamento.

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No existiendo método en la discusión ni disciplina en los procedimientos, el engranaje parlamentario funciona pesadamente. Asuntos que pudieran quedar resueltos en breves horas, engolfan a las cámaras en inútiles discusiones durante tres o cuatro días. El reglamento, a pesar de sus deficiencias y anacronismos, y de que concilia la libertad de la palabra con la necesidad de impedir su abuso, no siempre se cumple. A pesar de que en él se señalan las veces que cada representante debe hablar en una misma cuestión, y el número de sesiones después de las cuales es factible clausurar el debate, estas disposiciones no han tenido aplicación en la práctica.

Faltan en el reglamento disposiciones tendentes a facilitar la discusión, a darle serenidad al debate y conseguir que las leyes sean el fruto de la mayoría del congreso. Anticuado como es, no responde a las exigencias del moderno parlamentarismo, originando a diario serias cuestiones de forma, en su mayor parte promovidas por minorías oposicionistas. Su reforma estudiada ya por una comisión de congresistas, se halla estancada desde 1916 en el Senado, año en el cual, de ese reglamento apenas se discutieron algunos artículos.

Estando a sueldo los representantes, los congresos extraordinarios son ahora más frecuentes y de mayor duración. Si las cámaras no son hostiles al Presidente y si el receso de ellas no significa al Gobierno ninguna economía, ¿por qué no tenerlas en labor? Este es el criterio del Ejecutivo, quien las clausura después del congreso ordinario, cuando no tiene mayoría en ellas, y cuando sus ministros, por tal causa, quedan a merced de los representantes, quienes ahora se   —79→   creen con el derecho de interpelar y ejercer control político y económico en la marcha de la Nación, durante las legislaturas extraordinarias. Al respecto, tenemos parlamentarios que no solamente se oponen a que el Congreso limite su acción a los asuntos determinados en el decreto de convocatoria, sino que contra la ley y su aplicación contraria sostienen que les es lícito proponer y discutir materias extrañas a las señaladas en dicho decreto de convocatoria.

No siendo el Congreso, en la práctica, un cuerpo que controla los actos del Ejecutivo, estando sujeto a consignas que los leaders traen de Palacio y dispuesto en la mayoría de los casos a sancionar cuanto le envían de los ministerios, nadie siente por él en los días que preceden a su reunión anual, los entusiasmos y las esperanzas que despiertan en las masas populares la próxima subida a la presidencia de la República de un hombre nuevo.

No existiendo tampoco, verdadero espíritu de unidad nacional, ni engranajes morales entre los hombres que legislan, la vida parlamentaria lleva rumbos inciertos, es juguete de oscuras pasiones, y de inquietas veleidades. Unos cuantos oradores manejan cada cámara a su deseo; y por lo regular se hace lo que ellos quieren y no lo que la Nación necesita. El resto de los representantes se limita a oír, a pedir mejoras para su departamento; siendo sensible decir que con pocas excepciones, el defecto dominante de nuestros parlamentarios es encontrar en toda materia motivo para pronunciar largos discursos. No hay noción de lo que el tiempo vale, ni conocimiento de lo que significa la concisión, ni la fuerza de los argumentos acerados y desnudos de verbosidad. El principal propósito de nuestros oradores es hablar.

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Algunos desean oírse y no pocos que se les oiga. Raro es el orador que no acomoda su oración a la cantidad y calidad de la barra. Hombres tranquilos, que en la sala de comisiones, y que en las sesiones secretas hablan con discreción, mesura y tono imponderables, en cuanto se hallan en presencia de gentes que ocupan la galería, pierden por completo la naturalidad, y cual si estuvieran en el teatro o en la plazuela, se extreman a gritos y a manotadas sobre la carpeta.

En un discurso sobre la crisis constitucional de 1915, el doctor Mariano H. Cornejo, dijo del poder legislativo lo siguiente:

Lo que voy a decir, señores, no es ofensa para nadie. ¿Y cómo podría yo ofender a un cuerpo del cual formo parte y en cuyos errores y en cuyas culpas por acción o por omisión yo tengo como todos mi parte de responsabilidad? Si algo ha demostrado la sociología, es que los errores y vicios de una colectividad son independientes del valor moral e intelectual de sus miembros; sin duda el valor moral de los hombres es un factor, pero secundario, subordinado a las condiciones de la organización. Todo el mundo sabe que un grupo de hombres puede constituir una turba capaz de los mayores crímenes y de las mayores cobardías, y que la misma cantidad de hombres disciplinados, puede constituir un regimiento capaz de las mayores abnegaciones y de los mayores heroísmos; puede constituir al hombre ideal, al hombre que muere sin espera de recompensa, solamente por servir estoicamente el concepto abstracto del deber. Yo por eso, señores, no ofendo a nadie ni me ofendo a mí mismo, cuando digo que los congresos en el Perú, y en especial el último congreso, por los vicios atávicos de su organización acumulados progresivamente; por la inferioridad del medio político en que actúan; por la degeneración de los partidos que representan; por el personalismo abusivo de los gobiernos; por la pequeñez de los antagonismos locales; por el egoísmo individual y sin control de sus miembros, carece de autoridad y de prestigio, no recibe esas corrientes de la opinión que son la condición indispensable para los grandes heroísmos y las grandes abnegaciones, y se asfixia como el tuberculoso en la atmósfera de las tierras bajas,   —81→   siguiendo ese proceso de la degeneración que va de la debilidad a la anarquía, de la anarquía al egoísmo: y del egoísmo a la abdicación y a la corrupción colectiva. Entre un congreso en estas condiciones y el país, se produce de un modo irremediable la acción y reacción que se produce entre un tumor maligno y un organismo; el tumor envenena el organismo y el organismo ya infeccionado aumenta la virulencia del tumor.



El presupuesto, la función más augusta del parlamento, no se llena de acuerdo con los intereses del país. Prácticas viciosas ya inveteradas y un desconocimiento completo de lo que aconseja la ciencia, dan origen a que asunto de tanta importancia se discuta y se resuelva en forma empírica. El correspondiente a 1918, quedó sancionado en mayo, después de cinco legislaturas y cuando de dicho año ya habían trascurrido cuatro meses.

La ilimitada facultad con que los representantes piden aumentos y crean partidas es una de las causas por la cual nunca se puede hacer un buen presupuesto. La obra en conjunto y por lo regular metódica y acertada que el ministro de Hacienda y las comisiones respectivas llevan a cabo con paciente labor, queda deshecha por la manera desconsiderada y muchas veces extravagante como son inflados nuestros egresos con partidas nuevas por simple iniciativa de cualquier representante. Y como ninguno determina los fondos que deben crearse para atender los nuevos gastos, el término de esta labor loca y disparatada es el desequilibrio entre lo que entra y lo que sale, desequilibrio que el Congreso salva empírica y ridículamente, aplicando la famosa ley de balance, procedimiento criollo que consiste en nivelar el presupuesto desestimando a última hora partidas que no tienen defensores entre los representantes   —82→   y que por lo regular corresponden a instrucción pública, a sanidad, a caminos y pago de deudas.

Tratando ahora de las relaciones del Ejecutivo con el Congreso, debemos manifestar que no hay nada más vago, más incierto, ni más a propósito para trastornos. Numerosas legislaturas han sido esterilizadas por luchas de dominio establecidas entre ambos poderes, luchas en las cuales, el Gobierno, casi siempre ha sido el victorioso.

Congresos independientes y libres de la influencia del Ejecutivo no existen en el Perú. Hacen las cámaras, por lo regular, lo que el Presidente quiere; y solo ocurre lo contrario, y esto por poco tiempo, cuando el Gobierno no ha intervenido en la elección de representantes, como pasó con Leguía en los dos primeros años de su mandato y con Pardo en 1916, o cuando innecesariamente, el supremo magistrado se indispone con las cámaras, cosa que aconteció a Billinghurst.

Tiene nuestro parlamento en su apoyo el prestigio de su fuerza moral. Nos hace el efecto de un padre disipado y extravagante, a quienes sus hijos a pesar de todo respetan y obedecen. Y es que, el Poder Legislativo, dígase lo que se quiera de él, existe porque tiene base en la opinión, siendo la piedra angular del edificio nacional y el único poder que tiene fuerza para detener en el Perú los avances del Ejecutivo y para evitar las autocracias y las dictaduras. Billinghurst vino abajo, únicamente porque intentó descalificar en masa a los miembros del congreso de 1915 para sustituirlos por otros representantes. Por lo demás, nuestros congresos no son mejores, porque nada en el Perú en materia cívica tiene todavía el adelanto alcanzado en Europa y en los Estados   —83→   Unidos. Siendo pobres las manifestaciones de la vida ciudadana, débil la opinión, general la indiferencia de las clases superiores y estando anarquizados los partidos, las manifestaciones del cuerpo legislativo pudieran ser menos cultas, menos disciplinadas, menos eficaces. Relativamente a lo que es la vida política de la República, nuestros congresos viven en un nivel superior al de la Nación, especialmente en provincias. Y hay que referirse a ellas, siendo provincianos la mayor parte de nuestros representantes y adoleciendo muchos de ellos de la cultura, de los refinamientos y el contacto necesario con el mundo exterior, indispensables para legislar con acierto.

Obsérvase en el Perú marcada tendencia a establecer en la República el gobierno parlamentario, obligando al Ejecutivo a que los gabinetes salgan íntegros de las cámaras. Esto, que hasta ahora no es sino un anhelo, difícil será que se lleve a la práctica, teniendo el Presidente fuerza política suficiente para imponer candidatos a las senadurías y a las diputaciones y para formar núcleos parlamentarios que maneja arbitraria y caprichosamente. Leopoldo Cortés, en un artículo El Perú del Porvenir, hablando de la renovación de las cámaras dice:

El Ejecutivo para asegurar una mayoría de gobierno en el parlamento a estímulos legítimos hasta del instinto de conservación, vése no pocas veces en el duro trance de abatir, con la propia dignidad personal, la honradez política de su gobierno y sus más nobles aspiraciones. Y los que pretenden integrar el congreso, dejan casi siempre en las conferencias de palacio su decoro y la majestad del mandato que solicitan o imploran del imperativo apoyo oficial. Porque el caso es que ni el gobierno puede llenar su cometido sin mayoría parlamentaria, por cuya circunstancia habrá de hacerla, mal   —84→   que pese a su honradez; ni la generalidad de los que aspiran al mandato puede lograrlo en lucha, desesperante y abrumadora con aquel, en país en que sólo el gobierno es fuerte.



El doctor Manzanilla, catedrático de Economía de la Facultad de Ciencias Políticas y Administrativas, en su discurso universitario de 1903, tomando como tema la vida parlamentaria del Perú, hizo una crítica interesante de ella, basado en apreciaciones experimentales.

De ese discurso son los siguientes conceptos:

Nuestras Cámaras, perturbadas por la obsesión partidarista, olvidan las cuestiones de legislación y ofrecen síntomas de practicar, en sociedad no organizada definitivamente aún, la doctrina de que el mejor gobierno es el que menos gobierna y el mejor Congreso el que no legisla.

Si arbitrarios actos administrativos no hubiesen, en ocasiones, suplido la indiferencia del legislador, necesidades públicas, vitales y urgentes, habrían dejado de ser satisfechas1.

El daño se produce no obstante esfuerzos de algunos representantes.

La más excelente de las iniciativas sufre el estorbo de las comisiones cuya inercia y relativa incompetencia disminuirían, si, al formarlas, se prescindiera de propósitos partidaristas y de preferencias personales derivadas del espíritu de partido. Suele nombrarse para la comisión de legislación a individuos que no son abogados y se confina a los miembros de la minoría en comisiones sin importancia2. La   —85→   responsabilidad de este defecto recae sobre los presidentes de las Cámaras. A ellos es, en suma, imputable la infecundidad de los Congresos, pues, jefes de la mayoría, quieren entretenerla con asuntos políticos y, de modo subalterno, entregan al debate las cuestiones legislativas.

Es inoficioso exponer las pruebas de la tendencia a dar leyes impracticables3; a expedir nuevas leyes para el cumplimiento de otras ya promulgadas; a multiplicar las de carácter local y personal4; a disminuir las de interés general y a deshacer o rehacer anteriores actos legislativos5. Este perpetuo movimiento de oscilación carece de sentido crítico, porque legislaturas próximas sancionan, sin dificultad, leyes contradictorias, condenadas, necesariamente, a no arraigar en la conciencia nacional. En los parlamentos europeos, la inestabilidad no es el retroceso. Ahí, la modificación frecuente de las leyes perfecciona la fórmula de los progresos jurídicos o consagra las nuevas conquistas sociales6.



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La labor económica de los Congresos tampoco fue digna de elogio. No invirtieron, reproductivamente, nuestras riquezas providenciales ni vigilaron su administración7.

Un estado que, en 18638 obtenía del guano las cuatro quintas partes de sus cuantiosas rentas, carecía, frecuentemente, de recursos9, y hubo de producirse la extremidad   —86→   de que un ministro de hacienda solicitase emitir vales al 8% y pagar con ellos a los empleados públicos10.

En la extracción y venta del guano la arbitrariedad era la ley, y la ley constituía la excepción11.

Los Congresos soportaron el oprobio de las consignaciones, con sus anticipos ha crecido interés, con las comisiones, el bajo precio de venta, las diferencias de cambio y con el final resultado de empréstitos ruinosos.

No obstante la abundancia de dinero, en los mercados europeos, después de los descubrimientos auríferos en Australia12, California y el Ural, los empréstitos, aún con alto interés, no eran colocados a la par ni cerca de la par, sino al 80, al 70 y hasta a menos del 60%, olvidándose del consejo científico de no envilecer la colocación para aprovechar las ventajas de conversiones posibles13.

Los contratos, las concesiones ferroviarias, los billetes de banco, las emisiones clandestinas de papel, el uso y abuso de las autorizaciones, los derroches y, en fin, toda la gestión financiera de los gobiernos, envuelta en las complacencias de parlamentos de épocas ya lejanas, forma sombrío capítulo de la historia legislativa del Perú.

Perdidas las riquezas fiscales, fueron de primera importancia el supremo control financiero y el presupuesto. Sin embargo, falta el hábito de examinar la cuenta general de la República y de perseguir las responsabilidades del gobierno. El presupuesto resulta subordinado a eventualidades políticas. Hay la inclinación general, si no universal, a sancionarlo en sesiones extraordinarias; a ver con despreocupación la existencia y las causas del déficit y a improvisar expedientes para corregir los desaciertos del aumento de pensiones de gracia, de empleos inútiles14 y de sueldos, sin el plan de retribuir más generosamente todos los servicios públicos. Las cámaras europeas no están exentas de estos vicios, pero, falta semejanza en las situaciones; la militarización, los anhelos de solidaridad y la expansión colonial, se resuelven en contribuciones siempre crecientes. Nuestros   —87→   sencillos presupuestos no son, pues, comparables a los presupuestos de las grandes potencias, norte y resumen de todas las orientaciones políticas y sociales.



Sintetizando nuestras observaciones, debemos decir que nuestros congresos son malos, muy malos; pero que es imposible vivir sin ellos, y que es un error atentar contra la Constitución disolviendo una o ambas cámaras, con el propósito de convocar a los pueblos para que elijan nuevo parlamento, si esto se hace con el solo fin de buscar apoyo y adueñarse de él. El que se reúna en sustitución del anterior, será tan malo como este; y posiblemente menos sumiso a la voluntad presidencial, como que en él predominarán elementos nuevos, mejor preparados y con más dignidad.

Es axioma en el Perú, que todo en él, en su vida pública, depende de la manera honrada y justiciera como se maneja el hombre que ocupa la Presidencia de la República; y que si los Congresos son más o menos malos, es la falta de honradez y la incapacidad política y administrativa del magistrado supremo, la que ocasiona en el Parlamento ese estado de cosas.



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ArribaAbajoCapítulo VII

Partidos políticos


SUMARIO

Falta de verdaderos partidos.- Los que así se llaman son agrupaciones que sólo persiguen el propósito de apoderarse del Gobierno.- El civilismo.- Su poder en 1903.- Su disolución en 1910.- Partidos liberal, demócrata, constitucional y futurista.- Perturbación ciudadana y triste quiebra de hombres o instituciones, por el fraccionamiento del partido civil, en los momentos en que tenía a su cargo la dirección de los negocios públicos.- Cordura política que prevaleció en 1915.- Opinión científica del doctor Maúrtua.- Precisión y fijeza extraordinaria del doctor García Calderón, para describir la sicología de nuestros partidos y de la política en el Perú.- El doctor José de la Riva Agüero combatió en 1908 los rumbos doctrinarios e intransigentes proclamados por los discípulos del señor González Prada.


Hay absolutismo en el gobierno presidencial que nos rige y deficiente labor parlamentaria, porque nos faltan verdaderos partidos políticos. Los que así se llaman, no tienen orientación definida, ni bandera, ni disciplina. Son agrupaciones al rededor de un jefe, que solo persiguen el propósito   —89→   de apoderarse del poder. Su número no pasa de cinco y se les conoce con los siguientes nombres: Civil, Demócrata, Constitucional, Liberal y Nacional Democrático.

Constituido el primero por gente selecta y rica del país, sus tendencias son conservadoras y absorbentes. Civil en su programa y en sus aspiraciones, algunas veces ha favorecido el encumbramiento de algunos militares y hasta su ascensión al poder. Esta agrupación, que en 1903, cuando el señor Candamo ocupó la Presidencia de la República, era un partido robusto y disciplinado, se halla en crisis desde 1910; y las mismas causas que hoy le mantienen anarquizado y sin rumbo, han producido también la división del partido Constitucional. Lo único compacto al presente es el grupo de los liberales, el más diminuto de todos, y el que menos raíces tiene en la opinión. El partido Demócrata terminó con la muerte de su jefe, el prestigioso hombre público, don Nicolás de Piérola, el político mejor preparado que tuvo el Perú para el gobierno nacional. El futurismo es algo que nace y que hasta ahora es una bella promesa.

El fraccionamiento del partido civil en momentos en que tenía a su cargo la dirección de los negocios públicos, ha determinado una verdadera crisis en la política y en la administración en el Perú. Sin disciplina, sin cohesión, anarquizado, guerreando entre si los distintos grupos en que hubo de fraccionarse, careció y sigue careciendo de autoridad necesaria para orientar con fijeza la marcha del Estado. Y esta desventurada situación del civilismo hizo posibles las agitaciones políticas de los últimos años, agitaciones que llegaron a abrir dolorosos paréntesis en la vida constitucional de la República, y fueron causa de honda   —90→   perturbación ciudadana y de triste quiebra de hombres, de instituciones y de partidos.

En 1915 prevaleció un momento de cordura política, y nuestros históricos partidos respondiendo a estímulos laudables dieron prueba de superior civismo al acordar unánime concurrencia a una convención libre que supiera compulsar y exponer la opinión pública a fin de exhibir candidato a la presidencia de la República. Fue este un evidente progreso político, el cual por desgracia no estuvo libre de ciertos apasionamientos de círculo que pudieron haber impedido el que la convención hubiera llenado su cometido. Manifestación de esta clase significa tranquilidad y bienestar para el Perú, y un medio de dirimir la contienda electoral sin hechos sangrientos y profundas divisiones que anteriormente conmovieron a la República.

Entre los intelectuales que han estudiado científicamente la sicología de nuestros partidos políticos, figura el doctor Víctor M. Maúrtua. Son estos sus conceptos:

Se ha hablado mucho entre nosotros de la falta de partidos orgánicos y de la ausencia de programas objetivos e inflexibles. Y se ha imputado a tales circunstancias la mayor parte de la marcha defectuosa de nuestros negocios públicos. Se ha hablado hasta ayer no mas de la anarquía y de la disolución de los partidos históricos inorgánicos y personales. Y se les ha atribuido también la responsabilidad de una situación caótica. Todo esto no es más que exponente de la misma orientación de pensamiento político, que atrae como consecuencia natural, la idea de mejorar las cosas por otros partidos y por otros programas. Hay que decir, sin reservas que no es esta la tendencia científica de la época, ni la necesidad sustancial de nuestro desarrollo. Los partidos permanentes y rígidos no son un ideal sino una desviación en las democracias, porque, por medio de sus organizaciones subyugan y automatizan a los ciudadanos, y porque, arrastrados   —91→   al principio por el deseo de realizar sus objetivos de interés público, degeneran en la práctica y resuelven su finalidad en la única pasión golosa de la posesión del poder. Los programas ómnibus no pueden despertar ninguna corriente de opinión sincera, porque es imposible hacer penetrar en la conciencia de muchos miles de hombres un enorme bloc de las más variadas convicciones de derecho público, y porque la misma organización de un programa integral de partido, supone una serie de sacrificios de principios y de transacciones entre los que tratan de elaborarlo. La tendencia en estos tiempos se dirige a dar a la acción política en las naciones democráticas una base más real y más moral que el cuadro convencional de los partidos actuales. En los Estados Unidos se percibe una gran actividad de agrupación de hombres reunidos en mira de una causa determinada, que hacen, para el efecto, abstracción completa de sus opiniones sobre las otras cuestiones políticas. Y a virtud de ese movimiento se ha podido reunir todas las fuerzas vivas de la sociedad para luchar contra la corrupción política y alcanzar victorias que permiten no desesperar de la democracia americana y del gobierno del pueblo por el pueblo. Tanto en el terreno de las cuestiones nacionales, como en el de municipales, agrupamientos ad hoc son los obreros del despertamiento cívico. Todas las reformas realizadas para depurar la vida política, comenzando por la del servicio civil, son debidas a su iniciativa o a sus esfuerzos. Las tres trascendentales reformas que han renovado la Inglaterra, durante el segundo cuarto del siglo XIX, dándole la libertad religiosa, la reforma parlamentaria y la libertad económica, fueron debidas también a los esfuerzos de organizaciones especiales que actuaron fuera de los partidos permanentes o contra ellos. Y en los últimos años casi todas las grandes batallas políticas han sido conducidas por agrupaciones especiales.



Francisco García Calderón, en su notable libro Le Pérou Contemporain, con precisión y fijeza extraordinarias, pinta lo que son los partidos y la política entre nosotros. De él, son los siguientes acápites:

La política tiene la más grande influencia en el Perú. Ella lo gobierna todo: es el objeto de las actividades, la opinión, la educación y la vida diaria. El valor de los hombres   —92→   y la realidad de las cosas se definen por una relación más o menos estrecha con los negocios del Estado. La vanidad nacional y la debilidad de los caracteres se complacen con las exterioridades brillantes. Se es dócil a la sugestión engañosa de los caudillos. En este sentido, todo es considerado sub specie política. Pero si se estudia la organización de los partidos, los programas de los jefes, la disciplina de los políticos, la organización de las influencias y la coordinación de los esfuerzos, se encuentra que la política no es nada todavía; que es indefinida y falaz, que es inquieta y ambiciosa, como nuestro carácter, y tan indecisa e ignorante como él en sus aspiraciones y en su marcha.

La política ha llegado a ser un oficio, que tiene entusiasmos, habilidades y vicios profundos. Sirve de adorno a la vida. Se es político por comodidad de espíritu, en un juego libre de facultades intelectuales. Se tiene gusto por las discusiones, por las luchas de enredo, por los pequeños egoísmos, por las inquietudes y sorpresas de la escena. Un principio antiguo de anarquía, el amor a la retórica, la ambición republicana de figurar, son los factores de esta supremacía de la política sobre todos los demás fines nacionales. Así, a menudo no distingue los medios de los fines. Se ejerce funciones políticas por ejercerlas, como si la política fuese un fin en sí. Y así la vida nacional se disipa en esta subordinación continua en la que carece de jefes y de vigor.

Los caracteres de nuestra política son la centralización, la uniformidad y el legalismo. Los atributos del gobierno no cambian: la acción legislativa permanece en el dominio de las generalidades; el poder ejecutivo, por una serie de reglamentos, de disposiciones, de aplicación y de exégesis política, corrige la ley declarando que la cumple, prevé toda la evolución de las actividades y tiene, indirectamente, una acción legislativa.

El Parlamento, en nuestro sistema representativo, rara vez ha luchado con el poder. Ha obedecido a las sugestiones de la autoridad; ha tenido en ciertos momentos de nuestra historia aires despóticos; pero jamás ha sido una verdadera fuerza de equilibrio político y social.

Los partidos políticos son agrupaciones inestables, formadas por la sugestión de una fuerte personalidad directora. Predican teóricamente reformas en todas las manifestaciones de la actividad nacional; tienen programas y objetivos, ambiciosos o débiles; pero, en realidad, se dividen por odios personales, por tradiciones diferentes, por tabiques formados por el hábito. El prestigio de las personas era el único elemento   —93→   de unidad en los tiempos del militarismo y del caudillaje. Los hombres creaban agrupaciones personales y efímeras cuyo fin era la conquista rápida del poder. Se encuentra manifestaciones de esta instabilidad de los partidos, aún en países de fuerte organización como Inglaterra; pero sus evoluciones transtornadoras obedecen a intereses nacionales y a direcciones impuestas por el momento histórico. Entre nosotros las transformaciones dependen de las ambiciones de los jefes, estando colocados los problemas nacionales en un plan secundario con respecto a los fines inmediatos de la acción de los partidos.

Estos defectos nacen de la falta de educación política. En los colegios, en las escuelas populares, en el espíritu de la enseñanza popular no se ha conocido lo que se llama educación cívica. Algunos rasgos de chauvinismo en la cultura histórica, era todo lo que se ha ofrecido como preparación para la democracia. Una reacción general contra esta ausencia de reflexión patriótica en la instrucción, ha creado en la enseñanza cursos de educación cívica y en la historia reflexiones sobre nuestro pasado, nuestras luchas, nuestros desastres y nuestros héroes. La última generación se educa en un culto más reflexivo de la patria y en un sentido más verdadero de las cosas políticas.

Para educar la libertad no hay nada más fecundo que las instituciones locales; ahora bien, esta educación necesaria para el ejercicio del sufragio, es muy imperfecta entre nosotros. La política es un asunto de improvisación fácil, cuando no está basada sobre una preparación adquirida en los órganos inferiores, en los cuerpos locales.

Entre la acción privada y egoísta y la acción política abstracta y general no tenemos términos medios en que la actividad de los hombres se ocupe de intereses comunes. Se quiere obrar sobre el todo sin tener la experiencia de las partes. La conciencia del deber público es débil, porque no se siente obligada sino vagamente, idealmente hacia la patria.



En el Perú no existen partidos de principios. El señor José de la Riva-Agüero, con toda lucidez ha tratado el tópico, al combatir en su libro, Carácter de la Literatura del Perú Independiente, los rumbos doctrinarios e intransigentes, que hace ya algunos años, animaron la voluntad de los discípulos del que fue señor González Prada.

  —94→  

Sus razones son estas:

¿Qué ganaría el Perú con la formación de partidos de principios? En Europa como en América, en las grandes potencias como en las naciones pequeñas, los partidos de principios, cuando existen, no son sino el signo bajo el cual se agrupan intereses de clases y de personas. No se lucha por las ideas sino por los intereses que representan. Mejor dicho, las ideas políticas no son nunca más que el símbolo o la expresión abstracta de determinados intereses. Así sucede en Inglaterra y en Francia, en Alemania y en Rusia, en Italia y en España, y como no hemos de cambiar la naturaleza humana, así sucedería en el Perú. Variaríamos de nombres, y nada más que de nombres. El fondo sería idéntico; tendríamos lo que hoy tenemos. ¿Merece una cuestión de palabras tantos afanes? Nuestra regeneración no puede venir de allí. Vendrá del progreso en la educación; del incremento de la riqueza; del desarrollo de la actividad; del combate sin tregua contra la inercia, contra la pereza criolla que nos mata, de la consolidación de la paz; de la estabilidad de los gobiernos; de una acertada reforma constitucional que limite la órbita de los poderes públicos y que asegure la permanencia en los propósitos, en vez de la incesante y caótica mutación de rumbos y políticas.

Los partidos de principios, no sólo no producirían bienes, sino que crearían males irreparables. En el actual sistema, las diferencias entre los partidos no son muy grandes ni muy hondas sus divisiones. Se coaligan sin dificultad; colaboran con frecuencia. Los gobernantes sagaces pueden, sin muchos esfuerzos, aprovechar del concurso de todos los hombres útiles. Pero si los partidos se hicieran doctrinarios, las cosas tomarían pronto otro carácter. Por poco valor que tenga en sí un principio abstracto, siempre agria la lucha, le da aspecto dogmático, impide las transacciones, despierta el fanatismo. Las guerras más terribles han sido las religiosas. Y ¿cuál sería en el Perú el distintivo capital de los partidos doctrinarios de principios? No hay duda: sería el color religioso; bien claro lo dicen nuestros radicales. Se formaría, pues, un partido de católicos más o menos sinceros, y otro de librepensadores más o menos exaltados. Católicos y librepensadores, que hoy nos damos amigablemente la mano, nos encontraríamos separados por un abismo. Y ¡qué abismo! El más profundo, el más tenebroso, el más infranqueable, como que toca a lo más íntimo y delicado de la conciencia, a la vida interior, a la tradición y al sentimiento.   —95→   Para elevar a una persona a un cargo público, no nos preguntaríamos ya si era o no idónea, sino en primer término si era librepensador o creyente. Y quien sabe la repercusión que en el Perú tiene la política, comprenderá que esto sería la guerra llevada a la familia, a lo más secreto del hogar y a todos los instantes de la vida. ¿No tenemos acaso bastantes dificultades para crearnos por gusto otra nueva y tan tremenda? Necesitamos, ante todo de concordia, de unión, de tranquilidad, de trabajo constante, si queremos conservar nuestra calidad de nación independiente, y ¿vamos a suscitar la cuestión que más divide los ánimos, vamos a despedazarnos, a desgarrarnos en fracciones irreconciliables? Sería una insensatez monstruosa o un incalificable delito; sería alentar el espíritu revolucionario, que tal vez no está muerto definitivamente, suministrándole un poderoso y eficacísimo pretexto. Y si vuelven las revoluciones, todo está perdido no habrá salvación para nosotros.

Hay un pueblo americano, de nuestra misma raza, cuyo territorio fértil como ninguno, ciñen dos océanos cuya situación envidiable lo destinaba a ser emporio de riqueza; cuyos hijos, por el carácter y por la inteligencia; por el valor heroico y por el proverbial talento, no conocían rivales en nuestro continente. Y, ese pueblo heredero de las glorias de Bolívar, cuna de grandes poetas, de grandes escritores, de grandes políticos, con todos los elementos para ser próspero y poderoso, ha derrochado miserablemente sus recursos, ha agotado obscuramente sus fuerzas en impías contiendas fratricidas, y después de sufrir el yugo de mil tiranuelos, se presenta hoy más anarquizado, más arruinado y más infeliz que todos sus hermanos de la desgraciadísima América española. Colombia es para el Universo, pero en especial para nosotros que hemos participado siempre de sus vicios y propendido a sus errores, solemne ejemplo que enseña cuales son los malditos frutos del charlatanismo de los ideólogos y hasta donde conduce la guerra religiosa. Escarmiente el Perú, todavía es tiempo.

Naciones como Francia, Italia, Rusia y Austria, cuya vitalidad es incomparablemente superior a la nuestra, no pueden soportar sin grave quebranto la lucha religiosa; y el débil Perú, convaleciente de mortales enfermedades, el pobre Perú, exhausto, desangrado, ¿habrá de introducirla en su organismo? No resistiríamos la inoculación. Conmociones tan violentas concluirían por agotarnos, sacudimientos tan terribles nos arrojarían al precipicio de cuyos bordes apenas nos hemos apartado dos pasos. En Venezuela y en el   —96→   Ecuador la política de principios no ha producido hasta ahora resultados muy alentadores. Méjico ha salvado milagrosamente, cuando se encontraba en el último extremo, aceptando como remedio heroico una verdadera autocracia.

En el Perú, el primer efecto de la organización de un partido anticlerical, sería que los católicos a su vez se organizaran y disciplinaran para hacernos frente. Les daríamos así nosotros mismos la fuerza de que actualmente carecen. ¿Esto es lo que se proponen esos librepensadores? Y si al radicalismo religioso agregan los discípulos de Prada, como parece, vanas quimeras de reivindicaciones populares, forzarán a las clases conservadoras a hacer causa común con el catolicismo. No lo olviden los radicales: si su partido llegara a constituirse definitivamente, con ello no harían sino trabajar por el engrandecimiento de la Iglesia.

Yo también soy anticlerical, pero creo que el anticlericalismo peruano ha de ser moderado, prudente, lento en sus aspiraciones. Para conseguirlas, no necesita organizarse como partido ni le conviene hacerlo. De la difusión de la cultura debemos esperarlo todo. No abandonemos el patronato, escudo que bien manejado defiende a los gobiernos de los avances de Roma; formemos un clero secular instruido, moral, que atienda más a las conveniencias nacionales que a las órdenes impartidas de fuera; vigilemos al clero regular, no invistamos del episcopado a sus miembros, porque en ellos la insubordinación contra el poder civil, la intolerancia belicosa y la sumisión incondicional a la corte pontificia son mayores que en los clérigos; defendamos donde quiera la libertad de conciencia, que ya felizmente va afianzándose entre nosotros; dejemos que en las universidades y en los diarios, en la tribuna y en el libro, se manifiesten todas las doctrinas; no proscribamos ninguna, no nos erijamos en jueces infalibles de la verdad y el error; sin establecer la instrucción laica, ni mucho menos, prestigiemos los colegios del Estado, mejorémoslo sin cesar, favorescámoslos con toda decisión procuremos que domine en su enseñanza el criterio liberal e independiente; y habremos hecho cuanto exige y cuanto permite la situación del Perú.

Todo esto parecerá a los radicales muy tímido y tibio; ellos querrían decretar desde luego la separación de la Iglesia y del Estado, la supresión de los conventos, la abolición de los votos monásticos... etc. Algunos también sueñan en emprenderla contra el capital y en propagar el socialismo. Sería para el Perú la última desgracia, el último absurdo y la última plaga. Desde que aquí todavía no hay cuestión   —97→   obrera, desde que aquí no existe ninguna de las causas económicas que en los demás países producen el socialismo, introducirlo, por manía simiana de imitación, sería, a la vez que ridículo e insensato, criminal en alto grado, porque se nos ingeriría un fermento de odios y discordias aún más activo, un veneno aún más mortífero que la lucha religiosa. Habría sonado la hora del hundimiento general.

No significa todo lo dicho que yo crea que los partidos no deben tener ideales. A nadie (y menos a mí) se le puede ocurrir sostenerlo, ni abogar por el mero personalismo. El caudillaje degrada. Pero yo no veo por qué nos hemos de reducir a la fatal alternativa de que los partidos sean pandillas de paniagudos o catervas de sectarios. Fuera del anticlericalismo ¿no hay ideales? Fuera de las opiniones religiosas, de los principios, como los llaman, ¿no hay problemas administrativos, políticos, económicos, constitucionales, diplomáticos, sobre los cuales un partido serio, un partido digno de este nombre, debe tener direcciones persistentes y sistemáticas? Direcciones digo, no inmediatos propósitos, porque en política se impone el posibilismo. Pero en fin, para todo hombre honrado, para toda inteligencia algo elevada (hay que reconocerlo y proclamarlo muy alto) un ideal político es indispensable por el poder mismo: es medio, no un fin: hay que saber el término a que nos dirigimos, aunque no pretendamos alcanzarlo de un salto. ¿Quién lo niega?

Sin convertir la cuestión religiosa en clave de la política, sin hacerla núcleo de los programas, sin aislarnos en castas cerradas y enemigas de reaccionarios y librepensadores, o de ricos y pobres, podemos y debemos decidirnos acerca de mil cuestiones importantísimas que nos demandan imperiosamente clara y definida solución. En el Perú se nota a este respecto una deficiencia grave. Los partidos peruanos son demasiado personalistas. Prescindiendo de las agrupaciones pequeñas, los mismos partidos históricos no tienen rumbos fijos ni reglas de conducta constantes. Los asuntos se resuelven en vista de las circunstancias o de la voluntad del jefe. No admira que miembros conspicuos de un partido difieran todo coleo sobre puntos cardinales. Los programas que cada cuatro años redactan los candidatos son, más que todo, cosa de fórmula, de costumbre, de trámite, y, salvo rarísimas ocasiones, repiten con insoportable monotonía idénticas generalidades, en las que ya nadie cree. Las perniciosas consecuencias de tal estado son evidentes y no es propio enumerarlas. Y sin embargo, en el fondo de los grandes partidos, de los que tienen tradición y representan verdaderos intereses sociales,   —98→   como efecto de aquella y de éstos, existe implícita, pero innegable y poderosa, la tendencia a determinados ideales, a considerar siempre los negocios públicos de determinada manera. Extraer de esa tendencia, algo inconsciente y confusa, el ideal a que aspira; expresar el espíritu de la tradición partidarista en fórmulas, no inflexibles a modo de dogmas, pero tampoco vagas y flotantes; encarnar los intereses en las teorías que les corresponden y los definen; distinguir lo accidental de lo esencial, lo que provisionalmente se adopta de lo que permanentemente se desea; señalar el fin; reconocer el objetivo; en suma, disciplinar, no sólo las voluntades, sino también las ideas, es labor urgente, labor dura y penosa, llena de contrariedades y de obstáculos pero la labor necesaria porque de ella dependen la seriedad en la obra política y la fecundidad y consistencia en los resultados. Para realizarla no es menester empeñarse en la titánica empresa de formar un nuevo partido, aquí donde tanto escasean los elementos y los hombres; ni rechazar todo lo existente, so pretexto de que algo es corrompido y desechable.





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ArribaAbajoCapítulo VIII

Ejército


SUMARIO

Cultura y moralidad del Ejército.- Se acabaron los caudillos militares y el mando absoluto que tuvieron los jefes de batallones.- El oficial de hoy y el oficial de ayer.- El movimiento de Ancón.- No significa un retroceso a los tiempos anárquicos del Perú.- El Ejército es querido por el pueblo.- Opiniones del Coronel Alcázar y del señor José Pardo.- Todos los militares en servicio activo.- Efectivos actuales.- Necesidad suprema de mantenerlos bajos.- Vaciemos los cuarteles y llenemos los parques.- Anhelos militaristas.- La fuerza del Perú está en su debilidad.- Criterio predominante en asuntos militares.- También en Bolivia y hasta en Chile se pide mayor militarización.- La conscripción militar.- Abusos que se cometen con los indígenas.- Sueldos que ganan los jefes y oficiales del ejército.- Cuarteles y hospitales.- Conceptos del general Muñiz.- Escalafón militar y de marina.- Registros militares.


La relativa tranquilidad en que ha vivido el Perú durante los pocos años corridos en la presente centuria, el mejoramiento de sus finanzas y la labor educadora de la misión militar francesa, han proporcionado al ejército la   —100→   cultura, la moralidad y el prestigio que anteriormente no tuvo. Como rezagos de indisciplinas pasadas, aun manchan su honor hechos delictuosos, los cuales ya no constituyen como ayer la normalidad de las cosas sino la excepción de ellas.

El aislamiento en que quedó el mayor Patiño en agosto de 1918, es prueba evidente de la repugnancia con que los jefes y oficiales del Ejército miran los pronunciamientos militares. Dado el golpe de Ancón por un mayor, tres oficiales y setenta hombres entre clases y soldados, apenas unos pocos marinos se negaron a combatirlo. Entre otras causas fracasó ese movimiento porque ya no hay caudillos militares y los que aspiran a serlo carecen de popularidad y no cuentan con la obediencia incondicional en las tropas, y porque ya un jefe no tiene el dominio absoluto del batallón que comanda, ni sobre sus soldados el prestigio de que gozó en años ya lejanos. La educación superior que recibe hoy el oficial de ejército le da conceptos de moralidad, de disciplina, de lealtad y devoción a su bandera y a la constitución que le faltaron anteriormente. Conoce ahora el peso de su responsabilidad y a ella se atiene en su conducta individual y colectiva. Aspira a subir por sus propios méritos, no por la revuelta, el motín y menos por la traición y el cobarde asesinato de sus jefes. Hasta en su porte, en su indumentaria, en su lenguaje, en su conducta privada, en su moral y en su prosapia, hay algo que ayer le faltó. El militar se casa hoy en plena juventud, vive con toda moralidad, no tiene queridas como pasaba anteriormente, no frecuenta garitos, pudiendo decirse con entera verdad que su comportamiento es de un caballero. El alto sueldo que   —101→   le tiene asignado el Estado favorece la decencia en que vive.

Siendo esta la sicología de nuestro oficial de Ejército, son pocos los que se prestan para encabezar un motín de cuartel. Un sentimiento de dignidad que antes no existía y el miedo que inspira la degradación pública y el ser borrado del escalafón militar, todo lo cual manifiesta que el sentimiento del honor está muy por alto en esas gentes, los mantiene fieles a su bandera, a la constitución y a las leyes. Lo más que se puede conseguir de alguno es pasibilidad, el no hacer; dejando a otros la acción y tomando los sucesos al término de ellos como hechos consumados. Apreciada así la moralidad de nuestro oficial, el movimiento de Ancón no significa un retroceso a la barbarie, ni tampoco el predominio de los exaltados, sino al contrario, la agonía, los últimos estertores de un mal que acaba y que tuvo vida intensa en los primeros tiempos de nuestra época republicana. Ya no son todos culpables del delito de insurrección como pasaba en 1829, ni tampoco la mayoría de nuestros militares como sucedía después. Son hoy los menos los que prestan oídos a las proposiciones subversivas y corruptoras de los civiles, y muy contados los que se hallarían dispuestos a iniciar un movimiento. Hay en nuestro Ejército, más moralidad, delicadeza, lealtad y honor de las que le conceden nuestros políticos pesimistas. A pesar de esto es blanco de apasionamientos contrarios, aunque querido por el pueblo y aplaudido por él en los días en que de gran parada concurre a las asistencias nacionales.

Hablando en público el coronel don Samuel Alcázar, delante de un concurso distinguido de jefes, durante el agasajo   —102→   de que fuera objeto en febrero de 1918, dijo lo siguiente:

Los militares del Perú, necesitan que el país cuente de una vez, con un ejército preparado para cualquier emergencia, que aunque reducido o pequeño por sus efectivos, sea grande, en cambio, por su preparación y por su moral profesional; que simbolice de un lado la integridad de la patria, y de otro el sostén de su soberanía; que no omita su entusiasmo ni su sangre, cuando así lo exija la voz imperiosa del deber.

Los militares del Perú, conscientes hoy más que nunca de la misión que les incumbe, profundamente convencidos de la magnitud de sus deberes, aleccionados duramente con las amargas experiencias de la historia, rechazan abiertamente todo contacto político. Lo rechazan ahora como lo rechazarán siempre, siempre y siempre, porque saben, como soldados que son de la Nación, que para que haya ejército, ejército de verdad, ejército que corresponda a los altos fines de su misión, y no falange banderiza, sometida a caprichos o consignas de caudillos personales, es menester que no se levante otro estandarte que el que se levantó victorioso en los llanos de Junín, que no se ice otra bandera que la bandera que se izó sobre las aguas ensangrentadas de Angamos [...]



El señor don José Pardo, siendo candidato a la presidencia de la República en 1915, en un notable discurso, tuvo los siguientes conceptos en lo que toca a la misión del Ejército:

Pero debo recordar a nuestros jefes y oficiales que el mérito técnico y profesional, el valor y la extensión de los contingentes, la importancia misma del material de guerra, resultan insuficientes para asegurar los altos fines de la institución militar, si falta esa suprema virtud de la disciplina, capaz de reunir en una sola todas las voluntades; y que es condición esencial para que la disciplina se conserve, que el Ejército esté absolutamente alejado de las luchas políticas.

Cuando el soldado percibe toda la nobleza y toda la generosidad de su misión, se mantiene en el camino del deber y del honor, y es el respeto de la bandera y el escudo de la ley.

  —103→  

En el primer período de nuestra vida independiente, cuando se confundía la autoridad y la fuerza, y el ejercicio de esta no se entregaba a la masa ciudadana, pudo hablarse del militarismo como sistema político. Pero en la hora actual del mundo, cuando ya nadie discute que la autoridad tiene por misión garantir la libertad, hablar del militarismo implica una incoherencia, porque la ley del servicio militar universal y obligatorio, ha fundido el deber militar con el deber cívico, y ha hecho de cada ciudadano un soldado y de la Nación armada el Ejército nacional.



Con anterioridad al primer gobierno del señor Pardo, había en el Ejército una clase conocida con el nombre de «indefinida», en la cual pasaban revista los jefes y oficiales caídos en la última revolución. Todavía Piérola durante su último gobierno, tuvo militares cesantes, algunos de los cuales, como el que fue general Muñiz, pasaron largo tiempo en Buenos Aires.

Al presente nadie vive inactivo; y es por esta causa que tenemos a sueldo oficialidad suficiente para formar un ejército de 50.000 hombres. Exceptuando el inconveniente del gasto, gasto que ocasiona un presupuesto de guerra muy subido, nuestro exagerado número de jefes y oficiales origina dos situaciones favorables: base científica para aumentar nuestros regimientos si la guerra nacional nos sorprendiera; y buena política, poniendo a cubierto de la miseria a los que siguen la carrera de las armas y han hecho de ella una profesión técnica y digna. ¿Cómo podía vivir en paz la República en años pasados, si la mitad de nuestros militares se morían de hambre en la «indefinida»? A Dios gracias ya esto no sucede, y la tranquilidad nacional, vista por este lado está firmemente asegurada.

La indisciplina y lamentable desmoralización en que ha   —104→   caído la tropa en el Perú siempre que por escasez fiscal el soldado no ha recibido su paga, es causa principal de que se mantenga el Ejército únicamente con los efectivos que son indispensables. Esto naturalmente, sin disminuir los cuadros de jefes y oficiales, a fin de que siempre estén completos, y sólo sea necesario aumentar el número de soldados si las exigencias nacionales así lo demandaran.

Pretenden rebalsar estos efectivos, los que sostienen que la guerra viene siempre en forma sorpresiva, y que si no se tiene acuartelados a miles de ciudadanos en época de paz, no hay tiempo para prepararlos a la hora del conflicto. Razón no les falta a quienes tales cosas sostienen en su deseo de mantener en armas quince o veinte mil hombres. Desgraciadamente, los ingresos nacionales son muy reducidos en el Perú, y si todo se gastara en alimentar soldados recluidos en cuarteles, sería imposible atender a los gastos de la administración pública y a los demás que demandan la justicia, la instrucción, y el anhelo de construir ferrocarriles y sanear las poblaciones. Además, nada se haría con tener muchísimos soldados en plena instrucción, si no hay posibilidad de acopiar en los parques la colosal cantidad de municiones que exige la guerra moderna. Si hoy que tenemos un diminuto ejército nuestros parques no tienen material de guerra para una larga campaña, ¿cuántos millares de libras deberíamos gastar para surtir de municiones a quince o veinte mil soldados?

El señor Federico Elguera, estando al cabo del gran derroche que hay que hacer de estas municiones en los campos de batalla para disputar el triunfo al enemigo, ha dicho: vaciemos los cuarteles y llenemos los parques.

  —105→  

Aspira como es natural el país a tener un ejército bien armado y provisto de pertrechos y municiones que lo hagan respetable en América; mas como por encima de la opinión de los que comandan las tropas están los acuerdos de los internacionalistas y los consejos de los hombres que manejan las finanzas, en último término en el Perú, en materia de armamentos y efectivos militares se ha hecho la voluntad de los civiles.

Sostuvo Piérola que la fuerza del Perú estaba en su debilidad. Esta doctrina sigue teniendo eco en las clases dirigentes a ella se debe que el número de nuestros soldados fluctúe alrededor de 7.000 hombres. Este efectivo es suficiente para Bolivia y para el Ecuador; el doble ni aun el triple sería eficaz para Chile.

La lucha no se hace solo con soldados y municiones. Para movilizar las tropas se necesitan buques y ferrocarriles y lo que es más importante, dinero en cantidad ilimitada. La guerra de 1879 se perdió por falta de recursos, de comando y de buena diplomacia. El ejército y la marina se comportaron bien. Chile tuvo abierta la caja de los banqueros ingleses. Cerrada para nosotros, imposible nos fue comprar un acorazado en Europa y sacarlo con la bandera prestada de algún estado centro americano. Cuatro meses después de iniciada la contienda, fue necesario que las señoras de Lima dieran sus joyas y los ricos el resto de su fortuna para que el señor Pflücker fuera a Kiel y armara dos buquecitos, uno de los cuales es ahora la Lima.

Por lo demás, la nerviosidad de nuestros militares y la alarma que en ellos producen las deficiencias de nuestro Ejército no debe preocuparnos, siendo consecuencia natural   —106→   de su patriotismo y mal general en toda América. Estas mismas alarmas existen en Bolivia, en el Ecuador, en la Argentina, y lo que es más sorprendente, en Chile, el país más militarizado del Continente.

Si a los militares chilenos les parece poco lo que tienen y todavía quieren mayores preparativos para la guerra ¿cómo es posible quejarse de los lamentos de los nuestros, siendo extraordinaria la desproporción que hay entre lo de allá y lo de acá?

Léase lo que ha dicho en una conferencia pública en la Universidad de Santiago, el coronel subjefe de Estado Mayor, don Mariano Navarrete, en el mes de diciembre de 1917:

Después de la revolución del 91, el supremo gobierno y las cámaras iniciaron una era de progreso para las instituciones armadas, preocupándose de organizar los cuadros del ejército permanente bajo una base racional; de establecer el servicio militar obligatorio; de contratar instructores y profesores extranjeros; de normalizar las funciones del comando superior; de implantar la práctica de las maniobras; de crear nuevos institutos de enseñanza; de enviar oficiales a Europa a perfeccionar sus conocimientos; de dictar los reglamentos nuevos; de dividir el país bajo el punto de vista militar, y, finalmente, de votar fondos para adquirir los elementos más indispensables para el funcionamiento del ejército que realizaba una transformación radical de los métodos y prácticas hasta esa época existentes.

Esta acción benéfica de los poderes públicos ha sido debidamente apreciada por los profesionales y por la opinión unánime del país; pero la obra empezada con tanto entusiasmo y patriotismo en días de feliz memoria, no ha sido continuada con igual empeño, existiendo, por esta causa, grandes lagunas que interrumpen el progreso militar, impidiendo a la superioridad obtener todos los espléndidos resultados que era dable esperar de la aplicación de las nuevas leyes orgánicas y de una mejor reglamentación.

La falta de polígonos y de campos de ejercicios perjudica   —107→   la instrucción práctica de los reservistas, impidiéndoles conocer a fondo el manejo de su arma y la correcta aplicación, en terrenos variados y bajo una supuesta situación de guerra, de las prescripciones reglamentarias.

A pesar de las disposiciones terminantes de la ley y de las reiteradas peticiones de los profesionales, hasta la fecha no ha sido posible obtener que se llame anualmente a las filas a un cierto número de reservistas, a fin de refrescar sus conocimientos y mantenerlos aptos para las funciones que deben desempeñar en campaña. Debido a esta circunstancia desgraciada, se puede decir que en la actualidad, salvo los contingentes recién licenciados, los demás carecen de valor militar, habiéndose perdido, sin provecho alguno para la defensa de la Nación, los sacrificios y las fuertes sumas invertidas por el estado en su preparación para la guerra.

Por razones de economía, que no pueden hacerse efectivas en lo que atañe a la defensa nacional, pues se juega con ello la seguridad del país, se han suprimido desde hace cuatro años las grandes maniobras, es decir, la única ocasión que tiene el alto comando para practicar en pequeña escala lo que le corresponderá hacer en la guerra, práctica que para nosotros es absolutamente indispensable, pues la mayoría de nuestros jefes carece de experiencia sobre la conducción de la guerra moderna.

También por razones de economía no se han creado a pesar de las reiteradas peticiones de la superioridad militar, las escuelas de artillería, de tiro y gimnasia, institutos que son indispensables para preparar un personal competente capaz de manejar el material moderno y de formar hombres robustos, resistentes en las fatigas y audaces en el peligro.

Por causas que no me es dado calificar, carecemos hasta la fecha de fábricas particulares o fiscales para la elaboración de municiones de artillería e infantería, estando por consiguiente a merced de los mercados extranjeros, y, como ocurre en la actualidad, sin seguridad ninguna de contar con estos elementos indispensables en el instante deseado.

Esta situación no puede prolongarse sin peligro eminente para la seguridad del país, pues no debe olvidarse que la paz depende de múltiples factores cuya armonía es difícil de mantener, razón que justifica la necesidad de estar preparados para cualesquiera emergencia.



La conscripción militar, a pesar de ser una ley sabia, patriota y democrática, no ha dado hasta ahora en el Perú   —108→   los resultados que se han esperado. La ignorancia de nuestros indígenas y su apatía para cumplir la parte que a ellos se refiere, ha sido causa de que, por disposiciones vigentes, la mayoría de esos indígenas sean penados con el enrolamiento forzoso, o lo que es lo mismo, que bajo diferente forma, pero empleando los mismos procedimientos que en tiempo de Castilla y de Balta la leva sea un hecho real y efectivo. Y como el número de los llamados a servir bajo banderas cada año no es elevado y si muy alto el de los remisos en el cumplimiento de la inscripción, y como la ley dispone que se dé preferencia en el enrolamiento a los no inscriptos, son ellos los únicos que ingresan al Ejército. En Lima y en las capitales de los departamentos, la inscripción está mejor organizada y es mejor cumplida. Por este motivo, de vez en cuando, como cosa rara, vemos de soldados en los batallones a jóvenes de buenas familias.

Junto con la época que la ley señala para el enrolamiento en el Ejército de los que han cumplido la edad, llegan a Lima cada año desde las más apartadas regiones de la República, quejas de irregularidades y abusos cometidos por causa de dicho enrolamiento. Como el propósito que persiguen las malas autoridades no es otro que el de convertir la ley de servicio militar en fuente de ilícitos recursos, la persecución de los indios y su inmediato encarcelamiento hasta que paguen el precio de su libertad, tiene todos los caracteres de la mita en la época del coloniaje. Parece mentira que después de un siglo de independencia, con diferente pretexto se trate al indio de la misma manera que lo hacía el corregidor español.

¡Pobre raza aborigen! Oprimida por el caciquismo, envilecida   —109→   por el abandono en que se le tiene y por los vicios que le han enseñado las razas superiores, hasta el llamamiento que de ella se hace para que dé su sangre a la patria es motivo de crueles e inescrupulosas iniquidades por parte de los encargados de militarizarla. No hay nada que se parezca a la forma denigrante como se hace esta persecución de indígenas. El hecho se ha denunciado y sigue denunciándose año tras año en la prensa y en el Parlamento; pero como el Gobierno carece de medios para comprobar el delito, las autoridades que tales atrocidades cometen raras veces son castigadas.

Ansiosos el Ejecutivo y el Legislativo de prestigiar el Ejército y de colocarle en situación económica excepcional, a comenzar desde 1910, se aumentaron los sueldos de los jefes y oficiales en proporciones jamás vistas en la administración pública, ni tampoco en los ramos de justicia e instrucción. Este aumento se extiende también a los que están en la indefinida o en el retiro, y por tal beneficio, el presupuesto de guerra asciende a elevado guarismo. Hoy día un prefecto de departamento gana tanto como un mayor del Ejército, y un subteniente casi el doble de lo que recibe un preceptor.

En Lima, exceptuando Santa Catalina, Guadalupe y la Escuela de Chorrillos, que hace muchísimos años fueron construidos para cuarteles, lo demás dedicado al objeto es deficiente. En provincias, la tropa se aloja en lugares inadecuados que no reúnen ninguna condición militar. Puede decirse lo mismo en lo concerniente a hospitales.

Respecto a unos y otros, el general Muñiz, en su memoria de guerra de 1912, decía lo siguiente:

  —110→  

Ninguno de los locales que sirven de albergue a nuestras tropas merece el nombre de cuartel, pues dada la antigüedad de todos y los inconvenientes derivados de su inapropiada construcción, no es factible conformarlos a las exigencias de la vida militar. Las reparaciones de que son objeto constantemente no pueden satisfacer esas exigencias, y su costo, muchas veces crecido, no guarda relación con las mínimas y transitorias comodidades que procuran.

Urge, pues, construir cuarteles que reúnan las condiciones de amplitud, higiene, comodidad y ornato que deben tener; pero como tales construcciones demandarían un desembolso mayor del que podemos realizar, sería discreto que se votara la partida que se considere suficiente para ese fin, durante cuatro o cinco años sucesivos, verificándose previamente los estudios del caso y formulándose los presupuestos correspondientes.

El hospital de «San Bartolomé» -que es el único que existe- no satisface las necesidades de la Guarnición de Lima, no obstante las innumerables mejoras que viene recibiendo día a día.

Construir aún cuando sólo sea un hospital en cada cabeza de región o zona militar, y sobre todo en esta capital, es indispensable, tanto para atender con mayor esmero a los oficiales y soldados que pierdan la salud, como para que tengan un campo de preparación los enfermeros militares que deben acompañar a los cuerpos de tropas cuando son movilizados a lugares en que no exista ninguna casa de asistencia.



En los últimos tiempos se han estudiado planos y, presupuestos para la construcción de dos cuarteles, uno en el fundo Lobatón, a dos kilómetros de Lima; y otro en los terrenos del Estado, situados en la Avenida Grau, en esta capital.

En Sullana, Lambayeque, Trujillo, Arequipa, Juliaca y Puno se hace algo para mejorar los locales adaptados para el alojamiento de las tropas.

El escalafón del ejército en julio de 1918 anotaba lo siguiente:

  —111→  

En actividad: 4 generales de brigada, 31 coroneles, 12 coroneles graduados, 85 tenientes coroneles, 2 tenientes coroneles graduados, 95 mayores, 2 mayores graduados, 198 capitanes, 278 tenientes, 146 subtenientes.

En disponibilidad definitiva: 1 general de brigada, 4 coroneles, 7 coroneles graduados, 26 tenientes coroneles, 1 teniente coronel graduado, 34 mayores, 7 mayores graduados, 64 capitanes, 6 capitanes graduados, 105 tenientes, 3 tenientes graduados, 21 subtenientes.

En el retiro: 2 generales de división, 3 generales de brigada, 25 coroneles, 52 coroneles graduados, 80 tenientes coroneles, 19 tenientes coroneles graduados, 86 mayores, 25 mayores graduados, 145 capitanes, 52 capitanes graduados, 123 tenientes, 47 tenientes graduados, 170 subtenientes, lo que hace un total general de 1.959 oficiales generales, superiores y subalternos, en las tres situaciones.

Durante el año de 1917 pasaron a la disponibilidad definitiva 53; al retiro 41; y fallecidos 165 entre jefes y oficiales.

El escalafón de Marina anota las siguientes cifras: en actividad 145; en disponibilidad transitoria 53; en definitiva 4; en retiro 55.



*  *  *

Los registros militares acusan las siguientes cifras de inscritos:

Ejército permanente Reserva Territorial
1.ª Región 46.802 45.900 104.226
2.ª Región 87.878 63.538 118.521
3.ª Región 64.867 43.266 96.271
Circunscripción de Montaña 6.214 4.727 7.377
Lo que da un total de 689.587 inscritos.


*  *  *

Perfeccionada la organización del Ejército con el establecimiento de los cuadros correspondientes a los efectivos de paz y pie de guerra, el presupuesto para el próximo año considera un efectivo aproximado a 7.000 hombres.

Las unidades que constituyen el Ejército, según presupuesto, son las siguientes:

  —112→  

Siete regimientos de Infantería, tres compañías de Ametralladoras, tres regimientos de Artillería de montaña, un grupo de Artillería de campaña, un Regimiento de Artillería de costa, un batallón de Zapadores, dos compañías autónomas de Zapadores, cinco regimientos de Caballería; y las secciones de clases correspondientes a las tres armas de la Escuela Militar.





  —[113]→  

ArribaAbajoCapítulo IX

Regionalismo


SUMARIO

¿Tiene el Perú condiciones para aspirar al regionalismo?- ¿Podrán progresar nuestros pueblos sin la cooperación del Subprefecto?- Inconveniencias del centralismo.- Administración autónoma. -Opiniones francas del doctor David García Irigoyen.- Conceptuoso artículo del señor Carlos Chirinos Pacheco.- Descentralización administrativa e intelectual proclamada por los futuristas.- Opiniones del señor A. B. Leguía.


La forma inconveniente y absoluta como el Ejecutivo ejerce el poder que la constitución le ha conferido, ha creado el ideal regionalista. ¿Tiene este ideal derecho a la vida? ¿Hay en todas las provincias preparación, cultura y rentas para ejercer el gobierno propio? El abandono en que se hallan las municipalidades, las juntas de beneficencia y las departamentales, lo difícil que se hace el funcionamiento de ellas y la pobre intelectualidad de sus personeros, ¿son pruebas suficientes para afirmar que estos núcleos administrativos carecen de elementos propios para exigir la autonomía?   —114→   El asunto merece estudio, y los que mejor lo conocen hasta ahora sostienen que no ven claro.

No falta quien diga que el poder central se inmiscuya en los resortes de la vida provinciana, porque su tendencia absolutista es incontenible; pero también hay quien afirme, que si los prefectos y subprefectos no hicieran las cosas, especialmente las obras públicas, la vida nacional en los pueblos de la República, volvería al atraso en que estuvieron en la época colonial. Ante esta doble afirmación, cabe preguntar, si el gobierno central interviene porque no quiere que nadie menoscabe su autoridad, o si interviene porque los provincianos carecen de iniciativas y de condiciones para gobernarse por si mismos. Conviene también preguntar, si el gobierno central y los provincianos son culpables por igual de lo que ocurre.

Nadie ha estudiado el asunto en forma científica, y los muchos artículos que sobre el particular se han escrito, con notables excepciones, solo han servido para oscurecerlo más.

En apoyo de las ideas regionalistas debemos decir, que es intolerable en provincias depender en todo del poder central. Apenas un asunto de municipio o de beneficencia sale del trámite ordinario, necesario es remitirlo en consulta al Supremo Gobierno; consulta que, en la mesa de partes de algún ministerio quedará eternamente encarpetada, si el diputado o senador correspondiente a la localidad consultante, es persona negligente o no tiene influencia con el Jefe del Estado.

El regionalismo, tal como lo entienden las gentes que lo han proclamado en los departamentos del sur, que son los   —115→   más exagerados de la República, parece que no entraña aspiraciones separatistas; y que solo tiende a modificar nuestros sistemas administrativos, a fin de que las autoridades regionales tengan alguna autonomía. El ideal regionalista, dicen estos exaltados, es un ideal nacional, y el dotar a las provincias de medios convenientes para impulsar su propio progreso, es propender al progreso general del país sin faltar a la unidad.

Mientras los representantes de provincias deban su presencia en el Parlamento al favor de los grupos predominantes en Lima, y por esta causa estén aliados al poder central a cambio de los elementos de predominio que se les da en sus pueblos, difícil será que esos representantes levanten la voz para combatir los avances del Gobierno en la vida regional. Hoy que la revisión de las actas electorales se hace por la Corte Suprema y que los hombres que ingresan a las Cámaras pueden ser verdaderos personeros de la voluntad de las provincias, los abstencionistas serán los menos, y los ideales regionalistas podrán tener fuerza para imponerse en el Congreso.

El doctor David García Yrigoyen, conspicuo político, en su carácter de presidente de la Junta Departamental de Lima en 1911 y de Alcalde Municipal en 1915, tratando en sus respectivas memorias de las reformas que se imponen en el régimen comunal y abordando resueltamente la cuestión, decía en una y otra:

Arráigase, cada día más, en mi ánimo el convencimiento de que las Juntas Departamentales están llamadas a desempeñar rol importante en el desarrollo y progreso del país.

La debilidad de su acción en el presente, obedece a causas   —116→   perfectamente conocidas, que, en verdad, no hieren la esencia misma de la Institución, sino que son susceptibles de desaparecer o modificarse, reformando las leyes que la rigen, fomentando su fuerza económica y estableciendo sanciones eficaces para corregir abusos que dañan su crédito y desvían sus energías.

Emprender tal labor, con decisión y perseverancia, procurando salvar los inconvenientes que se oponen hoy a la marcha de la Institución, es, en mi concepto, trabajar en bien del Estado.

La tendencia al centralismo, cada vez más acentuada en nuestro régimen administrativo, no puede producir, en manera alguna, resultados benéficos, pues coloca al país en condición de esperarlo todo del poder central, el que, por razón natural, tiene que tropezar con dificultades más o menos graves, para satisfacer, con la oportunidad requerida y en la medida de lo conveniente, las necesidades peculiares de cada una de las secciones territoriales, sujetas siempre a variaciones y cambios.

Urge, por lo tanto, modificar tal tendencia, procurando conceder mayor latitud al poder comunal, de que forma hoy parte la Institución departamental, dentro de una organización adecuada a la situación del Perú.



*  *  *

Estimo indispensable decir que es necesario reformar la organización municipal, dándole la autonomía de que hoy carece, a fin de que los municipios dejen de ser dependencias del poder central.

Creo que la autonomía comunal debe establecerse sobre la base de la revisión de los actos de los Concejos por instituciones de igual índole, que podrían serlo las Juntas Departamentales, constituidas en forma apropiada. También podría crearse en Lima un organismo especial formado por delegados de esas instituciones o por funcionarios expresamente denominados en la ley, por razón de los cargos que invistan. Ese organismo intervendría en cierto género de asuntos para mantener la unidad en el cumplimiento de la ley; para salvaguardar los intereses de los contribuyentes, aprobando o rechazando la creación de arbitrios y contribuciones municipales, para dejar sentir su acción en todos los casos que no enumero, porque mi propósito es únicamente insinuar la conveniencia de no confundir funciones que la misma naturaleza de las cosas separa. La unidad del poder central no   —117→   es ni puede ser compatible con las exigencias comunales, que varían según las localidades y que, por consiguiente, solo pueden ser conocidas en toda su intensidad por los propios vecinos.



Habiendo sido tratado con buen criterio el tema federalismo en la declaración de principios del Partido Nacional Democrático, en el capítulo, «Descentralización administrativa e intelectual», le damos cabida en nuestro libro. En él se dice lo siguiente:

No somos partidarios del federalismo. En el Perú el sistema federal sería el general desgobierno o el gamonalismo de los caciques locales, parodia de la tiranía feudal, si no se reducía por la fuerza de las cosas a una palabra vacía y una grotesca farsa. Ni lo limitado de los elementos económicos, que impone su concentración, ni la escasez de hombres públicos capaces, que veda la multiplicidad de sus funciones, ni las tradiciones del país, que son exageradamente unitarias y que habría que violentar, consiente pensar con formalidad en la federación política, cuyo fantasma, que ahora parece agitarse, viene a complicar y exacerbar la crisis que padecemos. El aumento de gastos que el federalismo traería consigo, y la exaltación de los sentimientos regionales que su predominio entraña, acrecentarían nuestra debilidad material y moral ante las naciones vecinas y constituiría el más cierto preludio de la definitiva ruina. Por las razones que aquí condensamos, rechazamos toda tentativa de federación.

El federalismo supone, cuando sucede a un régimen unitario, la relajación de los vínculos nacionales. Debe observarse que las federaciones verdaderas y provechosas se han hecho siempre para unir estados anteriormente independientes, como sucedió en Alemania, Austria, Suiza y Estados Unidos; o siquiera para consagrar regiones que poseían autonomía arraigada, como ha sido el reciente caso de Australia, el del Brasil después de las tendencias separatistas que perturbaron el Imperio y el de la Argentina después de la disolución que produjo la anarquía del caudillaje a mediados del siglo pasado. Pero no se puede admitir que se introduzca para darse el gusto de dividir lo unido y concorde y agigantar las dificultades naturales; y cuando tal se hace; viene el fracaso indefectible, que obliga a desistir del intento   —118→   tras esfuerzos inútiles y sacrificios baldíos, como aconteció en Colombia, o hace degenerar la reforma por inasimilable en una funesta mentira convencional, vano disfraz de un centralismo más extremado que el nuestro, como en Venezuela y Méjico.

Pero el convencimiento de la impracticabilidad o de los profundos males que produciría el federalismo aplicado al Perú presente, no nos impide acoger cuanto hay de racional y justo en las exigencias de los intereses locales. Por eso propenderemos con todas nuestras fuerzas a la descentralización administrativa, en cuanto no dañe al equilibrio económico del Estado. Con esta única taxativa contra el peligro de despilfarros regionales, que podrían acarrear la bancarrota común, somos ardientes partidarios de la autonomía municipal, de la extensión de atribuciones de las Juntas Departamentales, hoy limitadas a estrechas tareas fiscales, y que deben en todo ser consejeras, colaboradoras y vigilantes de los Prefectos; y por fin, de la descentralización intelectual, con la conservación y mejora de las universidades menores. Suprimir éstas, según se ha insinuado a veces, significaría, a más de incalculables perjuicios para las regiones que las poseen, un atentado contra la legítima aspiración hacia la difusión de una cultura superior, el menosprecio de derechos tradicionales o la reducción de esos derechos a monopolio de los acomodados o de los agraciados con becas, siempre sospechosas de favoritismo. En vez de suprimir las universidades menores, lo que importa es reformarlas mejorándolas.



Con igual observación, pero con mayor riqueza de razonamientos, ha sido estudiado el mismo tema por el señor Carlos Chirinos Pacheco, quien en junio de 1915, publicó en «El Pueblo», de Arequipa, el siguiente conceptuoso artículo:

Yerran, a nuestro modo de ver, todos los escritores y todos los políticos que, a raíz de los trágicos acontecimientos, -nunca bien lamentados,- del treinta de enero de este año, han iniciado una apasionada campaña en favor de la federación, juzgando con equivocación manifiesta, que esta forma de gobierno es la panacea que ha de salvarnos de las múltiples dolencias de que el organismo nacional se ve aquejado, y creyendo, con delirio enfermizo que los habitantes   —119→   de los departamentos estamos capacitados para gobernarnos por nosotros mismos.

Aforismo de la ciencia política es el de que toda forma de gobierno es buena, con tal de que se adapte a las condiciones geográficas, intelectuales y morales. La forma de gobierno, con todos los postulados sociales, es producto del ambiente colectivo. Y la ciencia, -que no es palabrería exaltada, ni jacobinismo furente,- hace bien en pensar que si la monarquía ha constituido la grandeza del pueblo inglés, que si la confederación se ha aclimatado en la admirable democracia americana, la república unitaria ha culminado en Francia, redimiendo a esta nación estupenda de las lacras con que el imperio napoleónico marcó su paso por la gerencia pública. En el terreno de las abstracciones, la monarquía es inferior a la república; pero en el campo de las realidades, no cabe supremacía. Lo mismo debe decirse tratándose de la forma republicana unitaria o federal. Sin ir más lejos, en el continente sudamericano se observa el maravilloso progreso de la Argentina federal y la circunspección probada, la sensatez pública, el patriotismo ejemplar que han colocado a Chile unitaria a la cabeza de las naciones australes de América.

El Perú es un país infortunado. Las riquezas con que la naturaleza le obsequiara, contribuyeron a su desventura. Lo que en otros países hubiera servido para fomentar la instrucción, para implantar ferrocarriles, para abrir caminos, para irrigar los campos yermos, para ornamentar las ciudades, para civilizar al indio, para construir puertos, para sanear los valles, para traer corrientes emigratorias, sirvió entre nosotros para fomentar la burocracia, el despilfarro, la corrupción fiscal y la formación de una clase parasitaria que no puede vivir lejos del presupuesto. Y sirvió para algo más, por desgracia. Chile nos provocó una guerra malvada y nos arrebató el salitre y el guano.

Nación que había vivido de espejismos creyéndose el país más fuerte de América, el más adelantado y el más sólidamente constituido, sufrió el estupor de ver cegadas sus fuentes de producción y de contemplar la mutilación de su territorio junto con la bancarrota de su sistema moral.

Un país vencido es un país que se une y que busca encontrar en la acción uniforme el medio de recuperar lo perdido. Bajo este concepto, el Perú ha debido procurar la solidaridad más estrecha entre todos los componentes geográficos y políticos, vinculando, por medio de líneas férreas, las diversas secciones del territorio: estableciendo corrientes de comunicación   —120→   moral entre los departamentos, ampliando el comercio a todas las zonas; divulgando el tesoro de nuestras tradiciones; sembrando ideales comunes que llevarán una fuerza común a todos los corazones; incorporando al indio, que es el paria contemporáneo, a la nacionalidad y a nuestra democracia; desparramando la instrucción en todas nuestras clases, y pregonando, sobre todos las concupiscencias y sobre todos los fermentos disolventes, la necesidad de formar una patria nueva, vigorosa, que emanara, -como resultante,- de las diversas voluntades individuales, puestas todas éstas al servicio de una aspiración colectiva.

Nada de esto se ha hecho. Alguna vez hemos dicho que en el Perú no está formada el alma nacional, que es la energía que unificando a los estados modela a los pueblos, les da fisonomía propia y les presta vigor para las grandes causas. El alma nacional no ha surgido entre nosotros. El completo desconocimiento de nuestra historia, ha impedido la formación de vínculos éticos. El aislamiento geográfico, ha evitado el establecimiento de nexos comerciales. La injusticia social, ha derivado la terrible ironía que significa para nuestra democracia la existencia de una raza sometida a los horrores del feudalismo. El atraso intelectual ha generado la autocracia de nuestros gobiernos, por la falta absoluta de control. Y los errores de nuestra diplomacia, humillando al país, han producido el desconsuelo, la falta de fe en nosotros mismos, la ausencia de todo ideal capaz de suscitar evoluciones de salud. No hay aspiraciones que nos junten a todos los peruanos, ni hay motivos comunes que nos impelan a la acción solidaria. Somos un país deshecho y somos una patria en disolución.

Pero lejos de predicar la unificación, el estrechamiento de los resortes que mantienen la débil cohesión nacional; se habla ahora de federalizarse, de crear núcleos antagónicos dentro de un país trabajado por la anarquía y de romper los lazos que nos atan en una patria común. Si esto no es demencia, no sabríamos cómo calificarlo. Un país que carece de hombres públicos, no está capacitado para fraccionarse en varios estados. Un país huérfano de cultura no puede hacer la vida intensa que reclama la forma federal. Un país privado de alma nacional no debe pensar -a menos que quiera suicidarse,- en establecer diversos centros de atracción política. Un país que tiene por resolver inmensos problemas de carácter nacional ha de hallar, más bien, en la unificación de sus componentes, en la soldadura perfecta de sus diversas secciones, el medio de salvarse y de vivir.

Es clásico que en el Perú no existen hombres públicos,   —121→   sino en número enteramente reducido. Nuestros estadistas forman guarismo dígito. Apenas si tenemos los bastantes, -y éstos generalmente son tristes improvisaciones- para llenar los más altos cargos de la república unitaria. Tal vez ya no podría repetirse el caso de aquel famoso gabinete de 1865 que estuvo formado por grandes hombres. En los partidos políticos que son cuatro, no hay más de uno o dos personajes que luzcan condiciones para la presidencia del Estado. El más difícil problema de nuestra democracia es el de encontrar una personalidad bastante capacitada para la dirección del país y que pueda contribuir al adelanto colectivo. De ahí, que la elección presidencial revista caracteres de suma gravedad para el sociólogo. Y sin referirse a la designación presidencial, sin hablar de la formación de gabinete de altura, hay que convenir en que no contamos con cantidad bastante de hombres preparados para las funciones parlamentarias. De los dos centenares de senadores y diputados que forman el congreso, sólo unos cuantos, -minoría reducida,- son capaces de legislar; los demás son la estulticia personificada en hombres. Podría argumentarse que no siempre van a las cámaras los más selectos, que las cámaras son refugio de inepcias; habría que contestar a tal argumentación que sería imposible hallar en el país doscientos ciudadanos que se incorporaran al congreso con la conciencia plena de sus deberes, con la cultura necesaria para la labor legislativa, con la independencia moral para atajar los desmanes autoritarios del poder. Y si esto ocurre en la actualidad con la forma unitaria, la agravación del mal sería superlativa en el caso de que fuéramos a la federación. Entonces necesitaríamos muchos presidentes, muchos ministros, y un sin número de parlamentarios. Y como nosotros no los tenemos, habría que importarlos del extranjero; veríamos invadir nuestras labores políticas por el elemento extraño, incompatible con nuestra soberanía, con nuestra libertad y con nuestra raza.

La distinción entre una patria chica y una patria grande, la separación de los deberes a que obliga una entidad pequeña y a que compele una entidad mayor, es proceso intelectual que requiere el concurso de una hermosa inteligencia y de una cultura refinada. La forma federal es una forma elevada de gobierno. Sólo pueblos avanzados pueden florecer con ella, sin ir a la incoherencia y sin enfrascarse en modalidades complicadas. La simplicidad en el concepto y en la experiencia corresponde a los pueblos atrasados, cuya mentalidad sea débil y cuya voluntad esté aflojada. Por lo tanto, al Perú y a todas las naciones democráticas de evolución lenta, les toca gobernarse   —122→   de acuerdo con los cánones de las forma unitaria. Dentro de la unidad los movimientos son más claros y uniformes, las corrientes marchan por cauces sin mayores ramificaciones y el impulso, por ser igual y uniforme, unifica los resultados morales, sociales y materiales generando la harmonía tan necesaria en grupos informes.

El alma nacional ha de alimentar a los estados. Nación privada de espíritu colectivo, es nación que marcha a la ruina. Nosotros no tenemos alma nacional; debemos crearla con perseverante energía. No existiendo alma nacional, menos puede latir el alma de la región, el espíritu del núcleo local. No tenemos historia nacional; tampoco tenemos, ni aún en germen, historia regional. Ni tenemos motivo de unificación nacional; por lo mismo, carecemos de motivos de solidaridad regional. Donde no hay patria no hay región. Hagamos patria: después vendrán las prédicas por este federalismo rabioso, por este federalismo que habla de odio a la capital; por este federalismo que grita contra el ejército; por este federalismo que pone una nota de disolución en nuestro pueblo; por este federalismo que, para traducirse no nos ofrece programas de gobierno, no nos da los nombres de los que habrían de gobernarnos, no nos señala las rentas especiales de los nuevos estados, no nos dice las ideas que habríamos de realizar, sino que exagerándolo todo, cree que el atraso del Perú se debe a la forma unitaria y que la forma unitaria es la que produce malas autoridades, malas leyes, y que, a virtud de esa forma, se establecen las imposiciones y se crean congresos falsos. Todo esto no es serio ni es cierto.

Amenazado está el Perú de ser polonizado. Todos nuestros vecinos atisban el momento preciso para destrozarnos. Y si así piensa Chile, el Ecuador, Bolivia y Colombia, ahora en que nos ven unidos, dentro de la unificación legal, económica política, religiosa y moral, no esperarían un segundo para devorarnos si cometiésemos la insensatez de dislocar nuestra unidad en beneficio de los intereses federales. Hay que unirse. Hay que formar una fuerza orgánica enorme. Hay que hacer de este pueblo exótico una patria estrechamente unida y bellamente fusionada. Ante el enemigo debemos mostrarnos únicos; matemos los fermentos de disgregación y renunciemos a las utopías dañosas.



Siendo el señor Augusto B. Leguía un hombre de gran talento, de reconocida cultura y de notable experiencia en las cosas nacionales, habiendo sido presidente de la República   —123→   durante cuatro años, tiene trascendencia la opinión emitida en 1918, en lo que respecta a la conveniencia de que cada región cuide de su progreso.

La parte concerniente al tópico, dice lo siguiente:

[...]

Las tendencias regionalistas que hoy se observan y que a ciertos espíritus inquietan, son para mí signo evidente de un próximo bienestar social. Porque veo con tristeza la atonía en que yace la República, semejante a organismos que tienen vida cerebral relativa y paralizados los miembros. Y porque esas manifestaciones significan el comienzo de una saludable reacción contra los métodos centralistas profundamente absorbentes de la marcha colectiva, de la fuerza institucional y aún de los resortes mismos de la conciencia.

Basta un ligero análisis para comprobar el estacionamiento del país y la decadencia de algunas circunscripciones que han venido a menos en relación con lo que fueron en la época virreinal. Así, Huancavelica, a quien los conquistadores llamaron «la joya más preciada de la corona de España», y Huánuco, uno de nuestros pueblos que anticipose en el grito de independencia, no son particularmente la primera, ni sombra de su pasado esplendor. Arequipa, Cuzco, Puno, cimientos de nuestra nacionalidad por su fortaleza y por su historia, agrupaciones viriles, llenas de noble entusiasmo, ¿han obtenido de la distribución social todas las ventajas que legítimamente les corresponden? Moquegua, hermoso oasis de vida excepcional, de playa fértil y estratégica, ¿no parece condenada a un aislamiento perpetuo. Libertad, Lambayeque, Piura, Cajamarca, Ancash, verdaderas fuentes de producción, cuyos artículos se cotizan en los grandes mercados, ¿han cristalizado, por ventura, los efectos de su admirable fecundidad? Junín, Ayacucho, gloriosas tierras, veneros inagotables que satisfacen extraños intereses pudiendo colmar el nuestro que es natural, ¿muestran rasgos de un adelanto que esté a la altura de sus enormes beneficios? E Iquitos, y nuestras demás prodigiosas selvas del Oriente, ¿no atraviesan las mismas lamentables circunstancias?

Esto en el orden material o sensible de la civilización. En el moral, de la cultura, de la administración, de la felicidad del individuo, el cuadro toma proyecciones más graves y sombrías. La centralización que todo lo avasalla en nuestro medio,   —124→   ha no sólo amortiguado las energías de los organismos locales, traído un acuerdo fatal y claudicante de los poderes, sino que ha vertido en las almas el germen de la duda, la indiferencia y el desdén por todo lo que atañe a la salud y al surgimiento de la patria.

Siento discrepar en ideas con usted al respecto, y más aún verle estimar como sistema disociador un fenómeno que precisamente tiene virtualidad contraria. No confunda usted regionalismo con separatismo. Ni tema esta inclinación en pueblos que se distinguen por su ferviente amor a la nacionalidad y poseen el concepto definido de sus propias conveniencias. Contribuya más bien a la expansión de esos brotes que son como las demandas que hacen las células de un cuerpo de los elementos que necesitan para su conservación y desarrollo. Advierta usted que Inglaterra y Estados Unidos, los pueblos mejor administrados y que por ello tal vez disponen de mayor vitalidad y resistencia para la lucha, son los menos centralistas. Y que el día que el bienestar se distribuya a los confines todos del territorio; que cada región dé a sus riquezas el incremento y cuidado que les sea menester y se establezca entre ellas un activo comercio, habremos constituido patria grande y poderosa, pues, más que simples abstracciones, son las necesidades del cambio las que vinculan a los individuos y los pueblos formando agregados plenos de armonía y fuerza inquebrantable.

Por estas razones tendí, prácticamente, al regionalismo. Conociendo que el ejército es importante factor de progreso -muy en especial el nuestro, esforzado, inteligente, y dispuesto siempre a dar las más altas notas de heroísmo,- lo dividí en estados regionales que, además de las conveniencias vitales de la defensa nacional, aportaban a los sitios de su establecimiento el ejemplo eficaz de su espíritu de sacrificio y el contingente económico de sus consumos. Propendí a la fácil comunicación de los demás apartados lugares, entre sí y con el exterior, mediante servicios alámbricos e inalámbricos. Elaboré y gestioné un contrato de irrigación y colonización de extensos valles, abandonado después por causas que no me explico. Y hubiera en este sentido realizado obras de mayor alcance, a no habérmelo impedido la apasionada oposición que por cierto círculo se hizo a mi gobierno.

[...]





  —[125]→  

ArribaAbajoCapítulo X

Materia electoral


SUMARIO

Intervención de la Corte Suprema en los procesos del sufragio.- Ventajas obtenidas.- Apoyo que a esta intervención presta el sentimiento público.- El castigo a los que defraudan la voluntad del pueblo en materia electoral es un hecho.- El Gobierno no obstaculiza el encarcelamiento de los delincuentes.- El registro civil sustituido por el registro militar.- Caracteres de legalidad y corrección que tuvo la emisión del voto popular en las elecciones de 1915.- Valiosos conceptos del doctor Villarán.


La necesidad de reaccionar contra el fraude y la mistificación en materia electoral, exponentes desgraciados de la carencia de virtudes cívicas para el ejercicio legítimo y severo de los derechos políticos de los ciudadanos, inspiró al gobierno del señor Billinghurst la reforma de la ley electoral en el sentido de que fuera la Corte Suprema de Justicia la llamada a intervenir en última instancia en los procesos del sufragio. Propúsose por este medio, castigar los delitos contra la legitimidad de toda elección.

Ensayada la reforma por primera vez en 1913, pudo   —126→   observarse desde el primer momento que ella había sido benéfica y que los atropellos a los derechos cívicos al fin encontraban valla poderosa en la rectitud de los magistrados. En efecto: ya no prevalecen los vicios de nuestras prácticas políticas, vicios cuya repetición estimulaba la impunidad; ya se examinan los hechos con criterio severo e imparcial, y las bochornosas suplantaciones de la voluntad de los electores, tienen hoy el castigo que antes no tuvieron.

La revisión del sufragio, que en los primeros momentos de su iniciación encontró resistencias no esperadas, tiene hoy en su apoyo el sentimiento público, sentimiento que le es de todo punto favorable y que mantiene en vigor la reforma de la ley electoral a pesar de las agitaciones políticas y de los cambios de gobierno efectuados en el país últimamente.

La efectividad con que hoy se castiga a la autoridad política que defrauda la voluntad del pueblo, y la pena de cárcel que se aplica a esa o al ciudadano que comete igual delito en un asunto electoral, es la sanción contra aquellos que anteriormente hicieron escarnio del sufragio. No quedando ya impunes las mistificaciones de los votantes, se ha formado la conciencia pública en lo que toca al delito electoral. Gentes que anteriormente en la vida ordinaria fueron incapaces de cometer actos penados por el código y que encontraron enteramente lícito suplantar el voto público y aun falsificar papeles electorales, todo por deficiencia de cultura política, hoy, que conscientes de que quienes tales cosas practican cometen acción punible que la sociedad y los tribunales condenan, se guardan bien de repetir aquellos vergonzosos atentados.

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Creyose en un principio, que el gobierno se revelaría contra las ejecutorias de la justicia y les pondría obstáculos para que los funcionarios políticos que hubiesen delinquido burlaran los acuerdos emanados de aquella. Tal cosa no ha sucedido, y como si estuviéramos en Inglaterra, hemos visto a subprefectos culpables presentarse voluntariamente en la cárcel de Lima a la primera notificación hecha por medio de la prensa, y cumplir la condena impuesta por la Corte Suprema.

Algo que también está dando benéficos resultados en los procesos electorales, es la obligación que tiene todo ciudadano de inscribirse en el registro militar, y el título de elector vitalicio que esa inscripción le da. Siendo hoy el registro militar la base de toda elección, han desaparecido de hecho los antiguos registros cívicos, los que siempre se formaron y se viciaron teniendo en cuenta únicamente el interés del Gobierno.

Resultado del prestigio adquirido en la augusta función del sufragio, fue la elección de representantes y de Presidente de la República realizada en 1915. Ella revistió caracteres de legalidad y corrección anteriormente no vistas en el país. Habiéndose escogido para la recepción de sufragios un personal honrado y prestigioso y tomando como registro cívico el registro militar, se vio realmente a los ciudadanos, con verdadera austeridad, concurrir a las ánforas a refrendar su opinión política.

Son del doctor Manuel V. Villarán, los interesantes y amplios conceptos que sobre la materia de este capítulo van a continuación:

  —128→  

Cuando el Perú se hizo independiente, jamás había ensayado el sistema de elegir funcionarios por el voto del pueblo. Creada la República, nos iniciamos penosamente en el difícil arte del sufragio. Por causas que ahora no examinaremos, el aprendizaje ha sido lento y los progresos alcanzados, mediocres. Reinan todavía costumbres deplorables, vicios inveterados. En estas páginas tratamos de describirlos, porque los creemos corregibles. El país ha adelantado bastante para consentir un saneamiento apreciable en su vida eleccionaria. No es poco lo que ha cedido el mal en los últimos veinte años. Recordemos las costumbres electorales antes de 1896.

Las Cámaras calificaban las credenciales de sus miembros. Todos los congresos, unos más que otros, abusaron de esa prerrogativa. Son conocidas las escenas de la incorporación, que se realizaba en juntas preparatorias. Los candidatos, ordinariamente duales, presentaban sus actas, que pasaban a la Comisión de poderes. El personal de la comisión era formado de sujetos seguros que daban dictamen favorable al candidato favorecido por la mayoría de la junta. Contando con amigos, haciendo promesas, firmando compromisos, el aspirante más desnudo de méritos y popularidad podía tener esperanzas. Sus protectores del círculo imperante no le pedían sino traer actas, presentar unos papeles cualesquiera, que diesen pretexto al dictamen de la comisión. Las actas se traían de la provincia, pero no habiendo tiempo de mandarlas hacer en el lugar, algunas se confeccionaban en Lima. En los días precedentes a la audiencia, andaban los aspirantes por los pasillos de la Cámara haciendo sus trabajos. En la fecha señalada, los candidatos se presentaban ante la Cámara y, por turno, subían a la tribuna a defender su elección. Algún amigo hacía de abogado oficioso. El presidente de la comisión de poderes replicaba defendiendo el dictamen. Y luego, por votación secreta, la Junta, como gran jurado irresponsable, daba su veredicto inmotivado.

El sistema era, pues, original. Rendían los pretendientes una especie de examen público de actitudes, sobre todo de facultades oratorias, y si la consigna política no era muy estrecha, algunos representantes tenían oportunidad de dar su voto de conciencia por el que hablaba mejor o tenía mejor aspecto personal. A veces, siendo la prueba sobresaliente, había esperanza de forzar la entrada gracias a los votos de almas justicieras, rebeldes a la consigna. Hubo aspirante que esgrimiendo con habilidad las armas de la buena oratoria, de la gracia y de la ironía, logró seducir a la Cámara, hundir   —129→   en el ridículo a su desgraciado contendor y salir victorioso de una lucha desesperada. Y otras veces, al contrario, se vieron irritantes inversiones de la justicia y del sentido común, cuando la obcecación del compromiso ineludible, produjo votos mudos y vergonzosos contra el candidato que había demostrado brillantes facultades y presentado papeles excelentes, y en favor del pretendiente que acababa de descalificarse por su torpeza o por sus bochornosos antecedentes revelados en el debate.

La conducta de la Cámara en el juzgamiento de las elecciones habría bastado para corromper las costumbres políticas. Pero el vicio arrancaba desde abajo, y tanta inmoralidad ostentaba el último acto de la tragicomedia electoral, que se desenvolvía en el recinto del Congreso, como su prólogo que se desarrollaba en las plazuelas. La víspera de la elección, en locales ubicados en las cercanías de las plazas públicas, se reunían bandas de plebe asalariada. Allí pasaban toda la noche; se les armaba y embriagaba, y al despuntar el día se lanzaban frenéticas unas contra otras a disputarse a viva fuerza las ánforas y mesas. El pretexto de tan brutal sistema se encontraba en la ley, que inspirándose en una noción ultrademocrática, quería que el pueblo por sí mismo eligiese, ante la llamada mesa momentánea, las mesas permanentes o comisiones receptoras de sufragios. Quien tenía las mesas había ganado la elección. Para conseguirlas se luchaba entonces a golpes y tiros. Se necesitaba expulsar de la plaza al bando contrario, para que el personal de la mesa arreglara tranquilo los papeles que simulaban la elección. El tumulto, los disparos, la sangre, formaban parte obligada del procedimiento tradicional. El vecindario cerraba sus puertas y escuchaba de lejos los ecos de la batalla. A las ocho o nueve de la mañana todo había concluido. La fortaleza estaba tomada y la ciudad volvía a su calma habitual.

Las autoridades apoyaban y dirigían a uno de los bandos. Soldados con disfraz o sin él, tomaban parte en el combate cuando era necesario. Don Felipe Pardo, decía del Ejército:


Ítem más ha de ser constantemente
De los derechos públicos garante
Y con tal enseña, sable en mano
A votar con acierto al ciudadano

Curioso contraste el que ofrecen las salvajes escenas del encierro y la toma de las mesas y el idealismo ingenuo de la ley electoral, disponiendo que ante todo, los ciudadanos se   —130→   dirigiesen a la Iglesia, con el objeto de oír una misa, para que el Espíritu Santo los favoreciese con su gracia en el acto que iban a realizar.

Los derrotados, como debe suponerse, no se resignaban. En el sigilo simulaban la elección de otra mesa, que servía de punto de partida para confeccionar el proceso dual.

Los demás actos eleccionarios eran muy sencillos. Los electores que se reunían elegidos ante las mesas receptoras de sufragios, reuníanse en la capital de la provincia. El colegio electoral provincial gozaba de autonomía. Ninguna junta departamental ni nacional, ningún tribunal de justicia, revisaba ni vigilaba sus actos. Creyeron los autores de la ley que debía confiarse en los frutos espontáneos de la libertad y en la recta conciencia de los ciudadanos. Los electores celebraban sesión en el local de la Municipalidad. Se calificaban así mismo juzgando entre ellos de la legalidad y verdad de sus propias credenciales. Y en seguida procedían a la votación para los cargos de diputados, senadores y Presidente de la República. Ellos mismos hacían el escrutinio, proclamaban el resultado y sentaban una acta. La copia del acta era la credencial del diputado. No era preciso que todos los asistentes, ni siquiera la mayoría, firmasen el acta, siendo bastante que lo hiciese la mesa directiva y seis electores, nueva facilidad que ofrecía la ley para dar entrada a la dualización de los colegios.

Demás es advertir que el Colegio provincial carecía de independencia sobre el sentido de sus votos. Los electores llevaban consigna estrecha y eran simples instrumentos del partido o facción que los nombraba. Designados los electores, la reunión del colegio era una fórmula.

Sólo las Cámaras Legislativas tenían competencia para resolver acerca de la validez o nulidad de las elecciones. Contra los abusos más notorios del colegio electoral, no había ante quien reclamar, excepto ante la Cámara. Lo único que podía hacerse, según la ley, era ejercitar el derecho ilusorio de pedir que constase en el acta «cualquier circunstancia que hubiese ocurrido en la elección, es decir, que la mayoría pusiese constancia de sus propios abusos.

Tal es, en breves rasgos, el sistema que tuvimos hasta 1896.

El gobierno de don Nicolás de Piérola quiso reformar las costumbres electorales del país. En una atmósfera política renovada por la revolución, trató de provocar el aborrecimiento del pasado y el deseo de acercarse a la verdad en orden al sufragio. Comenzó haciendo sancionar la saludable reforma constitucional que restringió el voto, limitándolo a los   —131→   ciudadanos en ejercicio que saben leer y escribir. Introdujo después el voto directo en reemplazo del de dos grados, que se había practicado desde los primeros días de la República. Al voto secreto sustituyó el público en doble cédula firmada, intentando así poner un correctivo -que ha resultado ineficaz- al inveterado vicio de la falsificación de votos. En fin, creó un nuevo procedimiento electoral, servido por un complejo organismo de comisiones o jurados electorales, que según la mente de su autor, debía formar una especie de cuarto poder del estado, independientemente del Congreso, del Gobierno y de los Tribunales, y que el proyecto originario llamaba poder electoral.

El nuevo régimen tuvo el mérito de suprimir los dos borrones más feos del antiguo sistema: las batallas brutales en las plazas públicas, y las clasificaciones por las Cámaras.

Se declaró que la proclamación del diputado o del senador hecha por la respectiva junta electoral de provincia o de departamento, era definitiva y no podía ser objetada por ninguno de los poderes públicos. El proyecto del Gobierno reservaba al Congreso el derecho de hacer la calificación personal de sus miembros, pero aun esa facultad fue suprimida en la reacción definitiva.

Como las antiguas tomas de mesas tenían su causa en la elección por el pueblo de las comisiones receptoras de sufragios, se adoptó otro camino, constituyéndose mesas con funcionarios designados por nombramiento y no por elección popular. La conquista de las mesas no dejó de ser el objetivo de las contiendas electorales, pero los métodos de la fuerza fueron sustituidos por los más templados, aunque no menos inmorales, de la intriga.

Adoptó la ley algunas precauciones para que las juntas se constituyesen sobre las bases aceptables de independencia e imparcialidad. La junta Electoral Nacional debía hacer una lista de veinticinco contribuyentes de cada provincia, por orden riguroso de mayores cuotas, y designar en seguida, por suerte, los cinco llamados o constituir la junta de registro provincial. Estas juntas formaban el registro electoral de la provincia. A ellas les correspondía además nombrar las comisiones receptoras de sufragios. La función de hacer el escrutinio de los votos y proclamar al diputado correspondía a otras comisiones llamadas juntas escrutadoras de provincia. Los ciudadanos distribuidos en cinco grupos, separados por afinidad de profesiones, elegían por cada grupo dos personas, y de cada dos elegía la junta Electoral Nacional, para formar con los cinco así designados la junta escrutadora provincial.

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Para el escrutinio de los votos de senadores, había juntas electorales departamentales, formadas con delegados nombrados por las juntas de registro provinciales y un presidente nombrado por la Junta Nacional. Estas juntas departamentales, además de intervenir en la proclamación de senadores eran jurados de apelación para resolver sobre la validez o nulidad de las elecciones de diputados.

En fin, existía la Junta Nacional, eje sólido de toda la máquina. Cuatro miembros elegidos por el Congreso, cuatro por las Cortes Superiores de Justicia y uno por el Gobierno, formaban su personal.

Reciente es la historia de la Junta Electoral Nacional y todos guardamos el recuerdo de su fracaso. Algunos hombres altamente respetables fueron miembros de ella y no se hicieron personalmente dignos de censura, pero la institución marchó rápidamente al desprestigio porque, contra el propósito de su existencia, lejos de ser un regulador y un purificador del sufragio, degeneró en el más poderoso agente de corrupción de la vida electoral de la República. Se convirtió en caucus partidarista, y llegó hasta descender de su encumbrado puesto, entrando algunas veces en cábalas vulgares y en claudicaciones escandalosas. La voz pública le atribuye que acomodó listas de contribuyentes, hizo falsos sorteos, acogió tachas imaginarias para eliminar a los favorecidos por la suerte, eligió presidentes de juntas departamentales a conocidos agentes de determinados candidatos. De mil maneras oprimió, con la ley, y contra la ley, al partido de sus adversarios y, en proporción a la amplitud de su horizonte, que abarcaba el país entero, así fue la magnitud de su poder corruptor y de su irritante tiranía.

La acción del Ejecutivo sobre el sentido de sus acuerdos fue intensa y visible. El Gobierno no se satisfizo con su propio representante en la Junta; obtuvo para sí los cuatro miembros de las Cortes, o varios de ellos, lo cual dio motivo a que la ley privase a las Cortes de sus representantes y encargase al Congreso la elección de ocho miembros.

En dos ocasiones la mayoría de la Junta se colocó en pugna con el Gobierno. El Ejecutivo, por acto dictatorial, la disolvió.

Aunque el período de diez y seis años en que rigió la ley electoral de 1896, representa un modesto progreso sobre la época anterior, se caracteriza siempre por un nivel bajísimo en las costumbres electorales. Síguense perpetrando impunemente fraudes, abusos y delitos electorales de infinitas variedades y especies. La intervención del Ejecutivo en las elecciones no ceja un punto, antes bien se extiende, se intensifica, toma   —133→   formas agudas. Cuando los medios de seducción y de intimidación para proporcionar a sus candidatos juntas electorales propicias escollan: cuando las juntas no pueden ser reconstruidas según su deseo, o se muestran rebeldes a su voluntad, no vacilan algunas administraciones en usar de la fuerza, secuestrando, a los ciudadanos, enjuiciándolos injustamente, arrojándolos del lugar con amenaza de la vida, impidiendo el funcionamiento de las juntas, atacándolas y dispersándolas con la fuerza pública.

Cualquiera que fuese la composición de las juntas, muy rara vez tuvieron escrúpulos para nombrar miembros de mesas receptoras de sufragios a individuos designados por el candidato, entre sus parientes, empleados y particulares de mayor confianza; las mesas se creyeron autorizadas para «hacer la elección», lo cual significa que pusieron en la ánfora votos falsificados por ellas mismas o los recibieron sabiendo que eran falsos; que hicieron constar en el acta votos que no habían recibido y que destruyeron y callaron votos verdaderos. Las juntas escrutadoras hicieron cuentas a su antojo, y proclamaron vencedores a los vencidos. Las juntas departamentales no atendieron las relaciones y se hicieron culpables de nuevos atentados.

El Gobierno de don Guillermo E. Billinghurst se propuso también ejecutar una honda reforma electoral. La Junta Electoral Nacional desapareció. Extinguido ese cuerpo ¿quién se encargaría de presidir y regular la constitución de las juntas electorales subalternas? La ley de 1912 volvió bajo una forma más aceptable al plan antiguo, según el cual los ciudadanos mismos debían organizar los cuerpos electorales. por vía de elección. Aparece, al efecto, un órgano nuevo, la Asamblea de Mayores Contribuyentes, la cual elige Junta Provincial de Sufragio y Junta Escrutadora. Las Juntas de Sufragio nombran comisiones receptoras de sufragios. Sus delegados forman la Junta Electoral Departamental.

Nadie piensa en devolver a las Cámaras el poder calificador. ¿Quién aprecia entonces la validez o nulidad de la elección? Si se trata de diputados, la Junta Escrutadora Provincial exclusivamente; si se trata de senadores la Junta Departamental. Esta última no revisa ni controla los actos de la Escrutadora Provincial. En materia de diputaciones el principio fundamental de esta ley es la autonomía completa de la provincia. En materia de senadurías la autonomía del departamento. Es la reacción enérgica contra el centralismo opresor que había permitido a la Junta Electoral Nacional   —134→   reunir en sus manos y mover desde Lima, los hilos de las elecciones de toda la República.

La otra novedad de esta ley, y el paso más avanzado que se haya dado nunca en el sentido de la reforma eficaz de la vida electoral, es la intervención de la Corte Suprema para declarar, en algunos casos, la nulidad de las elecciones de diputados y senadores.

La nueva ley electoral de 1915 mantiene esos principios y sólo introduce como innovación digna de mencionarse la aplicación del Registro Militar como Registro Electoral.

Bajo el imperio de estas reformas los métodos eleccionarios han cambiado. En cuanto a las asambleas de contribuyentes, se organizan mal y exhiben en su funcionamiento numerosos vicios y desórdenes. El abuso comienza en la formación y rectificación periódica de los padroncillos de contribuciones, que son objeto de manipulaciones fraudulentas. Individuos que no pagan contribución alguna o la pagan muy pequeña, son inscritos con altas cuotas y habilitados así para concurrir a la Asamblea y aún quizás para presidirla. Una rebaja maliciosa pone a los adversarios debajo del límite legal, inhabilitándolos para concurrir. Se usan los variados ardides que, según la experiencia de otros pueblos, han sido siempre el séquito obligado de sistemas electorales basados en el pago de contribuciones.

Los padroncillos no están adaptados a fines electorales. Rara vez indican la nacionalidad de los contribuyentes, ni su edad, ni el lugar de su residencia y hasta equivocan su sexo. Contienen datos atrasados, mencionando personas fallecidas o que han dejado de ser contribuyentes. No expresan la capacidad o incapacidad civil ni otros hechos que puedan determinar la inhabilidad de los contribuyentes para formar parte de la asamblea.

Sobre bases tan poco seguras, las listas ministeriales, aunque sean formadas sin propósito de favor o daño, resultan plagadas de errores, con multitud de inclusiones indebidas. No existe un procedimiento legal para remediar a tiempo esos defectos. El Ministro declara las listas intangibles y rehúsa introducir cambios en ellas después de publicadas. La única oportunidad para depurarlas es la que ofrecen tardíamente los procesos de nulidad ante la Corte Suprema. Este Tribunal, a mérito de las pruebas que se prestan, excluye los nombres de los muertos, extranjeros, incapaces, empleados, y demás personas impedidas. Determina así el número de personas hábiles incluidas en la lista ministerial.   —135→   Se anulan por esta causa muchas elecciones que habrían podido ser correctas si el personal de la Asamblea hubiese sido depurado en su debido tiempo.

Al entregar a las asambleas de contribuyentes las funciones que les confiere la ley, se ha querido contar con ciudadanos selectos que ofrezcan garantías de corrección e independencia. No han correspondido esas corporaciones a la confianza de la ley. Los fallos de la Suprema anulatorios de los procesos, contienen la descripción de las innumerables formas de errores y tropelías en que incurren las asambleas, por incapacidad, servilismo y espíritu de partido. Son numerosos los casos de dualización de asambleas, de clandestinidad de sus reuniones, de falsedad de sus actas, de suplantación de su personal. Dominada la mayoría de la Asamblea por un candidato, éste o sus amigos escogen el personal de las juntas de sufragio y escrutadora que la Asamblea debe designar.

Ganada la Asamblea se tiene mesas receptoras propicias y junta escrutadora complaciente. La gran batalla se libra, pues, por el triunfo en la Asamblea, que permite adueñarse de los llamados elementos legales. En rigor la Asamblea elige, no el pueblo. Los votos populares adornan una elección y honran al candidato, pero no son indispensables para su triunfo.

Hasta ahora la ingerencia de la Corte Suprema ha sido benéfica, pero demasiada restringida. Sólo conoce de los procesos electorales una vez concluidos y su autoridad se extiende a pocos casos de nulidad. Durante el desarrollo del procedimiento electoral se acumulan vicios que ninguna autoridad imparcial tiene potestad de enmendar. Si los jueces de primera instancia, las Cortes Superiores y la misma Corte Suprema, en ciertos casos, tuviesen el derecho de resolver las quejas que se produjesen durante el curso de la elección, interviniendo en la depuración de los registros y resolviendo sobre el personal de las Asambleas de contribuyentes cuidando de la verdad de los escrutinios y supervigilando los demás actos esenciales del proceso, se corregirían con oportunidad muchos defectos, y se salvarían de la nulidad no pocas elecciones. Es grande la importancia de las formas externas, pero es mayor la de la elección misma. El sistema actual reconoce a la Corte Suprema el derecho de resolver las causas como jurado, teniendo en cuenta la verdad de la elección, pero no establece medios eficaces para que pueda discernir, bajo el ropaje de la legalidad, cuál es realmente, el voto de los ciudadanos. Se está fomentando   —136→   así el arte de confeccionar papeles intachables que exhiben elecciones de simple apariencia.

Es acertada la tendencia del derecho vigente en cuanto inicia el sistema judicial en materia eleccionaria. Sólo merece crítica la timidez con que se ha hecho tan saludable ensayo; hay que ampliar el poder de los tribunales de justicia para que sigan paso a paso los procesos; hay que dar a la justicia medios más amplios de investigación de los hechos y aplicar, en fin, con más franqueza los métodos judiciales conocidos a la resolución de las contenciones del sufragio.

La acción del Poder Judicial, amplia y franca, en nuestra vida electoral, puede ejercer, en el curso del tiempo, una, influencia apreciable en el saneamiento de las costumbres reinantes. Acercarse a la verdad y la pureza de las elecciones es la condición precisa para todo progreso político, y nada valioso podemos esperar mediante reformas en la organización de los Poderes y en el mecanismo del Gobierno, si ha de subsistir en la raíz del organismo, la podredumbre que anula y suprime el voto ciudadano, fuente y principio de la democracia.

El resultado de las elecciones, siempre impuras y defectuosas, coinciden a veces con la voluntad latente de los ciudadanos, pero es notorio que otras son meros simulacros, tiras de papel, que ocultan manejos inconfesables. Algunas localidades, por escasez de pobladores civilizados, no están capacitadas para elegir: otras podrían practicar elecciones perfectas si los gobiernos y los partidos lo quisieran. Entre tanto, eligen por medios indirectos. Su voluntad se conoce por aclamaciones plebiscitarias, por presunciones fundadas en signos diversos, como reuniones populares, campañas de prensa, exhibiciones bulliciosas y jornadas cívicas, más que por los métodos directos y exactos de las votaciones efectivas y los escrutinios sinceros.





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