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La Primera República

Benito Pérez Galdós





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ArribaAbajo- I -

Venid acá otra vez, fieles parroquianos de estas páginas, y escuchad la voz de aquel buen Tito, entrometido indagador de cosas y personas, familiar diablillo que os entretuvo con la vaga historia del Rey saboyano; venid acá otra vez, y os contará cómo saltó España del trono mayestático 1 al tablado de la República, las fatigas, desazones y horribles discordias que afligieron a esta Patria nuestra, tan animosa como incauta, y por fin, el traqueteo nervioso y epiléptico que la precipitó a su desdichada caída.

Reconocedme, soy el mismo: chiquitín, travieso, enamorado, con tendencias a exagerar estas cualidades o defectos, si es que lo son. Mi estatura parece que tiende a empequeñecerse más cada día; la agilidad de mi espíritu y de mis movimientos toca ya en lo ratonil, y en cuanto a mis inclinaciones y aptitudes donjuanescas, debo decir que vivo en constante combustión amorosa.

Ansío penetrar con vosotros en la selva   —6→   histórica que nos ofrecen los adalides republicanos en once meses del año 1873, año de sarampión agudísimo del que salimos por la intensa vitalidad de esta vejancona robusta que llamamos España. La historia de aquel año es, como he dicho, selva o manigua tan enmarañada que es difícil abrir caminos en su densa vegetación. Es en parte luminosa, en parte siniestra y obscura, entretejida de malezas con las cuales lucha difícilmente el hacha del leñador. En lo alto, bandadas de cotorras y otras aves parleras aturden con su charla retórica; abajo, alimañas saltonas o reptantes, antropoides que suben y bajan por las ramas hostigándose unos a otros, sin que ninguno logre someter a los demás; millonadas de espléndidas mariposas, millonadas de zánganos zumbantes y molestos; rayos de sol que iluminan la fronda espesa, negros vapores que la sumergen en temerosa penumbra.

Antes de meternos en este laberinto quiero decirle al picaresco lector algo de mis particulares asuntos. Obdulia, mi compañera dulce, a quien conocéis con el doble carácter de romántica y hacendosa, me fue arrebatada por su marido, que cayó sobre Madrid y sobre mí como una maldición de Dios a los pocos días de la partida de los Reyes para Lisboa. Recordaréis que aquel gaznápiro respondía por Aquilino de la Hinojosa, y lo mismo desafinaba pianos que los vendía y alquilaba. Se debió sin duda a los médicos del Infierno la soldadura de la clavícula, el gobierno   —7→   de la pata, y el admirable lañado de la osamenta craneana, estuche de sus infames pensamientos.

La presencia de aquel mastín, que se nos apareció ladrando con la fiereza que le daban sus derechos, nos truncó la vida y nos mató la felicidad. Intervino la justicia, pasamos días de horrible infortunio y vergüenza, y al fin, la paloma suavísima y arrulladora me dejó solo en mi nido. Una tarde, trastornado y rabioso, salí resuelto a matar al ladrón de mi dicha. No me arredraba perder la libertad, ni la honra, ni la vida; la idea de la cárcel y del patíbulo no aplacaban mi furor... Tras de mí salió corriendo el buen Ido del Sagrario, ansioso de atajarme en el camino de mi perdición, y cuando yo forcejeaba para desasirme de los amantes brazos del filósofo... ¡pum!, se nos acerca Nicolás Estévanez, risueño, haciendo chacota de mi exaltación homicida.

El cariño y la jovialidad de Estévanez me calmaron, dando a mis sentimientos una dirección apacible. En breves palabras expliqué a mi amigo la razón de mi furia, y nombré al perro cuya vida me estorbaba. A este propósito me dijo don Nicolás, con donaire mezclado de amargura: «Conozco a ese sinvergüenza, a ese Hinojosa, que es como decir Jinojo... Pertenece a la bandada de pajarracos que apenas establecida la República se cuelan en ella para llenar sus buches con los desperdicios del presupuesto. Tu enemigo es de los primeros que han llegado, quitándose   —8→   las plumas alfonsinas para ponerse la cresta roja que gastan los demagogos. Esta canalla nos desacreditará, Tito, y acabará por perdernos. ¿Sabes quién ha colocado al don Jinojo? Pues Martos, que hila maravillosamente las palabras, pero en cuestiones de personal no tiene vista ni olfato... Ayer me enteré. Al afinador le mandan a la oficina de Bienes Mostrencos, que está en la travesía de la Parada».

Estábamos en Antón Martín, junto a la fuente churrigueresca. El manso filósofo Ido del Sagrario se fue a la compra, calle de los Tres Peces, y Estévanez, que había salido de la tienda de sedas del popular republicano don Toribio Castrovido, me llevó calle abajo por la de Atocha, contándome sus andanzas en el largo tiempo en que yo le había perdido de vista. Refería con pintoresca sencillez y gracia las que no vacilo en llamar hazañas, y mi curiosidad apuraba sus conceptos con atención sedienta. No esperéis que transcriba su relato ad pedem litterae; lo extractaré, conservando, si puedo, la intensidad del pensamiento y la concisión de la forma.

Empezó así: «A mediados de Noviembre me visitó Contreras y me dijo que contaba con una parte de la guarnición de Bajadoz, con casi toda la de Sevilla, con las de Córdoba y Málaga, con muchos carabineros y con un regimiento de Caballería, para intentar un golpe decisivo. Añadió que estaban dispuestas las partidas que habían de salir al campo en catorce provincias. Pero que la señal   —9→   que a todos serviría para sublevarse era la aparición de una partida que cortase el ferrocarril en Despeñaperros. La partida estaba dispuesta, y yo designado para mandarla. No vacilé, y pedí al General que señalara día para mi salida. Convinimos en que yo iniciara la revuelta el 23; los demás secundarían la sublevación hacia el 25. Sólo exigió de mí que me sostuviera ocho días».

No se contentó el audaz revolucionario con aguantarse ocho días; se aguantó treinta y ocho. En todo este tiempo el pobre General Contreras anduvo de la Ceca a la Meca hostigando a los militares y paisanos comprometidos, sin lograr sacarles de su inmovilidad. A Prim, con ser Prim, le pasó lo mismo allá por los años 66 y 67. Las partidillas que aparecieron al conjuro de Contreras en Murcia, Extremadura y Vizcaya, no pasaron de tímidos conatos.

Según me dijo, lanzose Estévanez a la aventura de Sierra Morena sin ninguna confianza en el éxito. Salió de Madrid por la estación de Atocha. Apenas tomó asiento en un vagón de segunda, un hombre de aspecto inofensivo, cargado con cajas de cartón, abrió la portezuela preguntando: «¿Es este el tren que va a Sevilla?». Oída la contestación afirmativa se introdujo en el coche, y acomodando sus cajas se reclinó en un ángulo, con actitud de indiferencia descuidada... Momentos antes de arrancar el tren llegó a la estación don Toribio Castrovido, republicano de los más fieles, y después de buscar a Estévanez   —10→   de coche en coche dio con él y le hizo bajar para decirle rápidamente: «Ese tipo de las cajas de cartón es un inspector de policía; lleva la orden de prender a usted por la Guardia civil tan pronto como el tren salga de los límites de esta provincia y encerrarle en la cárcel de Toledo o de Ciudad Real». Volvió Estévanez al coche sin cerrar la portezuela, y cuando el tren arrancaba se arrojó al andén. Sorprendido el polizonte asomó la gaita por la ventanilla, y el atrevido conspirador le gritó: «¡Buen viaje, amigo!... ¡y mucho ojo!».

En la noche del mismo día salió de Madrid don Nicolás metido dentro de una zafra de aceite sin aceite, en un furgón precintado del tren de mercancías, con tan menguada velocidad que tardó en llegar a Vilches veinticuatro horas. El Gobernador de Ciudad Real, Plácido Sansón, amigo y paisano del héroe, le esperaba por orden del Gobierno en una de las estaciones de la línea, al paso del tren de viajeros, con la fuerza de la Guardia civil que había de detenerle. Supónese que se alegró mucho de no encontrarle... A las diez de la noche, antes de llegar a Vilches, paró el tren de mercancías para que se apeara el hombre facturado en la zafra de aceite. Hallose el tal en un despoblado, donde se le unió Virgilio Llanos con la formidable partida que debía iniciar el movimiento: una docena de hombres, ocho de los cuales eran procedentes de Madrid. Dos horas después ya no existía el puente de Vadollano.

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Al decir esto, pasaba Estévanez del estilo picaresco al estilo trágico, desnudo de todo énfasis, sin otro adorno que la sencillez. En él veía yo la personificación vigorosa del espíritu de rebeldía que alienta en las razas españolas desde tiempos remotos, y que no tiene trazas de suavizarse con las dulzuras de la civilización, protesta inveterada contra la arbitrariedad crónica del poder público, contra las crueldades y martirios que la burocracia y el caciquismo prodigan a los ciudadanos. Cortar las comunicaciones ferroviarias es grave atentado a la cultura y saqueo del acervo nacional; pero Estévanez y sus auxiliares actuaban en aquellos momentos como profesionales de la rebeldía y ejecutores ciegos del fatalismo revolucionario. Creían sin duda que era forzoso destruir las cosas útiles, único medio de allanar el camino para la destrucción de la inmensa mole de inutilidades viciosas, y de seculares estorbos.

El historiador de sí mismo contaba con naturalidad aterradora el acto de cortar el puente. Entraba en él a toda máquina un tren de mercancías, después de haber dejado en tierra a todos los empleados, menos al conductor. Para salvar la responsabilidad de este, un hombre, armado de mala escopeta, se plantaba en medio de la vía gritando: «¡Alto el tren!». Saltaban a tierra conductor y maquinista; el tren seguía, y al llegar al punto en que se habían levantado los raíles descarrilaba, y desde la formidable altura caía con   —12→   estruendo pavoroso sobre el río, quedando la máquina, ténder y algunos vagones en posición vertical.

En el acto estalló el incendio, pues el tren iba cargado de aguardiente y otras materias combustibles. Ardió todo, cedió la armadura del viaducto; las llamas reflejándose en la corriente del río y el humo subiendo en negras ondulaciones por los aires, componían un cuadro grandioso, sublime estrofa del arte revolucionario, que también las revoluciones tienen su poesía... De este modo quedó interrumpida para mucho tiempo la comunicación de Castilla con toda la región andaluza.

Recorrimos la calle de Atocha en toda su longitud y torcimos hacia el Prado, pues Estévanez tenía que ir al Ministerio de la Guerra, en donde le había citado el General Córdoba. Andando despacito siguió contándome don Nicolás su historia de Despeñaperros, que más parecía novela: «No creas que aquella vida era demasiado fatigosa; tirábamos a los lobos, alguna vez a los jabalíes; no tuvimos ningún encuentro serio, ni dimos ninguna batalla como las de Marengo y Arcola; nos alimentábamos con naranjas, madroños, exquisita miel, y bebíamos agua cristalina de los manantiales de la sierra... En Madrid publicaban los intransigentes, en hojas extraordinarias, noticias estupendas elaboradas para los inocentes de grandes tragaderas: «Entrada de Estévanez en Linares con cuatro mil hombres»... «Última victoria de la partida de   —13→   Estévanez»... «Tropas del ejército unidas a la partida de Despeñaperros»...

«Ya me acuerdo -dije yo-. También se propaló el notición de que había usted tomado El Viso.

-Lo que tomé en El Viso fue una buena taza de café con que me obsequió el famoso guerrillero León Merino... En cuanto a las tropas que se me incorporaron, todo se redujo al cabo de Caballería Tomás Guzmán y cuatro soldados con muy buenos caballos, que supuse eran los de sus jefes.

-Y de allí, según nos contaron, fue usted a Linares con su ejército.

-Sí; formidable ejército compuesto de doce hombres. Antes de entrar en Linares mandé un explorador para saber si se había sublevado la población, según lo prometido al General Contreras; volvió el emisario diciendo que todo estaba en calma, sin el menor vislumbre de sublevación. Luego se me presentaron dos vecinos con la embajada de que sólo esperaban mi presencia para echarse a la calle. Pues adelante con mi tropa. Apenas entré se levantó el pueblo, con el señor Marín a la cabeza, atronando los aires con el grito de ¡viva la República Federal!



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ArribaAbajo- II -

-En Madrid se afirmó que los cuarenta y dos guardias civiles que guarnecían la ciudad se habían rendido, tras reñida lucha, a una docena de paisanos.

-No quiero engalanarme con plumas de pavo real; yo no disparé un tiro; la Benemérita salió de la ciudad al ver la exaltación unánime del vecindario... Desde Linares oficié al Directorio dándole cuenta de haberse proclamado la República. Hicimos un alistamiento voluntario y fortificamos las entradas del pueblo. Como no nos sobraba tiempo, suprimí casi en absoluto las soflamas, arengas y manifiestos. A los dos días, alarma en el pueblo, gran toqueteo de campanas; los alistados acudieron a sus puestos. No participé del desasosiego. Calculé que no seríamos atacados hasta el cuarto día, por lo que abandoné la ciudad la noche del tercero, llevándome setecientos hombres. El armamento era de una variedad pintoresca; cada cual llevaba lo que halló en su casa; en cuanto a municiones, el que más, tenía seis cartuchos.

-Según los noticieros madrileños, se fue usted a La Carolina.

-Y cerca de este pueblo nos salió al paso una corta fuerza de Caballería y unas parejas de la Guardia civil de infantería. Nos tiroteamos y mi ejército voló, quedándome   —15→   sólo ochenta hombres... Dos días después la Gaceta de Madrid decía: «Ha sido dispersada la partida de Estévanez; pero se ha presentado otra en El Viso». No era otra; era la misma. Habíamos atravesado la sierra en pocas horas. En El Viso se nos incorporaron algunos voluntarios de la Mancha. Necesitando municiones, traté de sorprender el destacamento del Visillo (Almuradiel), compuesto de veinticuatro cazadores del batallón de Las Navas y mandado por el subteniente O'Donnell. La sorpresa fracasó y tuve que retirarme a la venta de Malaventura. Amanecía... Perseguido por varias columnas, tuve que maniobrar algunos días por los sitios más escabrosos de la sierra. Esclavo en todo de la verdad, debo decirte, querido Tito, que aquello era una persecución de mentirijillas. Aquel extraño modo de guerrear me ha enseñado muchas cosas. Nuestras guerras civiles han durado años y años porque las tropas regulares no han sabido o no han querido ahogarlas en su origen. Creeríase que hay interés en que las facciones se organicen, y fogueándose constantemente, aprendan el arte o las astucias de la guerra. Pudieron los jefes de las columnas acabar con nosotros en menos de una semana; pero descansaban de noche en los pueblos, iban de uno a otro por las carreteras, sin fatigarse, siempre de día, y no nos buscaban con deseo de encontrarnos. Varias veces pasaron las columnas junto a mí sin sospechar mí presencia; jugábamos graciosamente al escondite».

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Íbamos ya frente al Museo de Pinturas cuando empezó a contarme su encuentro con la columna del Coronel Borrero, hecho de armas que llegó a Madrid de tal manera hinchado que alguien le dio proporciones semejantes a las de la acción de las Termópilas. Acaeció el suceso el 6 de Diciembre en una ermita llamada de San Andrés. Borrero llevaba veinticinco caballos y dos compañías de cazadores de Ciudad Rodrigo; Estévanez treinta y siete escopeteros. Después de un largo tiroteo, Borrero se retiró al Viso con algunas bajas. Esta batalla en miniatura tuvo una prelación cómicamente ampulosa. La militar arenga que Virgilio Llanos, subido en una roca, pronunció ante los aburridos y fatigados escopeteros. «Esforzados campeones de la Libertad -les dijo con épica exaltación, agitando los brazos, como poseído del mal de San Vito-, ha llegado el momento sublime de hacernos inmortales. Desde aquellas cumbres la España y la Historia os contemplan. ¡Corred intrépidos a cubriros de gloria! Vuestras madres os bendicen. La santa República os acogerá en sus brazos amorosa. ¡Sus, y a ellos!, etcétera...». El tal Virgilio era un muchachón avispado, activo, frenético sectario y un poquito socarrón. Años adelante le he conocido yo trabajando modestamente en la administración de un periódico avanzado, en la contaduría de un teatro, en las oficinas de la Resinera de Coca. Fue grande amigo de Eusebio Blasco.

La partida menguaba de día en día; algunos   —17→   de los de Madrid se marcharon, no sin despedirse. Eran buenos para el fuego, pero se cansaban pronto de las jornadas largas, de las lluvias y de las privaciones. Los más duros eran los pastores y serranos. El 20 de Diciembre ya no le quedaban al heroico y sufrido don Nicolás más que nueve hombres. El 21 entró solo en Bailén, dejando a su gente en un cortijo próximo. Descansó unos días en casa de un buen amigo suyo, y al volver al cortijo, los nueve guerrilleros se habían reducido a seis.

Entrando ya en el palacio de Buenavista relató así el bravo campeón la última triste página de sus aventuras: «Una noche, en un cortijo, orilla del Jándula y cerca de Andújar, dormíamos sin vigilantes por la escasez de gente. El cortijero me dijo que de nada servían escuchas ni centinelas, porque los perros nos advertirían cualquiera novedad. En efecto, él interpretaba los ladridos con una exactitud maravillosa. Oyendo a los perros, me decía: 'Le ladran a una lechuza'. 'Pasa un lobo'. 'Está saliendo la luna', etcétera. De repente se oyó un ladrido lejano, y el hombre se puso en pie, gritando con susto: '¡La Guardia civil!'... Salimos, y a los pocos minutos vimos llegar un paisano enteramente solo y sin armas a la vista; pidió un vaso de agua, y entre sorbo y sorbo nos manifestó que había servido en la Guardia civil seis años. Llevaba la licencia en el bolsillo. Sin duda conservaba el olor del Instituto, puesto que los perros avisaron su paso».

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El 30 de Diciembre tomó Estévanez en Vilches el tren de Madrid. Fue reconocido por más de dos viajeros que no le denunciaron. Se tiró del tren antes de llegar a la estación de Atocha, y embozándose en la capa, se dirigió a su casa con el tranquilo paso del ciudadano más inocente y descuidado.

Ya en el Ministerio, escaleras arriba, me dijo Estévanez que Figueras le incitaba vivamente a reingresar en el Ejército. Negábase a ello mi amigo, muy a gusto en el libre ambiente de la sociedad civil... En el salón del Ministerio había mucha gente, paisanos y militares, agrupados en diferentes corrillos. En uno de éstos vi a Luis Blanc y a García López; en otros, Roque Barcia y Félix la Llave charlaban con dos militares, con Ramos Calderón, riverista, y con un amigo de Martos de cuyo nombre no me acuerdo. En todos los grupos se respiraba el aire espeso y acre que arroja de sí la palabra Crisis. ¡Crisis, Dios mío, cuando aún los primeros Ministros de la República no habían calentado las poltronas! ¿Dónde estabas, Mariclío celestial; en qué pozo te habías caído que no fuiste de Ministerio en Ministerio, chinela en mano, azotando las posaderas de toda esta gente rencillosa y quimerista, sin conocimiento de la realidad ni estímulos de patriotismo? Pienso yo que aburrida de tu oficio quieres adoptar el de alguna de tus hermanas, quitándole a Euterpe la voz angélica, los pies a Terpsícore, tal vez a Melpómene el ceño iracundo y la mano armada de puñal.

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En aquel maremágnum de gente ociosa y postulante se me perdió de vista Estévanez. Salí de allí con ligero paso, hastiado del pregón de crisis y de la turbulencia moral que indicaban los rostros de aquellos politicastros de baratillo. Quise ir a mi casa, y maquinalmente me fui a la de don Eleuterio Maisonnave, que me había ofrecido una colocación decorosa. No le encontré, y aturdido y desalentado vagué por las calles, cambiando a cada instante de propósito y dirección. La ausencia de mi Obdulia me llenaba el alma de tristeza, y esta se agudizaba de improviso resolviéndose en arrebatos de cólera furibunda. En la Puerta del Sol, llena de papanatas y haraganes, sentía vivos impulsos de enredarme a trastazo limpio con cuantas personas me estorbaban el paso.

Sin pensarlo, como si huyera de mí mismo, me metí en el café de las Columnas, donde tal vez encontraría a don Santos La Hoz para contarle mis penas: «Hoy estoy de malas -me dije atravesando por entre las mesas pobladas de vagos parlanchines-. Basta que hoy desee ver a don Santos para que no le encuentre». ¡Sorpresa y alegría! Desde una mesa cercana al mostrador me llamó el curita La Hoz, que tomaba café con unos cuantos amigos de esos que arreglan el mundo entre terrones de azúcar y sorbos de agua de castañas. Acudí al llamamiento y me hicieron hueco amablemente. Al sentarme, vi frente a mí una señora risueña y guapita que formaba parte de la trinca. Al instante me sentí   —20→   arrastrado al vértigo de una conversación febril, de política, por supuesto... Don Santos hablaba horrores de Martos, de Becerra y de toda la chusma que llamaban cimbrios. Junto a mí había dos tipos locuaces, que despotricando me rociaban con su saliva. Sus caras no me eran desconocidas; pienso que les vi en un Templo Masónico adonde me llevaron una noche a ver una Tenida blanca, con pasteles, caramelos y baile agarrado. Si no me equivoco, aquellos dos venerables hermanos tenían en la Logia los nombres de Licurgo y Epaminondas.

La señora sentada frente a mí, pizpireta y apañadita, no me quitaba los ojos, celebraba cuanto yo decía, por lo que, holgándome mucho, le dedicaba yo todos mis chistes y agudezas, subrayándolos con pisotones. En el giro de la conversación, vine a comprender que también aquella dama había visto las Columnas Simbólicas, como aprendiza masona, en lo que denominan Rito de Adopción. Algunos la llamaban Candelaria, su nombre de pila, y otros le aplicaban el sonoro mote de Penélope. Junto a don Santos había dos señores que afectaban cierta gravedad y se creían depositarios del buen sentido y órganos de toda opinión sesuda. Eran dos solemnes marmolillos, de esos que se precian de poner los puntos sobre las íes y de quitar caretas a todo el género humano. De lo que allí se habló saqué la certeza de que el primer Ministerio de la República amenazaba ruina, y de que Martos, Presidente del Congreso,   —21→   era el Sansón de los filisteos republicanos. Mi vecino de mesa, Epaminondas, aseguró que don Cristino había nombrado a Espartero Capitán General de Madrid; pero don Santos y sus adustos adláteres pusieron sendos puntos sobre las íes, consignando que el nuevo espadón de la dictadura era el General Moriones.

Retiráronse algunos de la tertulia y hubo cambio de sitios, quedando yo junto a don Santos, y a mi izquierda la vivaracha Candelarita Penélope. En el curso de la picante comidilla política, hallé coyuntura para contarle al curita los motivos de mi descontento. El mismo 11 de Febrero, Maisonnave me ofreció una placita modesta para poder vivir, y habían pasado muchos días sin que don Eleuterio me sacara de penas. «Bien puede afirmar el grande y pequeño Tito que ha nacido de pie -dijo don Santos rasgando toda su boca en un reír inefable-. Mira por dónde te ha salido la buena, cuando menos lo pensabas, al entrar en este café y encontrarme a mí... Dime ahora que no hay Providencia. Ya puedes marcar este día con piedra blanca: Albo notanda lapillo, que dijo el latino... Abrázame, Titín, y anticípame las gracias: aquí tienes al ciudadano La Hoz, clérigo desclerigado, que sabe mirar por sus amigos, cuando son liberales de buena ley, como tú... Debo decirte ante todo, para que vayas aprendiendo a vivir, que no te fíes de Maisonnave ni de ningún castelarino; deja el campo de los ruiseñores, donde no hay más que gorjeos,   —22→   y vente acá: nosotros no gorjeamos, pero damos trigo».

Llevado de sus pujos oratorios, me dejó suspenso y a media miel. Se subió las gafas, que tendían siempre a resbalar hacia la punta de la nariz. Tomó de nuevo la palabra, que era estropajosa por la falta de dientes, y espolvoreando su saliva sobre mí, mordisqueó desabridamente a Figueras, Salmerón y Pi, que piaban federalismo y dejaban vacíos los comederos. Con gran trabajo logré que disipara mis ansias y despejase la doble incógnita de su generosidad y de mi agradecimiento. ¡Acabáramos! Mi amigo disponía de una plaza de seis mil reales en Gobernación, por ascenso y traslado a provincias del funcionario que la desempeñaba. Trastornado yo de júbilo, cierro el pico y dejo hablar al ínclito don Santos, mi salvador y Mecenas:

«Esa plaza me la dio Ruiz Zorrilla para mi amigo y paisano don Rufino José Novillo, esposo de esta dama que nos honra con su presencia, y como ha sido destinado al Gobierno civil de Bajadoz, dispongo yo del puesto vacante, según práctica usual en nuestro panfuncionarismo burocrático. Cuando tú entraste, querido Tito, estaba yo discurriendo a quién daría la modesta breva. ¡Mira con qué oportunidad y buena sombra entraste en el café esta tarde! Lo que te digo: hay minutos decisivos en la vida de los hombres públicos o de los que aspiran a tales. Es uno providencia sin saberlo, y tú, al encaminar aquí tus pasos, venías empujado por   —23→   el ángel de tu guarda». Volvime yo entonces hacia doña Penélope, y violentándome para no darle un estrecho abrazo y besar sus mejillas, un poquito pintadas, le dije: «Señora mía, permítame usted que celebre con toda el alma el ascenso de su digno esposo, recompensa justa, mas no correspondiente a sus méritos insignes. Como supongo que usted le acompañará, mi alegría se nubla, pues quisiera poder expresar a usted mi gratitud aquí, día por día...

-No, no; yo no voy. Mi marido puede ir donde quiera; cuanto más lejos mejor -dijo vivamente la señora, acentuando su palabra con guiños y muequecillas que no dejaban duda de sus sentimientos conyugales-. De Madrid al Cielo... Yo no he nacido para provinciana... Aquí tengo mi centro, mis trabajos humildes, y un nombre que no carece de resonancia, aunque me esté mal el decirlo...».

Selló sus labios un alarde de modestia, tan falsa como el rosicler de sus mejillas. Pero don Santos se apresuró a desvirtuar aquella discreción postiza, diciéndome: «Tú habrás leído algunas composiciones de esta señora en La Ilustración Federal. Firma con el seudónimo de Rosa Patria... Y de sus artículos Conciencia libre y La hora del Apocalipsis también tendrás conocimiento».

Aunque era la primera vez que oía citar aquellas creaciones en verso y prosa, yo las alabé hiperbólicamente cual si las supiera de memoria, y ella, volviéndose hacia mí, dando   —24→   a mis ojos la convexidad blanda de su pechuga y a mi nariz el perfume barato que usaba, me dijo con tierna voz: «Yo sí que le admiro a usted hace tiempo, señor don Tito. El discurso irónico que pronunció usted en Durango es una pieza oratoria por la que merece el título de Cicerón humorístico. ¡Con qué gracia se burló el orador de aquel público de avutardas católicas y de gansos absolutistas! Cien veces he leído su plan de Imperio Hispano-Pontificio relamiéndome de gusto. Tiene usted mucho talento, señor Tito. Está usted llamado a ser pronto un hombre público eminente al par que ilustre pensador».

Un ratito estuvimos incensándonos mutuamente, cambiando alabanzas, gratitudes y mil floreos empalagosos... Atardecía. Se iba aclarando la piña de los contertulios de don Santos. Uno de los señores graves desfiló, dejando tras sí una estela de necedades sentenciosas; el otro agarró un periódico. Yo aproveché la clara para concertar con mi amigo lo que más me interesaba. Convinimos en que al día siguiente iríamos juntos al Ministerio para que me extendieran la credencial y tomar posesión del cargo lo más pronto posible. En esto la señora se despidió de nosotros. «Tengo que ir -nos dijo- a la tienda de Clement... ahí, calle de Carretas, donde ahora estará, seguro, seguro, mi Rufino comprando las corbatas que quiere llevarse a Badajoz para hacer el pollo en aquella culta ciudad. Hemos quedado en vernos allí: son las cinco. Me temo que si no estoy presente   —25→   escoja las formas y colorines más estrepitosos. Tiene mi marido un gusto de mil demonios. Si le dejo, sale a la calle hecho un guacamayo...». Al despedirse agotó su arsenal de remilgos, ojeadas y meneos para ofrecerme su casa, su persona, en el concepto literario y político, aceptándome como auxiliar o comadrón para los futuros alumbramientos de su fantasía. Viéndola salir por entre las mesas, pude apreciar que era pequeña de cuerpo, gordezuela y fofa, viva de andadura, suelta de ademanes, y tan desahogada de lengua que a lo largo del café iba disparando dicharachos a un lado y a otro.

Dejadme tomar aliento para que pueda contaros, con la debida pausa y sentido, dos hechos muy importantes que van entrelazados estrechamente en esta veraz historia. El uno es el caso y circunstancias de mi metimiento afectivo con doña Candelaria. El otro es la ruidosa y descomunal crisis del 24 de Febrero, a los trece días del establecimiento de la República. ¡Aún no asábamos y ya pringábamos!




ArribaAbajo- III -

Por no cansar a mis buenos lectores con prolijidades impertinentes, omito el empalagoso tramitar que me llevó a la intimidad con la estrafalaria señora del café de las Columnas, a quien podía designar escogiendo ad   —26→   libitum cualquiera de los tres nombres que le aplicaba la turbada sociedad de su tiempo: Penélope por lo masónico, Rosa Patria por lo literario y Candelaria conforme al santo Crisma.

Tres días mal contados, incluyendo entre ellos el de la partida de su esposo para Badajoz, me bastaron para posesionarme de su hogar modesto y amenizar en él mis días tediosos y agasajar mis noches heladas. Noticias pocas y precisas os daré de la familia de Candelaria. Componíanla sus tres crías, dos varoncillos pequeños y una chavala graciosa y parlera que ya rayaba en los ocho años; y su madre doña Belén, matrona espigada, tiesa y diligente, que llevaba el gobierno de la casa. Por la buena mano de esta mujer, su pulcritud y vivacidad, la casa estaba bien apañadita, y sólo tenía trazas de leonera el gabinete en que había instalado su laboratorio poético y prosaico la fecunda y jamás cansada propagandista. Gracias a la providente abuela, los niños andaban bien cuidados y limpios, la comida siempre a punto, y en la casa no sufrían grave ofensa la vista y el olfato.

Despojada del doña que le ponía la vecindad, Belén estaba más en carácter y lucía en toda su plenitud las cualidades domésticas. En elogio suyo debo decir que a su hija idolatraba, creyendo que había venido al mundo para desacreditar y extinguir la raza de las mujeres ñoñas, encogidas, pánfilas y santurronas. La densidad analfabética de su cerebro no le dejaba espacio más que para la admiración   —27→   del portentoso talento de Candelaria. Se maravillaba de verla escribir con desenfrenado rasgueo de pluma, y cuando los garrapatos o patas de mosca volvían de la imprenta transformados en letra de molde, que la pobre señora entendía tanto como si fuera escritura chinesca, contemplábalos atónita cual si fueran arte de magia o brujería. «No sé a quién sale esta chica -decía-, porque el bailarín de su padre, que esté en gloria, no escribía más que con los pies».

La idea extremadamente lisonjera del mérito de Candelaria excluía en la madre toda severidad. A fuerza de admirar el talento, no paraba mientes en las flaquezas de su hija, ni en sus desórdenes y extravagancias, que la diferenciaban de todo el personal de su sexo en aquella época. Creía Belén que andando los años y siguiendo en aquel ajetreo de pluma adquiriría Rosa Patria fama universal, reinando al fin, por la fuerza de su entendimiento, sobre la turbamulta de hombrachos enclenques y desaboridos que mangoneaban en la sociedad. Sin participar del delirante optimismo maternal, yo veía en Penélope algo extraordinario que se cernía sobre sus extravagancias, sobre su inquietud ratonil, su mala prosa, sus versos ripiosos y cojitrancos. Lo que me agradaba en ella era su valentía, su desprecio de la vigente organización social y la desvergüenza, en cierto modo graciosa, con que daba la cara a las rechiflas y burletas de las demás señoras y aun de muchos hombres.

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Cuando la intimidad abrió el sagrario de sus secretos artísticos, Rosa Patria me dio a conocer todo el material inédito de sus obras poéticas, así los ensayos balbucientes como las odas pindáricas y laberínticas, con tendencias patrioteras, y la verdad, todo ello me pareció medianejo. La prosa, menos mal: aunque deslavazada, tejida de lugares comunes, se dejaba leer. Sus apóstrofes campanudos y sus chupinazos finales buscaban la emoción del lector ingenuo, y cumplidamente lo conseguían. Mi posición junto a ella obligábame a mostrarme admirador de tal fecundidad farragosa; lo que yo realmente estimaba era, como antes digo, la bravura desaprensiva con que se adelantaba medio siglo al curso de la Historia. Guardábame yo de decirle que predicaba para gentes que aún tardarían un rato en nacer. Mi egoísmo manteníala en su ilusión mentirosa, recreándose tan sólo en los atractivos personales de aquella singular Diosa Razón. Me encantaban su linda dentadura, los hoyuelos de sus mejillas, sus negros ojos, el donaire o garabato que en su rostro picante corregía o retocaba la dudosa hermosura.

Completaré la figura de Candelaria con unas pinceladas psicológicas. Era vanidosilla, ligera de cascos y de buen corazón. Un solo rencor turbaba la placidez de su carácter. Odiaba sencillamente a su marido, a quien tenía por el más vulgar de los hombres, cominero, fisgón, refractario a toda poesía y a toda literatura. De aquel odio participaba doña Belén, y cuando hija y madre   —29→   se ponían a contar las impertinencias y chinchorrerías del tal don Rufino, acababan pidiendo a Dios que le tuviera hasta la eternidad en Badajoz o en el quinto infierno.

Una sola vez vi yo al marido de mi amiga en su casa, disponiéndose a partir para Extremadura, y me pareció persona insignificante, soplado de presunción, sin que lograra con su hinchada tiesura disfrazar su crasa vulgaridad. Era regordete, adiposo; se pintaba el bigote, según decían, con el tizne de la sartén, y su cabeza encanecida abultaba mucho por la gran cantidad de aglomerada estopa que tenía dentro. Discurría trabajosamente, cual si prensara las ideas, y de sus labios salían perezosas y lentas las palabras como gotas de aceite. Habituado a la somnolencia de las oficinas, no sabía más que atar y desatar los fárragos expedientiles. Entre los varios papeles que la sociedad reparte para la representación de la humana comedia, don Rufino escogió el más apropiado a su vacío cacumen, el papel de hombre serio, y lo desempeñaba compitiendo con los más acreditados guardacantones.

El ridículo funcionario se burlaba estúpidamente de su mujer, que, sin poseer dotes excepcionales era junto a tal zopenco un prodigio de la naturaleza. Candelaria se cobraba de aquel menosprecio injusto proclamando a voces que su esposo era una excelente bestia para tirar de un carro o dar vueltas a una noria. Nunca pude entender cómo existió noviazgo y matrimonio entre dos criaturas   —30→   tan diferentes. Alguien me indicó después que ello fue obra del difunto padre de la escritora, del cual se dijo que, bailarín consumado, tenía los juanetes en el entendimiento.

Cuando Candelaria y yo llegábamos a una intimidad que no había de ser duradera, frecuentaba la casa uno de aquellos varones graves que vi junto a don Santos La Hoz en el café de las Columnas. Era un pobre hombre que, después de haber consumido sus mejores años trabajando en vanos periódicos como redactor financiero, andaba rondando la naciente República y haciéndonos el oso para ver si cogía un destinejo, como los que gozó en tiempo de González Brabo. Los que esto lean reconocerán a don Basilio Andrés de la Caña, que en la redacción de un diario ya fenecido desmenuzaba el presupuesto del Gobierno, y acumulando cifras a su antojo armaba el mazacote del presupuesto de oposición, para uso de cuatro papanatas que sin leer sus artículos, semejantes a una pared de ladrillo, le dieron fama de hacendista y diploma de hombre serio. Era de abultada presencia, calvoroto, nariz cortísima, poco mayor que una almendra, y montadas sobre ella unas gafas de présbita muy fuertes.

Andaba mi hombre a la sazón flaco de bolsillo y desguarnecido de ropa. Buscaba un cocido y algo más, principio y postre; y no había tecla que no tocase para remediar sus atrasadas escaseces. Antigua era su amistad con los progenitores de Candelaria, y lejos   —31→   de burlarse de esta, la mimaba, alentaba sus aficiones, y con sanos y cariñosos consejos quería guiar sus talentos por el camino de la seriedad. Entre tanto no se descuidaba en admitir las invitaciones que hija y madre le hacían para que cenase o comiese con ellas. Más de una vez nos reuníamos los cuatro en torno a la mesa, bien abastecida de sabrosos manjares caseros. De las innumerables majaderías que oí al don Basilio una y otra noche, transcribo algunas para ornamento de esta historia:

«Fíjate en lo que te digo, Candela. Ya sabes que te quiero paternalmente y admiro tus bellas facultades. Lo que has escrito estos días está muy bien. Tu imaginación chispea; tu sensibilidad imprime calor a los pensamientos. Atinadísimo lo que dices de la libertad igual para todos, del derecho al trabajo y a la educación, del gobierno por el pueblo y para el pueblo, de abolir la pena de muerte, las quintas y el estanco de la sal. Pero todo eso, que es lindísimo y tornasolado, no será eficaz mientras no tengamos un buen sistema de hacienda y un rigor escrupuloso en las prácticas administrativas. Escríbenos una serie de estudios sobre cuestiones tan amenas como los Derechos Reales, el Catastro, la unificación de las Deudas, la circulación fiduciaria, los Bonos del Tesoro, etc., etc. Tu pluma galana puede presentar estas cuestiones bajo prismas brillantísimos y hasta poéticos. Tú puedes dar encanto a las materias más áridas, como por ejemplo, a la extinción de   —32→   la langosta, al enyesado de los vinos y a las relaciones del Tesoro con el Banco... De esto y de todo lo relativo a la Hacienda te daré cuantos datos necesites, cifras, cálculos... te haré un presupuesto verdad, no como los que presenta el Gobierno».

Si en algún punto de la perorata mostraba Candelarita cierto escepticismo chancero, al fin la vi como contagiada de la seriedad del sabio profesor de finanzas. La vivaracha propagandista entraba por todo, y era capaz de poner en octavas reales los presupuestos del Estado. Otro día llegó el ciudadano De la Caña desconcertado y asustadico, trayéndonos la noticia de la crisis del primer Gobierno de la República. Leed aquí sus palabras, que revelaban una emoción triste, casi fúnebre: «Vean ustedes lo que pasa, y pásmense como yo. A los trece días de instaurada la forma republicana ya la tenéis en peligro de muerte. Este señor Martos, en connivencia con los Ministros procedentes del amadeísmo, y que hoy se llaman Radicales, quiere arrojar del Gobierno a los republicanos Pi, Salmerón, Figueras y Castelar. Aunque esto es un desavío para mí, porque ya mis amigos habían recabado del señor Echegaray mi colocación en Hacienda, me tengo por hombre sincero y justo, y sostengo que el designio de Martos es a modo de un golpe de Estado. Ya sabéis que yo soy muy claro y que gusto de poner los puntos sobre las íes. Afirmo, pues, que lo que quiere mi don Cristino es una dictadura. ¿Te has enterado tú, Candela,   —33→   de lo que es dictadura? Es el gobierno de un solo hombre, sin más ley que su voluntad o su capricho. Agarra la pluma, hija mía, y enjareta un artículo condenando los desenfrenos de la ambición, el fanatismo del yo...».

Como don Basilio dijese, entre otras cosas, que había gentío y tropas en el Congreso, abandoné corriendo la casa (Costanilla de los Desamparados) para leer en la vía pública la página histórica. Esta no fue sangrienta, ni siquiera de mediana emoción. En la plaza de las Cortes me encontré a Rojo Arias, que me introdujo en el Congreso. Apenas di algunos pasos hacia el Salón de Conferencias, rodeado me vi de amigos que me refirieron el argumento de la ópera cómica cuya representación había empezado. En el despacho presidencial y en el de los Ministros hormigueaban los hombres públicos, y entre uno y otro departamento cruzábanse mensajes, recados y comisiones portadores de recetas y formulillas emolientes. Parte de la tropa requerida por Martos se agazapaba en el sótano, y otra parte permanecía en la calle, dispuestas a sostener lo que don Basilio llamaba el fanatismo del yo.

A media tarde oí decir que a don Cristino no se le cocía la torta de la dictadura. Una cosa era predicar, como él lo hacía, con soberbio estilo, y otra dar la cara a los hechos con bravura y agallas. No adelantó nada con llenar de tropas los Ministerios de Gobernación y Hacienda; sus propios amigos, viendo que el Presidente de la Asamblea quería conducirles   —34→   por los bordes de un precipicio, echáronse atrás, dieron la razón a los republicanos, y el fiero complot terminó con un frío desenlace de lamentaciones, disculpas y alguna que otra nota jocunda. La Milicia Nacional republicana se echó a la calle en defensa de los suyos; pero no hubo necesidad de romper el fuego, porque dentro de la Cámara quedó Martos domado y vencido, aunque guardándose para mejor ocasión sus pinitos de Bonaparte. A prima noche, cuando volví a mi casa, supe la solución de la crisis. Continuaban los cuatro Ministros republicanos; a Echegaray sustituyó Tutau; a Córdoba, Acosta; a Beránger, Oreiro; don Eduardo Chao y don Cristóbal Sorní entraron en Fomento y Ultramar.

Sin inquietarme gran cosa del cambalache de Ministros, fui a ver a Candelaria, a quien no encontré. Díjome su madre que había ido con don Santos al Club de la calle de la Hiedra, donde el tema de la crisis convocó a toda la turbamulta exaltada y parlera. No estaba yo de humor para soportar el ambiente caldeado de aquel hervidero de pasiones, y me lancé a recorrer los barrios del Sur, desde Santa Isabel a las Vistillas. Sentía yo en mi ser por aquellos días una como evolución de mis gustos y costumbres. Me agradaba sobremanera la vagancia por calles, travesías y plazuelas, viendo rostros que aun siendo desconocidos me parecían familiares, recogiendo al paso jirones de diálogos, apóstrofes o frases picarescas, tropezando con grupos amorosos, secreteantes, o con pendencias   —35→   y ruidosas broncas. Esta deambulación solitaria me avivaba el entendimiento y me sugería ideas luminosas con más vigor que pudieran hacerlo las tertulias de amigos y las lecturas más interesantes.

Retirábame a mi casa fatigado, alta ya la noche, y al otro día, a la hora reglamentaria, iba puntualmente a mi oficina en Gobernación, pues me complacía ganar mi sustento, y el trajín burocrático no me desagradaba. Destináronme a la Secretaría particular del Subsecretario, don José de Carvajal, a quien muchos de los que me leen habrán seguramente conocido, hombre de gallarda y noble presencia, hermosa cabeza, perfil semítico, luenga barba espesa, ademanes señoriles y trato muy afable. Si en la tribuna lucía como brillante orador, en la conversación privada cautivaba por su amenidad, dicción correcta, y un ceceo blando y meloso. A todos los que allí servíamos nos trataba con miramiento, y a mí me distinguía particularmente, atribuyéndome cualidades que no tengo, y colmándome de elogios cuando interpretaba a su gusto los trabajos epistolares de mi incumbencia.

Aunque muy a gusto con jefe tan simpático, aspiraba yo a prestar mis humildes servicios lo más cerca posible de Pi y Margall, por quien sentía veneración fanática. El mismo Carvajal me deparó lo que yo deseaba, enviándome al despacho del Ministro para redactar urgente correspondencia. Halleme, pues, frente al santo de mi mayor devoción,   —36→   el cual, visto de cerca, modificó la idea que de él tenía yo y conmigo el vulgo. No era un hombre glacial; no era la estatua de la reflexión imperturbable como parecía indicarlo la escasa movilidad de sus facciones, su austera faz, su barba gris, su boca sin sonrisa, y sus anteojos que aguzaban la penetración de la mirada.

Era en verdad el apóstol del federalismo un hombre afectuoso, reposado, esclavo del método. Lo primero que me encargó fue algunas cartas citando a su despacho a varios personajes, y otra para don Eduardo Benot, con mayor extensión y conceptos más delicados. Cuando le llevé esta la corrigió, hízola casi de nuevo, redactándola de su puño y letra. Llegada la hora de tomar alimento, llamó a un ordenanza para que le trajeran del café Oriental su almuerzo, el cual, según después observé, era el mismo todos los días. En la propia mesa de su despacho le sirvieron una chuleta con patatas, una ración de queso Gruyère y un vaso de cerveza de Santa Bárbara. Cuando vino el mozo del café a recoger el servicio, don Francisco le pagó de su bolsillo, y seguimos trabajando.



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ArribaAbajo- IV -

Toda la marejada, todos los dimes y diretes que se produjeron entre la Asamblea Nacional y el Gobierno, cuando este quiso disolver las Cámaras para convocar Cortes Constituyentes, se iban reflejando en el despacho de mi Jefe, y aunque yo no presencié las frecuentes entrevistas con Figueras, Salmerón, Orense, Estévanez y otros primates de la República, se vio bien claro que los federales ganaban la partida. Martos, con su guerrilla de cimbrios, quedaba por segunda vez vencido. El 4 de Marzo se leyó en las Cortes un Proyecto de Ley, suspendiendo las sesiones y convocando las Constituyentes para el 1.º de Mayo. La Asamblea Nacional debía continuar deliberando hasta votarse definitivamente las Leyes de Abolición de la Esclavitud, de las Matrículas de Mar y sostenimiento de cincuenta Batallones Francos.

Aunque en Gobernación había yo visto a mi amigo Estévanez más de una vez, rabiaba por encontrarme con él a solas para oír de su boca opiniones y juicios que me orientaran acerca de la situación. Una tarde le visité en su morada oficial, y me recibió tan alegre y afable como antes, cuando me refería sus andanzas facciosas en Sierra Morena. En   —38→   la puerta de su despacho vi el cartelito que le dio fama en aquellos días y que revelaba en don Nicolás tanto ingenio como entereza. El papelito, pegado con obleas, decía mutatis mutandis: Aquí no se dan destinos, ni recomendaciones, ni dinero, ni nada. Hablando con mi amigo de esta humorada, me dijo riendo: «No creas, Tito, que se compone de republicanos la nube de pedigüeños. Son más bien los cesantes de los partidos viejos, el detritus de la política, los innumerables moscones aburridos y famélicos que hacen imposible la vida oficial. He tenido que ahuyentarlos con esa tufarada de azufre. A pesar del cartelito vuelven, zumban y pican».

Las numerosas y pesadas visitas que el Gobernador recibía no le permitieron platicar conmigo todo lo que ambos deseáramos. Volví por la noche, y comiendo juntos pudimos charlar largo rato. No me franqueó, como era natural, el arca de los secretos graves que sin duda poseía, pero algo me dijo que puedo comunicar a mi buen público. Copiaré sus palabras para mejor inteligencia: «No soy grato a todo el patriciado del republicanismo. Algunos, que me han tratado a fondo, no desconfían de mí; otros me tienen por agitador levantisco que por un quítame allá esas pajas se lanza a vías de hecho... Ya me irán conociendo. Yo les conozco a todos, y sé que en los republicanos de gran talla no es todo concordia. Hay entre ellos resquemores, celeras...».

Como juicio general de la situación me dijo   —39→   esto: «En los sucesos a que dio lugar la ambición de Martos, se inició un síntoma malsano que podrá tomar proporciones peligrosísimas si a tiempo no se le sofoca. Tenían los Radicales preparado en Barcelona un pronunciamiento de bajo vuelo contra la República. ¿Por qué se malogró el movimiento? Porque la tropa no quiso obedecer a los jefes. Dicen que ha sido la indisciplina contra la indisciplina; o de otro modo, que los leales han sido los soldados y clases. Verdad; pero roto el nervio del Ejército, que es la subordinación, no sabemos a dónde esto podrá llegar... Militarmente hablando, querido Tito, la situación es débil y lo será más si no sale un caudillo... Yo te pregunto: ¿sabes tú dónde está ese caudillo?».

Ambos callamos meditabundos... No sé si fue aquel día u otro cuando me contó los disparates que los corresponsales venidos de París enviaban a la prensa francesa. Uno de ellos dijo en su periódico: «La República ha caído en un desenfreno espantoso. Castelar se ha visto obligado a nombrar Gobernador civil de Madrid a un monsieur Estévanez que se lo exigió navaja en mano. Este monsieur, muy conocido en las tabernas, no sabe leer ni escribir». Otro corresponsal, por cierto amigo de don Eduardo Chao, mandó una crónica razonable; pero en París, para dar color romántico y medioeval a las cosas de España, la retocaron con estos monstruosos chafarrinones: «Madrid es una ciudad de la Edad Media, sin alumbrado público, salvo los faroles mortecinos   —40→   que alumbran imágenes religiosas, esculturas en general de imponderable mérito; porque hay hornacinas, algunas muy artísticas, en todas las callejuelas... Ayer pasó por la Puerta del Sol un batallón de Nacionales, cuya banda de música, por cierto notabilísima, tocaba la Marsellesa. El público se descubría respetuosamente al pasar los gastadores vistiendo el hábito de San Francisco».

En el desempeño de su cargo desplegaba don Nicolás una diligencia y celo admirables. Visitábale yo con frecuencia, y una noche advertí que se acostaba con las botas puestas, por la necesidad de acudir prontamente a cualquier tumulto que surgiese en la vía pública. Apartado de toda lucha activa, me concretaba yo a cumplir mis deberes burocráticos y a presenciar con tristeza el desconcierto que en todo el país reinaba. Los radicales procedentes del amadeísmo dieron a conservadores y alfonsinos el ejemplo de socavar la situación. El carlismo presentaba cada día nuevos focos de guerra. Los generales de la República eran pocos y malos. Todo el generalato de cuartel era hostil al régimen republicano. En Madrid, que considerábamos como resumen de los sentimientos de la Nación, rara vez veíamos caras que no expresasen una desconfianza severa de nuestros mal comprendidos ideales. Las noticias de Cuba traían mayor zozobra al ánimo turbado de los españoles de todas clases. A mi parecer, la media docena de hombres que simbolizaban el nuevo sistema de Gobierno, lucían   —41→   como faros luminosos en la esfera del ideal; mas en la acción se apagaban sus indecisas voluntades.

En el correr de los días de Marzo fueron menos frecuentes mis visitas a Candelaria Penélope. Leí sus furibundos ataques a La Roma Papal y unas Consideraciones sobre la equidad tributaria, escritas en prosa poética y seguramente inspiradas por don Basilio Andrés de la Caña. Este logro ser colocado en la Dirección de la Deuda por el señor Tutau, feliz acontecimiento que nos libró del acoso y majaderías pretensioniles del sesudo financiero, quien al fin encontraba la caverna burocrática que por derecho de seriedad le correspondía.

Como ya os he dicho, me fui retirando por escalones de la intimidad de Rosa Patria, no porque su persona me disgustara, sino porque se me hacía muy penosa la obligación de alabar sus escritos, y más aún la de colaborar en ellos. Para romper este vínculo de carácter periodístico y literario tenía que romper también el amoroso, y ello vino tan bien concertado por la suerte que poco tuve que hacer para recobrar mi libertad. Una noche, nos enredamos en agria disputa sobre los reparos que puse a un articulazo que ella escribió con el título El Papado en camisa, y a una poesía truculenta que denominaba Ven pronto, guillotina.

Mis prudentes razones la pincharon en lo más sensible de su vanidad. Rabiosilla, me dijo que yo era un ignorante y que mis ideas   —42→   no iban con las del siglo. Contestéle con acrimonia. De palabra en palabra llegamos al espasmo de la ira... De súbito, agarró Candelaria el tintero y me lo tiró a la cabeza, causándome el doble estropicio de levantarme un chichón en la frente y de mojarme de tinta toda la cara y la parte visible de mi alba camisa... Supe contenerme, y aunque me había puesto como un calamar, vi en tal ultraje más ridiculez que afrenta. Llenándome de filosofía me agarré a la profunda sentencia de uno de los siete sabios de Grecia, Bias, que legó a la humanidad todo su saber en este consejo: Aprovecha la ocasión.

Tomando actitud de severa dignidad, me levanté y le dije: «Señora; mi caballerosidad me ordena que sólo conteste a usted con una retirada silenciosa. Adiós». Frenética, respondió Candelaria con chillidos, y en esto entró la tarasca de doña Belén, vociferando como una endemoniada y lanzando sus manos disformes al alcance de mi cara. Entre sus gritos pude distinguir estos conceptos: «Vaya usted de aquí, silbante. Ya le tengo dicho a mi niña que se apañe con un hombre, no con un mico desaborido, gorrón y más tronado que arpa vieja. Váyase a llenar el buche a otra parte, don Titiritaño de los demonios». Salí combinando la dignidad con la prisa para librarme de las manos de aquella bestia desmandada. Candelaria me despidió con bramidos mezclados de un reír espasmódico. Oí estas frases: «Adiós, pigmeo; busca una pigmea que te sufra... Lárgate pronto, Calomarde...   —43→   ji, ji... pae Claret... ji, ji... piojo de la reacción... ji, ji...».

Corrí a mi casa a mudarme de ropa, y cuando cenaba, sin apetito, Ido del Sagrario me dio una noticia muy desagradable. El marido de Obdulia, destinado a Filipinas, había salido ya para Barcelona llevándose a su mujer... Empapada mi alma en el recuerdo de Obdulia, y perseguido por su cara imagen, me lancé a la calle, que era mi alivio y mi descanso en las horas nocturnas, hastiado de las conversaciones ociosas y de la turbulencia social. Arrojábame yo en el laberinto de las calles como en los brazos de una madre cariñosa. Trotando a ratos, moderando el paso cuando me acomodaba, recorría largas distancias entre sombras de muros y claridades de tiendas, oyendo las voces o el hálito no más de la vida matritense. Me metí aquella noche por la calle del Olmo, pasé a la del Calvario; no sé cómo entré en Ministriles, donde sentí tras de mí pisadas que me parecieron las de Obdulia... Me volví, y era un clérigo que me fue siguiendo hasta la calle de Lavapiés.

Con marcha irregular llegué a la plazuela de Lavapiés, donde me detuve ante un grupo de hombres que disputaban en alta voz. Uno de ellos exclamó: «¡La República para los republicanos!». Al entrar en la calle del Tribulete pasé por una taberna a punto que salían de ella estas voces: «Para generales, Contreras. No hay otro como él». Poco más allá, dos mujeres gordas le decían a un guardia de Orden Público: «¿Por qué no afusiláis   —44→   a ese Martos?». Andando, andando, me metí en la calle del Amparo. Subiendo por ella, vi que bajaba un hombre... ¡Ay; era Aquilino de la Hinojosa!... Cuando ya estaba cerca me detuve como cortándole el paso. Él también se paró cual si quisiera reconocerme. No era Jinojo, y sentí que no lo fuera. Nos flechamos con fugaz mirada recelosa, y él siguió calle abajo, yo calle arriba.

Continuando mi ronda entré en un estanco, pienso que en Mesón de Paredes, a comprar cigarrillos. En el breve rato que allí estuve, rasgaron mi oído estas palabras, que dijo la estanquera hablando con otra mujer: «Se fueron a Filipinas, sí señora; pero al llegar a Barcelona... lo sé por la Ciriaca... ella se le escapó, y el muy judío tuvo que embarcarse solo». Me detuve anheloso de oír algo más; pero se interpusieron otros compradores y me quedé in albis. Medio trastornado volví a la calle, y al salir a la plaza del Progreso vi una mujer, dos mujeres, grupos de mujeres, y todas ellas me parecían reproducción fiel de Obdulia, o más bien la propia Obdulia multiplicada... Giré en torno mío; di pasos adelante, pasos atrás, y atontado tuve que agarrarme a la verja del jardinillo para no caerme... Repuesto de aquel mareo, me dirigí como una flecha hacia la calle de Barrionuevo, donde Aquilino vivía y de donde seguramente salió el matrimonio para su viaje a Barcelona. Me asaltó la idea de que en dicha calle podía yo encontrar algún indicio... Recorriéndola dos o tres veces en toda su longitud,   —45→   así pensaba: «Y esa Ciriaca que ha dado la noticia, ¿quién será? Ciriaca, ¿dónde estás?».

Convencido de la inutilidad de mis pesquisas, me metí por la Concepción Jerónima. Pasé por delante de la tienda y casa de mi ex-barragana María de la Cabeza Ventosa de San José. ¡Oh témpora, oh mores! La tienda estaba cerrada. En uno de los balcones del principal había luz. ¿Qué estaría tramando la que fue mi señora y tirana?... Del portal salieron dos señores en quienes reconocí a don Francisco Bringas y a don Plácido Estupiñá. Eran los contertulios de Cabeza en la era feliz de mi prepotencia en la casa... Pasaron sin reparar en mí. Pesqué al vuelo esta gangosa frase de uno de ellos: «Y Zorrilla en Tablada. Tráiganlo de una vez, que si no, vamos a tener aquí la hecatombe hache...».

Seguí hasta la calle del Sacramento, que siempre me cautivaba porque allí vivió mi Obdulia cuando estuvo al servicio de la señora Marquesa de Navalcarazo. Pisando las aceras de la calle solitaria vibraba en mi oído la tierna voz de Obdulia, repitiendo aquella frase patética y un poquito cursi: Si oyes contar de un náufrago la historia... De pronto me encontré junto a una boca de alcantarilla, abierta, por la cual salía una ronda de poceros que terminaban su servicio en aquellas profundidades. Uno de ellos, calzado con altas y gruesas botas, estaba ya fuera; otro, al asomar la cabeza y hombros por el agujero, soltó estas palabras: «Vus lo digo otra vez. La República tiene que ser para los republicanos».   —46→   Y en lo hondo del pozo, otra voz subterránea repitió: «Sí, sí; para los republicanos».

Al llegar a la iglesia del Sacramento vi que de la calle Mayor descendían sigilosos, como negros fantasmas, algunos embozados, y se precipitaban en la obscuridad del Pretil de los Consejos. «Estos son masones -me dije- que van a la Tenida de esta noche». En efecto, algunos pasos más arriba me encontré a Nicolás Díaz Pérez, calificado como una de las más altas dignidades entre los Hijos de la Viuda. Nos paramos, y él, desembarazando su boca del embozo, me dijo: «Tú que estás en Gobernación, ¿no sabes lo que pasa en Barcelona? Desde hace días la tropa, pasándosela disciplina por las narices, fraterniza con los federales en cafés y paseos públicos. La plana mayor y jefes, aburridos y sin agallas, no se atreven a imponerse a las clases y soldados. O no hay lógica, o pronto tendremos Cantón Catalán. Adiós, amigo; que voy retrasado y no quiero llegar tarde al Templo. A ver cuándo se decide usted a penetrar en nuestros augustos misterios. Buenas noches, Tito».

No sé qué le respondí, y continué mi camino sin prisa y sin rumbo. Por la calle del Factor me dirigí hacia el Teatro Real. En la plaza de Isabel II me senté fatigado en un banco del jardincillo, frente a una estatua fea que tenía una careta en la mano. Al poco rato, sentí la atracción del lugar histórico y me acerqué a la tienda de cristales junto a la   —47→   Costanilla de los Ángeles, que aún conservaba las señales de las balas que unos ridículos demagogos dispararon contra el pobre don Amadeo. Con Obdulia presencié yo el imbécil conato de regicidio. Al día siguiente del suceso, se me apareció Mariclío en la puerta de aquella tienda, y hablando familiarmente con ella tuve el gusto de acompañarla hasta la Academia de la Historia. ¿Dónde estaba la santa y buena Madre? ¿En qué rincones o burladeros escondía su clásica persona? Imposible que dejara de conocer y calificar las turbulencias del terrible año que corríamos, pues para tal oficio y menesteres habíanla dado el ser los altos Dioses. Si andaba por acá, infatigable en su fisgoneo sublime, ¿por qué a su lado no me llamaba, por qué no requería los servicios de su leal muñeco?

Esta idea se posesionó de mi cerebro con tal intensidad, que perdí el gobierno de mi mente y el aplomo de mi andadura. La cabeza se me iba; mis piernas temblaban; no sabía dónde poner los pies, como si el suelo se moviera con ondas semejantes a las del agua agitada por viento leve. En tal estado avanzaba por la calle del Arenal, no muy concurrida en aquella hora, pues había salido ya el público del Teatro de Oriente. Los quiebros que yo hacía y las eses que iba trazando debieron de sorprender a los pocos transeúntes, porque sentí risas burlonas... Indudablemente el suelo se movía, la tierra temblaba; no por oscilación telúrica, sino por tremendos golpes que daba sobre ella el pisar de un   —48→   ser invisible, que por la pesadumbre de sus pies debía de ser tan grande como la vieja torre de Santa Cruz... Con esta sugestión terrible, precedido de los pasos de la figura gigantesca sustraída por arte mágico a la visión humana, llegué a la Puerta del Sol; avancé por ella tambaleándome, porque allí los pasos formidables del ingente fantasma imprimían al suelo una trepidación honda y convulsiva...

El invisible caminante, que era sin duda como una montaña con pies, se dirigió a Gobernación. No acierto a expresar mi asombro cuando sentí, no puedo decir vi, que la pesadilla andante entraba en el Ministerio. ¿Por dónde, si aquella puerta no tenía cabida para uno solo de sus talones?... Yo también entré tropezando, y en la escalinata del zaguán caí desvanecido. Un guardia civil y un portero acudieron en mi auxilio. Bajó en aquel momento un telegrafista amigo mío que me llevó a mi casa.




ArribaAbajo- V -

Cuando yo caía en mi camastro al término de una de estas largas y fatigosas peregrinaciones que solían acabar en desvarío sonambulismo, lo mismo que soltaba mi ropa dejándola a un lado, soltaba mis imaginaciones y pensamientos, echándolos de mí uno tras otro, hasta caer en profundo sueño. Dormía,   —49→   descansaba, y al despertar la siguiente mañana, antes que la ropa volvían a mí las ideas de la noche anterior. Primero llegaba una, después dos o tres rondaban mi cerebro, y al fin iban entrando todas. Pensé yo entonces que durante mi sueño las ideas y los hechos pasados velaban en torno mío, esperando que yo despertase para volver a su jaula.

Levanteme un día con sinfín de cosas imaginarias y reales dentro de mi pajarera cerebral. No me pidáis que puntualice el día, porque en mi mollera entra cuanto existe menos las fechas. Nunca he podido disciplinar, ya lo sabéis, el dietario de los acontecimientos, sobre todo cuando no son de esos que llevan bien determinada la efemérides... Pues señor, me fui a la oficina a pesar de ser domingo, y al entrar me dijeron los compañeros que el Ministro, don Francisco Pi y Margall, se había pasado la madrugada anterior agarrado al telégrafo. ¿Qué pasaba? Pues que los rumores de alzamiento en Barcelona se habían confirmado. Ya sabíamos que la tropa, dominada en absoluto por los Comités federales y convertida en instrumento de la Diputación provincial, aspiraba nada menos que a proclamar el Estado Catalán.

Al instante vio nuestro jefe los gravísimos inconvenientes de tal precipitación. No se podía consentir que los pueblos establecieran por sí y ante sí el régimen federativo, anticipándose a lo que era facultad y obra de las Cortes Constituyentes, aún no reunidas. De   —50→   la parte acá del hilo telegráfico hablaba Pi y Margall con la serenidad reflexiva propia de su exquisito temperamento. De la parte allá vociferaban los federales barceloneses, conjurados para proveerse del Cantón que les correspondía con arreglo al catecismo autonómico. Gastó don Francisco enorme dosis de su fuerte dialéctica para convencer a los amigos de la inoportunidad el imprudencia de tal resolución. Nunca vino tan a pelo el aforismo de que no por mucho madrugar, etcétera...

Atento a conjurar todos los peligros, don Francisco ordenó la incomunicación telegráfica de Barcelona con el resto de España, y previno contra el movimiento a los Gobernadores de las provincias limítrofes... Hallábame yo en el despacho de mi jefe don José Carvajal, escribiendo al dictado cartas urgentes, cuando entró el secretario de Figueras señor Rubaudonadéu, y por él supimos que aquel mismo día partiría para Barcelona el Presidente del Poder Ejecutivo. Poco después pasé al salón grande del Ministerio y vi a Figueras, Castelar y Salmerón que salían del despacho del Ministro, acompañados por este. Las caras de todos revelaban tranquilidad. Don Francisco les dijo al despedirse: Por fortuna, hemos deshecho la borrasca antes que estallase. Y Castelar, risueño, añadió este comento breve: Ahora, señores, hasta otra.

Volvió a reinar en la Secretaría del Ministerio el sosiego burocrático. Durante largo rato oíase tan sólo el rasguear de las plumas... Sigo mi cuento declarando que después   —51→   de conjurado aquel conflicto, por hábil maniobra de Pi y Margall, adquirió cierta fortaleza el Gobierno republicano. Pero como quedaba en pie la hostilidad solapada de los Radicales, con el inquieto don Cristino a la cabeza, continuaron los días azarosos. La naciente República no tenía momento seguro, y todo su tiempo dedicábalo a quitar las chinitas que ponía en su camino la displicente Asamblea Nacional, formada con todo el detrito de las pasiones monárquicas. Al fin, en un día de Marzo, hacia el 20 ó 22, se consiguió que suspendiera la Cámara sus sesiones, después de votar la abolición de la esclavitud en Puerto Rico y otras importantes leyes.

Pero los conjurados inventaron el enredijo de una Comisión Permanente, que no servía más que para embrollar, entorpecer y aburrir a todo el mundo. De tanta y tanta pejiguera se habrían librado los republicanos si desde el primer día (24 de Febrero) en que apareció el serpentón monárquico-radical le hubieran cortado, con certero golpe, la cabeza. Así lo pensaba yo, y si no me lo estorbase mi respeto al gran Pi y Margall, le habría dicho: «Si usted, mi señor don Francisco, y sus compañeros, hubieran volcado con un audaz gesto revolucionario la Asamblea llamada Nacional, quitando de en medio a puntapiés a toda esta caterva de ambiciosos egoístas, tendrían despejado el terreno para fundar desahogadamente el régimen nuevo. No se pasa de aquello a esto sin cerrar con cien llaves el arca de los escrúpulos, aplicando calmantes   —52→   heroicos a las conciencias demasiado irritables».

Repitiéronse en Abril las mismas dificultades y las propias luchas. En mis paseos melancólicos y en la soledad de mi hospedaje me entretenía yo en aconsejar mentalmente a los Ministros y proponerles la mejor línea de conducta. «Yo entiendo de Política, señores míos -les decía con el pensamiento- porque entiendo de Historia. Y no aprendí esta ciencia en los libros, sino de labios de la propia divinidad que recoge y transmite todo lo que concierne a la ciencia de los hechos humanos. La Historia me ha llevado en sus brazos, en sus bolsillos y en su regazo augusto. La llamo mi madre, no sé dónde se ha metido, y la buscaré por toda la redondez de este suelo ibérico, dejado de la mano de Dios».

Vagaba yo una noche por las inmediaciones de la iglesia de San Sebastián, cuando sentí un ligero paso y el siseo de una vocecilla que me llamaba. Volvime rápidamente creyendo que pudiera ser Mariclío y... ¡ábrete, tierra, y trágame!... era Candelaria. Llegose a mí con ademán afectuoso, y estrechándome las manos se arrancó con estas frases: «¡Ay, Tito chiquitín, qué ganas tenía de verte!... No has querido volver a casa... ¡qué tonto!... No creí que lo tomaras tan por la tremenda. Yo te esperaba para pedirte perdón por aquel arrebato. Te tiré el tintero sin darme cuenta de ello. Te habría tirado un clavel o una rosa si los hubiera tenido a   —53→   mano. Toda la noche estuve llora que te llora. En fin, ya me estás perdonando; pronto, pronto...».

Balbuciente le di las gracias; aseguré que no le guardaba rencor, y quise abreviar la entrevista con el pretexto de ocupaciones perentorias en mi casa. Pero ella hizo presa en mi brazo, tirando de mí hacia la plaza del Ángel. Tanto como sus tirones me redujeron a la obediencia sus tiernas palabras: «No, Tito; ya que he tenido la suerte de encontrarte, no te suelto. Hazme el favor... ea, no seas tonto. No me desaires... ¡Mira que...! Acompáñame un ratito al café de San Sebastián. Quiero enseñarte dos artículos que llevo aquí. Son muy vibrantes, ya verás. Ven. En el café están don Santos, Luis Blanc, Antoñete Pérez y otros amigos». Me dejé llevar. La resistencia pugnaría con mi delicadeza y buena educación. Entramos... Heme aquí en la tertulia de aquellos bravos patriotas. Senteme junto a Penélope, que antes de que le trajeran café desenvainó su manuscrito y comenzó a leer. Era una soflama violentísima que titulaba Delirium tremens, y en ella sacudía de lo lindo a los martistas y al propio don Cristino, aplicándoles toda clase de improperios y chanzas mortificantes. A media lectura advertí que Rosa Patria-Penélope habíase apropiado los latinajos que el periodismo de aquella época iba poniendo de moda. Al final de un párrafo, refiriendo las ridículas pretensiones de los señores de la Asamblea Nacional, escribía: ¿Risum teneatis?

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Terminada la lectura, sirvieron a Candelaria el café en vaso. Lo endulzó con dos o tres terrones, y se guardó los demás en un hondo bolsillo. Todos hacíamos lo mismo; mas la escritora, por privilegio de su sexo, requisaba sobre el mármol los terrones dispersos para aumentar el acopio de azúcar y llevárselo a su casa... Don Santos departía con Antonio Pérez, Balbona y Castañé en una mesa próxima, y cuando Rosa Patria tiró de papeles para leernos a Luis Blanc y a mí el segundo de sus artículos, la vaga atención que en la lectura ponía yo dejó en libertad a mis ojos para extenderse por las profundidades del café lleno de gente. Algunas mesas más adentro vi un rostro de mujer cuyas miradas vinieron al encuentro de las mías. No tardé en reconocerla: era Delfina Gil, la industriosa confitera y empresaria de pompas fúnebres. Pronto advertí que mi antigua dama y consejera deseaba hablar conmigo. Claramente me lo decía con sonrisas y mohines de su linda boca. Bajo estas impresiones corría, lenta y susurrante, la lectura del artículo candelaresco, cuyo título era Un dogal para los cimbrios, y que después de poner a estos como ropa de pascuas, acababa con el tremendo anatema: lasciate ogni speranza.

Como las tertulias cafeteras pugnaban cada día más con mi gusto y costumbres, abrevié cuanto pude mi permanencia en aquel lugar de vagancia sedentaria. Alabé con piadoso calor los escritos de doña Candelaria, y quedando con ella en equívocas apariencias de reconciliación,   —55→   me despedí de todos prometiéndoles volver otra noche a matar el tiempo en tan agradable peña. Interneme un poco para saludar a Delfina, la cual, agradeciéndome la fineza, me preguntó si seguía yo viviendo en la misma casa (calle del Amor de Dios), pues tenía que hablarme a solas y con urgencia. Díjele que no había cambiado de domicilio y... Adiós, adiós... Hasta mañana.

Pasó la noche, pasaron las primeras horas matutinas; y cuando estaba yo arreglándome para echarme a las calles, emergió en mi gabinete la señora dulce y funeraria de negro totalmente vestida, entapujada con tupido velo que se levantó al entrar, mostrándome la interesante blandura de su rostro. En la mano traía rosario y librito de misa, señal de que venía de cumplir sus obligaciones beatíficas en Montserrat o en las Niñas de Loreto.

«No debía yo tener ningún trato contigo -me dijo con melindre, sentándose en mi arrumbado sofá- porque estás muy echado a perder, Tito. ¿Qué esperas tú de esa cuadrilla de barrabases?... Repito que no mereces que yo te hable: eres un secuaz de la monserga federala que quiere acabar con las venerandas creencias y con toda ley humana y divina... A pesar de todo, te conservo alguna estimación, porque fuera de lo político eres hombre de buenas partes; estimo también a tu familia, y por ella y por ti vengo a decirte que estés preparado para el peligro, o te escondas y huyas, si no quieres perecer. De hoy a mañana ocurrirán en Madrid cosas tremendas.   —56→   Vendrá el barrido de toda esta pillería que quiere dividir a España en cantones con autonosuyas y el pato comunicativo y burrateral. Ponte en salvo, Tito, que ya los buenos se han cansado de aguantar tantos ultrajes y locuras... Por humanidad te aconsejo que prevengas también a los de arriba, al Pi, al Figueras y demás diablos que quieren traernos acá el Infierno; díselo también al borrachín de Estévanez. Que se oculten, que se metan en la carbonera o escapen a correr... La sarracina será tal, que si los leales cogen a los pájaros gordos del arrastrado federalismo les machacarán de firme, y el pedazo más grande que quede de ellos será de este tamaño...».

Solté yo la risa, no sin pensar que detrás de aquellas imbecilidades bullía tal vez una maquinación verdadera, un nuevo plan o postrer esfuerzo de los desesperados martistas. Ya sabía yo que la viuda boyante estaba en estrechas relaciones con la cimbrería. Una hermana suya, a la sazón estanquera, sirvió algunos años en casa de Sardoal, y su primo Filiberto Gil mandaba una compañía de los Milicianos tildados de monárquicos. Algo le contaron a mi amiga, algo de proyectada conjura o bullanga llegó a sus oídos, y ella lo abultó con su disparada imaginación y criterio chabacano. Afecté credulidad para inducirla a que me diese más detalles. Pero se limitó a decirme que no le pidiera más claridad: su deber era prevenirme para defender mi vida, y no revelar planes que había sabido   —57→   por los conductos más reservados. La causa de España, la causa del orden, la causa de Dios, exigían la discreción de todos los buenos.

Inquieto por los avisos de aquella tarasca que de la vida libidinosa había pasado a vida de farándula mística, y que, según rumores, hociqueaba con clérigos y mayordomos de Cofradía, me fui a ver a Estévanez. No le encontré en su oficina, pero media hora después le vi entrar en mi Ministerio. Encerrose con Pi, y allá se fue también Carvajal. La duración de la conferencia nos dio a entender que algo ocurría. Salió Estévanez, y entraron luego dos coroneles de la Milicia, acompañados de Rubaudonadéu. Mi trabajo me impidió llevar nota de las muchas personas que aquel día conferenciaron con el Ministro. Todo confirmaba el temor de próximas alteraciones del orden público...

Por la noche tuve la suerte de encontrar al Gobernador en su despacho. Comía precipitadamente para echarse a la calle. Salimos juntos, y le acompañé en su coche a la estación de Atocha. Hablando por el camino, advertí que aquel hombre, tan sereno ante el peligro, mostraba la inquietud natural ante lo desconocido. No fue conmigo demasiado sincero, ni podía serlo, por la reserva que le imponía su cargo. Procuraré reunir y ajustar las diversas expresiones que oí de sus labios, y combinarlas artísticamente conforme a la ley de la narración histórica, que permite extraer de la verdad de los caracteres la verdad   —58→   de las manifestaciones orales. La conjura que me anunció Delfina era cierta. Los despechados radicales asambleístas contaban con Pavía, Capitán General de Madrid; con la guarnición, que no era muy numerosa, y con los batallones monárquicos de la Milicia Nacional. Creían tener de su parte a la Guardia civil, y confiaban ciegamente en la Artillería. Separados del servicio los jefes y oficiales facultativos por efecto de la desatinada disolución del Cuerpo en las postrimerías del reinado de don Amadeo, mandaban los regimientos individuos de las armas generales que temían de la República una reorganización contraria a sus conveniencias.

De lo que se tramaba tuvo noticia Estévanez al mediodía. Cuando fue a ver a Pi, ya este había recibido confidencias del caso. Ocupáronse de las medidas necesarias para cortar el paso a la sublevación, que por noticias fidedignas era indefectible programa para el siguiente día, 23 de Abril. El rostro estatuario de don Francisco Pi y Margall no sufrió en su coloración ni en sus líneas la menor mudanza mientras enumeraba los poderosos elementos de que disponían los contrarios. Estévanez le dijo: «Aun contando ellos con todo lo que quieran, yo le respondo a usted de que nos sostendremos treinta horas... Si nos derrotaran en Madrid, y eso habría que verlo, fíjese usted, don Francisco, en que disponemos de todo el servicio de trenes en el Norte y Mediodía, y en treinta horas podemos traer sesenta mil federales castellanos,   —59→   aragoneses, catalanes, valencianos, manchegos... Ordene usted que vayan esta misma noche a los puntos que fijaremos, comisionados con poderes amplios para convocar y acumular sobre Madrid, sin necesidad de aviso telegráfico, las muchedumbres republicanas de media España, o de España entera si fuese menester».

Precisamente a despedir a esos comisionados iba don Nicolás a la estación de Atocha. El acto, de corta duración y de apariencias familiares, no dio motivo a curiosidad ni comentarios. De la estación fui con mi amigo a visitas, que atribuí a la necesidad perentoria de despertar las fuerzas populares y disponerlas para la lucha. Estuvimos en la Ronda de Atocha, en las Peñuelas, en la calle de Santa Ana. Como él subía solo a las casas, dejándome en el coche, no puedo asegurar a qué personas visitaba. Pero mi conocimiento de la gente de coraje me bastaría para designar sus nombres sin miedo a equivocarme.

De la calle de Santa Ana fuimos a la del Ave María y de allí a la plazuela de Antón Martín, donde nos apeamos los dos; yo llamé al sereno, y este abrió la puerta de la casa de Santiso. Ya era más de la una. Invitome Estévanez a subir con él, mas yo no creí discreto presenciar conferencias tan delicadas, y como estaba tan cerca de mi casa y me sentía fatigadísimo, le pedí permiso para retirarme. Al despedirme, el grande hombre que miraba con serenidad desdeñosa la negra faz   —60→   de las revoluciones y afrontaba risueño y altivo las contingencias erizadas de peligros, me dijo así: «Mañana a estas horas, o quizás al caer de la tarde, podrás ver por ti mismo que hemos ganado la partida y que han escapado o están hechos polvo los enemigos de la República. Buenas noches, y duerme tranquilo».

En esto de la tranquilidad del sueño no pude obedecer al Gobernador, porque pasé una noche horrible, sin pegar los ojos, dando vueltas en mi duro camastro. Cualquier ruido de la calle se me antojaba estruendo de lejanos tiros, cañonazos o voladuras. La claridad de los faroles de la calle entraba en mi alcoba, y mi abrasada mente la convertía en resplandores de incendio. Aunque yo estaba acostumbrado a los tremebundos ronquidos de mi patrón, Ido del Sagrario, aquella noche me sonaban como acompasados gritos de la plebe furiosa invadiendo las calles.




ArribaAbajo- VI -

Del ligero sueño que pude conciliar en las primeras horas del día me despertaron Nicanora y su marido con estas alarmantes voces: «Levántese, señor don Tito, que hay revolución». A toda prisa me vestí, y mandé que me trajeran mi desayuno. Mientras lo tomaba, el honrado psicólogo Ido inició la historia verbal de aquel nefasto día: «Desde el amanecer están pasando por Antón Martín Milicianos   —61→   armados. Van a sus puestos, van a su deber, van a la muerte... ¡Oh España! ¿qué haces, qué piensas, qué imaginas? Tejes y destejes tu existencia. Tu destino es correr tropezando y vivir muriendo... Como le digo, toda la Milicia Nacional está en armas. En la plaza de Santa Ana he visto al Carbonerín con el batallón de Lanuza. Por la calle de las Huertas va un gentío inmenso chillando, y Milicianos a la carrera. Oí que en la Puerta del Sol está la Artillería. ¿Qué pasa? Que la Historia de España ha salido de paseo. Es muy callejera esa señora...».

En esto, mi patrona, que había salido un momento, volvió con las manos en la cabeza gritando: «Vete pronto a la compra, José, que si te descuidas nos quedaremos hoy sin comer. ¡Virgen de la Paloma, ya están esos diablos de Antón Martín armando las barricadas!». Salimos disparados Ido y yo. En Antón Martín no había barricadas, pero sí brazos ávidos de levantarlas y bocas de ambos sexos que las pedían a gritos. Mi patrón corrió con fuertes trancos a proveerse de comestibles, y yo, arrastrado por una corriente tumultuosa, me fui a la plaza de Santa Ana, donde los voluntarios del batallón de Lanuza, mandados por Felipe Fernández (el Carbonerín) y don José Cristóbal Sorní, Ministro de Ultramar, ocupaban el teatro del Príncipe y las entradas de las calles próximas. Parte de esta fuerza, la más cuidada de las Milicias republicanas, llevaba uniforme: guerrera garibaldina de paño gris, pantalón con franja   —62→   verde, polainas, y gorra colorada con visera de charol, de que les vino el mote de botellas lacradas. El armamento de la Milicia Nacional era carabina Berdan. Sólo los batallones de la Latina usaban Remington.

Por lo que vi y por lo que me contaron puedo fijar la situación de las fuerzas republicanas. Los batallones de Antón Martín, mandados por Ponce de León y Clemente Gutiérrez, ocuparon el teatro de Variedades, calle de la Magdalena; los voluntarios de la Latina, uno de cuyos jefes era Antonio Castañé, ocupaban el teatro de Novedades y los puntos estratégicos de las plazas de la Cebada y Progreso. En las Milicias de los barrios del Sur eran escasos los uniformes; casi todos los combatientes iban de paisano, sin otro distintivo que la gorra colorada... La Red de San Luis y la plaza de Santo Domingo estaban guarnecidas por fuertes núcleos de las Milicias republicanas, y pueblo armado de escopetas y trabucos. Varios edificios de las calles Mayor y Alcalá, como el Ministerio de Hacienda y el Depósito Hidrográfico, escondían retenes de guardias de Orden Público. En las Salesas situó Estévanez bastante fuerza, al mando de Enrique Faura, si no recuerdo mal. Lo mismo hizo en las dos estaciones del ferrocarril, dejando una considerable reserva en la Plaza Mayor.

Los Milicianos monárquicos, que eran más de cuatro mil hombres, se hallaban reunidos desde primera hora de la mañana en las inmediaciones de la Plaza de Toros Vieja, a la   —63→   salida de la Puerta de Alcalá, con el pretexto de pasar una revista. A su frente estaba el señor Marina, jefe de la Milicia Nacional por su calidad de Alcalde de Madrid. Vestían estos Milicianos un pulido uniforme semejante al del Ejército, con quepis, correaje blanco y carabinas Berdan. Los más vistosos eran los batallones del Centro y de la Audiencia, y en todos ellos abundaban los empleados municipales. Pronto se vio que los jefes de la Milicia monárquica no se distinguían por sus luces estratégicas, y desde el momento en que se enchiqueraron en la Plaza de Toros su causa estaba perdida.

Las fuerzas del Ejército permanecían en los cuarteles, y aunque se dijo que algunos Generales apoyarían a los Milicianos monárquicos, ninguno de ellos se atrevió a dar la cara. La Guardia Civil no contrarió los planes del Gobernador, y después de las cuatro de la tarde no era difícil vaticinar el triunfo de la República. El Gobierno puso una columna de fuerzas de Infantería, Caballería y Artillería a las órdenes del Brigadier Carmona, jefe de Estado Mayor de los Voluntarios de la República. Don Baltasar Hidalgo, nombrado minutos antes Capitán General de Castilla la Nueva en sustitución de Pavía, transmitió órdenes a parques y cuarteles. Rodaron los cañones por las calles, y... no pasó más. Los enchiquerados de la Plaza de Toros ya no podían dar otro grito que el de ¡sálvese el que pueda!

Agregándome a los voluntarios de Lanuza   —64→   me fui de la plaza de Santa Ana a la de las Cortes. Se efectuó esta movilización para poner sitio a los batallones primero y segundo de Milicianos realistas del distrito del Centro, mandados por Simón Pérez, dueño del Bazar de la Unión, y por Martínez Brau, propietario de una famosa pescadería de la calle Mayor, que estaban desde por la mañana dentro del palacio de Medinaceli. Ocuparon los republicanos el marmóreo portal anchuroso, tomando posiciones a lo largo del edificio hasta el Prado, y en la calle de San Agustín y plazuela de Jesús. El enemigo quedó embotellado perfectamente. No debía de tener muchas ganas de romper las hostilidades: apenas veíamos asomar tímidamente algún quepis por las bohardillas o ventanas altas.

En esto llegó Estévanez y con él me colé en el Congreso, donde los individuos de la Permanente celebraban sesión en franca rebeldía contra el Gobierno. Apenas entramos, un diputado dijo a don Nicolás: «Los rebeldes no somos nosotros; lo es el Gobierno. Si lo fuéramos nosotros, ahora mismo nos apoderaríamos de usted». Tranquilo y sonriente contestó el Gobernador: «Eso es lo que yo quisiera, porque acabo de hacer testamento, y no tardarían en venir diez mil hombres a sacarme». Dicho esto entró a ver al Presidente de la Asamblea, don Francisco Salmerón, ofreciéndole fuerzas de la Guardia Civil para custodiar la Cámara. No fue aceptada la oferta.

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En el bullicio del Salón de Conferencias perdí de vista a Estévanez, y metiéndome en los corrillos pude enterarme de lo que en la sesión había pasado. Asistieron los individuos de la Comisión Permanente y casi todos los Ministros. Planteó el debate Echegaray, sosteniendo que la elección de Cortes Constituyentes no debía efectuarse hasta que la legalidad estuviera totalmente asegurada. Con gallarda elocuencia le contestó Salmerón, deshaciendo los argumentos del ilustre matemático. Habló Rivero contra Salmerón. Intervino Castelar, y apenas comenzado su discurso se presentó en la Cámara el Ministro de la Guerra, quien, sin pedir la palabra, increpó la actitud de los batallones monárquicos de la Milicia en la Plaza de Toros. Saltó el Marqués de Sardoal, vociferando con vehemencia desaforada... Pidieron los Ministros que se suspendiese la sesión hasta restablecer el orden... La controversia degeneró en agria disputa, llegándose, no sin trabajo, al acuerdo de interrumpir el debate, mas no la sesión.

Permitidme ahora que, retrocediendo en mi relato, cuente un suceso que a mi parecer iguala en interés histórico al trozo parlamentario que acabo de trasladar a estas páginas. Dudo mucho que uno y otro hecho sean merecedores de pasar a la posteridad; pero allá va el mío, de índole privada, emparejado con el de carácter público. A eso de la una, almorcé en una tasca de la calle de la Visitación judías con salchicha y un vaso   —66→   de vino. Allí alterné con los dos Carbonerines, Juan de Murviedro, Langarica, Félix Lallave, cantero; Enrique Díez (Moisés), revendedor de billetes de teatro, y otros que merecen mención en esta historia.

Con tan escaso alimento pude resistir todo el día, y al caer de la tarde salí del Congreso con Moreno Rodríguez y Díaz Quintero a curiosear hacia el Prado, Cibeles y Puerta de Alcalá. Así pude enterarme del fracaso y desbandada en que vino a parar la truculenta rebeldía de los Milicianos monárquicos. Estos recibieron a tiros la columna del Brigadier Carmona. Contestaron al fuego los soldados, y como a los candorosos realistas se les había hecho creer que el Ejército no dispararía contra ellos, cuando vieron que las bromas se trocaban en veras estalló el pánico y salieron de estampía, unos hacia la Fuente del Berro, otros por detrás del Retiro en dirección del Olivar de Atocha, y no faltó quien se escondiese en los chiqueros de la Plaza. Los fugitivos iban soltando las armas, los quepis, y cuanto les estorbase para correr más aprisa, incluso las elegantes guerreras, que sólo les habían servido para camelar a criadas y nodrizas. De aquel bélico rigodón resultaron tres heridos leves y muerto un pobre cochero, a quien alcanzó una bala perdida.

Quedaba el nudo de Medinaceli, que se desató por sí solo ya entrada la noche. Los Voluntarios monárquicos, en malhora encastillados en el palacio ducal, salieron mohínos   —67→   y silenciosos sin que los federales les maltratasen, porque el Gobierno había enviado fuerzas de la Guardia Civil para evitar las represalias, natural desahogo de la irritación de los ánimos. Los que se rendían sin disparar un tiro desalojaron la plaza mansamente, dejando sus carabinas en el portal, y calladitos se fueron a sus casas, eludiendo disputas y camorras callejeras.

La segunda Compañía del batallón de Lanuza entró en el Congreso, y en los alrededores del edificio se acumularon, a toda prisa, grandes muchedumbres armadas. Los señores de la Permanente levantaron la sesión con premura vergonzosa. En los pasillos de la Cámara se advirtió el trajín de la desbandada. Los primeros en salir hiciéronlo sin dificultad; otros hubieron de escapar furtivamente; algunos valiéndose de disfraces. Rivero y Becerra, por ser muy conocidos, se ocultaron en los sótanos. Los demás fueron saliendo acompañados por Nicolás Salmerón, por Castelar, por Sorní, por el propio Gobernador. Nadie les atropelló, nadie les insultó. Oyeron tan sólo al aparecer en la calle algunos silbidos. Federales y Radicales quedaban en disposición de entablar futuras inteligencias... ¡Todos amigos!... ¡Siempre amigos!...

Terminado lo del Congreso, podría decirse que cayó el telón sobre la histórica jornada del 23 de Abril; pero aún quedaba un fin de fiesta para regocijo del público. Los voluntarios de Lanuza, apostados desde el café de la Iberia a la Plaza de las Cortes, pasaron el rato   —68→   dispersando unas turbas de señoritos impertinentes y molestos que invadían la Carrera de San Jerónimo. Eran la flor juvenil del alfonsismo y de la radicalería unitaria, de esos que ordinariamente llamamos pollos líquidos y que en aquellos tiempos designábamos con el remoquete de silbantes. Poco trabajo costó espantarlos; se metían en los portales, en las tiendas que aún estaban a media puerta, y los más corrían a escape por las bocacalles, de donde les vino un nuevo apodo. Se les llamó el Batallón Ligero... de pies.

Media noche era por filo cuando cenábamos en la taberna de Juan Niembro (calle de los Negros), Anastasio Martínez, librero de la calle del Arenal; el Quito (Francisco Berenguer), dueño de una buñolería; Alejo Villesano, sastre; José Duplau (Pelusa), carpintero, héroes de aquel día, y un servidor de ustedes que no fue héroe, sino curioso entrometido y aprendiz de narrador. Cada cual citaba y encarecía con infantiles aspavientos lo que había visto, y los incidentes en que había mostrado su marcial arrojo. Nuestra cena fue sopas de ajo, batallón, escabeche en ensalada y morapio sin tasa. No habíamos llegado a la total enumeración de tan prolijas hazañas, cuando entró el simpático Virgilio Llanos, henchido de noticias, según dijo, y se apresuró a desembucharlas gozoso en nuestros oídos. Ya sabéis que era muy amigo de Estévanez y se codeaba con elevados personajes del federalismo. En las primeras horas de la mañana de aquel día, se le confió un delicado espionaje   —69→   en las inmediaciones del hotel del Duque de la Torre, calle de Serrano. Tan bien desempeñó el ojeo encomendado a su sagacidad, que no se le escapó ningún personaje de los que acudieron al misterioso concilio en la morada del Duque.

Por el mismo orden con que les vio entrar los fue citando Virgilio en nuestro cenáculo tabernario. Helos aquí: los ayudantes del General, O'Lawlor y Ahumada, el Conde de Valmaseda, Topete, Letona, Baldrich, Bassols, Gándara, Gasset, Ros de Olano, Caballero de Rodas. Del elemento civil fueron Borrego, Albareda, y otros que a mi parecer iban en representación de Sagasta, Martos y Rivero, los cuales se quedaron achantaditos en sus respectivas casas viéndolas venir. Oída esta cáfila de nombres, tan sonoros como vacíos, todos los presentes celebraron con mayor ingenuidad la victoria federal contra tal piña de pomposos y coruscantes figurones.

En el resto de la noche fueron llegando otros amigos de las Milicias Republicanas. Entre ellos Balbona (Tachuela), Cantera (Cojo de las Peñuelas), Santiago Gutiérrez (el Pasiego), uno de los Quintines, y más y más. Enaltecida hasta las nubes la importancia de la victoria, hiciéronse lenguas de la generosidad de los vencedores. La sangre no enrojeció las calles; nadie fue molestado; los llamados prohombres, que en el Congreso hicieron cuanto podían para aplastar la República, fueron conducidos a sus casas con refinada cortesía y miramiento; los espadones que se   —70→   reunieron en casa del Duque de la Torre se quedaron tan frescos, y si al poco tiempo pasaron la frontera fue para conspirar a sus anchas; los silbantes no tuvieron ningún deterioro en sus personas ni en su elegante vestimenta; el único que sufrió algún desavío, Becerra, a quien llevaron preso al Gobierno civil, fue puesto en libertad con apretones de manos y palmaditas en la espalda.

Camino de mi casa, casi al rayar el día, iba yo reconstruyendo en mi mente todo lo que había visto y oído, y entre las sábanas de mi lecho hice juicio sintético de la jornada del 23 de Abril de 1873. No tuvo nada de epopeya; no fue tragedia ni drama; creí encontrar la clasificación exacta diputándola como entretenida zarzuela, con música netamente madrileña del popular Barbieri. No hubo choques sangrientos ni encarnizadas peleas, ni atronó los aires el horrísono estruendo de los cañones. El acto del Congreso fue un paso de comedia lírico-parlamentaria, con un concertante final en que desafinaron todos los virtuosos. Los actos de la calle fueron un continuo ir y venir de nutridas comparsas, que disparaban vítores y exclamaciones de sorpresa o de júbilo. Otras comparsas mejor vestidas salían corriendo por el foro, y se tiraban al foso o se subían al telar. Concluía la obra con un gran coro de generosidades ridículas y alilíes de victoria, sin luto por ninguna de las dos partes.

Así no se pasa de un régimen de mentiras, de arbitrariedades, de desprecio de la ley, de   —71→   caciquismo y nepotismo, a un régimen que pretende encarnar la verdad, la pureza, y abrir ancho cauce a las corrientes de vida gloriosa y feliz. Aplicando mi corto criterio a los hechos de aquel día, pensé que el 24 de Abril estaba la vida nacional lo mismo que antes estuvo, y que las seculares fuerzas que habían querido resolver el problema del porvenir no habían hecho más que exhibirse sin chocar en dura pelea, dispuestas a proseguir, el día menos pensado, la teatral batalla... ¡Solución de amiguitos, querella de dicharachos en un inmenso patio de Tócame-Roque, simulacro de guerra y paces entre compadres bonachones!

Agrego a la página histórica el estrambote de una escena de que no tuve conocimiento hasta el día 25, y que no altera substancialmente mi juicio de aquellos vulgares acontecimientos. Parece que en la madrugada del 24 se produjo en el Gobierno algún conato de severidad contra el Duque de la Torre y los demás santones monárquicos. Ya clareaba el día cuando Castelar, con rostro afligido, se presentó en el despacho del Gobernador y le dijo: «Amigo Estévanez, si una persona que a usted le hubiera salvado la vida se hallara hoy en peligro inminente, ¿qué haría usted?». La respuesta de don Nicolás fue la que a todo varón honrado y generoso correspondía: «Pues vaya usted -añadió don Emilio- al hotel del General Serrano, métalo en su coche y llévelo a la Embajada inglesa». Así se hizo, y... aquí paz y después gloria.



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ArribaAbajo- VII -

Tan rendido, tan agotado de fuerzas me dejó el ajetreo del 23, que no pude salir de casa hasta el segundo día. En la mañana de este, hallándome anegado en la cobranza de los atrasos que el sueño me debía, mi pobre cuerpo fue sacudido por una mano vigorosa. Desperté, y vi ante mí la imagen un tanto grotesca de mi amigo y algo pariente Telesforo del Portillo, más conocido por Sebo, el cual me atronó los oídos con estas estridentes palabras: «Levántate, hijo mío, y ven en ayuda de este hombre honrado que hoy es víctima de las envidias y malos quereres. Asómbrate y llénate de coraje. Acabo de recibir mi cesantía del puesto que desempeñaba en la Dirección de Penales».

Ayudándome a salir del lecho y a vestirme, prosiguió así su matraca: «Ya sé que eres uña y carne de Pi y Margall... Lo sé por Fabiana, que es amiga de la lavandera de don Joaquín Pi Margall, hermano del don Francisco... No vengas ahora con repulgos, haciéndote el modestito. El Ministro de la Gobernación ha puesto en ti toda su confianza...». Protesté. Mis negativas me valieron tanto como si quisiese atajar con razones las cornadas de un toro de Miura. Sebo insistió de esta manera: «Me han dejado cesante por soplos y delaciones de algún enemigo insidioso...   —73→   Que si he sido alfonsino, que si era confidente de Martos, que si llevé recaditos al Duque de la Torre... Todo falso, querido Tito, maquinación infame de los perturbadores de oficio... Porque has de saber que yo soy federal; más federal que Riego... Las nuevas ideas me han conquistado; si lo dudas habla con Roque Barcia, con quien me reúno todas las noches en el café de Venecia. Precisamente anoche estuvimos trazando las lindes sinalagmáticas de los futuros Cantones...».

Levantado ya y vestido, corté la palabra de Sebo, que me rasgaba los oídos como el estridor de una corneta destemplada. Ni yo poseía la confianza de mi Jefe ilustre, ni osaría recomendarle ningún asunto de personal. Loco estaba quien tal creyera. Lo único que hacer podría era llegarme a Estévanez y... Interrumpiome Telesforo descompuesto, diciéndome: «No, no; Estévanez no, que ese me ha tomado tirria por creer que yo me opuse a que fuera Gobernador...».

Trabajo me costó librarme de aquel tábano molesto... Salimos juntos, y en la calle pude sacudírmelo, con la patraña de que trabajaría por su reposición. ¡Dios de los buenos, en qué fatigas se veía un hombre tan insignificante como el hijo de mi madre! ¡Pobre de mí; los necesitados de protección buscaban sombra en este mezquino arbusto, el último ciudadano de España!... En la oficina pude enterarme de que mi Jefe, don Francisco Pi y Margall, Presidente interino del Poder Ejecutivo en ausencia de Figueras, había disuelto   —74→   por decreto la Comisión Permanente de la Asamblea Nacional. De la misma forma disolvió los batallones de Milicianos que estuvieron el 23 en la Plaza de Toros y en el palacio de Medinaceli, y otras unidades orgánicas de Artillería, Zapadores y Caballería. Leí la expresiva alocución que dirigió a las Milicias Republicanas y a la guarnición de Madrid, felicitándolas por su actitud patriótica en los pasados disturbios. Estos documentos, que vinieron a enriquecer la copiosa literatura política coleccionada en la Gaceta, resultaban muy bonitos, pero no amansaron el oleaje tempestuoso que, iniciado en Madrid, iba extendiéndose por toda la superficie nacional.

De labios del propio don Francisco Pi oí una frase que conservo en mi memoria: «En el telégrafo central siento el latido de las provincias, y encuentro a las más republicanas poseídas de una exaltación calenturienta». Los partidos derrotados el 23 de Abril por el federalismo, tomaban las posiciones que mejor les convenían. Los Radicales conspiraban allegando voluntades en el Ejército y fuera de él. Los Carlistas, envalentonados por el barullo reinante, multiplicaban sus medios de guerra. Reverdecían como planta bien fecundada las esperanzas de los Alfonsinos. Los Monárquicos defensores del principio en forma impersonal, acrecían con la ridícula bandera del Rey X el desbarajuste hispánico. En tanto, el federalismo, perdida la cohesión en que le mantuvo la lucha con un enemigo   —75→   poderoso, se dividía después del triunfo, y en su seno caldeado surgieron, a más de los intransigentes y benévolos de marras, los Pactistas convencionales, los Comunistas, y otras variantes del intenso latir que oía don Francisco desde el aparato telegráfico de Gobernación.

Durante el período electoral, que no fue tan turbulento como se creía, no cesaban de salir de Madrid las familias monárquicas y reaccionarias de más viso, generales de cuartel, banqueros, bolsistas, todo el elemento que llamaban sensato y la flor y nata de la gente de orden. Con esta emigración, que atestaba diariamente los trenes, el dinero español enriquecía de lo lindo a los fondistas y aposentadores de Biarritz. En aquellos febriles días de Mayo, pasaba yo la mayor parte de mi tiempo rondando el sentir y el pensar de mis conciudadanos; palpaba los corazones; intentaba penetrar con agudos interrogatorios en los cerebros enardecidos. De este pesquisar minucioso y constante saqué la impresión de hallarme en un pueblo de locos.

El desatinado Sebo, que no cesaba de acosarme solicitando la protección que yo no le podía dar, escribía artículos hidrofóbicos en La Igualdad, periódico sostenido según rumor público con dineros monárquicos. Tan loco como Sebo, si bien con diferente modo y estilo, estaba don Basilio Andrés de la Caña, que una y otra vez solicitó mi valioso influjo para que le destinaran a Filipinas. «Esta será mi jugada definitiva para redondearme -me   —76→   decía el hombre serio, frotándose las manos-. Ya ve usted: jubilación a los treinta años de servicios con los cuatro quintos... sueldo de Ultramar. Si se me pide mi credo político, diré que el federalismo no me desagrada; pero acá se queda toda esta faramalla si consigo pasar el charco... Ya sé que el Ministro de Ultramar, don José Cristóbal Sorní, no le niega a usted nada. Si usted le habla por mí como espero, dígale que respondo de poner como una seda la contabilidad en aquel Archipiélago».

Aún no había conseguido librarme de este cínife, cuando vino otro con trompetilla y picadura mortificantes. ¿Sabéis quién era? Pues aquel Modesto Alberique que fue mi sucesor en el afecto y tálamo de doña María de la Cabeza. Nunca vi mayor desvergüenza. Venía a mí con una carta de la tendera frescachona, y pretendía del Ministro de Fomento una plaza de Inspector de Instrucción pública en provincias. Del sentido de la carta y de las palabras del que fue mi mortal enemigo, saqué la consecuencia de que doña Cabeza, hastiada de aquel gandul, quería lanzarle de su lado. «Sabemos de buena tinta -me dijo Alberique, haciéndose de mieles- que el Ministro de Fomento don Eduardo Chao no hace nada sin consultar con usted. Pídale mi plaza, y soy hombre feliz. Volveré por aquí mañana si no le molesto».

Apenas levantó el vuelo aquel cernícalo, vi entrar en mi gabinete ¡oh sorpresa indecible! a Candelaria y su madre, que cayeron sobre   —77→   mí cogiéndome cada una por un brazo, y entre aterrorizadas y llorosas me soltaron estas tremebundas razones: «¡Tito, Tito; cataclismo en casa... Se nos cae el cielo encima... Rufino ha pedido su traslado a Madrid!... ¡Ay Dios mío, Virgen del Sagrario, válganos el Ser Supremo!... Por lo que más quieras háblale hoy mismo a tu grande amigo Pi y Margall, que no te niega nada... Que no lo trasladen, que lo lleven más lejos, a las islas Chinchas, al Polo Norte, al Polo Sur...». Yo cogía el cielo con las manos, yo me sentía contagiado de la general locura. ¿De dónde diablos había salido la leyenda calumnioso-burlesca de mi poder omnímodo y de mi influjo con todos los Ministros?

Cansado ya de negar dicha leyenda, entrome de súbito un fuerte apetito de darla por verdadera. Invadió mi alma el placer del embuste, el regocijo de la humorada y de la expansión cómica. ¿Qué hice? Pues declararme generoso protector de todos, y pródigo de las mercedes oficiales. A Sebo, a Caña, a Modesto Alberique, a Candelaria, y a cuantos después vinieron con la misma solfa, les dije complaciente y risueño que sí, que sí, que sí; que yo era el bienhechor prolífico de todo el género humano.

Vinieron otros, compañeros míos de oficina, amigos que conocí en la redacción de El Tribunal del Pueblo, parientes lejanos, tipos diferentes con quienes tuve ligero trato en los dos años de don Amadeo. Mi humilde gabinete no desmerecía en aquellas mañanas   —78→   del despacho de un empingorotado estadista o de un agente de colocaciones. Metido de hoz y coz en aquella farsa, tenía momentos en que me parecía verdad tanta mentira. Una noche me acosté destemplado y algo febril; tuve pesadillas desatinadas, y cerca ya del día soñé que era Presidente del Poder Ejecutivo, con tal precisión de detalles y tal claridad en los objetos y personas que me rodeaban, que ya despierto permanecían en mi cerebro las visiones como la misma realidad.

Cuando me hallaba ya vestido y preparado para las audiencias, el primer visitante fue un sacerdote anciano y venerable en quien al punto reconocí a don Hilario de la Peña. Asombro y alegría me causó su aparición en mi cuarto. Sus primeras palabras reveláronme torpeza de dicción, como amago de parálisis; su andar era pausado y doliente. Advertí en su ropa menos pulcritud de la que ostentaba cuando hice con él amistad en su casa de la calle de San Leonardo. Al sentarse, la lentitud del juego de piernas y una mueca de sufrimiento eran señal cierta de que el buen señor declinaba de la vejez terne a la senectud desmayada. Dándome un palmetazo en la rodilla, me habló de esta manera:

«Ya sabe usted, señor don Tito, que soy obispo. Recibí el nombramiento un domingo de Carnaval, no recuerdo la fecha. Yo no solicité tal honor ni entró jamás en mis planes gobernar una diócesis... Pero ello vino porque Dios así lo quiso. Testigo es usted de   —79→   que yo me resistí siempre... Pero debo acatar los designios de... los altos designios... Perdone usted, Tito; tengo la cabeza un poco ida. Las ideas se me escapan, las palabras no me obedecen, y...

-Sosiéguese, don Hilario -le dije tocándole en el hombro-. Hable con reposo. Acaricie las ideas para que no se vayan volando, y agarre las palabras por una letra para sujetarlas al pensamiento... Desde Febrero último sé que tiene usted mitra, báculo, anillo, pectoral, y toda la vestimenta de un señor Prelado. No le falta más que...

-Sí, sí; Roma, esa maldita Roma, que no acaba de despachar mi preconización. Por eso he venido...

-Descuide usted; yo me encargo de activar el asunto. Veré al Ministro de Gracia y Justicia hoy mismo. ¡Ah! Con Salmerón no juega la Curia romana. ¡No faltaba más!».

Elevó el santo varón sus miradas al techo, mostrándome en alto las palmas de sus manos como en señal de gratitud, y yo, atento en aquel instante a satisfacer una curiosidad ardiente, le solté la pregunta que me retozaba en los labios desde que le vi llegar a mi presencia: «¿Y Graziella, señor don Hilario; Graziella, sigue con usted?». Quedose el buen clérigo suspenso, como si buscara en los desvanes de su memoria un objeto perdido. Nos miramos un rato sin saber qué decirnos.

«¡Ah... ya! -exclamó don Hilario con leve sonrisa-. Dispense usted, amigo Tito... Es que la memoria también se me va. Hay momentos   —80→   en que me encuentro totalmente vacío de memoria. Pero ella vuelve. Ha vuelto. Aquí la tengo. ¿Me preguntaba usted si Graziella...?

-¿Sigue con usted? Desearía verla.

-Ahora me cuida Celestina Tirado, una santa que lleva recados de la Tierra al Cielo y los trae del Cielo a la Tierra. Graziellita... está sirviendo en una casa...

-¿Dónde? ¿Qué casa es ésa?

-Espérese usted un poco -dijo don Hilario, mirando al suelo y llevándose el dedo índice a la boca-. Esa perra de memoria se me ha escapado otra vez... Pero ya vuelve... Ya la tengo... La italiana graciosa está hoy al servicio de las Nueve Musas».

Quedé absorto, movido a intensa compasión, pensando que las potencias mentales del pobre don Hilario se hallaban en lamentable anarquía.

«¿Qué Musas son esas? -le dije-. Serán tal vez señoras de carne y hueso que han tomado el nombre de las hermanitas de Apolo para embromar a la gente.

-No sé, no sé -respondió el cura, queriendo atrapar en el aire con su mano temblorosa las ideas que revoloteaban en derredor de su cabeza-. Las vi una noche... ¿Qué noche fue, Dios mío? Las vi cual máscaras griegas, en procesión solemne, llevando ramas de mirto y laurel... Vuelvo a mi asunto, Tito. Me ha prometido usted hablar a Salmerón...

-Esté usted tranquilo, don Hilario. Nicolás   —81→   no me niega nada... Las Nueve Musas, quiero decir Roma, cederá, y tendremos un Obispo a la moderna, liberal y racionalista.

-Yo no solicité la mitra; pero, una vez metido en este fregado episcopal, no he de quedar en ridículo ante mis feligreses. Debe usted decir al bueno de Salmerón, y a Castelar si le ve, que considero perfectamente compatibles el dogma católico y... ¿cómo se llama eso?... la República sinalag... No puedo con esta palabra, que es como un gatito: me araña la lengua cuando quiero atraparla.

-Será usted el primer revolucionario del Catolicismo.

-Usted lo ha dicho -respondió el buen cura, demostrando con risa infantil su desconcierto cerebral-. En cuanto yo trinque el báculo, repartiré buenos golpes a un lado y otro. Lo primero será suprimir en mi diócesis el celibato eclesiástico, quiéralo o no el Santo Padre. Mandaré a todos mis clérigos que se casen inmediatamente con sus amas, y al que no me obedezca le retiraré las licencias... Los ordenados in sacris no deben limitarse a la cura de almas; Dios quiere que se dediquen a procrear, practicando el crescite et multiplicamini. Refundiré las Comunidades de uno y otro sexo, organizando los conventos con parejas de frailes y monjas que prediquen el santo dogma, y procreen, y procreen...

-Admirable doctrina, señor don Hilario, que hará inmortal su nombre.

-Y haré más, más... Espérese un poco,   —82→   amigo, que se me ha escapado la idea... Ya la cogí. Declararé de texto en mi Seminario mi grande Historia del Clero Mozárabe, que usted conoce... Magna obra, ¿verdad? En ella consagro un tomo entero a la Institución de las Barraganas».

Viéndole en actitud de levantarse, no quise dejarle partir sin que me diera noticias más concretas de Graziella y del lugar donde se encontraba. Pero a mis preguntas no contestó sino con gestos denunciadores de la fugaz deserción de su memoria. No insistí, y reiterándole mi promesa de hablar a Salmerón aquella misma tarde, ayudéle a ponerse en pie, no sin que el esfuerzo muscular le arrancase doloridos ayes. Salió renqueando, apoyado en su grueso bastón. Mis patrones, que habían fisgoneado la visita, le salieron al paso. Don Hilario les echó gravemente la bendición, alargando dos dedos de su mano derecha. Nicanora y Rosita se arrodillaron para besarle la mano. Cogido del brazo le llevé yo hasta la puerta, y encargué a Ido que bajase con él la escalera, hasta dejarle en el coche que le había traído.




ArribaAbajo- VIII -

Cuanto más arreciaba contra mí la caterva de pretendientes, con mayor desenfado me iba yo metiendo en el delirio de arrojar sobre todos la lluvia de oro de mis generosas   —83→   ofertas. En esta rarísima situación psíquica llegué a extremos verdaderamente morbosos. Llenaba mi espíritu un intensísimo sentimiento paternal. Sin duda sufría yo un ataque de altruismo en su forma más aguda y frenética. Antes de referir los casos más extraordinarios de mi dolencia, traeré a estas páginas sucesos públicos que por obligación, no por gusto, debo comunicar a mis parroquianos. Asistí en 1.º de Junio a la apertura de las Cortes Constituyentes y a las sesiones del examen de actas; vi la turbamulta de flamantes diputados, caras inocentes, caras de honrada convicción y sinceridad candorosa, caras de rurales novatos, con visajes de marrullería y destellos de ambición. En su estreno, las Constituyentes fueron bautizadas por un profesional del chiste con el apodo de tren de tercera; grande necedad e injusticia, pues el pueblo español dio su representación a bastantes hombres de gran mérito, como a su tiempo se verá.

En los escaños vi a los políticos viejos y jóvenes, que se sustrajeron al retraimiento acordado por todos los partidos no federales: Ríos Rosas, Salaverría, Becerra, Labra, Padial, San Romá, Elduayen, Esteban Collantes, Canalejas, León y Castillo, Mansi, Marqués de la Florida, Romero Robledo, Fernández Villaverde, Silvela y algunos más. De los que tuvieron arte y parte en la Revolución de Septiembre se quedaron sin acta Rivero, Martos, Sagasta, el Duque de la Torre, Topete, Malcampo y Ayala.

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Vuelvo a mi manía de grandezas para deciros que a lo mejor me abordaban en los pasillos del Congreso sujetos desconocidos para mí, diputados algunos, y llevándome aparte me decían con sigilo: «Amigo don Tito, ya sé que usted tiene vara alta con Pi y Margall...»; o bien: «No me niegue usted, señor Liviano, que Figueras le quiere a usted como a un hijo...». Otro salía con esta tecla: «¡Por Dios, don Proteo! Hable usted de mi asunto a Nicolás Salmerón. Yo le trato; pero no tengo con él la confianza que usted». Y uno que parecía venido de las Batuecas se descolgó con esta tocata: «Me dirijo a usted en nombre de un grupo de federales de ley. Sabemos que está usted encargado de redactar el proyecto de Constitución. Que sea muy radical, amigo, atrozmente radical. Hay que destruirlo todo sin compasión y levantar de nueva planta el edificio político y social...». Yo contestaba siempre, con bondad inefable: «Cuente usted conmigo... Deme usted la nota... Lo tomaré como cosa propia... Será usted complacido... Pierda cuidado... etcétera». Como broma podía pasar; pero el día en que la realidad cayese sobre mí, tendría que poner tierra por medio, o me asesinarían en cuanto saliera a la calle.

Abrasado de impaciencia por tener noticias de Graziella y de Obdulia, me fui a ver a Celestina Tirado, ama de gobierno del Obispo reformador y casamentero de curas don Hilario de la Peña. Continuaba viviendo este señor en la holgona y cómoda casa de la   —85→   calle de San Leonardo. Allí le encontré sentadito y agasajado entre mantas, escribiendo en la mesa de su biblioteca, en la cual los libros y papeles rivalizaban en desorden caótico con el caletre del pobre anciano. Saludome este con afable sonrisa, y, después de echarme la bendición, siguió redactando el Boletín Eclesiástico de su diócesis, como si ya no estuviera presente.

A punto entró el ama de gobierno, mostrándome sus afectos como en los días en que nos conocimos. No tardé en formular con apremio las preguntas que motivaban mi visita; mas la pícara, en vez de contestarme con la debida prontitud, saltó con esta requisitoria: «Ya sabemos que el señor Titín es el alma de este Gobierno federalucho. En los Ministerios no se hace sino lo que quiere esta buena pieza. Yo me alegro de verle tan por las nubes... Y voy a lo mío: he casado a mi niña; mi yerno es un cuitado, Pepe Verdugo, hijo del mandadero de las monjas de ahí enfrente. El pobrecillo no tiene sobre qué caerse muerto. Mis hijos viven con los padres de él, orilla del convento, y me están comiendo un codo... Bueno, pues yo quiero que me dé usted para mi Pepito una plaza en la Administración de los Reales Sitios, La Granja con preferencia, pues allí, de la poda y del aprovechamiento de yerbas sacan los empleados su buen cocido con gallina y jamón para todo el año».

Mi respuesta, ya lo suponéis, fue que contara con el destinejo, y ella, cual si ya lo   —86→   tuviera en la mano, reventaba de satisfacción. Reiteradas mis preguntas, sacome al pasillo para explicarse con más libertad, y ved aquí cómo lo hizo: «La Graziella, que como usted recordará tiene los demonios en el cuerpo y es sabedora de cosas mágicas o hechiceras, se apartó de este buen señor por mandato de unas divinidades, que a mi parecer están emparentadas con las ánimas del otro mundo... Esa diabla toma, cuando le conviene, naturaleza o hechura mundana, y con tal figuración está trabajando ahora de suripanta en el teatro de Las Musas, calle de las Aguas»... Por lo tocante a Obdulia, sólo sabía que no quiso embarcar en Barcelona y que escribió a la Marquesa de Navalcarazo, pidiéndole recursos para venir a Madrid. De esto hacía más de un mes. No me dio más noticias.

Y heme ahora, lectores amados, feligreses píos en estos divinos oficios de la Historia (ya veis que imito al obispo cismático y saladísimo), heme aquí repito, aunque sean cargantes tantos hemes, en la calle de las Aguas buscando el teatro de las Musas, que reconocí al fin en una fachada de almacén o cocherón, en parte cubierta de carteles desteñidos y rasgados por el tiempo y la chiquillería vagabunda. La puerta estaba abierta. Entré. No vi a nadie. Di palmadas, voces, y al cabo, de la obscuridad de un pasillo entorpecido por rimeros de bastidores y de trastos polvorientos, salió un hombre en quien al punto reconocí con estupor a Serafín de   —87→   San José, el esposo de doña Cabeza. Su figura era lastimosa; su rostro, famélico y displicente. En breves palabras me dijo que la compañía se había disuelto, que él fue dos meses representante, un mes visador, y a la sazón, para que no pereciera de necesidad, le tenían de guarda del oficio. Estas explicaciones biográficas las empalmó con estotras de mayor interés: «Ya sé por Cabeza que es usted el hombre más pudiente de España. Tengo entendido que le escribió, contestándole usted que podía contar con la plaza. Ya sabe, guardia de Orden Público, o agente de la Secreta. Para otra cosa no serviré; mas para esos oficios soy que ni pintado... Cuando le vi entrar, señor don Tito, creí que me traía el nombramiento.

-Hoy no te lo traigo, Serafín -le dije-. Otro día lo tendrás. Pero te advierto que te doy la plaza por complacer a tu señora, nada más que por eso, porque... debo decírtelo... en el registro de la Policía, en el Gobierno Civil, estás anotado como sospechoso... Y hay algo peor, Serafín: te han señalado como uno de los que en el Club de la Hiedra se juramentaron para matar a Pi, a Salmerón, y no sé si a Manolo Becerra».

Oído esto, se iluminó con centelleos de indignación el rostro macilento de Serafín. Elevó sus descarnados brazos a la altura de la cabeza, y de su boca húmeda y temblante salió esta protesta iracunda: «¡Qué me parta un rayo, señor Tito; que ahora mismo me quede tieso en este portalón si yo he matado   —88→   jamás a ningún cristiano, ni siquiera a una picotera mosca! Es calumnia... Tengo enemigos que le llevan a Cabeza la fábula de que soy un disolvente, un anárquico y un sanculoto... Cabeza no me quiere. Para que vea usted lo mala que es, ayer fui a su tienda, donde se están alistando los que forman la Corporación de Vecinos honrados del distrito de la Audiencia para defender el orden y la propiedad, y apenas me vio entrar salió como una furia con la vara de medir, y me echó a la calle con estos lenguarajos indecentes: Ni tú eres vecino, ni honrado, ni tienes más comercio abierto al público que las Vistillas o la Fuente de la Teja. En fin, usted que la conoce bien sabe que es una víbora y...».

Le atajé en esta quejumbre amarga, ansioso de abordar pronto mi asunto. Y de Graziella, ¿qué? Respondiome que por este nombre no la conocía, y yo, después de darle las señas de su talle y rostro, añadí para completar la filiación que su voz era dengosa, con marcado acento italiano. «¡Ay, don Tito! -dijo el esmirriado San José-. Todas las pécoras que pasan por estas tablas son género averiado, y por el habla no las podemos distinguir. Si tiene usted interés en saber si estuvo aquí esa castaña pilonga, véngase conmigo al cuarto del que fue primer actor en una corta temporada de verso, don Hermógenes Cadalso, que hacía como los ángeles La carcajada y Los pobres de Madrid, y verá los retratos de casi todo el mujerío que ha pasado por este coliseo».

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Subí con Serafín por desvencijadas escaleras lóbregas a una estancia asquerosa, cuyas paredes estaban llenas de recortes de periódicos y de toscos dibujos a pluma, fijados con engrudo. Eran retratos en caricatura de mujeres alegres o de actrices despechugadas, feos y groserotes, del peor estilo de aquellos tiempos en que era embrionario el arte de ilustrar periódicos. Por tales mamarrachos no podía yo reconstruir el aire y fisonomía de una persona determinada. Retireme del horrible teatro, dejando a Serafín de San José una propineja para que disfrutase por algunas horas la alegría del beber, y le aseguré que vestiría muy pronto el honroso uniforme de Orden Público.

A escape me fui al Congreso, donde teníamos aquel día elección de Presidente interino y de Mesa provisional. Se me olvidó decir que el 1.º de Junio, durante la solemne sesión de apertura, hubo gran desfile de tropas regulares y de Milicias, entremezcladas y confundidas para expresar con mayor realce la fraternidad entre el Ejército y los ciudadanos. Al pórtico del Palacio de las Leyes salieron muchos constituyentes, el Gobierno y el Cuerpo Diplomático. Estruendosos fueron los vítores y aclamaciones, así en los desfilantes como en la muchedumbre que los contemplaba. Una nota desagradable advirtieron algunos en el momento culminante de aquel entusiasmo. Se dijo, yo no lo vi, que ciertos oficiales y voluntarios intransigentes de la Milicia, al aclamar frenéticamente   —90→   la República Federal, se pasaban la mano extendida por el cuello mirando a los Ministros, como si recordaran el uso de la guillotina para castigar la debilidad, la cobardía o la traición. De esta insolencia no bien comprobada se habló toda la tarde, y alguien aseguró que tendría castigo severo. Pero Figueras y Pi quitaron importancia a la broma descortés, y nada se hizo.

Elegido Presidente interino de las Cortes Constituyentes fue don José María Orense, Marqués de Albaida. En la discusión del Reglamento ocurrieron incidencias graciosas. Un diputado protestó iracundo de que le llamaran Su Señoría; fue un descuido del Presidente, pues la Cámara había acordado que el único tratamiento fuera Ciudadano tal, Ciudadano cual... Otro padre de la Patria propuso la supresión de los maceros, que consideraba como un signo de atavismo repugnante. Y un tercero pidió en largo discurso que se tapizara con terciopelo de otro color el escaño de los Ministros, pues lo de banco azul recordaba los desafueros de la Monarquía... El día 7 se eligió la Mesa definitiva. Después de constituidas las Cortes, aprobaron una Ley declarando la República Democrática Federal como forma de Gobierno en España, y surgió una crisis, que era la cuarta en los fastos de aquella República.

No necesito decir que en mis tardes del Congreso me vi asaltado por nuevos y más engorrosos pretendientes, a los cuales mi furibundo altruismo colmaba de risueñas esperanzas.   —91→   Pero lo más chusco fue que una tarde, atravesando la Plaza de las Cortes para irme a mi casa, vi que hacia mí venía con los brazos abiertos don Basilio Andrés de la Caña. «Este tío viene a estrangularme -me dije sobresaltado-. ¡Dios me valga!». Pero lo que hizo el hombre fue abrazarme con ternura, clamando así: «¡Gracias, gracias, imponderable Tito, el hombre más influyente de estos Reinos... o de estos Cantones! A usted debo mi felicidad; a usted debo mi plaza. Hoy me han dicho que mañana se firmará el nombramiento. Ya veo que Sorní le baila a usted el agua... Otro abrazo... Otro...». La desbordada emoción del financiero me sofocaba; sus apretujones me molían los huesos, y su aliento, que no era fragancia de rosas ni de ámbar, me revolvía el estómago. Quiso acompañarme hasta mi casa; pero le insté a que me dejara solo, y felicitándole con exagerado calor, apreté a correr por la calle de San Agustín.

Pues ahora veréis otro milagro. A la mañana siguiente entró en mi sala de audiencias, mejor será decir despacho presidencial, la bestia de doña Belén, madre de Candelaria. La introdujo Ido del Sagrario, con cierto aire ceremonioso y empaque de Portero Mayor o Sumiller de Cortina. Venía la pobre mujer a darme las gracias por haberse conseguido lo que yo pedí al Ministro de la Gobernación, tocante al chinche de Rufino. Don Francisco Pi me había complacido al instante. Bien se veía que era yo su ojito derecho. No sólo   —92→   negó al maldito yerno el traslado a Madrid, sino que le ha mandado más lejos, a una provincia que llaman Güelba, allá donde San Pedro perdió las alpargatas. Luego me abrazó y estuvo a dos dedos de besarme, diciendo: «¡Bien por Tito, el hombre del gran poder!... Y ahora, chiquitín de mi alma, no me voy de su casa sin pedirle algo para mí. Un estanco en buen sitio, calle Mayor, Arenal o Carretas». Y yo, espléndido y magnánimo, le dije: «Mejor será en la Puerta del Sol, doña Belén. Lo pediré esta misma tarde...».

Las sesiones de las Constituyentes me atraían, y las más de las tardes las pasaba en la Tribuna de la Prensa, entretenido con el espectáculo de indescriptible confusión que daban los padres de la Patria. El individualismo sin freno, el flujo y reflujo de opiniones, desde las más sesudas a las más extravagantes, y la funesta espontaneidad de tantos oradores, enloquecían al espectador e imposibilitaban las funciones históricas. Días y noches transcurrieron sin que las Cortes dilucidaran en qué forma se había de nombrar Ministerio: si los Ministros debían ser elegidos separadamente por el voto de cada diputado, o si era más conveniente autorizar a Figueras o a Pi para presentar la lista del nuevo Gobierno. Acordados y desechados fueron todos los sistemas. Era un juego pueril, que causara risa si no nos moviese a grandísima pena.

La composición de la Cámara era de una divisibilidad aterradora. Formaban la Derecha   —93→   distintas castas de Benévolos; la Izquierda los Intransigentes, fraccionados en heteróclitos grupos: federales pactistas, orgánicos, simplemente autónomos o descentralizadores, federales con vistas al colectivismo, y otros que arrancaban con los criterios más extravagantes. El Centro era un arco iris con todos los colores del espectro solar del republicanismo. Nombrado un Ministerio, se deshizo al instante. El señor Tatau desenvainó unos proyectos de Hacienda que fueron conceptuados como declaración de la bancarrota nacional. En aquellos días apareció el famoso pasquín ¿Quién es Pedregal?, que revelaba tanta grosería como ignorancia por tratarse de un hombre de relevante mérito, así por su grande inteligencia como por su acrisolada honradez.

De la caótica confusión salió al fin el acuerdo razonable de autorizar a Figueras para que continuara con sus Ministros al frente del Poder Ejecutivo. ¡Aclamaciones y vítores ensalzando la unión de los republicanos!... Pasado un día, nuestro gozo en un pozo. El Marqués de Albaida dimite la Presidencia de las Cortes. Renovación del barullo, que toca ya en la vesania. Después de varias sesiones diurnas y nocturnas, se faculta de nuevo a Figueras para formar Gabinete, sin someter la lista de Ministros a la aprobación de la Cámara. Empezaron las consultas y los ridículos cabildeos. Castelar quería convencer a Salmerón, Salmerón a Carvajal, Carvajal al demonio coronado...

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En esto vino el estruendo final de la chispeante función de fuegos artificiales. Don Estanislao Figueras, enojado por la frialdad de Pi y Margall en una entrevista que ambos tuvieron, cogió el tren sin decir nada a nadie, y de un tirón se plantó en Francia. Inaudito suceso, caso de flagrante deserción que nadie pudo explicar en aquellos días. ¿Qué motivó esta fuga? ¿El hastío, el miedo, la convicción de la vacuidad bullanguera de las Constituyentes? De todo hubo un poco; pero ninguna de estas razones pudo absolver al Presidente de su insana conducta. ¡Qué chasco nos dio, a cuantos verdaderamente le amábamos, aquel hombre tan entendido, ingenioso y simpático! Fue orador insigne, y en su carácter la vivacidad y exquisito trato llenaban el espacio que dejaba vacío la falta de entereza. Doy a este breve juicio un sentido necrológico, porque aquel día murió políticamente don Estanislao Figueras.

Hasta pasadas veinticuatro horas no se tuvo noticia cierta de la fuga del que había sido figura eminente de la primera República española. La estupenda nueva partió del Banco Azul; corrió los escaños con hondo murmullo; subió a las tribunas; propagose con eléctrica velocidad por todo el edificio. Del estupor que sentí ante suceso tan grave, que era el mayor descrédito de la Causa, me puse malo. Al despedirme de mis amigos en la Tribuna de la Prensa, no podía tenerme en pie. Salí tambaleándome, y al llegar a la escalera, asaltó mi alma un horroroso pánico   —95→   creyendo que se desplomaba el edificio. Furibundos golpes, como de grandes peñas que hirieran los peldaños, me recordaron la sugestión morbosa que padecí una noche transitando por la calle del Arenal y Puerta del Sol. Eran los pasos de una gigantesca figura invisible... Creí que la escalera se convertía en astillas. A mi parecer bajé rodando, a gatas, o no sé cómo... Pensé que el aire de la calle me despejaría la cabeza; pero no fue así.

En Floridablanca, Plaza de las Cortes y calle del Prado, el tremendo andar del ser misterioso hacía trepidar el suelo. Inclinábanse las paredes de las casas, como haciendo cortesías. Guiado por los pasos del fantasma entré en la calle del León. La terrible quimera, que no impresionaba mi vista sino mi oído, se desvaneció cuando me aproximé a la Academia de la Historia... Recobrada mi normalidad, se me ocurrió meterme en la portería de la docta casa y preguntar por doña Mariana. Los porteros, asombrados de mi pregunta, no me dieron razón.



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