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La primitiva basílica de Santa María del rey Casto de Oviedo y su real panteón

Fortunato de Selgas







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I

Desde que el pontífice ovetense D. Gutierre de Toledo, al finar el siglo XIV, echó los cimientos de la moderna iglesia catedral, todos sus sucesores, imitando su ejemplo, dedicáronse con afán á la realización de tan magnífico monumento. Á medida que las obras avanzaban, iban desapareciendo las venerables construcciones de la época del rey Casto: primero, las tres capillas absidales que albergaban los altares del Salvador y los doce apóstoles; luego, las naves, crucero y vestíbulo, y después los edificios religiosos en que estaba envuelta la vieja basílica. Corriendo el siglo XVI alzóse la fachada, con su espaciosa lonja, coronada de una torre que vence en esbeltez y gentileza á las de Burgos y Toledo. En el transcurso del XVII, los prelados ovetenses rodean la gótica iglesia de construcciones greco-romanas de depravado gusto: D. Simón García Pedrejón erige la capilla de Santa Eulalia para guardar las cenizas de la mártir emeritense; D. Bernardo Caballero de Paredes, la de Santa Bárbara, bajo cuyas churriguerescas bóvedas quería esconder el sagrado tesoro de la Cámara santa; y el obispo Vigil de Quiñones, la clásica capilla que lleva su nombre, con su bello altar esculpido por Luís Fernández de la Vega, el mejor de los escultores asturianos.

En medio de tantas renovaciones manteníase casi intacta la venerable iglesia de la Virgen del Rey Casto, panteón de los monarcas asturianos. Ya en el siglo XV perdió su primitivo ingreso, sustituyéndole el que hoy se contempla, hermosa muestra de escultura gótica, lo mejor que de este género se encuentra en Asturias. Al pontífice Fr. Tomás Reluz, no menos ilustre por sus virtudes que por su carácter, se debe la destrucción de la vieja basílica del siglo VIII y la construcción de la moderna. Mejor

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acierto tuvo el buen prelado en las causas de los supuestos hechizos de Carlos II que en la reedificación de este monumento, digno por tantos conceptos de pasar á la posteridad1. Más sensible aún que su desaparición ha sido la bárbara profanación de las tumbas donde yacían los primeros héroes de la Reconquista, cuyos restos, hacinados y confundidos, hallaron miserable albergue en churriguerescas cajas impropias de un regio panteón. Apenas terminado el nuevo templo, como en castigo de haber turbado la paz de aquellos sepulcros, se vino al suelo la cúpula que le coronaba, costando muchos caudales su restauración. Falleció el obispo Reluz en 1706 sin tener el consuelo de consagrar su iglesia, ceremonia que se realizó seis años después, ardiendo la ciudad con tal motivo en fiestas durante ocho días, no faltando certámenes poéticos, espectáculos teatrales, procesiones, y, sobre todo, elocuentes y gongorinos panegíricos pronunciados por los más afamados oradores que contaba entonces la capital del Principado2.

Afortunadamente tenemos algunas referencias de antiguas crónicas que nos dan una idea aproximada de su forma, y aun de su ornamentación. Cítanle los primeros historiadores de la monarquía al contar las construcciones religiosas con que Alfonso II embelleció su capital, aunque sin dedicarle las frases encomiásticas que á otras obras contemporáneas, como la de San Tirso y la Cámara Santa3. Los escritores del siglo XVI, Morales,

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Carballo y Tirso de Avilés ocupáronse de este monumento, especialmente los dos primeros, á quienes debemos curiosas noticias. Por ellos sabemos que la primitiva basílica de Santa María estaba situada en el cementerio del Salvador, separada de las demás construcciones que rodeaban la catedral, y orientada como todos los edificios religiosos de aquel tiempo. Encerrada después entre el crucero de la Iglesia Mayor, las capillas de Santa Eulalia y de los Vigiles, el monasterio de San Pelayo y la antesacristía, al ser reedificada tenía que conservar necesariamente las dimensiones primitivas, levantándose los muros de la moderna, próximamente sobre los cimientos de la antigua. De sus ingresos se respetó el que actualmente da paso al brazo septentrional del crucero y el de la antesacristía, por donde entraban antiguamente los monjes de San Vicente. Se tapió la pequeña puerta que conducía al claustro del monasterio de San Pelayo, cuyas huellas aún se ven en el moderno panteón; y en la fachada frontera al altar mayor se abrió la entrada principal en el mismo lugar donde se alzaba el sarcófago de Alfonso el Casto. Afectaba su planta un cuadrilongo, cuyas dimensiones eran: 106 pies desde el fondo del panteón hasta el muro exterior del testero; 52 el largo del crucero, incluyendo sus dos brazos, y su mayor altura llegaba á 63 pies4. Eran, pues, sus proporciones bastante vastas, dada la exigüidad de las iglesias de aquel tiempo.

Aunque los citados cronistas del siglo XVI no han dado en la descripción que de ella hicieron más que una idea del conjunto, fijándose solo con algún detenimiento en el panteón, podemos con el auxilio de la arqueología conocer cada una de sus partes, su estructura y el carácter artístico de su arquitectura. El maestro Tioda fué el autor de las trazas: célebre arquitecto que levantó todos los monumentos erigidos en Oviedo durante el reinado de Alfonso II, cuyo nombre aparece entre obispos y próceres,

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suscribiendo los testamentos reales. Tenía este templo la planta de basílica latina, cual las erigidas en Roma en los primeros siglos del cristianismo, con el narthex ó vestíbulo, y el cuerpo de la iglesia dividido en tres naves, terminadas en otros tantos ábsides separados de aquellas por el crucero. El ingreso principal, en vez de estar en la fachada ó imafronte, se le llevó al brazo meridional del crucero con el fin de dedicar exclusivamente el narthex á enterramiento de los cuerpos reales. Estaba este vestíbulo dividido en tres compartimientos, ocupado el central por el panteón, formando una pequeña estancia cuadrilonga de 20 pies de largo, ó sea la anchura de la nave, y 12 de fondo, sin más comunicación con el templo que una estrecha puerta frontera al altar mayor y á un lado una ventanita, cerradas ambas con gruesas barras de hierro que apenas daban paso á la luz. La altura de este antro era de 8 ó 10 pies, y su techo, de madera, servía de suelo al coro alto que, como en San Miguel de Lino y en San Salvador de Val de Dios, se elevaba sobre el narthex. Los camarines que flanqueaban el panteón en donde terminaban las naves laterales, tenían los dos igual superficie que aquel, albergando uno de ellos la escalera que conducía al coro, y el otro serviría acaso para guardar el tesoro, libros y objetos del culto, cual los exiguos retretes que se ven en la iglesia de Santa Cristina de Lena. La nave central contaba 20 pies de ancho y 10 cada una de las laterales. Estaban estas naves separadas por seis arcos, tres á cada lado, y perpendiculares á ellos perforaban el muro á bastante altura seis pequeñas ventanas cerradas de arquillos de medio punto. Otros tres arcos, el del medio mayor que los colaterales, daban paso al crucero, el cual tenía de largo la anchura del edificio, unos 48 pies, descontando el grueso de los muros, y de ancho lo que la nave central. Desde el arco toral que daba ingreso al crucero se contemplaba todo el frente del santuario con sus tres altares, sobre los que se veían las figuras del Cristo, San Juan y la Magdalena, hechos á pincel los cuerpos y de bulto las cabezas, que afortunadamente se conservan incrustadas sobre la puerta principal de la moderna iglesia. En el ábside central se alzaba el altar de la Virgen; en el lateral de la derecha el de San Julián, y en el opuesto, el de San Estéban protomártir, uno de los cuales todavía se conservaba en tiempo del historiador

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Planta de Santa María

Carballo5.

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Bajo sus aras se ocultaban las reliquias de estos santos según cuentan antiguos documentos6. Decoraban los ingresos de los ábsides tres arcos torales y había otros tantos en el fondo adosados al muro del testero, los cuales estaban sostenidos por columnas, cuyos fustes de ricos mármoles pertenecieron á construcciones romanas de alguna ciudad monumental, como Legio, Astúrica ó Iria Flavia. Carballo supone que estas columnas fueron traídas de las ruinas de la vecina Lugo, pero tal suposición nos parece poco fundada, porque en aquella pequeña aldea no se han encontrado restos de edificios artísticos, y es de creer existieran allí tan solo algún castro y vilas ó casas de labor. Eran doce los fustes que exornaban los ábsides, siendo de menores proporciones los que se albergaban en los ángulos entrantes de los muros de los santuarios que los de los ingresos. Alumbraban esta parte ventanas abiertas en el testero, distinguiéndose la del medio por sus tres arquitos separados por pequeñas columnas, como las que vemos en San Tirso y Santullano, y el crucero recibía luz por vanos semejantes á los de los ábsides. Como casi todas las basílicas de aquel tiempo, tendría encima del ábside central un camarín de las mismas proporciones que aquel, sin comunicación alguna con el templo, y al que no se podía subir sino por un hueco exterior que perforaba la pared del testero. Siguiendo las prescripciones del arte á que pertenecía este monumento, solo estaban cubiertos de bóvedas de medio cañón los ábsides, y las naves y crucero con un techo de madera á dos aguadas, decorados las trabes y cabrios de pinturas figurando enlaces de líneas geométricas y otros ornatos de estilo latino. El pavimento era de hormigón, formado de cemento y fragmentos de ladrillo y piedra caliza, igual al que hoy se ve todavía en la Cámara Santa y en uno de los ábsides de Santullano.

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El carácter arquitectónico de este monumento era clásico, y tanto, que en el Renacimiento, época en que no existía crítica artística, sorprendióle á Morales el parecido de este templo, no ya con las obras similares visigodas de Hornija y Wamba y San Juan de Baños, sino con las romanas, recordándole las arquerías de estas naves, las que en aquellos días levantaba Juan de Herrera en los cláustros menores del Escorial7. En efecto, cuantos elementos entraban en la composición de esta basílica, eran reproducción de los que decoraban los edificios romanos, si bien la ejecución era tosca y descuidada, pobres los materiales de construcción, y las líneas de las molduras sin la pureza y corrección que distinguen las obras clásicas. Los arcos de las naves y crucero eran de medio punto y los formaban robustas dovelas sin molduras en sus estrados, sosteniéndolos pilastras de planta cuadrangular con sus basas, y coronadas de una saliente imposta semejante á las que ostentan sus hermanas las iglesias de San Tirso y San Julián de los Prados. La riqueza decorativa la guardó el arquitecto para el santuario, el cual presentaría un bello efecto con los tres ábsides exornados de columnas de ricos jaspes sobre cuyos fustes se exhibían corintios capiteles con una ó dos filas de hojas pobremente agrupadas y envolviendo el cilíndrico tambor.




II

La circunstancia de haber sido erigido este templo, según cuentan los más antiguos cronistas, para enterramiento de su fundador Alfonso II, nos mueve á exponer algunas observaciones acerca de la época en que empezaron á hacerse las inhumaciones

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de los primeros reyes de la restauración, dentro de las iglesias: observaciones que pudieran excusarse habiendo ya tratado este asunto extensamente el Sr. Madrazo en su excelente monografía de San Salvador de Leire. En las primitivas basílicas cristianas, como en las catacumbas, servía de altar para celebrar los divinos misterios la tumba de un mártir, y después el ara bajo la cual se guardaban sus reliquias. Hasta entonces hacíanse los sepelios fuera de los muros de las ciudades, á los lados de las vías ó calzadas, pero desde el siglo IV empezaron á abandonar los cristianos aquellos lugares para enterrarse en cementerios situados delante de los templos donde yacían las cenizas de los santos. Los fieles, llevados de una ardiente devoción, querían abrir sus tumbas dentro de las naves, próximas al santuario, á lo que se opuso terminantemente la Iglesia. En España prohibiéronlo los Concilios Iliberitano y Bracarense y la epístola del papa Pelagio, cuyos cánones fueron observados por la grey hispano-visigoda8. Pudiera citarse en contrario el ejemplo del presbítero Crispino inhumado en Santa María de Sorbaces en Guarrazar, donde se descubrió el célebre tesoro, pero creemos que la reducida estancia en que descansaba aquel levita, ni por la planta, ni por sus exiguas dimensiones revela haber sido un templo, y si solo una cámara sepulcral del inmediato cementerio. Menos obedientes los francos á las prescripciones canónicas á esto referentes, en especial las del concilio de Nantes de 600, que solo permitía los enterramientos en los pórticos exteriores y en los atrios, hacían las inhumaciones de los grandes personajes, ya desde los primeros tiempos de la monarquía merovingia, no solo en el narthex, sino dentro de los templos, según dice una capitular de Teodulfo, obispo de Orleans, y otra de Carlomagno del 797, dada por este emperador para corregir semejante abuso, aunque sin resultado9. Precisamente en los días en que aparecía esta capitular,

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Alfonso el Casto labraba la capilla que lleva su nombre (793 á 812) para su enterramiento, siendo acaso el primero que aceptó entre nosotros la costumbre francesa, debido probablemente á la influencia que la Francia carlovingia ejercía sobre el monarca asturiano; el cual, si hemos de atenernos á una tradición corriente en la Edad-Media, consignada en nuestra poesía popular, hizo poco menos que feudataria su monarquía del imperio franco.

Con Carlomagno consultaba los arduos negocios del reino: pidióle venia para la celebración del Concilio Ovetense; su esposa Berta era francesa, y acaso de esta afición á Francia, mirada con celos por la altiva é independiente monarquía asturiana, provino aquella enérgica protesta contra toda dominación extranjera que la leyenda ha personificado en la heróica figura de Bernardo del Carpio.

Se nos objetará que la tumba del rey Casto no estaba bajo las naves como las de los reyes merovingios en San Dionisio, pero hay que tener en cuenta que si el narthex en las basílicas era una dependencia exterior, un vestíbulo para dar paso á las naves, destinado tan solo á penitentes y catecúmenos, en la de Santa María formaba parte del interior, pues ya hemos dicho que no tenía comunicación alguna por la imafronte, para dedicarle exclusivamente á panteón, cual las capillas sepulcrales anejas á las catedrales góticas erigidas del siglo XIII en adelante. La única entrada á esta cámara hacíase por la nave central, frente al altar mayor, de modo que cuando los capellanes reales decían misa por el alma de aquel monarca, al rezar las oraciones especiales que la Iglesia Ovetense le dedicaba, podían ver á través de la enrejada puerta el sarcófago donde yacían sus restos.

Los primeros cronistas de la Restauración y los historiadores del Renacimiento, tampoco dicen que los reyes asturianos que precedieron á Alfonso II fueran inhumados dentro de los templos. De Pelayo cuentan que estaba sepultado con su mujer Gaudiosa

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en Santa Eulalia de Abamia, fuera de la iglesia, es decir, en el cementerio; y cuando en el siglo XIII ó XIV se levantó el actual templo románico, de mayores proporciones que el anterior, quedaron las tumbas de los reyes dentro y á los pies de la nave. A Fabila le supone Ambrosio de Morales sepultado en el prehistórico dolmen sobre que se alzaba Santa Cruz de Cangas, cuya cámara sepulcral servía de enterramiento al monarca. El cronista cordobés se hace eco de la tradición que así lo afirma. Carballo con mejor acierto lo niega, porque si bien los primeros cristianos se inhumaban, como la plebe y los siervos romanos en los columbarios y en las catacumbas, habíase olvidado esta costumbre en la época visigoda y de la monarquía restaurada, como lo prueba la carencia de criptas en los templos. No es, pues, de creer que perdida completamente aquella práctica, renaciera en el siglo VIII en Asturias, solo para un caso determinado10. Además no contradice nuestra opinión, pues por las descripciones que se conservan de la primitiva iglesia de Santa Cruz, sabemos que se reducía á una pequeña cella de planta rectangular de unos 8 pies por lado, á la que se añadió andando el tiempo una nave, comprendiendo dentro de ella y haciendo de cripta la gruta del dolmen que antes estaba en el cementerio delante del ingreso del templo. Los reyes de Asturias anteriores á Alfonso II, llevados del espíritu religioso de aquel tiempo, fundaban en sitios de su predilección, monasterios que en vida les servían de corte y de tumba á su finamiento. El católico yacía en Covadonga, y su hijo Froila ante la basílica del Salvador de Oviedo11. Tres monarcas, Silo, Adosinda y Mauregato moraron en el monasterio de San Juan Bautísta de Pravia, donde descansan sus cenizas12. El

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P. Yepes que visitó este monasterio á fines del siglo XVI consigna que los restos reales estaban á los pies y fuera de la iglesia, esto es, en el vestíbulo de la basílica, y Morales añade que las tumbas eran lisas sin inscripción alguna; pero se equivocan estos cronistas, porque el concienzudo Carballo, según cuenta en la descripción que hace del monumento, conservado intacto en su tiempo, no halló rastro ni reliquia de ellos, y lo mismo en el siglo pasado el ilustre Jovellanos y Bánces el historiador de Pravia. Los datos expuestos nos autorizan para afirmar que los reyes asturianos de la octava centuria, desde Pelayo hasta Veremundo, fueron inhumados en los cementerios que circuían los templos, y en los pórticos y vestíbulos exteriores, siendo Alfonso el primero que alzó su tumba dentro del sagrado recinto de la basílica enfrente del santuario. No siguieron el ejemplo de este monarca los de Aragón y Navarra, teniendo aquellos su panteón en el atrio de San Juan de la Peña13, y estos en el de San Salvador de Leire. Los reyes leoneses yacían en iglesias por ellos erigidas, ya en los narthex y en las naves, como Ordoño II y su sucesor Froila, de quienes dice Sampiro fueron sepultados in aula sanctæ Mariæ Sedis Legionensis, ya en los cementerios, como Ramiro II, Ordoño III y Sancho I, inhumados en el atrio de la basílica del Salvador de León, fundado y espléndidamente dotado por la infanta Geloira ó Elvira14. Fernando I construyó para enterramiento suyo y de sus sucesores el magnífico panteón de San Isidoro,

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pero no le puso en el templo, sino en el cementerio, siguiendo antiguas costumbres nacionales15.


III

Las exiguas proporciones del panteón y la pobreza de la fábrica revelan que su fundador lo destinó exclusivamente á enterramiento suyo y de su esposa Berta. A la fijación definitiva de la capital de la monarquía en Oviedo, merced al desarrollo que la ciudad adquiriera bajo el largo gobierno del Casto, y al respeto y veneración tributados á la memoria de este monarca, debióse que los que posteriormente ocuparon el trono, quisieran descansar en aquella pequeña estancia, haciéndola el Escorial de los reyes de Asturias. Su estrecho recinto albergaba once tumbas, de las cuales tres, por sus cortas proporciones, parecían ser de príncipes muertos en la infancia. Estaban tan juntas y apretadas, que no se podía andar sino por encima de ellas. En el centro, próxima al ingreso, se veía la tumba del fundador, alzada 2 pies sobre el suelo, y la formaba una arca de piedra ordinaria más ancha por la cabeza que por los pies, cubierta de una tapa acofrada, sin adornos ni inscripción que dijera el nombre de la persona en ella sepultada, sabiéndose por tradición que pertenecía á este: y lo confirma el lugar preeminente que ocupaba entre las demás. El erudito Pellicer supone que las frases con que el cronicón Albeldense termina la historia de este monarca, son copiadas de la inscripción que cree existió en la tapa y que publica en la siguiente forma:


Qui cuncta in Pace egit, in Pace quievit.
Bissena quibus hæc Altaria Sancta, Fundataque vigent,
Hic tumulatus jacet.





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La leyenda tiene en efecto el carácter de las sepulcrales de aquella época y no habría dificultad en considerarla auténtica si los críticos del Renacimiento que alcanzaron y describieron el sarcófago no dijeran terminantemente que carecía este de toda inscripción. Los citados cronistas ignoraban si los restos de la reina Berta yacían en esta urna con los de su marido, ó en una de las tumbas lisas próximas. Tampoco habían podido averiguar el sitio donde estaban sepultados Froila y su mujer Mumia, trasladados como hemos dicho, por su hijo á este templo, después de profanadas sus cenizas por los árabes. Carballo, siguiendo la tradición, opina que se guardaban en el cuerpo de la iglesia en un sepulcro mural sin inscripción, cobijado bajo un arco en la pared del lado del Evangelio.

A la derecha de la tumba del rey Casto había un sarcófago muy interesante desde el punto de vista artístico, único resto que ha sobrevivido á la vandálica destrucción de la Basílica. Tan notable debió parecer este monumento en el siglo pasado, que se le consideró digno de conservarse, trasladándole al moderno panteón. Nada de particular ofrece la urna que es de piedra ordinaria sin ornato de ningún género, lisos y rectangulares los paramentos, cual los arcosolia de las Catacumbas; curiosa nada más, porque nos da una idea de cómo eran las demás tumbas reales16. Pero en cambio la tapa que la cubre es uno de los fragmentos decorativos más bellos que de aquella edad han llegado á nuestros días. Fórmala una gran losa de rico mármol, más ancha por la cabeza que por los pies, toda cubierta de relieves pertenecientes al más puro estilo latino. Tiene la forma acofrada con tres bandas, próximamente de la misma anchura; la del centro, horizontal, y las laterales pendientes hasta morir en dos filetes que resaltan algo de la urna. Terminan los extremos perpendicularmente, y en ambos campean relevados los monogramas de Cristo, incluídos en una corona sostenida por una columnita, á cuyos lados aparecen

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las simbólicas letras alfa y omega. Vénse á los lados de estas cruces dos palomas que pican un ramo, al parecer de vid, que brota de una jarra ó crátera. Exornan las bandas laterales graciosos follajes formados de tallos serpeantes, orillados de menudos funículos, y por la central corre una bien ejecutada inscripción en caracteres de relieve, repartidos en dos renglones, que dice así:

INCLVSI TENERVM PRAETIOSO MARMORE CORPVS Símbolo
AETERNAM IN SEDE NOMINIS ITHACII



El texto de la leyenda llamó tanto la atención de los críticos del siglo XVI, como á los modernos arqueólogos el carácter artístico de los ornatos que embellecen tan precioso mármol. Ignórase qué persona real ha sido sepultada bajo esta losa. Morales cree que el tenerum corpus era de Gimena, esposa de Alfonso el Magno, é Itacio el nombre del que esculpió el sarcófago. Carballo la supone de un príncipe muerto en la infancia, y en nuestros días el Sr. Assas se adhiere á esta opinión, añadiendo que pertenecía á un hijo de Ramiro I. Difícil, si no imposible, nos parece dilucidar este asunto y más con las razones expuestas por los citados cronistas; pero nos atrevemos á afirmar que el mármol no fué labrado para guardar las cenizas de ningún rey, ni príncipe asturiano, procediendo de una época anterior, como lo revela la exornación algo diferente de la usada en los primeros tiempos de la Restauración. Es extraño que el Sr. Assas, conocedor de la arqueología visigoda, no se haya fijado en los caracteres de los ornatos, que revelan la presencia del arte cristiano de los primeros siglos. Hé aquí los fundamentos en que apoyamos nuestra opinión. -1.º El monograma tal cual aparece en este mármol, incluído en una corona, forma empleada en los sarcófagos y lápidas sepulcrales cristianas del siglo IV al VI, no se encuentra en las inscripciones funerarias y votivas de la monarquía asturiana, usándose únicamente el Crismón compuesto de la cruz griega ó latina, aisladas. -2.º El místico símbolo cristiano que representa dos palomas picando un ramo, tan prodigado en las catacumbas y en los monumentos visigodos, se había olvidado completamente en el siglo IX, época en que supone

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el Sr. Assas haberse ejecutado esta tumba. -3.º Los caracteres de la leyenda, por su forma relevada y por la pureza de los contornos, tienen más semejanza con los monumentales romanos que con los de la novena centuria, toscamente grabados, con siglas ó abreviaturas, y entrelazados para ocupar poco espacio17. -4.º La corrección del dibujo de los relieves y su buena ejecución recuerdan días mejores para el arte que los de la monarquía asturiana, en que se labran las bárbaras esculturas de Naranco, tan encomiadas por los cronistas contemporáneos. Podemos añadir á las razones expuestas, que el contraste que ofrecen la urna y la cubierta, aquella por su pobreza y desnudez, y esta por su suntuosidad, muestran á primera vista distinta procedencia. Todas las tumbas del panteón, desde la del vencedor de Lutos, hasta la del de Clavijo, no revelaban, por su humildad y carencia de exornación, pertenecer á ilustres reyes, y no es de creer se agotaran los primores del arte para la de un tierno infante. Debió pues ser labrado en el siglo V ó VI, y llevado de una ciudad monumental, acaso de Oporto, de donde Alfonso III -otro príncipe sepultado también por el obispo asturicense Genadio en un antiguo sarcófago,- llevó preciosos restos arquitectónicos para decorar los ingresos de la primitiva basílica compostelana.

Entre la tumba descrita y el muro que por aquel lado cerraba el panteón, levantábase apenas del suelo una pequeña sepultura que Carballo y Morales suponían ser la de Alfonso el Magno y su esposa Jimena, trasladados de Astorga á esta capilla cuando la destrucción de León por Almanzor. La exigüidad de sus proporciones hace sospechar que debieron yacer allí los restos de un infante, y no los de una persona adulta. Exornaban la cubierta algunos relieves que rodeaban la leyenda, viéndose en la cabecera una cruz semejante á la de la Victoria ofrendada por el citado rey al Salvador de Oviedo. La frecuencia con que se encuentran cruces de esta forma en monumentos y códices de la segunda mitad del siglo IX, hizo suponer á los historiadores del Renacimiento,

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que creían el uso del blasón entre nosotros anterior á la conquista de Toledo, que Alfonso III las pintara por armas, llevándolas en su escudo desde entonces la antigua monarquía y el moderno Principado. Decía de esta tumba en el siglo XIV el maestro Custodio, haciéndose eco de una tradición, que Alfonso el Magno puso una lápida sobre la puerta del Alcázar de Oviedo, y en ella la Cruz de la Victoria rodeada del versículo de la Biblia: «Signum salutis pone Domine in domibus istis et non permittas introire.....» dejando el texto truncado, y continuando la inscripción en la losa de su sepulcro:

«angelum percutientem»18



Al lado derecho de la tumba del rey Casto, según se entraba en el panteón, estaba la de Ordoño I, algo elevada del suelo, y en su tapa acofrada, cubierta de relieves, corría en toda su longitud la siguiente inscripción:


«Ordonius ille princeps quem fama loquetur,
Cuique reor similem secula nulla ferent.
Ingens consiliis et dexterae belliger actis.
Omnipotensque tuis non reddat debita culpis
Obiit sexto kal. Junii. Era DCCCCIII.»19



De igual forma que la anterior era la de Ramiro I, ilustrada con esta inscripción, que trae Morales20:

«Obiit divae memoriae Ranimirus Rex die kal. Februarii era DCCCLXXXVIII. Obtestor vos omnes qui haec lecturi estis ut pro requie illius orare non desinetis.»



Unida á esta tumba alzábase otra en cuya tapa, acofrada como todas las que se levantaban del suelo, se veían trozos de una inscripción medio borrada, de la que solo se podía leer «Obiit prid.

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kal. Aprilis Era DCCCCLXVII; pero el diligente Carballo la publica íntegra trasladándola de un viejo códice, perteneciente acaso á la biblioteca del Salvador, donde estaban copiadas las leyendas de los sepulcros. Dice así:

«Hic colligit tumulus Regalis sanguine cretum
Regem Ranimirum Adefonsi filium.
Obiit pridie kalend. April. Era DCCCCLXVII.»



Pudiera hacer dudosa la autenticidad de esta inscripción la circunstancia de que el príncipe Ramiro, hijo de Alfonso el Magno, no se cuenta entre los monarcas asturianos; mas estas dudas se desvanecen al recordar que á la muerte de su hermano Ordoño II en 924 intentó ceñirse la corona de Oviedo, y aun la llevó algún tiempo, según dicen antiguos documentos21. Engáñanse, pues, Ambrosio de Morales y el P. Flórez, atribuyendo el primero esta tumba unas veces á Alfonso IV, otras á D. García, hijo de el Magno, y hasta á alguna reina de estirpe leonesa; y el segundo al suponerla perteneciente á Sancho Ordoñez, rey de Galicia, no conocido en la lista de nuestros reyes por no haberlo sido de León. Otra sepultura existía al lado de esta, más pobre y humilde que las demás, sin ornatos ni letras que dijeran el nombre del que allí yacía.

El panteón, por sus pequeñas dimensiones, no era bastante á contener los restos de los descendientes de Ramiro y Ordoño, y en el transcurso del siglo X hiciéronse los sepelios de las personas reales en la misma iglesia. En el crucero del lado del Evangelio, y junto al ingreso principal de la basílica, alzábase, adosada al muro y cobijada bajo un arco de medio punto, la tumba de la reina Urraca, en cuya tapa se veía una larga inscripción, que por estar algo maltratada no fué bien leída por los que lograron alcanzarla. Decía así:



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«Hic requiescit famula Dei, Urraca, regina et confā
Uxor Domini Ranimiri Principis; et obiit die II feria
Hora XI, VIIII kalendas Iulias, In Era DCCCCLXSímboloIIII.»



Los cronistas del siglo XVI que copiaron la leyenda interpretan la era de distinto modo, á pesar de ser bien legible, según vemos por los dibujos que de ella hicieron Sandoval y Castellá Ferrer22.

Cuatro reyes de Asturias y León, contando entre ellos al hijo de Alonso el Magno, cuya tumba hemos citado, llevaban el nombre de Ramiro, y sus esposas el de Urraca. Todas estas reinas, siguiendo la costumbre de la época, tomaban uno, y á veces dos apelativos más, con los que indistintamente confirmaban las donaciones y testamentos, no dando preferencia á ninguno. Los cronistas del siglo XVI y los agustinos de la España Sagrada, en sus investigaciones sobre tan oscura época, viéronse confundidos con tal variedad de nombres, dándose el caso de suponer á un monarca casado tantas veces cuantos eran los apellidos de su esposa. Urraca y Paterna se llamaba la del primer Ramiro23; la del segundo,

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Urraca, Teresa y Florentina24, y la del tercero, Urraca y Sancha25. ¿Qué Urraca era la yacente en esta sepultura? Una tradición corriente en el siglo XVI asignaba esta tumba á la de Ramiro I, y así lo dice la inscripción puesta á principios del reinado de Felipe V en el panteón moderno. Siguieron la vulgar opinión Carballo y Castellá Ferrer, pero no hallando acordes la fecha de la leyenda y la en que pudo fallecer la reina, alteraron á sabiendas la Era, poniendo el primero DCCCISímboloIX (861), y el segundo (876). Ambrosio de Morales, no queriendo oponerse á la creencia general, guarda intencionado silencio, y se limita á exponer el texto de la inscripción. No nos detendremos á refutar á estos cronistas, una vez demostrado que la tumba fué erigida á mediados del siglo X, ciento seis años después de la muerte de Ramiro I. Tampoco pudo yacer aquí la esposa del tercero, porque esta señora falleció con posterioridad al año de mil, y en este caso debía estar notada la era con una T ó con el «Post millesima» de costumbre. Además, se sabe positivamente que fué sepultada con su marido en el panteón que Alfonso V erigió en el cementerio de San Juan, restaurado cual hoy se ve por Fernando I en San Isidoro de León. Sandoval y el P. Flórez, la atribuyen con fundamento á la Urraca de Ramiro II. Falleció este Rey en León en 950, al retorno de su viaje santo á la iglesia ovetense. Su esposa, como toda reina viuda, se hizo monja -acaso en el monasterio del Salvador de León, fundado por ella y su marido para su hija Geloira, donde, como en el de San Juan de Oviedo, sólo entraban princesas y señoras de alta alcurnia- pasando á la otra vida seis años después de su cónyuge, en el de 956. Poco

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tiempo después de su fallecimiento fueron removidos y trasladados sus restos á la basílica de Santa María, y encerrados en esta sepultura. No deja de haber algunas razones para atribuir esta tumba á la esposa del pretendiente Ramiro, hijo de Alfonso el Magno. Murió aquel, joven aún, en 927; por consiguiente, su viuda, acaso de menos edad que él, bien pudo alcanzar el año de 956, en que falleció la Urraca aquí yacente.

Poco separado de este sepulcro, é incrustado también en la pared de la nave lateral bajo un arco de medio punto, estaba el de doña Geloira, Elvira ó Munia Domna, esposa de Ordoño II, con una inscripción que así decía:


«Hic colligit tumulus regali ex semine corpus
Geloyrae Reginae Ordonii secundi Vxor.
Obiit Era DCCCC... Et hoc etiam loculo
Regina Tyresia clauditur.»



Cuando Morales copió esta inscripción, se hallaba tan deteriorada, que no logró leer más que unas cuantas palabras que apenas formaban sentido; pero en la Crónica general la inserta íntegra, sacada, como la de Ramiro hijo del Magno, de antiguos traslados entonces existentes, llegados á sus manos después de realizado el viaje santo. La reina Teresa, sepultada en este lucillo, era la esposa de Sancho el Craso. Ambas fueron traídas de León á fines del mismo siglo. Inmediata á esta tumba alzábase otra adosada al muro que, como las anteriores, la cubría un arco de medio punto, pero sin que en su acofrada tapa se leyera inscripción alguna que dijera el nombre del que allí yacía. Decíase en el siglo XVI, según Carballo, que la erigió Alfonso el Casto para guardar las cenizas de sus padres, sepultados, como hemos dicho, en el cementerio del Salvador. No todos los cuerpos reales yacían en tumbas levantadas y en sepulcros murales; muchos príncipes por pobreza y humildad fueron inhumados en el suelo, viéndose esparcidas por las naves y especialmente junto al panteón, modestas lápidas de piedra ordinaria sin ornatos y en general sin inscripciones. Cerca de la escalera que daba acceso al coro alto había, entre varias, una losa de mármol con una leyenda ininteligible

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por lo gastada, de la que solo se podían leer las palabras «Adepti... Regna Celestia potiti». Teníase en gran veneración esta tumba en el siglo XVI por creerse estaban guardadas en ella cuerpos santos, que Morales supone habían sido ya extraídos de allí para colocarlos en lugar más decoroso.

Temeroso Bermudo II de que Almanzor en la campaña de 986 se apoderara de la capital de la monarquía, hizo trasladar á esta basílica las cenizas de los reyes y príncipes sepultados en León, Astorga y otros lugares, para evitar su profanación por los árabes. Trajeron los cuerpos reales en siete cajas de madera, las cuales, no habiendo bastante espacio dentro del panteón, fueron colocadas delante en el cuerpo de la iglesia. La primera arca (techa), situada en el centro de la nave, contenía los restos de Alfonso III y su esposa Gimena; la segunda, y á la derecha, Ordoño II con sus mujeres Munia Domna y Sancha; la tercera, Ramiro II, Sancho I y Teresa26, y Ordoño III y Elvira; la cuarta, Fruela II y Munia Domna; la quinta, la reina Elvira, llamada la Casta; la sexta, más alta que las demás, guardaba las cenizas de la Teresa esposa de Ramiro II; y por fin la séptima, que estaba dentro del panteón junto á la tumba de Alfonso II, contenía los huesos de los príncipes y princesas que no habían llevado el cetro27. Después de la derrota y muerte de Almanzor y de su

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hijo Abdulmelic, pasados los temores de otra invasión, fué repoblada León en 1020 por Alfonso V, y entonces volvieron á esta ciudad la mayor parte de los cuerpos reales; pero no á sus vacías tumbas, sitio al panteón del cementerio de San Juan que aquel monarca, como hemos dicho, levantara para su enterramiento, restaurado pocos años después por Fernando I. En un cubo de la muralla antigua que formaba parte del atrio ó cementerio, yacen hoy las cenizas de Ramiro II, Sancho I, Ordoño III y su segunda esposa Elvira, Ramiro III y Urraca y Alfonso IV, cuyas cenizas no fueron llevadas á Asturias, dejándolas expuestas á ser profanadas por los árabes en San Julián de Rioforco. Ordoño II volvió á ocupar su tumba en la iglesia catedral por él fundada, y cuando más adelante se levantó la actual basílica por el magnífico don Manrique de Lara, se le trasladó al bello sepulcro mural que hoy se contempla detrás del altar mayor. Quedaron en el panteón de Oviedo para siempre las reinas Gimena, Munia, Urraca, Elvira, Teresa, el rey Froila II, y aquel ilustre príncipe, émulo de Pelayo, y Alfonso el Casto, conquistador de Toro y Zamora, de Viseo y Coimbra, el último y más glorioso de los monarcas de Asturias, conocido en la Historia con el nombre de Alfonso III el Magno.

Cudillero, 20 de Mayo de 1887.





 
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