Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
IndiceSiguiente


Abajo

La Psicología del Razonamiento

Investigaciones experimentales por el hipnotismo

Alfred Binet






ArribaAbajoCapítulo I

Definición de la percepción


Ya se sabe las modificaciones profundas que ha sufrido, hace algunos años, la teoría de la prueba, establecida por Aristóteles y considerada durante dos mil años como una verdad indiscutible. ¿Qué es una prueba, según los lógicos antiguos? Un silogismo; es decir, un grupo de tres proposiciones, en que la primera es general. En el silogismo: «Todos los hombres son mortales; Pablo es hombre, luego Pablo es mortal»; la conclusión particular de que Pablo, que vive actualmente, está sometido a la muerte, se prueba por la mayor «todos los hombres son mortales», porque está contenida en la mayor. Este es el nervio de la prueba: el caso particular se considera probado cuando está contenido en el caso general, como un círculo pequeño en otro círculo mayor1, y, por consiguiente, el razonamiento es falso siempre que la conclusión no esté contenida en las premisas. Stuart Mill ha sido el primero que demostró que si fuese realmente así, si la conclusión estuviese contenida en las premisas, el razonamiento no serviría para nada, no enseñaría nada; no sería un instrumento de descubrimiento, sino una repetición, bajo otra forma, de un conocimiento ya adquirido, es decir, «una solemne futileza». La única operación útil consiste en relacionar un hecho con un segundo hecho no contenido en el primero.

Sin embargo, se admite que el razonamiento nos suministra todos los días el conocimiento de verdades nuevas. Aprendemos una verdad nueva cuando descubrimos que Pablo es mortal, y la descubrimos por virtud del razonamiento, pues viviendo Pablo todavía, no hemos podido aprenderla por la observación directa2. Así, Stuart Mill ha reemplazado la teoría escolástica y puramente nominal de la prueba, por otra teoría, enteramente positiva. Le ha bastado observar que la mayoría del silogismo peripatético no es una proposición general, o por lo menos, que la proposición general no es la prueba de la conclusión. Si tenemos derecho a afirmar que Pablo es mortal, es porque Juan, Tomás y Compañía han muerto; es porque todos los antepasados de Pablo y todos sus contemporáneos han muerto. Estos hechos numerosos, pero siempre particulares, son las verdaderas premisas del razonamiento, las verdaderas pruebas de la conclusión; de modo que la conclusión no está contenida en las premisas; es distinta de ellas; las agrega alguna cosa.

Esta concepción tan justa, tan sencilla, tan natural, explica cómo el razonamiento constituye un desarrollo del conocimiento pues toda inferencia va de lo particular a lo particular, y añade así hechos nuevos no observados a los hechos ya conocidos. Pero este punto de vista ha hecho surgir un problema que todavía no se había planteado y que hasta ahora ha quedado sin solución. ¿Cómo puede un hecho particular probar otro hecho particular? La antigua teoría del silogismo tenía el mérito de hacer comprender, aunque por una comparación burda, de qué manera se demostraba la conclusión. Se demostraba porque estaba contenida en una verdad más general, por un fenómeno análogo al contenido de los gérmenes, y todo el esfuerzo del espíritu al razonar tendía a sacar, a hacer salir, a extraer estas conclusiones de las premisas en que estaban contenidas como en grandes cajas. Pero desde el momento en que hay que dejar de considerar los términos contenido; unos en otros y en que los círculos de Euler no representan ya las operaciones del espíritu, es necesario encontrar una nueva teoría de la demostración.

Hemos pensado que se llegaría quizá a resolver este problema estudiando el razonamiento en una de sus formas que es más accesible que cualquier otra al método experimental la percepción de los objetos exteriores.

El razonamiento de la percepción exterior pertenece a la clase de los razonamientos inconscientes. Pero concedemos poca importancia a este carácter, porque no hay, en realidad, más que un modo de razonar, y el estudio del razonamiento inconsciente nos conducirá a conclusiones que se aplican a todas las especies de razonamiento. Estas conclusiones son: que el elemento fundamental del espíritu es la imagen; que el razonamiento es una organización de imágenes, determinado sólo por las propiedades de las imágenes, y que, finalmente, basta que éstas se pongan en presencia para que se organicen y surja el razonamiento con la fatalidad de un reflejo. Con objeto de sacar a plena luz esta conclusión general, dejaremos a un lado sistemáticamente todos los desarrollos accesorios cuyos motivos abundan en un asunto como el nuestro.

La palabra percepción es bastante vaga. Los médicos confunden, en general, la percepción con la sensación; dicen que un enfermo ha perdido la percepción del rojo o del azul, queriendo hablar de las sensaciones de estos colores. Hume llamaba percepción a todos los estados de conciencia. En nuestros días, ciertos psicólogos entre otros M. Janet, definen la percepción como el acto por el cual el espíritu distingue e identifica sensaciones. En este libro aceptaremos la definición de los psicólogos ingleses3, y designaremos por percepción el acto que se verifica cuando nuestro espíritu entra en relación con los objetos exteriores y presentes.

Para el sentido común, la percepción es un acto sencillo, un estado pasivo, una especie de receptividad. Percibir un objeto exterior, por ejemplo, la mano, es sencillamente tener conciencia de las sensaciones que produce el objeto en nuestros órganos. Sin embargo, algunos ejemplos bastarán para demostrar que en toda percepción el espíritu se agrega constantemente a las impresiones de los sentidos. Todo el mundo sabe que entendemos claramente la letra de un canto conocido, mientras que con frecuencia no distinguimos la de otro desconocido, aun cuando los dos cantos sean de la misma voz, cosa que prueba bien lo que contribuye el espíritu. En lugar de buscar ejemplos, se pueden crear pruebas. Wundt y sus alumnos han hecho algunos experimentos con este motivo. Si ilumina un dibujo desconocido un grabado, por una serie de chispas eléctricas, y se observa que la percepción de ese dibujo, muy confusa a las primeras chispas, se hace cada vez más clara, la impresión producida sobre la retina es, sin embargo, la misma en todas las chispas; pero cada vez la percepción se completa, se precisa, gracias al recuerdo formado en el espíritu por las percepciones anteriores4. Se podrían añadir algunos otros ejemplos, sacados de la percepción del espacio, cuya naturaleza compleja y derivada conocemos desde Berkeley.

La percepción es, pues, un estado mixto, un fenómeno cerebro-sensorial formado por una acción sobre los sentidos y una reacción del cerebro. Se puede comparar con un reflejo, cuyo período centrífugo, en lugar de manifestarse al exterior por movimientos, se gastase en el interior, despertando asociaciones de ideas. La descarga sigue un canal mental en lugar de seguir un canal motor.

Pero la psicología exige más precisión. No basta decir que en toda percepción hay sensaciones, y algo más que el espíritu agrega a las sensaciones. ¿Cuál es la naturaleza de este suplemento? Nada responde mejor a esta pregunta que el estudio de las ilusiones de los sentidos. Se sabe hoy día que, en las ilusiones de los sentidos, el error no es imputable al órgano sensitivo, como creían los antiguos, sino al espíritu. La ilusión es un fenómeno mixto, compuesto, como la percepción sensorial de que es una imitación, por el concurso de los sentidos y del espíritu; las impresiones de los sentidos son siempre lo que deben ser, dada la naturaleza del excitante exterior y el estado del órgano sensitivo. En el concurso del espíritu, en la interpretación de las sensaciones es donde radica el error. Ahora bien; el examen de algunas ilusiones bastará para mostrar en qué consiste este concurso del espíritu, y qué es lo que hay que entender por una interpretación de las sensaciones.

Uno de mis amigos, hoy profesor de Facultad, me ha contado esta historia de su juventud: Una noche que viajaba solo, a pie, por una región poblada de grandes bosques, vio en un claro una gran hoguera. Después, inmediatamente después, alrededor de este fuego, vio un campamento de gitanos. Allí estaban, con su cara bronceada, tendidos en tierra y haciendo cocer el puchero. La noche era obscura y el sitio muy aislado. Nuestro joven perdió la cabeza, y, esgrimiendo el bastón que llevaba en la mano, se precipitó con furor en el campo de los bohemios. Un instante después se encontraba en medio de un pantano, apretando convulsivamente entre sus brazos un tronco de árbol y sintiendo la frescura del agua que le subía hasta media pierna. Vio entonces un fuego fatuo que revoloteaba por la superficie del pantano; este punto brillante había sido el punto de partida de su ilusión sensorial.

A otro de mis amigos, el Dr. G. A., debo el relato siguiente: Un día que subía por la calle de Monsieur-le-Prince, en París, creyó leer en la vidriera de un restaurant las dos palabras: «verbascum thapsus». Ya se sabe que este es el nombre científico de una escrofularínea de nuestro país, que se llama vulgarmente bouvillon blanc (cocido blanco) en francés, gordolobo en español. Mi amigo había pasado los días anteriores preparando un examen de historia natural; su memoria estaba todavía recargada con todos los nombres latinos que hacen tan fastidioso el estudio de la botánica. Sorprendido por la inscripción que acababa de ver, volvió sobre sus pasos para cerciorarse de su exactitud, y, entonces vio que el rótulo del restaurant sólo tenía la palabra cocido. Esta palabra había sugerido en su espíritu la de cocido blanco que, a su vez, había sugerido la de verbascum thapsus.

Estos son dos ejemplos tópicos. Nos enseñan de qué clase es el elemento que el espíritu agrega a la sensación en la percepción de los objetos exteriores. Este elemento se debe parecer extraordinariamente a las sensaciones, puesto que no se le distingue de ellas. El joven que atraviesa un bosque, cree realmente ver ante él una cuadrilla de gitanos; toda esta fantasmagoría sale de un cerebro a quien hace delirar el miedo; es un fenómeno psíquico que, cualquiera que sea su naturaleza, está muy cerca de la sensación, puesto que hace el oficio de ella. Igualmente el Dr. A. cree ver escritas en la puerta de un restaurant palabras que sólo existen en su espíritu; para que esta confusión sea posible, es necesario una vez más que el espíritu tenga el poder de producir, de fabricar y de exteriorizar ciertos simulacros que se parecen a las sensaciones de un modo notable.

Estas pseudo-sensaciones han atraído la atención especial de los psicólogos desde hace algunos años. En Alemania se las llama representaciones. En Francia, el término que ha prevalecido es el de imágenes; de este es del que nos serviremos.

El final de esta pequeña introducción será una definición de la percepción sensorial. La percepción es el proceso mediante el cual el espíritu completa una impresión de los sentidos, con un acompañamiento de imágenes.

Comenzaremos por estudiar las imágenes. Su papel es de los más importantes; en muchos casos borran casi completamente la conciencia de las sensaciones que les han dado origen; esto es lo que ha permitido a Helmholtz comparar la percepción de los objetos exteriores con una interpretación de signos. Los signos son las sensaciones; nuestro espíritu no les concede más que la atención justa para sacar su sentido. La percepción del mundo exterior es como la lectura de un libro; preocupado por el sentido, se olvidan los caracteres escritos inmediatamente después de haberlos visto. Muchos ejemplos interesantes dan fe de esta indiferencia por las sensaciones. Ordinariamente vemos los árboles y los bosques lejanos de un color verde, y las líneas de montañas de un color gris azulado; el gris azulado es para nosotros el color de lo lejos. Pero si cambiando las condiciones de la observación miramos el paisaje por debajo de los brazos o por entre las piernas, en seguida los colores pierden sus relaciones con las distancias de los objetos, aparecen puras, con sus matices verdaderos. Entonces reconocemos que el gris azulado de lo lejos es con frecuencia un violeta bastante saturado; que el verde de la vegetación se transforma insensiblemente en este violeta, pasando por el verde azulado, y así sucesivamente (Helmholtz). La diferencia proviene de que, en estas condiciones, las sensaciones se aprecian en sí mismas y no como signos, que sólo tienen importancia por las imágenes que suscitan.

Pasemos al estudio de estas imágenes.




ArribaAbajoCapítulo II

Las imágenes



- I -

No es nuestra intención dar aquí una teoría completa de las imágenes; es un ensayo que nos parece prematuro; en muchos respectos, la cuestión no está madura. Pero no podemos dejar de consagrar algunas páginas al estudio de estos interesantes fenómenos, porque el conocimiento de la naturaleza de las imágenes no puede menos de aclarar el problema del mecanismo del razonamiento. En suma, las imágenes constituyen, con las sensaciones, los materiales de todas nuestras operaciones intelectuales; la memoria, el razonamiento, la imaginación, son actos que consisten, en último resultado, en agrupar y coordinar imágenes, en enterarse de sus relaciones y formadas y en reunirlas en relaciones nuevas. «De igual modo que el cuerpo, es un polípero de células -ha dicho M. Taine-, el espíritu es un polípero de imágenes.»

Desde no hace mucho tiempo parece que se está de acuerdo sobre la naturaleza psicológica de las imágenes. Es cierto que algunos autores antiguos habían visto ya lo que ha pasado inadvertido para muchos de nuestros contemporáneos. Aristóteles decía que no se puede pensar sin una imagen sensible. Pero a muchos espíritus ilustrados les repugnaba admitir que el pensamiento necesitase signos materiales para ejercitarse. Les parecía que esto sería hacer una concesión al materialismo. En 1865, en la época en que hubo una gran discusión sobre las alucinaciones en el seno de la Sociedad médico-psicológica, el filósofo Garnier y alienistas eminentes, como Baillarger, Sandras y otros, sostenían todavía que un abismo infranqueable separa la concepción de un objeto ausente o imaginario -en otros términos, la imagen- y la sensación real producida por un objeto presente; que estos dos fenómenos difieren, no sólo en grado, sino en naturaleza, y que se parecen, todo lo más, como «el cuerpo y la sombra». Es curioso hacer una comparación entre la opinión de estos autores y las respuestas que Galton obtuvo en otro tiempo de un gran número de sabios, cuando comenzó su vasta investigación sobre las imágenes mentales (Mental Imagery). En un cuestionario que hizo circular, preguntaba si se tenía el poder de representarse mentalmente, por una especie de visión interna, los objetos ausentes -tomaba un ejemplo muy inglés: el aspecto del almuerzo servido-, y si esta representación, enteramente subjetiva tenía caracteres comunes con la visión externa. Al paso que las personas poco instruidas y las mujeres le suministraron respuestas muy interesantes sobre la naturaleza de la visión mental, los sabios a quienes se dirigió se negaron a creer en esta facultad, que les parecía una simple figura de lenguaje.

Las cosas han cambiado desde aquella época. Psicólogos y fisiólogos -MM. Taine y Galton en primera fila5- han trabajado para fijar la naturaleza de las imágenes, el lugar que ocupan en el cerebro, sus relaciones con las sensaciones. Han demostrado que cada imagen es una sensación que renace espontáneamente, en general más sencilla y más débil que la impresión primitiva, pero capaz de adquirir, en condiciones dadas, una intensidad tan grande que se cree continuar viendo el objeto exterior. En las obras especiales se encontrará la demostración completa de estas verdades, que en nuestros días han concluido por hacerse vulgares; ya no sirven más que para objeto de los tratados psicológicos de segundo orden. Notemos de paso que esta teoría de la imagen no tiene nada de materialista; compara la imagen con la sensación y hace de ella una sensación conservada y reproducida. Ahora, ¿qué es la sensación? No es un hecho material; es un estado de conciencia, como una emoción o un deseo. Si nos inclinamos a ver en la sensación un hecho material, es porque tiene un correlativo fisiológico muy aparente: la excitación producida por el objeto exterior en el órgano de los sentidos y transmitida al cerebro. Pero se sabe que todos los fenómenos del espíritu van acompañados, de un fenómeno fisiológico. Esta es la ley. Desde este punto de vista, la sensación y la imagen no difieren de los demás estados de conciencia.

El desarrollo de las imágenes es muy variable. Varía, según Galton, con las razas. «Los franceses -dice- parecen poseer este don, como lo prueba su talento para organizar las ceremonias y las fiestas, su aptitud para la estrategia y la claridad de su lenguaje; figurez vous es una expresión que se repite con frecuencia en francés.» La edad y el sexo parecen ser de igual importancia. El poder de visualizar está más desarrollado en los niños que en los adultos, en las mujeres que en los hombres. Probablemente hay niños -dice Galton- que pasan años enteros de dificultades para distinguir el mundo objetivo del mundo subjetivo -es decir, las sensaciones de las imágenes.

Pero importa, ante todo, distinguir las diferentes especies de imágenes, que son tan numerosas como las diferentes especies de sensaciones. Cada sentido tiene sus imágenes; las hay, por consiguiente, visuales, auditivas, táctiles, motoras, etc. Cuando ejercemos nuestra memoria sobre un objeto, podemos emplear acumuladamente todas estas clases de imágenes, o no recurrir más que a una especie. Cada persona tiene sus hábitos, que se derivan de la naturaleza de su organismo.

Hay, pues, que distinguir muchas variedades de individuos, muchos tipos6. La experiencia vulgar ha hecho desde hace mucho tiempo esta distinción en lo que se refiere a la memoria; se ha reconocido que en el hombre mismo hay con frecuencia una desigualdad natural entre las diversas formas de la memoria: una persona se acuerda sobre todo de los sonidos, otra de los colores, una tercera de las cifras y de las fechas, etc. La Patología ha confirmado la independencia de estas memorias parciales, mostrando que pueden desaparecer algunas dejando intactas a las otras. Así es como un hombre puede perder sólo la memoria de las palabras, u olvidar una sola lengua, o verse privado solamente de su memoria musical, etc. M. Ribot ha hecho un estudio muy completo de las amnesias parciales.

Así estamos ya preparados para el estudio de los tipos sensoriales. Hay que comprender que esta desigualdad de las clases de memoria obedece a una causa más general, a la desigualdad de las clases de imágenes; que los individuos que tienen buena memoria visual, por ejemplo, son aquellos en que predominan las imágenes visuales y que, por consiguiente, no es sólo la memoria visual la que sobresale en ellos, sino también el razonamiento individual, la imaginación visual, etc., etc. Se les puede llamar visuales. De aquí muchos tipos, caracterizados por el predominio de un orden de imágenes en los hábitos del espíritu.

Uno de los tipos más comunes es, sin disputa, el tipo indiferente. Las personas que forman parte de él no tienen ninguna clase de imágenes más desarrollada que las demás. Cuando tratan de recordar a un individuo, ven en su espíritu la forma y el color de su cara con tanta claridad como oyen el sonido de su voz. La memoria visual es igual a la memoria auditiva; estas dos memorias pueden, por otra parte, estar muy desarrolladas o haber quedado en estado rudimentario; pero en todo caso tienen el mismo valor. El indiferente emplea también en proporción igual las diversas clases de imágenes en sus razonamientos, en sus imaginaciones, en sus sueños. Este tipo es quizá el más frecuente; es el tipo normal, al que hay que tratar de aproximarse, porque supone un desarrollo armonioso de todas las funciones sensoriales.

Al lado del tipo indiferente hay que poner el tipo visual, que es también muy común. Un gran número de personas usan casi exclusivamente imágenes visuales; por ejemplo, si piensan en un amigo, ven su cara y no oyen su voz; cuando tratan de aprenderse de memoria una página de un libro, se graban en la memoria la imagen visual de la página con sus caracteres y, al recitarla de memoria, tienen ante los ojos de su espíritu esta imagen y la leen. Cuando recuerdan un aire musical, ven claramente, por el mismo procedimiento, las notas de la partitura. Pero no sólo su memoria es visual, lo son todas sus demás facultades; cuando razonan o hacen obrar a la imaginación, se sirven únicamente de imágenes visuales. El desarrollo exclusivo del espíritu en un solo sentido, permite al visual llevar a cabo operaciones que son tours de force. Hay jugadores que, con los ojos cerrados y con la cabeza vuelta hacia la pared, siguen una partida de ajedrez. Claro es -dice M. Taine- que a cada jugada se les presenta como en un espejo interior la figura entera del tablero con el orden de las diversas piezas; sin lo cual, no podrían prever las consecuencias de la jugada que acaban de hacerles o de la que van a hacer. Dos amigos que tenían esta facultad, jugaban con frecuencia partidas de ajedrez mentales paseándose por los muelles y por las calles. Galton nos refiere que una persona conocida suya tiene el hábito de calcular con una regla de calculo imaginaria, de la que lee mentalmente la parte que necesita para cada una de sus operaciones. Muchos oradores tienen su manuscrito colocado mentalmente ante los ojos cuando hablan en público. Un hombre de Estado aseguraba que sus dificultades de palabra en la tribuna, provenían de que le perturbaba la imagen de su manuscrito con tachados y correcciones. Algunos pintores, dibujantes, escultores, después de haber considerado atentamente un modelo, pueden hacer su retrato de memoria: Horacio Vernet y Gustavo Doré poseían esta facultad. Un pintor copió un día de memoria un Martirio de San Pedro, de Rubens, con una exactitud que engañaría a los inteligentes. Un pintor inglés, citado por Wigan, pintaba un retrato entero, después de una sola sesión de modelo. Tomaba al hombre en su espíritu, le colocaba mentalmente, en la silla y siempre que miraba a la silla veía a la persona sentada. Poco a poco se verificó una confusión en su espíritu; sostenía que el modelo estaba colocado realmente, y finalmente, se volvió loco.

Este es el peligro de esta hipertrofia de la imagen visual. Los que gozan de una visualización tan intensa son semi-alucinados, y se puede asegurar que llegarán un día a la alucinación completa. Agreguemos que es muy probable que los visuales estén especialmente predispuestos a las alucinaciones de la vista y, por consiguiente, a las clases de delirio cuyo síntoma son alucinaciones de la vista. Según esta teoría, un visual puro no llegará nunca a ser un perseguido, porque en el delirio de las persecuciones sólo se encuentran, en general, según la observación de Lasègue, alucinaciones del oído. El perseguido no ve a sus perseguidores, no hace más que oírlos. Más adelante veremos que existe una señal objetiva que permite reconocer si un individuo pertenece o no al tipo visual.

Las personas que pertenecen al tipo visual puro, están expuestas, además, a un grave peligro; cuando por uno de esos accidentes que los patólogos estudian en estos momentos con ardor, llegan a perder su facultad de visión mental, lo pierden todo a la vez; les es imposible, o por lo menos extraordinariamente difícil, apelar a las demás imágenes que han quedado en estado rudimentario. El tipo indiferente está en una situación mucho mejor; lo que pierde por parte de la vista, por ejemplo, lo recobra por parte del oído; las diferentes clases de imágenes se complementan entre sí.

M. Charcat ha referido en una de sus lecciones clínicas un caso patológico interesante, que saca a la luz la existencia del tipo visual y muestra la especie de desorden que se produce en estos individuos cuando pierden su facultad de visión mental. A continuación reproducimos, abreviándola un poco, la observación publicada por M. Bernard. (Progrès médical, 21 Julio 1883.)

«M. X..., negociante de A..., es natural de Viena, muy instruido, conoce perfectamente el alemán, el español, el francés y también el latín y el griego clásico. Hasta el comienzo de la afección que le ha llevado junto al profesor M. Charcot, leía a libro abierto las odas de Homero. Sabía el primer libro de la Iliada, hasta el punto de que continuaba sin vacilar un pasaje cuyo primer verso se le hubiese dicho.

»Su padre, profesor de lenguas orientales en L..., posee también una memoria de las más notables. Lo mismo ocurre con su hermano, profesor de Derecho en W..., y con una de sus hermanas, pintora distinguida; su propio hijo, de siete años de edad, conoce ya perfectamente las más insignificantes fechas históricas.

»M. X... gozaba, todavía hace un año, de una memoria igualmente notable. Como la de su padre y la de su hijo, era sobre todo una memoria visual. La visión mental le daba al primer llamamiento la representación de los rasgos de las personas, la forma y el color de las cosas con tanta claridad e intensidad como la realidad misma, según asegura.

»Si buscaba un hecho, o una cifra citadas en su correspondencia, voluminosa y escrita en varias lenguas, los encontraba en seguida en las cartas mismas que se le aparecían con su contenido exacto, con los menores detalles, irregularidades y correcciones de su redacción.

»¿Quería recitar una lección cuando estaba en el colegio, o un trozo de un autor favorito más tarde? Dos o tres lecturas habían fijado en su memoria las páginas con sus líneas y sus letras y recitaba, leyendo mentalmente, el pasaje deseado, que al primer esfuerzo se le presentaba con una gran claridad.

»M. X... ha viajado mucho. Le gustaba sacar croquis de los lugares y las perspectivas que le habían chocado. Dibujaba bastante bien. Su memoria le ofrecía, cuando quería, los panoramas más exactos. Si recordaba una conversación, una resolución o una palabra dada, el lugar de la conversación, la fisonomía del interlocutor, la escena entera, en una palabra, de la que sólo buscaba un pormenor, se le aparecía en todo su conjunto.

»La memoria auditiva ha faltado constantemente a M. X..., o por lo menos nunca ha aparecido en él más que en segundo término. Entre otras cosas, nunca ha tenido ningún gusto por la música.

»Le sobrevinieron preocupaciones graves hace año y medio, a propósito de créditos importantes cuyo pago le parecía inseguro. Perdió el apetito y el sueño; el final no justificó sus temores. Pero la emoción había sido tan viva, que no se calmó, como esperaba, y un día M. X... se asombró bruscamente al ver en él un cambio profundo. Lo primero fue un completo desorden: se había producido un contraste violento entre su nuevo estado y el estado antiguo. M. X... se creyó por un instante amenazado de enajenación mental, por lo nuevas y extrañas que le parecían las cosas alrededor de él. Se había hecho nervioso e irritable. En todo caso, la memoria visual de las formas y de los colores había desaparecido, como no tardó en notar, y esto le tranquilizó sobre su estado mental. Por otra parte, reconoció poco a poco que podía, por otros medios, invocando otras formas de la memoria, continuar dirigiendo bien sus negocios comerciales. Hoy ha tomado su partido sobre esta nueva situación, de la que es fácil deducir la diferencia con el estado primitivo de M. X... descrito anteriormente.

»Cada vez que M. X... vuelve a A..., de donde le alejan frecuentemente sus negocios, le parece entrar en una ciudad desconocida. Contempla con asombro los monumentos, las calles, las casas, como cuando fue allí por primera vez. París, donde no ha estado menos veces, le produce el mismo efecto. Sin embargo, el recuerdo vuelve poco a poco, y en el laberinto de las calles acaba por encontrar su camino con bastante facilidad. Si se le pide que describa la plaza principal de A..., sus arcos, su estatua, dice: «Sé que eso existe; pero no puedo representármela ni decir rada de ella.» En otro tiempo ha dibujado muchas veces la rada de A..., y hoy trata en vano de reproducir sus líneas principales, que se le pierden por completo.

»El recuerdo visual de su mujer y de sus hijos es imposible. Ya no los reconoce al principio, ni más ni menos que la rada y las calles de A..., y aun cuando está en presencia de ellos y ha llegado a reconocerlos, le parece ver nuevos rasgos, nuevos caracteres en su fisonomía.

»Llega hasta a olvidarse de su propia fisonomía. Hace poco, en una galería pública, ha visto que le cortaba el paso una persona a quien iba a pedir sus excusas y que no era otra cosa que su propia imagen reflejada por un espejo.

»Durante nuestra conversación, M. X... se lamenta vivamente en diferentes ocasiones de la pérdida visual de los colores. Parece más preocupado de esto que de lo demás: «Tengo la más completa seguridad de que mi mujer tiene el pelo negro. Para mí hay una perfecta imposibilidad de encontrar este color en mi memoria, tan completa como la de imaginarme su persona y sus facciones.»

»Por lo demás, esta amnesia visual se extiende lo mismo a las cosas de la infancia que a las más recientes. M. X... no sabe ya nada visualmente de la casa paterna. En otro tiempo este recuerdo lo tenía muy presente y lo evocaba a menudo.

»El examen del ojo ha sido completamente negativo. M. X... está atacado de una miopía bastante fuerte de -7 D. Este es el resultado del examen de las funciones oculares de monsieur X..., hecho con el mayor cuidado por el doctor Parinaud, en el gabinete oftalmológico de la clínica. No hay lesiones oculares ni perturbaciones funcionales que se puedan observar objetivamente, a no ser un ligero debilitamiento de la sensibilidad cromática, que interesa igualmente a todos los colores.

»Añadiremos que ningún síntoma somático ha precedido, acompañado ni seguido a este decaimiento de la memoria visual observado en nuestro enfermo.

»Hoy M. X..., como hace casi todo el mundo, debe registrar las copias de las cartas para encontrar los informes que desea y debe hojearlos antes de llegar al sitio que busca.

»Ya sólo se acuerda de algunos primeros versos de la Iliada, y la lectura de Homero, de Virgilio, de Horacio, sólo se hace, por decirlo así, a tientas.

»Pronuncia a media voz las cifras que suma y no procede más que por pequeños cálculos parciales.

»Cuando evoca una conversación, cuando quiere recordar un asunto tratado ante él, conoce que a quien hay que consultar, no sin esfuerzos, es a la memoria auditiva. Las palabras, las frases que recuerda, le parece que resuenan en su oído, sensación completamente nueva para él.

»Desde este gran cambio efectuado en él, M. X..., para aprender de memoria alguna cosa, una serie de frases por ejemplo, debe leer en voz alta muchas veces estas frases e impresionar así su oído, y cuando repite más tarde lo aprendido, tiene la sensación muy clara de la audición interior, que precede a la emisión de las palabras, sensación que no conocía en otro tiempo7.

»Un detalle interesante es el de que, en sus sueños, M. X..., no tiene ya como antes la representación visual de las cosas. Sólo le queda la representación de las palabras, y éstas pertenecen casi exclusivamente a la lengua española.»

El tipo auditivo nos parece que es más raro que los tipos anteriores; se reconoce por los mismos caracteres distintivos; las personas de este tipo se representan todos sus recuerdos en el lenguaje del sonido; para recodar una lección, graban en su espíritu, no el aspecto visual de la página, sino el sonido de sus palabras. En ellos el razonamiento es auditivo, como la memoria; por ejemplo, cuando hacen una suma mental, se repiten verbalmente los nombres de las cifras y suman los sonidos, en cierto modo sin tener una representación del signo gráfico. La imaginación toma también la forma auditiva. Cuando yo escribo una escena -decía Legouvé a Scribe- oigo; usted, ve; a cada frase que escribo, impresiona mi oído la voz del personaje. En usted, que es el teatro mismo, los actores andan, se mueven ante su vista; yo soy oyente, usted espectador. -Nada más cierto dijo Scribe-; ¿sabe usted dónde estoy cuando escribo una obra? En medio de las butacas.» Citado por Bernard, De l'Aphasie, pág. 50. Claro es que como el auditivo puro sólo trata de desarrollar una de sus facultades, puede llegar, como el visual, a verdaderos tours de force de memoria; por ejemplo, Mozart escribiendo de memoria, después de dos audiciones, el Miserere de la capilla Sixtina; Beethoven, sordo, componiendo y repitiéndose interiormente sinfonías enormes. En cambio, el auditivo se expone, como el visual, a graves peligros; porque si pierde las imágenes auditivas se queda sin recursos; es una quiebra completa.

Es posible que los alucinados del oído y los individuos atacados del delirio de la persecución pertenezcan al tipo auditivo y que el predominio de un orden de imágenes cree una predisposición a un orden correspondiente de alucinaciones -y quizá también de delirio.

Nos queda que hablar del tipo motor, que es quizá el más interesante de todos y que es, con mucho, el menos conocido. Las persoras que pertenecen a este grupo, los motores, como se dice, usan para la memoria el razonamiento y todas las demás operaciones intelectuales, las imágenes que se derivan del movimiento. Para comprender bien este punto importante, bastará recordar que «todas nuestras percepciones, y en particular las importantes, las de la vista y el tacto, contienen, como elementos integrantes, movimientos del ojo y de los miembros y que si el movimiento es un elemento esencial cuando vemos realmente un objeto, debe representar el mismo papel cuando vemos el objeto idealmente8.» Por ejemplo, la impresión compleja de una bola que está en nuestra mano, es la resultante de impresiones ópticas de la vista, del tacto, de adaptaciones musculares del ojo, de movimientos de los dedos y de las sensaciones musculares que resultan de ellos9. Cuando pensamos en la bola, esta idea debe comprender las imágenes de estas sensaciones musculares, como comprende las imágenes de las sensaciores de la vista y del tacto. Esta es la imagen motora. Si no se ha reconocido antes su existencia, es porque el conocimiento del sentido muscular es relativamente moderno; no se trataba absolutamente nada de él en la psicología antigua, en que estaba reducido a cinco el número de los sentidos.

Hay personas que se acuerdan mejor de un dibujo cuando han seguido sus contornos con el dedo. Lecoq de Boisbaudran se servía de este medio, en su enseñanza artística, para acostumbrar a sus alumnos a dibujar de memoria: les hacía seguir los contornos de las figuras con un lápiz en la mano a cierta distancia, obligándolos así a asociar la memoria muscular a la memoria visual. Galton refiere un hecho curioso que confirma esto: El coronel Montcraff -dice- ha observado con frecuencia en América del Norte a jóvenes indios que, al visitar por casualidad sus barrios, se interesaban mucho por los grabados que se les enseñaban. Uno de ellos siguió con cuidado el contorno de un dibujo del Illustrated News, con ayuda de su cuchillo, diciendo que, de esta manera, sabría recortarlo mejor al volver a su casa. En este caso, la imagen motora de los movimientos estaba destinada a reforzar la imagen visual; aquel salvaje era un motor.

¿No se debería generalizar este procedimiento y aplicarlo a la educación? Es probable que el niño aprendiese más pronto a leer y a escribir si se le ejercitaba en trazar los caracteres al mismo tiempo que a deletrearlos. Es un prejuicio creer que no se pueden hacer bien dos cosas a la vez. Haciendo que vayan juntas la lectura y la escritura, se obligaría a las dos memorias, visual y motora, a asociarse y a ayudarse como dos caballos enganchados al mismo coche.

La imagen motora entra como elemento esencial en un gran numero de combinaciones mentales, aunque a menudo no se nota su presencia. La memoria de un movimiento tiene por base imágenes motoras; cuando se destruyen estas imágenes, se pierde el recuerdo del movimiento, y en ciertos casos lo más curioso es que se pierde la aptitud para ejecutarlo. La patología nos da muchos ejemplos de ello en la afasia motora, en la agrafía, etc. Tomemos el caso de la agrafía: un hombre instruido que sabe escribir pierde de repente, bruscamente, a consecuencia de accidentes cerebrales, la facultad de escribir; su brazo y su mano no están absolutamente nada paralizados, y, sin embargo, no puede escribir. ¿De qué proviene esta impotencia? Él mismo lo dice: de que ya no sabe. Ha olvidado cómo hay que hacer para trazar las letras; ha perdido la memoria de los movimientos que hay que ejecutar; ya no tiene las imágenes motoras que dirigían su mano cuando se ponía a escribir en otro tiempo. Gracias al hipnotismo, se pueden variar los ejemplos de estas parálisis sistemáticas que no atacan más que a una clase particular de movimientos, dejando intactos a los demás, y al brazo completamente libre. Así es como se puede hacer perder a un hipnótico por sugestión la facultad de ejecutar un acto determinado, como fumar, coser, bordar, hacer morisquetas, etc. A menudo hemos insistido sobre las ventajas que ofrece el hipnotismo, desde este punto de vista, para el estudio de la mayor parte de las perturbaciones motoras y sensitivas10.

Otros enfermos, atacados de ceguera verbal, hacen uso precisamente de estas imágenes motoras para suplir lo que les falta por otro lado. Si acumulamos todos estos ejemplos, es porque el asunto es relativamente nuevo; se nos agradecerá el haber reunido algunos hechos que están esparcidos por todos lados, y el tratar de hacer su síntesis. Un individuo atacado de ceguera verbal no puede ya leer los caracteres que se le ponen ante los ojos, aunque la visión esté intacta, o baste para permitir la lectura. Esta pérdida de la facultad de leer es a veces la única perturbación que existe en ciertos momentos; el enfermo así mutilado puede, sin embargo, llegar a leer, pero indirectamente, por medio de un rodeo ingenioso que con frecuencia encuentra él mismo; basta que dibuje los caracteres con el dedo para que llegue a comprender su sentido. ¿Qué se verifica en estas circunstancias? ¿Por qué mecanismo se puede establecer un complemento entre la vista y la mano? La clave del problema nos la da la imagen motora. Si el enfermo, puede leer, en cierto modo, con los dedos, es porque al escribir los caracteres se suministra cierto número de impresiones musculares que son las de la escritura. Para decirlo de una vez: el enfermo lee escribiendo (Charcot); ahora la imagen motora gráfica sugiere el sentido de los caracteres escritos por el mismo motivo que la imagen visual.

Acabamos de ver el lugrar que ocupa la imagen motora en el orden de la vista y en el del movimiento. Su importancia no es menor en el orden del oído. Hay personas para quien la representación de un sonido en el espíritu es siempre una imagen motora de articulación. M. Stricker es de éstos; él mismo es el que primero ha hecho conocer las particularidades de este asunto. He aquí las principales pruebas de que se ha servido: «Cuando formo la imagen de la letra P -dice- se produce en mis labios la misma sensación que si fuese realmente a articularla. Si pienso en la letra R, experimento en la base de la lengua la misma sensación que si quisiera emitir formalmente esta consonante. Esta sensación, en mi opinión, constituye la esencia de la imagen del sonido.» Esta es la primera prueba; la segunda es que no se puede uno representar una letra si se da al mismo tiempo a los músculos que sirven para articularla una posición fija que no les permite entrar en acción. No se puede pensar en la letra B, que es una labial, teniendo la boca completamente abierta, posición que suprime el movimiento de los labios. Finalmente, la tercera prueba es que no se puede tener a la vez la representación de dos letras, por ejemplo, A y U, cuando son los mismos los músculos que sirven para articularla. «El que sea capaz -dice- de representarse simultáneamente, obligando a hacer a su respiración una pausa suficiente, los sonidos A y U, ese tiene el derecho de considerar nula mi teoría. Por lo demás, no necesito apelar al juicio del lector. Semejante simultaneidad es absolutamente imposible, porque los mismos músculos empleados en la formación de la imagen auditiva de A deben servir también a la de U. Ahora bien; yo no podría inervarlas simultáneamente, como sería preciso, de una manera para el sonido A y de otra para el sonido U.»

Para aclarar esto por completo, hay que observar que M. Stricker no se ocupa en estos experimentos de la imagen visual de las letras, es evidente, por ejemplo, que se puede uno representar gráficamente la letra B con la boca abierta; pero no es esta la cuestión. Por representación de la letra, M. Stricker ha querido decir sólo la representación auditiva, la que constituye la palabra interior. Este autor sostiene que lo que se toma por imagen auditiva, es decir, por una repetición debilitada del sonido que se oye cuando una persona pronuncia una letra dada, no tiene nada que ver con el sentido de la audición; es una imagen motora, un comienzo de articulación que se detiene antes de llegar al término.

El trabajo de M. Stricker ha promovido las objeciones de M. Paulhan, que niega absolutamente los hechos expuestos. M. Paulhan ha realizado todos los experimentum crucis planteados por M. Stricker y consigna que puede hacer un gran número de los actos que M. Stricker declara imposibles. «Encuentro -dice- que puedo, pronunciando en alta voz la letra A, representarme mentalmente la serie de las vocales y aun imaginar una frase entera, de aquí deduzco que, si en estas condiciones es decir, estando inervados los músculos que sirven para pronunciar la A, no puede producirse la imagen motora de las otras vocales, deduzco, repito, que la imagen de las otras vocales no es una imagen motora, por lo menos para mí y para los que sienten como yo

¿Qué prueba esta disidencia? Sencillamente que los dos observadores tienen imágenes diferentes y pertenecen a tipos diversos. Seguramente que M. Stricker es un motor; lo es hasta el punto de que ni siquiera concibe que los demás puedan estar constituídos de otro modo. Gracias a la exageración, a la enormidad que el fenómeno presenta en él, ha descubierto un hecho en que nadie se había fijado. Pero como se tienen siempre los defectos de las buenas cualidades, M. Stricker desconoce completamente el papel de la vista y del oído en el recuerdo de las palabras y atribuye todo a la imagen motora. Llega hasta a hacer esta observación asombrosa: «Todavía no he encontrado a nadie que se haya representado el contenido de un artículo de periódico con los caracteres impresos que le acompañan. Se pueden retener de memoria varios artículos, varias frases; pero con palabras que se pronuncia uno interiormente y no con imágenes gráficas de las palabras que se podrían leer en la memoria como en hojas impresas.» Se convendrá en que sería difícil escribir nada más falso. Todos los visuales, y son numerosos, hacen lo que M. Stricker declara imposible. Ahora es la ocasión de observar que, al filosofar, cada uno hace la teoría de su propia naturaleza.

Por otra parte, parece bastante probable que M. Paulhan y los que sienten como él, son auditivos puros o indiferentes. Esta es la solución muy sencilla que conviene dar a este pequeño debate11.




- II -

La teoría de la imagen estaba en el punto en que acabamos de dejarlo, cuando M. Féré y yo hemos emprendido el estudio de este fenómeno12; nos hemos ayudado con los experimentos de hipnotismo, que nos han permitido resolver cierto número de cuestiones que habían quedado pendientes; de estos experimentos que vamos a resumir brevemente, resulta una consecuencia importante referente al lugar de las imágenes. Hasta aquí nos hemos abstenido de definir este lugar; y todavía se podría sostener con ventaja, fundándonos en lo que antecede, que la imagen está simplemente localizada «en el alma» y posee, como se ha dicho, una existencia totalmente elísea. Pero no ocurre así; existen hechos precisos, averiguados, indiscutibles que demuestran que la imagen o más bien el proceso nervioso correspondiente tienen un lugar fijo en el cerebro, que este lugar es el mismo para la imagen y la sensación y que, finalmente, para resumir todo en una fórmula única, la imagen es un fenómeno que resulta de una excitación de los centros sensoriales corticales.

Vamos, pues, a exponer lo que se podría llamar una teoría fisiológica de la imagen, o por lo menos, si la palabra es demasiado pretenciosa, una serie de experimentos que se refieren a la fisiología de la imagen. Estos experimentos se han hecho en el Laboratorio clínico de monsieur Charcot, en la Salpêtrière, en muchachas histero-epilépticas, sumidas en el gran hipnotismo por los procedimientos ordinarios tantas veces descritos13.

Ya se sabe que es posible, durante ciertas fases hipnóticas, y especialmente en el sonambulismo, provocar en los individuos dormidos alucinaciones de todos los sentidos. Estas alucinaciones provocadas son uno de los síntomas psíquicos más conocidos del hipnotismo. El medio que sirve ordinariamente para hacerlos surgir es la palabra. Cuando el individuo esta convenientemente preparado, cuando está a punto, basta decirle con autoridad: ¡Aquí hay una serpiente! para que vea a la serpiente arrastrarse ante él. Esta alucinación es subjetiva, personal del sujeto, y, por consiguiente, fácilmente simulable; pero presenta tan gran número de caracteres objetivos, que no se puede poner en duda su existencia, por lo menos en los casos en que están presentes estos caracteres. Así, no nos detendremos a discutir una vez más la hipótesis de la simulación; se encontraran las pruebas de la sinceridad del fenómeno a medida que avancemos en nuestra exposición.

¿Cómo puede el experimentador provocar alucinaciones con la palabra? ¿Cómo es que el individuo llega a ver una serpiente o un pájaro por el hecho sólo de que se le diga? ¿Se puede explicar este fenómeno? ¿Existe en la vida normal de un individuo en estado de vigilia algún fenómeno análogo? Estas son las preguntas que debe hacerse un psicólogo en presencia de las alucinaciones experimentales. Si promovemos estas cuestiones, es porque, al examinarlas, vamos a mostrar cómo pueden servir para la teoría de las imágenes.

Cuando al hablar con una persona despierta se le habla del color rojo y comprende el sentido de esta palabra, se suscita en su espíritu una imagen, la imagen de lo rojo, en virtud de la asociación entre la palabra y la idea que ha establecido la educación; pero esta imagen que se suscita es generalmente muy débil, muy pálida; apenas se la vislumbra y desaparece, como un comparsa que no hace más que atravesar el escenario. La palabra ha provocado en la persona despierta una visión de lo rojo, pero una visión corta, rápida, defectuosa. Se cuenta que la noche de la ejecución del mariscal Ney, se encontraban algunas personas reunidas en un salón bonapartista, de repente se abrió la puerta, y el criado, equivocando el nombre de uno de los que llegaban, que se llamaba M. Maréchal Aîné, anunció en alta voz: ¡El señor mariscal Ney! A estas palabras, cundió en la reunión un movimiento de terror, y las personas presentes han contado después que, durante un instante, vieron claramente en M. Maréchal la persona de Ney, de carne y hueso, que avanzaba al centro del salón. Aquí estamos cerca de la alucinación sugerida, si es que no es una. Durante el hipnotismo, las alucinaciones que nacen de la palabra del experimentador no reconocen un mecanismo diferente. El experimentador excita con la voz el centro auditivo de su individuo, y una vez despertado este centro, trasmite su excitación al centro visual en virtud de asociaciones dinámicas establecidas anteriormente. La imagen visual surge entonces y se impone con tanta más energía, cuanto que es la única que reina en la conciencia del enfermo; el punto de su cerebro que se excita es el único que reacciona, y, por consiguiente, da su máximum. Pero hagamos abstracción de estas condiciones particulares que dan a la imagen evocada una intensidad tan considerable y la transforman en alucinación. Lo que nos importa establecer es el hecho de que la alucinación sugerida del hipnotismo no es un fenómeno aparte en la historia de la inteligencia; que, por el contrario, existe en estado de germen en las imágenes que pueblan nuestro espíritu durante el estado de vigilia, y que, en definitiva, se puede usar la alucinación como un aumento para estudiar las propiedades de la imagen.

El primer hecho sobre el que llamaremos la atención, desde el punto de vista de la fisiología de la imagen, es el efecto de la acromatopsia o ceguera de los colores. Se sabe que un gran número de histéricos presentan una insensibilidad que se extiende por toda la mitad del cuerpo y le divide verticalmente en dos partes; esta hemianestesia va acompañada casi siempre de anestesias sensoriales más o menos pronunciadas; en el lado insensible el oído está debilitado, la nariz percibe mal los olores y una mitad de la lengua no distingue los sabores de los manjares que se ponen en ella. Pero lo que nos interesa más actualmente es el estado del ojo. Este órgano participa como los demás de la insensibilidad. Muy frecuentemente se observa una disminución concéntrica del campo visual, y, al mismo tiempo, la pérdida o el debilitamiento de una o varias sensaciones de colores, en otros términos, la acromatopsia. Esta pérdida de los colores se verifica según un orden definido. El color que se pierde primero es el violeta; el segundo el verde; este orden es constante en todos los enfermos; con respecto a los demás colores, hay que establecer dos categorías, que son poco más o menos igualmente numerosas; en una, los enfermos pierden sucesivamente el violeta, el verde, el rojo, el amarillo y el azul; en la otra, hay una inversión entre el rojo y el azul, y la serie se representa así: violeta, verde, azul, amarillo, rojo.

Era de interés observar el influjo que podría ejercer la acromatopsia sobre las alucinaciones coloreadas que se sugieren durante el hipnotismo. M. Richer ha sido el primero que observó que si se tiene abierto sólo el ojo acromátopo en un hipnótico, no se le puede sugerir por medio de este ojo ninguna alucinación coloreada. Si el enfermo ha perdido el violeta, es imposible que el violeta entre en sus alucinaciones, y así sucesivamente. He aquí algunos ejemplos de ello:

«Bar, en estado de vigilia, es acromatópsico del ojo derecho. Teniéndole cerrado el ojo izquierdo le hacemos ver una bandada de pájaros. A nuestras preguntas sobre el color de su plumaje, responde que todos son blancos o grises. Si insistimos, afirmándole que se engaña, que unos son azules y otros rojos o amarillos, sostiene que no ve más que pájaros blancos o grises. Pero las cosas cambian si en este momento le abrimos el ojo izquierdo, esté cerrado o no el derecho; en seguida se extasía con la variedad y el brillo de su plumaje, en el que se encuentran reunidos tantos colores.

»Este experimento se ha variado de muchos modos. Con el ojo izquierdo cerrado le enseñamos un arlequín y le pinta todo cubierto de cuadritos blancos, grises o negros. Un polichinela está igualmente vestido de blanco y gris. «Es original -dice- pero no es bonito.» Le abrimos el ojo derecho y en seguida reaparece la noción de los colores y el arlequín y el polichinela se le aparecen pintarrajeados como se tiene costumbre de representarlos14.

La misma regla parece extenderse, como he demostrado, a las alucinaciones espontáneas de la enajenación mental; he observado, al servicio del doctor Magnan, en el Asilo de Santa Ana, una loca histérica que estaba obsesionada continuamente por la imagen de un hombre vestido de rojo. Esta mujer era hemianestésica y acromatópsica izquierda; cuando se le cerraba el ojo derecho continuaba viendo su alucinación con el ojo izquierdo; pero el hombre que se le aparecía ya no era rojo, era gris, y estaba como rodeado por una nube.

Así, la ceguera de un color impide la alucinación, es decir, la imagen de este mismo color. ¿Cómo se explica esto? Muy sencillamente, si consideramos la acromatopsia como un fenómeno cerebral, como una perturbación funcional de las células corticales afectas a las sensaciones de los colores. Desde el momento en que esta perturbación funcional ofrece el mismo obstáculo a la alucinación que a la sensación de un color dado, esto depende verosímilmente de que la sensación y la imagen emplean el mismo orden de elementos nerviosos. En otras palabras, la alucinación se verifica en los centros en que se reciben las impresiones de los sentidos; resulta de una excitación de los centros sensoriales. Lo que decimos de la alucinación se aplica directamente a la imagen.

Se objetará quizá que hay histéricos hipnóticos en los cuales la acromatopsia no impide la sugestión de alucinaciones coloreadas. Pero nos parece fácil explicar esta excepción de la regla. Nos limitaremos a observar que la acromatopsia en los histéricos es un subordinado de la hemianestesia; que esta lesión no tiene nada de definitivo; que es, más bien que una parálisis, una paresia, una pereza de los elementos nerviosos. Estos elementos no responden ya al llamamiento de su estímulo normal, la luz coloreada; pero no hay nada de chocante en que reaccionen cuando son atacados, por otro lado, mediante una excitación que viene de los centros auditivos y que no es otra cosa que la sugestión verbal.

He aquí otros hechos que apoyan la localización de la imagen en el centro sensorial. Un gran número de observaciones reunidas por M. Féré, muestran que hay una relación constante entre la sensibilidad especial del ojo y la sensibilidad general de sus tegumentos. Cuando una lesión cerebral determina perturbaciones sensitivas en los tegumentos del ojo, se encuentran igualmente, a poco que se busquen, perturbaciones visuales, como la acromatopsia, reducciones concéntricas o laterales del campo visual. En la hemianestesia histérica, se observa también una relación entre la sensibilidad de la conjuntiva y de la córnea y la sensibilidad especial del órgano; estas dos sensibilidades están siempre afectadas en igual medida. La interpretación de estos hechos y de otros muchos, demasiado numerosos para citarlos aquí, ha conducido a M. Féré a la conclusión siguiente: Hay en las regiones indeterminadas del encéfalo centros sensitivos comunes a los órganos de los sentidos y a los tegumentos que los recubren15.

Ahora bien; si se examina con cuidado todo lo que ocurre cuando se da una alucinación visual a una hipnótica, se ve que en muchos casos la alucinación modifica la sensibilidad de las membranas externas del ojo. En el estado cataléptico, la conjuntiva y la córnea, fuera del campo pupilar, son generalmente insensibles; pero en cuanto se ha desarrollado la alucinación visual, en P... por ejemplo, la sensibilidad de las membranas externas del ojo vuelve al estado en que está durante la vigilia; no se pueden tocar las membranas con un cuerpo extraño sin provocar reflejos palpebrales16. En la citada M..., la alucinación persiste al despertar durante algunos minutos, produciendo siempre una disestesia de las membranas del ojo, que dura exactamente lo que la alucinación. En la citada Witt..., la alucinación unilateral produce un ligero dolor en el ojo que es el único alucinado: «Parece que tengo arena en este ojo», dice la enferma. Estas tres observaciones parecen demostrar que la alucinación visual, o, de un modo más general, la imagen visual, interesa el centro de la visión.

Pero todavía no hemos entrado en las observaciones más interesantes en este orden de ideas. Nos queda que hablar de los fenómenos cromáticos producidos por las alucinaciones de la vista.

Recordemos ante todo tres experimentos fisiológicos, que son fáciles de ejecutar sin grandes aparatos. Primer experimento: Se toma un cartón dividido en dos partes iguales, una roja y otra blanca y que tenga en su centro un punto destinado a inmovilizar la mirada; si se fija la vista en este punto durante algunos instantes, se ve aparecer en la mitad blanca un color verde. Esto es el contraste cromático17. Segundo experimento: Se mira fijamente a una crucecita de color rojo y que tiene en su centro un punto negro; si se llevan en seguida los ojos a una hoja de papel blanco que tenga un punto negro, se ve aparecer inmediatamente una cruz verde. Esto es la sensación consecutiva, negativa. Tercer experimento: Se toman dos cartones, uno rojo y otro verde, y se les pone en una mesa, uno delante de otro, a corta distancia; después, con un vidrio colocado ante el ojo, se mira uno de los cartones por transparencia y se trata de obtener al mismo tiempo la imagen reflejada del otro cartón con objeto de superponerla a la del primero; en el momento en que las imágenes de los dos cartones se superponen, se mezclan sus colores y se obtiene un color resultante que es generalmente pardo (el tinte exacto depende del color de los cartones, de la intensidad de la luz, etc.) Esto es la mezcla de los colores complementarios.

Se pueden repetir estos tres experimentos, con cartones coloreados, por sugestión, es decir, con alucinaciones de color. Si, como ha mostrado M. Parinaud, se da a una enferma la alucinación del rojo sobre la mitad de una hoja blanca, vería aparecer el verde en la otra mitad. Si, como hemos observado con el doctor Féré, se hace aparecer una cruz roja en una hoja blanca, la enferma, después de haber contemplado algunos instantes esta cruz imaginaria, ve sobre otra hoja de papel una cruz verde. Finalmente, si se la enseña a superponer, según el procedimiento descrito, cartones coloreados por sugestión de verde y rojo, la enferma ve el tinte gris resultante, producido por la mezcla de estos dos colores complementarios.

Ante estos resultados, ¿es posible dudar de que la alucinación visual resulte de una excitación del centro sensorial de la visión? Si no ocurriese así, ¿cómo se comprendería que la alucinación diese lugar a los mismos efectos cromáticos que la sensación?

Podemos aplicar a la imagen visual todos estos fenómenos revelados por el estudio de la alucinación visual. Esta extensión del experimento es tanto más legítima cuanto que Wundt ha demostrado que la simple imagen de un color, contemplada durante mucho tiempo en la imaginación, da lugar a la sensación consecutiva de un color complementario. Si se mira fijamente en el espíritu durante algunos instantes la imagen del rojo, se nota, al abrir los ojos sobre una superficie blanca, un tinte verde18. Este experimento es difícil de repetir, porque exige un poder de vinculación que no todo el mundo tiene. Tomándome como ejemplo, no puedo llegar a representarme claramente un color, soy un visual muy mediano; por tanto, no es chocante que no logre obtener la sensación consecutiva coloreada. Pero mi excelente amigo el Dr. Féré lo consigue fácilmente. Puede representarse una cruz roja lo bastante vivamente para ver en seguida otra cruz verde en una hoja de papel; así es que ve, no sólo el color, sino la forma19.

Estos hechos demuestran la estrecha analogía de la sensación, de la alucinación y la imagen; de ellos se puede deducir esto: sea que se tenga el recuerdo del rojo, sea que se le vea en una alucinación, la célula que vibra es siempre la misma20.

Hasta aquí nos hemos contentado con afirmar que la imagen ocupa el mismo lugar que la sensación, sin tratar de determinar anatómicamente cuál es este lugar. Los experimentos anteriores no permiten resolver esta última cuestión, que es más complicada y más difícil que la primera. Podríamos hacer intervenir aquí los principales resultados de las localizaciones cerebrales, que parecen demostrar que los centros sensoriales están situados al nivel de la corteza cerebral, en una zona todavía mal limitada, situada probablemente detrás de la zona motora. Pero preferimos quedarnos en el terreno de la experimentación hipnótica, que puede enseñarnos todavía algo sobre este asunto. Hay un hecho capital en la historia de las alucinaciones, y es que estas perturbaciones sensoriales, cuando tienen una forma unilateral, se pueden transmitir por el imán21. Esta trasmisión va acompañada de cierto número de señales objetivas que excluyen toda idea de imitación; así es como la emigración del fenómeno va seguida, en ciertos individuos, de una emigración en sentido inverso y, después, de otras varias emigraciones, fenómenos que se han descrito, con motivo de la trasmisión de la anestesia, con el nombre de oscilaciones consecutivas; además, a medida que se efectúa la trasmisión, la enferma se queja de dolores que oscilan de un lado a otro de la cabeza; estos dolores característicos que hemos propuesto que se llamen dolores de tránsito, no son difusos; tienen un lugar fijo, y este lugar es de los más notables. Cuando se trata de alucinaciones de la vista, el dolor de cabeza corresponde a la parte anterior del lóbulo parietal inferior, como nos han permitido establecer las investigaciones de topografía cráneo-cerebral de M. Féré22; cuando se trata de alucinaciones auditivas, el punto doloroso corresponde a la parte anterior del lóbulo esfenoidal. Estas dos localizaciones están en perfecto acuerdo con los resultados de las investigaciones anatómicas; merecen, pues, que se las considere seriamente. En el lóbulo parietal inferior es donde se ha colocado el centro de las sensaciones visuales y en el lóbulo esfenoidal, el centro auditivo. Parece, pues, que se puede considerar como muy verosímil que las imágenes visual y auditiva resulten de la excitación de estos dos centros.

Llegamos finalmente a la misma conclusión que H. Spencer y Bain, pero con la ventaja de afirmar con las pruebas en la mano lo que estos autores consideraban simplemente como verosímil. «La idea, dice Bain, ocupa las mismas partes nerviosas y de la misma manera que la impresión de los sentidos.»




- III -

No hemos terminado todavía el estudio sumario de las imágenes. Después de haber fijado su lugar en el cerebro, vamos a indicar sus principales propiedades fisiológicas. Spencer llama a las imágenes estados débiles, oponiéndolas a las sensaciones que son estados fuertes. La palabra es justa. La poca vivacidad de las imágenes es una de las razones que impiden observarlas cómodamente y que explican cómo su naturaleza ha permanecido desconocida por tanto tiempo. Para estudiarlas hay que compararlas con las imágenes consecutivas de la vista, fenómenos que suceden a la impresión de un objeto exterior sobre la retina.

Ya se sabe que las imágenes consecutivas son de dos clases: positivas y negativas. Colocad un cuadradito rojo sobre una superficie blanca vivamente iluminada; mirad a este cuadrado durante un segundo, después cerrad los ojos sin esfuerzo y, cubriéndolos con la mano, veréis aparecer el cuadrado rojo: es la imagen positiva. Repetid el mismo experimento, fijándoos por más tiempo en el cuadrado rojo, y después, cerrando los ojos o fijándolos en un punto diferente de la superficie blanca, veréis aparecer el mismo cuadrado, pero en lugar de ser rojo será verde, color complementario; esta es la imagen negativa.

La imagen consecutiva constituye un tipo de transición entre la sensación y la imagen ordinaria; participa de la sensación, porque sucede inmediatamente a la acción de su rayo de luz sobre la retina, y participa de la imagen porque sobrevive a esta acción. En general, la imagen consecutiva tiene una intensidad bastante grande; se puede experimentar sobre ella con más fruto que sobre la imagen ordinaria.

M. Parinaud ha demostrado el lugar cerebral de la imagen consecutiva por el experimento siguiente (Soc. de Biol., 13 Mayo 1882):

«M. Béclard, en su tratado de fisiología, refiere en estos términos un experimento poco conocido: «La impresión de un color sobre una retina, despierta en el punto idéntico de la otra retina la impresión del color complementario. Ejemplo: cerrad un ojo y fijaos durante largo tiempo, con el ojo abierto, en un circulo rojo; después cerrad este ojo, abrid el que estaba cerrado, y veréis aparecer una aureola verde (p. 863, ed. de 1866).

»Así presentado, este experimento se presta a la crítica; su fórmula hasta anuncia un error; pero, reducida a su verdadera significación, demuestra la proposición que acabo de presentar.

»Para darnos cuenta bien de la naturaleza de la sensación. desarrollada en el ojo no impresionado, veamos ante todo lo que pasa an el ojo que recibe la impresión.

»Cerrando el ojo izquierdo, excluido por el momento del experimento, nos fijamos en un circulo rojo trazado sobre una hoja de papel blanco, o mejor en un punto señalado en el centro del círculo, con objeto de inmovilizar mejor el ojo. Después de algunos segundos, el fondo blanco pierde intensidad, y el color mismo se obscurece. Apartando el círculo rojo, sin dejar de fijarnos en el pinto, vemos aparecer en el papel la imagen del círculo, coloreada de verde y más clara que el fondo: esta es la imagen negativa. Si se cierra el ojo, después de haber desaparecido un instante, la imagen se reproduce con los mismos caracteres.»

Repitamos ahora el experimento de Béclard; es decir, en el momento en que retiramos el círculo, cerremos el ojo derecho impresionado y abramos el izquierdo, fijándonos siempre en el papel.

«La imagen del círculo no aparece inmediatamente.

»El blanco del fondo se obscurece al principio, y sólo entonces es cuando se dibuja la imagen coloreada de verde y más clara que el fondo. Es la misma imagen negativa, exteriorizada por el ojo izquierdo, no impresionado, tal como la hemos reconocido en el ojo derecho que ha recibido la impresión23.

»Se puede producir la misma trasposición con la imagen positiva, variando las condiciones del experimento.

»La exteriorización de la imagen accidental por el ojo que no ha recibido la impresión, implica por fuerza la intervención del cerebro y, muy probablemente, el lugar cerebral de la imagen misma24».

Como este experimento sobre la imagen consecutiva me parece muy importante para la teoría, le he repetido muchas veces. En el curso de estos estudios he observado algunos fenómenos curiosos. Primero, se puede hacer el experimento con ambos ojos abiertos. Con el ojo derecho se mira una cruz roja, teniendo abierto el ojo izquierdo, pero impidiendo que este ojo vea la cruz, por la interposición de una pantalla. Al cabo de algunos segundos se cierra el ojo derecho, y en seguida el ojo izquierdo, que ha estado abierto constantemente, ve que el punto del papel en que se fija se cubre de una ligera sombra, y que en medio de esta superficie obscura aparece una cruz verde.

Hay que observar también los cambios que se verifican en la visión de la imagen consecutiva traspuesta; aparece, como ha observado muy bien M. Parinaud, con cierto retraso; no dura nunca mucho tiempo, por lo menos en mi vista; de ordinario desaparece al cabo de dos segundos y el papel recobra al mismo tiempo su blancura primitiva. Pero no ha terminado todo; si se mantiene el ojo fijo en el mismo punto se ve algunos segundos después que el papel se obscurece de nuevo y vuelve a aparecer la imagen con los mismos caracteres de forma y de color que la primera vez. El número de estas oscilaciones parece depender de la intensidad de la imagen; con frecuencia cuento tres.

También he comprobado que el otro ojo, el que ha mirado fijamente la cruz roja, conserva su imagen consecutiva durante todo este tiempo y que se puede, abriendo y cerrando alternativamente los dos ojos, ver cómo se suceden la imagen consecutiva directa y la imagen consecutiva traspuesta.

Esta sucesión de las dos imágenes permite compararlas. No siempre tienen los mismos caracteres; he visto que en ciertos colores hay una diferencia de tinte bastante marcada. Por ejemplo, una oblea de color anaranjado me da una imagen consecutiva que se aproxima al azul cuando se ve directamente y al verde cuando es traspuesta esta diferencia se mantiene, cualquiera que sea el ojo con que se comienza el experimento. En otros colores, las imágenes ofrecen sencillamente el mismo tinte.

Otra prueba del lugar cerebral de la imagen consecutiva, es que aparece a veces mucho después de la impresión y se parece en este caso a un recuerdo ordinario. Newton, por un esfuerzo de atención, llegaba a reproducir una imagen consecutiva producida por haber mirado fijamente al Sol muchas semanas antes. Se sabe, dice M. Baillarger, que las personas que usan habitualmente el microscopio ven a veces reaparecer espontáneamente, muchas horas después de haber dejado su trabajo, un objeto que han examinado por mucho tiempo. M. Baillarger25, que había preparado durante muchos días y muchas horas al día, cerebros con gasa fina, vio de repente que la gasa cubría a cada instante los objetos que estaban ante él..., y esta alucinación se reprodujo durante varios días. Este es un caso análogo al de M. Pouchet que ha visto (Société de Biologie, 29 Abril 1882) paseándose por París, las imágenes de sus preparaciones al microscopio, superponiéndose a los objetos exteriores. Este fenómeno no es raro; basta buscarlos para encontrar numerosos ejemplos de él. Esta reviviscencia de la imagen consecutiva en un largo plazo, mucho después de haber dejado de obrar la sensación excitante, excluye por completo la idea de que la imagen consecutiva se haya conservado en la retina; en el cerebro en donde se ha conservado y, muy probablemente, cuando renace la imagen, no implica una nueva actividad de los conos y bastoncillos de la retina.

Podemos, pues, admitir como un hecho muy verosímil que la imagen consecutiva tiene un lugar cerebral. Esta conclusión es interesante para el psicólogo; porque conduce a establecer un paralelo entre la imagen consecutiva y las imágenes del recuerdo. ¿En qué se diferencian? Ante todo, por la intensidad; la imagen consecutiva es tan viva que se la puede proyectar en una pantalla y fijarla allí por medio del dibujo: ¿hay muchos recuerdos que se puedan exteriorizar de la misma manera? Después, por el modo de aparecer; lo más a menudo, la imagen consecutiva sucede inmediatamente a una sensación visual, a veces aparece espontáneamente mucho más tarde y nunca se suscita por una causa psíquica, por asociación de ideas, como las imágenes conmemorativas ordinarias. Este hecho ha chocado a los observadores. M. Pouchet ha notado que en el momento en que surgió ante sus ojos la imagen de sus preparaciones al microscopio, iba en coche hablando con una persona extraña a las ciencias, y no pudo ver la menor relación entre esta imagen y el asunto de su conversación.

La asimilación de la imagen consecutiva a la imagen del recuerdo ofrece un gran interés; porque la experimentación muestra que la imagen consecutiva posee cierto número de atributos que además pertenecen también a la imagen del recuerdo. Así, 1.º se mueve con los movimientos intencionales del ojo y con los de la cabeza cuando la mirada está fija; 2.º aumenta cuando se aleja la pantalla sobre la cual se proyecta y disminuye cuando se aproxima la pantalla; 3.º se deforma con la inclinación de la pantalla y se alarga en el sentido de la inclinación.

Una imagen real, pintada en la pantalla, se conduce de muy otra manera. Si se aleja la pantalla del ojo, esta imagen se hace más pequeña; si se aproxima, la imagen aumenta; si se inclina, la imagen se deforma y se acorta en el sentido de la inclinación: esto es lo que los pintores llaman el escorzo26. En una palabra, la imagen consecutiva y la imagen real (la sensación), presentan hasta cierto punto propiedades inversas. ¿Cuál es la razón de esto? Es fácil darse cuenta de ella.

Supongamos primeramente, para mayor claridad, que la imagen consecutiva reside en la retina, aunque modifiquemos después nuestra demostración para hacer que concuerde con la teoría del lugar cerebral. Hay que partir del principio tan bien establecido por Helmholtz, de que toda sensación se percibe, se exterioriza y se localiza del mismo modo que si correspondiese a una objeto exterior. Sea la imagen consecutiva A' B' sobre la retina; si se proyecta al exterior, sobre una pantalla que se tenga en E F, tendrá la dimensión de la línea A B, porque ésta sería la dimensión de un objeto que, colocado a la distancia de la pantalla, produciría en la retina una imagen igual a A' B'; en efecto, trácense las dos líneas A' C y C desde los dos extremos de la imagen al centro óptico del ojo y prolónguense hasta encontrar a la línea A B. Ahora cambiemos la distancia de la pantalla. ¿Qué se producirá? Como la imagen subjetiva tiene una magnitud invariable en la retina, debe tomar en la pantalla la magnitud de un objeto que, situado a la nueva distancia a que se coloca la pantalla, produjese en la retina una imagen igual a A'B. Nos queda pues, que calcular, las magnitudes sucesivas de un objeto subordinado a la condición de producir siempre en el fondo del ojo una imagen retiniana del mismo tamaño, a pesar de sus cambios de distancia.

imagen

Para simplificar el problema, daremos a la imagen consecutiva la forma de un círculo; por tanto, se puede substituir el ángulo visual ACB por un cono recto de base circular, cuyo vértice está en C y cuyas apotemas sean AC y BC. Establecido esto, cuando se proyecta la imagen consecutiva sobre una pantalla, esta pantalla corta al cono, y el tamaño y la forma de la sección cónica son los del objeto que, a la distancia a que se tiene la pantalla, produce una imagen retiniana igual a A B; por consiguiente, son también los de la imagen consecutiva proyectada. Así, cuando se coloca la pantalla verticalmente (es decir, perpendicular al eje óptico), la imagen consecutiva debe tener forma circular, porque la sección se hace en un plano perpendicular al eje del cono y tiene la forma de un círculo; cuando se inclina la pantalla, la imagen consecutiva debe alargarse, porque la sección es oblicua y tiene la forma de una elipse; cuando se aleja la pantalla, la imagen debe aumentar, porque la sección se hace más lejos del vértice del cono y es mayor. Esto lo confirma la experiencia.

Si no ocurre así con la imagen real, pintada sobre la pantalla, es porque su diámetro aparente aumenta cuando se aproxima el objeto, disminuye cuando se aleja y disminuye en el sentido de la inclinación cuando se inclina. No insistimos sobre esto.

Esta demostración quizá tentaría a deducir que la imagen consecutiva reside en la retina, porque no se conduciría de otro modo si fuese retiniana. Pero nótese que la imagen consecutiva trasmitida posee las mismas propiedades. Muchas veces hemos comprobado que aumenta y disminuye cuando se aleja y se aproxima la pantalla. ¿Se sostendrá que esta imagen trasmitida es retiniana? Recogida por el ojo derecho se exterioriza por el izquierdo, que ha permanecido cerrado hasta el último momento; es, pues, muy probable que no haya impresionado la retina izquierda.

«Es racional admitir, dice sobre esta cuestión M. Richer, que la retina tiene su representación exacta en el centro visual cerebral. Hay, en cierto modo, una retina cerebral, cada uno de cuyos puntos está en relación íntima con los puntos correspondientes de la retina periférica.» (Etudes cliniques sur l'hystéro-épilepsie, segunda edición, 1885, Pág. 714.) Se comprende, por tanto, que una impresión directa sobre un punto de esta retina cerebral (imagen consecutiva) produzca el mismo efecto para la conciencia que una impresión que residiese en el punto correspondiente de la retina periférica, a la derecha o a la izquierda, arriba o abajo, o en la mancha amarilla.

Admitimos de buen grado, mientras no se pruebe lo contrario, que las propiedades de la imagen consecutiva son comunes a la imagen ordinaria, al recuerdo, por ejemplo, aunque no se puedan observar directamente en una imagen tan débil. Pero hay casos en que la imagen, evocada por una persona de espíritu sano, alcanza un grado suficiente de intensidad para exteriorizarse. Brierre de Boismont, que se había ejercitado en imprimir en sí mismo la cara de un amigo suyo eclesiástico, había adquirido la facultad de evocarla con los ojos abiertos o cerrados; la imagen le parecía exterior, situada en la dirección del rayo visual; estaba coloreada, limitada, provista de todos los caracteres que pertenecen a la persona real. Rogamos encarecidamente a las personas que tengan el don de visualizar, que ensayen el experimento siguiente: Pensar en una cruz roja, proyectada sobre una pantalla y averiguar si se conduce como una imagen consecutiva, si aumenta cuando se aproxima la pantalla y si disminuye cuando se aleja. El éxito de este experimento daría una confirmación definitiva a nuestra tesis.

Estos son los caracteres positivos de las imágenes consecutivas y probablemente de todas las imágenes; también tienen cierto número de caracteres negativos igualmente importantes que las sirven, tanto y aún más que los primeros, para distinguirlas de las sensaciones.

Se sabe que nuestros sentimientos se modifican regularmente a consecuencia de los movimientos que ejecutamos; la vista de mi cara se modifica cuando cierro o abro los ojos, cuando me acerco o me alejo, cuando me aprieto los ojos para verla doble o interpongo un prisma para verla desviada o la reflejo en un espejo para tener una figura simétrica de ella, o la miro a través de unos gemelos para verla aumentada... Claro es que ninguno de estos experimentos tiene fundamento en una imagen mental. Cuando pienso en un amigo ausente y la imagen visual de su fisonomía viene a ofrecerse a mi pensamiento, sería en vano que tratase de modificar la perspectiva de esta imagen, cambiando de posición o de desdoblara apretándome el ojo. La tentativa fracasa igualmente en cuanto a la imagen consecutiva. M. Parinaud ha hecho un experimento terminante para demostrar que no se llega a desviar una imagen consecutiva mirándola a través de un prisma. A continuación reproducimos un pasaje de una nota manuscrita que ha tenido la bondad de remitirnos:

«Mírese fijamente con un ojo, dice, una tirita de papel rojo sobre fondo blanco; después de un minuto, interpóngase entre la tira y el ojo un prisma de 15º de base superior, manteniendo inmóvil la vista y sin tratar de seguir a la tira en su movimiento. Entonces se verá que la imagen consecutiva verde se desprende de la parte superior de la banda roja. Para asegurarse de que sólo la imagen del papel se ha movido y que la imagen consecutiva no ha sufrido desviación en sentido inverso, volved a comenzar el experimento cubriendo sólo con el prisma una parte de la tira roja; si no se ha movido el ojo, la imagen consecutiva es la prolongación exacta de la parte de la banda que no ha sufrido la refracción prismática.»

En resumen: las sensaciones y las imágenes constituyen dos grupos de fenómenos que se distinguen por caracteres muy marcados, lo mismo positivos que negativos.






ArribaAbajoCapítulo III

El razonamiento en las percepciones



- I -

En la percepción externa, las imágenes que se producen en nosotros deducen de su origen un conjunto de propiedades que faltan por completo en las imágenes aisladas, cuyo estudio hemos hecho en el capítulo anterior. Sugeridas directamente por impresiones exteriores, se asocian orgánicamente a estas impresiones para formar un todo indivisible, que corresponde a la noción de un objeto único. Gracias a este lazo sensorial, cada imagen sufre de rechazo todas las modificaciones que experimenta directamente la sensación. En la práctica se conduce, para el observador, como una verdadera sensación.

Ese capítulo podría, pues, titularse: Propiedades de las imágenes que están asociadas a sensaciones.

Una vez más vamos a recurrir a las alucinaciones hipnóticas para el estudio de estos fenómenos; porque, en el estado normal, son demasiado delicados para que se puedan observar con provecho. Pero aquí se presenta una primera objeción: ¿Cómo puede servir la alucinación para el estudio de la percepción normal, operación producida por un concurso de los sentidos y del espíritu? La alucinación, ¿no es una especie de concepción delirante que sale enteramente formada de un cerebro enfermo? Cuando decimos a una hipnótica: ¡Mira una serpiente!, y mirando al suelo la ve arrastrarse hacia ella, ¿qué hay de exterior en esta aparición? Esta es la objeción que se puede hacer a priori. Pero observando con cuidado la alucinación hipnótica (única de que se hablará), aun substituyendo la simple observación por la experimentación, se ve que en este fenómeno, si no siempre, por lo menos con frecuencia, entra una parte de sensación. No es, quizá, una regla absoluta; pero es un hecho muy frecuente.

He aquí un primer experimento que lo demuestra: Se presenta al individuo un cartón completamente blanco, y se le dice: «Mire usted, éste es su retrato». En seguida el individuo ve aparecer su retrato en la superficie blanca; describe la posición y el traje, añadiendo su propia imaginación a la alucinación sugerida, y si el individuo es una mujer, con mucha frecuencia está poco contenta del retrato y le encuentra poco lisonjero. Una de ellas, bastante linda, pero cuyo cutis estaba sembrado de pecas, me dijo un día, mirando su retrato imaginario: «Tengo pecas, pero no tantas». Cuando el individuo ha contemplado durante algún tiempo el cartón blanco, se le coge y se le confunde con una docena de cartones de la misma clase; son trece cartones análogos, y no seríamos capaces de encontrar el que ha producido la alucinación, si no hubiéramos tenido cuidado de señalarlo después de habérselo quitado a la enferma. Pero la enferma no necesita señales; si se le presenta el paquete de cartones diciéndola que busque su retrato, encuentra aquel primer cartón, con frecuencia sin equivocarse; y lo más singular es que lo presenta siempre en el mismo sentido, y si se invierte el cartón, ve el retrato imaginario con la cabeza hacia abajo. Pero todavía hay otra cosa más rara. Si se fotografía el cartón blanco, y diez, veinte días, un mes después, se enseña a la enferma la prueba fotográfica, todavía ve en ella su retrato27.

El modo más sencillo de explicar esta localización del retrato imaginario, es suponer que la imagen alucinatoria se asocia -de un modo inconsciente- a la impresión visual del cartón blanco; de manera que, siempre que se renueve esta impresión visual, sugiere, por asociación, la imagen. En un cartón, por blanco que sea, hay siempre algunos detalles particulares; nosotros los podemos encontrar con un poco de atención; la enferma los ve instantáneamente, gracias a su sentido visual hiperestesiado; estos detalles son los que la sirven de punto de referencia para proyectar la imagen. Son como clavos que fijan el retrato imaginario en la superficie blanca. Esto es tan cierto, que el experimento resulta con más seguridad empleando papel ordinario que empleando papel de bristol. En general, cuanto más visible es el punto de referencia, más duradera es la alucinación.

M. Londe, el químico de la Salpêtriére, nos ha comunicado el hecho siguiente, que apoya lo anterior: Cuando Witt está sonámbula, la enseña el cliché de una fotografía que representa una vista de los Pirineos con unos burros subiendo una cuesta; al mismo tiempo la dice: «Mire usted su retrato; está usted completamente desnuda». Cuando despierta la enferma, ve, por casualidad, el cliché, y furiosa por verse representada en él en un estado muy próximo a la desnudez, se arroja sobre él y lo rompe. Pero se habían sacado ya de este cliché dos pruebas fotográficas, que se conservaron con cuidado. Cada vez que la enferma las ve, patalea de cólera, porque siempre se ve desnuda en ellas. Al cabo de un año la alucinación dura todavía.

Esta duración extraordinariamente larga de la alucinación, se explica bien por la teoría del punto de referencia. En realidad, la fotografía ofrece a la enferma un número inmenso de puntos de referencia que, asociados a la imagen alucinatoria, la evocan con una fuerza invencible, acumulando sus efectos28. Lo más curioso de esta observación es que la enferma no ve estos puntos de referencia, o, más bien, no se da cuento de su naturaleza, porque necesita verlos para proyectar su alucinación; pero no llega a reconocer que constituyen, reunidos, una vista de los Pirineos. En vano se esfuerza uno en sacarla de su error; en la fotografía no ve más que su retrato.

Estos ejemplos bastarán para mostrar que la alucinación tiene, como la percepción, dos elmentos: una impresión de los sentidos y una imagen cerebral exteriorizada. La percepción, ha dicho M. Taine, es una alucinación verdadera29.

Es cierto que el modo de formación no es el mismo por una parte y por otra. La alucinación hipnótica está constituida por una imagen sugerida por la palabra, que se asocia a un punto de referencia, mientras que, en la percepción, la imagen es sugerida directamente por una impresión de los sentidos. Pero entre estos dos actos hay un tercero que les sirve de transición: la ilusión de los sentidos. La ilusión hipnótica de los sentidos no se diferencia de la alucinación hipnótica más que en un punto: en que consiste en la transformación de un objeto exterior, mientras que la alucinación crea un objeto imaginario con todas sus partes. Si se dice a un individuo, enseñándole un pájaro: «Mira un gato, un pájaro o una casa», se produce una ilusión hipnótica. Si se pronuncian las mismas palabras sin enseñarle ningún objeto, se sugiere una alucinación. Pero la existencia de este objeto, que sirve de substratum a la ilusión hipnótica, no parece tener ninguna importancia, pues se la puede transformar de mil maneras. Al lado del error hipnótico de los sentidos se coloca el error ordinario de los mismos, perturbación tan frecuente, que todo el mundo la conoce por experiencia. ¿Quién no ha oído el paso de un ladrón en el chasquido de un mueble? ¿quién no ha visto una figura humana en las formas confusas de un paisaje, de noche? Estas ilusiones se distinguen de las hipnóticas por su modo de formación. En el estado hipnótico, la imagen que transforma el objeto se sugiere por la palabra, viene de dentro; en el estado normal, la imagen falsa se sugiere por una visión viciosa del objeto, viene del exterior. Pero, aparte de esta diferencia, todo es común. Finalmente, la ilusión de los sentidos está íntimamente relacionada con la recepción exterior, de la que es una imitación en cierto modo. Por consiguiente, la percepción y la alucinación se encuentran unidas por una serie no interrumpida de intermediarios. Esto nos permite considerar la ilusión ordinaria de los sentidos, la ilusión hipnótica, y finalmente, la alucinación, como formas de formaciones cada vez más acentuadas de la percepción. Establecido esto, vamos a utilizar estos hechos morbosos para estudiar el hecho normal.

Brewster ha sido el primero que observó que si se oprime el ojo de un individuo en estado de alucinación, se desdobla el objeto imaginario. Observaciones de Paterson, de M. Despine, de M. Ball, han confirmado este hecho. Este último médico ha referido el ejemplo más curioso. Se trataba de una muchacha histérica que, en sus crisis de sonambulismo natural, veía a la Virgen con un vestido resplandeciente. Por la presión ocular, se desdoblaba invariablemente esta aparición milagrosa y se le enseñaban dos vírgenes. M. Féré ha encontrado, a su vez, que es posible repetir este curioso experimento tantas veces como se quiera, operando en histéricas hipnotizables.

¿Cómo explicaremos esta diplopia alucinatoria? Claro es que no se puede, por la presión del ojo, desdoblar directamente una imagen del espíritu. Si pienso en un amigo ausente, nunca llegaré a verlo doble oprimiéndorne el ojo. Luego si la alucinación visual se puede dividir en estas circunstancias, depende de que no es «enteramente» una imagen; en realidad, está asociada a una impresión de los sentidos, es decir, a un punto de referencia exterior; la presión ocular desdobla este punto y la imagen cerebral participa de este desdoblamiento consecutivamente por una especie de rechazo.

Ahora bien, esto es lo que ocurre precisamente en la percepción visual. Cuando miramos un objeto, tocando a nuestro ojo o apretando sobre él para hacerle desviarse de su posición normal, vemos el objeto doble: decimos el objeto; pero ¿qué es un objeto? un grupo de sensaciones y de imágenes; las imágenes se desdoblan, pues, como las sensaciones; la diplopia sensorial va acompañada de una diplopia mental. Pero el hecho es poco aparente. No se notaría sin la alucinación, que le hipertrofia, haciendo enorme a la imagen y reduciendo casi a la nada la sensación. Así es como los hechos patológicos nos instruyen sobre el estado normal. Aquí aprendemos que, en nuestras percepciones, la imagen va tan enérgicamente unida a la sensación, que sufre directamente sus modificaciones; se desdobla cuando se desdobla la sensación.

M. Féré ha substituido la presión ocular por un prisma. Colocando un prisma ante el ojo de una enferma en estado de alucinación, ha visto que la alucinación se desdoblaba como antes y que, además, una de las imágenes sufría una desviación cuyo sentido y cuyo valor están conformes con las leyes de la óptica. Bien entendido que el experimento se ha hecho apartando del campo visual de la enferma todos los objetos exteriores cuyas modificaciones podrían servir de señal. Por ejemplo, se inculca a la enferma que en una mesa próxima hay un retrato visto de perfil. Si se interpone un prisma ante uno de sus ojos sin prevenirla, la enferma se asombra de ver dos retratos, y siempre el que se desvía está colocado conforme a las leyes de la óptica. (Ch. Féré, Soc. biol. 29 Octubre 1881.) Este segundo experimento nos instruye, como el primero, sobre la historia de nuestras percepciones normales; porque, normalmente, cuando colocamos un prisma ante uno de nuestros ojos, los objetos que vemos a través del prisma nos parecen desviados. Ahora bien, esta desviación de los objetos implica una desviación de las imágenes; el prisma, en ciertas condiciones, desvía una imagen. Se encuentra, pues, en el seno de la vida normal el germen de este curioso experimento de hipnotismo.

Nosotros hemos contribuido al desarrollo de estos estudios substituyendo el prisma por un gran número de diversos aparatos de óptica. Una vez fijado el principio, los experimentos no ofrecen casi más que un interés de curiosidad. Nos limitaremos a citar algunos, remitiendo, para los detalles, a nuestros artículos sobre las alucinaciones. Si mientras una enferma contempla el objeto imaginario sugerido, por ejemplo, un árbol en que está posado un pájaro, se colocan ante sus ojos unos gemelos, declara en seguida que el árbol se hace muy grande y se aproxima. Si, cambiando de sentido los gemelos, se hace mirar a la enferma por el objetivo (el extremo grueso), de repente el árbol se aleja, disminuye y el pájaro se hace completamente invisible. Lo que hay de interesante son las reflexiones con que la enferma sonámbula acompaña estos cambios del objetivo imaginario. La llamada Witt... experimenta cada vez un asombro de los más vivos. Cuando la hago mirar a un pájaro posado en una rama de un árbol, no comprende cómo este pájaro puede estar en un instante muy cerca de ella y un momento después muy lejos. Le digo muchas veces que el pájaro cambia de lugar, que se aproxima volando, que después se aleja. Pero rechaza fuertemente esta explicación, objetando que el árbol también parece ocupar posiciones diferentes. Replico que esto es imposible que el árbol tiene sus raíces introducidas en el suelo y que no puede dejar el sitio en que está plantado. Entonces ella deduce que son sus ojos que están enfermos y cambian la distancia aparente de los objetos. Esta deducción es verdaderamente muy razonable, dado que la enferma ignora que se colocan sucesivamente ante sus ojos el ocular y el objetivo de unos gemelos.

Importa observar que los gemelos no modifican la alucinación más que cuando están graduados para la vista de la enferma. ¿Y por qué? Porque sólo en ese caso es cuando los gemelos modifican su sensación visual; aumenta la superficie del cuerpo exterior sobre el que se aplica la imagen, y de aquí el aumento de la imagen, que obra como un dibujo sobre una membrana de caucho.

Este experimento, como los anteriores, explica el estado normal. Sin insistir, recordemos sencillamente que, cuando nos acercamos a una persona, las sensaciones visuales se modifican gradualmente; al mismo tiempo, las imágenes provocadas por estas sensaciones se modifican en el mismo sentido. Al principio, si estamos muy lejos, vemos una mancha negra, ecuya naturaleza es imposible de reconocer; después esta mancha se convierte en un objeto más largo que ancho; después se distingue una persona; después es un hombre; después es de tal figura, y, finalmente, es el Sr. Fulano; a medida que las sensaciones se modifican por la aproximación, las imágenes cambian, se hacen más abundantes, más precisas y permiten, finalmente, un acto de reconocimiento individual. Este fenómeno de inducción de las sensaciones sobre las imágenes es lo que hace muy aparente la alucinación.

En otros experimentos hemos substituido los gemelos por la lente, que aumenta un retrato imaginario, y, a cierta distancia, lo invierte; por el cristal bi-refringente que produce un desdoblamiento especial bastante complicado, y finalmente, por el microscopio, que produce un aumento más considerable que la lente. Pero en estos diferentes casos, se trata siempre de los mismos fenómenos de refracción, y basta conocer uno para comprenderlos todos.

Indicaremos, para terminar, el experimento del espejo. Si se produce una alucinación sobre un punto fijo, por ejemplo, la alucinación de un gato en una mesa proxima, se puede hacer reflejar este objeto imaginario en un espejo plano, con tal que el espejo refleje el punto de la mesa en que está sentado el animal imaginario. Entonces la enferma ve dos gatos: los dos son imaginarios, pero se puede decir que el reflejado lo es todavía más que el otro. En efecto, si se ordena a la enferma que coja uno de estos animales, lo hace fácilmente con el que está en la mesa; pero cuando quiere coger al que está reflejado, su mano tropieza con el cristal del espejo, que la impide ir más lejos. Además, observando las cosas de cerca, se nota que el espejo da una imagen simétrica del objeto imaginario, como si fuese un objeto real. Así, una inscripción imaginaria de una hoja de papel, se ve invertida en el espejo. Todos estos resultados se explican por la existencia del punto de referencia que se refleja.

Sobre esto tengo un caso que establece claramente la transición entre la alucinación y la percepción. Es un ejemplo de ilusión de los sentidos, reflejado en un espejo. Uno de mis amigos me ha contado que, al despertarse sobresaltado una noche, vio delante de su ventana, que estaba ligeramente iluminada, una forma humana; en seguida distinguió que esta aparición representaba a la Virgen; estaba de pie, extendiendo las manos abiertas, y de cada dedo salía un rayo de fuego. Al lado de la ventana había un armario de luna; la Virgen se reflejaba en la luna, como un objeto real; la segunda imagen era absolutamente semejante a la primera; la actitud era la misma; las manos abiertas estaban rodeadas de la misma aureola luminosa. Mi amigo, que no es nada supersticioso, no se dejó engañar por este milagro aparente; se acercó a la ventana y vio que la ilusión provenía de una tela blanca colgada de la falleba; como era natural, la imagen se reflejaba en el espejo.

Aunque este fenómeno parezca demasiado natural para merecer que se le mencione, le citamos porque demuestra que la misma regla se extiende a la alucinación, a la ilusión de los sentidos y a la percepción. El estudio de la percepción se encuentra especialmente aclarado por estas comparaciones.

Se comprende ahora, que cuando miramos en un espejo un objeto real que se refleja en él, ocurre algo análogo a la reflexión de una alucinación y de una ilusión. El espejo, considerado desde el punto de vista de la percepción, es una especie de repetidor; repite las sensaciones visuales que produce el objeto directamente en nosotros; estas sensaciones repetidas dan lugar, como si fuesen sensaciones directas, a una interpretación, a la construcción de un objeto exterior por el espíritu, es decir, en definitiva, a una sugestión de imágenes. Se puede decir, pues, que en el estado normal una imagen del espíritu se refleja en un espejo, cuando está en conexión con una sensación.

Al lector que desee más pormenores sobre estos fenómenos de óptica alucinatoria, le remitimos a la monografía que preparamos con M.Féré sobre la alucinación. El objeto que perseguimos aquí no es estudiar la alucinación, sino explicar la percepción exterior por la alucinación, cosa que es muy diferente.




- II -

Los experimentos de hipnotismo sobre las alucinaciones visuales nos han hecho penetrar, en parte, en el mecanismo de nuestras percepciones normales. He aquí la principal conclusión que se deduce de ellas. Cuando un objeto exterior impresiona nuestros sentidos, el espíritu, por su propia iniciativa, agrega cierto número de imágenes a las sensaciones experimentadas; estas imágenes, que completan el conocimiento del objeto exterior y presente, no se quedan inertes o inmóviles en presencia de las sensaciones, como dos cuerpos que no tuviesen ninguna afinidad química entre sí, o como dos cantidades algébricas que estuviesen sencillamente ligadas por el signo +. Es más que una yuxtaposición. En realidad, se forma una combinación de las sensaciones y las imágenes, y aunque estos dos elementos provienen de orígenes muy diferentes, pues el uno es sensorial y el otro es ideal, se reúnen para formar un solo todo. Esto lo prueba el que siempre que se modifica el grupo de las sensaciones, se produce una modificación correspondiente en el grupo de las imágenes: si se desvía con un prisma la sensación, la imagen se desvía; si se aumenta con unos gemelos la sensación, la imagen aumenta; si con un espejo se repite la sensación y se la hace simétrica, la imagen se refleja y se hace simétrica. Este eco sobre la imagen es un fenómeno que ocurre todos los días, a todas horas, en todos los instantes, en nuestras percepciones sensoriales, es decir, muy cerca de nosotros. Si no lo notamos es porque es muy delicado, muy pequeño. Para hacerle más aparente hay que recurrir a la alucinación, que le aumenta.

Como muchos autores, llamamos percepto al producto de la percepción, es decir, a las imágenes del objeto exterior adquiridas definitivamente y unidas a la sensación excitadora.

Nos queda por estudiar el vínculo que une la sensación con la imagen. Los anteriores experimentos han demostrado su existencia sin dar a conocer su naturaleza.

Se puede considerar la percepción externa como una operación de síntesis, porque tiene por resultado la unión de los datos suministrados actualmente por los sentidos con los suministrados por experimentos anteriores. La percepción es una combinación del presente con el pasado. Percibir un cuerpo que se encuentra actualmente en el campo de la visión, reconocerle cierta forma, cierto tamaño, cierta posición en el espacio, ciertas cualidades, etc., es reunir en un mismo acto de conciencia elementos actuales -es decir las sensaciones ópticas del ojo- y elementos pasados, es decir, una multitud de imágenes; es hacer un solo cuerpo de estos elementos heterogéneos. Este es un f'enómeno que pasa completamente inadvertido para la conciencia; si no se consulta más que este testigo, la operación de percibir un objeto parece ser un acto fácil y natural que no exige de nuestra parte ningún esfuerzo de reflexión; en realidad, esto es una ilusión. La experiencia y el razonamiento nos prueban que en toda percepción hay trabajo.

Pero la cantidad de trabajo no es constante; claro es que varía con las circunstancias. Sería un error creer que la percepción constituye una especie única; es una forma de actividad, de naturaleza muy variable, porque por uno de sus límites extremos toca con el razonamiento consciente, formado de tres proposiciones verbales, y por el otro se confunde con los actos más elementales y más automáticos; los reflejos, por ejemplo. La cantidad de trabajo que consume la percepción crece en la serie ascendente y hasta se hace muy sensible cuando se aducen razonamientos en que intervenga una parte manifiesta de reflexión y de comparación; a la inversa, el trabajo disminuye cuando se desciende hacia los actos reflejos, sin hacerse nunca, no obstante, completamente nulo. Es, pues, de importancia dar algunos ejemplos de las diversas especies de percepciones. Comencemos por las formas inferiores30.

«Ante todo, dice M. Sully, al describir los grados de la percepción visual, viene la construcción de un objeto material, de forma y tamaño particulares, a una distancia particular; es decir, el reconocimiento de una cosa tangible, que tiene ciertas propiedades de espacio sencillas, y que está en cierta relación con otros objetos y más particularmente con nuestro propio cuerpo. Esta es simple percepción de un objeto, que siempre se verifica, aun cuando se trata de objetos perfectamente nuevos, con tal de que se les vea de una manera algo distinta. Esta parte de la acción de combinación, que es la más instantánea, la más automática y la más inconsciente, se puede considerar respondiendo a las relaciones de experiencia más constantes y por consiguiente más profundas.

»La segunda fase de esta acción de construcción presentativa es el reconocimiento de un objeto como perteneciente a una clase particular, por ejemplo, la de las naranjas, que tiene ciertas cualidades especiales, como este gusto o el otro. En esta fase, las relaciones de experiencia estan organizadas con menos profundidad, de modo que podemos, en cierta medida, reconocer en ellas, por la reflexión, una especie de empleo intelectual de los materiales que nos suministra el pasado.

»Una fase todavía menos automática en la acción de reconocimiento visual es el acto de reconocer los objetos particulares; por ejemplo, la abadía de Westminster o nuestro amigo John Smith. La cantidad de experiencia que se reproduce aquí puede ser muy considerable, como cuando se trata de reconocer a una persona con la que tenemos intimidad desde hace mucho tiempo... Al llegar a estas últimas fases de la percepción, tocamos con el límite común de la percepción y de la inferencia. Reconocer un objeto como perteneciente a una clase es, con frecuencia, cuestión de reflexión consciente y de juicio, aun cuando esta clase esté constituida por cualidades materiales de primera evidencia y que se pueden considerar percibidas inmediatamente por los sentidos. Con mayor razón, la percepción se convierte en inferencia cuando la clase está constituida por cualidades menos fáciles de percibir, y que exigen, para ser reconocidas, una larga y laboriosa serie de recuerdos, de distinciones y de comparaciones. Decir dónde hay que trazar la línea de demarcación entre la percepción y la observación de un lado y la inferencia de otra parte, es evidentemente imposible.»

Añadamos que la percepción, en las fases más elevadas de su desarrollo, toma un carácter particular. En la percepción rudimentaria, el espíritu infiere sencillamente de las sensaciones que recibe por uno de sus órganos (Por ejemplo, el ojo), que el objeto tiene todavía otras propiedades que percibirían los otros sentidos, si fuese necesario y lo deseásemos; así, cuando miramos una barra de hierro enrojecida al fuego, el color rojo despierta en nosotros la idea del calor, que podríamos experimentar directamente aproximando la mano. Esta percepción se reduce a una substitución del tacto por la vista.

Pero en las percepciones más complejas que dependen del razonamiento propiamente dicho, ocurre de muy distinto modo; cuando reconocemos por la inspección de una sola hoja, que una planta es saponaria o lila; cuando descubrimos en un camino forestal, el cuerno de un ciervo, la uña de un jabalí o la garra de un lobo, la sensación que recibe nuestro ojo evoca la imagen de objetos de que no podemos tener inmediatamente experiencia. Sin embargo, siempre son operaciones del mismo género, sugestiones de imágenes por una sensación actual, y no hay razón para creer que el mecanismo de esta sugestión sea diferente en los dos casos.

Para resumir, se pueden reducir a dos tipos todos los actos de percepción: el reconocimiento específico y el reconocimiento individual.

Sería interesante saber si una percepción individual comienza por ser genérica y sólo llega a su desarrollo completo por grados, por una progresión regular. Según esta hipótesis, cuando vemos a una persona conocida, la percibimos al principio como un cuerpo sólido, después como un hombre y, finalmente, como Fulano de Tal. Este desarrollo progresivo existe; no es sólo probable, es real; he aquí algunos experimentos de hipnotismo que lo demuestran.

Entre los efectos que puede producir en una persona hipnotizada, uno de los más interesantes sin disputa es la anestesia sistemática, operación que consiste en hacer invisible para el individuo una persona o un objeto; es, hablando propiamente, la supresión aislada de una percepción particular31.

Todavía recordamos los efectos que produjo el primer experimento de anestesia que hicimos con M. Féré en uno de nuestros individuos, la citada W... Cuando W... estaba dormida, se le sugirió que ya no vería a M. Féré, pero que podría oír su voz. Al despertar, M, Féré se colocó ante ella, ella no le miró; le tendió la mano y ella no hizo ningún gesto. Siguió tranquilamente sentada en el sillón en que acababa de despertarse; nosotros estábamos sentados en sillas a su lado. Al cabo de algún tiempo, se asombra de no ver a M. Féré, que estaba en el laboratorio un momento antes, y nos pregunta qué le ha pasado. La respondemos que ha salido y que puede volverse a su sala. M. Féré va a colocarse ante la puerta. La enferma se levanta, se despide de nosotros y se dirige hacia la puerta; en el momento en que va a coger el picaporte, tropieza con el cuerpo invisible de M. Féré. Este choque inesperado la hace estremecerse; trata de avanzar de nuevo, pero, al encontrar la misma resistencia inexplicable, comienza a sentir miedo y se niega a repetir la tentativa.

Entonces cogemos un sombrero de la mesa y se lo enseñamos; lo ve perfectamente bien y se asegura de que es un cuerpo real, con los ojos y con las manos; después le colocamos en la cabeza de M. Féré. La enferma ve el sombrero como si estuviese suspendido en el aire. No hay palabras para expresar su asombro; pero su sorpresa llega al colmo cuando M. Féré se quita el sombrero y la saluda muchas veces; ella ve que el sombrero describe una curva en el aire sin que lo sostenga nada. A la vista de este espectáculo, declara que «aquello es física», y supone que el sombrero está suspendido por un hilo. Se sube en una silla para tratar de tocar el hilo, pero no consigue hallarlo. Cogemos una capa y se la ponemos a M. Féré; la enferma, que la contempla fijamente con mirada maravillada, la ve agitarse en el aire y tomar la forma de un individuo. Dice que es «como un maniquí que estuviese hueco.» A nuestra voz, los muebles se agitan y ruedan con estrépito de un lado a otro del cuarto (es sencillamente que los mueve M. Féré, invisible); se derriban mesas y sillas; después el orden sucede al caos; los objetos vuelven a su sitio, los huesos desarticulados de una calavera, que se han esparcido por el suelo, se unen y se sueldan; un portamonedas se abre solo y en él salen y entran monedas de oro y plata.

El experimento de la invisibilidad de M. Féré se hizo el 20 de Mayo del año pasado; al final de la sesión, se olvidó volver hacer visible a M. Féré, cosa que se hubiera podido ejecutar volviendo a dormir a la enferma y asegurándola muchas veces con autoridad, que podía ver a M. Féré. El 23 de Mayo continuaba la invisibilidad de éste; se quiso hacer cesar este fenómeno de anestesia por una nueva sugestión, y entonces se observó algo muy notable.

Ante todo se notó, con sorpresa de todos, que la enferma, no sólo dejaba de ver a M. Féré, sino que había perdido todo recuerdo de él, aunque le conocía hacía diez años; no se acordaba ni de su nombre, ni de su existencia. Después de haberla dormido, se hizo visible para sus ojos a M. Féré con mucho trabajo; una vez despierta, volvió a verlo finalmente; Pero, cosa curiosa, no lo reconoció y lo tomó por un desconocido. Lo más cómico fue verla enfadarse cuando M. Féré la dirigió la palabra, tuteándola. Algunos días después, la enferma tuvo en la sala uno de los grandes ataques de histero-epilepsia a que está sujeta por desgracia; este ataque barrió por completo las últimas huellas de la anestesia, y desde entonces la enferma reconoció por fin a M. Féré, sin sospechar que durante cuatro o cinco días lo había tomado por un extranjero que iba de visita.

En este último experimento32, encontramos que en cierto modo se ha hecho por sí misma -y estas son los mejores-, una aplicación interesante de la ley de regresión, cuya importancia en las destrucciones y reconstrucciones de la memoria ha mostrado M. Ribot, y que es en realidad una ley de patología general. La anestesia sistemática consiste, desde el punto de vista psicológico, en la parálisis de una percepción individual. Aquí vemos que la anestesia desaparece poco a poco, por grados, con una lentitud que basta para permitirnos advertir su marcha. La enferma, que al principio había perdido completamente la percepción de M. Féré, comienza, bao el influjo de una sugestión curativa, por percibir su persona, sin reconocerlo; la percepción genérica ha vuelto a aparecer; la percepción individual, más complicada, está completamente paralizada: ve un hombre, sin saber quién es. Después llega el ataque, como uno de esos grandes desarreglos intestinales que descarga a la economía de una substancia tóxica. Desde entonces vuelve a aparecer la percepción individual y se verifica el reconocimiento.

Este renacimiento de la percepción, que se reconstruye trozo a trozo, siguiendo el orden de lo sencillo a lo complicado, de lo general a lo individual, demuestra la hipótesis que hemos anticipado: los diversos órdenes de percepciones que se distinguen con los nombres de percepción generica, específica, individual, no son más que las fases más o menos adelantadas del mismo proceso. Existe una continuidad perfecta entre las percepciones más sencillas, como, por ejemplo, la percepción de un color, y las percepciones complicadas que tocan con los razonamientos lógicos y conscientes, y finalmente, un mismo acto, desarrollándose y evolucionando, comienza por ser una percepción simple y se transforma por grados en un razonamiento complejo.

Una comparación traducirá esta idea a una forma sensible. El punto de partida de toda percepción es una impresión de los sentidos, este elemento inicial es como un núcleo alrededor del cual se disponen concéntricamente las capas de imágenes. Pero estas capas no son idénticas; las imágenes que sugiere primero la sensación y que forman la capa más profunda, más resistente, representan las propiedades físicas del objeto: forma, magnitud, consistencia física, peso, etc, y sus propiedades específicas más sencillas. La prueba de ello es que estas propiedades son las que se perciben primero cuando comienza a desaparecer la anestesia sistemática. Por el contrario, las imágenes que representan los caracteres individuales del objeto, constituyen la capa más superficial por consiguiente, la más inestable. Una vez formadas las últimas, desaparecen las primeras bajo el influjo de una sugestión inhibitoria.

Hasta aquí sólo hemos considerado un aspecto del percepto, describiéndolo como una síntesis de sensaciones y de imágenes. Desde el punto de vista lógico, el percepto es un juicio, un acto que determina una relación entre dos hechos, o, en otras palabras, un acto que afirma algo de alguna cosa. Nos contentamos con reproducir un ejemplo citado por M. Paulhan, en un librito que vale más que muchas obras muy voluminosas:

»Tengo un libro a la vista y afirmo que es amarillo. Si descomponemos este juicio, encontramos que lo que afirmo es la coexistencia de una sensación real (color amarillo), con otras sensaciones que tengo o que puedo tener (color blanco de los cantos de las hojas, color negro de las letras impresas, sensaciones de resistencia, de peso, etc.). Pero ¿de qué naturaleza es el acto por el cual creo que estas diversas sensaciones están reunidas? No hay otra cosa en el espíritu que la cohesión de estas diversas sensaciones... El juicio se reduce, pues, a una asociación de imágenes indisoluble por el momento; va con frecuencia acompañada de una afirmación expresada por palabras pensadas, pronunciadas o escritas (una proposición verbal), pero puede existir independientemente de toda expresión; puede consistir sólo en imágenes33

Esta es la primera vez que tenemos que hablar del valor lógico de una asociación de imágenes. Esta cuestión ha sido ampliamente tratada por los psicólogos ingleses contemporáneos; lo único que podemos hacer es remitir a nuestros lectores a sus obras, donde se verá establecido: que todo juicio tiene por objeto afirmar entre dos cosas una relación de semejanza, de contigüidad o de sucesión34; que esta afirmación, esta creencia, este juicio son efectos exteriores de un hecho interno, la asociación de las imágenes presentes a nuestro espíritu35; y finalmente, como conclusión general, que siempre que dos imágenes están fuertemente asociadas, como, por ejemplo, la imagen de una piedra que se lanza por el aire y la imagen de su caída, o hasta asociadas indisolublemente, como la imagen de una cosa resistente y la imagen de una cosa extensa, creemos que las cosas así ligadas en nuestro espíritu lo están de igual modo en la realidad36. Esto quiere decir que exteriorizamos una asociación de imágenes, como exteriorizamos una imagen.




- III -

Se acaba de ver que el percepto es un edificio complicado, construido con sensaciones e imágenes y formado visiblemente de muchas capas. Ya estamos lejos de la opinión común, según la cual, la función del espíritu que percibe un objeto, es la de la placa sensible en una máquina fotográfica; a medida que avancemos más en el interior de nuestro asunto, nos iremos convenciendo de la insuficiencia de esta comparación.

Diferentes veces, haciendo alusión a la naturaleza psicológica de la percepción, hemos visto en ella el resultado de un razonamiento inconsciente. Aunque este punto esté admitido generalmente, salvo algunas variaciones y algunas reservas accesorias, por los psicólogos contemporáneos, constituye una parte de nuestro objeto demasiado importante para que podamos aceptarla sin discusión y sin prueba. Esta es una cuestión que merece tratarse de frente.

Antes de discutir un problema, hay que establecer muy exactamente sus términos. No es nuestra intención asimilar de una manera completa la percepción a un razonamiento en forma. Claro es que, comprendida en este sentido, la tesis que sostenemos se convierte en una paradoja. Es paradógico sostener que el acto de reconocer un objeto por la vista o por el tacto, se parece a un silogismo. Por eso no llegamos hasta eso, y si insistimos sobre esta cuestión es para rogar a nuestros críticos que no nos combatan tratando de refutar lo que nunca hemos dicho. Lo que decimos, lo que creemos cierto, lo que vamos a demostrar, es que en el razonamiento en forma hay caracteres esenciales que se encuentran en la percepción externa; que los dos actos, tan diversos en apariencia, tienen, sin embargo, la misma estructura interna, el mismo esqueleto. Para tomar una comparación sacada de las ciencias naturales, la percepción externa es un razonamiento con el mismo título que el anfioxus, que no tiene vértebras, es un vertebrado.

Para demostrar esta tesis, se puede elegir al azar un ejemplo de percepción externa y un ejemplo de razonamiento en forma y establecer el paralelo entre ambos. Comparemos la percepción de una naranja, con el silogismo vulgar de las escuelas: Todos los hombres son mortales, Sócrates es hombre, Sócrales es mortal.

Cuando miramos una naranja, experimentamos cierto número de impresiones. Ante todo, es una impresión de color, de luces y sombras, formada por un agregado muy complejo de sensaciones simples. El aparato muscular del ojo, despertado por la excitación de la retina, llega a ser un centro de contracciones acompañadas de sensaciones musculares definidas; hay que observar la disminución de la abertura de la pupila, la convergencia de los ejes de los dos ojos, la contracción del músculo de la adaptación focal, los movimientos de los ojos en la órbita, etc.; hay, además, movimientos de la cabeza, del cuello y del tronco, que se ejecutan inconscientemente para permitir a los rayos luminosos alcanzar la superficie de la retina y la parte más sensible de esta superficie, es decir, la mancha amarilla. Estas son, poco más o menos, todas las sensaciones reales que recibimos del objeto o con motivo del objeto, todas las demás se conocen indirectamente, en el estado de imágenes.

Así, la dirección y la distancia del objeto (es decir, su posición en el espacio) y su magnitud, son tres hechos importantes suministrados, no por los sentidos, sino por el espíritu; pero no es esto todo; se cree ver, es decir, se ve por los ojos del espíritu la forma esférica de la naranja, su superficie lisa y punteada, el jugo que contiene, la complicada disposición de sus partes internas, la presencia de las semillas, y al mismo tiempo se cree sentir su peso, su consistencia ligeramente elástica, su olor, su gusto, y se cree oír pronunciar su nombre.

Si se continúa mirando la naranja, se determina la aparición de las imágenes relativas a su utilidad práctica, a la acción de cortarla con un cuchillo, de llevarla a la boca, de chuparla y de arrojar la pulpa y las pepitas.

Finalmente, hay un número inmenso de imágenes que ni siquiera se pueden mencionar, porque son personales a cada observador y dependen de su experiencia pasada y de su educación científica. Todas estas imágenes se despiertan, en un grado cualquiera, por la presencia del objeto y gravitan alrededor de la simple impresión de una mancha amarilla que recibe el ojo.

En un sujeto entregado al automatismo, esta sugestión de imágenes por un objeto exterior es tan viva que se traduce al exterior por una serie de actos. Si se da un paraguas a Witt...cuando está sonámbula, lo toma, y en seguida se estremece como si sintiese la aproximación de la tempestad; después lo abre y se pone a andar por el laboratorio, recogiéndose la falda y mirándose los pies; de vez en cuando, salta un arroyuelo. El espectáculo es muy curioso37.

Si se compara ahora la percepción de una naranja con un razonamiento en forma, que tenga por objeto la muerte de Sócrates, ¿qué analogía se descubrirá entre ellos?

1.º Apenas hay necesidad de observar que estos dos actos pertenecen al conocimiento directo y mediato. Cuando afirmamos la muerte futura de una persona viva, fundándonos en la muerte de los demás hombres, nuestra afirmación se adelanta al curso de los acontecimientos, es una previsión. De igual manera, cuando miramos una naranja y afirmamos, sea explícita o implícitamente, que «aquello es una naranja», rebasamos el límite de nuestra experiencia actual por un acto de nuestro espíritu. Esto es precisamente lo que se propone demostrar el análisis anterior. Los caracteres de estructura, de peso, de gusto, etc., atribuídos a una naranja, no están comprendidos en la impresión visual que proviene de la naranja; afirmar su existencia es ir más allá de la sensación; es, pues, ejecutar un acto que depende de la conciencia indirecta. Toda percepción se parece a una conclusión de razonamiento; contiene, como la conclusión lógica, una decisión, una afirmación, una creencia relativas a un hecho que no se conoce directamente por los sentidos; en otras palabras, es una transición de un hecho conocido a un hecho desconocido.

2.º Los actos que comparamos tienen por elemento común el suponer la existencia de ciertos estados intelectuales anteriores, es decir, de recuerdos. Para el razonamiento en forma, estos estados preparatorios se llaman premisas. Sin premisas no hay conclusión. Nuestro espíritu no acepta esta proposición: «Sócrates es mortal», sino porque conoce la verdad de una proposición diferente: «todos los hombres son mortales». Por otra parte, es un carácter distintivo de todos los procedimientos indirectos de conocimiento el exigir necesariamente una prueba. Poco importa que esta prueba esté presente o no en el espíritu, en el momento en que nos servimos de ella: lo que es esencial y suficiente, es que la conozcamos. Hay muchos razonamientos simplificados cuyas premisas son inconscientes. La mayor parte de las inferencias que hacemos todos los días para las necesidades de la vida práctica, están en este caso. M. Spencer, da un ejemplo interesante de ellas:

«Si se le dice a uno que D. Fulano de Tal, de noventa años, va a construir una nueva casa, responderá que es absurdo que un hombre que está tan cerca de la muerte haga semejantes preparativos para la vida. Pero ¿cómo se llega a pensar en la muerte de D. Fulano de Tal? ¿Es que se ha repetido antes uno la proposición «Todos los hombres deben morir»? Nada de eso. Ciertos antecedentes le llevan a uno a pensar que la muerte es uno de los atributos de D. Fulano de Tal, sin pensar antes que ese es un atributo de la humanidad en general. Si alguno considerase que no estaba demostrada la locura de D. Fulano de Tal, le responderíais probablemente: «Tiene que morir, y muy pronto», sin apelar siquiera al hecho general. Y sólo cuando se le preguntase a uno por qué tiene que morir, se recurriría con el pensamiento o con la palabra a este argumento: «Todos los hombres tienen que morir, luego D. Fulano de Tal tiene que morir». Se sabe que, en opinión de Spencer, el silogismo representa, no el procedimiento por el cual se llega a la conclusión, sino el procedimiento por el cual se la justifica; en otras palabras, el silogismo, reproduciendo de propósito los datos de un razonamiento, nos permite ver si afirmamos más de lo que conocemos absolutamente, y si la conclusión está realmente implícita en las premisas, como suponemos. El ejemplo citado explica esta teoría.

Volvamos ahora a la percepción de una naranja, y observaremos sin trabajo que este acto exige, como un razonamiento, antecedentes lógicos. Lo que nuestro ojo nos hace conocer directamente es la impresión de una mancha amarilla; nadie sostendrá que podríamos deducir de esta sensación, aparte de toda experiencia y por una especie de mecanismo establecido de antemano, que hay al alcance de nuestra mano una naranja, un fruto que se puede cortar, comer y chupar y que aplaca la sed, etc. Si no hubiese intervenido nunca ninguna experiencia, nuestra inteligencia no vería nada más allá de nuestra sensación actual, y no habría percepción en el sentido propio de la palabra. Si, por el contrario, podemos reconocer la naranja, es porque nuestro ojo ha recibido una educación anterior; es porque hemos aprendido en otras ocasiones a asociar cierta impresión del ojo (la vista de la naranja) en todas las demás impresiones que hemos experimentado en otro tiempo, cuando hemos cogido la naranja con las manos para cortarla y comerla.

He aquí un segundo punto de contacto entre la percepción de un objeto exterior y un razonamiento. Estos dos actos suponen estados más antiguos (recuerdos). Estos antecedentes lógicos se llaman premisas en el razonamiento, experiencias anteriores para la percepción. La premisa del razonamiento analizado es: «Todos los hombres son mortales». La de la percepción se podría formular, en rigor, de un modo análogo: «Todos los cuerpos esféricos de color amarillo y de cierto tamaño son frutos llenos de jugo azucarado». Sea lo que quiera, se ve que la percepción consiste: como el razonamiento, en la aplicación de un recuerdo al conocimiento de un hecho nuevo, y da lugar a la generalización de este recuerdo.

Todavía hay más.

Si en la mayor parte de los razonamientos las premisas son inconscientes, en todas o casi todas las percepciones, las experiencias anteriores que las hacen posibles no son tampoco recordadas por el espíritu. Así, en cuanto vemos cierta mancha amarilla, afirmamos en seguida que «aquello es una naranja»; no hay movimiento consciente hacia el pasado y, por consiguiente, no hay alegación de prueba. Sólo cuando se ponga en duda la exactitud de nuestra percepción invocaremos nuestra experiencia pasada; exactamente como para nuestras inferencias diarias.

3.º Sigamos nuestro paralelo para ver hasta qué punto es justo. Ya se sabe que la base de todo razonamiento es el reconocimiento de una semejanza; el razonamiento se puede definir, de un modo algo burdo, como la transición de un hecho conocido a otro desconocido, por medio de una semejanza. Cuando recorremos mentalmente el silogismo siguiente: «Todos los hombres son mortales, Sócrates es hombre, luego Sócrates es mortal, pasamos de un hecho conocido (la mortalidad de los hombres) a un hecho desconocido (la muerte de Sócrates), por la relación de semejanza que descubrimos entre los dos hechos; esta semejanza constituye el objeto de una proposición especial: «Sócrates es hombre». No hay en el mundo razonamiento que no contenga, como éste, la afirmación de una semejanza; pero esta afirmación toma diversas formas y se llama de diversas maneras: comparación, clasificación, reconocimiento, etc. Hasta se sabe que la escuela de Aristóteles asimila el razonamiento a una clasificación. Deducir que Sócrates es mortal, sería poner a Sócrates en la clase de los hombres, uno de cuyos atributos es la mortalidad.

La percepción de un objeto exterior supone un acto semejante de identificación. Para reconocer sólo con la vista que tenemos delante una naranja, no basta que las experiencias pasadas hayan formado una asociación entre un trozo de color amarillo rojizo y ciertos caracteres de estructura, de tacto, de gusto y de peso; además, es preciso que exista una semejanza entre las dos experiencias, la pasada y la presente; es preciso que los dos trozos tengan el mismo color, el mismo matiz. En general, no pensamos en asegurarnos de esta semejanza por un acto de comparación voluntario, pero no es menos cierto que es necesaria su existencia. Más todavía: la mayor parte de las veces somos muy hábiles para distinguir una semejanza real de una analogía engañosa.

Algunos autores hasta han asimilado la percepción a una operación de clasificación, como se ha hecho para el razonamiento lógico. En su opinión, la percepción visual de un objeto consiste en clasificar la sensación que se experimenta en el grupo de las sensaciones análogas que se han experimentado anteriormente. Esta idea se ha desarrollado ampliamente por Spencer.

En resumen: la percepción y el razonamiento tienen comunes los tres caracteres siguientes: 1.º, pertenecen al conocimiento mediato e indirecto; 2.º, exigen la intervención de verdades conocidas anteriormente (recuerdos, hechos de experiencia, premisas); 3.º, suponen el reconocimiento de una semejanza entre el hecho que se afirma y la verdad anterior en que se apoya. La reunión de estos caracteres muestra que la percepción se puede comparar a la conclusión de un razonamiento lógico38.

Esta es una de las verdades tan demostradas que ha penetrado en todos los libros. M. Hemholtz dice con este motivo: «Los juicios mediante los cuales nos remontamos desde las sensaciones a sus causas pertenecen, por sus resultados, a lo que se llama juicios por inducción39», y, en su apoyo, cita el ejemplo siguiente: «Como en una inmensa mayoría de casos la excitación de la retina en el ángulo externo del ojo provenía de una luz que llegaba a éste por el lado nasal, pensamos que ocurre lo mismo en todo caso nuevo en que la excitación interese la misma parte de la retina, de igual modo que pretendemos que todo hombre que vive ahora tiene que morir, porque la experiencia nos ha enseñado que hasta ahora todos los hombres acaban por morir». Se podrían hacer citas análogas de las obras de Mill, de Spencer, de Bain, etc.

Sería fácil seguir y renovar la comparación que hemos establecido entre la percepción y el silogismo, observando que si la percepción es un razonamiento, la ilusión de los sentidos es un sofisma. Esta deducción se ha hecho hace mucho tiempo; hasta se ha tratado de sacar de ella la regla de lógica infringida por la mayor parte de las ilusiones. Citaremos de la categoría de las ilusiones pasivas, que ha estudiado muy cuidadosamente J. Sully40. Apóyese el dedo en la parte externa del párpado bajado y se verá aparecer una especie de anillo luminoso; esta imagen, que representa el extremo del dedo, no se localizará en el punto en que se ha excitado la retina, sino hacia adentro y hacia arriba, próximamente en la parte superior de la nariz, en el sitio preciso en que está situado generalmente el foco luminoso que obra sobre la retina en el sitio tocado. El sofisma contenido en este razonamiento inconsciente consiste en tomar por ley absoluta una regla que sólo vale para ciertos casos. Los errores de este género se encuentran con mucha frecuencia en la fisiología de los órganos de los sentidos.

Se puede considerar ahora suficientemente demostrado que la percepción es un razonamiento. No nos entretendremos, pues, en discutir la opinión de algunos pensadores que se proponen trazar una línea entre el razonamiento y la inferencia, y no quieren ver en la percepción más que una inferencia. Según estos autores, la inferencia es simplemente la consecución por la cual el espíritu pasa de una idea a otra, como cuando un holandés, al atravesar una ciudad de la India, espera encontrar una taberna; esta operación, aun siendo un paso de lo conocido a lo desconocido, no constituye más que un peudorazonamiento, un bosquejo que no merece el nombre de obra acabada. Pero en el razonamiento, también en opinión de los mismos autores, hay algo más que esa comparación de hechos en la conciencia. El razonamiento es el acto reflexivo por el cual el espíritu adopta una proposición, porque ve en ella la consecuencia lógica de otras proposiciones que tiene por verdaderas; de manera que no hay operación racional sino allí donde todas las premisas están presentes en el espíritu, y donde el espíritu percibe la relación que une a a las premisas con la conclusión41.

Nosotros rechazamos esta distinción arbitraria. Inferencia o razonamiento es siempre la misma cosa; acabamos de demostrarlo en cuanto a la percepción, en que el análisis revela las partes esenciales de un silogismo. Después de este análisis, ¿cómo se podría sostener que la percepción es una simple consecución? Todo lo que se puede conceder es que, en realidad, ciertos razonamientos son conscientes y otros son automáticos. La percepción es de segundo orden. Pero no se debe conceder gran valor a esta diferencia. La conciencia acompaña a los procesos fisiológicos del razonamiento, de la sensación, del recuerdo, etc.; no los constituye; es un epifenómeno y nada más42. Hasta donde se puede uno dar cuenta por experimentos de medidas hechas sobre las sensaciones, la conciencia está sometida a condiciones de duración y de intensidad; si se realizan estas condiciones, existe; si no, no existe. Pero en todos los casos aparece y desaparece sin afectar al trabajo de las células nerviosas, que continúa silenciosamente con la misma fatalidad.




- IV -

Se acaba de ver que el trabajo contenido en toda percepción es idéntico a la operación que consiste en sacar una conclusión una vez establecidas las premisas. Al mismo tiempo se ha adquirido una idea sumaria de la naturaleza de este trabajo. Siguiendo más adelante, vamos a tratar de dar una explicación del razonamiento.

Pero antes de abordar este gran problema, a que está consagrado el libro entero, nos detendremos en algunas consideraciones preliminares. Tenemos intención de exponer una teoría psicológica del razonamiento. Para que esta teoría sea justa, para que sea cuando menos aceptable, es evidentemente necesario que satisfaga ciertas condiciones, que se adapte a ciertos hechos psíquicos, ya conocidos y considerados como ciertos. La psicología no está ya en ese estado de infancia por que ha pasado toda ciencia y en que a todos se les permite exponer libremente explicaciones fantásticas, que no tienen ninguna base.

En toda ciencia que esté en camino de organizarse, una teoría sólo tiene derecho de ciudadanía cuando se apoya en hechos admitidos; por ejemplo: si alguien pretendiese haber descubierto el movimiento continuo, se tendría derecho a rechazar, sin examinarlo, su pretendido descubrimiento, porque sería contrario a todas las leyes de la mecánica. La psicología también tiene sus cuestiones de movimiento continuo. Por lo tanto, antes de buscar la solución de nuestro problema, pongámoslo en ecuación, con objeto de precisar las condiciones a que debe satisfacer la solución para ser justa.

Primera condición. -Stuart Mill ha observado que todas las explicaciones psicológicas, sin excepción, están sometidas a la condición general de ser una aplicación de las leyes de asociación por semejanza y por contigüidad43. En opinión de Stuart Mill, dar cuenta de un hecho psicológico es demostrar que es un caso particular de las leyes de asociación. No es nuestro intento enseñar al lector lo que quieren decir estas leyes: el asunto es muy conocido, gracias a los numerosos análisis que tenemos de las obras inglesas. Recordemos sencillamente que la asociación por semejanza es la ley mediante la cual las ideas, imágenes y sentimientos que son semejantes se evocan entre sí en el espíritu, así como un retrato evoca la idea del modelo. Recordemos también que la asociación por contigüidad es la ley en virtud de la cual dos fenómenos que se han experimentado juntos tienen una tendencia a asociarse en nuestro espíritu, de tal modo, que la imagen del uno recuerde la imagen del otro. Estas son las leyes de asociación; nuestras fórmulas secas no pueden dar una idea de la inmensa cantidad de fenómenos que explican estas leyes. Sin embargo, nadie tiene derecho a sostener que estas leyes son las únicas y que no hay otras. No podemos figurarnos que conocemos desde ahora todas las leyes del espíritu. Esto sería una presunción singular. Por eso creemos que Stuart Mill ha sido demasiado exclusivo cuando ha dicho que todas las explicaciones psicológicas consisten en referir el hecho que se va a explicar a las leyes de asociación. Lo que hay que conservar de la opinión de Stuart Mill es que, en fisiología como en las demás ciencias, una explicación no debe defender más que verdades conocidas y establecidas en la misma época; pero como las únicas leyes psicológicas que se pueden considerar establecidas por ahora son las de la asociación, sólo a éstas se puede hacer intervenir provisionalmente en las explicaciones. Aquí tenemos una señal preciosa que permite distinguir a primera vista una explicación seria de esas caricaturas de explicación, que no son más que hipótesis basadas en otras hipótesis.

Segunda condición. -Para el psicólogo, toda proposición verbal se resuelve en una asociación de imágenes, y la demostración de una proposición, el razonamiento, es la creación de una nueva asociación. Spencer ha definido muy justamerte el razonamiento: el establecimiento de una relación entre dos términos, y ha desarrollado, con gran abundancia de detalles, el sentido y el alcance de su definición.

Ya hemos tenido ocasión de mostrar que en toda percepción hay trabajo y que este trabajo da lugar a una síntesis de sensaciones y de imágenes. Percibir un objeto, una naranja, por ejemplo, y reconocer la existencia y la naturaleza de este fruto colocado ante nosotros, es asociar a una impresión de la vista cierta cantidad de atributos de que no tenemos conocimiento directamente. Ahora bien, asociar dos grupos de cualidades es juzgar; es, como dice la definición de Spencer, establecer una relación entre dos términos.

Fijado esto, la cuestión planteada es la siguiente: ¿Cómo se ha formado esa síntesis? ¿Por qué procedimiento se establece una relación entre los dos términos? ¿Cómo pasamos desde una impresión de color amarillo recibida por el ojo, a la imagen de todos los atributos que caracterizan a una naranja? Y además (porque nos proponemos mostrar todas las fases del problema), ¿cómo juzgamos que aquéllo es una naranja?

Tercera condición. -Spencer añade una frase a la referida definición del razonamiento: el razonamiento, dice, es el establecimiento indirecto de una relación entre dos términos. Este adjetivo se comprenderá bien por medio de un ejemplo. Supongamos que, en lugar de limitarnos a mirar a una naranja, cogemos dicha fruta, la mondamos y nos la comemos; a medida que ejecutemos estos diferentes actos, se formará en nuestro espíritu una asociación entre la vista de la naranja e innumerables sensaciones de la mano y del gusto; la formación de esta relación será directa, producida por la experiencia, vendrá del exterior. Por el contrario, cuando vemos la naranja a distancia, sin tocarla, es decir, cuando razonamos sobre nuestra sensación visual, la relación que se establece entre esta sensación y la imagen mental de los atributos es indirecta, en el sentido de que la experiencia actual no la suministra y de que está producida por el ejercicio de otros estados intelectuales: las premisas.

Expresaremos este hecho en el lenguaje propio de lo psicología. ¿Qué es una premisa? Es un juicio, una asociación de imágenes. Por consiguiente, ¿qué es una conclusión engendrada por premisas? Es una asociación de imágenes engendrada por otras asociaciones.

Se puede, pues, formular así la tercera cuestión: ¿Cómo las dos asociaciones completas que constituyen las premisas se pueden reunir para formar una tercera que constituye la conclusión del razonamiento?

Tenemos la piedra de toque, con la cual se puede asegurar si una teoría psicológica del razonamiento es verdadera o falsa. Hagamos el ensayo de este criterio.

Hay pocas teorías del razonamiento que estén en armonía con las ideas modernas y que merezcan una discusión. La escuela espiritualista francesa, que se reduce en muchas cuestiones a la antigua teoría de las entidades, explica generalmente el razonamiento por una facultad de razonar; algunos partidarios de esta escuela no se contentan con esta explicación puramente verbal, pero se limitan a sostener que el razonamiento es una propiedad sencilla, irreductible y, por consiguiente, inexplicable. Es de sentir que M. Taine, en su magnífica obra sobre la Inteligencia, nos haya dado una teoría del conocimiento en lugar de una psicología del razonamiento. En Alemania, Wundt pone en el razonamiento la base de la vida psíquica; hace de él el fondo de todos nuestros pensamientos y llega hasta a decir que se podría llamar al espíritu «una cosa que razona». Así es como él quiere descubrir algo de razonamiento hasta en el hecho primitivo y elemental de la vida psíquica, en la sensación. Pero cuando se trata de desmontar pieza por pieza el mecanismo del razonamiento, de enterarse de él mediante leyes conocidas, se encuentra una laguna en su obra. En lo que podemos juzgar, a través de los análisis de monsieur Ribot, que siempre son obras maestras, Wundt no ha dado una explicación del razonamiento. En Inglaterra, Stuart Mill se ocupa casi exclusivamente de la lógica del razonamiento y deja a un lado la psicología; y ya se sabe que hay tanta diferencia entre la psicología y la lógica como entre la psicología y la higiene. M. Bain, que refiere sistemáticamente todos los hechos mentales a una combinación de las leyes de la asociación, aborda diferentes veces la cuestión que nos ocupa; pero su pensamiento es vago y flotante, y, cediendo a su costumbre, describe en lugar de explicar44. Sólo en la obra de Spencer encontramos una verdadera teoría del razonamiento.

Aquí la teoría es tan completa como se puede desear, porque parte del tipo del razonamiento más elevado y llega al más sencillo, comprendiendo en su vasta amplitud el razonamiento cuantitativo compuesto, el razonamiento cuantitativo simple e imperfecto, el razonamiento en general, la percepción y el sentimiento de la resistencia. El autor ha tratado de establecer que el procedimiento que sigue el sabio en sus razonamientos más largos y más complicados, es aquel por medio del cual se ensaya en el pensamiento un conocimiento naciente; en una palabra, que entre todos los fenómenos de la inteligencia hay una unidad de composición. ¿Cuál es esta unidad? Se puede resumir todo estudio del razonamiento definiéndolo así: «Una clasificación de relaciones». Pero ¿qué significa la palabra clasificación? Significa el acto de agrupar relaciones semejantes. Deducir una relación es pensar que se asemeja a ciertas otras45.

Antes de discutir esta teoría hay que hacerla comprender. Lo conseguiremos citando algunos tipos de razonamientos que presenta el autor y mostrando cómo da cuenta del mecanismo de estas operaciones la idea de una clasificación.

Tomemos como ejemplo un «razonamiento cualitativo imperfecto» que los tratados de lógica presentan comúnmente como silogismos; cuando se dice: todos los animales que tienen cuernos son rumiantes; este animal tiene cuernos, luego este animal es rumiante, el acto mental indicado es, según M. Spencer, un conocimiento del hecho de que la relación entre atributos particulares de este animal es semejante a la relación entre atributos homólogos de ciertos otros animales. Se le puede representar de este modo:

(Los atributos que constituyen un animal con cuernos)...Aa (Los atributos que constituyen este animal con cuernos)
(coexisten con) Es semejante a
(Los atributos que constituyen este animal rumiante)...Bb (Los atributos que constituyen este animal rumiante)

«La relación entre A y B es como la relación entre a y b»; esta es la fórmula que, según el autor, representa realmente nuestra intuición lógica. Se notará que el razonamiento comprendido así, se convierte en una verdadera proporción que tiene cuatro términos, en una especie de regla de tres de donde estaría excluida la idea de cantidad. Stuart Mill ha censurado a Spencer por convertir el razonamiento en una operación de cuatro términos, y ha sostenido que, en realidad, sólo existían tres. Así, trayendo la controversia al ejemplo anterior, Stuart Mill ha observado que el razonamiento atribuye a cierto animal que tiene cuernos los mismos atributos (que constituyen el animal rumiante) que a todos los demás animales que los tienen; por consiguiente, los dos términos indicados por las letras B y b no forman más que uno, son iguales y hay tres términos y no cuatro. Spencer ha respondido que, como estos atributos no pertenecen a los mismos animales, sino a animales distintos, aunque semejantes, los atributos también debían ser distintos. La solución de esta dificultad es fácil de encontrar; a nuestro parecer, es Mill quien tiene razón. Habría podido replicar a Spencer: Todo animal de cuernos tiene sus atributos distintos que hacen que sea un rumiante; pero la idea general que tenemos de estos atributos es común a estos animales, es la misma para todos; y así se llega a reducir a tres los términos del razonamiento46.

No importa; admitamos por un instante la existencia de los cuatro términos. El razonamiento es una clasificación de relaciones, sea; pero antes de clasificar las relaciones hay que formarlas, porque no existen antes de formarlas y no se puede comparar lo que no existe. Cosa curiosa: esta importante cuestión apenas la toca Spencer y, sin embargo, es el primero en reconocer que el razonamiento consiste en el establecimiento de una relación. Las pocas palabras que ha escrito, como de paso, sobre este motivo, se refieren a otro ejemplo47. Al analizar este silogismo: todos los cristales tienen planos de fractura; esto es un cristal, luego esto tiene un plano de fractura, investiga cómo nuestro espíritu puede pasar de la percepción de un cristal individual a la idea de un plano de fractura, y para explicar el establecimiento de una relación entre estos dos términos, que es el nudo vital de la cuestión, esto es lo más que puede decir: «Antes de afirmar con conciencia que todos los cristales tienen planos de fractura, ya he visto que este cristal tenía uno». Pues entonces, se puede objetar, todo está terminado; la obra del razonamiento se ha ejecutado y se ha establecido la relación, siendo precisamente todo esto lo que se trataba de explicar. Spencer mismo lo reconoce, porque llama a esta operación, que supone realizada sin explicar su génesis, inferencia primaria o provisional: «Es un acto simple y espontáneo, dice, porque no resulta de un recuerdo de las relaciones semejantes ya conocidas, sino simplemente del influjo que, a título de experiencias pasadas, ejercen sobre la asociación de ideas48». Se ve, pues, que cuando se llega al momento decisivo, la teoría desaparece, puede declarar que es cierta, porque en realidad no existe.

Tenemos todavía muchas objeciones que presentar. En esta comparación de relaciones se podría preguntar qué es lo que la relación antigua, la que substituye a las premisas, puede añadir a la relación nueva inferida. Cuando afirmo que hay una relación entre el cristal que tengo y un plano de fractura, es cierto que encuentro una confirmación de lo que afirmo, representándome esta relación antigua: todos los cristales tienen un plano de fractura; la regla general prueba el caso particular. Pero precisamente esto es lo que hay que explicar. Acabamos de demostrarlo al establecer la ecuación de una teoría del razonamiento; el lector recordará que hemos constituido con este punto la tercera condición que debe llenar una teoría del razonamiento para ser justa. Hemos dicho que se debe explicar el modo cómo se deduce una conclusión de sus premisas; en lenguaje más preciso, se debe mostrar cómo se puede formar una asociación entre dos términos por medio de asociaciones anteriores. Ahora bien, la hipótesis de Spencer es impotente para resolver esta cuestión. ¿Qué es lo que nos dicen? Que el espíritu, después de haber establecido (sin saberse cómo) una relación entre a y b, la compara con una relación ya existente entre A y B. Pero ¿qué puede salir de esta intuición de una semejanza entre las dos relaciones? ¿Cómo puede la comparación de las dos agregarse al lazo que una ya a los términos a y b? Es esta una cuestión de mecanismo mental que hay que resolver. Spencer no la resuelve; ni siquiera se entera de ella. Uno de los caracteres de la teoría que discutimos, es mantenerse siempre a un lado. Spencer se limita a consignar que la idea de que todos los cristales tienen un plano de fractura, confirma la conclusión particular de que este cristal tiene un plano de fractura; pero repetimos que esto no es más que el enunciado de la cuestión. Habría que explicar esta confirmación de la relación particular por la relación general, haciendo intervenir a las leyes de la asociación.

Sentimos tener que emitir este juicio sobre una parte de la obra de un pensador que tanto ha hecho por la psicología; pero es nuestro deber juzgar las teorías en sí mismas, sin fijarnos en el nombre de los que las sostienen.

A nuestra vez, vamos a abordar el problema del razonamiento, presentando algunas observaciones sobre una ley mental a que tendremos que recurrir con frecuencia, la ley de semejanza.





IndiceSiguiente