Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice


Abajo

La puerta del desierto

Fernando Alonso





El oasis de Jaisalmer brillaba, radiante, bajo el sol de mediodía.

-¡¡No se ve a nadie!!- gritó Mateo desde lo alto de la torre.

Mateo tenía seis años y una vista de águila.

Por eso, desde lo alto de la torre, vigilaba la llegada de las caravanas.

Aquella torre, y una muralla ruinosa, era lo único que quedaba de una antigua fortaleza, construida para proteger la ruta del desierto.

Los primeros viajeros, llegados de Oriente, la llamaron Jaisalmer, que, en su idioma, significaba «La puerta del desierto».

Hacía tiempo que las tropas abandonaron la ciudadela.

Hacía tiempo que Leví, padre de Mateo, se había hecho cargo de la administración del oasis.

Hacía tiempo que el oasis de Jaisalmer se había convertido en paso obligado de la ruta de las caravanas.

El pequeño Mateo era feliz en aquel oasis.

Desde lo alto de la torre, su mirada volaba sobre la arena hasta perderse en el horizonte de dunas.

Le gustaba ver llegar las caravanas, hablar con los camelleros y los mercaderes, con los aventureros y los peregrinos.

Le entusiasmaba escuchar el relato de sus viajes y de sus vidas.

Al oírlos, Mateo sentía que su mundo se ensanchaba.

Por eso, trataba de descubrir, antes que nadie, una silueta o la nube de polvo que anunciaba la llegada de nuevos viajeros. Por eso, pasaba tanto tiempo en aquella torre vigía.

Mateo no sabía bien qué era lo que más le gustaba: descubrir la llegada de una caravana o perder su mirada sobre la arena vacía.

Cuando veía una caravana, su corazón saltaba de impaciencia. Deseaba que llegara cuanto antes.

Necesitaba saber de dónde venían, adónde se dirigían y qué era lo que transportaban.

Necesitaba saber si venía en ella el Mago de la Palabra, el hombre que sabía todas las historias.

Sin embargo, cuando ninguna caravana se divisaba en el horizonte, Mateo permanecía tranquilo.

Perdía su mirada en aquel escenario vacío y, poco a poco, comenzaba a llenarlo con las historias que había escuchado a la orilla del fuego y de las tiendas. Se miraba en el desierto como si fuera un espejo.

Un espejo que reflejaba su rostro y sus sueños.

Un espejo que lo atraía como el agua del estanque de Jaisalmer.

A Mateo le gustaba aquel paisaje, que era siempre el mismo y siempre diferente: la misma arena y las mismas piedras; pero variaba de aspecto según el capricho del viento, el viento caprichoso del desierto, que borraba las huellas y cambiaba de sitio las dunas, como si jugara a girar un caleidoscopio gigante.

Desde lo alto de la torre, Mateo dominaba todo su mundo.

Rodeado de pedregales y de un mar de arena, brotaba el oasis como por arte de magia.

Como pinceladas luminosas sobre un lienzo de arena.

Parecía un misterioso incendio: las palmeras, llamas verdes, altas, que se agitaban en pausada conversación con el viento; el estanque, llamas transparentes, que reflejaban la alegría fresca del agua en aquellas tierras ardientes, por último, llamas multicolores y vivaces, las gentes que acarreaban cubos para dar de beber a los animales.

Aquella vegetación refrescaba sus ojos, fatigados de tanto perderse en la llanura estéril.

Su mirada se detenía sobre las manchas de color rojo, amarillo, marrón y ámbar de los dátiles tendidos a secar al sol en terrados y azoteas.

Aquellos colores llenaban su boca con la promesa de una cremosa dulzura.

Sus oídos acompañaban el ir y venir de los animales y el trajín multicolor de las gentes que montaban las tiendas; y se llenaban con el grito ronco de los camellos, que discutir con sus cuidadores.

Mateo aguardaba ansioso el atardecer.

Cuando se encendían las estrellas en el cielo y las hogueras frente a las tiendas.

Cuando los viajeros se reunían, en torno al fuego, para contar las historias que llevaba en volandas el viento del desierto.

Con los ojos muy abiertos, Mateo escuchaba las aventuras de un marino llamado Simbad y los prodigios del anillo del rey Salomón; historias de misterio y de magia, de caballos alados y alfombras voladoras, de princesas hermosas y de genios malvados que vivían encerrados en lámparas y botellas.

Todos los días lo mismo; pero cada día diferente.

Diferentes gentes, diferentes historias.

Sin embargo, aquel día prometía ser muy especial.

Mateo había subido a la torre mucho antes que otras veces. El sol comenzaba a asomar por la línea del horizonte, cuando sintió que una fuerza extraña lo empujaba hacía su puesto de vigilancia.

-¡¡Llegan viajeros!!- gritó Mateo, con la mano haciendo visera sobre sus ojos.

Recortadas sobre el resplandor del amanecer, sobre los dientes de sierra que dibujaban las dunas, se divisaban tres caravanas. Aparecieron por Oriente, casi al mismo tiempo.

La primera venía del Norte; la segunda, del Este, y la última, del Sur.

Avanzaban de forma acompasada.

Como si acudieran a una cita.

Como si un tambor lejano les marcara el ritmo.

Como si el oasis las atrajera igual que el imán al hierro.

Mateo fatigaba su mirada para descubrir detalles.

En aquel momento, el niño envidiaba las alas de las cigüeñas que anidaban en el oasis durante los meses del invierno.

Sus ojos iban del Norte al Este y del Este al Sur.

Siempre en dirección a Oriente, donde nacía el sol.

Las tres caravanas traían más carga que ninguna de las que antes habían llegado al oasis.

El sol de la mañana relucía en el oro de los arreos y en los ropajes de los viajeros; eran los más ricos que había visto en toda su vida.

-¡¡Deben ser reyes!! -gritaba el niño, mientras bajaba de la torre para informar a su padre.

Las caravanas se desplegaron en la gran explanada que había frente a la casa de Leví, el padre de Mateo.

Los tres hombres que estaban al mando se acercaron a Leví y le pidieron permiso para acampar.

-Yo soy paje de Su Majestad el rey Melchor -dijo el primero.

-Mi señor es el rey Baltasar -dijo el segundo.

-Soy paje de Su Majestad el rey Gaspar -añadió el tercero.

Mateo se enteró de que aquellos tres reyes de Oriente eran muy sabios y conocían las artes de la magia.

Viajaban para cumplir una misión secreta y debían esperar, en el oasis de Jaisalmer, una señal que les indicaría cuándo debían continuar su viaje y cuál sería su punto de destino.

-Levantad las tiendas formando un cuadrado -dio Leví-. La de Su Majestad el rey Melchor, frente a mi casa, y las otras dos, a derecha e izquierda. De esta forma, quedará una plaza en el centro para las hogueras y los centinelas. Instalad el resto de las tiendas frente a los corrales.

Después de la comida, Mateo regresó a su puesto de vigilancia.

El oasis de Jaisalmer brillaba, radiante, bajo el sol de mediodía.

-¡¡No se ve a nadie!! -gritó Mateo desde lo alto de la torre.

Quería ser el primero en ver llegar a los tres Reyes.

Pero sólo se veían las huellas de las caravanas de los tres pajes, que habían anunciado la llegada de los tres Reyes Magos.

Mateo se sentó a la sombra del muro y cerró los ojos.

Un sopor profundo impregnaba la tarde.

Los pajes de los tres Reyes y sus hombres descansaban de su viaje y del trabajo de montar el campamento.

Descansaban los caballos, los camellos y los elefantes.

Descansaban, incluso, las cigüeñas que invernaban en el oasis.

Mateo despertó sobresaltado y asomó la mirada al desierto.

Las luces del atardecer teñían de rojo el aire.

-¡¡No se ve a nadie!! -gritó una vez más.

Un coro de risas le contestó desde abajo.

Los tres Reyes estaban desmontando de sus cabalgaduras.

El rey Melchor, el más anciano de los tres, tenía la tez clara, y el pelo y la barba, blancos.

El rey Baltasar, de mediana edad, tenía la piel negra y brillante, como el terciopelo de la noche.

Por último, el rey Gaspar era el más joven, y su sonrisa lucía, fuerte y brillante, como una estrella.

-¡¡No es justo!! -protestaba Mateo mientras corría a su encuentro. Yo soy el único que les ha esperado todo el día. Yo soy el único que ha vigilado desde la torre... ¡Y soy el único que no los ha visto llegar!

Los tres Reyes rieron al ver el nerviosismo de Mateo.

Los tres Reyes le acariciaron la cabeza.

Los tres Reyes le hablaron con una sonrisa misteriosa.

-No te preocupes, nadie nos ha visto llegar.

El niño sintió que aquellas voces, que resonaban en sus oídos como el eco en las habitaciones vacías, no eran las voces de tres reyes, sino de tres magos.

-Mateo, no molestes a Sus Majestades -cortó su padre-. Tienen que descansar. Su viaje ha sido muy largo.

-Después de la cena os espero en mi tienda -dio el rey Melchor.

-¡Nos han invitado, padre!

El niño no podía disimular su nerviosismo.

Saltaba y reía, corría y gritaba:

-¡Vamos a estar con los tres Reyes Magos! ¡A lo mejor, nos cuentan su historia!

Para compensar la excitación de Mateo, la noche caía, mansa, sobre el oasis de Jaisalmer.

Las estrellas comenzaban a encenderse en el cielo.





Indice