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ArribaAbajo- II -

Madrid


(Hojas del libro de memorias de Silvio Lago.)

Noviembre.



Después de pasarme ocho días en la destartalada fonda de la calle de Atocha, al fin encuentro un taller, a precio aceptable, en la de Jardines. Tiene el defecto de que esa calle es del número de las que Balzac llama chauldes, y aun de las que echan lumbre: en mi vida he visto junta tanta paloma torcaz, y de plumaje tan sucio. No me importa lo que me arrullan cuando me retiro de noche; pero ¿y si acuden a retratarse bellas señoras? En esta calle no entran coches: las bellas señoras tendrán que cruzar a pie, rozando con las pájaras y oyendo sus retahílas... No hay qué hacerle: no hallo cosa mejor, dentro de mis posibles. Traía unas dos mil pesetas para empezar a vivir -primer plazo del importe de mis cuatro terrones; el resto no se cobra hasta qué sé yo-; pero he encontrado aquí a Crivelo, el pobre Crivelo, con su mujer, los niños, la suegra, el ama, y sin un céntimo: como que acaba de establecer una litografía... y tuve que arriar setecientas y pico, porque a no ser de bronce... Tiene razón la baronesa de Dumbría, al llamarme el de la mano horadada. Razón: y sin embargo, me ataca los nervios al darme consejos de economía; es como si a una adelfa la dijesen: «Maldita, sé garbanzo, que te conviene mucho».

A propósito de garbanzos: mi comida es una desolación, y apenas digiero. Ando a salto de mata, hoy en un bodegón, mañana en Fornos; me desayuno con salchichón o queso; no tengo tetera, no tengo té, no tengo una criada que me ponga a hervir agua -¡el té, una de las contadas cosas que me sientan admirablemente!-. Me acuerdo de Alborada como los hebreos de las ollas de Egipto. La portera sube a barrer, de mala gana, a traerme agua y a arreglarme la cama en un diván, a tropezones; estas mujeres son muy astutas: ha visto que mis muebles se reducen a dos caballetes, una caja de lápices y veinte libros; que luzco un gabán raído, que no me ha visitado sino Crivelo... y olfatea propinas de cesante. La daré por adelantado dos duros, para que comprenda que el hábito no hace al monje.

Estoy, pues, en plena bohemia. Lo más bohemio es el frío. Me trajeron ayer un braserito. ¿Qué pinta un braserito en este inmenso taller? Se filtra un aire glacial por los paineles de cristales sin maderas ni cortinas; y la tubería de la chubersqui, sin chubersqui, aumenta la sensación polar. ¡Brrr! Aunque merme el fondo (vaya un fondo), habrá que comprar chubersqui. No: y lo diabólico es que después de la chubersqui necesitaré carbón. Las chubersquis debieran criar su combustible, como el borrego su lana.

He visto el Museo. Volví de él aplanado y loco (estados que parecen difíciles de asociar). Entré a las diez, con ánimo de pasar dos horas, y a las tres todavía estaba allí, desfallecido y sin enterarme del desfallecimiento. Al volver a casa me harté de mortadela y queso de Gruyère: primeros momentos de estupidez: la digestión penosa del boa.

Entre los afanes de la pícara función fisiológica, restos de la fiebre de la mañana, un devaneo sin tregua, que va y viene, y vuelve y se enreda en tres nombres: Goya, Velázquez, Rubens.

Orden, orden, señora cabeza mía. ¿Qué piensa usted de esos tres tiazos?

En primer lugar, no experimento gran entusiasmo, en general, por la pintura antigua. Nos han fastidiado bastante con la admiración de lo antiguo, negro y embetunado y con luz falsa. Los antiguos eran otros embusteros, igual que yo. Hasta nuestro siglo, y bien adelantado, no se supo lo que era verdad. Y no la tragan, no la tragan los condenados burgueses. ¡La luz cruda, dicen! ¿La quieren cocida, guisada? Mejor se pinta hoy que se ha pintado nunca. Y si es así, ¿por qué me he vuelto del Museo destrozado de asombro?

Con Velázquez me pasa que reniego del cerebro. Ese tío no pensaba; lo que hacía era copiar, pintando de una manera bestial: la pincelada, la santa pincelada, el santo natural, el santo dibujo, y fuera ideas, que son una peste.

Velázquez no debió de sentir calenturas. Velázquez se reiría de nosotros. Sano, equilibrado, cortesano, creyéndose un funcionario y no un genio, no buscaba originalidad: ¿para qué? La originalidad es una tontería. Pintar más que Dios y dejarse de originalidades. Si pintásemos, ¿eh? ¡digo pintar!, ya me entiendes, Silvio, ¡qué falta nos hacía discurrir! La naturaleza no presume de original, ni discurre; el sol, la luna, son lo más trivial. Velázquez es naturaleza pura.

Da gusto cómo trata a los dioses. Su Marte, un soldadote velludo; su Vulcano, algún herrero de la Ribera. ¿Y el chucho de las Meninas? Silvio, ¿te contentarías con haber manchado ese chucho?

¡Qué bárbaro soy! ¿Pues no estoy diciendo para mí: no, no me contentaba?

Prefería ser Goya. El equilibrio y la indiferencia de Velázquez, bien; el desate de Goya, mejor. ¿Por qué mejor? No lo sé explicar; pero me gustaría tener un modo mío de sentir el natural, y me gustarían esas rarezas de sátiras y de delirios, el infierno y el cielo, el amor, la muerte, la horca, el fanatismo, los asnos dómines, las duquesas histéricas y tísicas, con colorete, las familias reales retratadas hasta el alma, hasta la misma médula de sus huesos, enseñando la sensualidad de la reina y la inepcia bonachona del rey. Me gustaría haber sido el primero a sorprender la luz rubia y acaramelada de las primaveras madrileñas, y los grises tonos, vaporosos, de las épocas de pelo empolvado y sedas tornasol. Me gustaría ser el primero que interpretase el colorido de España. ¡Goya! Sus cuadros patrióticos, sus fusilamientos, telones -telones divinos. ¡Qué arranque! ¡Qué ímpetu! ¡Ese colmillo de jabalí, ese navajazo feroz de baturro airado!-, ¡ah, qué envidia!

¿Y Rubens? Cuando me acuerdo de mis pastelitos, de mis cochinas cromotipias, y pienso en la carne flamenca de Rubens, me daría de cabezadas contra la pared. Materia, materia; esplendor de la carne: y arrodillarse y adorarlo.

El realismo de Rubens es más brutal que si nos presentase gente pobre y famélica. Sus hombres sanguíneos, de barba terciopelosa, y sus mujeres de senos de manteca y nalgas rosa té, eran gente rica y bien alimentada; y así quisiera yo desnudar y pintar a la high-life. Afuera tules. La carne, compacta, fresca; albérchigos y pavías. Verano de la vida; y por debajo de esa piel tan bruñida y elástica, y por esas venas (¿no es triste que no tenga venas la gente que yo retrato?), por esas venas, circulando, el hierro y el calor de los siete pecados capitales.

De todo esto saco en limpio... poca cosa: que quisiera ver Velázquez, Goya o Rubens, ¡un nene! ¿Qué soy? Nada. Un farsantuelo; y ni aun mis farsas puedo hacer. Porque ¿quién va a venir a retratarse en esta calle sospechosa, en este taller desmantelado, sin un trapo antiguo, sin un sitial coquetón, sin alfombra... sin estufa?

No: estufa la habrá mañana, ¡viven los cielos!

Hoy tirito. La noche cae, y como no he de comer -no era la digestión del boa, era la indigestión-, no salgo; me quedo en mi rincón, me refugio en la alcoba, envuelto en mi poncho gaucho, que me sirve de manta de viaje y de cama. Me siento mal, muy mal; parece que dentro del estómago tengo una barra de plomo; la cabeza me duele... Trataré de dormir. A cerrar los ojos, a no acordarse de nada. ¡Qué nuca y qué hombros los de la Hilandera! Lo asombroso de Goya, el misterio de las pupilas de sus retratos: tienen húmedo radical... Bueno, ahora lo de ene: bascas, escalofríos... ¿Si enfermaré de veras?... ¡No me faltaba más que eso!

Quebrantado aún (¡qué indigestión, señores! ¡Yo creo que fue de admiración más que de otra cosa! Es bobo y ocioso admirar a los que ya pasaron; ¡arte nuevo, nuevo!), voy a la Sociedad de Acuarelistas a dibujar. Empiezo a conocer algunos del oficio; muchachos como yo, tal vez con las mismas esperanzas que yo. ¡Puede que no tan quiméricos! Les veo que fuman, ríen, hablan de mujeres, piensan con ahínco en algo más que el arte. Hay uno, sin embargo, rabioso, emberrenchinado como yo: se profesa impresionista (¡qué diablura!) y se llama Solano. Tiene unos ojos que giran, que miran azorados, insensatamente: ojos de raposo cogido en la trampa.

Me han preguntado mis proyectos. No les he contado palabra de verdad. Me daba vergüenza confesarles que espero a que las bellas señoras me hagan con sus deditos una seña: «Retrátanos... y que salgamos arrebatadoras, celestiales». ¿Y si, además, por encima de todo, ¡humillación doble!, ni aun eso encontrase; ni aun le comprasen al charlatán sus mentiras, su agua de rosa y su blanquete?

A bien que saldré de dudas pronto. Las de Dumbría me escriben que antes de principios de diciembre llegan.

Entre tanto, como no debo perder tiempo, y como la labor de noche en la Sociedad no me basta y quisiera aprovechar algo las mañanas, que me paso tumbado en el diván leyendo o haciendo castillos en el aire -me determino a llamar una modelo y un modelo. Cuestan, pero no hay cosa mejor para formarse la mano y adelantar en estudios útiles- una mano, una pierna, la cabeza, el torso.

Por suerte, en la tienda de marcos, donde me surto de lienzos, pinturas, pinceles, un caballete mecánico, comprendo que no se darán prisa a pasar la cuenta. Les he insinuado que los meses de Navidad y primeros de año no son a propósito para pagos, y enseguida comprendieron: deben de estar acostumbrados, por su clientela de artistas, a morosidades. Y si no, ¿cómo me las arreglo? Porque parece que no son nada estas fornituras -tubitos, frasquitos, pinceles, palitroques- y sólo el caballete representa un desembolso de treinta y cinco duros. El amigo que me he echado en la Sociedad, un chico paisajista, Marín Cenizate, que me ha tomado un apego decidido y se dedica a aconsejarme y protegerme, al saber mis adquisiciones me dice que anduve precipitado; que como la miseria siempre, y ahora más, es tan acuciosa entre nuestros compañeros, en el Rastro y en las casas de préstamos encontraría por cuatro cuartos el caballete y las cajas. No le quise responder: «es que la tienda no me cobra ahora, y lo de lance se pagará al contado». La penuria de dinero, a veces, obliga a gastar doble.

La modelo... ¡pch!, un desnudo regular: de la cintura abajo, algo de morbidez; los brazos magros, los hombros puntiagudos, las manos encanalladas. Para estudiarla sinceramente y a trozos no me importa; pero si alguno quiere meterla en cuadros de ninfas o de damas, ¡con esas manos, a morir!

No sería yo quien me consagrase a damas o a ninfas, y eso que desde mi llegada a Madrid me parece que siento menos la naturaleza, y la verdad áspera y plebeya no me seduce tanto. Aquí no hay campo, y la ciudad, ni moderna ni majestuosamente antigua, no me atrae. Recorro sus calles, sus paseos, nunca salta la nota que me agradaría tomar. Vamos, ya estoy maduro para mi campaña de retratos.

El desnudo del viejo, infinitamente mejor que el de la mujer. Es un setentón que sería muy terne en sus mocedades, y que en vez de criar grasa se ha desecado lo mismo que un gajo de uvas colgado al sol. Se ha convertido en un Ribera. Creía yo que aquellos claroscuros y aquellos tonos de Ribera eran falsos. No: en la piel del viejo encuentro el mismo ocre amarillo, la misma tierra de Siena, la misma sombra calcinada de los ascetas riberescos; y su vello y su barba y su pelambrera -a las cuales los artistas la hemos prohibido tocar: es nazareno- son del mismo gris plomo, con toques blanco plata y los tonos y reflejos de una armadura. Al estudiar al viejo, cargo la paleta de colores a la española; mi pincelada se hace amplia, fuerte, y me voy al estilo franco y a las grandes masas. Hasta me sugiere asuntos castizos y anticuados; ayer le boceté de San Jerónimo, con su pedrusco en la derecha.

*  *  *

Final de noviembre.



¡Llegan, llegan las de Dumbría! Preciso era; porque se me iban acabando el resuello y la esperanza, y además, en todo este mes no he comido cosa que digiriese; noto el estómago tan frío, que -se lo conté ayer al hermano de mi amigo Cenizate, que es médico- padezco una aprensión rarísima (él la calificó de alucinación, engendrada por la dispepsia): la idea de que me lo cruza, sin interrupción, una glacial corriente de agua.

Como he adquirido una tetera, me inundo de té para digerir las porquerías; estoy muy nervioso, sueño dislates, y de día miro mi taller desmantelado, mi casa sin muebles, mis perchas sin ropa, y los planes de atraer aquí al gran mundo, y al gran mundo femenino, se me representan como delirios de la calentura.

Por cierto, a propósito de este delirio, que la carta de ayer de mi romántico amigo de Marineda, Florencio Goizán, es para desmigajarse de risa. Me ha cogido en un día de los de humor más negro, y me lo mitigó... Hay párrafos deliciosos.

«¡Mortal tres veces feliz!» -me escribe-. «De este aburrimiento, este rincón donde no se puede ni soñar en ilícitas aventuras -porque detrás de cada vidriera hay una vieja atisbando-, te envidio el jardín que ya empieza a brotar en tu taller. ¡Qué jardín! Desde la altanera flor de lis purpúrea, hasta la original orquídea modernista, no habrá flor de estufa que ahí no pueda lucir en el caprichoso búcaro oriental. ¡Qué mujeres, Cristo! Ya las miro subir tus escaleras con el corazón palpitante; llamar a tu campanilla con trémula mano enguantada de Suecia; entrar con ese delicioso ruge-ruge de sedas que él solo estremece; inundarte el taller de oleadas de ideal y de brisas rusas; reclinarse negligentes en el sofá Luis XV, mientras tú te hincas de rodillas a sus pies sobre un almohadón de terciopelo y empiezas a contar tus ansias. Habrás dispuesto (naturalmente, es de cajón) el refresco en el velador árabe; allí sus emparedados, sus bombones, y allí su vino de Málaga. Y si llegase impensadamente el celoso marido, la dama adoptará pose en el estrado, tú agarrarás tus lápices, el retrato seguirá viento en popa, y aquí no ha pasado nada, caballeros.

»Lo más sabroso ha de ser eso: engañar a un necio orgulloso de sus blasones con el pretexto tan socorrido de los retratos. ¡Porque cuidado que es socorrido! No es pretexto sólo; es ardid de guerra. Si yo fuese padre, amante, marido, cualquier día consiento que tú la retrates y estéis solitos bebiéndoos a tragos largos la mirada horas enteras. Vamos, se necesita ser memo. ¡Ya que la memez es epidémica, incurable; triunfa, mortal tres veces feliz! No te pares en barras, no te achiques al tropezarte con las rimbombantes genealogías: la mujer es mujer, ya nazca en áurea cuna, ya en el arroyo; el flecherillo todo lo iguala; los antepasados de coraza o ferreruelo no se alzan de sus tumbas, y tú acuérdate de Goya, que prefirió pintar mejillas ducales y borrar luego con los labios el carmín, a legar a la posteridad un nuevo título de gloria. ¡Ah! ¡Quién pudiese estar en tu lugar unos meses siquiera! Desgarra encajes de Venecia, arruga sedas de Lyon, desabrocha collares de perlas, descalza esquifes de raso, y compadece a los amigos que se pudren leyendo cartas sin timbre y sin ortografía, no llevando sus ambiciones más arriba del taller de costura, los dedos picados y el zapato de cuero gordo. Más suerte tienes que un ahorcado; es de esperar que sepas agotarla, y que en el verano, a la sombra de los castaños de Zais o en la playa de Riazor, nos refieras episodios. ¡Digo, si es que te dignas volver a las natales costas, y no te arrastra el torbellino del gran mundo hacia la isla de Wight o los arenales de Trouville!».

Así, copiado al pie de la letra.

¡Gastan imaginación en Marineda, vaya si la gastan! ¡Y lo cómico es leer esto en el camaranchón que llamo taller amueblado, con una estufa que no tira y el caballete mecánico, y visitado sólo -a tanto la hora- por la modelo, la Eladia, que deja caer, al desnudarse, un corsé muy usado, color lagarto mustio, del cual reniego!

-¿Chica, no tienes más corsé que éste?

-No, ñorito...

El tono es tan triste, que arrío dos duros para un corsé nuevo y blanco; al otro día sube con el antiguo. Que su madre está enferma, que tuvo que comprar una medicina «barbaridá de cara...». ¡Bien, adelante! De rabia, la coloco, borrajeo un apunte, y me sale regular; la modelo, destacándose sobre la luz de la vidriera y ajustándose el corsé, con un movimiento airoso de los brazos hacia atrás. No la vuelvo a dar propina: la guita se me va que vuela.

*  *  *

Diciembre.



Me he reanimado al ponerme al habla con las Dumbrías. Me hicieron cenar allí la noche de la llegada, las provisiones que traían en el tren, que me supieron a gloria, y eran, sobre poco más o menos, lo que hubiese comido en mi taller -fiambres, pastas-. ¿Por qué digerí mejor ya? ¿Es que mis nervios mandan en mí tan absolutamente?

A la siguiente mañana me llamaron por teléfono -el teléfono del despacho de aguas minerales, en el piso bajo de mi casa-, para avisarme que vendrían a visitar mi instalación. Han venido, impresionando a la portera, que al cabo ve aquí unas señoras; se han reído mucho de ver cuántas cosas me faltan.

-Supongo -dijo Minia- que estará usted encantado porque esta escasez es poesía.

-No tal -grité-. ¡Ay, los soñadores! ¡Señora, esa fantasía de usted! Estoy perramente, y es imposible, aunque llegasen a enterarse de mi existencia, que ninguna dama ponga los pies en tal desván.

-Muchísimas gracias, por la parte que nos toca...

-Bueno; ustedes, es otra cosa. Ya me entienden...

Horas después llamaron a la puerta y entraron dos mozos cargados de trastos. Las Dumbrías, que justamente acaban de arreglar un salón-biblioteca y de cambiar parte de su mobiliario, me remitían estantes para libros, cortinas, una cama de madera, un sofá, algunas sillas. «No nos caben en casa», decía el billete. «Vaya usted a comer a las ocho, y no espere buen trato, estamos desorganizadas todavía... No tenemos más convidado que usted...». Interpreto: puedo ir con esta ropa. ¡De perlas, la ropa! Es la misma con que vine de Buenos Aires; la hice a principios del verano de allí, que es el invierno de aquí, y por consiguiente, ahora, en otro invierno, después de dos veranos empalmados, porque en mayo me vine a España, cualquiera adivina el aspecto que ofrece, y lo que abrigará. «Poesía, poesía...», dirá Minia... «Pulmonía...», digo yo. Y además, el único gabán se ha vuelto del color indefinible del corsé de la modelo. Habrá que equiparse. ¿Habrá...?

Al salir de casa de Dumbría para ir a dibujar a la Sociedad, una digestión completamente feliz me despeja la cabeza. En fin, el caso es que dentro de unos quince días, el tiempo estrictamente indispensable para «arreglar» algo, darán tres reuniones por la tarde, a las cuales yo no asistiré; expondrán el retrato de Minia, y malo será -opina la baronesa- que no salten encargos.

-Sea usted, al principio sobre todo, muy transigente. Cobre poco: en Madrid no se atan los perros con longanizas; las necesidades de apariencia de la vida son muchas, y los más ricos y empingorotados miran al microscopio lo que gastan. Préstese usted a ir a las casas a trabajar, vale más, ya que tiene usted el taller en malas condiciones...

-Pero la luz...

-La verdadera luz son los cuartos. Déjese de historias.

De modo que ya se revela mi porvenir. Subir escaleras como los maestros de piano, esperar en la antesala a que me mande pasar la señora, retratar con luces de interior y a la hora que me ordenen... Y lo más vil es temblar, no a esas humillaciones, sino a que no llegue el caso de sufrirlas; a que, al exponerse mi retrato, se encojan de hombros y pasen a tratar de asuntos de actualidad, riéndose del mamarrachista y de la indiscreta bondad de las que le protegen. Ahora se me figura que infaliblemente sucederá esto último. En mi crisis de desaliento, me siento sufrir y rabiar, no por lo que temo que va a pasarme, sino (me ocurre muy a menudo) por cuanto de malo me ha pasado en la vida. Lo repaso, lo recuerdo, lo rumio, y las contrariedades difuntas resucitan; ni aun las grandes, no: las pequeñas, las ruines. Quisiera trocar mi suerte, ser carpintero o herrero, no hallarme aquí, emprender un viaje, recluirme en Zais; a pesar del contento del estómago, mi cerebro se ensombrece, y de puro nervioso echo chispas como los gatos. ¡Miseria, nulidad de la vida!

*  *  *

Orden, orden: a escribir sin temblequeteo de pulso.

Salí de casa (con el pie derecho, por si acaso), y cuidé de sentar también el pie derecho, ante todo, en el portal de Dumbría.

Asistí a los preparativos. Acomodé yo mismo el retrato sobre un caballete dorado, y drapeé la tela antigua, tul bordado de flores empalidecidas, con el cual hicimos un pabellón gracioso, arrugado por mano de artista, al marco dorado y color madera. Me alejé, me acerqué, le corrí, le encontré al fin el punto de vista bueno; y al sonar las cinco, me escondí, con huida de gamo al través de los matorrales, en las habitaciones interiores: Minia se reía, afirmando que en Madrid, cuando se avisa para las cinco, ni un alma antes de las seis y media. Y así fue. A las siete, apostándome impaciente detrás de una cortina, escuché un zumbido de colmena, y destacándose de él, palabras sueltas, exclamaciones. Servían el chocolate, y lo que pude entender se refería a tal operación gastronómica. «Qué bueno es este bizcochón...». A las ocho fue acallándose el mosconeo de la gente; a la media, silencio, y las señoras de la casa que venían a buscarme, con el rostro destellando satisfacción. A mi interrogación muda, Minia alzó un dedo.

-¿Un encargo?

-Uno solo, por ahora...; pero vale por cien. ¡Trae trébol de cuatro hojas! La condesa de la Palma. Lo mismo fue fijarse en el retrato, que exclamar: «Envíeme usted sin tardanza ese prodigio».

-¿Ha dicho prodigio?

-Textualmente.

-¿Y cómo es esa señora?

-Como le podía a usted convenir que fuese la primera gran señora que pide que la retrate. Moralmente, encantadora; culta, de una cortesía y una lealtad en sus amistades, que escasean; con prestigio, con relaciones sobradas para imponerle a usted. Físicamente, un tipo para pastelista: rubia, blanca, ojos azules, facciones menudas, sonrisa de inteligencia, malicia mundana en la expresión. Ya aceptado por esa señora, podemos quitarle a usted los andadores. Ella le guiará. No se alarme usted, no alteramos el programa: habrá otros dos chocolates; verán mi retrato cuantos creamos que es conveniente para usted que lo vean; pero el paso inicial está dado con suerte.

-Con el pie derecho -murmuré, acordándome de mis precauciones, y sintiéndome tan gozoso que me volvía niño. De pronto, una inquietud-. ¿Así de ropa, cómo me presento en casa de la condesa?

-¡La condesa, ya le he dicho a usted que es buena e inteligente! -insistió Minia-. No será ella quien se fije en eso; es decir, fijarse sí, no se le escapará; pero se dará cuenta de lo natural del hecho y no se burlará ni por asomos. No por ella; por conveniencia general, encárguese usted algo. Le hace a usted tanta falta como los pinceles.

¡Minia llama algo a un traje completo de sociedad, con abrigo; otro traje de mañana, corbatas, camisas, botas, guantes, el demonio! No hay remedio, el sastre sea conmigo. Parezco un pobre vergonzante: así no me admitirían. ¡Ah, mi gabán verdoso, mi pantalón color nuez, con rodilleras, mi sombrero blando, de fieltro, mi pelaje de artista! ¡Yo que aborrezco el frac!

Paciencia; si he de llegar a ser, a revelarme, necesito subsistir, y la subsistencia así viene, y entretanto a adelantar, a adquirir impecable dibujo; el colorido, después. Se me figura que he conquistado hoy el pan, y he vuelto a casa con el júbilo innoble de un perro que caza un hueso circundado de piltrafas.

*  *  *

Fin de diciembre.



Además del retrato de la Palma -que, en efecto, es como me la ha descrito Minia- han salido de los dos chocolates de casa de Dumbría otros encargos: una señora quiere el retrato, de cuerpo entero, al óleo, de sus niños; otra, un pastel con manos y busto, envuelto en pieles de chinchilla.

¡Al óleo! Mi conciencia protesta. No sé pintar al óleo. En el pastel me desenredo; en el óleo estoy a ciegas. Antes de pintar al óleo un retrato, debo ir a lavarles los pinceles a Sala o a Sorolla, y a barrerles el taller dos años, después, hablaríamos. El óleo es la única pintura positiva. Estuve a pique de negarme en seco. Las quinientas pesetas de cada retrato al óleo me subyugaron. La baronesa de Dumbría no se explicaba mis escrúpulos; Minia, sí; ¡pero, quinientas! y con el sastre amenazando...

En La Época, por primera vez, leo mi nombre, flanqueado de epítetos lisonjeros. Es una crónica de las reuniones de Dumbría; elogian el retrato de la compositora, anuncian el de la Palma, recuerdan las tradiciones aristocráticas del pastel, consignan que después de la muerte de Madrazo no ha quedado en Madrid un retratista de damas y pronostican que ese retratista puedo ser yo.

¡Lagarto, lagarto! Otro es mi sueño...

El Imparcial también me dedica un párrafo. Me llama «modesto artista». ¡Modesto! ¡Rayo! Modesto, no; ¡cargue Satanás con la modestia!

A la siguiente noche, en la Sociedad, mientras Cenizate me suelta un fogoso abrazo de felicitación, percibo en los demás, y especialmente en los que creía algo amigos míos, una ironía y una sorpresa malévola, gestos impertinentes. En un grupo se dan al codo y ríen; en otro bajan la nariz y se chapuzan en el dibujo. Solano, el impresionista, me da la espalda. No existo. ¿Envidia ya? ¿Envidia de qué? Ellos lo único que deben envidiar es la gloria; eso sí que lo envidio yo, con rabiosos transportes y con respeto fanático a los gloriosos (si es contradictorio, también es verdad). ¿Pero envidiarme el pan, y un pan tan triste? ¡Miseria, miseria, miseria!

Además de la envidia, percibo otra cosa todavía más mortificante, ¡el desprecio!

La simpatía de mis compañeros me animaba. Hoy parece que me miran por cima del hombro; no desdeñan mis aptitudes: desdeñan al tránsfuga, al intrigante.

-No hagas caso -aconsejó Cenizate cuando salimos juntos-. Tonterías. Uno de esos amaneramientos de taller. El estribillo de que para ser artista hay que ser un puercoespín, hablar en carretero y en chulo, no tratar sino a las modelos. Mejor si te llevan en palmas en los salones y te sonríen las deidades.

¡Éste ya se figura...! ¡Otro como Goizán!

La Palma -noto que aquí nadie dice la duquesa de Alba, sino la Alba, la Osuna, la Laguna-, la Palma me acoge con bondad suma, y está muy contenta de su retrato, del parecido, de todo. Su casa es un palacio, en una calle anticuada y solitaria, donde se ignora el ruido de los tranvías. En otras épocas se celebraron allí grandes bailes; ahora sólo tertulias íntimas, tresillos, tal cual comida, según me dice la misma condesa. Ella ha hablado de mí a su círculo, y espera decidir a alguna elegante a que se deje retratar, en cuyo caso me pondré muy rápidamente de moda. Pregunto qué elegantes son ésas, y en qué se diferencian de las otras damas; si son más bonitas, más ilustres, o se visten por otro estilo; qué tienen de particular para que si se encaprichan le pongan a uno en candelero. La Palma sonríe; sus ojos azules chispean picaresca e indulgente jovialidad.

-Amigo artista -me dice en su correcto y reposado tono habitual-, no quiero adelantarle a usted impresiones de sociedad, porque usted no es de los que necesitan que les den la sopa con cuchara de bayeta. Me alegraría mucho, por usted, que Lina Moros consintiese; es una hermosura... ya verá usted. Con Lina Moros triunfaría usted en toda la línea. Le conviene a usted retratar a esas bellezas profesionales.

Pedí detalles, rasgos.

-¡Aguarde usted! Si tengo aquí la fotografía.

Quedé deslumbrado. Aunque conozco las triquiñuelas de los fotógrafos de alto copete, y cómo ponen y cómo hacen... lo propio que yo hago, ¡infeliz de mí!, sé también hasta dónde alcanza esa habilidad; sé descontarla. No es mujer, es una hurí. Las huríes me figuro yo que se diferencian mucho de los ángeles: estos tranquilizan y aquéllas soliviantan. La Palma ve el efecto y me embroma.

-No vaya usted a prendarse; Lina hace estragos...

¡Prendarme! No tengo confianza bastante para explicarle a la condesa mi interioridad en estas materias; lo único que se me ocurre es exclamar:

-La semana que viene espero adecentarme; y entonces, ya que es usted tan bondadosa para mí...

El miércoles pruebo; el sábado me traen sólo el traje de diario y el abrigo, lo que me corría más prisa. Las corbatas, las camisas, ¡maldición!, hay que abonarlas al contado. Mi bolsa, escurrida como tripa de pollo. Suerte que la Palma me envía en un sobrecito billetes, el precio de su retrato. Los óleos de los chicos adelantan: van desastrosos... pero, ingreso en puerta. ¿Será verdad que el pan se ha conquistado?

Al retirarme de la Academia me acompaña siempre Cenizate; charlamos de mis esperanzas, y se toma por ellas interés vehemente. Frustrado en cuanto artista (se me figura que no irá más allá de lo que hace hoy, paisajitos grises, con troncos rojos, una lamedura de Haes) teniendo lo suficiente para vivir porque es económico, ha concentrado en mí la ilusión que tal vez no siente ya por cuenta propia. Un modo de engañarse a sí mismo como otro cualquiera, el imponer en cabeza ajena los sueños. Ello es que Cenizate se pelea desesperadamente por mí, defiende mis pasteles -que atacan sin haberlos visto- y se pasa en mi taller las horas muertas forjando planes y enunciando hipótesis. «Has de tener que abrir las ventanas para que se vayan los perfumes de tanta clientela...». Todo el mundo me envuelve en perfumes... y aquí no huele sino a carbón de cok y a colillas de cigarro. Ayer, por la tarde, subió con un recado de la portera, y Cenizate saltó: «La señá marquesa de Regis, por el teléfono, que cuándo podrá el señorito pasar por su casa...». ¿Marquesa de Regis? No sé quién es... Buenos oficios de la Palma, ¡de fijo! «¿Lo ves?» repetía Marín. Por la noche, en el café, viéndome en un instante de abatimiento, me interrogó:

-¿No estás contento, ahora que los peces pican?

-¡Contento! Lo estaré así que me vea por el mundo adelante, metido en harina de verdadero trabajo. No cuentes en la Sociedad ni esto: sobra con la batahola de los periódicos. Solano es capaz de escupirme a la cara...

Cenizate se encogió de hombros, repitiendo: «¡Solano, Solano!...» en tono de mofa. Entró un chiquillo, uno de esos golfitos industriales al menudeo, y se nos arrimó insinuante. Creí que iba a ofrecernos fotografías libidinosas. No; eran tablitas procedentes de cajas de puros, donde una mano febril había indicado, a manchas de abigarrados colorines, un árbol, una casa, una pared sevillana con azulejos y tiestos, una cabeza de chula con orejeras de claveles.

-Dos pesetillas, señoritos... Pintás a la mano, firmás... Pa adornar la sala, señoritos...

Mi amigo me agarró del brazo riendo con maligna satisfacción, señalándome a la «firma», una T gótica.

-¡De Solano! -exclamó-. ¡Que sí, hijo, que las conozco a la legua! Se embadurna tres o cuatro en otros tantos minutos todos los días, sin firma, con esa T que significa Trigo... y tiene infestados los cafés, el Rastro y la calle de Alcalá... ¡Y el tupé de torcerte la cara a ti porque retratas marquesas! ¡Es un fantoche! Y no llega: te digo yo que no llega. No tiene miaja de talento, y muy mal gusto: ¡un cursi, un cursi!

Me puse encarnado y compré sin regatear la media docena de tablas al chiquillo. Que viva Solano, porque -aunque no lo crea Cenizate- él mendiga más altivamente quizás que yo. Tiende la mano en la calle, yo en los palacios.

Estreno mi ropa. ¡Parezco otro! Voy a casa de Regis. La marquesa, señora a la antigua, madre de familia cariñosa, quiere un retrato de la mayor de las muchachas, guardar el recuerdo de cómo era antes de casarse -la boda está fijada para la primavera-. Pastel género romanza de Tosti: traje rosa, escote virginal, bandós Cleo, rostro inclinado a la derecha, sonrisa cándida. Ventajas: la señorita vendrá a mi taller con la miss, y la despabilaré en dos sesiones, y podría en una, porque esto es coser y cantar; pero desmerecería; lo creerían demasiado fácil. Y adivino la escena: reunión de familia admirando la «preciosidad», apretón de manos del padre, felicitación y palmada en el hombro del novio, marco Luis XVI, pago a tocateja. Por teléfono: la Palma; ¡Lina Moros consiente! Pero esta semana, imposible; dos comidas de Embajada y Legación, acostarse tarde, cansancio... Y la semana que viene, pruebas en la modista, baile de casa de Camargo... Ya me avisará. Con mi facultad de leer entre líneas, leo de corrido: «hacerse valer un poco; no se le abre a la gente la puerta así de golpe». Y experimento de antemano hacia la beldad una prevención hostil, una antipatía nerviosa, complicada de atracción. Sus líneas me incitan a estudiarla; su carácter... ¿qué sé yo? ¿ni qué me importa? Otro hombre, sobre tal base, tendría la mitad del camino andado para enamorarse como un pelele.

Minia me llama por teléfono. Bajo al prosaico despacho de aguas minerales, que parece una zahúrda, y comunico, después de bregar cinco minutos con las telefonistas.

-¿Oye?

-Oigo.

-¿Sabe que La Época ha vuelto a dedicarle un buen retazo de Ecos?

-¿Sí? Lo deploro. Yo ahora quiero cuartos; fama no, no.

-Es lo mismo para el caso. Un periódico de allá, de la región, también habla de usted.

-¡Sea por Dios!

-Hay además para usted dos recados, y con apuro. Esto va más aprisa de lo que creíamos: viento en popa. Dice mi madre que esta noche tenemos... -Aquí un mosconeo en el teléfono, envolviendo el nombre de platos clásicos en la tierra y la invitación adivinada.

-Iré, iré, y así me enteraré de los recados.

Dos retratos más: el de la vizcondesa viuda de Ayamonte, el del menorcito de los niños de Fadrique Vélez... Nombres de ruido sonoro, que parece que acarrean historia.

-Como no saben sus señas -advirtió Minia- aquí preguntan; en este papelito encontrará usted la dirección de ambos clientes para que con ellos se entienda usted. ¡Lleva usted trazas de hacerse de oro! Hablan de usted en el foyer del Real y en las tertulias. Ayer, en el té de casa de Camargo, en dos o tres grupos era usted el asunto predilecto. Las sensacionistas, que corren tras la mariposa de la novedad, van estando pirradas por conocerle a usted.

-Si ven mi taller, salen pitando.

Esta idea me tuvo desvelado toda la noche. Me revolvía en la cama furioso, al observar cómo mis actos se acompasan servilmente a la marcha de la realidad, mientras mi espíritu sigue abrazado a la Quimera. En teniendo mis cuatro o cinco retratos al mes para vivir, debiera bastarme y consagrar todas mis fuerzas a lo íntimo; y he aquí que en mi cerebro, excitado por el insomnio, danzan y contradanzan proyectos inspirados por lo que viene de fuera; mejoras en mi instalación, en armonía con los gustos y las exigencias de esa multitud que va a echárseme encima, y que al proporcionarme recursos me impone desembolsos. Los recursos por ahora son semifantásticos, y lo otro urge.

Recorro con Cenizate algunas tiendas de anticuarios. Llevo una lista de lo más apremiante.

Sofá (Luis XVI o Imperio).

Dos sillones (ídem).

Un tapiz para el suelo.

Un mueble que sirva de escritorio.

Un par de taburetes o sillas bajas.

Después de mil regateos, y a plazo de mes y medio la cuenta (sin garantía alguna, estos anticuarios parecen confiadísimos), me decido por dos fraileros, cuatro sillas de laca y seda brochada, un canapé Imperio, una alfombra pequeña y viejísima, pero de colorido grato, un contador italiano aparatoso -falso quizás-, dos o tres Talaveras recompuestos y un arcón tallado, basto, que me servirá de carbonera. Todo ello, cerca de dos mil pesetas. Probablemente me han trufado; entiendo poco de regateo, y Cenizate menos, a pesar de sus alardes de inteligencia y sus reiterados «con esta gente hay que ser muy escamón... Entre gitanos... No te fíes...». El engaño no me importa; lo malo es que actualmente no tengo un real, y sacar de la yema de los dedos tantas pesetas se me figura imposible.

Llegan las adquisiciones. La secatona portera, a quien tengo solícita a fuerza de chorrear propinas, las acomoda a mi gusto, arregla, barre. El camaranchón se transforma. Con mis estudios y bocetos, sujetos por tachuelas, alegrando la pared; con la guitarra y los palillos en panoplia; con los cuatro trastos antiguos, bien agrupados, formando un rincón caprichoso que no me canso de mirar, esto es ya nido de artista. Salgo, me lanzo a la calle del Caballero de Gracia y compro una palmera y una camelia en flor. Es el toque que faltaba. Y aviso a las de Dumbría, que vengan a admirar...

Minia y su madre, que me inspiran una especie de culto, a veces me exasperan: me entran tentaciones de contestar desagradablemente a lo que me dicen. Noto esta propensión desde que estoy en Madrid, y no la pude reprimir cuando se resistieron a aprobar mis gastos.

-Sillas, bueno; pero sillas de a diez pesetas -declaró la baronesa-. Así nunca tendrá usted un fondo para un imprevisto.

-Se ve que no quiere usted ser libre y dominar al destino -advirtió Minia-. No me alarmaría este mueblaje si no revelase su adquisición que no tiene usted paciencia para esperar a ver reunido el dinero. Derrochando, se ata usted de manos y pies. Lo que nos hace dueños de nosotros mismos es la moderación en los deseos, y mejor si se pudiesen suprimir. Es la filosofía de la pobreza franciscana, que va segura y posee el mundo.

Lo que me irrita es justamente la conformidad de estas ideas con las mías; con las mías íntimas, y que no practico porque no puedo. No hay cosa que nos fastidie, a ratos, como encontrar encarnado en otra persona el dictamen secreto de nuestra conciencia. Ante Minia me avergonzaré de mis pasteles comerciales como de una desnudez deforme. Su mirada, a un tiempo llena de serenidad y de incurable desencanto, es un espejo donde me veo... y me odio.

Esto se formaliza. A mi taller, ya amueblado con cierta coquetería, me atrevo a citar a los parroquianos; ¿vendrán? Por ahora se resisten. El menorcito de Fadrique Vélez es un querubín: me han contado que es fruto de amor, no de la coyunda, y en una familia contrahecha y esmirriada, forman extraño contraste su gallarda figura, sus bucles rubios y su tez de madreperla. Le retrato vestido de terciopelo azul, cuello de encaje de Irlanda, bucles a lo Luis XVII... La madre, que no se aparta de allí mientras trabajo, se extasía y devora con los ojos al retrato y al modelo.

La Ayamonte es la primera alta señora que consiente en acudir a mi casa. La propondré sesiones cortas y más numerosas; si no, cree el buen público que esto se hace como buñuelos... y lo peor es que acierta. Además, he de reservarme horas para mi dibujo y mis estudios de óleo.

Una modelo nueva -he despachado a la del corsé feo; la he estrujado ya hasta el alma... que no tiene. Me queda de ella un estudio mediano: Ajustando el corsé-; ¿qué más había de quedarme?

La de ahora no gasta corsé. Gitana -auténtica-, y veinte años. Tipo de raza admirable. Pelo azul, aceitoso, mordido por peinetas de celuloide imitando coral; tez de cuero de Córdoba -negra soy, pero hermosa, hijas de Jerusalén-; clientes de chacal joven; nariz y labios de escultura egipcia; y, como está fresca aún, senos parecidos a dos medias naranjas pequeñas, bruñidas por el sol.

Cualquier combinación con esta zíngara hace asunto. El pañolito de espumilla y el mazo de claveles tras la oreja; la montera y la chaqueta del torero; el cigarro entre los labios; sobre todo, la tela de seda rayada, amarilla y marrón, imitando el tocado de las esfinges. Con él, su perfil adquiere la nobleza de lo secular y primitivo, la precisión del camafeo; sus ojos se ensombrecen -¡Pobre Churumbela! (la llamo así)-. Cuando yo fije, en pedazos de lienzo o de cartón, todos los aspectos de su típica figura y los clave en la pared, como el entomólogo sus colecciones, me aburrirá. Es muy pedigüeña, muy lagotera, y siempre la manía de decir la buenaventura, y de pronosticarme fortunones y noticias felices que van a yegá po el correo!



Enero.



Más recados. El teléfono de Dumbría y el de Palma empiezan a activarse para mí. De esta semana saldrán diez o doce encargos por lo menos. La Ayamonte viene; ¡al fin pisa mi taller una de las consabidas y esperadas deidades! Se lo agradezco tanto, que me propongo esmerarme en su efigie, y así se lo digo en términos penetrados de agradecimiento entusiasta. Aún no he acabado de hacerlo, cuando me pesa; conozco que acabo de dar base a una situación embarazosa. ¿Embarazosa? ¿Por qué? En fin, tonterías...

La Ayamonte es viuda, acaudalada, libérrima; parece contar de treinta y seis a treinta y siete años. ¿Fea? ¿guapa? Al pronto, insignificante. Fijándose (como tiene que fijarse el retratista para sorprender lo que late en la fisonomía), produce impresión; atrae. Es descolorida, y cuando se emociona, aún se pone más pálida; los ojos, pardos; el pelo, que ha debido de ser rubio, ahora es de un castaño muy suave, apagado, sin ondulaciones, fino y limpio, revelando el esmero de la mujer cuidadosa. Viste bien, pero la falta chic. (El chic lo adivino yo; tengo ese don fatal de inclinarme al chic, y a la vez lo detesto, porque el chic es la mueca de la belleza). Pero lo que me llama la atención de esta mujer, que a primera vista pasa inadvertida, es que encuentro en su cara la misma expresión que en la mía, lo cual crea una especie de semejanza.

Nadie notará este parecido, que no está en el dibujo ni aun en el color; yo, sí. Con la imaginación, la corto el pelo y se lo revuelvo como el mío; la aplico un bigotillo rubio, vandikista, sobre el labio superior; la enjareto una blusa... y se me figura un hermano -mayor o menor, ¿quién sabe?- porque las mujeres vestidas de hombre rejuvenecen, cuando no son del todo viejas. Así la fantaseo... mientras pongo sobre el papel gris las primeras placas de color.

Si en vez de escribir este libro de memorias hablase con alguien, miraría lo que dijese, no me llamaran fatuo. Aquí, ¿qué más da? Me confieso conmigo mismo.

La mujer es un peligro en general; para mí, con mis propósitos, sería el abismo. Por fortuna, no padezco del mal de querer. Hasta padezco del contrario. No hay mujer que no me canse a los ocho días. Cuando estoy nervioso me irritan; las hartaría de puñetazos. ¡Concilien ustedes esto con mi cara soñadora y mis ojos llenos de vaguedad romántica, que tantos timos han dado involuntariamente! Lo malo es que no doy el timo sólo con los ojos; lo doy, sin querer tampoco, con la voz, con el gesto y con la frase. Y estoy notando el efecto, y pienso que no es un proceder honrado, y sigo adelante, y recargo la suerte... Fatalidad, ya irremediable. No lucho; ¡a luchar, lucharía para no disolverme en los crueles brazos de la Quimera!

Cuanto más tierno e insinuante me pongo al exterior, más crudas se alzan en mi interior las protestas de mi desdén hacia ese instinto natural que, convertido en ideal, tanto disloca a la especie humana. ¡Darle a eso trascendencia, existiendo el arte!

Al caso: la Ayamonte, desde las primeras palabras que hemos cruzado, comprendo que se ha conmovido algo por mí.

¿Hay tonto que no se dé cuenta de estas cosas? ¡Bah! Transparente es el vidrio, el agua, los tules... Más transparente un alma de hembra. Nunca he dudado; equivocarme... raras veces. Por lo mismo que no me importa, que no me ciego, adivino, adivino... Hasta he solido prever cómo va a desarrollarse todo; qué trámites mediarán, qué incidentes, qué bordados llevará la orla. Lo cual me enfría más aún. Y miro a la Ayamonte, y siento de antemano el tedio de lo ya conocido; y ella nota que la miro -de otra manera que como se mira para retratar-, y absorbe en mi mirada qué sé yo cuántos quintales de ilusión...

El retrato es de tres cuartas partes de cuerpo; más bajo de las rodillas. Discutimos el traje, la posición, mientras yo descanso de haber indicado ligeramente la cabeza. Convenimos -con efusión de temprana complicidad- que retrataré despacio, despacio... La Ayamonte me ruega que no la avise ningún miércoles, es el día que almuerza en casa de su hermana la señora de Mendoza; ni ningún viernes, es el día en que saca a paseo a la sobrinita, una criatura de diecisiete años a quien tendré que retratar. ¿El traje? ¿Terciopelo negro, raso gris, chiné rosa?

-¡Qué colores para usted! -grito desesperado-. ¿No tiene usted algo crema... algo marfil?

-Marfil, marfil... Sí, un traje de verano, con mucho encaje y moños de cinta nacarada.

-Ése. Y perlas.

A la segunda sesión, envía una cesta; dentro, el traje. Las perlas las trae ella misma, en su bolsa de brochado. Pasa a vestirse a un cuarto que he habilitado para tocador... de cualquier modo, ¡buen tocador te dé Dios! Polvos, horquillas, y sobre una mesa de pino, un espejo de siete pesetas... Tarda poco: no es mujer de coquetería, cuando se presenta en el taller, la felicito, y empalidece.

El conjunto me satisface: los tonos marfileños de la piel los suavizan el encaje y la carlanca, de perlas redondas y menudas; el pelo liso es una nota intensa y dulce; las manos, admirables, de un dibujo perfecto; y al considerarla atentamente, así en conjunto, comprendo el interés de su figura, la expresión apasionada y soñadora de los ojos y los labios. ¿Mentirá esta cara, como miente la mía? Dentro del género, este retrato puede ser más que los otros; ¿por qué no intentar que resulte algo delicado y serio? Trabajo, pues, con empeño, guiñando los párpados, alejándome, acercándome, reposando y conversando. La voz de la Ayamonte es simpática, afectuosa, algo velada; la emoción la enronquece enseguida; su conversación revela cultura extraordinaria en mujer, hasta sensibilidad artística; advierto que es la suya una organización fina y nerviosa hasta lo sumo. ¿Se parecerá en esto también a mí?

-¿Señora, no ha notado usted que... es ridículo, no se burle... que hay una vaga semejanza entre la expresión de su cara y la mía?

-Quiera Dios, en favor de usted, que sólo en eso nos asemejemos -contesta con calma triste.

-¿Tan mala es usted por dentro?

-Mala... no. Malaventurada.

Pausa.

-¿Malaventurada...? -repito mientras empiezo a indicar muy en esbozo las tintas amarillentas del blando y rico encaje, para entonar mejor después el rostro.

-...ísima -afirma sonriendo un poco.

No me resuelvo a insistir, y la miro, vertiendo mis pupilas en las suyas. Se demuda, se estremece. Visiblemente se ha estremecido.

¿Qué haré? ¿Seré tonto si cuando se levante para mirar al retrato no la paso el brazo por el talle, o más bien la tontería consiste en meterme en la camisa de once varas del galanteo?

*  *  *

La Ayamonte me avisa que está algo indispuesta y no vendrá en unos días. Acuden otras señoras, sin preocuparse de la calle; no he notado más síntoma de aprensión en ellas sino que al apearse del coche (lo he visto por la ventana) se remangan mucho el traje y pisan con melindre.

Emprendo la cromotipia de la Sarbonet, una regordeta campechana, teñida de caoba; en realidad, lo que quiere retratar es su abrigo, de chinchilla y armiño verdadero. Tantos pellejos dan unas notas bonitas al lado del raso fofo, a ramos, del traje, y saco de esta mujer vulgar un pastel de los mejores, en el cual hay algo de brío. Me siento de buen humor; tomamos confianza. La Sarbonet descubre el retrato empezado de la Ayamonte, y me cuenta mil chismes. La conoce desde pequeña.

-Pretenciosa, espiritada, romántica... La ha educado del modo más estrafalario su tutor...

Aquí, tos afectada.

-¿Tutor? -repito para estirar una lengua que no lo ha menester.

-Tutor, padrino... ¡qué sé yo! El famoso Doctor Luz, don Mariano; el último figurín de la medicina, el que nos trae las novedades de Alemania. A mí me quiso curar la jaqueca con masaje... No se ría usted, ¡qué guasón! Si no amasa él; si envía una amasadora muy borrica, que le pega a uno cada cachete... En fin, que el doctor era el amigo de la casa; que asistió a la madre de Clarita en el parto, de resultas del cual murió; que apadrinó a la chica; que, según dicen, ayudó a salvar la fortuna, algo comprometida por las tonterías del Coronel, el... papá, que, por fortuna, también se las lio pronto; y lo cierto es que Clara tiene una posición excelente. Sólo que, ¡la educación! Aquella cabeza es una olla de grillos; tantas cosas raras aprendió... Leyó cuanto quiso, estudió extravagancias... pero...

Mohín púdico, que la cae a la Sarbonet como a un galápago una mitra.

-Pero... corrección... y religiosidad... ¡ni pizca! ¡Más shocking!

Cambio de frente, inspirado por la cara que yo debía de poner:

-Y... ¿quién la arregló el traje? Ella no sería: se viste como una portera...

*  *  *

Ya voy teniendo en mi taller, no sólo a los que se retratan, sino a algunos curiosos, aficionados, inteligentes, ociosos, flanistas, cronistas, sportmen. Vienen desperdigados; no tertulian. Desde el primer día he establecido rigoristamente que si hay una señora retratándose, no se pasa. Los encargos arrecian, he abierto un libro con fechas, plazos, indicaciones. A no ser así, no me entendería.

Ello es verdad, este caso inverosímil ocurre; me he puesto de moda en un par de meses, y llevo camino de que se me disputen, pues ya comienzan los recaditos avinagrados, las esquelas imperiosas, los gritillos nerviosos, por teléfono, que indican la exasperación del deseo. «¿Qué dice? ¿Que no puede hasta dentro de dos semanas? ¡Pero si para entonces tengo que irme a Sevilla! Ahora, ahora mismo». Según creen personas expertas, no deja de contribuir a este apuro el rumor de que voy a subir los precios. Noto que en Madrid la gente, al abrir el portamonedas, hace un esguince involuntario. Es que la vida moderna entra aquí con sus exigencias y refinamientos y no encuentra preparados ni los bolsillos ni las voluntades; se ha trabajado poco, se ha vegetado entre orgullo e inercia, esperando quizás estacionarse en el periodo de la alcarraza y el coche de colleras, mientras en Europa se multiplica el goce y los automóviles echan demonios; las fortunas aquí deben, pues, de ser mediocres, y, en general, desproporcionadas con la posición y las ansias de confortable. La gente vive de pantalla: palcos, coches, trapos quizás, y lo que no tiene que ver con esto (mis pasteles, verbigracia) es un renglón extraordinario... Total, que me asaetean a prisas, por si subo. Total, que debo subir.

No por eso espero mejorar mucho mi situación económica. He cobrado dos o tres retratos ya, he dado un ten-paciencia a los anticuarios y estoy con el agua al cuello. Aún no he podido abonar la factura del sastre, que ya me la ha presentado políticamente una vez; las cuentas de carbón y plaza, administradas por la portera hinchan; el de la tienda de marcos también echa sus indirectas; y hay mil imprevistos, y el segundo plazo de la venta de mis cuatro terrones aún falta tiempo para que llegue a mi poder. Y entretanto mi estudio se ve visitado por gente de buen tono; a veces me deslizo a ofrecer una taza de té incorrectamente servida, cachifollada, entre el revoltijo de los lápices, los bocetos, las paletas cargadas y las cajas de colores; me han invitado a algunos saraos; no he ido, tengo pocas ganas -y evitaré prodigarme y ser pintor faldero, al menos en este respecto-. ¡Ah!, el mote de pintor faldero sale de la Sociedad de Acuarelistas, donde cada vez soy más impopular; los bombos de Monteamor en La Época me cuestan ver muchas caras de cuerno y muchos gestos burlones. Por Cenizate sé lo que de mí se murmura. Nunca seré nada; no tengo de talento ni tanto así; soy un adulador, un degradado; me ensalzan porque intrigo, porque mi tipo afeminado encapricha a las señoras -a las bribonas, es lo literal-; sigo la brillante carrera de retratista guapo... etcétera.

Nadie se acusa con mayor severidad que me acuso yo; pero, al fin y a la postre, cuando me azotan así, es cuando me sublevo. ¿Qué hicieron ellos, vamos a ver; qué hacen, qué harán? ¿Se nos prepara una nueva generación de gran altura? ¿Dejan tantas obras maestras las Exposiciones? Ellos y yo, por ahora, garrapateamos, manchamos, tanteamos... Acaso ellos, en mi pellejo, descubierto este filón de los retratos fáciles, no continuarían abrasándose, como yo, en el ansia devoradora de lo otro...

Al enterarme de estas chismografías bohemias, no pegué ojo en toda la noche; me levanté temprano, con el estómago revuelto, amarilla la tez; me parecía tener calentura; di orden a la portera de que despachase a todo el que viniese, diciendo que me encuentro algo indispuesto y no puedo recibir -a pesar de ser el día en que me pide otra vez sesión la Ayamonte-. Y, dominando un jaquecón que me parte las sienes, atiborrándome de té, con el pulso temblón, vuelvo de cara a la pared los retratos empezados, sin precauciones para no borrarlos, y cogiendo un lienzo, armando mi paleta, empiezo a bocetar un cuadro al óleo: Recolección de la patata en la Mariña.

Este cuadro puedo decir que lo tengo en apuntes, en notas tomadas directamente, aldeanas. Al volver a verlas, después de tanto tiempo y tan lejos de donde las recogí, ¡qué alegría! -me parecen fuertes y sinceras-. La vieja que se cubre con el paraguas de algodón azul; la mozallona que se inclina al suelo marcando sus groseras formas; la otra labriega, niña y rubia, figurita mística quemada y curtida ya por el sol y la labor; y sobre todo, el paisaje, un paisaje sin engañifas ni trapacerías; el terruño bermejo, craso, destripado por el azadón y enseñando sus riñones, las patatas; allá en el fondo, el cómaro que limita el predio. Y los colores chillones de las ropas, y el verde insolente de la vegetación, y el cielo brumoso y la augusta verdad. Me embriago componiendo, olvido las mezquindades ajenas y propias; el cuadro adelanta; me parece que lo saco de mis entrañas; lo besaría.

A las doce, la portera me sube un par de huevos estrellados y un chorizo frito.

-Déjelo usted ahí...

Ni lo miro. Incansable, continúo. Una contracción del estómago, una onda de saliva en la boca, me avisan de que la bestia pide su ración. Trago los huevos fríos (¡Están atroces!), y vuelta al cuadro. ¡Es que sale bien de veras! A las dos, la velada voz de la Ayamonte en la antesala:

-¿Que está enfermo?

-No, señora; un poco indispuesto ná más... Se ha acostao.

Y la voz, enronquecida:

-Si se empeora, avíseme, calle... número... Anochecido, volveré a preguntar.

¡Al diablo! A mi recolección de patatas. Sin moverme, he pintado desde las siete de la mañana hasta las cuatro de la tarde; y ya no veo, siento vértigo, me duele todo; pero el cuadro está ahí, planteado, completo, faltando únicamente pormenores de ejecución. Me enderezo; las piernas me tiemblan; oscurece ya, y tambaleándome me dirijo a mi alcoba, me acuesto, me quedo dormido con sueño profundísimo, de piedra.

¡Las diez de la noche! Duermo ha largo tiempo. Despierto aturdido, en la oscuridad. Doy luz eléctrica, y miro el reloj. Alboroto a la portera.

-Pronto, algo de comer... Al café de más cerca... Chuletas, magras, tortilla...

-Esa señora, la del retrato, dos veces ha venido a preguntar...

Una esquela a la Ayamonte, para fijar sesión. Que la lleven mañana temprano. Devoro la cena con placer de cerdo; me acuesto, lastrado, y otra vez el sueño brutal, abrumador, como un mazazo. Esto ha sido una orgía nerviosa, y claro, al salir de ella, la sedación se impone.

*  *  *

Febrero.



¡Incidente! La Ayamonte acude puntual al otro día, a la dos y media, a pesar de que hace un frío espantoso y cae una ligera nevada.

-¿Cómo ha atravesado usted? Caliéntese esos piececitos... Prolongaremos la sesión, porque hoy no vendrá, de seguro, nadie más que usted. Las demás modelos, con este día, y atravesar a pie la calle de Jardines...

Lo que he dicho es casi una inconveniencia. Lo noto, porque la veo fruncir el ceño; sus pupilas se llenan de sombra. Viene envuelta en pieles: jaquette de nutria, abierta sobre un corpiño de raso negro; boa muy largo, manguito enorme.

-¡Por Dios! No se vista hoy, señora -murmuro para hacer olvidar mi tontería-. Se agriparía usted otra vez. Estudiaremos las manos. ¿Me permite usted que...?

Avanzo y se las coloco; a mi proximidad la veo conmovida, y escucho distintamente, al través del raso, el salto impetuoso del corazón.

-Vamos, ya está... Me quiere... -pienso con marmórea indiferencia.

Y, en alto, la sarta de imbecilidades:

-Descansemos. Hablemos un momento... ¿Verdad que usted me lo permite? Tiene usted una mano divina. -En vez de besarla, me bajo y rozo con la boca la frente descolorida, tersa, el lacio pelo.

Primero, el movimiento instintivo, sin cálculo, de echarse atrás; luego, una sonrisa de resignación, aceptando probablemente la fatalidad de que el sentimiento haya de concretarse en el gesto eterno, monótono, sin diferencia ni respeto a la categoría de las almas. Yo, que por lo mismo que no siento hondo soy apremiante, nada trovador, veo la sonrisa, sé comprenderla, y adopto una actitud en que hay respeto y arrullo: medio sentado, medio inclinado, la rodeo el talle con un brazo, y mi mano busca el calor y la suavidad de la nutria. Acaso el contacto con la densa piel del animal es lo único que me produce grata sensación. Por lo demás, empiezo a encontrar que todo esto es ridículo, y que lo mejor sería estudiar las manos concienzudamente. Mientras discurro así, conservando mi dura lucidez, la rutina me obliga a murmurar al oído de Clara cosas tiernas, los inevitables «¿Verdad que tenía que suceder?», los «¿A que no te lo figurabas cuando entraste aquí?». La chubersqui, mal arreglada hoy, calienta poco; y el frío, que me engarrota bajo la blusa de dril, es lo que me impulsa a acercar la cara a otra cara fría también como el hielo, y por la cual veo, con asombro, deslizarse despacio, glaciales, perlinas, dos lágrimas.

Con un movimiento de desagrado, compruebo en mi interior la extraña impresión de siempre: el instintivo desprecio hacia la mujer que se me rinde. ¿No hay en esto algo de anormal, no es una inferioridad de mi alma? ¿O es que me ha embrujado, al nacer, la celosa Quimera?



La Vizcondesa de Ayamonte, al Doctor D. Mariano Luz Irazo, en Berlín.

Madrid.



Padrino mío querido: ¿a quién sino a ti ha de volver los ojos la pobre Clara, cuando se ve otra vez envuelta, arrebatada por lo que tú llamas mi huracán?

Bien sabes que no tengo a nadie más, padrino. Y mira si es triste repetir esta verdad, al punto en que el huracán sopla y me lleva en volandas. Los condenados por pasión, en el remolino del Infierno de Dante, van siquiera dos a dos, eternamente enlazados; a fe que eso sólo convertirá el infierno en cielo. ¡Ay del que gira y gira suelto a incalculable distancia de quien debiera ser su compañero hasta más allá de la vida terrestre!

Veo desde aquí la cara preocupada y ceñuda que pones. Ahora te explicas por qué he dejado pasar tres o cuatro semanas conformándote con postales lacónicas como telegramas. Padrino: aunque te quiero más y de otro modo que a un padre -¡ya lo creo! ¡con qué padre se tiene semejante confianza!-, y a pesar de todas tus doctrinas, experimento siempre confusión, sobre todo en los comienzos, mientras dura la penumbra y la indecisión del amanecer, y me da a un tiempo alegría y pena que te enteres, con encontrarme segura de tu indulgencia admirable de filósofo y de tu cariño infinito, tan probado.

¡Cuidado que te debo favores en este mundo! Déjame que los recuente: si no es por agradecerlos, no: si es por acariciarme el corazón con la memoria de que alguien me ha querido de veras y me seguirá queriendo sin cambio ni tibieza posible. Si la desgracia de quedar huérfana tan temprano pudiese compensarse, me la hubiese compensado tu abnegación. Al principio dedicaste toda tu ciencia -¡mira si es dedicar!- a robustecerme: tuviste que pelear como una fiera, mejor dicho, como un héroe, con mi delicadísima complexión y mi propensión a recoger el contagio o el germen infeccioso que pasase. ¿Te acuerdas de mi ataque de angina diftérica? ¿Querrás creer que constantemente te veo inclinado sobre mi camita, como eras entonces, con la tez morena, las barbazas negras, el pelo revuelto, negrísimo también, la frente pequeña, que ya surcaban precoces arrugas? ¡Ahora ha nevado sobre tu frente inteligente, y estás más simpático aún, padrino!

En aquel tiempo eras joven. ¿Por qué no te casaste? Nadie me quitará de la cabeza que por mejor consagrarte a mí. Al mismo tiempo que tratabas de formarme una sangre rica, unos pulmones anchos, me cultivabas -¡con qué precauciones de floricultor!- el entendimiento. Sin sujetarme a promiscuidades de colegio, enemigo de conventos, me educabas en casa, trayéndome aquella governess, la célebre y buena Miss Butter (a la cual ni tú ni yo reconocíamos la menor autoridad pedagógica), sólo para que me custodiase, a estilo dueñesco, cuando me daban lección profesores varones, escogidos. Y después de las lecciones, tú charlabas conmigo, me metías libros en las manos, me los quitabas apenas creías que me fatigaba la lectura, me llevabas a jugar en el Retiro, al concierto. El método lo aborrecíamos. Me decías tú:

-El estudio es igual que la comida. Si el estómago no está preparado, no apetece, no secreta el juguito que lo dispone a la función... se indigesta lo que se come.

En cambio, no me pusiste trabas ni anteojeras. ¡Qué de cosas aprendí, al correr de mi capricho, tan diferentes de las que suelen formar «la educación de las señoritas»! «Nada de método» repetías. «Tú no has de seguir carrera; sólo necesitas conocimientos varios, útiles, hermosos, para que te sazonen el vivir y te afirmen la razón. No me he de meter yo en acotártelos. Tu instinto es buen guía, porque tienes mucho pesquis, Clara». Pesquis yo, ¡pobre padrinito!...

Y toda esta independencia intelectual que me otorgaste, unida a solicitud incansable para facilitarme el aprender, a cuidados exquisitos para crearme «un cuerpo y una cabeza»... -¡la frase es tuya!- quisiste que la disfrutase igualmente en el terreno material; te volviste por mí lo que jamás has sido, hombre práctico y calculador; defendiste con dientes y uñas, hecho un curial, la herencia embrolladísima y casi perdida de mi madre, y me la sacaste a flote; y... vamos, ¿crees que no lo sé? ¡Si entre tú y yo no hay nada secreto, Doctor del alma! Para ir colocando a interés los réditos de mi hacienda, con tu noble trabajo de gran médico sufragaste los gastos de la casa, los míos personales... ¡Ni en un ochavo se mermó mi caudal! Por ti me encuentro rica. Y mira si estoy convencida de tu ternura, que no me pesa ese beneficio que te debo. Me has enseñado que en materias de dinero la delicadeza es un grado de la moral, y el grado superior la supresión de la idea misma de delicadeza por el cariño. El tuyo, ¡tan puro, tan santo!, se ha revelado para mí en ese aspecto más. Mientras yo viva, no tengo hacienda: la tenemos. Pero no alimento esperanzas de darme nunca el gusto de corresponderte en este particular. Acuñas mucha moneda con esa sabiduría portentosa; y aunque derroches en suscripciones, libros, aparatos y viajes a las clínicas, siempre te sobra para traerme finezas caras de París.

Mira: donde he visto más de relieve el alcance de tu bondad para mí, no es en ninguna de estas cuestiones... Es en algo tan íntimo y tan singular, que sólo de ti para mí puede conferirse, porque nadie, ¡nadie! sería capaz de entenderlo, de interpretarlo con la elevación en que tú lo colocas... ¿Verdad que ya adivinas?

Mientras duraron mi niñez y mi primera juventud, me diste enseñanzas que revestían la sinceridad de la ciencia; y aunque no me mantuviste en ridículos y pueriles errores, por tal arte supiste respetar mi pudor, que mi imaginación se conservó limpia: más limpia acaso que la de muchachas a quienes se pretende rodear de misterios y mentiras ñoñas. Entretenían mi imaginación tantas cosas; me distraías tanto; ¡estaba yo tan fuerte y tan alegre! Por experiencia he sabido lo que es la vida blanca. Padrino, es muy bonita. Huele bien; huele a los ramos de violetas y reseda que me ponías sobre el tocador.

Recordarás cómo se arregló mi boda, en la playa del Sardinero. No tenías tú gana ninguna de que me casase tan pronto; pero la parentela de mi madre, las tías San Benedicto, Teresa Vegarica, puede decirse que me llevaron de la mano al ara para unirme a mi primo Víctor Ayamonte. Lo del parentesco era lo que a ti te escocía más; confesabas que el primo reunía condiciones: gallarda figura, caudal bastante, carácter agradable y franco, vicios ignorados... «Pero, si tuvieseis hijos, el parentesco puede jugarnos una partida serrana...». En fin, con tu espíritu de respetar las decisiones ajenas, no te opusiste cerradamente, y yo fui al altar gustosa, lisonjeada por el novio simpático y fino, que me envidiaban todas; sin poner más condición sino que tú seguirías viviendo conmigo. Recordarás cómo se opusieron las necias de las tías; vamos, que armaron una gresca y soltaron unas pullas... ¡Brujas más raras! Y yo empecé a entusiasmarme con Víctor cuando exclamó. «Déjalas, primita, déjalas. ¿Quién va a gobernar en nuestra casa, ellas o tú? Mándalas a freír espárragos. Eso de que la parentela se meta a disponer en lo más íntimo, sólo en los dramas se ve... El padrino, ¡vaya!, habitará con nosotros. Haré excelentes migas con el padrino».

Recapacitando, yo afirmaría que los dos años escasos que duró mi matrimonio fueron felices. No hubo tiempo de que se acusase la profunda, irreductible diferencia de aspiraciones entre Víctor y yo; no hubo tiempo de que su afición al bullicio y su ligereza le apartasen de mí. En veintiún meses sólo vi su amenidad de trato, su gracia de pájaro, su inagotable buen humor. Me trataba amigablemente; quería llevarme consigo a todas partes. A ti te respetaba y te profesaba una deferencia y una fe que le ganaban, si no mi corazón entero, mi simpatía. Su hermana Adolfina, la hoy señora de Mendoza, era para mí una amiga; y sabes que todavía lo es: amiga superficial, amiga que no me pesa... Gentes así no marcan huella en el suelo. Las envidio. Conservo de Víctor el recuerdo que se tiene de una visita grata, en que no nos hemos aburrido un minuto, sin conmovernos un instante; su muerte fue la única impresión honda que de él he recibido. ¿Qué tendrá la muerte, padrino, que así lo solemniza y lo engrandece todo?

La de Víctor fue trágica; tragedia sencilla, de la realidad, pero que no por eso dejó de abrir surco en mí; según tu parecer, hasta trastornó mi equilibrio... ¿Te acuerdas? Todas las tardes salíamos Víctor y yo a pasear en coche; él guiaba. Aquella tarde quiso probar un potro andaluz, ya domado, según decían. Tú recelabas que yo asistiese a la prueba; y Víctor, con su finura y su complacencia de costumbre, se adhirió a tu opinión. «No, chiquilla, no vienes... ya sabes que te llevo siempre; hoy, no. Padrino acierta en eso como en todo». Hora y media después nos traían en parihuelas un cuerpo inerte, cubierto del polvo de la carretera. En la frente, con amoratada huella, se señalaba la herradura del caballo...

Cuando me viste envuelta en crespones, callada y abatida, el egoísmo del afecto se despertó en ti. «Oye -me decías-, no repruebo la tristeza, si sirve de algo; pero, estéril, debemos combatirla como enfermedad; y lo es. ¡A viajar! Te vienes conmigo, por Europa...». Viajamos; me enseñaste Italia, Suiza, parte de Alemania... En este memorable viaje empezaste a desarrollar tus teorías, que tanta influencia ejercitaron sobre mi destino. Al principio les encontraba el amargor de la quina; poco a poco, mi paladar se habituó a ellas, y hasta las saboreó.

-La casualidad -dijiste- te ha dejado viuda a los veintiún años. Soltera, no me atrevería a hablarte así hasta los treinta. Viuda, es otra cosa. Lee el Código, y verás que la mujer no es dueña de sus acciones hasta que enviuda. Lógicamente, todas debierais desear la viudez.

-Lo que es yo...

-¡Ya sé...! Has sentido a Víctor muerto, más que le has amado vivo. El caso es frecuente, y también se da el contrario. Tus sentimientos son propios de tu idealismo. Víctor, difunto, no tiene defectos; lo que había en él de peligroso para tu porvenir, no saldrá a luz. ¡A lo presente! Triste o contenta, eres libre, ¡libre! ¿Comprendes el alcance de la palabra? Y no sólo eres libre por la situación legal en que te hallas, sino por la posición social; porque la fortuna es libertad, y la clase elevada, libertad también si se saben aprovechar sus privilegios y hasta sus formulismos. Sin embargo, niña, la deliciosa esencia de la libertad no has de extraerla de esas circunstancias externas, sino de tu voluntad misma, de tu ánimo resuelto a no dejarse encadenar. De poco sirve poseer las condiciones de la libertad, si no tenemos un alma libre.

¡Ya ves que no he olvidado tus palabras! Me decías esto en Ginebra, en la terraza del hotel, desde el cual veíamos la azul extensión del lago. Te habían servido el café, y entre sorbo y sorbo, antes de encender el cigarro, desarrollabas la idea que yo al pronto no comprendía.

-Padrino -exclamé-, ¿eso significa que, para no enajenar mi libertad, no debo volver a casarme? Te aseguro que si hay algo que esté a mil leguas de mi pensamiento...

Tardaste en responder. ¡Cómo se te anudaban en la garganta las frases! Con decisión de operador, al fin fuiste penetrando en los tejidos, cortando y resecando lo que te parecía que me dañaba.

-No es eso precisamente; no se trata de una precaución material para asegurar la libertad; yo quisiera ir más allá y libertarte en lo íntimo de tu conciencia. Si fueses hombre, sería innecesario; la vida, para el hombre, es desde muy temprano escuela de libertad, hasta de licencia. Pero tú, ¡pobre mujer!, dentro de ti misma están tu cadena y tus hierros. No te alarmes. Ahora empieza tu juventud, y es verosímil que se despierte en ti el sentimiento amoroso, con toda la intensidad que tu idealismo ha de prestarle...

-¡No lo quiera Dios! -exclamé.

-Supón que lo quiere... -contestaste con la voz atascada por la faena de encender tu Londres-. Cuando eso suceda, niña, es preciso que tengas formada la convicción de que tan natural fenómeno y... sus consecuencias, ni rebajan tu dignidad, ni quitan ni ponen a tu personalidad moral, mientras se desarrollen en el terreno propio de tu carácter, que es generoso y bellísimo. Tus pasiones, siendo como tuyas, en nada te deshonrarán: si las sustraes a la malignidad del mundo, procederás con cordura, como procede el que se defiende de una fiera dañina; pero eso no es lo que importa: es que en tu interior no te creas humillada ni culpable porque te suceda lo que viene sucediendo a la humanidad desde su origen. Contra esa falsa, injusta preocupación, quisiera defenderte, pertrecharte...

-Padrino -dije de muy buena fe-, se me figura que no llegará el caso. Contigo, y dueña de mí, es como seré dichosa.

Sacudiste la cabeza, sonreíste.

-El caso llegará. Y aun es fácil que sea, no caso, sino ¡casos!

¡Ay, padrino! Me pareciste brutal; protesté con enojo. Si no lo has olvidado, perdónalo. Me levanté, y dejándote solo en la mesa, me puse de codos en la baranda. Anochecía: algunas luces empezaban a brillar en las quintas que rodean el lago y lo ciñen de verdor con las altas coníferas de sus parques; la nieve de los picachos, en segundo término, era como reflejo vago, luminoso, que de repente vino a colorear de rosa y naranja el último rayo frío del sol; debajo de mí, casi a plomo, una barca se deslizaba por el Lemán, acercándose al embarcadero: un barquero remaba, y una pareja de turistas (sin duda jóvenes, aunque ya la semioscuridad confundía sus figuras) ocupaba el fondo de la embarcación, a popa. Me pareció que iban embelesados en coloquio de amor, y me quité de la baranda, irritada y descontenta de ti, de mí, de todo.

En algún tiempo no volviste a tocar la conversación peligrosa; seguimos viajando; recorrimos otros lagos, otras ciudades... y con habilidad que me admira en ti, dado tu modo de ser franco y directo; no desperdiciando ocasión; aprovechando los recuerdos y las impresiones de historia y de arte, humorísticamente unas veces, con apasionamiento otras, fuiste trayéndome al terreno en que deseabas situarme, y gastando con la lima de una discusión serena mis ingenuos radicalismos. Penetraban en mí tus doctrinas de un modo insensible; si me hubieses preguntado entonces, respondería con sinceridad que nos encontrábamos en completo desacuerdo y que tú sostenías cosas del todo antipáticas para mí. Encontraba placer en repetirte que no estábamos conformes, en refutarte (así lo creía) con argumentos de un exaltado romanticismo; y mientras lo hacía, allá dentro de mí, hasta lo más recóndito de mi pensar, como flechas certeras que rasgan la carne y cortan el hueso hasta el tuétano, penetraban tus razonamientos, tus ironías, tus indignaciones contra la mentira social, los convencionalismos absurdos y las leyes del embudo, aceptadas dócilmente por sus propias víctimas. Dos razones imagino que se aunaron para predisponerme a recibir tan amargo evangelio. Una, que me parecía inadaptable a la realidad, pues yo había decidido que nunca semejantes doctrinas tendrían para mí aplicación práctica, y las escuchaba como el terrestre, que ni sueña en embarcarse, oye bajo los plátanos de un paseo el relato de naufragios que le hace un atezado marino. Otra, que entre lo acerbo de tus enseñanzas venía lo tónico de la idea de justicia, que me habituaste desde la niñez a considerar eje del mundo moral; y a favor de esta idea, se infiltraban en mí las demás que de ella deducías.

Tuviste el acierto de aparentar creer que no me habías convencido; y cuando volvimos a Madrid renunciaste a tus predicaciones, dejando que lo sembrado germinase poco a poco, al calor de la vida, la gran germinatriz. El retiro que me imponía el luto se hizo menos severo. No ignoras quién empezó a sacarme de mis casillas. La propia hermana del muerto, Adolfina Mendoza, que me encontraba ridícula con mis eternas lanas y mis paseos por la Moncloa y el Pardo:

-Hija, todo lo que se exagera... Año y medio pasado... Ya debías usar seda y pailletés negros... Ea, mañana vengo y te llevo a casa de mi modista.

Insensiblemente dejé el crespón; mi juventud pareció renacer al soltar la librea de la muerte. Sin razonar la causa, me sentí alegre, dispuesta a sacar partido de lo más insignificante, para gozar como una chiquilla. Adolfina aprovechó mis buenas disposiciones. ¡Qué admirado estabas tú de verme tan disipada!

-Me gusta que te diviertas, niña... pero el vértigo de Adolfina no está en tu naturaleza; te cansarás.

Se realizaron tus presunciones; a fines del invierno, sentí necesidad urgente, física, de calma y soledad, y nos refugiamos en Toledo, donde pasamos aquel febrero delicioso, con tiempo espléndido, recorriendo callejas y revolviendo historias. El fondista, al hablar de ti, me decía: «Su papá...». Nos reíamos; saboreábamos el bien de encontrarnos solos, libres del visiteo, del mentireo, de la frivolidad, de la nada. Una tarde, sentados en el admirable Miradero, volviste a la tema antigua. «Revístete de fuerzas, pequeña, porque amaga la crisis... Te acercas a los veinticinco años. Experimentas ansia de reconocerte a ti misma; te vas a reconocer por el sentimiento. Este afán de huir de Adolfina y del mundo es un mal síntoma...». Te contesté chanceando, y nunca supiste que aquella misma noche, al encerrarme en mi habitación, al abrir, como siempre, la ventana, antes de mi aseo nocturno, vi claro mi arcano, y sufrí el primer acceso del mal que acabará conmigo...

No revistió el acceso forma penosa; al contrario. Fue una exaltación, una embriaguez dulce y violenta de mi espíritu, que comunicaba a mi cuerpo ligereza y fluidez, desprendiéndolo, por decirlo así, de la tierra. Aquel cielo sombrío que la ventana encuadraba, figurábame yo tener alas para cruzarlo. En estados de ánimo así conciben los hombres las empresas y reputadas imposibles, los altísimos hechos, las sublimes locuras.

Pasé la noche desvelada por mi venturosa fiebre, y al otro día tú me viste tan descolorida, que resolviste la vuelta a Madrid, donde te reclamaban tus tareas profesionales. Mira: en Madrid, ¡ve tú a adivinar por qué!, la noche de Toledo, la revelación de mi estado de alma, se me antojó que era devaneo de la imaginación; que no respondía a nada real. La frialdad absoluta con que veía a los galanes de sociedad, me tranquilizaba enteramente. Aún no había yo observado entonces este rasgo característico mío: el extremo del indiferentismo hacia los indiferentes. A él debo el respeto con que se me trata, a pesar de murmuradores. Tal vez los galanes creen que cuando ellos no nos impresionan, es que no somos impresionables.

¡Ay, Dios! Esta carta se alarga hasta lo infinito, y es hora de llevarla al correo... Se continuará, padrino; escríbeme, confórtame. Lo necesito más que nunca.

CLARA



El Doctor Mariano Luz Irazo, a la Señora Vizcondesa de Ayamonte, en Madrid.

Berlín.



Niña de mi alma: a pesar de que ando loco de quehacer con los estudios y experiencias objeto de mi viaje, contesto a correo vuelto a tu carta, que he quemado, y en la cual me dejas a oscuras de lo que hoy te sucede. No me sorprende tu proceder: conozco su origen. Es el pudor, una creación artificial y, sin embargo, fuerte como los instintos naturales en el alma femenina. Deseas hablarme de lo único que hoy existe para ti, y te da vergüenza, y lo retardas con esas excursiones por el pasado. ¿Creerás que engañas al padrino? Ya es viejo, pequeña; y, además, ¡su terrible profesión le ha dado tantas ocasiones de analizar!

Tú habrás oído por ahí, a los profundos psicólogos y psicólogas de salón, que pierden el pudor las mujeres cuando quieren de veras más de una vez. Si esas mujeres son de tu temple, di que, por el contrario, la susceptibilidad pudorosa se les exagera. A tu inteligencia no se oculta la razón.

Clara, Clara querida: tu mal consiste, te lo he dicho y te lo repito, en un exceso de elevación moral unido a una sensibilidad demasiado refinada. Ojalá -no me llames bruto- fueses una mujer de más bajas y materiales inclinaciones. Lo inferior se encuentra donde quiera. Lo inaccesible es ese ensueño tuyo, esa aspiración ardorosa que trae de la mano el desengaño y la caída del cielo. Cuando te he visto en el suelo, magullada, palpitando, rotas las alas, he lamentado que seas ave y no insecto ni alimaña. Así, sin más retóricas.

Si fueses hombre, a tu edad no padecerías ya tales anhelos, y tendría tu vida direcciones objetivas, algo que la llenase y en que gastases tu actividad y tus fuerzas. Ya ves, a mí me ha sucedido eso. Sentí... como cualquiera; sufrí, no desengaños, pero dolores, y el trabajo y la ciencia me salvaron. Eres mujer: no tienes refugio.

No necesito aplicar a tu alma los rayos con que registramos pulmones, arcas de pechos y cañas de huesos en esta sorprendente clínica. Te he estudiado día por día; te conozco. Y tu viejo padrino, al conocerte, te quiere más, con piedad y ternura más sagrada. Tus males proceden de que eres superior, en la esfera del sentimiento, a las mujeres que te rodean, y que, como Adolfina, no conocen sino los estímulos de la vanidad o la impulsión orgánica. Tú padeces de una idealitis crónica. Este padecimiento no es vulgar; sólo ataca a privilegiadas organizaciones. Yo esperé que, pasada la primera juventud, pactarías con la realidad en una forma o en otra... ¡En la que te fuese más grata y fácil! Veo que no: y ante el hecho, me inclino, pues para ti, la realidad, la sola, es ese mundo que llevas dentro.

¿Qué te podrían decir mi experiencia y mi cariño que no te diga el recuerdo de tan rudas decepciones? Y mira, Clara, decepciones han sido; pero no acuses a los que te las causaron: acusa a tu exigencia de grandeza, de heroísmo sentimental, parecida a la del artista que en cada modelo fantasease la perfección absoluta de la forma. Tú eres inteligente; y cuando tu corazón no está interesado, sabes observar los defectos y miserias de la gente con la agudeza propia de tu sexo. Así que interviene la pasión, esta facultad queda abolida. El que encarna tu ideal es un ser aparte: le supones todas las cualidades y excelencias de tu magnánima condición, todas las vibraciones exquisitas de tu alma soñadora; le vistes la cota del paladín, o le cuelgas alitas, o le rodeas de aureola, y con la sinceridad más generosa, das por hecho que está bebido el filtro, y que como Tristán e Iseo, cruzaréis la existencia sin atender más que a la virtud del conjuro. ¿Qué ha de suceder, niña eterna? Ellos son hombres, muñecos de barro, de ese barro que cada hora desorganiza -¡si lo sabrá un médico!-, de ese barro concupiscente en que bullen gusaneras de apetitos y mezquindades... ¡Barro! Ni aún. El barro se conserva, la obra del alfarero prehistórico llega a nosotros. El barro humano es limo corrompido. No puede darle consistencia ni el fuego de la pasión más sublime.

¿Qué nuevos martirios se te preparan? Si mi presencia puede servirte de algo, a pesar del compromiso de honor profesional en que estoy metido, a pesar de ciertos ensueños -también los tengo yo-, lo plantaré todo y me largaré. Aciertas: no tienes más que a mí; dispón de mí: me harás dichoso. Y, en todo caso, escríbeme sin ambages. Ya estarás persuadida de que deploro y maldigo tu mal; pero te estimo, justamente por él. Es lo que yo quería inculcarte, anticipadamente, para evitarte inútiles torturas morales, en nuestro viaje por Suiza, y después, y siempre... Estímate, estímate mucho: la estimación propia es el tónico más eficaz que conozco. Adiós, enfermita mía. Te daría su salud, su prosa, y no su edad, tu amantísimo padrino,

MARIANO



La Vizcondesa de Ayamonte, al Doctor D. Mariano Luz Irazo, en Berlín.

Madrid.



Padrino querido: me defines muy bien en la carta que acabo de recibir, y, con todo, un alma es selva tan oscura, que voy sospechando si hay en la mía rincones donde no penetran tus rayos X. El día en que en Toledo me asomé a aquella ventana, y sin fijar en nadie mi pensamiento sentí la revelación de la pasión con todo su poderío, lo que me causó una alegría extraña fue reconocerme capaz de sentir tanto, tanto. Descubrí tesoros, que me asustaron, pues todo lo inmenso asusta; pero me inundó un regocijo como el que experimentan los héroes al convencerse de su valor. Los horizontes de mi vivir, hasta entonces vacío y sin sentido, se dilataron, irisándose con tintes mágicos. Ya ves, yo a ningún hombre quería; después de aquella memorable noche, aún tardé bastante en concretar mis indeterminadas esperanzas; la revelación fue, pues, de mí misma, de las profundidades de mi propio corazón.

Al pronto no me di cuenta exacta de esto, padrino. Equivocándome, busqué fuera de mí el manantial que en mí brotaba tan abundante y, a mi parecer, tan puro. Me lo enturbiaron; pisotearon su nacimiento... Culpa mía fue, seguramente, porque mi locura igualó a la del que, poseyendo una perla única, quisiese descubrir la compañera en la primera joyería que encontrase. Yo tendré, allá en cualquier país, mi compañero; mas ni él sabrá de mí, ni yo de él. El filtro de Tristán e Iseo se bebe, pero no lo beben dos juntos. Uno solo, padrino.

Cansado estás de conocer los episodios de mi historia. Hemos convenido en ponerles una cruz negra, emblema de lo que murió; el caso es que no basta querer enterrar las cosas. Murió, sí, lo mejor: la ilusión, la fe, la ternura. No murió lo infinitamente malo, lo que ha depositado en mí un sedimento que tal vez ni sospechas... Te afligiría, padrino, si te metiese en las cuevas sombrías de mi pensamiento. Hacía tiempo que te hallabas contento viéndome descansar y reponerme de aquel último golpe, el más traidor y el más imprevisto. No podrás adivinar qué género de trabajo lento, insensible, se producía en mí, ni cómo la desesperación desordenada de los primeros instantes, que tanto te dio que hacer como médico, se transformaba en la apatía sorda, en la depresión hondísima, predecesora de las grandes crisis. Así calificas tú este fenómeno... y en mí, ¿lo has adivinado?

Vamos a lo presente. Sin ambages: quiero otra vez. Es un artista genial, joven, cuyas facultades no han podido desenvolverse y afirmarse todavía. La necesidad de subsistir le obliga a dedicarse a un trabajo que forzosamente ahogará los gérmenes de su gran talento. Retrata al pastel, adulando a sus modelos, y no le queda tiempo ni tiene medios de luchar como corresponde para ganar su puesto al sol de la gloria.

La prueba, padrino, del cambio que se ha verificado en mí, es el propósito que tengo y que sólo depende de tu aprobación... Se acabaron las tonterías, el empeño de encontrar la otra perla. Giro en el remolino del Infierno, pero giro suelta, ya lo sé. Mejor dicho: lo presiento, lo comprendo, y lo único a que aspiro hoy, ya que mi mal es incurable, es a que me permitan hacer bien al ser querido. He pensado ofrecer a este artista (el hombre más desinteresado de la tierra) mi mano. Con ella va la fortuna, el medio de realizar su vocación. Conozco lo arriesgado del paso que voy a dar; conozco que enajeno mi libertad, y cometo (así te expresarías tú) la única locura hasta la fecha milagrosamente evitada. No puedo menos. Me avasallan con violencia dulce dos sentimientos: ansia de purificación y anhelo de sacrificio. Es la forma actual de mi apasionamiento; ahora mi fuego arde así. Cierta de no encontrar en los demás la abnegación, la descubro en mí, en mis propias entrañas.

Padrino, espero tu consejo..., y lo temo, porque me quieres demasiado, con excesivo egoísmo amante. Entiéndeme, padrino; explícate, por Dios, mi sentir; no me protejas contra lo que me ha de hacer algo menos indigna de esa estimación de mí misma, que tanto recomiendas a tu

CLARA



El Doctor Mariano Luz Irazo, a la Señora Vizcondesa de Ayamonte, en Madrid.

Berlín.



Clara querida, allá voy. Salgo mañana: y no salgo hoy mismo, porque debo despedirme de mis colegas y de algunas personas que me han dispensado atenciones. Lo dejo todo; me falta tiempo para llegar junto a ti. Eres en este momento mi enferma de más peligro.

¡Casarte! Ahí es nada, criatura... ¿De modo que mientras yo preparaba sueros en la clínica, tú adoptabas esa resolución insignificante? ¡Y pensar que no se me pasó por las mientes que esto tenía que suceder, que el día en que fantaseases hacer un bien muy grande a alguien con la entrega de libertad, hacienda y persona, no serías tú quien se privase del gustazo de la inmolación! ¡Es tan delicioso el frío del cuchillo a la garganta!

Allá voy. Lástima no poder ir en globo. Voy, no a imponerme, sino a cumplir el deber de observar y exponerte lo observado. Veremos qué artista genial, qué hombre «el más desinteresado del mundo» es ese. Sí que abundan los desinteresados. No te enfades conmigo, tirana, si una vez más me viese precisado a pisarte con suela doble las florecillas de la ilusión. Hasta pronto; te quiere tanto el padrino, que por abrazarte antes manda a paseo sin protesta sus alquimias endiabladas. Tuyo,

MARIANO

Marzo.



En el taller de Silvio, a las tres de la tarde de un día marzal, de esos de cielo azul agrio y frío puntiagudo, acaban de entrar dos damas, cuyo saludo seco y altanero, en contestación al obsequioso del retratista, evidencia cierto espíritu agresivo. El origen del mal temple de las señoras se descubre por la exclamación de la más alta, la marquesa de Camargo:

-¡En qué calle vive usted!... ¡Qué escalerita!

La malicia ya afinada de Silvio interpretó. A las señoras bien tratadas por la naturaleza, había él notado que no las molestaba el trecho de calle equívoca que era preciso cruzar a pie para llegar a la casa. Pasaban retadoras o reservadas, provocando o desdeñando el dicharacho procaz de las mujerzuelas. En cambio, las clientes de incierta edad y escasos atractivos llegaban siempre al taller irritadas contra la calle y la subida, enviborado el genio por las desvergüenzas oídas al abandonar el coche protector. «Habré de mudarme», pensaba Silvio; y en alto:

-Busco otro taller, con ascensor... No lo he encontrado por ahora...

La verdad era que, a pesar de la afluencia de retratos, andaba todavía alcanzadísimo de moneda, sangrado por los sablazos de parásitos y zánganos como Crivelo, convencido de su incapacidad para la crematística. A fuerza de sermonearle la baronesa de Dumbría, había resuelto hacerla su depositaria, y la confiaba, al cobrar un retrato, pequeñas sumas. Era el tesoro de guerra, para mudanza, viajes, enfermedades posibles...

La otra dama, rechoncha, mal ceñida, de faz lunar, era la duquesa de Calatrava, exbelleza del reinado de Alfonso XII. La obesidad, desbaratando las facciones finas, apenas permitía adivinar lo que pudo ser el antaño gracioso semblante; y ayudaba a desfigurarlo espesa capa de blanquete y dos tiznones que se proponían agrandar los ojos. La Camargo, flaca, cobriza teñida, de tez estropeada por el artritismo, bien corsetada, silueta aún elegante y juvenil, indignó a Silvio un poco menos.

«A ésta» -calculó- «escogiendo bien la trapería y sacando partido del talle... Pero el otro fardo, ¡en cuántas triquiñuelas va a meterme! Tendré que reconstruirla según sería en 1876... No transigirá con menos... ¡Y el escote! Lo adivino. Veo asomar los encantos, como dos medias vejigas de grasa... Habrá que acudir al vaporoso boa de plumas o al socorrido abrigo de pieles, negligentemente echado...».

Mientras hacía para sí estas reflexiones crudas, Silvio, defiriendo a una indicación de las dos damas, enseñaba los retratos comenzados, los volvía de cara, los traía a la luz. Y las señoras sonreían, cuchicheaban burlonamente:

-¡Ay, Celia Jadraque! Mira las perlas del hilo. No han engordado poco. Parecen las que venden en La Ciudad de Constantinopla a peseta la sarta. ¿Las vio usted por vidrio de aumento?

Silvio, nervioso ya, no respondía, y seguía exhibiendo sus pasteles.

-¡Lina Moros! -exclamó la Camargo-. ¿Ha venido por fin? Pues si nos dijo que, a pesar del empeño de la Palma, no vendría; que no la daba la gana de estarse aquí las horas muertas aburriéndose.

Por toda respuesta, Silvio, crispado, colocó a ambos lados del primer retrato de Lina otros dos en preparación: uno de blanco, vivo contraste con la beldad morena; otro, con traje ceñido, oscuro, que moldeaba las airosas formas estatuarias. La Camargo y la Calatrava se miraron, y el comentario fue una ligera carcajada.

-¡Clarita Ayamonte! -dijeron después, al presentar Silvio un alto cuadro, casi de cuerpo entero-. ¡Qué bien está! La hace usted mucho más guapa, y lo que nunca fue, muy elegantona. Ella siempre valió poco, y está atropellada como si tuviese cincuenta años; pero así y todo hay parecido, además de una creación poética.

Silvio sintió que montaba en cólera. Quería tratar con miramiento a las damas, muy influyentes en sociedad: la Calatrava, por el altísimo copete, la Camargo por el círculo escogido que sabía formar a su alrededor, pero cuando los nervios de Silvio se encalabrinaban, el demontre. En su interior resolvió:

«Si éstas suponen que he de retratarlas...».

Justamente, un segundo después la Calatrava manifestó su deseo. Lo hizo con cierta displicencia, segura de dispensar un favor.

-Vendríamos... La hora se la avisaríamos a usted por teléfono cada vez... Porque si no, no seríamos nada exactas, ¿verdad, Angustias? -añadió, volviéndose a la Camargo-. En esta época del año no sé cómo se arregla; está uno de un ocupado... ¡Es terrible!

-Lo siento en el alma, duquesa -respondió Silvio expeditivamente-. Ni fijando hora ustedes, ni fijándola yo, me sería posible, en mucho tiempo, encargarme de su retrato. Yo estoy de un agobiado de encargos, que ustedes no se pueden formar idea...

-¡Ah! -repuso, mordiéndose el labio y dando al codo a su amiga, la Calatrava. Un instante la sorpresa las paralizó. Ya se entendían las dos para una retirada hábil, que no dejase transparentar despecho, cuando la puerta del taller dio paso a un caballero de buen porte, no atildado, de aventajada estatura, de madura edad, de pelo y barba grises, casi blancos; y las dos damas le saludaron con ese afable apresuramiento que en Madrid, tierra de gente expansiva, se tributa a los que han estado ausentes, al regresar.

-Doctor, Doctor... ¡Bienvenido!

-¡Gracias a Dios! -repetía la Camargo-. ¡No nos estaba usted haciendo poca falta! Yo no he tenido un día bueno mientras usted rodó por esos mundos... ¿Puede usted ir mañana a mi casa?

-Desde luego, marquesa...

-¿Viene usted a admirar el retrato de la ahijada...?

-No a eso sólo -declaró Luz, saludando a Silvio y presentándose con sencillez a sí mismo-. Vengo a que también me retraten a mí: digo, si el artista está conforme...

-¿Pues no he de estar? -gritó aturdidamente Silvio, emocionado-. No sabe usted qué satisfacción es para mí. ¿Cuándo desea que empecemos?

-Dé usted las gracias, Doctor -pronunció la incisiva voz de la Calatrava-. Es una distinción extraordinaria la que merece usted. Acaba de desahuciarnos a nosotras porque no tiene hora disponible...

Silvio clavó sus ojos garzos, oscurecidos por la irritación, en la dama, y dijo categóricamente, con la franqueza palurda que en ocasiones le subía, irresistible, a la boca:

-El Doctor es persona que trabaja mucho: yo respeto su trabajo y le sujeto el mío. Ustedes, en cambio, estarán tan desocupadas dentro de un año como ahora.

Riose Luz, invadido por repentina simpatía; y la Camargo, saludando para despedirse, soltó en voz agridulce:

-La prueba de que estamos desocupadas Leonor y yo, es que hemos venido a perder el tiempo. Doctor, adiós. No se moleste, Lago...

Las acompañó Silvio, algo volado, hasta la puerta. En el recodo del pasillo, la Calatrava, desdeñándose de parecer picada y de guardar un silencio que lo demostrase, cuchicheó:

-Por lo visto, retrata usted a Clara y a lo que resta de su familia...

-No entiendo, duquesa.

-Es usted muy nuevo en estos círculos -lanzó la Camargo, que no quiso guardarse la pulla.

Las dos salieron, dando a la puerta, que Silvio no tuvo la ocurrencia de cerrar, seco porrazo. El pintor, no obstante, había comprendido, recordando insinuaciones transparentes de la Sarbonet; alzó los hombros, y minutos después buscaba en la fisonomía, bien delineada e interesante, de Mariano Luz, semejanzas con la mujer que le abrumaba a fuerza de pasión. La conclusión fue ésta:

-Me gusta más él que ella. Él, con esos mechones grises, arremolinados, esa tez morena, esa frente pequeña y surcada, tan inteligente, tiene una cabeza de estudio. Loado sea Dios. Descansaré de encajes y rasos.

*  *  *

Era el final de un almuerzo, en casa de Palma, en la serre, a la hora del café. La condesa llamaba con discreto siseo a Silvio, y le arrinconaba cerca de una palmera cuyo tronco surgía de un embrollo de tela rameada, de colorido suave.

-Venga usted aquí, venga usted aquí, picarillo... Me han contado muchas cosas... ¡Todo se sabe!... En primer lugar, ¿qué ha hecho usted a Angustias Camargo y a Leonor Calatrava, que tan furiosas las tiene? Ahí está una cosa que deploro: las dos nos convenían mucho para la campaña; y si van diciendo pestes de usted, y que recibe usted a la gente punto menos que a tiros...

-¡Dios mío! Condesa, exageraciones. He tratado a esas señoras como debía, con respeto; lo único que hice fue negarlas turno. Francamente, prefiero otros modelos: de ahí no se saca una aleluya. La Camargo parece un mango de escoba tiznado de almazarrón, y la Calatrava un clown acabado de enharinar. No hay tintas posibles con ese par de cutis.

Divertida y sin querer confesarlo, la Palma protestó:

-¿Y para qué sirve el arte, la mañita? Hay que congraciarse con cierto círculo; ya sabe usted que es reducidísimo, y una sola enemiga nos puede hacer mucho daño.

-Con protectoras como usted nada temo. ¡Déjelas usted! Así que desaparecieron del taller, me puse de buen humor. ¿Se representa usted mis apuros ante los huesos de los codos de Angustias Camargo? Cuando veo a esa Angustias, ¡me entran unas ídem!

Sofocada de risa, la Palma se llevó a Silvio más lejos, a un rincón solitario del gabinete árabe que con la serre comunicaba.

-Ha tomado usted tierra muy pronto; admirada me tiene usted -dijo al artista-; no he visto a nadie que cayendo aquí de improviso se desenrede y conozca las menudencias de sociedad como usted. ¡Indudablemente ha nacido usted para retratista de elegancias! Pero conmigo no valen disimulos; me han informado perfectamente. Lo que ocasionó que a usted se le atragantasen Angustias y Leonor fue que dijeron algo poco amable de la simpática viuda...

-¿Qué viuda? -murmuró Silvio, algo atortolado.

-Vamos, hágase usted de nuevas... Clarita, Clarita... No, es aparte; hizo usted bien en defenderla...

-Pero si ni la atacaron, ni la defendí...

-¡Es muy buena Clara! -declaró la condesa con su seria indulgencia de mujer intachable-. Es buena, a pesar de la educación desastrosa y sin freno recibida de su padrino, que será un sabio profundo, no lo niego, pero en ese particular...

-¿Padrino? -recalcó Silvio con afectada ingenuidad, que velaba una curiosidad caprichosa.

-¡Cuando digo que ha tomado usted tierra demasiado pronto! ¡Nada se le escapa a usted! -replicó la Palma-. A un lado maledicencias e historias añejas. Clarita vale mucho. La pobre no ha encontrado, por ahora, quien fije definitivamente su corazón. ¡Si usted lo consiguiese, tengo el presentimiento de que sería usted muy dichoso! Además, su posición...

-Pero, ¿de dónde sacan todo eso? -protestó Silvio-. Quisiera yo averiguarlo... ¡Pues es una friolera!

-Amigo artista, los impulsos del querer nos venden... Acababa usted de negarles turno a Angustias y Leonor, y entra Luz y todo se acaramela usted y se lo concede inmediato.

-Ya lo creo. ¡Cien turnos! Condesa, ruego a usted que se moleste en subir mis escaleras y ver el retrato del Doctor. ¡He sido tan feliz con ese trabajo! Una cabeza viril, seria, algo que he podido retratar y no contrahacer... Un estudio de lo real... Es lo primero de que, en el pastel, estoy menos descontento; lo único que expondría sin gran bochorno. Minia Dumbría lo pone por las nubes... y cuidado que Minia es implacable. ¡Y el modelo! De ése sí que estoy prendado. Nos hemos entendido. Me ha tomado cariño en pocos días. Con él, al fin del mundo... -añadió sin desconcertarse bajo la mirada azul, penetrante, de la dama, que, cortando el aparte con su maestría de salón, retrocedió lentamente hacia la serre, a depositar sobre una mesilla la taza de porcelana blasonada donde aún se enfriaba un tercio de café.

A la misma hora, Clara Ayamonte se disponía a sacar a paseo a su sobrina Micaela Mendoza. Mientras Adolfina enseñaba a su cuñada algunos trapos de reciente adquisición, y la instaba a tomar parte en un abono a unos jueves de moda -«real orden de Julieta Montoro; hija, no hay remedio, no se puede faltar»- la muchacha se prendía el sombrero, se calzaba los guantes, pedía el manguito, y un cuarto de hora después, en la estrecha berlina de Clara, al trote del bonito tronco flor de romero, bajaban inundadas de sol por la Carrera de San Jerónimo, hacia el Prado. Frente al Hotel de Rusia, Clara hizo parar el coche, saltó a la acera, entró en casa del florista, cuyo escaparate es una fiesta de primavera en pleno invierno, y salió con dos gruesos ramos de violetas y gardenias y un mazo de rosas rubí y tallos diminutos de combalaria. El coche se inundó de perfumes; Micaela bajó el vidrio y acomodó su ramillete en la ranura, ostentándolo.

-Tía Clara, a ti hoy te pasa algo. Estás muy guapa, muy sonrosada; te relucen los ojos y has comprado doble surtido de flores. Siempre las compras sólo para mí, diciendo que son propias de mi edad...

Clara rio, excusándose.

-No, a mí no me engañas -insistió la chiquilla-. Yo no me las trago como mi madre. Te pasa algo. Moritos en la costa, ¿eh? Y qué tal: ¿es digno del honor de ser mi tío? Anda, cuéntame. Yo callo; ni con tenazas me arrancan tu secreto. ¿Es tu flirt, Lope Donado, que te persigue?

-¡Qué aprensión tan graciosa! Figúrate; las flores son para ti y para Adolfina; tú se las entregarás al subir a casa. Ya sabes, Micaelita, que estoy fuera de juego completamente. Amoríos, a las niñas como tú.

-¡Quia! ¿Me mamo yo el dedo? La edad de las emociones es la tuya; a la mía no hay sino sosera. Yo vegeto, y un día me entrecasarán... Ea, que entre mis papás y yo, nos casaremos; digo, me casaré, ellos ya están casados hace rato; la prueba a la vista la tienes. ¿Emociones a mí? Ni las siento ni las concibo. Dicen que después aparecen las malditas. Pienso hacerles la cruz. Emocionarse para desemocionarse, y vuelta otra vez a la noria, y sube en cangilón de abajo, y baja el cangilón de arriba, y disgusto va, y disgusto viene, y tener ojeras y enfermarse de un qué sé yo cardiaco... No, tía; ¡no hay tío que valga eso!

-¿Cuál es para ti la felicidad? Porque tendrás alguna aspiración, criatura -pronunció reflexiva la Ayamonte.

-¿Aspiración? Quisiera un marido rico, rico. Eso nunca estorba; después, muy bonita casa, jardín, instalación de verano en Zarauz o por ahí, viajecito de otoño, mil comodidades, sus fiestas en invierno; pero menos jaleo que mamá, menos pingos, y en cambio, un cocinero; ¡oh ideal! Soy golosa... -y pasó su lengua roja y húmeda por los labios.

-¡Pasión de vejez! -exclamó con extrañeza Clara-. ¡A los diecisiete no cumplidos! -Y, transigiendo, indiferente, añadió-: Al volver iremos a Lhardy.

*  *  *

Recorrían la larga avenida solitaria del Prado, dirigiéndose a Recoletos, donde ya bullía la gente mesocrática, trapitos al sol, paseando o sentada cara a los coches, curioseando ávidamente un perfil conocido, un abrigo de última. La berlina torció hacia el Retiro. Los cascos de los caballos percutían con ruido rítmico, pleno, el suelo raso, bien nivelado; el correaje de los arneses crujía de flamante; ligera espuma revolaba sobre los frenos. Una impresión de superioridad, de existencia amplia y lujosa, surgía, no sólo del paso raudo de los trenes, sino del parque, esmeradamente cuidado, del noble aspecto de la vegetación, de las plantas raras, lozanas, fuertes, de las canastillas en temprana florescencia, de las blancuras de estatua entrevistas sobre el verdor del grass. Ni siquiera formaba contraste la aparición de los dos o tres golfillos mimados, privilegiados, que postulaban familiarmente, llamando a los aristócratas por su nombre, poniendo cara de risa, colocando chistes de teatro y almanaque, porque allí, entre los señorones, no vale pordiosear con lástimas. Los golfillos, conocedores de su clientela, iban limpios, lavados, y deslizaban entre su postulación al oído de alguna señorita: «Por ay viene el sito Andrés, a caballo... Junto al Ángel quedaba...». A Micaela Mendoza nada tenían que avisarla los golfos correveidiles. Era de esas hijas de madre bulliciosa, a quienes en los primeros tiempos de su salida al mundo envuelve y eclipsa el remolino maternal. No se impacientaba Micaelita: sentada la cabeza, aguzado el olfato, ojo avizor, aguardaba la hora...

A inconmensurable distancia espiritual del cuerpo juvenil que rozaba con el suyo, Clara, asomando la cabeza por la abierta ventanilla, miraba hacia la avenida donde pasea la gente de a pie, menos numerosa, algo más selecta que en Recoletos. Una vuelta... pero nada divisó. Experimentó esa sensación de vacío y aridez que producen las multitudes cuando entre ellas no está lo único que interesa. A la segunda vuelta, cerca ya del grupo de rebajuelos pinabetes, vio Clara algo... Su delicada palidez se acentuó; un estremecimiento de felicidad, hondo, impetuoso, como jamás lo había experimentado cerca del mismo Silvio, activó el curso de su sangre y aceleró su respiración, al divisar al artista, al cambiar con él una sonrisa de saludo y una seña imperceptible.

-¡Hola! ¡El retratista guapo! -exclamó Micaelita-. ¿Vas allí, eh? Hay bebedizos en sus pasteles. Dicen que es un modisto delicioso. Mamá empeñada en que yo me he de retratar con mi traje azul y ella con su gran caparazón vert amande, de Laferrière... ¡Y qué bien se arregla ahora! ¡Si va hecho un gomoso!...

Las palabras de su sobrina convirtieron en nácar rosa el marfil de la piel de la Ayamonte; y su voz, enronquecida, subía del moderado diapasón habitual cuando pronunció:

-Repites las tonterías que oyes, Micaela, y eso no está ni medio bien. A tu edad más vale callar cuando no se sabe lo que se va a decir. Lago no es un modisto, sino un gran artista, como lo prueba el retrato de mi padrino que está terminando; pero la gente no entiende y sale del paso con vulgaridades.

-Perdón, tiita -murmuró Micaela, entre confusa y avispada-. Si sospechase que ibas a molestarte... -Y la sorprendió con un abrazo para convencerse de que palpitaba toda.

-Molestarme, no... Es que me da pena que te inspires en Angustias Camargo y los bobos de su trinca...

El resto de la tarde, tía y sobrina conversaron de una manera forzada. Ni en Lhardy, al mordisquear los petits fours, se aflojó la tirantez. Micaela rumiaba el descubrimiento; Clara no podía calmar el hervor de la indignación. ¡Silvio, un modisto! Sola ya en el coche, habiendo dejado a la muchacha a la puerta de su hotel, sonrió Clara y se frotó las manos nerviosamente. ¡Ya verían si era modisto, cuando ella le colocase en situación de desplegar las hermosas alas de su genio!

Disipó prontamente esta idea el remolino de las otras. La dulce calentura de la esperanza, una vez más, abrasó las venas de la Ayamonte. Al rodar de la berlina, que se abría disputado paso por las calles atestadas de gente, la enamorada, aislándose, cayó en una de esas meditaciones del porvenir que jamás supera, ni aun iguala, la realidad. Era un ensueño amoroso que mucho tenía de heroico, en el bello sentido de la palabra, pues Clara adivinaba y paladeaba el sacrificio. «Todo por él... Con él a las Mecas del arte: París, Florencia, Amberes... Los medios de estudiar, de combatir, de vencer... Su triunfo, debido a mí; su gloria, obra mía...». Y el sabor de la abnegación era como de miel, y su fragancia como de vino puro y añejo, que embarga los sentidos.

Al encontrarse el padrino y ella sentados fronteros, a la mesa del comedor, demasiado amplia para dos personas, por cima del centro de mesa de jacintos y blancas lilas, Luz buscó el mirar de Clara, y lo encontró, y sintió su fuerza. Nunca tanta riqueza espiritual había brillado en aquellas pupilas radiantes.

-¡Tal vez ahora sea feliz! -pensó el Doctor-. Y en voz alta, deseoso de traer la conversación a terreno simpático:

-¿Sabes que mi retrato cada día me gusta más? Desde que tiene toda la intensidad de los toques de color, me parece tan franco, tan sincero, ¡tan yo! Obra maestra, niña.

No respondió Clara. Interrogaba con los ojos, y la ojeada, imperiosa y expresiva, penetró en la voluntad del sabio como un cuchillo.

-El talento es innegable -prosiguió él-. Sólo necesita ambiente y... salud. No es fuerte, no es demasiado robusto nuestro artista... Tengo el deber de decírtelo, Clara, antes de que... Noto en él predisposiciones nada tranquilizadoras.

Clara continuó silenciosa. Bebió de un sorbo su copa de Saint-Galmier, carminada con Burdeos. Y fresca la garganta, en tono resuelto, con la lentitud que da a las palabras gravedad solemne:

-¡Padrino -articuló-, lo que notas en él son rastros de la miseria, heridas de la batalla! ¡Si estás conforme y ratificas tu benevolencia, habrá ambiente, y salud, y celebridad y todo!

-Sea como tú quieres -exclamó él, enviando a Clara una sonrisa de indulgencia y bondad infinita.

Sin preocuparse de la presencia del criado que servía, correcto e impasible, Clara se levantó de súbito, y fue a besar la frente y el arranque del pelo ya casi blanco, todavía arremolinado con brío juvenil, del Doctor.

*  *  *

A las diez y media de aquella misma noche, el taller de Silvio Lago se encontraba plenamente iluminado por la luna, que se filtraba al través del amplio ventanal de vidrieras. La puerta que comunicaba con el pasillo se abrió despacio, y un grupo de dos figuras estrechamente enlazadas fue a reclinarse en el canapé Imperio, sembrado de fofos almohadones, y donde la claridad del satélite recaía con prestigios de teatral decoración. Un momento la mujer permaneció recostada en el pecho del hombre; pero éste se desvió de pronto, y descolgando de la pared una guitarra que formaba trofeo con dos caretas japonesas, y arrimando al canapé una silla bajita, empezó a puntear distraídamente una jota. Lo trivial de la música podía perdonarse en gracia de lo atractivo del escenario. Los muebles, los objetos de arte, el contador, el arcón, adquirían en la penumbra suave dignidad y misterio. El soberbio retrato de Luz, allá en el caballete, cerca del estrado, recibe un rayo de plata en fusión y parece moverse y respirar. Y la mujer reclinada sobre los almohadones, sonriente, marmórea, alargando los brazos, se asemeja a una estatua amorosa, que llama y atrae, para murmurar al oído la última regalada confidencia.

-¿Te aburre mi guitarreo? -preguntó Silvio con resignación-. ¿Quieres que te traiga una copa de Málaga y unos dulces?

-No... -respondió Clara-. Quiero que vengas aquí, aquí.

Ojos menos vendados que los de la Ayamonte hubiesen observado en el movimiento de aproximación de Silvio una violencia nerviosa, rayana en repugnancia. «¡Todavía!». La cruda palabra no asomó a los labios; se quedó en los recovecos del cerebro, donde el pensamiento se desnuda cínicamente.

Clara pasó el brazo alrededor del cuello del artista, atrajo hacia sí la frente y halagó con su mano de raso las sienes húmedas. Los dedos de la enamorada entrejugaron con el rizado pelo rubio oscuro, despeinado y revuelto entonces.

-¿Quieres que dé luz, nena? -interrogó el prisionero, deseoso de evadirse.

-¡No! Si está divino el taller; y además, para lo que vamos a charlar... ¡prefiero el misterio! Súbeme el abrigo... así...

Silvio obedeció. Era el abrigo amplia pelliza de seda acolchada, oscura y modesta por fuera, al interior forrada de riquísimo brochado azul modernista. Clara echó sobre los hombros del artista un pedazo de la fastuosa envoltura, y al sentir que el mismo tibio ambiente les rodeaba, se decidió:

-Vamos a tratar de cosas formales... Déjame enterarme... ¿Tienes probabilidades de romper la cadena? ¿Podrás dentro de poco renunciar a los retratos y dedicarte a lo serio?

-¡Pch! -murmuró Silvio, interesado en la conversación-. ¡Hija mía, eso es fantástico!... ¡Por ahora al menos... y hasta sabe Dios qué fecha!... Héteme cogido, atado a la rueda, vuelta y ¡dale! Gano y gasto; ¡no sé cómo lo arregla el demonio! Tengo un peculio insignificante en poder de la baronesa de Dumbría, que me lo guarda para que no lo derroche, pero es por si enfermo y muero, no tengan que enterrarme de limosna...

-¡Calla! -gritó Clara, estremecida-. ¡Loco!, a ver si te pego en la boca para atajarte el disparatar... Si yo me alegro, me alegro, de que el remolino de los retratos smart no te dé resultado para cumplir tus anhelos... ¿No sería bonito, di, hacerles una reverencia de corte a todas las majaderas que vienen pidiéndote perlas de Cleopatra y veinte años perpetuos, y volar adonde la vocación te llama?

Silvio inclinó la cabeza con desaliento.

-¡Bonito! Más que bonito, precioso... ¡Me encuentro tan harto ya de producir calcomanías! Perdona; tu famoso retrato, que nunca se acababa ¡porque no queríamos que se acabase! ese... calcomanía pesetera... ¿A qué discutirlo? El de tu padrino... regular... Le falta... algo le falta, ¿eh?, no pienses que yo no lo comprendo. Le falta nervio, puño, arranque... ¡El afeminamiento no se sacude en un día! Bueno: también creo algo aceptable ese estudio de Lina Moros con el traje ceñido de paño prune. Verdad que las líneas de esa mujer son de una perfección desesperante. Nunca las copiaré en todo su hechizo.

Clara se desvió del artista, rápida, involuntariamente. No era la primera vez que sentía celos bajos y degradantes, por lo mismo más torturadores, de la beldad profesional con tal insistencia reproducida por los lápices de Silvio, con tal entusiasmo elogiada por su boca.

-He dicho una tontería -murmuró él, percibiendo el movimiento retráctil de la dama-. Es que Lina es para mí como un modelo: la estudio y la estudio, pues entre las que cobran no hay formas así... No estés triste -continuó, apiadado, acercándose a Clara con cierto infantil mimo-. Eso es arte, y yo... artista me conociste y artista seré.

Ella adquirió entonces un poco de valor. Deseaba sobreponerse a todo egoísmo, elevar, acendrar su pasión humana. Suplicante, precipitada, lanzó el gran propósito.

-De ti solo depende redimirte de esta esclavitud...

-¿Cómo?

Un susurro, especie de caricia al oído.

-Casándonos...

La voz, ¡qué ronca! El corazón, ¡qué desquiciado! Los ojos, ¡qué humildes, qué imploradores!

Silvio, en un rato, no contestó. Se creería que no había entendido. Al fin... Clara trepidaba de ansiedad... Al fin, se echó a reír jovialmente y se puso en pie de un salto.

-¡Casarnos, nena! ¡Casarse! Y eso ¿cuándo se te ha ocurrido? ¡Pobrecilla! A ver: ¿es discurso del padrino... o tuyo?

-¿Por qué me contestas así? -repuso Clara irguiéndose a su vez, recobrando energía ante lo que tomaba por burla-. ¿Qué motivos tienes? ¿Quieres a otra? ¿Me desprecias mucho, porque... por lo que hay entre nosotros? Franqueza, Silvio... la verdad.

-¡Entera!... De haberte mentido a ti, que no lo mereces, jamás tendré que acusarme. Se les miente a las coquetas, a las tunantas... A las buenas... no. Tú eres algo romántica; no sé si te convencerá lo que te diga. ¡Es tan prosaico! Es que yo no puedo casarme, ¿sabes? No sirvo para tal vida: ¡serías la mujer más infeliz!

-¡No importa! -gritó Clara descubriendo toda su sed mortal de sacrificio-. No pienses en mí. Que triunfes... y me basta. Soy tu pedestal. Písame... No voy a caza de dicha. Nunca esperé conseguirla queriendo. ¿Te acuerdas del primer día? Lloraba...

-¡Válgame Dios! ¡En qué conflicto me pones! -articuló Silvio, algo conmovido, abrazándola-. Hay verdades demasiado descarnadas... Bueno, ¡qué remedio! Las soltaré. Serías infeliz tú y más infeliz yo. A los ocho días, ¿sabes?, viviendo con ella, viéndola peinarse, comer, toser, no hay mujer que no me hastíe. ¿Digo hastío? Aborrecimiento. Me juzgas por mi carita y por el tipo Van Dyck. No me conoces. Soy muy bárbaro, mucho. Además estoy embrujado. Sólo existo para mis sueños...

-¡Ay de mí! -sollozó Clara-. ¡Yo también!

-Sí... ya lo voy notando. ¡Por algo dije que nos parecemos... en la expresión de la fisonomía! Tu sueño es de amor, el mío... de belleza, de gloria; el tuyo es natural, el mío a veces creo que diabólico. Venga del infierno o del paraíso, ¡le pertenezco!

-Es que no me querrás -balbuceó Clara.

-No; de esa manera que tú desearías... no -repitió ferozmente Silvio-. Perdona; ya convinimos en que todo, excepto mentir. No te quiero así, y llegaría ¡yo qué sé! ¡a odiarte!

Ella vaciló, se esforzó para no desplomarse bajo el golpe.

-Lo sabía -arrancó al fin de la laringe-. Sólo que no quería saberlo... ¡Haces bien en no engañarme!

-No lo mereces. Si te engañase, sería aún más malo de lo que soy. ¡Ah! Soy malo: por éstas: malo, desalmado. Sólo tengo entrañas para mi loco deseo de pintar como los semidioses. A trueque de conseguirlo... mira... a mi propia madre hubiese echado al arroyo, como a un perro. ¿Y qué tiene de extraño? El sentido moral se suprime ante estas ideas fijas. O demente, o bribón: escoge. ¡Vaya un marido que te preparabas!

-Escucha, Silvio -imploró Clara con humilde mansedumbre-. Expliquémonos sin rodeos. Lo que te ofrezco es justamente el único medio que existe de que sigas tu vocación. Te estás incapacitando para ella. No creas que no entiendo algo de arte. Retratos por oficio pueden hacerse unos meses, un año; pero a la larga, te amanerarás. Rompe los grillos. Yo seré feliz si tú eres grande. Necesito un objeto, una obra... Hay en mí un pozo de amargura, una estepa de soledad. Mi propia vida no me importa casi. Hacer de ti lo que estás llamado a ser, me bastará para recompensa. Si te hastías... viajarás, volverás. Tendré calma. No me induce cálculo alguno... ¡Te quiero tanto!

Al exclamar así, Clara arrastró dulcemente a Silvio al canapé. A fuer de legítima apasionada, dolorida aún por el desamor, siempre fiaba en los ardides de su corazón, en el contagio de su ternura. El artista frunció el ceño y volvió a desceñir los blancos brazos, que surgían de las holgadas mangas de encaje antiguo. Torvo y malhumorado, en pie frente a Clara, alzó los hombros.

-Eso, eso es lo que hay... Me quieres... ¡Razón suprema! Las mujeres, cuando os encapricháis... Aquí el juicio lo represento yo. Tú, no más que la impresión del momento. Casarnos, y tenerme siempre contigo. ¡Te lucías! ¿Qué ibas a tener? ¡Ni mi cuerpo siquiera...!

Silvio comprendía que se expresaba desvergonzadamente, y no acertaba a remediarlo... Sus nervios, como siempre, mandaban en él; los sentía tenderse de impaciencia, de enojo, ante el amor de una mujer dispuesta a coartar su libertad bohemia, unciéndole a un yugo áureo. «¡Dinero!», pensaba. «¡Todo lo resuelven con dinero!». Y la aspereza, la brutalidad, crecían en él; a puñadas se hubiese defendido.

-¡Ni mi cuerpo! -repitió-. Es preciso que me conozcas a fondo, y que me dejes por cosa perdida. Hace cuatro o cinco días lo más, en ese mismo canapé, estaba sentada la modelo de pago, una gitana que huele a bravío; y yo... sin acordarme de ti, como no me acordaría de otra, ¡aunque fuese la misma Dulcinea...! Ya ves qué poco me parezco a tu ideal; ya ves cómo engañan mis ojos, mi gesto de melancolía sublime... ¡Si supieses! Tengo un primo panadero, que es mi retrato. Estoy por escribirle «vente, repartiremos las conquistas...». ¿Qué diría él amasando sus roscas?

Aquí el atroz monólogo se interrumpió. Del canapé no salía ni protesta ni sollozo. Clara se arrebujaba apresuradamente en el abrigo; largos escalofríos recorrían su cuerpo. Sus dientes se entrechocaban. El ruido imperceptible, rítmico, que producían, aterró a Silvio al modo que aterra a los medrosos el trueno. Corrió a arrojarse a los pies de la dama, prosternado.

-Te he ofendido, nena. Perdón. Soy un vil miserable; no hagas caso, despréciame. Hay horas en que no sé lo que digo ni lo que hago. ¡Perdón, perdón!

Clara no se movió. Rebozada hasta los ojos, temblando, tartamudeó muy quedo:

-Lo vil, lo miserable, es esto que llaman amor. ¡Qué vergüenza!

Y añadió con imperio, irguiéndose:

-Enciende... Voy a vestirme.

Obedeció el artista. Conocía que era imposible destruir el efecto de sus palabras, de su impremeditada confesión. Hay cosas que una vez dichas... Dio vuelta a la llave; las luces eléctricas, de dura claridad positiva, se comieron la de ensueño de la luna, y la Ayamonte rompió a andar, volviéndose desde el umbral para contemplar por última vez el taller, los retratos esparcidos, el contador reluciente de bronces, sobre el cual una Madona gótica, de madera pintada y estofada, sonreía con celeste ingenuidad, disputando una manzana al Infante. Permaneció Clara en el tocador pocos minutos; salió, arropada la cabeza en la mantilla negra, oculto el cuerpo por la holgada pelliza uniformemente oscura. Su cara, color de yeso, parecía haber adelgazado súbitamente, y sus ojos, enrojecidos, ardían, mientras la boca se consumía, y se afilaban, como en las agonías, la azulada nariz. El pintor se lanzó hacia la dama y la abrazó de estrujón, mientras cubría de caricias arrebatadas aquella mascarilla trágica, fría, sepulcral.

-¡Nunca te quise sino ahora! -repetía, persuadido de sentir así, en aquel pronto-, nena, nena: me hace daño verte tan pálida. ¡La boquita! ¡Quédate! ¡Vuelve mañana! Mira que te esperaré...

Ella se desprendió, desviándose con fuerza. Echó a andar pasillo adelante, llegó a la puerta, descorrió el cerrojo, tiró del resbalón...

-Dame al menos tiempo a coger sombrero y gabán... ¿Vas a ir sola hasta encontrar coche?

Estaba ya en el segundo rellano de la escalera, y desde él, entre la oscuridad, murmuró sencillamente:

-Adiós, Silvio.

*  *  *

Marzo-abril.



Silvio se levantó de humor endiablado, rabioso contra sí mismo, al día siguiente de la ruptura con Clara. Por su gusto no saldría del abrigo del lecho; pero justamente, tenía citada a una cáfila de señoras... Saltó descalzo a los fríos baldosines, renegando de la dura ley. Mientras se chapuzaba en la palangana, estremecido, redactaba mentalmente la carta a la vizcondesa de Ayamonte. No para reanudar, ni menos para aceptar la propuesta... Para repetir que la quería como nunca la había querido; que se reconocía un miserable, y solicitaba de rodillas absolución.

-No pondría otra cosa el hombre más prendado -pensaba media hora después, al lacrar-, y en este instante me sale de dentro escribir así...; y si ella me contestase «bueno, iré a firmar las paces...», soy capaz de volver a ofenderla, para que se largue pronto. No; ella no es como yo; ella tiene distinto carácter; no pone aquí los pies. ¡La he precipitado desde tan alto! ¡Bah! -añadió, viendo entrar a la portera con el servicio del té-. Así emigrasen todas a Cochinchina... No sirven más que para levantar jaquecas como la que me está amagando. Se prepara el gran día... Oiga usted -añadió, dirigiéndose a la comadre-. Vaya usted a la botica por esta receta de migranina... ¡No ponga usted cara atontada! Al Continental, calle de Tetuán, que lleven esta carta... Encienda bien la estufa... Pásese por la tienda de marcos, que envíen lo que les encargué... ¿No me podría usted arreglar un puchero, algo de comida sana, para hoy?... ¿No entiende?

-Dios, ¡qué barbaridá! Entender, sí, señor...; pero no alcanzará el tiempo, señorito... Primero que despacho tanto divino recao... Y la portería abandoná, porque a mi esposo hoy le han avisao de la Ministración pa unos papeles...

-Bueno; otro día de comer frío... -calculó enervado el artista-. ¡Cómo se multiplican las necesidades!... Habrá que tomar un criado...

Respondiendo a sus pensamientos, la portera advirtió:

-Salga usted si llaman. Abajo no quea nadie.

Silvio tragaba el último sorbo de té, cuando... tilín: la apremiante campanilla.

-¡A estas horas! -refunfuñó, corriendo a la puerta-. ¡Ah, eres tú! -murmuró desalentado, al vislumbrar la castiza jeta de Crivelo tras el embozo de una capa raída. Aquel eterno chupón se parecía más que nunca a un retrato antiguo, cuando subía tres dedos de chafado terciopelo carmesí a la altura del mostacho.

-Vienes en mala ocasión -declaró Silvio, atravesado en la puerta, como obstruyéndola-. Me encuentro sin un céntimo, chico; sin un céntimo.

El enjuto Crivelo se hizo atrás, desembozándose con gallardía hidalga. Era un completo tipo español, entre alabardero y soldado de los tercios invencibles; faltábanle tizona y chambergo, sustituido por abollado hongo.

-¿Quién te pide nada? -pronunció en tono de herida dignidad-. ¿O te desdeñas de que entre a informarme de la salud?

Las mejillas de Silvio se enrojecieron. No había cosa más contra su genio que humillar a los menesterosos.

-¡Qué disparate! Adelante, hombre. Ven a mi cuarto. En el taller no han encendido aún.

-Llévame un momento a ver las duquesas y las princesas que retratas...

-¡Princesas! ¡Echa princesas! ¿Quién os encaja esas mentiras? -gruñó Silvio, exasperado otra vez.

-Anda; como si no supiésemos que aquí tienes a lo más cogolludo de la corte. ¿Qué te haces con tanta guita como te llueve, hijo? No lo entiendo. ¡Quién tuviera tus manos! A estas horas era yo rentista. ¡Y solo, solo, sin boca que te pide pan! ¿Qué dirías si te despertases padre de siete criaturas?

-Que era un fenómeno muy raro.

-¡Guasón! Quisiera que te dieras una vuelta por mi casa. Madera, 13, cuarto. Mi suegra, baldada de una ciática; mi señora, yendo a la compra y guisando; ya sabes que ella nació en pañales muy finos... Los chiquillos, rabiosos por tragar...

La cara típica, velazqueña, del litógrafo, expresó aflicción verdadera. Se conmovía al detallar sus ahogos, y no creía faltar a la sinceridad callándose que en parte eran fruto de su afición al café, al copeo de coñac y a matar el tiempo en teatruchos, dejando litografía y cuentas al cuidado del dependiente.

-Créeme, yo me evaporo por no ver lástimas... Aquellas paredes se me caen encima. El negocio, de remate. No se trabaja, no saltan encargos. Dicen que saltarán hacia octubre. ¿Y mientras? ¿Me ahorco? Van a vencer los pagarés del material. Mañana mismo he de recoger uno. Como no lo recoja con pinzas... ¡Buena mujer! ¡Vaya una hembra! -exclamó sin transición, extático ante el retrato de Lina Moros, que Silvio acababa de volver para enseñárselo-. ¡Eres el hijo de la dicha! ¡Pintas a éstas y encima te pagan!

Tilirín... La campanilla. Crivelo se precipitó.

-No te molestes... Yo abro...

Se encuadró en el marco de la puerta un criado de buena casa, rasurado, limpio, serio.

-De parte de la señora vizcondesa de Ayamonte, aquí está el importe de dos retratos, y deseo entregárselo al señorito Lago en persona, y que tenga la bondad de firmarme un recibí, si no le molesta.

El pedigüeño palideció de emoción.

-¿Cuánto trae usted? -preguntó balbuciente.

-Dos mil pesetas en un cheque... ¿El señorito Lago me hará el favor de recogerlas?

Silvio acudía ya a la antesala, turbadísimo. Le asfixiaba la vergüenza. Si Clara hubiese estudiado cómo humillarle, no procedería de otro modo. ¡Dinero; doble suma de lo convenido!

-Diga usted a la señora -pronunció extendiendo la diestra para rechazar el sobre- que los retratos nada valen y que ruego me permita enviárselos como recuerdo.

-¿Estás loco? Pero, ¿qué haces? -saltó Crivelo, agarrándole de la manga-. ¡Dos mil pesetas! ¡Qué son dos mil pesetas!

-¡Al diablo! -Y Silvio dio un empellón al litógrafo, mientras el criado, después de saludar, se retiraba pausadamente-. ¿Quién te mete en mis asuntos? ¡Pues hombre! ¡No faltaría! ¡Como vuelvas! Yo tiro a la calle lo que me da la gana, y esas peseteras pesetas lo primero. ¡A ver!

Crivelo, calándose el hongo, recogiendo la pañosa en actitud gentil de galán de comedia calderoniana, se encaró con el artista. Le conocía bien y sabía tocar el registro conveniente.

-Ya veo que aquí estorbamos los pobres. Te has engreído, se te han subido a la cabeza las marquesas. De poco sirve que sea uno amigo viejo, el que pasó contigo tantas crujidas allá en América, cuando comías pan reseco y tasajo, ¿te acuerdas? y subías al andamio a embadurnar paredes... Tú ahora eres opulento, yo no tengo de qué... Si esas dos mil pesetas fuesen mías, ¡qué fiesta en mi hogar! Se hartarían los nenes; el pequeñín no se nos moriría porque se nos ha largado el pendón del ama; mi señora se compraría calzado y un mantón de abrigo; consultaríamos al médico; satisfaría el pagaré. Lo que unos desprecian, a otros les daría la vida. Así es este mundo amargo... Con que, abur, hijo; dispensa...

Silvio se aplacó, se encogió de hombros.

-Tú eres quien ha de dispensar. ¡Dos mil pesetas no puedo dártelas! A ver... ¿Con cuánto remedias lo más urgente?

El sablista, palpitante, indicó:

-Unas mil y cien... Menos de eso...

-Suprimiendo el pico, ¿eh? Las tendrás mañana a esta hora; y ahora lárgate... lárgate, y no pidas nada en diez años.

No quiso oír más el castizo tipo. Minutos después, en la acera de la Puerta del Sol, exclamaba todo de alegría, parándose ante una señora morena y pasada, que lucía monumental sombrero:

-¡Olé las jamonas hermosas!

En aquel mismo punto, ¡tirilirín!, hacía irrupción en casa del artista el fiel Marín Cenizate. Como la inmensa mayoría de los hombres, Cenizate en sus actos partía del dato de sus propios sentimientos; importándole los ajenos un comino; y siéndole infinitamente agradable la compañía de Lago, no se fijaba en si Lago estaba a la recíproca. Verdad que al decirle el artista: «Chico, vete», ningún sentimiento de amor propio lastimado mordía el corazón del adictísimo amigo. Desfilaba... y hasta otra.

Como Silvio no le hiciese caso y siguiese trasteando para arreglar sus desparramadas cajas de colores, Cenizate agitó los brazos ante los retratos concluidos de Clara y Mariano Luz.

-¡Canela fina! -repetía entre dientes, con sofocación de entusiasmo-. ¡Canelita en rama, caballeros! ¡Vaya unos retratazos! ¡Que se limpien los ojos los envidiosos de la Sociedad! ¡Que salgan ahora con que si afeminado y si blando! ¡Ese retrato del señor tiene redaños, redaños! A quitarse el sombrero...

-¡Por Dios! -replicó Silvio, revolviendo febrilmente en una mesa atestada de papeles, libros y cachivaches-. Me duele la cabeza... ¡No me marees!

-Los exponemos -insistió Cenizate-. Dentro de un par de meses, van a exhibir en el Hipódromo sus porquerías. Verás que horrores. Llevas tú este par de documentos y me los revientas. ¡Boca abajo todo el mundo! O, escucha: mejor aún: ¿a qué aplazar? En mayo tendrás preparadas otras cosas bonitas... ¡Con la facilidad tuya! Éstos me los conduzco yo ahora mismito al Salón Amaré. ¡Buen golpe, buen estrépito!

Silvio se revolvió como un gato, blanco de ira, echando lumbres de sus ojos, en tal momento felinos.

-¡Te guardarás! Los retratos ya no son míos. Están cobrados...

-Solicitando autorización...

-¡Necio! ¡Imbécil! -gritó el artista. A pesar de su longanimidad, más que el calificativo, el tono dolió a Cenizate, que retrocedió algo inmutado. Silvio, de repente, se mesó el pelo, gimió.

-No sé lo que me digo... Si no te empeñas en atormentarme, no me hables de esos retratos. No te importe por mí. ¿A qué viene tanto afecto? ¿Piensas que te correspondo? Te engañas. A mí nadie debiera quererme. Doy mal pago. Los cariños me apestan. Prefiero a los envidiosos que dices tú. ¡Ojalá tuviese verdaderos envidiosos! No me envidian: me rebajan con razón, que es distinto... ¡Manía la tuya de ensalzarme! Y es que no entiendes de arte una patata. ¡Te mataría!

Cenizate, tranquilizado, desagraviado, sonrió, se acercó a Silvio.

-Arrechucho tenemos... No se hable más del caso. ¿Te hago tila? ¿Te arreglo esa mesa, te preparo las cajas? Hoy vendrán muchas señoras. El día está magnífico.

-¿Querrás creer -dijo Silvio, cambiando de tono con su acostumbrada movilidad, y abriendo y cerrando a golpes los cajones del contador- que me ha desaparecido mi petaquita de plata oxidada con el monograma de rubíes, el regalo de la Sarbonet? Lo que me indigna es que, sin duda, se la ha llevado el mal bicho de la gitana. ¡Qué mañitas!

-La dejas meterse aquí con una libertad...

-¿Qué he de hacer? ¿Mandarla esperar en la Saleta? Esa egipcia se encapricha de todo... No ve fruslería que los ojos no se la encandilen. Me tiene harto. Sabe de sobra que ya no quiero estudiarla, y vuelve y vuelve... ¡Qué calamidad, un taller de pintor! Es una vega abierta...

-Pues bien pagada y bien recompensada está Churumbela, hijo, para que venga a quitarte cosas. La semana pasada, sin que te sirviera de modelo, ni Cristo que lo fundó, la diste cuatro duros. ¡Llevarse la petaca! ¿Te parece que demos un parte?

-No -contestó el artista.

¡Tilín! La portera, resoplando:

-Aquí tié usté el remedio... El recibí del Continental... De la tienda, que están con los marcos; que los remitirán cuando acaben. Unas lonchas de pavo he traío de la Ceres pa el almuerzo. ¿Encenderé?

Absorbida la droga, funcionando la estufa, Silvio empezaba a sosegarse, cuando, ¡tilín, tilintín!, pasos precipitados, una ráfaga de aire frío de la calle y de olor insufrible a esencia de clavo y pachulí... La gitana en persona.

Cualquiera, aun sin ser artista, se agradaría de aparición tan pintoresca. Churumbela, con la palma apoyada en el talle, el mantón atado atrás, el pelo indómito alisado, con reflejos de empavonada armadura, la expresión melosa y capciosa, propia de su raza, en el perfilado semblante cetrino y en las largas pupilas de sombra; entreabierta la boca bermeja, donde rebrillaba el nácar húmedo de los sanos dientes, no le iba en zaga a ninguna de las bohemias seductoras del romanticismo.

No encontrando a Silvio solo, sus cejas delgadas se fruncieron; mas ya el artista se lanzaba hacia ella, porque al verla había sentido ciego impulso de cólera, la animosidad que engendra un largo hastío, hastío, en este caso, de pintor fatigado de reproducir un tema, que se complicaba con náusea moral, indefinible; especie de desagravio involuntario a la Ayamonte.

-¡A ver! -gritó-. ¡Si no quieres que avise a la delegación, ya me estás devolviendo ahora mismo mi petaca!

Retrocedió atónita la Churumbela, ensanchando los ojazos.

-¿Qué dise, señorito? ¿La petaca?

-Tú te la has llevado. ¡A devolverla! ¡Perdida, tuna!

-¡Señorito... que yo no he cogío semejante mardesía petaca! ¡Por la gloria e mi madre y por las yagas de Cristo Santísimo! ¡Así me condene y me jagan en los infiernos picaíllo menúo! ¡Así me saquen er corasón con cuchiyos afilaos! ¡Sinco años llevo de andar entre pintores, er señorito Marín lo dirá, y a ver cuándo Bruna la Churumbela, como usté me yama, ha tomao valor de un perriyo que no sá suyo! ¡Soy honrá, señorito, más honrá pué ser que muchas señorasas que usté pinta! -Y el mirar salvaje y encelado de la gitana se clavó en los retratos.

-¡O te callas, o...! -rugió Silvio, avanzando con los puños cerrados y los dientes prietos. Se interpuso, asustado, Cenizate; retrocedió la egipcia, y desde la puerta, con respingo de sierpe pisada, se volvió para vociferar:

-¡Soy honrá por sima e la luna! ¡Negro día aqué en que te conosí, pa que me quitases er sentío! Eso e lo que tú me has robao, y no yo a ti la susia petaca, ¿entiendes? ¡Malos mengues te coman a ti y a eya, y a mí por sé una probe esgraciá, que no viste sea ni carsa guantes! ¡Er pago que me das, meresío lo tengo; y agur, y Jesucristo y la Virge te perdonen, esaborío, que m'as sortao güena puñalá!

Y anegada en descompuesto llanto, Churumbela huyó a tropezones, batió la puerta exterior haciendo retemblar las paredes de la casa. Desde la escalera se la oyó sollozar aún. Cenizate miraba sonriendo a Silvio.

-¿Conque esta...?

El artista hizo un gesto de fatiga y de desdén.

-Pues chico, hasta la fecha no se sabía... Solano y varios la han apretado bastante, y ella, nada. Modelo, corriente; otra cosa, no señor.

-¡Bah! -murmuró incrédulo Silvio, a cuya furia sucedía la postración-. Ello es que mi petaca... ¿En qué casa de empeño o cueva de ladrones parará? Llaman... ¡Si es una señora, te vas volando!

Media hora después Silvio despachaba su fiambre e inconfortable almuerzo, y bebía precipitadamente otra taza de té. ¡Tilirirín! La governess de casa de Torquemada, guarnecida de dos niños. Silvio, con el estómago helado, a pesar de la infusión caliente, corrió al taller, retiró del caballete a la Ayamonte, y puso en su lugar el empezado y ya delicioso esbozo de una cabecita morena bajo una lluvia de bucles negros, la niña Celi. Roberto, el varoncito, protestó. La governess le echó una peluca sobre el tema de la galantería.

-Las damas, primero...

Y mientras la miss arreglaba el traje blanco de Celi, Robertito se dio a curiosear la mesa, atestada de revistas ilustradas, de libros con grabados, revueltos con bujerías y cachivaches tentadores.

-Pray you, Robert... -refunfuñó la miss, volviéndose; y como Silvio, maquinalmente, se volviese también, vio algo que le dejó un instante hecho piedra. ¡La miss recogía, de manos del niño, la petaca oxidada, donde brillaba el monograma de rubíes, y avanzaba a entregársela a su legítimo dueño!

-Su estuche a cigaros, señor... El niño lo puede estropiar...

Para una caricatura, la expresión de la inglesa viendo que Silvio se echaba a la cabeza ambas manos, en desesperado ademán, al mismo tiempo que exclamaba, guardándose la petaca:

-Perdone usted... No puedo dar sesión hoy... Diga al conde que, si gusta, envíe mañana los chicos...

-¿Se siente malo?

-Sí... algo indispuesto.

Sin más explicaciones, zafándose de la miss y sus alumnos, Silvio corrió al dormitorio, recogió abrigo y sombrero, lastró el bolsillo con un puñado de duros, únicos fondos que en casa tenía, y saltando las escaleras de dos en dos, cruzando la calleja, voló a tomar un coche de punto en el puesto de la Red de San Luis, dando al cochero las señas de una calle mísera, en barrio extraviado y pobre.

*  *  *

Aquella noche, ya un poco tarde, Minia Dumbría, que a solas descifraba un nocturno de Saint Saens en un armonio chico y cansado, se encontró sorprendida con la visita de Silvio.

-¿Por qué no ha venido a cenar? -preguntó la compositora.

-Porque tenía el estómago revuelto y estoy a magnesia, a migranina, a drogas. ¡Ay! -exclamó impaciente, sentándose sin ceremonia en el sofá-. ¡Qué antipático es ese florero de Venecia sobre el fondo carmesí del damasco! Y ¿por qué se pone usted esta bata a rayas violeta? La sienta como un tiro.

Se echó a reír Minia, y consagró con indiferencia una ojeada al florero y a su deshabillé de seda listada, holgado y sin pretensiones.

-Verdad que la combinación es fatal. ¡Azul, carmesí, violeta! Pero si usted no estuviese tan desesperado hoy, no le sobresaltarían semejantes menudencias. ¿Qué ocurre? Desahogue... Ya sabe mi teoría: todos se confiesan; sólo que usted, equivocándose, ha escogido confesor lego... ¿Cierro la puerta? Así... Bien...

Tardaba el artista en romper a explicarse. Al fin estalló la bomba.

-¿Está en casa la baronesa?

-No; en el teatro.

-¿Volverá pronto?

-La última de Lara se acaba cerca de la una.

-Aguardaré hasta entonces... Necesito verla inmediatamente.

-Para recoger depósito de dinero, ¿verdad?

-¡Cómo me conoce usted! -suspiró Silvio, tomando la diestra de su interlocutora y estrujándola con angustia de náufrago.

-¡Sus manos están hechas carámbanos! Acérquese a la estufa... Mi madre le soltará a usted una filípica tremenda, merecida; pero le entregará al punto lo que le haga falta. Tranquilícese. Salga ese embuchado...

-¡Embuchado! Los embuchados y las contrariedades importan un bledo, señora, cuando aquí dentro (golpeo de esternón) hay ánimos, hay serenidad, hay esa flema de usted...

-¡Mi flema! -repitió Minia, hablándose a sí propia.

-Hoy fue un día desastroso para mí, un día negro; para otro, quizá fuese un día como los demás. A mí, esta tarde, volviendo de mi excursión a las Injurias, nada menos que al paseo de las Yeserías, hasta se me ocurría... ¡qué barbaridad! una de esas humoradas que leemos en la prensa, y que entrando por la boca se alojan en la masa encefálica. ¿No le parece a usted que esto es grave?

-Siempre. ¡Esa idea revela desarreglos nerviosos, lesiones ya profundas! Es propia de degenerados superiores, como usted. Sin embargo, a pesar de la relación que existe entre la sensibilidad peculiar de usted y tal impulso, las circunstancias...

-¡Naturalmente! Oiga usted. Introito: mi portera se larga a recados, y me quedo abriendo; lo más aborrecible. A todas éstas, me acomete uno de mis jaquecones. Llega el bueno de Crivelo, y el demonio la enreda de suerte que no puedo negarle un préstamo de mil pesetas...

-¡Incorregible! -gritó Minia, condolida de la hemorragia provocada por el certero tajo de sable.

-Bien, suprima los regaños; con la baronesa basta... Enseguida echo de menos la petaca de plata, regalo de la Sarbonet; se me antoja que me la ha quitado la gitana típica que tanta gracia le hace a usted, la Churumbela; se aparece en aquel momento llovida del cielo, y la harto de improperios; me pongo hecho una hiena; la pego casi...

-¡Pobrecilla! ¿Y no era ella?

-Verá usted... ¡Aguarde, que estamos empezando! Para desengrasar, Marín Cenizate (el adicto, que me abruma con todo el peso de su adhesión) se empeña en exponer dos de mis retratos en el Salón Amaré, para dejar bizcos a mis envidiosos. Así dijo el muy simple: a mis envidiosos.

-¿No los tiene usted?

-No. En el verdadero sentido de esa palabra, no. ¡Y usted no lo ignora! Sigo la relación. Vienen los chiquillos de Torquemada, y el Robertito revuelve en mi mesa y me presenta... ¿qué dirá usted? ¡La petaca, la petaca!

-¡Qué lance! ¿Ve usted? Tenemos el vicio de sospechar de los pobres. Toda nuestra relación con ellos se basa en la sospecha. ¡Base extraña! No sé cómo no nos han quitado ya hasta la respiración, porque si al cabo les hemos de tener por ladrones...

-Cierto. Yo menos que nadie, pues fui tan pobre, debía... En último caso, ese modo de insultar porque nos quiten un dije inútil, esa indignación ante pequeñeces, es algo bárbaro. En fin, me entró tal fatiga, que a las Yeserías me fui, y en la zahúrda de la gitana casi me arrodillé para que me absolviese.

-¿Y absolvió?

-Nada de eso. ¡Me trató peor que yo a ella! Me tiró a la cara el dinero que la llevé. Y debe de hacerla falta. ¡Qué tugurio! ¡Tanto churumbel color de aceituna! De todas maneras, quedé algo tranquilo con haber reconocido mi yerro. «Pégame», la dije. «A no matarte, desalmao, no te toco...» fue la contestación; y allí se quedó llorando.

Calló. Minia reflexionaba; de un café próximo subían acordes, trozos de música, amortiguados por la distancia. Silvio permanecía cabizbajo. La compositora, mirándole fijamente, articuló por fin:

-Y... ¿no hay más? ¿No hay otro... embuchado?

-Embuchado no y embuchado sí... ¡Caso que lo fuese, ya se acabó! ¡Ñac, ñac! Trueno...

Y Silvio castañeteaba sus dedos largos, flexibles.

Minia, repentinamente grave, prorrumpió:

-Culpa de usted, de fijo.

-Culpa mía... Lo reconozco. He estado despiadado, tremendo...

-¡Pobre mujer! ¡Y yo que la creo tan leal!

-Y no se equivoca usted -declaró Silvio con calor-. Por eso me odio. Debí producirme de otra manera. Eso, eso es lo que me puso los nervios chispeantes.

-Si es sólo una riña... se arreglará -murmuró la compositora.

-¡Ni se arreglará, ni lo deseo! Del desarreglo me felicito. Lo que me escuece son las formas que empleé. No procede así un hombre. Y es que a cada hora del día soy distinto: créalo usted. Tan pronto me las apostaría con los de la Tabla Redonda, como me sería indiferente hacer méritos para ir a presidio.

-¡Exageraciones a un lado! Sepamos qué ha ocurrido -repuso Minia, curiosa de lo sentimental, como todas las mujeres.

-Atención... Ha ocurrido... ¡el diablo son ustedes!, que quería... quería casarse conmigo. Ea, ¿qué tal?

De sorpresa, se persignó Minia. Era conocida, proverbial, la repugnancia de Clara Ayamonte a las segundas nupcias, y de esto, como de otras cosas, se acusaba al Doctor Luz y a su pedagogía disolvente.

-¡Casarse con usted! -repitió-. ¿Es de veras?

-Y tan de veras. Para darme medios de seguir mi vocación; para que no haya más cromitos.

La confidente, con vivacidad, pegó una palmada en el borde del sofá, y exclamó:

-¡Cuando yo decía que no es una mujer vulgar! Ese conato generoso, óigalo bien, no lo tendrá ninguna de las que usted ha de engatusar todavía, a pretexto de retrato. Lo que es ésta (confirmo mi opinión) sentía, sentía en el alma. ¿Y usted la maltrató por tal ocurrencia? Pues, sencillamente, le resolvía el porvenir. Cuidado, Silvio; lo primero que hemos de hacer es ver claro en nosotros mismos y trazarnos la vía.

-Trazada la tengo... ¡y aunque sea menester ir pisando brasas...!

-¡Fantasías...! Se equivoca. ¿Qué vía ni qué niño muerto? Aspirar no es querer. Fíjese: vino usted aquí con el pío de que tres o cuatro retratos al mes le diesen para subsistir mientras ahondaba en labor más seria. Por un golpe de varilla mágica, en vez de tres o cuatro, son treinta, cuarenta, cien encargos los que, apremiantes, le caen encima. ¡Y qué clientela! La crema, la espuma, el éter de la sociedad. Se susurra que ya fermenta el encargo de Palacio... Muy bien. ¿De qué le sirve para la aspiración tal golpe de fortuna? ¿Ahonda? Ni un azadonazo. ¿Ha recaudado siquiera fondos, tesoro de guerra? De su ensueño se halla usted a mayor distancia que el día en que, con ropa raída de verano, en segunda, llegó a esta villa y corte. Le faltan a usted condiciones vulgares, y acaso reúne facultades extraordinarias. Ni sabe ahorrar, ni reservarse, ni metodizar el trabajo. No será usted snob, no adora la sociedad; pero se deja arrastrar por ella, y será vencido. Está usted cogido en un engranaje enteramente incompatible con las altas inquietudes que me descubrió en Alborada... Y viene una mujer, llena de cariño, poseedora de cuantiosa hacienda, distinguida, intelectual, sensible, a acercarle al ideal, suprimiéndole toda preocupación del orden práctico, y la recibe, por lo visto, a puntapiés.

El artista, preocupado, se mordía el rubio bigote.

-¡Y mi libertad! -clamó-. ¡Señora, usted es muy ilusa! Clara, probablemente, lo que buscaba era impedir que yo retrate a otras; en una palabra, hacerme suyo... comprarme.

-Yo ilusa y usted fatuo e ingrato... ¡Vaya unas deducciones bonitas! ¿De dónde saca tales supuestos? -replicó Minia, indignada-. Clara es incapaz de un cálculo egoísta, mezquino. Júzguenla como quieran, y sin que yo la canonice, su carácter y su corazón valen oro. Esa mujer lee en su destino de usted y lo interpreta mejor que el interesado...

-Diga usted, al menos, que el desinteresado... -objetó Silvio.

-¡Conforme! -prosiguió ella, riendo otra vez, a su pesar, como se ríe la salida de un niño-. Confiese que Clara pudo encontrar novio, novios más brillantes, en su esfera social, que usted... Los móviles de su proposición la honran: asociarse a una vocación de artista, dar alas al genio... ¡La libertad, dice usted! ¡Ah, bobo! ¡Ya verá qué libertad le aguarda! Cada elegante cliente trae en la mano un eslaboncito de cadena para soldarlo al anterior. Cuál es de oro, cuál de plata, cuál de diamantes roca antigua; cuál de diamantes al boro... Todos eslabones. ¡El tiempo me dará la razón!

Agachaba Silvio la cabeza bajo la rociada. Minia, persuasiva, apretó.

-Ahora empieza el sermón... La idea de Clara no representaba para usted solamente la libertad económica; representaba algo superior: el arreglo de su conducta, su moralidad. ¡No le amonesto a usted en nombre de cosas... en que usted no cree; no se trata de eso...!

-¡Sí se tratará! -rezongó Silvio-. ¡Siempre respira usted por la herida! El otro mundo, ¿verdad? ¿La cuenta que hemos de dar, etcétera?

-¡Ah! ¡Si yo pudiese inculcarle eso! -Y Minia bajó la fervorosa voz-. Pero eso no se inculca. Eso es lo más inefable: es la gracia... Dice fray Luis de Granada que la gracia cura el entendimiento y sana las llagas de la voluntad; pero no dice que el entendimiento y la voluntad basten para recibir el don de la gracia. Hay quien puede otorgárselo a usted. Él se lo otorgue. Así es que hablaremos... en profano, en mundano y en crudo. ¿Se figura usted que su aspiración no sucumbirá, más o menos pronto, a manos del libertinaje? ¿Cree usted que su salud no se resentirá también?

-¿Qué es eso de libertinaje? ¡Vaya una palabreja cursi! Ni que fuese usted Goizán, el de Marineda, que me escribe retahílas de desatinos y me cuelga la lista de las mile e tre... ¿No se ha enterado, señora, de que no gasto pasiones volcánicas?

-¡Las pasiones no son el libertinaje! Cuanto más árido y seco el corazón, más expuesto un hombre en su situación de usted al desorden moral... y físico. Goizán verá visiones... lo cual no quita que tenga razón. Siempre sobrarán ocasiones fáciles, donde falten cariños hondos que, en efecto de mejor escudo, protegiesen a usted. Ya está usted picado al juego. Se arruinará usted gastando perros chicos... pero se arruinará. Con Clara, el arte y la existencia tranquila; por añadidura, el amor.

-Ta, ta, ta... Señora, señora... No la conocía a usted casamentera. ¡Vaya un nuevo aspecto de su eximia personalidad! Ahora me permitirá que hable. Encarece usted mucho la lealtad de Clara, su generosidad; no se deje engañar, y no calo más: eso se llama... que me quiere. Hoy, mucho de dar alas a mi genio; mañana, las recortará con sus tijeras de tocador. Clara es ilustrada, su temple de alma muy noble; corriente... pero es mujer, y para ella, lo primero, el amor; lo segundo, el amor... y lo tercero, el amor; ¡qué rábanos! No puedo contratar sobre tal base. Y recibir y no dar... tampoco es lucido papel. Atrévase usted a jurar que, en mi pellejo, diría . ¡Quia! Los que la Quimera roza con sus alas gustan de ser independientes, con feroz independencia, y luchar y morir; y si no llegan adonde pensaron... pensar en llegar les basta. Supone usted que puede arrastrarme la sociedad... que no me reservo... ¡Pues si no me reservase un poco! ¡A mí déjeme usted: los consejos me crispan!

-Me río de sus crispaciones. ¿No ha venido a hacerme confidencias? Fúmese ese cigarrillo musulmán, regalo de Turkán Bey; como tiene opio, le servirá de calmante. Y pues se crispa tanto, sepa que aún falta el consejo mejor.

-¿Cuál, vamos a ver? Alguna sentencia que soltó algún fraile.

-Una sentencia de Sancho Panza. Que en atención a que sus pasteles le proporcionan dinero, elogios y relaciones cada día más altas, a ellos se atenga y no busque pan de trastrigo. Déjese de andar contando a la gente que sus retratos son cromos: en primer lugar, no lo son; en segundo, la gente se apresura a creer cuanto malo decimos de nosotros mismos. Pudiera suceder, Silvio, que ese género delicado y aristocrático y algo artificioso fuese el que la Naturaleza ha querido que usted represente dentro del arte. Es usted el único que lo cultiva hoy. Ya eso sólo... Quédese donde está bien; así habló Zaratustra.

-¡Ya sabe que no puedo! Cuantos obstáculos se me opongan los arrollaré; y pues el más frecuente es la mujer, la mandaré al demonio. Para el trabajo que me cuesta...

-¿Cree usted eso? Nunca interpretamos nuestro enigma. Silvio, aunque no le llegue a usted al alma la mujer, está usted en sus manos. Es el grave inconveniente de su especialidad; yo al pronto no lo sospechaba. Por la mujer gana usted nombre; por la mujer, dinero; por la mujer, llegará a entrar en las casas más inaccesibles; a la mujer se encuentra usted sujeto; la respira; la lleva ya en las venas. Es la invasión lenta, de cada segundo, a la cual no se resiste; el proceso orgánico. Sueña usted rudezas y violencias y verdades desnudas de arte, y la mano se le va, sin querer, hacia la dulce mentira de la dama; mentira de formas, mentira de edades, mentira de figurines, mentira, mentira... Sólo le salvaría el amor, un amor bueno, digno, total...; ¡y cuando asoma, le pega usted azotes al pobre chiquillo!

Un suspiro profundo del artista comentó las observaciones, demasiado exactas, de la compositora.

-Estoy muy triste. ¡Si tuviese usted razón!

-La tengo. Reconcíliese con Clara.

-Imposible. Eso no tiene compostura. Tampoco me gustaría que la tuviese. Reconózcame alguna buena propiedad: no soy capaz de representar la farsa que semejante combinación exigiría. Saldré a flote con este dedito... y ¡por cierto! anoche soñé que se me gangrenaba, que se me caía, y que me veía obligado a mendigar a la puerta de Fornos.

-¡Disparatado! ¡Chiflado! Clara será vengada; de eso estoy segura. De vengar a Clara se encargarán otras mujeres, que le aniquilarán a usted.

-Iré a París, a Londres, a Nueva York. Allí un retrato se paga mejor que aquí. Allí, con un retrato, vivo un mes... y a cavar hondo. Y su madre de usted, ¿se queda hoy a dormir en Lara?

Como si la evocasen estas palabras pronunciadas con impaciente nerviosidad, oyose ruido de puertas, un andar vivo y seguro, y la baronesa hizo irrupción en el estudio de su hija, riendo aún los chistes de la piececilla por horas y lamentando que Minia no hubiese compartido tal placer. «Estaban las de Tal, las de Cual, las de Be y las de Hache...». Silvio contemplaba con envidia a la dama; abatido y exasperado a la vez como se sentía, comparaba su juventud dolorosa a aquella ancianidad exuberante, sana, lozana, divertible y divertida tan fácilmente, abierta a las impresiones gratas y exagerándolas para compensar las decepciones y los desengaños. El mismo pensamiento ocurría a Minia; también Minia, cautiva entre las garras de la Quimera, había deseado a menudo recortar su espíritu encerrándolo en círculo más estrecho; en vez de tender a lo inaccesible, buscar el contentamiento que se viene a la mano. Amar lo que está a nuestro alcance, es la sabiduría suprema -discurría la compositora-. Salimos muy de mañana en busca de regio tesoro oculto; caminamos y caminamos; a mediodía los pies nos sangran y el calor nos deseca lengua y paladar; a orillas del sendero mana un hilo de cristal y crece un cerezo salpicado de maduros corales; nos recostamos, y la magia humilde del agua pura, del fruto jugoso, ponen olvido de la ambición lejana... Amemos lo pequeño; nos escudaremos contra la negra Fatalidad y el mudo Destino... En la mirada que trocaron Silvio y Minia se dijeron esto claramente, y también otra cosa: «No depende de nuestra voluntad contentarnos con la fuente y el cerezo. No amamos sino lo infinito y lo triste, la belleza soterrada y guardada por los genios».

La palabra rara vez manifiesta este género de ideas. Ni ideas son: bruma de pensamientos y de ansias. Cuando más claras se formulan dentro, es cuando la lengua pronuncia las frases más insignificantes, que menos relación guardan con lo íntimo.

-Aquí tienes a Silvio, muerto de miedo...

-Baronesa, ¡no me pegue usted!

-Se trata del capital...

-Del millar de millares...

-Y no se atreve...

-No me atrevo... Déjeme usted colocarme a honesta distancia.

La dama permaneció silenciosa, fruncida. Al fin, con gesto seco, hizo una seña negativa y rompió a andar hacia la puerta. Silvio se precipitó, la cogió suavemente del brazo, con reverencia filial.

-Baronesa, por Dios, necesito ese dinero. No se empeñe en hacerme bien contra mi voluntad: ya adivino sus intenciones... pero lo necesito.

-¡Necesita usted morirse en un hospital! -gritó la señora revolviéndose furibunda-. Lago, Lago, ¡nunca será usted una persona de buena cabeza! ¡Se empeña en irse a pique! No; no le doy los cuartos. Ni están en casa. ¿Cree que se tiene tan a mano el dinero? ¿Que soy alguna despilfarradora como usted? Siempre le habrán pegado el sablazo número cuarenta y cinco mil cuatrocientos cuarenta y cinco. Rodeado de tunos vive usted. Le beben la sangre. El día que usted les pidiese algo a ellos, ¡veríamos! ¡veríamos!

-Baronesa querida, ¡por Dios! Un compromiso: he ofrecido mil pesetas a un amigo desgraciado...

-A un pillo redomado.

-¡Señora! ¡Qué modo de juzgar! Como usted cobra sus rentas, no se hace cargo de lo que pasa en el mundo. Hay mucha hambre, baronesa, por ahí.

-¡Y mucha sinvergüenza y holgazanería! -clamó fuera de sí la señora, reprimiéndose para no atizar un pescozón a aquel tonto de artista-. ¿No está usted expuesto como el que más a que le haga falta, en una enfermedad, lo que se ha ganado? ¿Es usted algún millonario? ¿Por qué le chupan los tuétanos, vamos a ver? ¡Porque le consideran bobo, bobo, bobo, bobo de remate!

No le permitían los nervios a Silvio, en tal ocasión, oír estas cosazas, ni podía avenirse casi nunca a los consejos imperiosos, y en llana prosa -llana y útil- de la Dumbría, que lejos de convencerle, tenían la virtud de causarle una reacción de poesía bohemia; el interés, colocado así en primer término, sobre pedestal, le indignaba, como indigna a un pensador original y revolucionario un argumento de buen sentido.

-Señora -articuló secamente-, ese dinero es mío y dispongo de él. No pensaba recoger sino mil pesetas; ahora me da la gana de llevármelo todo. Voy a mudarme de casa; tengo infinitos gastos...

A su turno, la baronesa se puso grave, mostró tiesura quisquillosa.

¿Ah? ¿Conque así? ¿Qué se figuraba Silvio?

-Es justo... Ahora mismo; espérese un instante...

-Se ha enfadado -murmuró Silvio, con el tercer o cuarto arrepentimiento y contrición en el espacio de veinticuatro horas.

-Naturalmente. Y yo en su lugar le mando a paseo. No puede negarse que dice la verdad y que usted es explotado por gentes que valen poco. Eso no es caridad, Silvio, ni beneficencia, ni cosa parecida.

-Me río de la caridad, me río de la beneficencia. ¿De dónde saca usted que tiro a filántropo? No. Es que he pasado miseria y sé que los miserables sufren al pedir. ¿Cree usted que piden por gusto? Piden... ¡qué sé yo! Y ¡qué diantre! ¡ahorrar! ¡monises! Ya los sacaré de este dedo, si no se me cae. Ahora, cuando venga la baronesa, la presentaré mis excusas...

Entraba ya, portadora de un sobre que encerraba algunos billetes. En la cara anterior del sobre se leía: «Esta cantidad pertenece a Silvio Lago, que me la ha confiado en calidad de depósito».

-Tome usted... Apuntado estaba, por si me moría... Y no me traiga más cuartos. No lo puedo remediar; me fastidian ciertas candideces. Para esto no necesita usted depositaria. Cuente, cuente, a ver si falta...

Silvio recogió el sobre sin examinarlo; miró a la baronesa, sonriendo con la dulzura halagüeña de un niño; e inclinándose, cogió la mano de la anciana señora y la besó religiosamente. Era el ritmo de su psicología; era la continua fluctuación de su océano; era el repentino salto de sus impresiones, siempre rápidas y extremadas, notas de un instrumento demasiado tirante y vibrador.

-¿Quiere usted un ponche? -preguntó al verle humilde y callado la baronesa, brindando al desfallecimiento moral un reparo físico. Vino el ponche -tres vasos, coronados de fina espuma amarillenta-; y bebido sosegadamente, retirose la baronesa a cambiar de traje, y Minia se sentó ante el armonio fatigado, y dejó oír los primeros compases de una sonata de Beethoven. La acción de la música, al expresar para cada uno de los dos artistas la vida interior, les entreabrió un momento el cerrado horizonte de lo infinito. Todas las discusiones e incidentes de carácter práctico se olvidaron, cayeron a tierra -gotas de agua embebidas por el polvo-. Eran las dos de la mañana; los ruidos de Madrid se habían extinguido; sólo alguna rodada de coches, apagada y distante, aumentaba la sensación de aislamiento y de seguridad para el ensueño. En el espíritu de Silvio reflejábase entonces claramente las formas de un mundo invisible, y la corriente superficial de su existir adquiría profundidad, lo intenso y real del sentimiento exaltado. La aparición de la baronesa de Dumbría interrumpió la sonata y restituyó al artista a la insignificancia de las preocupaciones anteriores:

-¡Vaya usted con cuidado. Lleva usted dinero: no le atraquen y se lo quiten. La gente anda muy lista!

*  *  *

A hurtadillas, ansiosamente, miraba a Clara el Doctor Mariano Luz, procurando que ella no notase la contemplación de que era objeto. Acababan de reunirse para pasar la velada juntos, en la salita de confianza que precedía al despacho del Doctor. Por una de esas afectuosas formas de captación que se producen entre los que bien se quieren, Clara había elegido, para refugiarse de noche a hojear periódicos, dar cuatro puntadas en una labor o entreleer una página de revista, la estancia donde su padrino guardaba, en estantes abiertos, su rica biblioteca profesional. En el despacho no tenía Luz sino vitrinas con relucientes instrumentos y aparatos.

El silencio era significativo: silencio que palpita, que presta sentido hasta al ritmo de la respiración. Otras noches el médico procuraba tirar del hilo de conversaciones insignificantes; así engañaba y ocultaba su ansiedad. Hoy -no acertaría a decir por qué- érale imposible devanar una palabrería fútil. Se entretiene el tiempo cuando se tantea en la incertidumbre; reconocida la existencia del mal, se va derecho a combatirlo. Creía Mariano Luz escuchar ese aleteo de alas negras que tantas veces, en casos desesperados, le había impulsado, sin perder un segundo, a la atrevida operación.

-¡Clara! -exclamó. El tono de la voz expresaba tanto, que la señora se estremeció de pies a cabeza.

-¡Clara, hija mía! -insistió él; y se levantó de la butaca.

Ella le dejó acercarse. Sonreía, con sonrisa más doliente que ningún llanto. Siempre le parecía al Doctor algo violenta la sonrisa de su ahijada. En aquel momento la encontró propia del reo que quiere mostrar serenidad ante los jueces.

-Clara -dijo por tercera vez-, ¿estás enferma? ¡Ni sé por qué te lo pregunto, niña! La respuesta la llevas en la cara. Sólo que en ti lo enfermo se recata. ¿Merezco que intentes engañarme? ¿No comprendes, Clara, que tengo derecho a tu mal, sea el que sea?

-Nunca he disfrutado de mejor salud; reconóceme, tómame el pulso... Te convencerás.

Luz se aproximó a la dama y la imploró con las pupilas, con la actitud, con todas las fuerzas de su voluntad de varón grave y entendido. Hasta ansiaba ejercitar sobre ella un poderío de sugestión; y no era la primera vez, desde hacía algún tiempo, que cruzaba por su mente la tentación fortísima de someter a su ahijada a uno de esos experimentos sobre la conciencia, que entregan los secretos del sentimiento, y hasta las oscuras voliciones no definidas aún del sujeto, al experimentador.

«Esto» -pensaba- «no es como lo demás. Esto trae cola. ¡Su misma placidez me asusta! Si yo fuese, por ejemplo, un marido, viviría en seguridad completa hasta que una mañana me despertasen con alguna noticia atroz... Antes, al caerse de lo alto de su ensueño, ha solido presentar los síntomas de esta clase de afecciones morales: desasosiego, crisis nerviosas; explosiones involuntarias de aflicción, alteraciones funcionales, inapetencia, sueño cambiado y a deshora, alternativas de risa y lágrimas... lo natural. Se deja correr... y el tiempo interviene con su lima. Ahora... estamos peor, peor. Así se manifiesta la incapacidad para la vida, el agotamiento de las fuerzas que la sostienen. ¡Si yo pudiese provocar en ella un arranque de confianza y de expansión! ¡A menudo, por la boca se vierte lo más envenenado del dolor, y sale, envuelta con el desahogo, la extrema consecuencia que podría traer el dolor mismo!».

Los temores de Luz -que le salían a la cara en forma de excaves plomizos, reveladores de los estragos que una idea produce en la sangre- coincidían con otra clase de preocupaciones también absorbentes, a las cuales hubiese querido entregarse por entero. Por esta circunstancia especial sufría doblemente; los que consagraron la vida a trabajos positivos que velan una aspiración ideal, llega un momento en que no se resignan a morir sin realizarla. El tiempo que les resta está por avara mano tasado y medido; conviene apresurarse. ¡La noche llega; hay que encender la lámpara! Este afán de sobrevivirse, propio de la madurez ya decadente, se manifestaba en el Doctor Luz por una serie de tenaces investigaciones encaminadas a aplicar uno de los últimos descubrimientos científicos a la curación de cierto grupo de rebeldes y crueles enfermedades, tenidas por incurables hasta el día. Su devoción a Clara le había arrancado de Berlín cuando principiaba a entrever consecuencias de principios, sendas que al través de lo desconocido se marcaban confusamente, vagas titilaciones de claridades, que medio se parecían, disipando momentáneamente las tinieblas de lo ignorado. Hallábase, justamente, el médico en uno de esos estados cerebrales que en arte se llaman inspiración y en ciencia no tienen nombre, por más que hayan precedido a todos los señalados descubrimientos. Su inteligencia se encendía, dispuesta a fecundizar el antes estéril montón de adquirida experiencia, de observaciones clínicas, atesoradas sin presumir que para nada sirviesen; y ahora las veía juntar sus manos y formar una cadena luminosa. La augusta verdad brillaba y se desvanecía, con desesperantes intermitencias de fanal de faro. El Doctor se juraba a sí mismo que fijaría la claridad para siempre. A su nombre iría unido un triunfo sobre el dolor y la miseria humana. Viajando, dentro del tren, al acudir al llamamiento de Clara, padeció una crisis de desaliento. El destino de un ser tan querido era y seguía siendo su cuidado mayor, el único que tenía embargadas las fuerzas de su alma. Mientras sintiese a Clara agonizar, no dispondría de atención para la labor. La carne viva de su corazón le dolía allí, en otro corazón acribillado por siete puñales de pena.

«Es el sexo, es la ley fisiológica» -pensaba el Doctor-. «En ella, en su delicadísima organización, reviste esta forma que se puede llamar poética. Como las reacciones de la colesterina, que dan tan preciosos verdes esmeralda, en belleza se convierte su amargura».

Los planes de matrimonio expuestos por la vizcondesa de Ayamonte, la simpatía que Silvio Lago despertó en el Doctor, contribuyeron a infundirle un poco de optimismo.

«Se casará... Tendrá a quien querer conyugalmente, y aun maternalmente... Desviará hacia el dulce sacrificio diario el torrente de su egoísmo pasional... Acaso, por instinto, acierte esta criatura con la solución... Cásese enhorabuena. Si ella puede vivir, podré yo trabajar».

Relativamente entregado a la confianza, el Doctor, un día, se despertó aterrado. Al ocupar su sitio a la hora del almuerzo, al buscar los ojos de Clara, la vio tan diferente, no ya de como solía ser, sino hasta de como se mostraba bajo el influjo de un trastorno moral, que su corazón dio un vuelco. Con frecuencia la había contemplado abatida de infinita tristeza, más pálida que de costumbre, sobre todo pálida de distinta manera, con la desigual blancura del insomnio, jaspeada a trechos por las marcas rojas y cárdenas que delatan el estrago de la batalla espiritual, y no se confunden con las del padecimiento físico; con frecuencia había reconocido en sus párpados el edema que produce un llanto imposible de contener, retraído, delante de quienquiera que sea, por el pudor y la dignidad. No así en el momento presente. La expresión del rostro de Clara, en aquella mañana y después, fue alarmante para un médico por el sello de estupor que la caracterizaba. Estupor tan invencible, que tenía algo de extático, si suponemos éxtasis en medio de las torturas infernales. El Doctor recordaba haber visto expresión semejante en una enferma atacada de enajenación, semanas antes de declararse abiertamente el padecimiento. Se arrojó hacia su ahijada y la arrastró a la ventana, abrazándola y empujándola. Ante la no prevista acción, Clara volvió en sí y resplandeció en sus ojos la conciencia. Su actitud dijo, mejor que prolijas explicaciones, que estaba resuelta a reservarse lo íntimo, lo sagrado de su mal. La llave del santuario y de la cámara de tormento, nadie se la arrancaría.

Ya no pudo Luz volver a sus indagaciones, ni concentrar sus facultades, para seguir el semiadivinado filón. El peligro del ser adorado obligaba a descuidar lo demás. Venía tan embozado, tan traidor, y era tan desusado, que no sólo preocupaba al amigo, sino que excitaba la curiosidad del médico. El Doctor sufría la atracción que ejercen sobre los profesionales que conservan el fuego sagrado ciertos fenómenos y estados que no se explican sólo por lo físico; y la idea suicida, la incapacidad de vivir, se contaban en este número. Mariano Luz sostenía que no se llega a concebir tal propósito sin una preparación larga y honda. No dejaba de parecerle sacrílego considerar la enfermedad de Clara «un caso»; pero creía que, tratándose de curarla, era preciso mirarla como a las otras enfermas. Necesitábase el hábito observador, el ojo clínico, para discernir los progresos del mal bajo la apariencia de normalidad y frialdad indiferente de que Clara se revestía. Igual que siempre, comía con poco apetito y distraída; se recogía a las horas de costumbre; se levantaba con puntualidad, y sólo en su alejamiento de todos los lugares donde pudiese encontrar a Silvio se revelaba superficialmente la herida.

Pero el único amigo verdadero que restaba a Clara la conocía demasiado, la había estudiado con sobrado amor, para que pudiesen despistarle exterioridades facticias. Sabía Luz de memoria lo que no se finge, porque no tiene sobre ello dominio la voluntad; el metal verdadero de la voz, el sentido de sus inflexiones timbradas o enronquecidas, las empañaduras del cristal de los ojos, las securas de los labios quemados por nocturna fiebre, el temple urente de las manos, la fatiga y decaimiento del andar o su desigual rapidez, la posición de la cabeza, la tirantez forzada de la sonrisa, el hundimiento de las maceradas sienes, la contextura de la epidermis, donde en pocos días habíanse marcado pliegues todavía no atribuibles a la edad. Lo más significativo para el Doctor eran ciertas fulguraciones repentinas de la mirada, aceradas y terribles, que tenía apuntadas en sus cuadernos, por haber visto coincidir ese síntoma con resoluciones decisivas, con actos de violencia, con accesos de locura. La siniestra centella denunciaba el volcán oculto.

Ni por un momento pensó Luz en interrogar al pintor. Hubiese jurado que Silvio le diría la verdad; pero la verdad que en circunstancias tales se dice, no es sino cáscara de otra verdad íntima; cáscara de hechos secos y sin vida ni sentido. Nada son los hechos, aislados del espíritu donde recaen y han de germinar. Sólo cada cual sabe y conoce su verdad propia, que al pasar por ajena lengua se disuelve en humo. Clara, y nada más que Clara, podía interpretarse... si pudiese, si el alto silencio que a veces cierra los labios a fuerza de despreciar la manifestación verbal, no los tornase piedra. Estatuas hay -pensaba Luz- que nos dicen mucho, tal vez lo infinito, y sin articular palabra. Dio entonces en traducir el mutismo de su ahijada, y la traducción fue espantosa. «Es preciso romper el hielo y animar la piedra -resolvió- de cualquier modo». En todo caso de apelación a la verdad hay un largo periodo en que se la teme, y un instante en que a toda costa, y aunque sea entregando la vida, la solicitamos. Era llegado este instante para el Doctor.

-Hija mía -imploró-, si algo merezco de ti, devuélveme aquella confianza de otros tiempos. Es inútil que me digas que no te pasa nada; ya sé que no has de decírmelo. Nuestras inteligencias han convivido; nuestros corazones creo que se entendían. ¿No me quieres ya... un poco?

Clara dejó caer la cabeza sobre el hombro de su padrino.

-Pregunta -murmuró-. Aun de mala gana, te diré... lo que sepa. ¡No creas que lo sé todo, ni mucho menos!

-De ti misma no sabes... Es natural, niña mía, pobrecita. ¡Qué natural es! Ni nos sospechamos, lo mismo en lo físico que en lo otro. Ni nuestras enfermedades conocemos; solemos morir de algo que para nosotros carece de nombre. En fin, ¡a lo que importa! Perdona. Me consumo también yo; ¿no ves? Voy a recetarme bromuro. ¿Cómo quieres que no me sobresalte? No tengo descanso. ¡Quién sabe si estoy pasando peor rato que tú!

Hizo Clara, débilmente, muestra de agradecer aquella tierna simpatía, y el Doctor notó el abismo que el movimiento abría entre el presente y el pasado.

«Me quiere menos; me necesita menos que antes».

-Pues bien, ahí va... lo que es posible que vaya -dijo ella-. Lo sucedido es poco; nada casi. Ya sabes que se me había puesto aquí -apuntó a la frente- que debía... casarme con él. Era tal vez una locura, tal vez una determinación ridícula; pero me parecía a mí cosa divina, el único asidero para reconstruir mi existencia estragada y perdida y darle un fin. ¡Un fin, un objeto! ¡Tú sabes que eso es necesario, que eso es indispensable!

-Verdad -contestó Luz.

-Yo -prosiguió ella- así lo entendía. Él lo entendió de distinto modo. Y... en concreto... no ha pasado más.

-¿Qué razones dio a su negativa?

-¡Razones! -exclamó Clara-. Aunque me hubiese dado cien... No sé de cosa más despreciable que una razón. Desde que esa vieja lela, cargada de sentencias, cargada de sentencias, cargada de paja y de abrojos, sale a relucir...

-En fin, él alegaría algún pretexto...

-No; si él estaba en lo firme. No me quería.

-¿Eso tuvo el valor de decirte? -gritó el Doctor, indignado.

-Eso precisamente no... pero es igual. Nunca eso se formula en explícitas palabras. Seamos razonables, padrino; yo debo hacerle justicia; no adobó embustes: habló franca y hasta brutalmente. Me dijo las cosas que ruborizan y las cosas que desgarran; las cosas que imprimen estigma y las cosas que asfixian, ¿sabes? Él no es insensible. El dolor que causa, le duele. Casi en el acto le vi contrito. Su contrición era un acceso de piedad, un desquite de la conciencia. No lo dudes, tengo dos beneficios que agradecerle: el cauterio, y la caridad de querer aplicar bálsamo sobre la quemadura. ¿Te parece poco?

-No es poco para la naturaleza humana...

-Te aseguro que no le acuso, no; el que no miente, no falta. Si pienso en él, le veo lejos, lejos... mezclado y confundido con otras imágenes y memorias, que en realidad forman una sola y se llaman, para mí, el mundo de tierra.

Luz se levantó y paseó agitado por la estancia, buscando consuelos, reactivos.

-Eso no es cierto -prorrumpió al cabo-. Si le hubieses borrado de tu recuerdo, estarías tranquila; y no digo nada si algo nuevo hubieses escrito en ella. Y no tienes más camino: te han vaciado el alma, te han arrojado a la oscuridad. Llena el vacío, busca el sol.

Ella hizo un gesto de desahuciada que sabe que lo está.

-Dime, por lo que más quieras -insistió el Doctor-. ¿Esta vez... fue como las otras? ¿Querías más, o por otro estilo?

Clara tardó en responder: parecía que se examinaba despacio, que recorría todas las moradas del alcázar interior.

-Esta vez -pronunció al fin lentamente- hubo una diferencia que tú solo puedes apreciar, porque sabes que no miento. Antes... quise ser feliz... pretensión que debe de constituir un crimen, según se castiga. Ahora, ya lo sabes, no pedí tanto: sólo quise que por mí fuese feliz... alguien. Puse mi felicidad fuera de mí, lejos de mi egoísmo, y así pensé asegurarla. Acaso la ilusión se disfrazaba de abnegación. Él me lo arrojó a la cara. «Lo que pasa es que me quieres, y a lo que aspiras es a tenerme siempre cerca de ti, asociando nuestras vidas». ¡Verdad! ¡Mi generosa proposición envolvía un negocio... de amor... pero negocio, interés!

Dio el Doctor impetuoso respingo.

-¡Si tal creyó, creyó una infamia! ¡Analizando así, se destruye y se disuelve todo! ¡No concibo que exista en el mundo espectáculo más bello que el de un alma como la tuya, cuando el amor la solivianta y la hace descubrir lo que permanece oculto en la vida diaria y vulgar! ¡Mira, niña, si yo no fuese... lo que soy para ti desde hace tantos años; si te conociese ahora, como te conozco desde la hora en que naciste, diría lo mismo! No hablo así por quererte tanto, no. ¡Es que como tú no hay muchas! ¡Apasionada, te colocas a la altura de los caracteres heroicos: se te caldea esa voluntad, se te eleva ese corazoncito, y eres capaz de lo más grande! ¿Y ese hombre es artista? ¿Cómo no ha sentido la belleza que en ti resplandece? ¿Cómo no te adoró de rodillas? ¡Cuánta fuerza de amor se pierde, cuánta semilla cae sobre la roca!

-Probablemente ese espectáculo que encuentras tú tan sublime lo damos las mujeres con gran frecuencia -observó Clara con fría amargura.

-¡No por cierto! -negó el Doctor-. No he conocido docenas de mujeres que transformen el instinto natural en impulso heroico. Eres la excepción.

Clara se cubrió un momento el rostro con las manos.

-De ti -murmuró- habían de salir esas palabras... De ti, que me quieres y me sueñas, con el sueño limpio y blanco de tu casi paternidad. Pero te engañas, padrino, te engañas. Yo sí que me traduzco al pie de la letra: me he conocido, me he registrado... y me he causado horror, al ahondar en mí misma. Tú das por hecho que mi estado de ánimo se origina de haberme apartado de él... ¡Quia! Si es que me he apartado de mí misma, ¿comprendes? ¡y así, créeme, no se vive!

La sencilla frase fue dicha con tal firmeza en el acento y con tan persuasiva vehemencia, que el Doctor sintió un golpe allá en lo más recóndito del alma: la confirmación de sus terrores. Sabiendo cuánto gasta la fuerza de las ideas sombrías el aire libre de la comunicación, insistió, porfiado.

-¿Según eso, te aborreces, te condenas, te desprecias?

-¡Lo desprecio todo! -repuso ella-. ¡Lo aborrezco todo! Me soy intolerable; y sin algo de buena armonía con nosotros mismos, no se lleva la carga que nos echaron al nacer. Tú, que me cuidas desde chiquita; tú, que has mirado por mi salud y por mi inteligencia, ¿podrás enseñarme dónde está la resignación?

Ante este clamor de socorro, Luz quedose mudo. No; en realidad, él no sabía...

-Cada uno -dijo al fin- busca el consuelo por caminos diferentes... Yo he tenido mis grandes penas, Clara... ¡grandes, mortales quizá!, y me refugié en el trabajo, en la labor diaria... ¡y también, ingrata, en ti!

-¿Y pudiste conformarte, padrino?

-¡Ya lo ves! De muchas cosas se vive... Hasta de las pequeñas y bajas, hasta de las ínfimas. El caso es querer vivir...

-No puedo -murmuró Clara con quebranto-. No es culpa mía; no es capricho. Es que me falta objeto; es que me parece que no vale la pena de defender lo despreciable.

-Coloca el objeto fuera de ti -advirtió Luz-, y será mejor... ¡Si supieses cómo absorbe y embriaga el estudio! -y añadió, agarrándose a lo primero que se le ocurría-: Si te decides a aprender, aquí tienes maestro. ¿Por qué no me ayudas en mis trabajos? Detrás de su aridez aparente, está el universo, la infinitud de lo real. No eres tú un cerebro sin condiciones para reaccionar contra esa especie de fiebre infecciosa sentimental que te ha acometido; cuanto te sucede, cuanto notas en ti, sentimiento dimana; desvía la dirección de tu sentimiento; te salvarás. Antes venías mucho a mi despacho. ¡Me gustaban tanto tus visitas! Ahora nunca apareces... Y tengo mil cosas raras que enseñarte. No te has enterado... He traído de Berlín novedades. ¡Si supieses! Yo también alzo mis castillos de esperanzas... que, probablemente, saldrán fallidas... Entretanto, con su jugo me sostengo.

-Dichoso tú si esperas -pronunció Clara. Y como viese en la fisonomía del Doctor rápida inmutación, aunque procuraba esconder su terror violento, la dama sintió a su vez un prurito de disimulo, frecuente en los que oprime entre sus tenazas de acero la idea fija; y rehaciéndose, con la instintiva comedia de una sonrisa, añadió:

-No me niego a intentar la curación por la ciencia, padrino. Desde hoy me asocias a tus experimentos, si no te estorba una ignorante como yo...

Si Luz hubiese podido sospechar el cálculo secreto que acababa de precisarse en la mente de Clara, se le helaría la sangre. Como les pasa a muchas personas que sólo poseen una tintura de conocimientos, adquirida sin método, la antigua leyenda era para ella algo positivo. En el gabinete del médico suponía Clara que debía encontrarse, y aun elaborarse, el remedio a todo mal, el remedio dulce y seguro... A menudo, la sed de ese remedio había abrasado sus fauces, en las interminables noches de insomnio, y el aparato de tortura, agresión brutal y degradación física que se asocia a la perspectiva de tal remedio había apagado la sed. Pero los labios deben de conocer secretos para desatar el nudo sin que se entere la curiosidad póstuma, sin que el gesto sea repulsivo y feroz, y sin que el cuerpo se degrade al abrir paso al alma. «Para ti no hay otro desenlace», repetía Clara, dando vueltas a su propósito. «No más vergüenza, no más mentira, no más decadencia, no más profanaciones...». «¡Pobre padrino!» sugería acaso un resto de apego a la existencia afectiva. «Pero él puede irse también y dejarme aquí sola... y entonces... No; no conviene esperar...». El estado moral de Clara era tan característico, que temía dejar correr el tiempo, recordando que el tiempo, limador constante, gasta las resoluciones.

Y decidió sorprender el misterio del antro científico que tenía a mano, como, siendo niña, hubiese forzado un armario atestado de golosinas... Allí estaba la solución del enigma; allí, tal vez al alcance de la mano, el reposo tras de una jornada fatigadora.

Luz recibió la aquiescencia de Clara con alardes de alegría. Aunque las enseñanzas de su ejercicio debieran haberle probado cuán iguales se ofrecen el varón y la hembra ante el experimento del dolor, conservaba rastros tradicionales y creía discernir en la mujer algo de pueril. «Se divertirá como una criatura» -pensó- «si la convenzo de que aprende». Recordaba casos; sabía que el alma es curable; y al igual de todos los tocados de leve manía, no dudaba que interesase a los demás lo que tanto le importaba a él. Apartar a Clara un minuto de su abstracción, era probablemente sanarla.

Empujó la puerta del gabinete de consulta, e introdujo a su ahijada; pero no se detuvo allí: sacando del bolsillo una llave, abrió otra estancia algo más espaciosa.

-Mira -observó- qué bien he arreglado este cuarto de los leones. Tú no sabes de la misa la media. Como me tienes abandonado. Hícelo empapelar, y me encuentro aquí muy bien...

Era una salita cuadrada, vestida de pardo, severa y hasta ceñuda, por lo que siempre tienen de amenazador aparatos y mecanismos cuyo objeto y manejo ignoramos. Al decir el Doctor que eran chirimbolos de electroterapia y radiología, no perdieron para Clara su austeridad, su enigmático aspecto. En la pared brillaban instrumentos de acero dispuestos en panoplia; dentro de una vitrina se agazapaban otros no menos limpios y estremecedores. En un ángulo de la sala se erguía la jaula destinada a someter a los pacientes a alta tensión eléctrica. En primer término, ocupando buen trecho, una máquina de rayos X -ya anticuada, tan de prisa va la investigación-, deslustrados por el abandono sus dos amplios discos de metal, escudos de combate que el combatiente arrinconó para servirse de arma más poderosa. En el centro, la cama de operaciones radiográficas, con su cabecera movible y su colchoneta de terciopelo mustio. Al otro lado, en la esquina, la máquina flamante, la última, fácil de reconocer por ese indefinible pero auténtico aire de juventud y vida que también tienen los objetos inanimados. El Doctor se paró frente a ella.

-Aquí -explicó- hago yo estas radiografías que voy a enseñarte... -trajo una caja donde guardaba los clichés, y al trasluz mostró a su ahijada las curiosidades, haciéndoselas observar.

-Fíjate... Una luxación de la cadera... Se nota, ¿ves?, la diferencia entre los dos lados de la pelvis... Ésta era una niña y se hubiese quedado coja. Ahí tienes la fractura de un brazo por el húmero. En esa mano, ¡con cuánta claridad resalta la aguja que no había modo de localizar para extraérsela a la pobre lavandera!

Clara miraba los clichés con desgana, aunque por complacer a su padrino repetía: «¡Es admirable!».

El Doctor comprendió el entumecimiento de aquel espíritu ensimismado.

-¿Quieres -insistió- ver latir tu propio corazón?

Al tiempo de proponer a Clara la experiencia, Luz comenzó sus preparativos. La dama, a pesar de su indiferentismo, se conmovió de sorpresa al ver distintamente, al través de la pantalla, contraerse y dilatarse la víscera con normal regularidad, que tenía mucho de majestuosa.

-Padrino -murmuró-, ¿no es raro que mi corazón funcione perfectamente? ¡Tantos martillazos como he recibido en él! Está visto que mi mal no lo curas tú ni todos tus colegas... Pertenece al dominio de lo desconocido...

Y con su hermosa voz de mujer apasionada, preguntó:

-¿Qué será lo desconocido, dime? ¿Te formas tú idea de lo que podrá ser, después de tanto estudiar y tantas mecánicas?

Al formular la interrogación, Clara experimentaba una ansiedad emocional, cuya razón sólo ella conocía. El enigma propuesto no era sino consecuencia de los anhelos de su ser, deseo de romper ligaduras y liberarse del peso de la vida. ¿Qué sigue al momento de la evasión? Clara notó con sorpresa que había pensado en ello alguna vez, pero que nunca se había detenido hasta meditarlo. Cuando disponemos viaje a tierra desconocida, nos enteramos con interés de las costumbres de allá, de toda circunstancia. Clara notaba, atónita, que ni sospechaba la geografía del país del misterio.

El Doctor respondió con su leve e indulgente ironía de científico:

-Para mí lo desconocido es... lo que todavía no hemos tenido tiempo de estudiar. Lo desconocido de hace diez años, se llama ahora el telégrafo sin hilos, el suero antidiftérico, los rayos X... Lo desconocido ahora, tal vez se llame mañana con el nombre que yo le dé, si a fuerza de trabajo consigo alzar otra puntita del velo...

Movió Clara la cabeza escépticamente. Aplicando la mano sobre aquel corazón que acababa de ver latir, pensó que por muchos siglos que girasen ensanchando los límites de lo conocido, algo allí dentro se resistía a la explicación y al tratamiento de ciertos males por los métodos de la ciencia. De pie aún ante la máquina, Clara sentía, en vez de admiración que esta clase de experimentos suelen producir en quien los ve por vez primera, una reacción invencible de desdén, y porfiaba, sonriendo con sonrisa de mártir.

-¡Lástima no haber nacido dentro de dos mil años! Entonces tú sabrías curar a las enfermas como yo, que no presentan ninguna lesión cardíaca.

Luz apreció la significación de la frase. El menosprecio de aquel alma lírica por las realidades científicas, lo había notado en más de una ocasión, pero nunca tan glacial y total como ahora; y, sin poderlo evitar, el Doctor pensó: «Tiene razón, a fe mía. Dentro de mil años, lo mismo que hoy, para lo que ella padece no se conocerá remedio. ¡Su organismo, a pesar de las alteraciones del insomnio y la inapetencia, no tiene brecha abierta; lo enfermo ahí es inaccesible...!». Sin dar respuesta, el Doctor, siguiendo el trabajo que pretendía hacer recreativo, propuso a su ahijada la radiografía de la mano.

-Verás... Así la conservaré...

Extendió la dama su mano descolorida, de largos dedos, jaspeada en el dorso con red de venillas azules, salpicada en el anular por la gota cruenta de un rubí, y la colocó de plano sobre la tabla. Era una mano enflaquecida y febril, y sólo con verla podía adivinarse un estado anormal del espíritu. Ligera crispación nerviosa impedía a la mano extenderse, y fue preciso que el Doctor la colocase, aplanándola, en la posición debida.

Cinco minutos de quietud, el ligero picor de las descargas eléctricas, hormigueo insignificante... Clara, inmóvil, absorta, escuchaba la crepitación de la máquina, se absorbía en contemplar la gran ampolla del tubo Crookes, semejante a enorme y translúcida agua marina, y detrás la otra ampolla, de diseño más elegante, la de los rayos catódicos, irisada de rosa sobre el verde suave, con cambiantes de ópalo rico. Pasaron al tugurio en que el Doctor tenía los chirimbolos fotográficos, a fin de revelar la placa. Sobreexcitada la fantasía de la señora, se exaltó más en la oscuridad, combatida apenas por una luz eléctrica de roja bombilla, que lanzaba reflejos de sangre sobre el rostro enérgico y expresivo del Doctor. Éste, preparando la cubeta, trataba de que la solución de hidroquinona bañase por igual la placa, y los mechones argentinos de su pelo se incendiaban con resplandores de hoguera. La habitación, reducida y atestada de trastos que se vislumbraban apenas, sugería visiones de alquimia y de hechicería medioeval. Tal vez del estado íntimo de Clara dependía tal impresión ante objetos triviales, que a plena luz sólo hablaban de cocina e industria. Era la sensibilidad herida, era la imaginación en actividad.

Poco a poco, a los reiterados golpecitos de tableteo de la cubeta, sobre la placa antes vacía comenzó a asomar una especie de nebulosa, cuyos contornos fueron precisándose. Dibujose cada vez más visiblemente la marca terrible de una mano de esqueleto. Abierta como estaba, desviado el pulgar, la mano tenía la actitud de un llamamiento, de una seña imperiosa. Parecía decir: «Ven». Clara, fascinada, miraba fijamente, ávidamente, los huesecillos mondos y finos que acentuaban su mística forma, antes esbozada, y los veía, sin nada que los uniese en las falanges, exagerar su gótico y macabro diseño, que parecía trasladado de algún viejo painel de retablo de catedral. Y siempre la capciosa seña, el llamamiento insistente, persuasivo, hiriendo las cuerdas de la oculta lira que Clara llevaba dentro y que sólo esperaba el soplo de aire. «Mi propio esqueleto» -repetíase atónita la señora-. «Así estoy... ¿Dónde va la carne? No hay carne; la carne se ha disuelto». Una asociación de representaciones, involuntaria, fulgurante, presentó al lado de aquella mano seca la figura de otra mano varonil, esqueletada también. En su alucinación, vio que las dos manos, las dos haces de huesecillos áridos y grises, se buscaban y se unían un momento, entrelazando y enclavijando sus grupos de flautines de caña, y produciendo un sonido de choque de palillos, irónicamente musical. Se soltaron por fin las dos manos de muerto, como asustadas o hartas de estrecharse, y los huesos sin trabazón rodaron esparcidos por el tablero de la mesa, donde reprodujeron la sepulcral burlesca musiquilla...

A la claridad bermeja que continuaba iluminando sólo un punto del mezquino aposento, y concentrándose en la cara del Doctor, absorto en la manipulación que realizaba, se apareció a la vizcondesa de Ayamonte lo que basta para cambiar un alma, lo que impregna edades enteras de la historia: la gran realidad de la muerte, única promesa infaliblemente cumplida. Detrás se extendía el proceloso infinito...

Lo que Clara sintió en el espacio que tardó Luz en exclamar: «¡Ya está!» fue como un vértigo; fue ese sacudimiento y temblor que los gruesos y embotados de espíritu no comprenden, y que les produce la admiración siempre algo incrédula del paleto ante refinamientos extraños. Sin género de duda, para que se produzca tal fenómeno es preciso que esté el alma ya trabajada, batida y macerada en nardo y mirra. Lo que parece súbito, inesperado, es lógico y consecuente. Sin embargo, el mismo interesado se engaña. Clara se figuró que una mujer nueva nacía en ella; que por primera vez penetraba la significación de una fantasmagoría hasta entonces indescifrable, fatigosa como todo lo que carece de sentido, y sin embargo solicita la atención. «He vivido ciega», murmuró interiormente, estupefacta. No la parecían posibles ni el engaño ni el desengaño. La sensación fue cual si hallándose en algún recinto cerrado y donde escasease el aire, de ímpetu las paredes y angosturas se desvaneciesen, penetrando un huracán vivaz, ardiente y embriagador, y abriéndose a sus corrientes todo el ser. Aquel aliento y aquel soplo la inmutaban, la llamaban a desconocida región; y en tan decisiva hora, advertía el mismo transporte entusiasta que en la ventana de Toledo, el mismo vibrar de alas invisibles colgadas de sus hombros, la misma apetencia de espacio infinito, sólo que ahora se reconocía segura de no caer, aunque de muy alto se lanzase. De tal engreimiento pasó, con la subitaneidad eléctrica que caracteriza a este género de impresiones, a un anonadamiento profundo de arrepentida. Sobre la cera en aquel punto blanda y caliente de su conciencia, se imprimió el ut cognovit de los corazones mudados, de las almas trasegadas por la diestra del sumo Artista. Un terror sin límites la salteó: el miedo de perder aquella disposición en que se encontraba desde hacía pocos minutos. Su voluntad, íntegra, se tendió y flechó hacia lo que acababa de entrever. «No me abandones, espérame» -dijo sin palabras-. «Sácame de mí, llévame a Ti». Su cuerpo y hasta su inteligencia le parecían ser cosa ajena, carga que la sujetaba al mundo material.

Experimentaba el ansia de acción que acompaña a ciertos trastornos espirituales, y era su inquietud como de cierva a quien atravesó la flecha enherbolada, a quien persiguen lebreles, y a quien aguija más que el susto el ansia de llegar a la fría fuente escondida entre peñascos. Se daba cuenta de que hacía mucho tiempo, quién sabe cuánto, acaso desde la primera edad de su vida, había sufrido aquella punzada, aquel prurito; que el fuego en que se había abrasado su corazón no era sino sed del manantial oculto. A su memoria acudió el recuerdo de una de sus lecturas caprichosas, guardada allí como en depósito.

Uno de los profetas de Israel, que son grandes poetas, escondió en cierta ocasión el fuego del sacrificio; mientras lo celó, se convirtió en agua; pero a la hora de sacrificar recobraba el ser de fuego. El símbolo se hacía para Clara, en aquel instante decisivo de su vida, transparente. ¡Cuando recogiese en su interior la profanada llama, se convertiría en agua y la refrescaría!

Sus ojos volvieron a fijarse en el cliché, siguiendo la vulgar operación química que practicaba el Doctor. La especie de alucinación se había disipado; ya no veía otra mano monda y descarnada juntándose con la suya en fúnebre caricia; la placa radiográfica estaba allí, natural, semiconfusa. ¡Su propia mano, sus huesos, no cual llegarían a estar en el ataúd, sino animados de vitalidad singular!

Y, resuelta, contestó a la seña de la mística mano sin carne:

-Voy...

El Doctor, en aquel punto mismo, levantaba la cabeza pronunciando:

-¡Cómo se ve que es mano de individuo bien alimentado, bien constituido, y cómo se indica la raza en la delicadeza de ese dedo meñique, una verdadera monería! Y no hay deformación ninguna, ni señales de alteración reumática en las articulaciones. ¿Verdad que poder fotografiar así los huesos tiene algo de milagro?

-Algo de milagro tiene -repitió Clara.



(Hojas del libro de memorias de Silvio Lago.)

Mayo.



Al trasladarme a mejor taller, en calle decorosa, cerca del palacio de Bibliotecas y Museos, vuelvo a escribir en este cuaderno lo que me ocurre; sirve para explicarme ciertos cambios que noto en mí, y reconocer lo que puede desviarme de mi senda. Este procedimiento es más eficaz que confesarme con Minia; nadie desenreda el ovillo como quien torció la hebra sacándola de su propia sustancia.

¿Qué importa lo material de eso que llaman lucha en nuestro lenguaje bohemio? Comer poco y mal, tiritar de frío, no mudarse, ver siempre al soslayo la misma mancha aceitosa en la misma solapa... eso se ríe y se pone en ópera. Lo difícil es conservar la disposición de ánimo para tal género de vida.

*  *  *

*  *  *

Inundaba el sol de primavera -de la corta e intensa primavera castellana- de luz rubia y de efluvios indisciplinados y ardientes las correctas avenidas del Retiro, cuando las recorría yo al paso igual de uno de esos matalones de picadero, que alquilan a precio módico los novicios en equitación. La esfera en que he ido entrando insensiblemente me impone unos ribetes de vida esportiva. El caballo y la bicicleta me atraen. Me he arrancado a encargarme el atavío de gentleman rider: al estrenarlo y mirarme al espejo del armario de luna, me pareció irreprochable la figura encuadrada entre los biseles; algo exagerada la forma de las piernas, con las arrugas amplias del calzón en el muslo y su angostura en la pantorrilla, subrayada por la fila de menudos botones, y disimulado lo único plebeyo de mi estampa -¡bien plebeyo y bien delator!-, que es el pie. Al lado de esta silueta de vida lujosa, mi retentiva de pintor evoca la sórdida estampa de mis primeros días en Madrid: las botas gastadas y torcidas, el viejo gabán verdusco, el pantalón nuez con rodilleras, el sombrero abollado, las trazas menesterosas de pobre vergonzante. De la asociación de aquellos dos tipos en contraste, del recuerdo plástico de un ayer tan cercano, me sobrevino, no la alegría orgullosa del engreimiento, sino, al contrario, una especie de acceso de desolación; porque medí, con sagacidad de que no carezco, el camino andado para distanciarme del ideal, y el ascendiente que en tan corto tiempo han adquirido sobre mí ciertas exigencias sociales. En mi primer ensayo de vestir de frac, hasta ridículo me había encontrado, y ahora me reflejo en la clara luna, con la librea de la última moda, dispuesto a cumplir un rito de la nueva existencia que me han creado las circunstancias, y en la cual principio a sentir que enraízan, mal que me pese, mis plantas de vagabundo y de obrero libre, maculadas del polvo de los caminos. ¿Es que soy definitivamente esclavo ya? ¿Es que ha filtrado en mi organismo la imposición de ciertos afinamientos, el cosquilleo de ciertas satisfacciones mezquinas; es que ya lo popular y lo burgués se me revisten de ridiculez sainetesca o de insignificancia? No; aunque sufro el yugo, la protesta del ideal se caracteriza; siento las ansias del profeso que al huir de su convento quisiera también huir de sí propio. Me refugio con furioso vigor espiritual en la esperanza. Esto no es sino una etapa del viaje hacia la tierra prometida: etapa inevitable.

Al aire que prefiere la montura -paso de procesión- avanzo por la casi solitaria calle, guarnecida de lantanas y después de altas coníferas, algunas de las cuales tuercen enérgicas su negro tronco, desdeñosas de tanto orden... Me siento en disposición optimista, con la cabeza vacía, el estómago tranquilo, como suelo tenerlo al día siguiente de comer en casa de Minia guisos caseros; y merced al bienestar físico, el porvenir se me antoja a la vez seguro y lejano, algo que llegará a su hora y que no debe estropeamos el presente. Al cruzarse conmigo me saludan con zalamería dos o tres aficionadas a guiar y a pasear temprano; los saludos tienen carácter de familiaridad bonita, lo que sabe poner de halagüeño en un gesto la mujer maestra.

Sin embargo, en estos saluditos tan monos hay una especie de captación tiránica, una advertencia imperiosa. Juzgué que encerraban este aviso: «Nuestro eres...».

Pero me notaba tan beato de cuerpo y de espíritu, que no me preocupé más. Mi independencia de alma, mi quisquillosa independencia, no gritó, no se rebeló, adormecida por el dulce soplo vernal y por la sonrisa de las cosas en torno mío. Hay horas así, en que una sensación de ventura nace en nosotros, como el agua clara y cantadora surte sobre el fondo de un paisaje. Es sensación, porque no se origina de ningún convencimiento racional, ni siquiera de ningún movimiento emotivo. Es sensación: pura animalidad, no brutal, sino plácida, reposada, que por un momento se impone a la siempre vigilante conciencia.

Se desata por las venas la vida fisiológica, y el mundo exterior nos inunda y nos arrebata de la cárcel de nosotros mismos. Nos reconciliamos momentáneamente con lo que suele oponérsenos; un baño de gozo nos refrigera; el aire es amoroso a los pulmones; la sangre circula con generosa braveza; el cerebro se aduerme... ¡A veces, borrada la memoria de supremos instantes de la existencia, es posible que el recuerdo de satisfacciones tales, que no son sino perfecto equilibrio de la salud, venga a alumbrar las desazonadas horas de la vejez!

Saboreando descuidadamente lo grato del momento, revolví haciendo trotar a mi alquilón, y me perdí en las calles de pinos y plátanos, viendo a ambos lados edificios raquíticos o ampulosos, las construcciones que afean el Retiro.

El tiazo Goya me miró, con desconfianza de sordo, desde su pedestal. Impulsado por la plenitud, en mí tan rara, de fuerzas vitales, quise galopar un poco, y para continuar al Hipódromo salí hacia el paseo de la Castellana. La soledad era mayor aún; el batir de los cascos del caballo al emprender su galope sin arranque, de animal demasiado diestro, levantaba del suelo arenisco sutil polvareda. Al tener que llevar recogida a mi montura, desperté del sopor en que me deleitaba, y la primer señal de haberse roto el pasajero encanto, fue que me comparé a este caballo de picadero, dócil y maquinal como un siervo que se resigna. ¡Qué hermoso es el caballo en su pradería, suelta la nunca esquilada crin, naturales los botes y aires indómitos, que no igualaron el látigo ni la caricia!

Al volver la cabeza vi que a aquella hora temprana, bajo un sol ya picón, caminaban a pie dos hombres... Les reconocí. El uno era Solano, el impresionista, derrotado, despeinado, retorcida alrededor del cuello una corbata grasienta -es fácil que la camisa esté peor que la corbata-, y sus ademanes alocados, su trepidar de ojos, daban animación febril al manoteo con que se dirigía a su acompañante. Éste... Al verle, percibí el acostumbrado golpe, el que sufrimos al encontrarnos ante personas en quienes pensamos ahincadamente, y que, distantes al parecer de nuestro horizonte y nuestro destino, influyen en él sin embargo, de un modo decisivo y secreto. Era nada menos que aquel... que yo quisiera ser; el que -sosegadamente, firmemente, desenvolviendo con tenacidad sus facultades, recogiendo hilos de tradición tenuísimos, algo que procede de los grandes maestros españoles de la pincelada franca y el contraste de luz vigoroso- se ha abierto ancho camino, sin artificios, sin concesiones, gran artista secundariamente, pero, en primer término, reproductor literal y pujante de una verdad de la naturaleza, de una violencia del color y de la luz, de un aspecto fiero y esplendente de la tierra española. Con el corazón palpitante me saciaba de mirarle, cual si de la contemplación apasionada del seide y del fanático pudiese salir algo de asimilación. Le miraban con dolor (lo hay en estos cultos idolátricos, y así se explica el triste fenómeno moral de que las más profundas admiraciones artísticas o literarias hayan engendrado las más viperinas envidias y los más acibarados odios). Le miraba sediento, buscando en los rasgos físicos, en la cara algo mongoloide, en lo recogido y recio del cuerpo, en la misma pequeñez de la estatura, el misterio indescifrable de la facultad genial y del heroísmo de la vocación, segura y definida, que, al través de zarzas, espinas y guijarros, va a su objeto. Sentía esa fascinación que nos causa la forma humana cuando encierra el espíritu que apetecemos, el que hubiésemos ansiado que nos animase. Comprendía cualquier demostración de las que ya no se estilan entre civilizados: ¡echar pie a tierra y besar el polvo hollado por sus botas!

En medio de mi transporte, me explicaba la excursión matinal del maestro, en compañía de uno de sus peores y más amanerados discípulos. Se dirigían al edificio donde se prepara la Exposición, esta famosa Exposición tan cacareada, acechada ya por críticos al menudeo y proveedores de la malignidad en forma de caricatura y sátira. Indudablemente Solano ha echado el resto en alguna tentativa, trabajando con vida y alma, luchando con los apremios de la estrechez y con su mediocridad incurable; y el maestro reconocido, cuyos lienzos se ostentan ya en Museos extranjeros, se presta, por solidaridad, a intervenir en asuntos de colocación, a dar al artista oscuro una muestra de condescendencia, el aliento del consejo y de la protección visible. Noto un dientecillo roedor, un mordisqueo de envidia. No es este pobre fracasado quien debiera, en esta mañana primaveral, bajo un cielo tan puro, encaminarse al lado del maestro a la conquista de la gloria, sino yo, yo mismo; yo, dotado de aptitudes que acaso principian a atrofiarse o acaso hierven en preparación de germinar. El golpeteo de los cascos de mi caballo distrajo un momento de la animada plática a los dos pintores; volvieron la cabeza, solicitados por la vida que pasa, y mientras Solano hacía sin rebozo un gesto despreciativo, mofador, a mi elegante figura, el maestro fijaba en ella los ojos de mirada moruna, graves, un tanto oblicuos, y fruncía el entrecejo ligeramente. Su mirar era puñalero: cortaba, derramaba hielo de muerte, cabalmente por su misma indiferencia y distancia.

Un momento quedé paralizado. En la boca acíbares, en el pecho constricción, como si lo ciñese fuerte aro de hierro. La más penosa de las impresiones, la vergüenza -en el grado de bochorno y dolor de haber nacido-, me abrumaba, infundiéndome sequedad y aridez infinita, visión de desierto de arena que atravesar sin sombra de árbol. La vida me pareció que había perdido de golpe todo valor, cuanto la hace soportable; hubiese querido que se rajase la tierra y me sorbiese por su hendidura, con caballo y todo. Miré como fascinado al maestro, y al sentir que, puerilmente, los ojos se me arrasaban y las mejillas se me encendían, clavé los agudos espolines de acero al domado bruto, dándole, al mismo tiempo, tan vigorosa ayuda, como se dice en términos de equitación, que el galope emprendido convirtió mi aliento en resuello y me deslumbró un instante.

A cada intento del animal para moderar el paso, volvía a hincarle las estrellitas de acero y a fustigarle iracundo. El caballo resoplaba, hasta iniciaba algún corcovo de protesta; pero pudo más su docilidad de esclavo, y se resignó a dispararse por las grises y polvorientas afueras de Madrid, bellas a su modo, secas y netas como país de tabla quinientista. Así que gasté mi excitación por la embriaguez de aire, revolví, y lentamente emprendí el retorno, sudoroso y apaciguado. En Recoletos -ante una iglesia- me crucé con una señora que de ella salía. La miré como se mira, sin verlas dentro, a las mujeres de bonita silueta. Sus ojos se vertieron en los míos; iba pálida; palideció más. Entonces sí que la vi dentro; no porque la quiera, sino porque la he causado mal, y es lazo que une.

El dolor, obra nuestra, nos impide aislarnos del que sufre por nosotros. Conocía yo bien la manera de ser de la Ayamonte, que en vez de ruborizarse, con la emoción, palidece. Casi detuve el caballo -no sé a qué fin-. Tal vez fuese para decirla que me perdonase; que me pesa, no de mi condición, pero sí de su malandanza. Con el aturdimiento, me olvidé de saludar. Y ella pasó despaciosa, serena, y en sus pupilas resplandecía algo; una luz singular, una proyección del alma... ¿Será que...? ¡Bah! ¡Tan pronto!

*  *  *

El portero me ofreció ascensor. (En mi nueva instalación no podía faltar este requisito). Se hizo cargo del caballo jadeante, para llevarlo al picadero. El criadito que he tomado acudió solícito a desembarazarse de mi arreo de dandy y sustituirlo por la blusa. Es increíble cómo me sentía de fatigado y descorazonado. Omití friccionarme las sienes con agua adicionada de colonia; y sin enjugar el sudor de la galopada, me arrojé sobre el diván del taller; mi respiración era angustiosa. ¡Qué débil soy! -pensaba-. ¡Acaso para llegar adonde tanto ansío se necesite esa sólida estructura, esa armazón recia y cuadrada del maestro! Es preciso, que economice mis fuerzas... en todos los terrenos... que no pierda de ellas una chispa inútilmente. Seguir un régimen, hacer sport moderado sin derrochar energías como hoy... Según suele ocurrir, al formar estos propósitos estaba a mil leguas de creer que pudiese cumplirlos. Comprendía que no era dable ya sujetarme al método austero que constituye la higiene moral del artista. Me acordé largo rato de la Ayamonte. Tal vez tuviese razón esa mujer. Desde luego, me quería... ¡Bah! ¿Qué importa que le quieran o no le quieran a uno? Lo que interesa es que no le estorben, que no le aten los brazos.

Aún no me había repuesto, ni funcionaba normalmente mi corazón, cuando entró el portero llevando en brazos un bulto gris, especie de manguito raso.

-Lo que me ha encargado el señorito -dijo muy obsequio.

¡Verdad! Se lo había encargado en un momento de tedio, de afán de tener a mi lado algo en que emplear mi capital afectivo.

Miré. Era un precioso cachorro de raza danesa, semejante a esos grandes juguetes de porcelana que se colocan en antesalas y bajo las consolas.

La cabeza alongada, la magrez de las formas, declaraban la pureza de la raza; la piel era fina como velludillo, y en el gracioso hocico había esa expresión de inocencia cómica que tienen los cachorros, y que asemeja su infancia a la infancia humana. Con un impulso de simpatía le tomé de manos del portero y empecé a acariciarle. El animal sacó una puntita de lengua de fresco coral rosa y me lamió la cara; después, con dientecillos semejante a puntas de piñones, mordisqueó lo primero que encontró: la nariz de su futuro dueño.

-¿Es macho? -interrogué.

-No, señorito. Hembra es... No ha traído la madre de esta vez macho ninguno -respondió el portero, que, al ver mi entrecejo, se decidió a mentir descaradamente, imaginando engañarme. La verdad era que habían nacido en la cocheras del duque de Lanzafuerte, próximas a mi estudio, cinco hermanos de esta primorosa bestezuela, de los cuales dos machos, reservados para amigos del duque, a quienes se los tenía ofrecidos sabe Dios desde cuándo. Las hembras fueron relajadas al brazo secular del cochero, que las explotó. En una diminuta intriga el portero sacó su tajada, amén de un duro que le solté.

Al exclamar yo:

-¡Lástima que sea hembra! -ya me sentía encariñado-. ¿No sería mejor que viniese criada? (Comprendía que estaban riéndose de mí y no me atrevía a hablar gordo. ¡Soy imposible! Tiene razón la baronesa de Dumbría).

-¡Ay, señorito! Como mejor, sí sería mejor; pero el amo de la madre quiere que sólo mamen las crías que él guarda para sí. No se apure el señorito, que mi sobrino es mañoso y de esto ya entiende; comprará leche y no pasará hambre. ¡Es más bien cortada y más chula!

Volví a alzar los hombros. Me es indiferente que el portero tome café con leche a mi cuenta. La gracia de la cachorra me ha conquistado. ¡No se alabarán de otro tanto las hembras de mi especie! La coloqué sobre el rincón del sofá, la hostigué para que jugase, pero acababa de atracarse y estaba adormilada; hecha una rosca, cerraba los ojos. ¡Envidiable, envidiable vida animal! Arropaba con mi plaid a la cachorra, cuando el criado anunció a la señora duquesa de Flandes.

*  *  *

Ya escucho con indiferencia los nombres sonoros; pero al oír éste, no pude menos de sobresaltarme y correr a recibir a la rica hembra. Entraba a paso cadencioso y arrogante, sin crujidos sedosos reveladores de frufrús, arrastrando majestuosamente su faldamenta de paño oscuro, semejante, como todo lo que ella viste -a pesar de proceder del gran modisto-, a una falda de amazona. Llenaba el angosto pasillo con su cuerpo lanzal y amplio de formas, y su cabeza bien puesta y gallarda se erguía para mirar los bocetos que tengo clavados en las paredes. Me incliné, me deshice en salutaciones y reverencias, porque esta gran señora, aun donde muchas grandes señoras han pasado ya gastando mis impresiones, es cosa aparte. Parece la definitiva sanción de mi papel de retratista de las alturas. La entrada resuelta y noble de esta virreina consagra mi taller y refrenda mi categoría. Viendo a la duquesa de Flandes, por un momento me consolé de la humillación sufrida en el paseo. Se me impuso la noción de la jerarquía social, poder no inscrito en Códigos ni en Constituciones y que se burla de ellos y de las revoluciones niveladoras. Doblemente fuerte, por lo mismo que no tiene carácter legal, y que la retórica de la mentira proclama cada día su desaparición. La duquesa de Flandes, para quien no esté en mi caso, será... otra duquesa más de las que figuran en la Guía, y entre las cuales tan curiosas diferencias establecen las circunstancias íntimas y los antecedentes biográficos; pero yo, aunque rápida y de seguro incompletamente iniciado en la vida mundana, no ignoro lo que significa esta mujer, que entre las frivolidades pegajosas de la sociedad y la apatía suicida de la gente aristocrática, conserva su conciencia de clase, el sentido de sus prerrogativas y del valor histórico de su nombre. Ella, y no el marido -el cual es realmente quien lleva en las venas la sangre de Flandes y Utrecht, encarnación de la vida española cuando aún era gloriosa-; ella, y no el marido, es quien ha consagrado tiempo y voluntad a elevar a altura principesca la casa, impidiendo que, como otras muy resonantes descendiese a la quiebra y viese dispersos sus egregios despojos en almonedas judiciales y tiendas de anticuarios. Ella, y no el marido, ha cuidado religiosamente de salvar los restos y testimonios de antiguas proezas, y desempeñado los tapices representando batallas, los retratos de Tiziano, las iluminadas ejecutorias, los probantes documentos, desempolvando el archivo, registrándolo con amor, últimamente con golosina; ella, por último, se ha consagrado a cultivar la memoria del antepasado terrible, que tan grande fue contra el sentido y la corriente de los tiempos modernos, y a que los descendientes aparezcan todavía (pese a desvinculaciones, locuras y decadentismos) vestidos de un reflejo espléndido de tal grandeza. Ella -desde el primer día de su vida conyugal- se ha dado cuenta de que en los muy altos linajes la mujer tiene un deber más, y entre ejemplos nada edificantes y relaciones de elegancia corrompida, ha permanecido tranquila en su dignidad, imponiéndose a la maledicencia por la seriedad de su conducta. Ella -sin llegar a extremos de altivez como los que se cuentan de su esposo, que a muy pocas personas consiente alargar la mano- es toda la casa de Flandes, amenazada como las demás de desmigajarse por el reparto, no sólo de bienes, sino de honores y títulos.

La miré deslumbrado, encontrando un género de belleza peculiar en su tipo viril, de grandiosas líneas, en su torso prolongado y sólido de cazadora y de regeneradora de raza. Se acercó saludándome y hablándome llanamente, con palabras de amabilidad cordial. Tenía noticias de mi destreza... El pastel de Lina Moros, con el traje de terciopelo miroir amarillo, un encanto... Deseaba un retrato caprichoso, algo diferente...

-Sólo en el hecho de ser retrato de usted, señora, había de diferenciarse. Cuando el modelo tiene personalidad...

Explicó la idea. Un pastel hasta la rodilla, que la representase con una chaquetilla verde, su faja carmesí, su pavero de fieltro gris, su larga pica de acosar y derribar empuñada; el atavío con que se solazaban en la dehesa boyal, metiéndose intrépida entre las reses, en las tientas. Es este castizo deporte uno de los contados antojos tocados de extravagancia de mujer tan formal, y en él, cosa rara, coinciden sus aficiones y las de su marido, siempre entregado al sport.

-No va a resultar muy género pastel... -murmuró disculpándose.

-Mejor -exclamé. Y ante la sonrisa benévola y franca, como de amiga, de la Flandes, me sentí animado a una de aquellas desatadas confidencias que había tenido con Minia, que pueden tenerse con las mujeres cuando son varonilmente sencillas y leales. Escuchome con interés; «comprendía» y «encontraba natural».

-No se preocupe usted -exclamó con simpatía-. Lo que usted necesita es salir de Madrid, donde no encontrará estímulos, donde se amaneran los artistas, e irse a Londres. Allí, con muy pocos retratos que haga, como se pagan seriamente, tiene usted bastante para vivir, y puede estudiar con pintores, ¡de los primeros del mundo! ¡Francamente, aquí no los hay de esa talla! En Londres creo le irá a usted bien.

Me entró alegría. Las palabras de la duquesa me vengaban del desprecio sufrido en el paseo matinal.

-¡Londres! Seré un átomo perdido en la enorme ciudad. Nadie me conocerá, ni yo conoceré a nadie.

Una sonrisa de bondad iluminó el rostro y los ojos de vastas ojeras oscuras, mazadas; ojos que parecen revelar un organismo minado secretamente.

-¿No me conoce a mí?

Tembloroso de esperanza, murmuré:

-¿Estará usted en Londres cuando yo vaya, si es que voy?

-Esté o no esté -y si es en la season, no tendría nada de particular que estuviese-, le puedo dar a usted cartas para amigos míos. Si Pepita Castelfirme continúa entonces en nuestra Embajada, le será a usted muy útil. Los retratos en esos países se pagan diez veces más que aquí. ¡Y en libras!

Suspiré. Me acordaba del reciente grupo de retratos de una familia tenida por millonaria, y que me está siendo difícil cobrar; ¡tanto, que ya me resuelvo a dejarlo por cosa perdida! La Flandes insistió:

-Una temporada en Inglaterra conviene para todo. No sólo aprenderá usted arte, sino que se robustecerá; es muy sano residir allí. El clima es excelente, digan lo que quieran; la comida nutre más; no sé en qué consiste... Hará usted un poco de ejercicio; ¡aquí la gente vive sentada...!

-Bicicleta por lo menos -declaré-. La primavera que viene voy a seguir su consejo de usted, duquesa, y pasar el Estrecho. Por ahora no puedo... ¡No puedo de ningún modo!

-No puede usted... -asintió ella-, entre otras cosas, porque ahora va usted a retratar a Sus Altezas.

-¿Es seguro? -articulé-. Por más que diciéndolo usted... La amistad que lleva usted con la Reina...

Se hizo atrás, protestando.

-¡Oh, amistad! Respeto y adhesión, naturalmente. ¡Si yo no sé nada! Lo he oído decir por ahí. Es natural que se le ocurra a la Reina retratar a la Princesa y a la Infanta: ¡están en una edad tan bonita! Las fotografías son antiartísticas, y un retrato al óleo haría duro. Supongo que también el Rey se retratará. Es un honor para usted, porque no a todos los pintores se les admitiría en la intimidad de Palacio, donde se hace vida tan severa. Las princesitas han sido educadas perfectamente. Ya sé que es usted una persona capaz de estar allí como debe estarse.

Gesto de asentimiento mío. ¡Seguramente no se me habría ocurrido cometer ninguna incorrección en Palacio! Las palabras (bien intencionadas y bondadosas, sin embargo) de la rica hembra, me recordaron la distancia entre el mundo del cual procedo y el mundo en que las circunstancias me sitúan. He entrado en él tan de golpe; mi facultad de adaptación me ha permitido de tal modo, desde el primer momento, salvar escollos, que me mortifican advertencias como la que acaba de dirigirme esta ilustre señora. No saben hasta qué punto soy yo hábil; ¡si soy un sofista griego en Roma! Esta índole especial también suele indignarme. Sería vigor conservar la bravía y rugosa corteza del proletariado bohemio, y no he tardado un día en soltarla. ¡Ya la perdí en Buenos Aires, desde mi transformación de obrero en retratista! Allí también anduve entre señoras, más pacatas, por cierto, que las de aquí. ¡No; no oirán de mis labios ni verán en mí esas blancas niñas reales cosa que pueda arañar la superficie de su candor! Seré para ellas un mudo y respetuoso mecánico del retrato, que vierte en el papel líneas y tonos con inmaterial desinterés, como se copia a las imágenes. No posaré mis ojos en las dos lises adolescentes sino para sorprender su forma, que tiene la ingenua y casta sequedad de las figuras de santas de los primitivos. A ser posible, gustaríame incluirlas en un díptico y con aureola.

La Flandes se retira, después de convenir en que volverá mañana a las once -ésta es de las que madrugan y hacen vida activa, oreada- y en que el domingo iré yo a almorzar a su palacio, para ver su Tiziano, sus tapicerías, sus tesoros de arte. Una vez más sufriré la decepción de que ante la pintura antigua (hecha con los jugos y esencias de edades más estéticas, y que sólo por recordar esas edades ya excita la imaginación y la puebla de bellas sugestiones), nuestra pintura actual desciende muy bajo.

La invitación de la Flandes me halaga de pronto: al cabo, es la primera casa de Madrid, después de la que domina la Plaza de Oriente; pero soy de tal madera, que apenas me solivianta la hinchazón de la vanidad, ya estoy arrepintiéndome, pensando que un comité a almorzar es justamente el modo que tiene la duquesa de colocarme, desde el primer día, en mi puesto de artista a quien se recibe en pie de dependencia disimulada por llanezas de buen gusto. Sé que en la mesa de Flandes, los almuerzos reúnen a los que no alternan, y las comidas, muy poco frecuentes, a los elementos sociales homogéneos. En fin, ¿qué diablo me importan esos tiquis miquis? Quién soy yo para... O, mejor dicho, ¿quiénes son ellos, los de ese círculo, para influir en el estado de mi conciencia? ¿Será exacto lo que asegura Minia, y no atravesaré impunemente un medio donde la vanidad lo informa todo? ¿Es que no aspiro a algo superior, infinitamente superior a una invitación en casa de Flandes?

*  *  *

Pues sin embargo... Media hora después de hacerme estas reflexiones, se presentan en mi taller una señora oronda y dos niñas enfaroladas, a quienes conozco de haberlas visto por ahí en todas partes (tienen la ocurrencia de no perder ripio), las de Barrachín. Las muchachas no son malejas; la mayor, la rubia, conserva una frescura que aún no han podido destruir los afeites... La mamá... un amasijo de plumas, cintas, colorete y brillantes. Vienen a solicitar que las retrate enseguida, pagarán cuanto yo quiera, y doble, «porque el arte y la inspiración no tienen precio». Más frío que la horchata de chufas, contesto que no puedo, que no tengo un minuto, que no lo tendré hasta Dios sabe cuándo. Hablo precipitadamente, empujando las palabras, como si me faltase tiempo de ver fuera a las Barrachinas. Y es el caso que (por casualidad; porque algunas de mis clientes que habían de venir esta semana, hacen ejercicios de marianismo selecto en el Sagrado Corazón, cosa que las Barrachinas no sospechan, pues si no allí estarían de patas...) tengo, no minutos, horas libres, y tres o cuatro retratos -las Barrachinas desean reproducir las fisonomías de toda la familia, sin exceptuar al grifón favorito-, tres o cuatro retratos, digo, pagados contante y hechos al correr del dedo, no me vendrían nada mal, ahora que acabo de mudarme y que el armario de la Dumbría, ¡pobre señora!, no guarda un céntimo de ahorros míos... Pero el individuo de adaptación que hay en mí, el hombre de cera, moldeado ya por un medio absorbente, se abochorna de conceder la alternativa a gentes caricaturales, que andan en solfa. Encajo a las de Barrachín cuatro sequedades, que me evitarán cuatro cuchufletas de Lina Moros, pero me dejarán el bolsillo tan flojo como está... Se retiran cariacontecidas, previos reiterados y ramplones ofrecimientos de casa y amistad (la tema de ofrecerse es una de las notas características de estas infelices). Cuando me quedo solo, me reprendo, me pongo de perro humor, pensando si ya mis actos no estarán regidos sino por los hilos de la marioneta.

*  *  *

Debe de ser así. Hace lo menos mes y medio que no piso la escalera de mis humildes amigos, los de Carboné Sequeiros, y de seguro las muchachas, a quienes daba lección gratuita de dibujo, han adivinado la causa. Al padre podré contarle que no he dispuesto de una hora; las chicas no lo tragarán. Saben ellas que siempre se dispone de una hora, si se quiere disponer, para ir a preguntarles a las gentes qué es de su vida. Saben que los hombres salimos a la calle cuando nos parece, y si tenemos confianza con alguien, de día o de noche le vemos. Por otra parte, las muchachas, y especialmente Matilde -que se había forjado ciertas ilusiones-, me pronosticaron esto: «Ahora, con lo encumbrado que está, no nos hará caso maldito». ¡Lo que yo embarullé para sosegarlas! Me puse como me pongo cuando el influjo de la compasión y cierto instinto de justicia me revisten de momentánea sensibilidad. Es un fuego de paja, y parece hoguera... No, yo no soy bueno, yo no valgo nada moralmente. En la marejada de mis sentimientos todo es vana espuma... cuando no amargor. A los seres que de veras me quisieron les hice siempre daño. No puedo olvidar la mirada de Clara Ayamonte, ni las lágrimas que se sorberá, con la cabeza baja para coser, Matilde, oscura niña de medio pelo, cuyas penas no salen de las cuatro paredes de su domicilio...

¡Bah! Son ganas de atormentarme. ¿Clara Ayamonte? Dentro de seis meses ni el color de mi bigote recuerda; y a Matildita Sequeiros... lo mismo se le importaba del dibujo y del profesor, que a mí del emperador de la China. Lo que las traía locas en aquella casa era justamente que yo anduviese por donde ando. Lectoras más asiduas de Ecos y Revistas de salones no las hay. Me freían a preguntas. «¿Cómo viste Lina Moros? ¿Qué olor gasta? ¿Se pinta el pelo? ¿Usa esto, aquello y lo de más allá? ¿Es cierto que la Sarbonet... así y andando?». ¡Matildita! Si la caprichosa fortuna quisiese trasladarla de su tercero a un hotel suntuoso, y convertir su traje de lana en funda ondulosa de gasa blanca rebordada de lirios, conmigo no soñaría. Con algún sportman, de seguro...

*  *  *

Pasado mañana se abre la Exposición. Asistirán los reyes. Mañana, el barnizado; cada quisque se llevará allí su tarro de barniz de espliego y su brocha, y trepando a una escalerilla, batallará con los rechupados y las emplastaduras del color... ¡Cuántas fantasías, cuántas decepciones! Lo que en el taller parecía un triunfo, allí se viene al suelo... Ahora les salta a los ojos lo que convenía haber hecho; otra cosa que esto, otra cosa. ¡Ya es tarde! Y aún hay alguno que allí mismo quiere variar tal toque o cuál efecto de luz, y a hurtadillas, con febril mano, se corrige.

Me he colado, sin importárseme de miraditas, cuchicheos y señas; me he paseado con las manos metidas en los bolsillos, perdiéndome entre los grupos de curiosos impacientes que no quieren esperar al día de la inauguración oficial, entre los cuales circulan críticos de periódicos, individuos del jurado, maestros rancios, a quienes saluda con respeto la turbamulta, y expositores que escuchan, a veces sin querer, con el corazón atenaceado, la más despectiva calificación de aquello en que cifran lo hondo de su ensueño y quizás su pan diario. Pienso que yo debería ser uno de éstos; que falta en las paredes el pedazo palpitante aún de mis entrañas, manchado con sangre de mis venas, que se llamaría mi primer cuadro de Salón. Sí; yo podría haber concurrido, y que mañana los periódicos insertasen críticas, y la muchedumbre, al desfilar, preguntase distraídamente: «¿Y esto? ¡Ah! De Lago el retratista». Con descolgar de mi taller la Recolección de la patata y traérmela... Alzo la vista, recorro salón tras salón, y veo infinitas cosas peores que mi estudio rural; seguramente menos sinceras y sentidas. Pero cada uno es cada uno; me moriría de vergüenza si me diese a luz con la Recolección. El que venga aquí debe traer algo; un trozo de verdad, y no sólo de verdad, sino de verdad suya, vista por él, no al través de los maestros que fuerzan la imitación de los principiantes. ¿Es eso mi Recolección? No. El asunto lo he encontrado en mi tierra; lo he visto con mis ojos, bajo mi sol; pero mis ojos estaban llenos de reminiscencias; a mis ojos no se les había impuesto aún mi alma... y ese cuadro es de la escuela del hombre que, en el camino del Hipódromo, me miró con tan yerto desdén. ¿Cuándo veré las cosas dentro de mí y en mí, iluminadas con luz oscura o brillante que yo genere, y que sea luz después para otros? ¿Cuándo dejaré de sentirme subyugado por admiraciones y estrechado en brazos de una estética que sobaron los demás? ¡Oh rabia! Al paso que voy, tal vez nunca... ¡Maldito sea, maldito, si no trabajo sin descanso, si no me hago dueño de la técnica, y si luego no descubro un rincón donde nadie haya sentado el pie y no me acuesto en un lecho virgen, sea de hierba o de peñascos! ¡Y pensar que en un día de fiebre la Recolección me pareció un paso en mi carrera!

¡Como la Recolección hay tanto aquí! La evolución de estos muchachos expositores me explica la mía. La considero con indignación, mientras el público, sin darse cuenta del por qué, la considera con desvío y hasta con befa -y esto el día del barnizado, en que sólo viene gente algo entendida-. ¿Qué será cuando entre aquí, por dinero, la recua desconocedora del esfuerzo y de la lucha? ¡De todas maneras me indigno! Trabajaron... ¿Y qué? En primer lugar, no trabajaron con paciencia. Son improvisadores. Si no podían vivir, que barriesen las calles. Todo menos exponer estas vergüenzas, que no revelan ni temperamento ni personalidad, que son la cara de un maestro, vista en espejo desazogado...

*  *  *

¡El desdén (anch'io desdeño) me sugiere resoluciones! En el ángulo de un salón solitario (donde se exhiben engendros más torpes y canijos, la epilepsia de la imitación que se cree original porque exagera defectos) me paro, y con la voluntad flechada y el espíritu recogido me agarro la mano izquierda con la diestra, me la oprimo fuertemente, y me juro a mí mismo no existir sino para mi inspiración, no transigir con nada que la estorbe. «Si algún día figura en este Salón un lienzo con la firma de Silvio Lago, será que el lienzo es, en efecto, de Silvio Lago, del alma de Silvio Lago...». Aún seguía apretujándome, cuando Marín Cenizate me interpeló.

-¿Has visto mis paisajitos? -preguntó afanosamente.

-No... ¿Dónde los han escondido?

-¡Escondido, justo!... Si yo me diese el tono de tener enemigos, diría que mis enemigos los han colocado allí para fastidiarme. Pero habrá sido porque a los señores del jurado no les pareció que merecían más consideraciones. Ven, verás.

Me arrastró, al través de la fila de salones, hasta otro arrinconado, apenas visitado, donde muy alto y a mala luz campeaban varias tablitas siempre inspiradas en Haes. Vibrante yo todavía de mi acto de fe, costábame trabajo disimular la indiferencia y pagar mi tributo de amistad con algún elogio. Cenizate comprendió, y, como siempre, su alma buena se refugió, para consolarse, en la ajena esperanza.

-¿Cuándo te veremos por aquí quitando moños? ¡Porque mira tú que hay moñitos que quitar! ¿Has echado un ojo a todo eso? ¡Van a tener que leer las críticas! ¿Te has fijado en los envíos de Roma? Esa Roma -lo estaba diciendo Ruiz Agudo, el de La Península- es el estragamiento de la poca espontaneidad que podrían tener los muchachos. Allí se aprende a imitar... imitaciones. Ambiente europeo no ha vuelto a respirarse allí desde el siglo XVIII. Convencionalismos, la eterna ciocciara, la cabeza de estudio melenuda, rehacer a Serra y sus paisajes melancólicos, de malaria, con paludismos verdes y un ara rota, como gran alarde de modernismo. Ruiz Agudo está furioso: dice que en el periódico va a pegarles a todos, a la Academia, a su Director, al Gobierno, para que se convenzan de que hoy la pintura debe estudiarse en Londres y en París y en Berlín... y dentro de poco en Chicago. Sí, señor: en Chicago, entre tocineros.

-Yo iré a Londres muy pronto -indiqué.

-Bien hecho... ¡Tú, un día, te despiertas de humor y les pones la ceniza a todos...! ¿A ver, a ver: qué se traen esos señoritos que te escupen tanto? Tengo ganas de que te fijes en lo que se traen. ¿No sabes lo de Solano? ¿De veras no lo sabes, hijo? Con tus marquesas, no vives en el mundo. Pues ha dado una batalla para que le admitiesen una locura enorme (dice Ruiz Agudo que no es locura, sino tontería) que tiene embotellada hace meses. El hombre quería disparar un cañonazo. Te diré que puso toda la carne en el asador: el cuadro -yo lo he visto- es... ¡descomunal!

-¿Pero dice algo nuevo? -pregunté interesado.

-¿Qué quieres que diga? Solano, el pobrecito de mi alma, por no tener nada nuevo, ni botas ha estrenado en su vida... ¡Es un discípulo malo, y un discípulo eterno! Está rabioso porque ha pataleado, pereciendo de miseria. Su madre y dos hermanos menores aguardan para comer el día en que Solano venda algo que no sean las consabidas tablitas de «la maera vale más...». Ya las conocemos, ¿eh?

-¡Bien triste...! -murmuré impresionado.

-Sí, échate a llorar... No conoces a ese mal bicho. De ti dice horrores, cosas feas. Si yo te las repitiese... No se contenta con zaherirte como artista, no; te pinta como un intrigante que se vale de todos los medios y explota ciertas cuerdas del corazón femenil para medrar. ¡Déjale que se jorobe!

Sonreí con tranquilidad, y, en lugar de ira, me sentí inundado de compasión. No es la primera vez que noto que me falta el resorte del honor burgués. Me conmueven poco imputaciones de tal índole. Si llego a convencerme de que no puedo hacer nada de arte, ¿qué me importa lo demás? Siempre me han dado risa esos señores que se van a la redacción de un diario a exigir que pongan un suelto enterando a los lectores de que el Manuel Fulánez que fue sorprendido robando por el procedimiento de la mecha no es el respetable procurador D. Manuel Fulánez. En mi interior me he dicho muchas veces: «¡Qué dianche! Pues me tiene perfectamente sin cuidado ser o no todo un caballero...».

-Habías de ver -prosiguió Cenizate- lo que revolvió el indino para colar aquí su engendro, un verdadero padrón de ignominia... Porque tú no te puedes figurar lo que es. No vayas a estar soñando algo parecido a lo que cuenta Zola en La Obra, y que Solano tiene una chispa genial...

-¿Quién sabe?

-No seas así... Tú comprendes que ése haría mejor en empuñar la lezna... ¡Se le ha puesto en el moño pintar, no puede, y odia de muerte a los que pudieron! Esta vez decía que se jugaba la carta última, la decisiva. Si el imbécil público no comprendiese lo sublime de su cuadrángano, entonces ¡ya sabe él lo que le resta!

-¿Será capaz de un acto de desesperación?

-¡No eres tú poco romántico! -protestó Cenizate. ¿Lo que él será capaz de hacer? ¡Otro ciempiés para la Exposición futura!

-¿Quién sabe nunca el alcance del desencanto y de la humillación en un alma? -respondí-. Cuando estamos sanos y satisfechos de la vida, nos es imposible representarnos la situación de quien se cae de lo alto de toda su esperanza. Te diré lo que me sucede... Desde que entré aquí, me ocurre si todo eso colgado en la pared y tan flojito como arte... no tendrá un valor inmenso como psicología. El deseo que produjo todo eso, ¡qué empuje representa! Esos cuadros suplican y lloran; piden, quieren hablar... y a los jurados, a ti y a mí nos están voceando: «¡Misericordia! ¡Nos han engendrado tantas ilusiones, y eran tan bonitas! ¡Miradlas a ellas y no a nosotros!».

-¡Bueno andaría el arte si pensásemos así! ¡Hombre, los maletas como Solano que escojan otro oficio! ¡Decirte lo que ha laborado! Inverosímil. Recomendaciones a diestro y siniestro; influencias de aquí y de acullá; sueltos con indirectas en los periódicos donde encontró medio de introducirse; y, sobre todo, la protección a capa y espada del maestro, a quien cogió por dos flacos: la bondad, la lástima, ¡que tantas tonterías nos hace cometer!; y el homenaje del discípulo, que siempre halaga... ¡Discípulo! No sabe el maestro que tienes tú una Recoleccioncita de la patata... Ésa sí... Y no has necesitado estarle dando la tabarra en su taller para sorprenderle la factura.

-¡Calla! Si sólo por eso no traería semejante Recolección. ¿Presentarse con ropa prestada?

-¿Y me quieres decir si aquí alguien la tiene propia?

A toda costa quiso Cenizate enseñarme los fusilamientos. Recorridos segunda vez los salones, y lejos de compartir la opinión de mi amigo, me pareció que la juventud no se inspira verdaderamente en los maestros (lo cual por fin exige paciencia y estudio); lo que hace es buscárselas a encontrones, a saltos. Los únicos que imitan concienzudamente a los maestros (pero quedándose a distancia) son... los maestros mismos. Lo que exponen aquí, y los que he podido ver por ahí en exposiciones particulares, rehacen pálidamente el cuadro que hace veinte años les valió nombradía. El tiempo no ha transcurrido para ellos... ¡Con qué rapidez, en cambio, transcurre para mí! Esto que me atrevo a escribir ahora en un libro de memorias que nadie ha de ver, ni a pensarlo me atrevería allá en la inolvidable Alborada. Era pueril mi respeto a los que tienen cartel. Aún quedan restos en mi espíritu. Al de la mirada desdeñosa le respeto aún. Verdad que ése es el que yo quisiera ser; mi admiración por ése no se ha gastado al contacto de la frialdad de las gentes distinguidas, que padecen tan poco el mal de admirar. Y ansío, con ansia que tiene algo de frenesí, encontrarme ya en París o en Londres, donde existan otros que yo quisiera ser, en cuya estela pueda deslizarse mi barca.

*  *  *

Salgo del edificio y noto la gustosa reacción que causan el sol y el aire libre después de la fatiga peculiar de los Museos; recojo primavera en mis pulmones; compruebo, en lo aprisa y bien que ando, que mi salud es ahora lo que debe ser: salud de gladiador. ¡Cenizate apenas puede seguirme! En la Cibeles nos separamos; yo voy a tomar el té con mi excelente Palma, que tiene que hablarme de varias cosas, aconsejarme con su lealtad de costumbre, embromarme un poco, animarme, transmitirme, de seguro, algún nuevo encargo...

Estoy allí hasta las siete. Salgo precipitadamente; necesito vestirme. Franco Galarza, un muchacho acaudalado que quiere que le dé lecciones de pastel, me ha convidado a comer en su Club. A la boca de la calle, antes de hacerme al Viaducto para cruzarlo y saltar al tranvía de la calle Mayor, un remolino de gente, gritos, exclamaciones. Allá abajo, en la profundidad pintoresca del caserío y del arbolado, que desde arriba produce vértigo de abismo, aún yace el cuerpo del suicida. Nadie entre la multitud le conoce; es su destino que no le conozcan, pues le faltaron puños para violentar a la Fama; pero como tiene la cara hacia arriba, y sus ojos, antes giratorios y dementes, ahora vidriados, inmóviles, se han posado tantas veces en mí con insultante ironía (sin recordar que éramos hermanos), yo le reconozco, y me quedo pegado a la barandilla, fascinado por la fascinación más poderosa, que responde al sentido de terror y misterio que rodea nuestra vida: la fascinación de la muerte...

¡Ése era, hace minutos, uno que anhelaba lo mismo que yo anhelo! Y siempre más valiente que yo; lo mismo cuando embadurnaba sus tablitas mendicantes y las enviaba a vender a los cafés, que ahora cuando reposa en el suelo con los miembros rotos, convencido de lo imposible de su Quimera.

*  *  *

Por la noche, en el Club, para olvidar, bebo unos cuantos cálices de extra dry. El espumoso me acrecienta la melancolía en vez de disiparla; mis nervios se alborotan y digo cosas, según Galarza, de un carácter romántico delicioso. La noche no termina en el Club; a la mañana siguiente me despierto estropeado, cadavérico, con unas facies de cera; y recordando el juramento prestado la víspera ante mí mismo (los más sagrados, ya que son los más libres), me desprecio, y envidio al que a tales horas reposa, rígido y helado, en el Depósito. Cierro la ventana, y busco en la oscuridad y la soñolencia otra especie de no ser.



LAS CUATRO MEDITACIONES



PRIMER MEDITACIÓN.- EN LA SOMBRA

Alrededor de mí, tinieblas. Allá en el fondo -tan lejos que su contorno se pierde-, un disco de claridad. Dentro de él, haciendo la señal misteriosa, la mano descarnada. Camino, y el disco retrocede, y las tinieblas me siguen, como perros negros que no aúllan.

¡Ay de mí! En tinieblas estoy. Desde el primer día me dejaron sola y mis pasos fueron caídas. Oscuridad envolvió mis ojos; telarañas los cubrieron, y sobre ellos creció espesa la carne.

Quiero ver.

En medio de esta negrura, algo hay que me guía. El disco ya no se aleja con tanta rapidez. Se me figura que está quieto... No. Se desvía; pero suavemente, sin malignidad.

Quiero ver. Quiero oír. También este silencio enfría y agobia, como montaña que oprimiese mi pecho.

Una voz desmayada, susurro de un espíritu, que no forma acentos, que es música sin notas, me rodea.

Aliento que no sé de dónde viene, que se mete por entre mis labios, me conforta. La oscuridad es la misma, y sin embargo mis pupilas recogen partecillas de rayos invisibles que sólo en mi interior alumbran.

Quiero seguir andando, llegar a cualquier parte, siempre que vaya en dirección opuesta a mi morada antigua.

Porque yo moraba en paraje horrible.

No lo sabía; y moraba en un cenagal, y mi cuerpo pesaba mucho, a fuerza de estar cubierto del espeso limo.

Ni percibía siquiera las sabandijas de sepulcro que reptaban sobre mi piel, y al través de ella buscaban mi alma. A veces salía del charco y me extendía, para secarme, sobre abrasada arena; entonces los escorpiones hacían presa en mí, y la sed retostaba mis labios, hasta punto de agonía.

Y pensaba yo, en mi error, que las sabandijas y los escorpiones eran hermosos.

Por lo cual más baja estaba yo que ellos.

Torpe era, y sobre mis párpados llevaba excrecencias que no me dejaban abrirlos.

Lo que juzgué sabor era amargura de ajenjo; lo que tuve por cristal era turbieza.

¿Será cierto que ahora voy rectamente? ¿Mis párpados habrán soltado su costra?

Me pesa aún el cuerpo. En el arca del pecho siento gravitar barras de plomo.

Quiero ir ligera, volandera.

Quiero vaciarme del todo, y dejar sitio a lo que va a nacer.

Arrancaré, limpiaré, despejaré, quemaré; con dolor, si es preciso; y mejor si es con dolor profundo.

Hay que quitar lo que oprime; hay que arrojar de la nueva morada a los duendes, a las sombras, a los muertos, a los espectros.

Duendes eran, y agitaban el aire.

Sombras eran, y arrastraban.

Muertos eran, y dolían, como el miembro cortado duele desde el cementerio.

Espectros eran, y hacían gestos para remedar la vida.

Vida les prestaban mis apetitos.

Mis apetitos zumbaban, nube de irritadas avispas.

Quiero abejas.

Quiero mieles, para mi boca seca de amargura.

Atrás los remedadores de vida. Vuelvan a la muerte y a la nada.

Les sostenía mi flaqueza, mi gozo, mi esperanza, mi frenesí.

Y cuando resuelvo enviarles otra vez a su reino irónico de mentira, oigo que el imperceptible murmullo musical forma acentos balbucientes, palabras rotas, que reconstruyo y que se escriben en mí con tinta de oro inflamado.

«Para gustarlo todo,

no quieras tener gusto en nada.

Desnuda tu espíritu:

hallarás quietud.

Apaga tu fuego:

llama muy bella y activa se alzará después.

Avanza en la oscuridad;

tienta con las manos:

si caes, levántate y prosigue.

Séate dulce que corra sangre de las rodillas despellejadas.

No tengas miedo.

En la oscuridad palpita y se estremece tu destino.

Te llaman, te llaman, te llaman desde las tinieblas amasadas con rayos oscuros, como los que atravesaron tu carne y te mostraron tus huesos, tu verdadera figura, la duradera».



SEGUNDA MEDITACIÓN.- LA ESCALA

Desnudo está ya mi espíritu, y sigo andando, andando. Entre la compacta negrura que me cerca, mis pies tropiezan con una escala; mis dedos se agarran a los montantes de hierro, duros, polarmente fríos, y empiezo a trepar.

¿Y si la escala no se apoyase en cosa alguna? ¿Y si bamboleándose conmigo, me precipitase al abismo, donde corre el torrente?

Apenas los pienso, trepida la escala, luego pavorosamente se balancea. Oscila, oscila como un péndulo, y oigo el acompasado retemblar de una campana al golpe del badajo, campana rota, que no suena y vibra.

Me rehago. Me resigno a caer. La escala no bambolea ya.

Sigo la ascensión. Peldaños, peldaños, la sensación de la enorme altura. Vértigo y en las palmas hormigueo, que tienta a abrir la mano y a soltar los montantes. La escala oscila otra vez.

Me rezuma de cada pelo una gotita glacial. La piel de mis manos se ha quedado pegada al hierro raspón.

Y al dolor agudo noto mayor ansia de subir, de continuar, de engarzar peldaño con peldaño y tormento con tormento.

Aún no estoy en la cima.

Subo, trepo, me arrastro, alzo el pecho a manera de culebra pisoteada y malherida.

Me detengo, porque se me va el sentido y la fuerza se acaba.

Y entonces advierto que he llegado.

¿Adónde? Se me figura estar al pie de un muro colosal, hecho de tinieblas sólidas.

El muro tiene una puerta; la palpo y advierto la resistencia resonante del bronce. Y en mí brota una voluntad de bronce también; pero ardiente como el bronce cuando corre por canalejas, derretido, en la fundición.

La voz tenue, balbuceadora, musical, me insinúa:

«La materia es limitada; pero no hay límite para ti.

Tú eres árbitra y entalladora y cinceladora de ti misma.

Elige.

Podrás degenerar en las cosas inferiores como los ciegos, y podrás transformarte en las superiores y divinas.

Si cultivas tu cuerpo, crecerás como planta; si tus sentidos, te revolcarás como el bruto; si tu razón, serás como los hijos de los hombres; si tu inteligencia pura, como los ángeles; y si volviendo a tu centro te abismas en él, serás espíritu feliz.

Ni a murmurarte me atrevo lo que serás. Arcana es la palabra, arcano el presentimiento.

Déjate morir, y en el mármol de tu cadáver entalla tu estatua nueva.

Así que tenga forma, un soplo de amor la animará.

Y sólo entonces, bajo el soplo amoroso, conocerás que has resucitado».

Sin aliento y sin ánimo me dejé caer ante la puerta de bronce.

El amor es ponzoña de víboras, pensé, y mi corazón está hinchado y negro porque no se recató de la mordedura.

Gangrenadas tengo las entrañas, y en mis venas corre el veneno de su descomposición.

¡He pecado, he pecado, he pecado!

La puerta entonces, majestuosamente, giró sobre sus ejes sonoros.

La sentí abrirse de par en par, y el aire que conmovieron sus magnas hojas me refrigeró, aliviando mi calentura.

La voz cantaba esta himnodia:

«Desde hoy ese corazón graso y pesado y que mordió el áspid va a serte extraído, y en su lugar te pondré otro leve, transparente, de diamante y llama; con él amarás amores desconocidos, ternuras mozas, de aurora y de primavera en floración.

Abierta está la puerta; crúzala. Descubre el pecho; te lo sajaré, y verás cuán dulce es de recibir el corazón niño, cofre lleno de perlas que rebosan».

Y franqueé la puerta, y todo seguía siendo sombra, pero sombra tibia, cruzada por soplos de brisa como la que viene de agitar ramas de árboles bañadas de sol. Descubrí sin desconfianza mi pecho, y sentí como si me arrancasen todo lo encerrado dentro de su caja y lo arrojasen lejos de mí.

Y en vez de padecer desfallecimiento, mi respiración fue más tranquila y mi cansancio se disipó y mis pies heridos se curaron.

Veía mi nuevo corazón como había visto el antiguo, al través de una placa de cristal; pero éste no palpitaba: lo veía quieto, sin bullicio de sangre, alumbrado por una lámpara inmóvil, muy pura.

Y me dejé caer al suelo, que era de pradería tapizada de flores. Mis manos se hundieron en lo mullido y quedaron impregnadas de buen olor.



TERCERA MEDITACIÓN.- LAS LÁGRIMAS

Y lloré copiosamente, de alegría.

Según lloraba, decía muy alto, a fin de que me oyesen:

«Al quitarme mi corazón viejo, pesado y graso, debieran quitarme también este cuerpo donde anidaron los áspides y sobre el cual pasaron los fríos reptiles.

Quisiera perder estas manos y pies que los clavos no atravesaron, que no se endurecieron ganando pan ni se helaron esperando a la puerta del rico.

Quisiera un cuerpo transido, paralítico, acardenalado, ulcerado, de nervios retorcido por la enfermedad y maceradas y marchitas carnes.

¡Quién se viese en el rincón de un pórtico, envuelta en raída lana, tendiendo la mano, recibiendo el escarnio o la moneda!».

Y la voz de armonía susurró:

«Todavía los sentidos te oscurecen la llama de la lámpara interior.

Los clavos atravesarán tu espíritu, y el dolor será más agudo.

Los padecimientos y miserias de tu alma, peores que si atacasen tu envoltura mortal.

Has tendido la mano pidiendo socorro de bondad, y has sido despreciada, y la escarcha de la noche ha envarado tus miembros.

Has palpitado de sufrimiento; en la tortura has gritado.

Has padecido injusticia, y has tocado con la mano la concupiscencia y la bajeza y la dureza humana.

Y todo eso te ha macerado en mirra, para resucitar de la sepultura».

Bajé la frente y supliqué:

«Un deseo consume a mi nuevo corazón.

Quisiera saber dónde está el aroma, porque a mí misma no me puedo sufrir; despido hedor.

¿Dónde se encuentra el nardo precioso?

¿El nardo espique, el nardo de Judea?

Mientras huela así mi vida pasada, creeré que estoy muerta y que soy como el desventurado a quien he visto ayer corriendo a caballo. ¡Cosa extraña, pues muerto está!

Dime si quieres tú que viva esta pobre mujer, ¡oh infinito, hacia quien voy, pisando eso que tanto les envanece, eso de que se pagan, eso que les pudre todas las flores, eso que llaman cordura!

Cuando tú, ¡oh infinito!, me saques del foso profundo, hagan de mí lo que quieran aquellos que tienen forrado de grosura el corazón.

¡Ellos, del corazón, son ciegos y necios, aunque tienen los ojos claros!

Mi corazón ve; y porque ve, lloran mis ojos.

Lloran sin hincharse, lloran sin enrojecer, lloran invisibles lágrimas.

Me baño en un lago tranquilo, del país donde se llora callando.

Este lago de lágrimas y perlas no tiene orillas en cuanto mi vista alcanza.

Y cuando pregunto quién ha vertido tanta lágrima, la voz me contesta que con las lágrimas ocultas, que corrieron hacia dentro, que no quisieron hacer barro, y que son más hermosas que las descaradas en gritos y sollozos.

Porque las margaritas no se arrojan al camino para que las pisoteen animales inmundos, y lo mejor del espíritu no se comunica en la plaza.

Y estas lágrimas secretas hierven al sol del infinito querer, y abrasadas se vuelven fuego.

Como el vino, embriagan, y sostienen como la ambrosía.

Estas lágrimas son ruegos mudos; deseos, ansias, flechas rectas al blanco; estas lágrimas ungen, ablandan, punzan, mueven y fuerzan.

Son la bebida que aduerme y son el rocío sobre la tierra seca, surcada del escorpión.

Al caer ellas en lo árido, verdea y cría espiga.

Acrecienta, mujer, el lago maravilloso, baño de palomas, baño del serafín.

Cada lágrima te acerca a mí un paso; y según lloras, gemas irisadas por luces de felicidad van recamando tus vestiduras nupciales».



CUARTA MEDITACIÓN.- CANCIÓN DE BODAS

Apenas entré en el lago, cayose mi vieja piel, mi piel de serpiente.

Ángel me creía en mi orgullo, y serpiente era.

Mi nueva piel blanquea como el lino lavado y asoleado, y las lágrimas adheridas a su superficie me visten enteramente de una túnica de gemas finas, de oriente suave.

No merezco esta vestidura de fiesta real.

Ahora, el infinito se me aparece en su verdadera forma, que es amor, y con su reverberación se enciende el caos y resplandece.

¡Cuánta iluminación!

Nace el amor, se ceba en la infinita hermosura, crece la llama, cobra ímpetu irresistible; nada queda que no se transforme en él.

Ya está hecha la unión, atado el lazo.

Amor, no te conocía. Te buscaba entre muertos, y vivo estás.

Te confundí con sombras, y la luz es consustancial contigo. Te encerraba en mí, y ahora en mí no estoy; está el eterno amante.

¿Dónde me esconderé que no me roben este bien sumo? ¿Dónde celo esta ventura, que no le hagan las brujas mal de ojo? Porque el mundo es corrosivo al amor, y lo disuelve.

Si ven mi rica túnica de lágrimas emperladas, robarla querrán. Moverán las cabezas los necios del corazón, y dirán sentenciosos: Enferma está, trastornadas tiene las facultades.

Y a mi túnica nupcial podrán asechanzas.

Mi hermosura ofenderá su vista.

Me ha dado el eterno amante un resplandor de rostro, un aderezo, que lo ha vuelto más cándido que los jazmines; blancura de humilde fe. Me ha puesto más colorada que el rubí espinelo; porque el calor del amor me enciende y aviva mi esperanza.

Las caras de los que viven en el mundo me son odiosas; yo conmigo y con el que se ha apiadado de mi larga pena.

Yo conmigo y con el que no miente ni revuelve en su boca engaño y falacia.

Yo sin mí, pues he de darme tan por entero que no se me quede ni sombra mía.

Ni la que era soy, pues ya donde encovaba el dragón nace junco y espadaña, y en el alma sin refrigerio de gracia brota la esperanza tan verde.

No me conocerían los que saliesen a cerrarme el paso: he cambiado del todo, y mi habla también. Me tendrán por extranjera, y ellos ya no saben la senda por donde se va a mi morada.

¿Qué tenían tus otras esposas; dímelo, eterno y leal amigo a quién voy? No más de un alma; un alma también.

Con la misma dote nos recibes, con igual ajuar.

Hiéreme a mí como a ellas las heriste, con llaga que no tiene cura.

Hiéreme hasta que salga de mí misma y me disuelva en ti y en tu regalo.

Hiéreme con la entrañable herida.

No me arañes la piel; hiere en lo central y hondo del alma, y quema y haz cenizas cuanto no eres tú.

Si aún queda algo ajeno a ti, purifica con el cauterio ese residuo.

No he de ver sino tu faz, que es el sol.

No sufres tú que me reparta; no cabe ni lo más limpio si te quita un átomo.

Ni el amor tolera reparto; que si no es todo, no es amor.

Y si permites que así te quiera, dame fuerzas para llevar el peso del bien, a mí que soy débil y caigo rendida.

Si me levanto de noche y te busco y no te hallo, podré creer que tú también me abandonaste.

Y no serviría que yo por ahí preguntase: «¿Habéis visto al que deseo?». Porque la gente, divertida en pensamientos de vanidad, no me entendería, que no sabe lo que es amor.

Tendrías que volverte y llamarme por mi nombre, con silbo de zagal a oveja muerta de cansancio.

¿Qué es esto? ¿Mi nombre pronuncian?

¡No hay duda, mi nombre; la música deleitosa del nombre propio dicho con acentos de amor!

«¡Clara! ¡Clara mía!

No te detengas, esposa: la tarde declina, brillan las hogueras en las majadas.

No te detengas: el lobo se preparara a salir de su escondrijo.

No te detengas: yo aguardo en la linde del bosque, y mi casa está enramada de rosas purpúreas, cuyas espinas te clavaré para que gimas de dolor celeste.

¡No te detengas, apresúrate!».

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La Ayamonte, que tenía la cabeza recostada en la diestra y el cuerpo lánguido reclinado en la meridiana de raso gris, moteada de botoncitos plata, se incorporó súbitamente, respiró con ansia y dijo casi en alto: «Es hora. ¡Algún día había de ser, Dios mío! Tú sabes que esto es lo único que me cuesta trabajo».

Esparció la mirada alrededor. La habitación, puesta con coquetería, con intimidad, con esa gracia viva que revela juventud, era una especie de tocador biblioteca; sus dos rasgadas vidrieras caían a la calle. Una credencia dorada, de cajoncitos, sostenía Talaveras henchidos de rosas y lilas blancas, acostumbrado regalo matinal del Doctor Luz. El sol de mayo, radioso, entrando por la ventana abierta, avivaba los tejuelos de las encuadernaciones de los escogidos libros de poesía y mística, alineados en estanterías bajas de madera de limonero. Un primoroso retrato francés, de dama empolvada y profanamente descotada, sonreía con incitativo melindre, a plomo sobre la meridiana recargada de fofos almohadones con espuma de encajes y hopitos de cinta: «la jaquequera», según Micaela de Mendoza. Y en un ángulo de la estancia, descansando en grácil estela alabastrina ornamentada de bronce a cincel, el grupo delicadísimo de Psiquis y el amor se enlazaba, blanco y casto en medio de su transporte. Los muebles, el decorado, sonreían, halagaban, alejando toda idea de ascetismo. Nada menos ascético, más mundano que el atavío de Clara. Aunque para salir a la calle la Ayamonte vestía con lisura, sin picantes y especias de ultra moda, dentro de su casa era refinada, y pendían en su ropero vaporosos deshabillés, y en sus armarios se apilaba un ajuar exquisito, nivoso. En aquella mañana, el crespón de China color rosa té de su vatteau se plegaba incrustado de rombos de amarillenta guipure antigua, y calzaban sus estrechos pies chapines de raso sobre medias de seda, transparentes de puro caladas y sutiles. Sin saber por qué, al romper a andar, este detalle de indumentaria fijó la atención de la ahijada del Doctor Luz. Se diría que era la primera vez que notaba la extremada sutileza de sus medias. Pensó: «El pie casi desnudo, el pie descalzo, puede decirse». Y sonrió de un modo involuntario.

Salió de su habitación, y por angosta escalerita de caracol, reluciente de frotaje, de enterciopelada barandilla, bajó pronto al otro piso, a las habitaciones del médico; atravesó la sala de confianza donde se reunían de noche, y se detuvo un minuto antes de pegar con los nudillos en la puerta del despacho. Su respiración se apresuraba, su garganta se cerraba, y repetía para sí: «No hay remedio, no hay remedio».

-¡Entra, Clara, criatura! -dijo la franca y simpática voz del Doctor.

-¿Estás solo?

-Ya no -respondió él cariñosamente, abriendo y haciendo los honores. Sin conceder tiempo a ninguna zalamería, imperiosamente, la dama exclamó:

-Da orden de que no recibes a nadie. Tengo que hablar contigo cosas reservadas.

El Doctor se estremeció. Temblón de pulso, hirió el timbre y, al asomar el criado, formuló la orden. Clara esperaba, flechada la voluntad, procurando la calma de las conferencias supremas.

-¿De qué se trata? -preguntó con cierta dignidad Mariano. Su voz se había quebrantado un poco, y su sangre refluía al corazón, en oleada de angustia.

-Quiero que lo sepas antes que nadie, como es natural. Aunque soy árbitra de mí misma y no es un consejo lo que vengo a pedirte, padrino, a ti solo confiaré que voy a tomar estado...

-¿Estado? -repitió él, sin comprender. ¿Qué novedad era aquella? ¿Se habría arreglado lo de Silvio?

-Estado... Voy a retirarme a un convento.

El choque fue violentísimo. Luz brincó de sorpresa en el sillón, que había recibido, en dilatadas horas de trabajo y quietud, la impronta de su cuerpo. Sin embargo, algo parecido a lo que oía se le había venido a las mientes en los últimos tiempos, y determinaciones más trágicas había recelado. Formas del no ser temía para Clara: ésta, sólo como una centella de extravagancia le había cruzado el cerebro. Le asombraría quien le recordase que él mismo había enseñado a Clara la definitiva verdad, la verdad mística por excelencia, en un experimento modernísimo de laboratorio.

Sobresaltado, Luz despotricó como un demente.

-Vamos, ya te pescaron, ya hicieron presa en ti... ¡Tus frecuentes salidas de esta temporada eran a la iglesia, y allí habrás tropezado con algún cura o fraile listo, con un intrigante...! La mujer es materia dispuesta para tales cosas... Ea, sepamos el nombre del embaucador; ése no desconoce la cuantía de tus rentas...

Fruncido el entrecejo, desdeñosos los labios, Clara pronunció con lentitud categórica:

-No me crees tú capaz de mentir. ¡He ido a la iglesia espontáneamente, porque... se me ha ocurrido; he resuelto lo que he resuelto, antes de haber cruzado palabra con nadie acerca de... de estas cuestiones; me he arrodillado en el confesonario ayer por... por primera vez, desde hace años! Y allí, allí mismo, no he dicho palabra de mis planes. Ya quedas enterado, ya sabes tanto como yo.

Luz se cogió desesperadamente la cabeza entre las manos, silencioso. Apoyaba los codos en el tablero de la mesa, atestada de papelotes y libros, y su pelo revuelto, desbordándose de los dedos convulsos, que se incrustaban en el cráneo, le daba semejanza con una figura plañidera de titán aherrojado, vencido.

-Vamos, un poco de valor -murmuró Clara...-. ¡Yo te querré igual desde... desde allá, padrino! ¡Sólo por ti sentiré dejar el mundo, que ya sabes que vale... bien poco! -añadió con repentino alarde de humorismo, llegándose al Doctor e intentando besarle en la frente, cubierta por los mechones de la melena. Luz se retrajo con una especie de gemido, y al separarse los dedos, pudo ver Clara los ojos, a la vez húmedos y ardientes, la cara desencajada de dolor.

-Imposible parece que tú... -murmuró; pero el Doctor, brusco y enloquecido, la rechazó, haciendo un ademán insensato.

-¿Yo? ¡Sí, yo debo alabarte la ocurrencia! De ingratos estaremos rodeados siempre; de ingratos, de sordos, de impíos. ¡Vete, vete! ¡Déjame abandonado, a mis años, con el recuerdo de penas muy crueles, que no te he contado jamás! ¡Déjame, destrozado, al borde del camino, y vete a cantar cánticos! ¡No tienes nada debajo del lado izquierdo del pecho, ni me has querido en tu vida!

-Tranquilízate, padrino mío, por favor -repitió Clara dos o tres veces, como si aquella invitación a la tranquilidad se la dirigiese a sí propia. Luz proseguía, desatado:

-¡Yo no he antepuesto nada a ti! Hasta mis aspiraciones a dejar mi nombre unido a algún adelanto, me importaron menos que tu bien. ¡Ya ves si te quiero! Todo por ti... ¿Tienes algo de que acusarme? ¿He mostrado egoísmo nunca?

-¡Te estoy agradecida... infinitamente agradecida...! No me pesa sino afligirte... Si no me has enseñado a conocer a Dios, padrino, ha sido... porque creíste que no lo necesitaba. En eso te equivocaste, pero sin mala intención. Cuanto pudiste y supiste, otro tanto me diste. ¡Mi... mi misma conversión es obra tuya!

Luz se levantó, echó atrás su melena leonina, y súbito envolvió a Clara en los poderosos brazos, apretándola hasta sofocarla.

-Te digo que no te irás -balbuceaba, perdida del todo la serenidad que su guerrera profesión y sus hábitos de labor científica le habían infundido siempre-. ¡Te digo que no te irás, que no te apartarás de este viejo, que tengo el medio de que no te apartes! ¡Y no lo harás, no me dejarás solo, aunque te hayas vuelto tigre! Clara, Clara... ¿Cómo no lo has sospechado? ¿Cómo no lo has adivinado? No se trata de abandonar en sus últimos años a tu padrino, a tu tutor... Soy tu padre: ¿Lo ves? ¡Soy tu padre! ¡Tu verdadero padre, el que te ha engendrado, a quien debes el ser!

Ella no dio un grito ni trató en el primer instante de desenramarse de los brazos... Dijérase que, sin saber aquella verdad atroz, la cobijaba en la conciencia, la sentía que perturbaba el culto del pasado, el sagrado culto de los muertos, el primitivo. Por algo habíale sido indiferente siempre el recuerdo del padre presunto, cuyo nombre tantos años llevó; por algo a la memoria materna había dedicado no sé qué nostálgica ternura, más de compasión que de veneración. Comprendía ahora la causa secreta de su especial manera de sentir, de sus exaltaciones pasionales, incorporadas a la masa de la sangre hereditariamente, desde las entrañas que la concibieron entre remordimientos y temblores, en hurto y delirio; y tan hondo se le había hincado ya a Clara el dardo de su nuevo espíritu, que su primer pensamiento fue para el alma de su madre, impurificada, separada del cuerpo antes de la expiación. «Yo expiaré por ti...». Y despacio, sosegadamente, anegada en llanto, llorando la culpa ajena, se desvió del médico.

Luz se engañó respecto al manantial de aquellas lágrimas, y se precipitó suplicante.

-¡Tu madre era muy buena! Mejor, mejor que cuantas mujeres he conocido. Sólo respeto merecía; si alguien procedió mal, fui yo. Es decir... mal no procedió nadie... De esas cosas... Si me permites que te refiera...

Clara hizo un ademán de infinita nobleza: extendió la mano y la apoyó abierta sobre la boca anhelosa, barbuda. El padre la devoró a besos ávidos.

-¡Ni palabra!... ¡Ni palabra! No soy yo quien ha de tomar cuentas, no soy yo quien puede acusar ni excusar. Mi madre era más buena que yo; sabes que no lo digo por hipócrita afán de rebajarme. Soy indigna de mi madre, y también de ese cariño tuyo. ¿Ves cómo el mundo no es mi puesto? Perdóname. ¡Perdonémonos! Necesito ser perdonada.

Al hablar así la Ayamonte, pagó al autor de su vida el abrazo. Aquellos dos seres, unidos por el más fuerte vínculo -una misma carne, dos espíritus de esencia tan distinta-, permanecieron buen trecho abrazados, enviándose calor de consuelo contra el frío de la inevitable desgarradora escisión. Y cuando Clara, deshecha en suspiros y en sollozos, se desenraizó y traspuso el umbral, Luz no hizo nada por detenerla. Se echó en el sillón de nuevo, idiota de estupor y de espanto, pesaroso ya de haber dejado volar su secreto, ave sombría, por la ventana de la boca.

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Los primeros días que siguieron a la grave confidencia fueron de tregua; de esos periodos en que el destino parece detener su paso y dejar que nuestro existir corra indiferente. Ni Clara ni Mariano Luz volvieron a referirse a lo hablado: lo evitaban como se evita tocar a dolorosa llaga. Extremaban, en cambio, recíprocamente, las consideraciones afectuosas, llegando a la exageración, síntoma peculiar de ciertas situaciones difíciles; se diría que en archisensible balanza pesaban las palabras y hasta los gestos, por no provocar conflictos. Había dejo de tristeza y honda preocupación en dichos y hechos, pero disimulado con atenciones, por parte de Luz, más que nunca amantes; y por parte de Clara, con respeto y significativa dulzura.

Corrida una quincena, Mariano empezó a vislumbrar una chispa de esperanza, por el favorable cambio que creyó observar en las costumbres de la convertida. Clara, a la verdad, tampoco antes había hecho extremos de devoción, ni manifestado en severidades de traje y de aspecto el sentido reciente; pero ahora parecía haber vuelto por completo a la normalidad social. El Doctor, al espiarla, como espía, hasta sin querer, la ansiedad del cariño, notó que se dejaba llevar a reuniones, teatros y paseos por la alborotapueblos de Micaelita y su fastuosa y divertida mamá, la de Mendoza; y la ilusión de felicidad, tan agradecida al riego, pues no desea otra cosa sino lozanear, lozaneaba. «He temido -pensaba Luz- cosas peores, si cabe, que la eterna separación en vida; he temido el suicidio... y me equivoqué. Puede ser que tampoco sea esto otro..., a pesar de habérmelo notificado. La vida se remedia a sí misma de un modo insensible; se lame las cuchilladas y se las cura». ¡La vida! El médico tenía en ella fe inagotable. A pesar de rudos embates, no había podido perderla. Vencido tantas veces por el no ser, el ser, con sus reacciones, sus energías, su potencia oculta o triunfante, era el numen del Doctor. Otra razón le impulsaba a confiar en que la tempestad se disiparía. A pesar del amplia facultad de comprensión que se desarrolla en los sabios observadores, Luz no comprendía la resolución de su hija; y al no comprenderla, no creía que se realizase. «Es el sexo -repetía- es la ley fisiológica... Es la curva de la calentura del desengaño... Eso tiene su ciclo, su desarrollo fatal. ¡Monja! ¿Acaso persiste en tal idea una mujer como Clara? ¿Acaso se renuncia así a todo? ¿Suceden ahora, en nuestra época, cosas sólo vistas en libros devotos, en tallas de retablo?». Experimentaba la incredulidad del hombre en plenitud de vida ante la idea de que la gente se muere, y de que él también se ha de morir.

Le cegaba además la influencia que en su juicio ejercía la profesión. Inteligentísimo y naturalmente bueno como era, no podía alcanzar, sin embargo, más allá de lo que permitía la índole de sus serios, útiles y circunscritos estudios. Era el límite forzoso, inevitable. El sentimiento, en Luz, no alcanzaba la refinada complejidad que revestía en su hija. Tocaba, manejaba, aliviaba males y miserias del cuerpo; el dolor de lo infinito no sabía estudiarlo.

Siempre que se encontraba en presencia de ese dolor raro y sublime, lo maldecía. ¡La madre de Clara -a quien había adorado con tal vehemencia y exclusivismo- sentía ese dolor en forma de remordimiento y pesar de cada hora, un reconcomio que fue minando su salud y contribuyó no poco a acelerar su prematura muerte! Recordaba el Doctor sus infructuosos esfuerzos para sosegar la pobre alma aterrada, la pobre conciencia estremecida, con un género de terror y de estremecimiento que no se originaban de haber ofendido y engañado a ningún hombre, de haber quebrantado ninguna ley humana, sino de haber olvidado lo infinito, encenagándose en felicidades de arcilla. Ni entonces ni ahora, cuando con tan patente atavismo reaparecía en la hija el espíritu de la madre, dejaba Luz de atribuir el fenómeno a la materia, menospreciada por las dos idealistas; a las leyes orgánicas que la rigen y regulan. ¡El sexo! ¡La fisiología, fuerzas vitales, actividades desconocidas de células! De este concepto de los fenómenos afectivos que sufre la mujer, dimanaba el curioso criterio pedagógico que había presidido a la educación de Clara. Al contrario de lo que se hace con la mayoría de las muchachas, a quienes se inculca esmeradamente el recato y la grave responsabilidad en que incurren al perderlo, a quienes se enseña una religiosidad que los varones no practican, a Clara, como si la preservase de un contagio, la había aislado el Doctor de tales influencias y prevenídola contra ellas. A ser posible, el Doctor practicaría a Clara la extirpación de la conciencia religiosa y moral, para evitarle la tortura del escrúpulo, la protesta del ideal, el terror de la falta, la amargura espiritualista. Se vive mejor en las regiones bajas, mullidas de vegetación, del puro instinto satisfecho, que no clava su aguijón en la memoria. «Instinto es lo que da guerra a Clara -pensaba él-; pero instinto transformado, complicado. Cuando se producen estas reacciones de religiosidad en la mujer, es que quiere olvidar amor falleciente, o combatir amor naciente. Pero si vuelve al mundo, como está volviendo ella, es casi infalible que encuentre derivativos y vaya a la normalidad».

No era fácil que Luz se diese cuenta de su error. Las dos almas de mujer (lo que él más había adorado en el mundo), lejos de equivocarse confundiendo la conciencia y la pasión, se equivocaron al entrar en los infiernos pasionales, donde encontraron la maldita llama y los sabores de ceniza de las manzanas del Mar Muerto. El Doctor, en el transporte instintivo de su cariño, había pretendido inútilmente cerrar a Clara el camino de la gran verdad. No necesita esta verdad, que es la esencia misma de ciertos espíritus, que se la inculquen ni que se la prediquen. Se aparece, se abre paso a despecho de todo, y un día campea entre las espinas y las rosas, más alto que ellas, el tallo recto de azucena blanca. Sentimiento tan profundo y misterioso como el que hace germinar el bulbo de esta flor pura, no puede calmarlo, debe exasperarlo el escandecimiento de la pasión. De esta clase de afecciones, Luz nada sabía; había procedido con Clara, por ternura y celo, como procedería su mayor enemigo. Más allá de la ciencia, al arcano de un alma superior, su exigencia insaciable, insatisfecha, se le escapaba al sabio en la doctrina de curar y preservar el organismo. Pastor torpe, por esconder a la querida cabritilla la montaña y sus alturas, la había conducido entre matorrales pinchones y desgarradores, y ahora la veía, sangrienta y jadeante, írsele de las manos. Invocando, sin saberlo, el auxilio de los enemigos del alma, de las fuerzas secretas del pecado, que actúan sobre la decaída humanidad, el Doctor fiaba en aquel mundo donde veía agitarse a Clara otra vez, y en el cual los anhelos íntimos se extinguen, las aspiraciones profundas se calman, el sentimiento es objeto de ironía, y la vanidad, infladora de globos, lo llena todo con su aire cálido.

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No sin gran satisfacción supo que aquel diablillo de Micaelita y el torbellino de su madre, en quien el prurito agitante crecía con los años, se había apoderado de Clara y la zarandeaban más que nunca. Volvían de pasar en Sevilla las ferias, y Adolfina se dedicaba a pilotear en Madrid a varias extranjeras que había conocido allí, amigas también de la duquesa de Flandes. Eran inglesas, elegantes y excéntricas, curiosas, ilustradas y fútiles a la vez. Invitadas a una comida de aparato en la Embajada Británica, se contó con Adolfina, y para el après dîner, con Clara, que se presentó, por cierto, bien prendida y más guapa que de costumbre, luciendo un traje primoroso de raso fofo azul, golpeado y franjeado de prímulas de gasa, envío reciente de un maestro en costura. En aquel sarao, las extranjeras, entre las cuales se contaba la renombrada lady Mortimer, contrajeron de esas superficiales relaciones mundanas, basadas en gustos de sport y en comezones de galanteo. Dos o tres muchachos de la alta, que empezaban a olfatear el automovilismo, entonces muy exótico en Madrid, se ofrecieron para acompañar a las inglesitas en sus excursiones a El Escorial, Aranjuez, Ávila, Toledo, Segovia, amén de castillos y cazaderos donde las invitarían y agasajarían. Se preparaba un fin de mayo y un principio de junio de diversión aristocrática, entre un grupo escogido y contado.

-Figúrate -decía Clara al Doctor, que embelesado la escuchaba- cómo estará de hueca Adolfina; hasta la fecha, no había conseguido ligar enteramente con ciertos cotarros. Las inglesas le han echado un cable. ¡Ver a Micaelita entre Manolo Lanzafuerte, Julio Ambas Castillas, Lope Donado y ese lindo atlético de Werlock, el secretario de la Embajada, un Antinoo que las trae revueltas a todas! Te digo que Adolfina no cabe en su pellejo. Van a correrla por ahí. Para la primer correría ¿no sabes? estoy invitada.

Decíalo con un brillo de ojos y una expansión de sonrisa irradiadora, que Luz tradujo por alegría orgullosa, placer de vanidad social satisfecha.

-¿Adónde iréis?

-No está resuelto aún -contestó Clara-. Lo decidirán mañana; Adolfina ha invitado a los expedicionarios a un almuerzo en Lhardy.

En el lujoso restaurant se trazó, en efecto, entre buche y buche de brut y bocado y bocado de espuma de hígado graso, el programa de la primer excursión, a la cual concurrirían, además del automóvil de lady Mortimer, un magnífico Panard de Manolo Lanzafuerte y el Mors de Lope Donado, que se prestó solícito al enterarse de que se contaba con Clara Ayamonte. Donado, cuya fortuna tenía desportillos, rondaba a Clara desde hacía tiempo, atraído por el caudal sano y jugoso y también por la mujer, que se le había mostrado formal, quieta, reservada, en grado humillante para sus pretensiones. La conquista de Clara, por lo legal o lo ilegal, era ya empeño, no sólo de interés, de amor propio. Contaba con la libertad, el roce y las ocasiones del viaje.

La víspera de la expedición, Clara estuvo con el Doctor derretida en cariño, como si quisiese compensar los cortos días de ausencia anunciados.

Esto a lo menos discurrió el padre, que con tal avidez recogía, desde la conversación decisiva, los indicios del sentimiento que Clara podía profesarle. Bebió, lo mismo que se bebe el cordial que ha de devolvernos fuerzas y con ellas la vida, aquellos halagos dulces, aquella humildad tierna y sumisa con que Clara le dirigía la palabra; aquel afán pueril de no separarse un minuto de su lado, de apoyarse en su hombro, de mirarse en sus ojos, de mimarle. Luz pagaba estas demostraciones extremosamente. En su deseo de identificarse con Clara, quiso que le enseñase el traje de camino, de masculina forma, el amplio abrigo-saco color polvo, el sombrero de fieltro, donde gallardeaba un pichón con las alas extendidas.

-¿A qué pueblo, por fin? -preguntó.

-Creo que la Mortimer quiere empezar por Ávila -declaró ella con velada voz-. Padrino, mucho sentiría tener que ponerte un telegrama llamándote para componerme alguna fractura. Porque me enchiqueran en el automóvil de Donado...

-¿Tú adorador? -preguntó Luz alegremente.

-Sí... El mismo.

-Te cuidará...

-Al contrario... Querrá lucirse como chauffeur, y nos estrellaremos -murmuró Clara siguiendo la corriente de la broma-. Yo tampoco soy muy prudente; me gusta llegar pronto, ¡mejor cuanto más pronto! y seguramente le gritaré todo el tiempo a Donado: «aprisa, aprisa...».

Tal es la sugestión del acento amado, que las restantes preocupaciones de Luz se borraron ante la que Clara acababa de suscitar; y lo único que oprimía su corazón al despedirse, a la mañana siguiente -al recibir un abrazo extraño, violento, nervioso, al sentir bajo el velo tupido, alzado un instante, humedad y calor de labios que se imprimían fuertemente en sus barbadas mejillas- era la amenaza del peligro físico, la idea aterradora de un vehículo hecho astillas, gravitando sobre un montón de carne magullada y rotos huesos.

«¡Cuidado!» -suplicó-. Y Clara, silenciosamente, se desprendió temblorosa de sus brazos, bajó la escalera balanceando el saquillo de cuero en que había metido aprisa algunos billetes de a cien y una carta de letra grande, muy española, de ancho timbre, basto, arcaico.

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En el coche que lleva a la Ayamonte va también Micaelita, ebria de alegría, de velocidad, de travesura y riesgo. Impelido por la presencia de Clara, Donado aprieta, aprieta; propónese dejar muy zagueros a los otros dos autos, y sorprender a los compañeros con tener ya preparados, cuando llegasen, alojamiento y refacción en Ávila. Julio Ambas Castillas, fijándose por primera vez en que la chica de Mendoza es muy salada, bromea con ella sin cesar; supone lances terribles, accidentes fantásticos, un perro aplastado, un salto mortal, un choque con un toro de puntas. Clara, lejos de asustarse, ríe, anima al chauffeur.

-¡Más velocidad! ¡Toda la que se pueda! ¡Toda!

-¡Qué barbiana está! -piensa Donado-. ¡Debe de ser tremenda! ¡Fíese usted! Verdad que en estos viajes es cuando se descubre a las personas. Es, de seguro, una grande, insaciable y valerosa enamorada.

Volaban sin el menor tropiezo, yendo el recorrido lo propio que una seda. Los carreteros y trajineros miraban atónitos al artilugio trepidante, que respiraba con resuello de monstruo y que ni tiempo les daba a enterarse de su hechura. Volaban; los grises poblados, las casuchas aisladas que, como arenas de sal, granean los desiertos de Castilla, las áridas llanuras, los chaparrales y robledos de polvoriento verdor, los trigales frondosos salpicados de gotas de sangre viva por las amapolas, desaparecían apenas entrevistos, mientras el aire torrencial se metía en los pulmones, sofocaba a fuerza de impetuosidad. Ya el paisaje cambia de carácter: la crestería azul de la sierra se dibuja en dentelladas más agudas, y sobre la inmensa, ilimitada aridez del resquebrajado terruño, ruedan sueltos los gigantescos cantos, recordando desparramados proyectiles de una batalla de titanes. Micaelita, un momento, se asusta de aquel ceñudo y sombrío fondo.

-¡Parece una lámina del infierno de Gustavo Doré!

Ya están al pie de las murallas de Ávila. Seguros de haberse adelantado, moderan el paso para entrar en la ciudad melancólica, adormecida. Su llegada la alborota: la gente sale a las puertas para ver el artilugio, vivo contraste con cuanto la ciudad representa. Delante de la fonda se junta una piña de curiosos, de admiradores, de mendigos, de viejas que columpian la cabeza, se santiguan, desaprueban y rezongan maldiciendo de inventos y novedades. Es el primer automóvil que ha llegado a Ávila de los Caballeros, a Ávila de los ascetas y los santos, a Ávila del éxtasis; y Donado, haciéndolo notar entre chanzas, habla de banderas como las que los alpinistas suizos clavan en ventisqueros inexplorados.

Cuando después se comentaron las mínimas particularidades de la expedición, que, según lady Mortimer, había de ser para ella inolvidable y digna de referirse en Inglaterra por su carácter eminentemente pintoresco y emocional, español neto, fijáronse en la circunstancia de que Clara, después de recluirse en su habitación una media hora, para quitarse el polvo y arreglar traje y peinado, descendió al comedor de la fonda, que está en la planta baja, y allí, pacientemente, esperó la llegada de los demás expedicionarios. El automóvil de Lanzafuerte quedaba atrás, no se sabe con qué avería. Pero Clara vio bajarse del de la Mortimer a Adolfina, que venía hecha una breva y transida de miedo, y la dijo en tono natural:

-Ahí arriba tienes a tu hija. Está aseándose. Te la he guardado bien.

Y, cambiando algunas frases de cortesía y bienllegada con las extranjeras, subió otra vez a su cuarto. Minutos después bajaba atusada, de abrigo, de sombrero, arrollado al cuello un boa de plumas. Los compañeros de viaje, o se embellecían recogidos en sus aposentos, o daban instrucciones a los mecánicos. Clara, en la primer calleja, tomó de guía a un pilluelo, a quien cargó con su saco.

-¡Al convento de Carmelitas descalzas!

La presentación de la carta del Obispo a la Abadesa hizo que la tornera franquease de par en par el portón, rechinante de vejez y herrumbre.

-Nuestra Madre está en el coro -dijo solícita-. Pase; enseguida acaban.

Y las hojas de la puerta volvieron a cerrarse, la llave y los cerrojos a asegurarlas, archivando el arcano de Clara, celando entre sus valvas tristes y ásperas de ostra criadora la perla sentimental.

«-¡Clara, esposa mía! No te detengas: ya declina la tarde...».

*  *  *

(Hojas del libro de memorias de Silvio Lago.)

Junio.



¡... Merece consignarse! La Ayamonte ha entrado en un convento.

Y lo hizo de un modo original. Formaba parte de la expedición de automóviles -creo que la primera organizada aquí- en obsequio a lady Mortimer, inglesa muy smart, a quien voy a retratar por recomendación de la Flandes, que empieza a lanzarme para mi futura campaña de Londres. Dicen que Clara iba animadísima, con traje de auto, velo enorme y antiparras abultadas. Hasta aseguran que flirteaba con Donado, en cuyo vehículo hizo el viaje.

Donado batió el récord; Lanzafuerte se quedó detenido en una venta, con averías, gracias que no en los huesos. Al llegar a Ávila, término de la expedición, Clara subió a arreglarse; apenas llegaron los otros expedicionarios, salió sola y se fue disparada al convento de las Carmelitas. Parece que a prevención llevaba una carta del Obispo para la Superiora, y desde dentro escribió otras dos: una a su cuñada, expedicionaria también, para que no extrañase; otra a su padrino, despidiéndose. Por cierto que cuentan que está como loco el padrino. Ahí había algo más que padrinazgo.

A mí no me ha escrito la romántica novicia.

Encuentro de buen gusto no hacer aspavientos antes de poner por obra una determinación como ésa; y me es simpático que Clara huya de las órdenes modernas, no quiera ser de las monjas correnderas, que pisan con zapatos gordos, a las cuales nos encontramos en el tranvía y en el ferrocarril, y sabemos que cuidan a los viejos catarrosos o se dedican a moralizar a las criadas de servir, lo cual será muy santo, pero es pedestre. No; la pálida Ayamonte necesita el ambiente contemplativo, el misterio de las monjas reclusas, de huerto y coro. Su poesía lírica reclama este fondo, en que tanto hay de arte. He de ir a Ávila sólo para mirar las tapias y las rejas del convento, donde probablemente por mi causa vive dichosa una mujer.

¡Sí, señor; dichosa! ¿No tejemos la felicidad con el hilo de nuestros sueños? ¿No es el mundo quien rompe y mancha el tejido? Clara, ahora, libremente, extiende y goza la rica tela, que debe de parecerse a los bordados góticos de las casullas de Toledo. (¡Los he visto anteayer! ¡Vaya unos bordaditos!)

Envidio a Clara. Se ha realizado. Por ahí no se habla de otra cosa. La gente anda desorientada. Sospecha, olfatea; pero, en su egoísmo superficial, no ahonda.

Sentiría, la verdad, encontrarme con el Doctor Luz.

De todos modos, ¿qué reproche, qué acusación podría dirigirme?

He procedido bien; he rehusado una fortuna que tentaría a muchos; y, sin embargo, no estoy tranquilo.

Fuerte lazo nos une a aquellos que padecen por nosotros. Líbreme Dios de tratar de ver al Doctor; acaso no vuelva a tropezarme con él en la vida; y, sin embargo, él y Clara existirán por mí, con existencia más real que la de personas a quienes todos los días hablaré. Un hilo invisible, una corriente secreta va de mí a esos dos seres, en cuyo destino he influido tan activamente. Por eso me empeño en creer que Clara es feliz... en su convento, soñando.

*  *  *

Esto no es drama, sino pasillo de risa.

Estoy en el pináculo de la moda. El ahogado runrún relativo a Clara; el probable encargo de Palacio; el retrato de la Flandes, son causa de que se disputen la vez para posar las bellas. Las enemigas que tengo -la Camargo y la Calatrava-, en honor de la verdad, no se han ensañado, quizás porque el odio es una energía incompatible con las vanidades y futilezas. Me llueven encargos; tengo que engañar, como las modistas.

Con exigencia inmediata se me presentó la condesa de Imperiales, y el aplazamiento exaltó su antojo: su amor propio entró en juego. Porfió, rogó, casi lloró; y yo, no sé explicar la causa, me aferré en no darla turno hasta dentro de dos meses.

-Si no puede usted retratarme enseguida -suplicó ella entonces- por lo menos véngase usted a almorzar conmigo mañana, en confianza enteramente.

Como voy siendo (lo noto y no lo puedo remediar) algo fatuo, se me figuró... Se hinchó más mi fatuidad, cuando vi que habíamos de almorzar en tête à tête. La Imperiales estaba dislocada, nerviosa (eso lo nota siempre quien no es lerdo); apenas comía, hablaba salteado, sufría distracciones y me devoraba con los ojos, a hurtadillas. Es mujer todavía guapa, morena, de tez limpia de artificios de tocador. Sobre su labio, un dedo de bozo la hace vulgar. Sospecho que el bozo este, que amenaza subirse a mayores con los años, ha tenido la culpa de que yo no la quisiese retratar pronto. Estaba vestida con alta coquetería, con ciencia de lo que conviene a su tez: funda azul pálido muy incrustada en encajes rojizos rebordados de perlitas, entre las cuales flojeaban hilos de amortiguado oro. Dos pesados borlones bizantinos, de perlas verdaderas, colgaban de los remates de su estola.

Confirmó mis suposiciones el estudio de este traje. ¿Qué fue cuando, bebido el último sorbo de café, dada la última chupada al cigarro turco, se levantó, me hizo seña de que la siguiese, y, atravesando salones suntuosos, me condujo a un gabinete en figura de rotonda, con cierre de cristales, que es una diminuta estufa llena de plantas raras? ¿Cuando vi que cerraba la puerta y daba dos vuelta, firmemente, a la llave? Por fortuna, no cometí la ligereza de corresponder a tan extraña acción con hechos ni dichos, a mi parecer, adecuados. ¡Si lo hago, me luzco!

Apenas encerrados, la dama se volvió hacia mí, y con ademán expresivo señaló a una mesa. Miré, y distinguí hacinados un caballete, una caja de colores, rollos de papel, tableros: los chismes del oficio, nuevos, flamantes, excelentes (me pertenecen ya, me los ha enviado al taller). En voz emocionada -voz que salía de muy hondo- ordenó la señora:

-A sentarse, a retratarme ahora mismo; la luz es buena... ¡Sin objeción! ¡No la admito!

Mal repuesto de la sorpresa, empecé a presentar dificultades; absolutamente no podía; me esperaban en mi taller a las tres y media; me comprometía a volver pronto; daría a la Condesa, sin dilaciones, hora en mi casa, pues tal era su empeño... Pero ella, colocándose delante de la puerta en la actitud de la Valentina de Hugonotes, abriendo los brazos, echando lumbres por unos ojos españoles todavía muy flecheros, exclamó:

-¡De aquí no sale usted, así sean las cinco de la madrugada, mientras no me haya retratado! ¡Que no sale, he dicho! A menos que emplee la fuerza... A menos que me pegue...

La situación no era para tomarla por lo trágico. Mejor reír. Ella también reía, con enervante risa, que la obligó a sentarse, a secarse los húmedos ojos. No aproveché el momento para hacer girar la llave y zafarme del compromiso. Decidido, me instalé ante el caballete, busqué la mejor luz, preparé los trastos. En la vida hice retrato con más facilidad, ni encajé tan a gusto, desde los primeros toques de color, la figura. La Imperiales, extasiada, repetía:

-No se preocupe porque hayan ido al taller y no le hayan encontrado. ¡Mejor! Volverán más entusiasmadas al día siguiente. Las mujeres somos así. Yo, si usted me concede el retrato cuando fui a pedirlo, ¡pchs!, ni me da frío ni calor... Desde que me lo aplazó hasta sabe Dios cuándo, le aseguro que me entró una especie de manía, un afán tan desmedido, que si no lo consigo creo que caigo enferma. No he sentido nunca, en los días de mi vida, en ningún caso, emoción como al prepararle esta encerrona... Fíjese: los peluqueros y los modistos más insolentes son los que más partido tienen y más caro cobran. ¡Hágase desear! ¡Remóntese!... ¡Sea inaccesible... ahora que yo logré mi capricho!

*  *  *

Tenía razón la antojadiza. Cuanto más impertinencia, mayor prestigio. Lo malo es mi pícara condición, mi incapacidad de ahorrar, por lo cual tengo que admitir trabajos que no me dan tono. No puedo, como ciertos modistos, escoger la parroquia. Ayer retraté (detestablemente) a una chamarilera, a quien debo aún mi Madona estofada y dorada. El retrato irá por la antigualla, y en paz. En la escalera se habrán cruzado la anticuaria, que bajaba los peldaños, y una cliente excepcional, embutida en el ascensor. Me la había anunciado la Flandes, que la trata mucho; y en casas remontadas he oído comentar su próxima venida a Madrid. Es del número de las aves de paso, de primavera. Ahora procede de Sevilla; a Sevilla se vino desde París, donde reside.

Tiene aquí amigos de los más encumbrados esta María de la Espina Porcel -Espinita, familiarmente-. Es andaluza por parte de padre, mejicana por parte de madre, parisiense por residencia habitual y gustos; yo la llamo «la cosmopolita». Me anuncia su presencia un ruge-ruge de sedería, de volantes picados y escarolados, un taconeo atrevido y menudo, un golpeteo de contera de sombrilla larga sobre el entarimado del pasillo, y comparo esta entrada bulliciosa con la majestuosa de la Flandes, y la bocanada de jaquecoso perfume, compuesto de varias esencias, que penetra al mismo tiempo que Espina, al olor discreto de violetas, apenas perceptible, que la rica hembra exhalaba a cada movimiento de su señorial persona.

No puede ser más vivo el contraste entre estos dos recuerdos.

Espina, desde el mismo punto en que se me aparece, es una revelación.

Se diferencia de cuantas señoras he retratado en América y en España; es la mujer de una civilización avanzada, refinada y disuelta o ¿descompuesta? en la decadencia artística. Sobre un plantío de garbanzos, Espina surge como una de las más raras orquídeas que se cultivan en las estufas calientes. Muchas veces me he dicho en mis soliloquios: «¿Cuándo me veré lejos del garbanzal?».

El garbanzal es Madrid. La estufa, París. París, simbolizado por Espina, acaba de metérseme en el estudio. De fijo las madamas que antes he retratado visten en París igualmente; sus corsés, sus zapatos, su ropa interior, sus postizos, de París procederán; sin embargo, no son así, no son como Espinita... Al cambiar con ella las primeras frases de acogida y saludo, me ocurre que si mis pasteles pudiesen hacerse carne viva, carne sin músculos, sin venas, sin hueso, con nervios solamente -una carne artificial-, encarnarían en esta mujer. Percibo en ella, bajo su estilo ultramodernista y decadente, elementos de la mentira estética de otras edades. Sonríe como un Boucher y pliega como un Watteau.

El efecto que me produce no se le escapa. Descifra mi contemplación y la interpreta como suele interpretar la vanidad del sexo. Crece su aplomo.

-¿Vengo a mala hora? ¿Espera usted modelo? ¿Tiene dada sesión?

¡Sí que la tengo dada! En mi carnet apunto a los chicos de Jadraque, la señora del Ministro de Estado, ¡la propia Lina Moros! Y contesto apresuradamente:

-No importa. Ya lo arreglaremos.

No me da las gracias. Sin duda halla natural que por ella quede mal con todo el mundo.

-Haremos -la propongo- un ensayo, un boceto, y me lo guardaré yo para mí; luego otro, destinado a usted; y si no la agradase, cuantos desee.

¡Si lo sabe la baronesa de Dumbría, que me echa una filípica siempre que retrato gratis a alguna de estas «estrellas con rabo»!

Espina indica mohínes, reverencias entre burla y gratitud.

-Amabilísimo... ¿Empezamos?

Se instala frente a mí, en un sillón Luis XVI, forrado con tela de desvaídos tonos, amarillo y violeta. Emprende la operación de descalzarse los guantes. Son de esos guantes largos y flexibles que no tienen botones, que guantean dejando a la mano y al brazo soltura, acusando hasta las uñitas. La contemplo. Me acuerdo de Lina, y comparo. Ésta no es un tipo de belleza; sus líneas no evocan reminiscencias clásicas. Hasta diré que carece de líneas. La línea, en ella, es algo tan flexible y muelle como ese guante de tonos neutros, de corte facticiamente elegante, distinto del de la verdadera mano.

Mientras preparo los chirimbolos, Espina, con sazonada y picante menestra de frases, con indiscreciones y reticencias divertidas, va rompiendo el hielo. Listo como soy para entender a media insinuación, la calo; creo reconocer en ella a la criatura amasada de vanidad y antojos, pero infalible en estética femenil. La veo anestesiada para el sentimiento, y con histérica sensibilidad para el refinamiento del lujo delicado, del arte de vivir exaltadamente, agotando el goce. Sus ojos de color de aventurina, de contraída pupila, no sabrán llorar, pero ¡mejor! Me detallan implacables; me miran como la fierecilla a la presa. ¡Mejor, mejor! Desmenuzan mi taller, y en él lo encuentran todo tan feo, tan menesteroso, tan ordinario. ¡Mejor! Así me afinaré yo también. Miradme, ojos perpetuamente exigentes y descontentos.

No es un traje, unos guantes, una armonía de exterioridades, lo que se me impone en mi nueva parroquiana. Es el espíritu de desencanto, de inquietud, de desprecio, de insaciabilidad, es el ideal maldito que supongo en ella. Trajes, galas... se las planta cualquiera; la superioridad no está en vestir como se viste en las decadencias, a lo bizantino y a los arcángel; está en tener el alma ávida y exhausta a la vez que las decadencias forman. ¡Gracias a Dios! Una mujer que me divierte. Con Espina no sentiré los accesos del mal del retratista, el aburrimiento de la sesión. Cada palabra, cada ademán, me irrita, me conmueve, me produce un sentimiento no previsto.

*  *  *

Vuelve al día siguiente. Es cosa convenida que se despedirá a todo el mundo, con una sola excepción: el marqués de Solar de Fierro, a quien la propia Espina ha citado aquí.

Este señor, versadísimo en antigüedades, ha venido ya a mi taller dos o tres veces cuando retraté a su nietecillo, prodigio de belleza. Pero ha de saberse que el abuelo es casi más guapo que el chiquillo. Con su cutis marfileño y rosado, de vitela ligeramente tocada de miniatura; con su plateada trova, enrollada alrededor de un rostro oval, sereno, esclarecido por ojos azules, limpios como los de los niños; con sus facciones de una precisión gótica, exquisita, de San Juan de retablo, es el marqués de Solar de Fierro otro objeto de arte, al cual el paso del tiempo ha comunicado esa gracia de distinción que nunca lo contemporáneo tiene. Viste el marqués con románticos dejos, del romanticismo extranjerizado, culto, intelectual, estilo Madrazo. Posee colecciones importantes y afamadas, y en las casas de anticuarios se lo encuentra uno siempre; son las únicas matinées a que concurre; se sienta en las pacíficas trastiendas, en sillones de cuero sobado, y allí, tertuliando con los demás, aquejados de igual manía, charla de adquisiciones recientes, de falsificaciones, de descubrimientos inauditos en algún poblachón, de soberanos chascos a los inteligentes -las solas historias que les interesan-. Todo entre el brasero y el gato, en calles angostas del viejo Madrid. No conozco nada más garbancero que las reuniones de casas de anticuarios.

La amistad del marqués con Espina, de este arcaizante con esta modernista, nadie sabe de cuándo procede, y sobre su origen hay varias versiones. Unos dicen que el marqués, antaño muy tenorio por lo fino, se entendió con la madre de Espina; otros, que Porcel, padre de Espina, sacó al marqués de graves apuros económicos. Lo cierto es que apenas llega Espina a Madrid, el marqués prescinde de sus tertulias de gato y brasero, se lanza al mundo, acepta invitaciones, se olvida del reúma y demás alifafes, y sale hecho un cadete. Verdad que las apariciones de Espina coinciden con la primavera.

Solos todavía la cosmopolita y yo, trabajo en adelantar el estudio de la cabeza. Es el primer retrato, el que proyecté boceto y está saliendo con todos los requisitos. Espina viste traje de calle, sencillo, gris: no consiento que deje de sombrear el áureo pelo la enorme ala del sombrero, de negro tul rizado. Guiñando los párpados, recogiéndome, la examino bien, me impregno de su forma y de su color. ¿En qué consiste su encanto?

¡Su cara, su cuerpo, pchs! Sus ojos avellana, en que parecen hormiguear puntilleos de oro, ni son grandes ni dulces. Su nariz respinga, delatando algún plebeyo atavismo. Su boca ya sonríe juguetona, ya señala un pliegue de tedio desdeñoso. Su pelo de luz no lo debe a la naturaleza, sino al peluquero, a botecitos de aguas y mudas. Afeite debe de ser también lo que presta a sus mejillas, hundidas imperceptiblemente, ese toque tan puro, esa idealidad de lo florido sobre lo nacarado, y a sus labios pequeños, carnosos, sinuosos y húmedos, ese tono de coral marino entre agua amarga, demasiado vivo, insolente.

Su ropa sólo se diferencia de la que gastan las demás señoras que me visitan, en que parece inseparable de su cuerpo. Se enrosca y ciñe con tal esbeltez a él, que en cualquier postura que adopte, los pliegues hacen olvidar la tela. Lleva las faldas muy largas, pero ni tropieza ni se atasca en ellas; las maneja con soberana maestría. Son tan blandos los tejidos y van tan fundidos en la tela los adornos, tan difumadas las degradaciones del color, que el gentil bulto parece terminar en una bruma, en la molicie de un jirón de niebla pronto a borrarse.

Las damas de Madrid llaman vestir bien a encargarse ropa cara y enfundarse en ella. Desde que he visto a Espina, se me descubre la mujer moderna, la Eva inspiradora de infinitas direcciones artísticas, agudamente contemporáneas.

En un descanso que ella misma reclama, saca de su escarcela de piel ceniza, toda cuajada de capitolinos de rubí caro y diamantes menudos, una petaca y una fosforera de oro verde, decoradas con lirios de esmalte, primoroso modelo acuático. Pido las joyas para admirarlas y apreciar de cerca el lujo intensivo y exasperado de la cosmopolita. Hasta los cigarros son especiales; según me dice, se los fabrican en Egipto expresamente. Enciende uno y me lo presenta. Fumamos, risueños, libres por un instante del trabajo y de la pose.

La cachorra danesa, que dormía en un rebujo de tela antigua, sobre un almohadón roto, despierta en aquel punto, y se acerca, entre desperezos de a cuarta y ladridillos de queja mimosa, esos lamentos histriónicos de los animales privados, cuando no se les hace caso a ellos exclusivamente. Echa la boca a la niebla que envuelve los pies de Espina, y empieza, a mordiscos y tirones, a destrozarla. Me precipito, cojo en brazos al animal, le doy un coscorrón.

-¿Qué haces, bobita? -exclamo.

-¿Es hembra?

-Por desgracia.

-¿Cómo se llama?

-No está bautizada aún.

Espina brincó del asiento.

-Ahora mismo la vamos a bautizar.

Y batiendo palmas de alegría, llamó a mi criado, le dio órdenes reservadas; yo, naturalmente, las adiviné. No me sorprendió ni pizca ver entrar un cuarto de hora después al muchacho, portador de una botella con cápsula dorada, y de dos copas anchas, sobre delgado tallo de cristal.

No fue fácil la tarea del descorchado; faltaba cortaalambres y tirabuzón; nos divertimos con las dificultades, como chiquillos. Al fin el corcho saltó, hecho un rehilete, y fue a pegar en la misma nariz del retrato de Lina Moros -el famoso retrato vestido de terciopelo miroir amarillo-. Las carcajadas de Espina redoblaron, incoercibles.

-¡Estropeada la obra maestra! -gritó triunfante-. ¡La gran obra maestra! ¿Y si la bautizásemos también?

Según lo dijo, así lo hizo. Tomó la copa de Champagne, colmada, y en pleno la arrojó a la faz morena, al escote mórbido, a los ojos negros de la beldad. Me sentí trepidar de rabia; pero una mezcla de encontrados movimientos del alma me paralizó. Mi impulsión era tan brutal -con que se reducía a pegarle una bofetada a la señora- que su misma violencia sirvió para contenerme. La noción relampagueante de las consecuencias de un acto tremendo impide realizarlo. Muchos crímenes morirán así en capullo. Casi instantáneamente, la reacción fue encontrar «chic» la enormidad descortés. ¿Qué, después de todo? Rivalidades de mujeres; envidias... ¿Quién sabe si algo más?...

-Es un experimento que hice -dijo acercándose a mí y presentándome la copa llena de nuevo-. Se corre que está usted enamorado de Lina. Si fuese cierto, me hubiese usted matado.

Y, sirviéndose en la otra copa, mojó en ella los labios ligeramente, hizo un gesto donoso para indicar que la marca era detestable, y tomando en brazos a la cachorra, derramó por su cabeza y sus sedosas orejitas un chorro líquido. El animal, al llegarle el vino espumoso y azucarado al hocico, se estremeció primero y se relamió después.

-¿Y el nombre? -pregunté, subyugado.

-Bobita. Así llamola usted antes... Bobita for ever.

*  *  *

Había terminado la ceremonia cuando entró el marqués de Solar de Fierro. La vista del retrato de Lina, churreteado, perdido, le hizo exclamar:

-¡Válgame Dios! ¡Buena ha quedado la reina de las hermosas!

-¿Quién la puso tal mote? -interrogó sardónicamente Espina.

-Mucha gente. Y nuestro joven artista ha consagrado su fama, retratándola seis y ocho veces, por el gusto de estudiar a un modelo así.

-No han sido sino cuatro veces -protesté-, y otras tantas he retratado a Minia Dumbría, que no es ninguna belleza.

-Y a mí, ¿cuántas me va usted a retratar? -preguntó Espina.

Rendido, murmuré:

-Las que usted quiera.

-¡Bah! Puede usted comprometerse. No tengo yo tanta paciencia para la sesión como la reina de las hermosas. ¿Cuatro pastelitos? ¡Eso, al repostero! ¡Estúdieme usted primero, ya que se le antoja; luego retráteme en serio una vez, si puede, y luego... frrrtttt! Aquí, por lo visto, a la gente la sobra tiempo. En París vivimos más aprisa.

Sin duda con objeto de poner paces, el marqués nos propuso que fuésemos a almorzar a su casa. Vive solo; tiene buena cocinera, criado antiguo, ama de llaves, una grave dueña que pisa tácito. Aceptamos. El coche de Espina aguardaba a la puerta; nos llevó.

Teníamos un apetito estimulado por la novedad del convite. Fue escogida, discreta la minuta. El servidor es viejo, rasurado, de facha sacristanesca, y la dueña tiene una cara de luna, tranquila, monástica. El comedor luce dos grandes lienzos de cacería de jabalíes, atribuidos a Pablo de Vos, con alanos despanzurrados y fondos intensos, jugosos, de troncos y verdura. Pocos platos colgados; pero esos pocos, según me explica Solar, se cuentan entre los rarísimos, hispanoárabes auténticos, por los cuales se pagan miles de pesetas. Uno sobre todo, el Triunfo del Ave María, me enamora con su reflejo desdorado y moribundo, de poniente, y la gracilidad de su lema gótico. Espina señala con la conterita de la sombrilla al magnífico ejemplar.

-¡Dicen que eso vale tanto! A mí me gustan más los cacharros que fabrican ahora en Dinamarca y Suecia. ¡Son unas porcelanas lindísimas, con cambiantes como de nácar, y tan originales! Algo de poético, ¿eh? El plato antiguo español recuerda la escudilla. Basto, basto.

¡La que se armó! Creí que excomulgaba Solar de Fierro a la modernista. Se enzarzaron. Espina no se achicó; sostuvo su criterio con intrepidez. Todo es ahora, según ella, doble de bonito que en los tiempos de la nana. Lo antiguo tiene mérito... sólo porque se les antoja dárselo a cuatro señores. En fin, con Luis XV y XVI transigía; ¡pero nada más! Por ejemplo... ¡vaya una decoración para comedor, esos perros destripados y esas fuentes de barro tosco! ¡Diéranle a ella plata cincelada inglesa, porcelana delicadísima de Sèvres o de Wegdwood, terra cottas de las que se ven en los escaparates de París; estatuillas de alabastro y jade incrustadas de pedrería, ninfas de pâte tendre danzando en rueda sobre el blanco mantel, muebles de una sencillez refinada, de unas hechuras cómodas, y retratos al pastel, elegantes, deliciosos! El marqués, por último, apeló a mí.

-Yo, ni con usted, ni con usted -respondí señalando a derecha e izquierda-. Yo..., lo real... y nada más que lo real.

-¿Y qué es para usted lo real? -preguntó el arcaizante-. ¿Llama usted real a lo material? ¿No es real el sentimiento que preside a la labor, por ejemplo, de un misalista o de un mosaísta? ¿Considera usted real únicamente lo popular y lo zafio? ¿Es usted un realista de la carne, como Rubens; un realista del dibujo y del color, como Velázquez; un realista de la luz, como Ribera; un realista de la caricatura y del color local, como Goya? Porque hay cien realismos.

No supe qué contestar al pronto, y Espina saltó:

-¡Cien realismos, y todos horribles! Lo hermoso no está en lo real; si estuviese, viviríamos rodeados naturalmente de hermosura, ¡y sucede lo contrario! Lo más hermoso, lo artístico, es lo que se diferencia de eso que anda por ahí. ¡Vaya con lo real! Si las mujeres nos dejásemos como la Naturaleza nos ha hecho, seríamos hembras de monos.

Quise romper una lanza por mi estética. Al hacerlo, pensaba:

«Hay flagrante contradicción entre lo que pinto y lo que defiendo, y esta objeción tan fácil no se le escapará a Espinita».

En efecto, poco tardó en argüirme:

-¿Y sus retratos de usted? ¿Y esa Lina Moros tan ideal que nos presenta, con veinticinco años y la mitad de cintura? ¿No sabe usted la edad de Lina? ¿Cree usted en su pelo negro como el ala del cuervo? ¡Vamos, señor artista!

¡Qué hondamente mujer es esta mujer! La teoría no la conmueve: lo único que provoca su apasionamiento es el hecho concreto, es la rival; y no la rival en el terreno del sentimiento, sino en el de la vanidad, campo de extensión infinita, más amplio que el del corazón.

Bebido a sorbos el mejor café que he probado en Madrid, Solar quiere enseñarnos sus colecciones. Primero -estratagema- lo menos importante; dos retratos desglosados de la colección Carderera: Lope de Vega y Antonio de Solís, fronteros de dos copias de las clásicas jetas de Quevedo y Calderón. En un recuadro, una especie de trofeo de la guerra de la Independencia española; litografía de heroínas aragonesas, caricaturas de Pepe Botellas y el ogro de Córcega. A mí esto me parece recoger por recoger. No veo valor artístico.

Lo único de algún mérito es la reproducción de la estatua de Fernando VII, que fue derrocada en Barcelona, allá por los años 35. Alzábase la estatua -explica el marqués- en el centro de un jardín, y por esa actitud mandona del brazo y la violencia con que la derecha señala al suelo, dijeron los catalanes, en excusa de haberla derribado, que el tirano les ordenaba «comer hierba».

-Hicieron bien en derrocarle. A quien nos manda pacer...

-Sin embargo -objetó Espina con el airecito cándido que adopta a ratos-, el que puede pagarse el gusto de hacer comer hierba a los demás, no dude usted que... ¡Oh!

Indicó el gesto ponderativo que ya he sorprendido dos o tres veces, y me avasalló, como siempre, su franqueza sin velos, su menosprecio de la humanidad.

Sigue el buen marqués graduando efectos y mostrando retratos, a mi parecer, todavía mediocres: San Francisco de Borja y San Ignacio de Loyola; mucho betún, mucho ascetismo, mucho españolismo... Por detrás de la cabeza romántica del coleccionista, Espinita me hace un impagable gesto de horror.

Luego, una madona dulzarrona, atribuida a Sassoferrato; una placa de bronce, esmaltada de oro, la puerta del Sagrario de las monjas Teresas. Ésta empieza a interesarme. El marqués, con el acento misterioso de los maniáticos, secretea:

-Van a ver la cajita que rondé dieciséis años antes de llegar a obtener su posesión...

Con dedos respetuosos la toma de dentro de un estuchito y nos la presenta.

-Desde que nadie tiene el vicio asqueroso de tomar rapé, hay coleccionistas de tabaqueras... Desde que se acabó el heroísmo nacional, se coleccionan sus recuerdos...

En la tapa vense incrustados en oro tres pedacitos de madera, y grabada la siguiente inscripción: «Testimonio de hispánico valor. Carlos III. De la Estacada de Gibraltar, 30 de Setiembre de 1780».

¡Dieciséis años! Reconozco en esta tenacidad el sello de las garras de la Quimera, la tema del coleccionista. He oído hablar mucho del carácter y modo de ser del marqués. A veces atisba años enteros, rondándola con visita diaria, pretextada diestramente, una obra de arte para su colección. Se cuenta -no sé si en serio- que hizo creer a una solterona incasable que la pretendía con honestos fines, cuando sólo preparaba la adquisición de cierta medalla única de Jácome Trezo, conservada inmemorialmente en la familia, y que al fin cayó en poder de Solar. A esta tenacidad de cazador, a estos ardides de indio bravo, el marqués reúne una memoria que es un cilindro fonográfico; memoria de persona de entendimiento limitado y recortado, de voluntad perseverante, reducida al deseo de cosas concretas y accesibles, de esas que ceden al esfuerzo paciente y diario.

Nos enseña después un retrato de Isabel II, en mármol, obra de escultor hábil y amanerado. Esta sí que es la «Inocente Isabel», tan querida de sus vasallos, la reinecita en la frescura de su juventud y su morbidez; y Solar, con sonrisa maliciosa de indiscreto triunfante, advierte:

-Recuerdo histórico de este retrato... Es dádiva especial de la Señora a D. Francisco Serrano Domínguez, el que había de arrebatarla el trono.

Retratos, más retratos, miniaturas, medallas, óleos, camafeos, de eminencias, de testas coronadas, de la dinastía borbónica (asusta pensar lo que la han retratado en este mundo); y a renglón seguido, una colección de relojes, desde Adán hasta nuestros días... Coleccionar relojes ha sido la manía más terca del marqués, la que le hizo desarrollar más diplomacia y arte. Reloj hay de éstos que lo ha cortejado, como a la cajita, años y años; era propiedad de un amigo; el amigo falleció. Con las primeras luces del alba, adelantándose a los prenderos, entraba Solar en la almoneda del difunto.

-En vez de corazón tienes esta saboneta -dice Espina señalando a una de forma cordial, toda incrustada de granates, y cuyo tic-tac imita el latido.

El marqués sonríe y nos presenta, satisfecho, relojes libertinos, que ocultan bajo un esmalte de asunto cándidamente pastoril, segunda tapa con escenas de sátiros y ninfas, desnudeces paganas. Espina, sin asustarse, se encoge de hombros:

-¡Pchs! ¡Desnudos! Hay desnudos infinitamente más correctos que el vestido. El desnudo no inquieta; ¿verdad?

La miro y compruebo la exactitud de su observación. Los maestros de las decadencias y las afeminaciones voluptuosas del arte consiguen sus efectos con ropajes y paños. Ahí están los artistas del siglo XVIII, que no me dejarán mentir. El desnudo estorba para la picardía.

¿Acaso en los silencios expresivos, saturados de tedio, que guarda Espina cuando me da sesión, no he notado que el atractivo peculiar de esta mujer está en la ropa, en su habilidad para adaptarla al cuerpo, enroscar, ceñir y plegar la tela, incorporada, identificada a su persona? Revuelve y ondula tan bien las faldas, son tan cómplices los tejidos que la envuelven, que no se la figura uno, en las audaces figuraciones, sino vestida.

Bajo el ropaje de Lina Moros, su forma se exterioriza; en Espina no sé distinguir la forma de la vestidura. En esto debe de consistir el arte supremo.

El marqués, alzando una cortina de terciopelo bordada de seda y oro, nos hace pasar al último salón -el ojo del boticario-. Aquí se guarda la espuma del Museo. Plata repujada, realmente magnífica; jarras españolas (nunca las había visto) sobredoradas, cinceladas. Me deslumbran; recuerdan los vasos sagrados de los pintores venecianos en las Cenas y en las Bodas de Caná. Hay objetos con que nos ha familiarizado el arte, y que parecen irreales vistos. También me encantan las veneras de la Inquisición, de pedrería, cristal de roca y esmalte, y los grandes bandejones de plata del XVI, regiamente relevados a martillo. El dorado de tan bellos objetos es muriente -una caricia para la vista- y la labor un portento. En el tesoro de Toledo hay algo semejante. ¡Cómo se trabajaba entonces! ¡Qué fuerza, qué prolijidad, qué ciencia, qué técnica! Mis ojos se encandilaban, y dentro de mí se producía esa dilatación del ser que acompaña a una modificación profunda de la sensibilidad. No me explico bien por qué la soberbia plata antigua de Solar me impresionó como no me había impresionado el Museo, a pesar de aplastarme de asombro. Tal vez el Museo, por su mismo caudal y por las diversas edades que abarca, es una cosa genérica, que no cifra determinado momento estético, mientras esta plata, en su esplendor, me echa encima del alma todo el siglo del Renacimiento, nuestro XVI, periodo heroico de nuestra nacionalidad, con las corrientes artísticas italianas. Nace en mí una nueva visión de arte; comprendo lo que no comprendía.

El marqués no cabe en sí de gozo porque me ve extático, y lo atribuye al mérito particular de sus bandejas y jarras, no a la idea general que me suscitan.

Espina, sin transigir, acentúa la expresión fría, inerte, de sus ojos piel de Suecia.

-Todo esto de plata -dice-, para las iglesias, muy bueno.

-De iglesias procede -declara el coleccionista-. Estas bandejas son de postular en las catedrales. Y aquí tiene usted -abrió misteriosamente un armario- algo que todavía huele más a iglesia.

Del armario (antigua alacena de sacristía) salía un piadoso y enervante aroma de incienso; dentro, en dos estantes toscamente pintados de azul, vislumbré tesoros.

Solar fue sacando un incensario maravilloso, guarnecido en derredor de un círculo de arcángeles con las alas plegadas y las manos unidas, una naveta, menos fina, una caja de óleos, un porta-paz que, según su dueño, figura en los grabados del catálogo Spitzer, y, por último, el ojo del ojo: una medalla, como de una cuarta de alto, que encierra la efigie de Santa Catalina con su rueda.

-Es única -me dijo-, no sólo por su perfección, sino por la conservación. Si yo no la hubiese encontrado donde la encontré (secreteo, balbuceo), temería una de esas sofisticaciones que se hacen en el extranjero con tal maña. Pero esta medalla tiene más probada su ascendencia que muchas casas que se precian de ilustres. Es tan singular, que yo le he formado un expediente, una probanza en toda regla. ¡Mírela usted! ¡Mírela usted bien!

La Santa me sonrió, fascinadora. Las elegancias de actualidad me parecieron pobreza ante la artística, suprema elegancia de la mujer engalanada por el orfebre, joyero y esmaltista del siglo XV.

Con ademán a la vez púdico y majestuoso, la Santa se recoge el manto verde oliva, franjeado por una orla de delicioso dibujo, en que alternan diamantes menudísimos y perlas imperceptibles, tostadas por los años. La túnica es azul, de unos azules tornasolados y cambiantes de acuática transparencia, que la visten como del agua dormida de solitaria fuente. La cabeza de la Santa ostenta ese tipo andrógino peculiar del Renacimiento: el pelo crespo y rizo acentúa la expresión altiva, heroica, del blanco rostro; a la garganta lleva una cadena de oro, rematada en pendentivo de perlas y esmeralditas. Las manos son un prodigio de dibujo y de modelado: su elegancia patricia al hundirse en los pliegues, la separación de los torneados dedos, su forma de huso -todo divino-. Sobre la frente, algo bombeada, la ferroniera (adorno muy anterior a la época que se le atribuye, explica Solar), y bajo los reducidos pechos, un cinturón que es una filigrana. La palma, la rueda de desgarradoras puntas, milagros de ejecución. Tal intensidad de arte me deja aturdido. ¡Ahora que todo lo hacemos a toques, a brochazos! El marqués ve mi impresión y se daba del gusto de poseer tal preciosidad; sobre todo, «la envidia de Valencia de Don Juan» y otros aficionados que se pirran por la joya, le viene al paladar en onda de dulzura. Se relame, literalmente, y con señita confidencial me cita ante otro tallado armario. Abierto, veo dentro un casco de torneo milanés, una coraza nielada, repujada, cincelada, con mascarones, bichas, monstruos, dioses, diosas, héroes, esclavos que se retuercen bajo la cadena, mujeres de perfecto torso desnudo que terminan en caballos marinos, centauros de pujantes riñones, el cántico de la fuerza y del triunfo. Solar me dice:

-Desde que los asuntos que trata son pacíficos, el arte se afemina.

Espina fuma, sin dignarse mirar al armario. ¡Lo ha visto tantas veces! ¡La tienen tan sin cuidado las antiguallas!

-¿No sabes -pregunta de pronto dirigiéndose al marqués- que llega esta noche Valdivia?

Riose Solar.

-Sí, ríete... Quisiera ponerte en mi lugar, a ver si te divertía mucho...

Nuevo guiño del marqués -ya inequívoco, pues señala hacia mí, como diciendo-: «¡Esta muchacha está loca! ¡Delante de un extraño!».

Ella hace un gesto de indiferencia fatigada, y murmura:

-Lago lo sabe, de seguro, por algún mala lengua... Y lo cree: a las malas lenguas se las cree siempre, porque siempre dicen verdad. ¿Niéguelo usted?

Yo, realmente, no lo sabía. Esta murmuración mundana no había llegado hasta mí. En la sociedad no se maldice tanto como cuentan, y, además, suele evitarse hablar de ciertas cosas delante de los advenedizos. Por otra parte, Espina, ave de paso, no suscita aquí las encarnizadas enemistades que inspiran las campañas de descrédito. Se la obsequia, se celebran sus adornos y su gracia exótica, y nadie incurre en el mal gusto de colgarla moralejas. Esto me decía el coleccionista cuando Espina, malhumorada, acababa de despedirse, con rumbo a una partida de polo que en el Hipódromo se jugaba.

-Si yo no sé lo que pasa con esta chiquilla: tiene bula... Si otra hiciese las niñerías que ella hace... La pobre... ¡Qué desgraciada es, en el fondo! ¡Pobre María! Yo la defiendo a capa y espada, eso sí. Su marido, el ser más egoísta: siempre paseándose por Bélgica, por Inglaterra, por Mónaco, a verlas venir, sin darla un céntimo para su ropa, cuando Espina al casarse era poderosa, opulenta, y ese tahúr casi le ha disipado la fortuna. Para fin de fiesta, el majadero de Valdivia, un brasileño hijo de español, que tendrá el oro y el moro, conformes, pero que está gastado y hecho una plasta, y para ostentar su protección no vacila en ponerla en berlina, y para espiarla la sigue a todas partes... No; a ése, cuanto le suceda le estará bien empleado. ¿A qué se mete en aventuras?

Comprendo, como si leyese en el pensamiento del coleccionista. Éste no es padre clandestino: es un galán, contemplativo por fuerza. Está furioso con Valdivia, de esos extraños celos que pueden existir sin amor, al menos sin lo que por amor se entiende. Yo tampoco estoy ni estaré enamorado de Espina, y, sin embargo, el amigo pachucho que va a aparecerse me impacienta; daría algo bueno porque no hubiera tenido la ocurrencia de descolgarse en Madrid ahora.

Salgo de casa de Solar al caer la tarde. Paseo a la ventura por las calles inundadas de gentío. Como en Fornos, sin ganas. Sudo, pues hace bochorno, y al mismo tiempo experimento la sensación desesperante de incurable frialdad en el estómago. Plomo es en él la comida. Allá dentro debo de tener un glacial suizo.

Y, sin saber por qué, tal vez por la mala disposición gástrica, me siento mortalmente triste. Lo vano de la vida, lo inútil del esfuerzo, lo deleznable de todo, hasta de las Quimeras sujetas por el ala, me cae encima como una losa. Salgo del popular café, salto a una manuela y digo al cochero:

-¡Vaya usted por ahí... por donde se le antoje! Hacia la Florida, hacia los Viveros. Donde no haga calor.

Las vías céntricas son un horno. La Puerta del Sol está envuelta en una especie de vapor rosado y ardiente, que parece el hálito de una boca juvenil. La concurrencia hormiguea. Voces, murmullos, jipíos que salen de los cafés, violines de ciegos, gritos de chicos pregonando los periódicos de la tarde, rodar de coches que cruzan apresuradamente, llevándose a las señoras retrasadas en el paseo, y que regresan a sus casas con el apremio de vestirse para el Circo, o para la comida... La melancolía de las multitudes, entre las cuales se siente uno más abandonado, me asalta. Quisiera estar en las Mariñas de Marineda, a esta misma hora, cuando la campana de la parroquia de Monegro llama a la oración y por los caminos se encuentra a los labriegos que vuelven del trabajo y saludan con un «santas y buenas noches»...

Se espesa la telaraña de hipocondría, mientras bajamos por la calle del Arenal, caemos en la Plaza de Oriente, donde dan solemne guardia a la mole del edificio regio las barrocas estatuas de granito; y bordeando el costado de Palacio, pegados a la verja de los jardines del Campo del Moro, descendemos hacia la estación y la ermita de San Antonio de la Florida, cuyos frescos acuden a mi memoria en este instante, como si lo estuviese viendo a toda luz, según los vi. Al pasar ante la iglesuela, una luna resplandeciente y tibia, de verano, inunda la fachada y se derrama en olas de fluida blancura por todo el paisaje. Bajo esa luz siempre fantasmagórica, al paso, por orden mía muy lento, del desvencijado alquilón, los ángeles goyescos asoman, flotan, como formados de neblina y de claridad lunar, en vapores de plata, del blanco plata de los pintores. De toda la obra de Goya, en que la luz realiza juegos tan caprichosos y a veces tan finos como en el tapiz de la Gallina ciega y en el de la Vendimia, lo único esencialmente lunar -prescindiendo de sus terroríficas aguafuertes, que son nocturnas- me parecen estas ángelas.

Las veo, con encarnaduras casi inmateriales a fuerza de delicadeza, vestidas de ropajes que, al igual de los de Espina, se ciñen con molicie alrededor de formas mucho más sugestivas que ningún desnudo; veo esa mezcla singularísima de realidad y de ensueño delicuescente que las ángelas ofrecen; veo que trepan al cielo, cándidas, leves, cuando son el pecado mismo, la suprema idealización del pecado, la mayor irreverencia que cometió jamás un artista; y veo sus cortos talles en contraste con sus larguísimas, flotantes, abandonadas faldamentas, que las visten como de esas nubecillas azulinas o violeta que forman pabellón al disco de la luna. Al sentirme cercado de estos fantasmas de belleza enteramente actual, con la nota del sentimiento presente, empiezan a hervir en mí las impresiones del día, y noto una sorda angustia, una zozobra inexplicable, un tormento que se parece al mareo de mar.

Lo que se me marea es el espíritu. Mi enfermedad es la duda. Dudo de lo que siempre creí. Reniego, a pesar mío, de mi ideal estético.

*  *  *

Las ángelas desaparecen. Estoy en una calle muy amplia, de un pueblo antiguo, que no conozco. Se desarrolla a lo largo de la vía una procesión, precedida de música estruendosa. Desfilan pajes y heraldos, que llevan en almohadones una armadura de torneo, nielada, repujada, incrustada de oro, damasquinada, deslumbrante. Destacándose sobre el gentío, una gallarda figura altiva, de paladín, se eleva mirándome con calma orgullosa. Carlos de Gante, desviando con su mano aristocrática la vuelta de su gabán aforrado en martas cebellinas, avanzando la mandíbula prognata, con el tusón de oro al cuello, ladeado el birrete que prende rico joyel, pasa esperando que yo me incline y le salude hasta la tierra. El César va de pie sobre el carro triunfal, revestido de paños de seda, del cual tiran ocho mujeres en la flor de la edad, vestidas sólo de su hermosura y juventud. La escena no la ilumina la luna, sino el sol, un sol de victoria, que juega en las largas, trigales, destrenzadas cabelleras de las vírgenes que arrastran el carro, de maderas preciosas, guarnecido de brillantes bronces. Los balcones, llenos de gente, ostentan tapices. En pos del César se atropellan viejos vestidos de terciopelo; matronas enfundadas en brocado de plata, preso el cabello en red de perlas; niños rubios, de cabeza ensortijada, en cueros las carnes lácteas, una gorrita de terciopelo negro sobre los bucles; mancebos cuyos trajes acusan musculaturas viriles; panzudos burgomaestres de ondulosa barba y almenada toca; un obispo llevando en alto una cruz procesional de oro, esmaltes, gemas, capitolinos, de un trabajo de hadas, y detrás, monagos frescos y bellos, con el pelo en tirabuzones, sosteniendo bandejas de postulación de labor magnífica, en que fuertes romanos se apoderan de las Sabinas o Faunos aprietan a las Dríadas forestales. Y cuando se ha alejado el cortejo, se ha callado la música, se ha quedado desierta la calle, un hombre muy hermoso, calvo, de serena frente ebúrnea, envuelto en túnica de lana armoniosamente plegada, se encara conmigo y me dice:

-Soy Platón. ¿No me conoces? Soy la Belleza.

*  *  *

¡Y acabo de ver pasar en hirviente oleada, en imperial muestra, el Renacimiento! Eso, eso, sólo eso, era el arte. No haremos nada que a eso se parezca. ¡Miserables de nosotros! Dibujo de atletas; modelado de escultores; colorido que es la sangre y la carne transportadas al lienzo; en el más sencillo objeto de uso, la vencedora hermosura, y por cima de todo, la expansión victoriosa, el himno... Una voz mofadora me susurra: «¿Cuándo has podido pensar que cabía belleza en una labriega de pies descalzos, maculados de negruzca tierra? ¿En el tiznado minero? ¿En la muchacha tísica, moribunda en el hospital?

»Dame ropajes de velludo y brocatel, cadenas refulgentes, nucas pujantes, formas estatuarias.

»Dame el cortejo de Baco, su carroza de tigres.

»¿Qué es la Naturaleza? ¡Un concepto abstracto! ¿Y tu ensueño de interpretarla fielmente? ¡Una vanidad! ¿La has de interpretar según es en sí? Y ¿cómo es en sí? ¿La has de interpretar según la ves? ¡Entonces ya la interpretas en ti!

»Y si la interpretas según la ven los maestros, lo que haces buenamente es pisar la hierba pisada.

»Ríete de esa Naturaleza pura.

»Mira este glorioso irradiar de helénica alegría que el Renacimiento derramó en el mundo.

»Ten sangre, ten músculos, sé insensible al dolor, sé estoico.

»Sólo hay un objeto digno de la vida: la victoria.

»Sólo hay una fe digna del que no nació con alma de siervo: la sabiduría antigua, la más alta.

»No seas de estos cobardes vacilantes de la presente generación, impregnada de la mujer, de su piedad, de sus lágrimas, de su histeria.

»Sé varón. Te lo ordena el Renacimiento».

*  *  *

Entretanto, el coche, rodando despacito, me conduce a los Viveros, y echo pie a tierra, y me pierdo entre las frondas en flor, envuelto en el aroma penetrante, embriagante, de las acacias.

Una mujer viene a mi encuentro -¡Espina, Espina!-. Arrastra un traje de gasa, de incierto matiz, de esos matices afeminados que la moda ha bautizado con el nombre de colores pastel: tales son de tenues, como suavizados por un dedo de artista. El traje, sin embargo, es lo más atrevido que he visto nunca. Porque bajo la gasa, Espina lleva un viso de tela sedeña, nacarada, de transparencias misteriosas. Sobre su fosco pelo, una original capelina de la misma gasa, orlada e incrustada con idénticos encajes vaporosos y caídos, como ablandados por la negligencia, por la languidez.

«-¿Qué tal? -pregunta la deliciosa aparición-. ¿Le gustan a usted mucho los señorones vestidos de reyes de baraja? ¿Las mollazonas indecorosas, de calcañales recios? ¿La carne? ¿La sangre? ¿La mitología? ¿Todavía no está usted enterado de lo que es bonito, hombre? ¡Es usted un pedazo de estuco! Debía de estar ya desasnado; creí que tenía usted temperamento artístico verdadero, no como el del pobrecillo marqués, que confunde lo hermoso con lo rancio. Hoy se hacen cosas más encantadoras que nunca. Afínese usted, afínese; aprenda a mirar. Lo natural es un mote con que se tapa lo grosero. ¿De dónde saca usted que lo natural, por ser natural, ya es bello? Al contrario, tonto, al contrario. Lo bello es... lo artificial.

»¿No soy bella yo?

»Pues en mí lo natural no existe.

»Soy una civilización entera, que ha infundido a lo raro, a lo facticio, la vibración del arte.

»Mi pelo es tintura, mi húmeda boca es pintura, mi atractivo no es la exhibición de mi cuerpo, sino el saber recatarlo, cual se recata los misterios de los santuarios».

Angustiado, como el creyente a quien se le derrumba el ara de su fe, exclamo lanzándome hacia la cosmopolita:

-¿Dónde está la verdad?

Ella responde:

«-En ninguna parte. Todo es apariencia, ilusión, desfile de sombras chinescas sobre las paredes iluminadas o lóbregas de nuestra alma.

»Todo cambia, nada persiste; y lo que ya profanó la admiración del populacho, no merece ni la mirada del artista.

»Las opiniones, los sentimientos de la multitud, ignórelos usted. Las sensaciones sencillas y francas... a los mozos de cuerda. La sensación hay que pasarla por alquitara, destilarla y oscilar entre ella -pero exquisita y sobreaguda- y el negro tedio que nos encamina a la realidad antiestética de la muerte...».

*  *  *

Un sudor de fatiga corre por mi sien; se me figura que me llaman apresuradamente, desde muy lejos, en tono del que avisa un peligro...

-¡Señorito! ¡Señorito! ¡Anda, se ha dormido como una piedra! ¿Se baja aquí, señorito, o vamos a seguir?

Despierto sobresaltadísimo, me froto los ojos, no entiendo ni respondo en un minuto.

Estamos ante la puerta de los Viveros. La luna me baña en pleno la faz.

-No, no me bajo...

Y doy las señas de mi estudio.

*  *  *

Fines de junio.



En el desconcierto de mis ideas sobre arte -porque tengo perdido el rumbo, y estoy como los devotos a quienes el ara se les viene abajo- me acuerdo sin cesar, a cada hora, de aquel sueño raro que tuve en el camino de los Viveros, una noche de luna.

Los sueños son más directos, más leales que la vigilia.

Despiertos, nos engañamos, nos mentimos, por la comprensión que ejerce el mundo ajeno. Dormidos, sale afuera lo entrañable, lo que ni sabíamos que llevábamos dentro, tan recóndito. En sueños toma forma radiosa la vaguedad, lo oscuro resplandece.

Soñando se me derrumbaron mis convicciones, me sentí cambiado; otra es ya mi fe, o por mejor decir, lo que es fe, no la tengo; al contrario, vivo de dudas y de incertidumbres; también dudar es un modo de vivir y de creer, antes imaginé poseer método para realizar un poco de arte; ahora no sé por dónde ir: la perfección antigua me desespera y me abruma; los rumbos nuevos me hacen parpadear, lo mismo que si estuviese mirando a un foco eléctrico muy intenso.

Minia me ha aconsejado:

-No se crucifique. No disperse su espíritu. Usted no puede seguir las huellas de ningún pintor antiguo. Entre los modernos, para atravesar el periodo de imitación, mortificante pero forzoso, elija al maestro que mejor se adapte a su modo de ser, y después de chuparle los tuétanos, mátele dentro de usted mismo. De los antiguos, sin embargo, podría usted sorprender secretos. Me han asegurado que Lenbach, de absolutísimo incógnito, haciendo creer en su país que viajaba por Grecia, se detuvo un año aquí, copiando a Velázquez en el Prado, apoderándose de procedimientos que saca a relucir ahora.

-A Goya copiaría yo más bien -respondí.

-Sí; tiene con su alma de usted mayores afinidades. Cada día sube Goya. Su decadentismo castizo le preservaría a usted del afrancesamiento a que está muy expuesto. Sobre todo, si se apodera de usted Espina Porcel, ¡que debe de ser una vampira!

La verdad es que Espinita, como pueda, arrolla los tentáculos al cuerpo. Sin duda no tiene qué hacer en Madrid, y no sale de mi taller; me acapara.

Veré si emborronando estas hojas consigo definir lo que me sucede con Espinita...

En primer lugar, dicho sea en buen hora, de no estar enamorado de ella, según la gente diagnostica el enamoramiento... ah, de eso tengo seguridad completa.

Vería a Espina arrastrada por la corriente de un río, destrozada por la explosión de una bomba de dinamita; la vería entrar en una casa inequívoca... y me sería igual.

Sospecho que ella, por su parte, me vería en el banco del garrote, argolla al cuello, y, pudiendo, no abriría la argolla; ¡es verosímil que prefiriese no perder la emoción!

El sentimiento hacia ella, en mí, unas veces es acre curiosidad, otras irritado deseo de subyugarla, otras antipatía repentina, el gusto imaginado de pegarla un latigazo que saque sangre; otras atracción inexplicable, complicada, una perversión que descubro en mí, y que me asombra sin desagradarme, pues no puedo aguantar a la gente bonachona, de psicología blanca.

Espina me atrae, tal vez por el sumo refinamiento de su existencia y la desdeñosa altanería con que prescinde de las nociones admitidas y vulgaronas.

No es la Porcel una de aquellas rebeldes románticas que siempre estaban a vueltas con la moral, y que, al combatirla, la afirmaba: sencillamente, para Espina no existe eso, ni nada, fuera de lo bonito y lo selecto, de ese aquilatamiento sensual de la exterioridad, que hace de ella una especie de Cleopatra, pues, como le sucedía a la reina de Egipto, su vida es inimitable. En otros términos: probablemente me atrae Espina porque es exaltadamente elegante y rematadamente mala.

Comprendo que lo primero se justifica, mientras lo segundo es dificilillo de justificar, aun cuando no tengo otro juez aquí que yo mismo; pero sentimos ahincadamente infinitas cosas... que no se justifican. Son.

Yo no causaría a nadie el menor daño. Yo sufro cuando por mi culpa sufre alguien. Yo soy capaz de darle a un desgraciado la camisa. Yo he pasado noches horrorosas cuando se suicidó aquel mal bicho inútil de Solano. Yo quiero a mis amigas excelentes -la Palma, la Baronesa, Minia-. Yo deploré no acertar a querer mucho, de corazón, a Clara Ayamonte. Todo esto parece bondad, parece altruismo. Y sin embargo me deleito en la amoralidad de Espina, como si deshiciese en la boca un fondán muy delicado, sápido a quintaesencias, de gusto desconocido, de perfume que trastorna.

¿Será que, si uno es artista ante todo, puede tener muy buenos instintos, pero nunca tendrá verdadera regla ética para la vida?

En fin, no me devano más los sesos. Lo efectivo es que Espinita me trae y me lleva y me zarandea como se le antoja. Se verifica lo que profetizó Minia: la mujer se apodera de mí, me subyuga -sin que el amor prevenga la excusa dulce-.

Porque realmente, ¿ha ocurrido entre Espina y yo algo que lleve sello amoroso? Nada; lo cual es casi ridículo, para mí se entiende, cuando esta señora está siempre aquí, y se pasa las mañanas fumando, tendida en mi diván, confianzuda como en su propia casa.

Valdivia no aparece hasta la tarde. ¡Hago con él, desde luego, migas excelentes! Toda mi prevención se ha desvanecido ante el primer apretón de manos. Llega difícil de respiro, retocado, peinado, perfumado, con una ropa inglesa que quita el sentido de bien cortada, con esa superioridad de actitud y esa calma algo triste, de buen gusto, señorial, que sólo cría el hábito de vivir en grande. Es liberal y simpático; sabe obsequiar con galantería a las señoras; no habla nunca mal de nadie; no se mete con nadie; no tiene opiniones crudas y acerbas acerca de nada; huele bien; su visible agotamiento y sus quebrantos de salud hacen que se le tolere la insolencia de una fortuna calculada en millones, sólo parcialmente comprometida -dicen- por los fantásticos caprichos de Espinita, a quien igualmente se disculpa, en nuestro país todavía idealista, porque se adivina que no son felicidad sus relaciones con un hombre machucho y dispéptico. La dicha es lo único que no suele perdonarse.

*  *  *

Espina -voy estudiándola- no me parece tan mala como negativa, inconsistente. Es un ser instable; ondea y culebrea. Sus impresiones son repentinas, transitorias. No la he visto dos días de igual humor. Hay mañanas en que parece en extraordinaria placidez; otras, está abatida, suspira, no responde; otras, cae en un tedio negrohumo; frecuentemente se muestra excitable, cruel, rabiosa; al cuarto de hora, jovialmente achiquillada, en antojos de criatura. Yo soy también bastante veleta; lo malo es que no coincidimos al girar. Entra ella saltando, y me encuentra de murria; me levanto tarareando, de buen talante, y llega Espina reconcentrada, muda, y empieza a fumar con una furia que descubre el estado de sus nervios. Somos dos gatos pelo arriba, dos sistemas nerviosos en conflicto. Saltan chispas, hay electricidad en el aire.

¡Qué suerte no quererla, no importárseme de ella! Se me figura que, en el fondo, esta mujer, tan vertiginosa en sus goces, se aburre hasta la desesperación.

Como el prisionero cavila para evadirse de su cárcel, cavila ella para fugarse del aburrimiento. Llega a mi taller y trae alguna distracción discurrida, o quiere que se la discurra yo.

-Piense usted... A ver... ¿Qué haríamos?

La he llevado al Museo, la he llevado a la Academia de Bellas Artes, la he llevado a la ermita de San Antonio. Lo único que noto que la impresiona algo es Goya. La maja desnuda y la maja vestida fuerzan su entusiasmo, y ante esas dos figuras enigmáticas, profundamente perturbadoras, hablamos otra vez del desnudo, hacia el cual reitera su desprecio.

Las etéreas figuras de la Florida la seducen.

-Goya -me dice- es un moderno, un moderno. No lo son muchísimos que pintan ahora, y que por dentro están en el año 60.

Como se cansa pronto, porque ve pronto, hay que variar, y la conduzco a barrios populacheros, a admirar tipos madrileños, a los lavaderos del Manzanares, donde llamamos la atención y nos dicen cosas chulas, desvergüenzas, sobre el tema de que somos «parejita». Nos creen en escapatoria, y esa opinión deben de compartir las personas conocidas de sociedad que, casualmente, hemos encontrado en nuestros paseos matinales. Esto me va a dar postín. ¡Espinita! ¡Vaya! Sí, tono y mucho tono.

Y la pregunto, con picor de curiosidad indiscreta:

-¿Qué dirá el señor Valdivia, si sabe las correrías a que se dedica usted en lugar de posar para el retrato?

Me mira como sorprendida por una incongruencia y repite:

-¿Valdivia? ¿Valdivia? ¿Mis correrías? ¡Pch!

No añade sílaba más; pero yo bien he adivinado que Valdivia es celoso, y observo que un goce que saborea Espina es hacerle tragar a Valdivia todo el acíbar de los celos. Con uñas de gata feroz, proyectadas fuera de la patita terciopelosa, araña despacio, profundo, este corazón tal vez fatigado de sentir, pero todavía sensible, acaso más sensible que nunca, en el ocaso de un temperamento esencialmente pasional. Bajo su aspecto de vividor distinguido, escéptico, es evidente que persiste el Amadís de antaño. El muro viejo brota alhelíes. Los cincuenta y pico no preservan al desdichado de la infección mortal. Y al mirar al mísero esclavo, me envanezco del sentimiento de detestación que, en el fondo, consagro a Espina y... a todas, genéricamente.

En cambio, le voy cobrando un cariñazo enorme a Bobita, mi perra. Es una delicia... Ningún chico hace más gracias. La verdad es que me lo destroza todo, que no me deja cosa sana, que mis zapatillas se las trae arrastrando al taller y mis calzoncillos lo propio, que ayer me descacharró un cuenco de Talavera antiguo, que me ha borrado un retrato medio concluido; será preciso remendarlo... Y esto me viene tanto peor cuanto que ahora, con la absorción de la Porcel, casi no hago nada de provecho. Voy a encontrarme mal de fondos, pero muy mal. Mis mañanas me las estropean las excursiones en compañía de esta señora que me trae al retortero. ¿A que un día me cuadro? Va siendo el bromazo pesadito.

Lo peor es que no sólo me priva del trabajo, sino que me impone gastos tontos. Siempre que voy por ahí con ella se le antojan porquerías, que al regresar a casa tira con desprecio. Claveles, rosas, piñones, dátiles, macetas de albahaca, naranjas, panderetas, caricaturas de ministros, juguetes ordinarios, ¡hasta una pepona! Así que llegamos al portal, me dice imperiosamente:

-Dele usted al portero ese horror, para sus sobrinos... O si no, bótelo usted por la ventana...

¡Esos horrores me cuestan lo que tal vez no tengo!... Son efectivamente baratos, de baratura inverosímil; pero al fin hay que pagarlos, y en una bolsa tan flaca... ¡El castigo de vivir al día!

No contenta con la gracia de las compras, Espina ha dado en la flor de venirse a almorzar conmigo. Los días en que no se encuentra invitada por alguna diplomática, por alguna de sus cremosas amigas, no sabe qué hacerse y aquí se encampa. Una veces dispone traer de casa de Lhardy platos a la francesa, otras se encapricha por los comistrajos de los muchos figones que en Madrid abundan; pero invariablemente hace gestos a la minuta, declarando que aquí nos envenenan, que esto es infecto, que no concibe cómo tenemos paladar. Y agrega despótica:

-Se viene usted conmigo a París; se viene usted.

Lo poquísimo que come, lo come de través y con la punta de los dientecitos, cogiéndolo con el tenedor, remilgada, de la manera más mona que se puede soñar. Sus manos son perlas peraltadas, gemelas, dignas de un estuche. El más prolijo cuidado se revela en sus uñas, diez pulimentadas ágatas, de una rosa de concha del Mediterráneo, con reflejos brillantes, que hacen resaltar la mate blancura del menudo dedo.

Se las alabo, y responde en tono de tristeza:

-¡Si aquí están horribles! Me, falta Madame Denoir, mi manicura de París. La que Lina me ha recomendado y que decía que era un portento, es una imbécil. No sabe bruñir ni tallar. Esa «reina de las hermosas» es poco exigente. No entiende de tocador.

A pretexto de convencerme de la torpeza de la manicura, cojo la diestra perlina y la retengo, examinándola, cerca de mis ojos. Detallo una por una las sortijas, de incomparable pedrería, de artístico engaste. Las joyas de Espina, lo he notado, son muy ricas, pero el arte en ellas hace olvidar la riqueza. La mano, cautiva en las mías, que se insinúan con hábil presión, no palpita, no se estremece; parece una de esas manos de plata del tesoro de las iglesias, en las cuales lo humano es un hueso inerte, una reliquia. La memoria de los sentidos me hace evocar las trémulas estrechaduras de Clara, la profunda palpitación de todo su cuerpo al contacto menor. Y suelto, indeciso, la mano ensortijada, hierática. Puedo dar un paso en falso, y como no me enloquece Cupidillo...

*  *  *

Ahora sí que ha sucedido. ¡El diablo cargue con lo que ha sucedido! Porque en vez de satisfacción, ni de engreimiento, ni de alegría de ninguna especie, lo que experimento es fatiga, hastío, pésimo sabor de boca...

Desde que ocurrió el lance estoy de tal humor, que me rompería la cabeza contra las paredes del estudio.

Si los hombres y las mujeres tuviesen sentido común, ¡escarmentarían! Lo mejor que pueden hacer cuando estén juntos es prescindir de las tonterías que cometen... no sé por qué: por cariño, por ilusión, no será. Antes vivían en paz... Después, tiene razón Tolstoy, se detestan.

Al menos éste es mi caso. ¿Habrá tantos casos como individuos?

No; el verdadero origen de mi preocupación no he de callarlo... ¿A qué disimular ante yo mismo? Es una aprensión ridícula, es que siento... vulgares remordimientos de haber engañado a Valdivia, y bochorno de las circunstancias en que se ha verificado el engaño. Lo que yo hice no se hace; ¡no hay perversión, no hay decadentismo que valga! Lo que yo hice es vil, y no puedo borrar, ni reparar, ni decirle a este hombre, como le dije a Churumbela:

-Pégame...

Si se lo dijese, es verosímil que me contestase cual la pobre gitana:

-Pa no matarte, desalmao, no te toco...

No me sirve de descargo acusarla a ella de haber preparado la ignominia. En Espina eso es natural; no se burlaría poco de mí, con su chispeadora burla, si la dijese: «¿Sabe usted? Me acusa mi conciencia». ¡Conciencia, lealtad, sentido de lo infame! No, lo que es este secreto me lo guardo. ¡Porque si algo me ha llevado hacia Espina, fue el diabólico afán de probarla que soy más indiferente a lo bueno y más inteligente para lo bello que ella y que toda su casta!

Llegó, pues, esta criatura infernal a mi estudio, bastante temprano, hecha un sol. Antes me había enviado una carga de flores y un billete. «Colóquelas usted; repártalas en cada rincón». Engalané el estudio, el comedorcito, mi alcoba, el pasillo y, sobre todo, el tocador donde Espina se viste. Eran magníficas rosas, de estas que en junio empiezan a escasear en Madrid, pero todo se consigue tirando dinero. Me pareció no haber visto nunca, ni en Alborada, rosas como aquéllas, tan satinadas, tan tersas, tan suavemente húmedas, tan bien acapulladas, tan vírgenes. Y, en un relámpago, concebí el retrato de Espina -el que había de llevarse ella a París-, como anhelaba: algo nuevo, inusitado, sin perlas, sin moños, sin arrequives, sencillamente nubado de tules blancos, vestido de un manojo de rosas de las cuales surgiese el busto de la mujer, entre gloria primaveral.

Inspirado, y sin esperar la llegada del modelo, empecé el bosquejo de memoria, sólo para fijar la radiante visión y aprovechar el momento en que no habían principiado a languidecer las divinas, las fragantísimas rosas.

Al entrar la Porcel, antes de hablarme, cerró con llave la puerta del taller que comunica con el pasillo, y me dijo en voz tranquila, fina y como infantil:

-No tengo gana de que nadie nos interrumpa.

La miré sin comprender, absorto en mi boceto.

-¿Qué va a pensar el criado? -fue la simpleza que solté por fin.

-Yo siempre ignoro que existen criados; para mí no son personas -contestó encogiéndose de hombros.

Se acercó al caballete y en sus ojos de venturina, de siempre contraída pupila, advertí una luz de júbilo. Prorrumpió en exclamaciones. Era encantador, era una idea; en París arrebataría. ¡Qué delicia exponerlo, enseñarlo en su casa! Inmediatamente, es decir, por la tarde, traería una pieza de tul blanco, y la arrugaríamos los dos a ver quién lo hacía de un modo más artístico...

-La rosa, con todo, es flor algo trivial... -murmuró-. Orquídeas debieran ser. Pero acaso no se presten. El efecto no sería el mismo -y, con cierta ansiedad, añadió-: Supongo que aunque el pastel de la Dumbría tampoco tiene cuerpo, no es sino grasas, el mío no se le parecerá, no repetirá aquél. Dicen que es el mejor retrato de usted, y que los de Lina Moros, hechos con tanta prolijidad, no pueden comparársele.

-¿Qué sé yo? -respondía-. Es difícil dar el premio en concurso. Yo deseo que el de usted salga admirable...

Ella, arrimándose, se pegó tanto a mí, que percibí su aliento, no perfumado por la naturaleza, que pocos alientos perfuma, sino por elixires y mascadijos muy delicados, en una boca tan cuidada o más que las agatinas uñas. Su respiración se espació sobre mis mejillas, con revuelo sutil de mariposa, y su brazo derecho desquició violentamente mi cabeza, inclinándola hacia sí, mientras la mano perlina me revolvía los mechones del pelo y me arañaba con las sortijas la frente. El nevimaterno o antojo que tengo cerca de la sien la extrañó, y sopló con cierta repugnancia:

-¡Puah!

A renglón seguido, con el infantilismo que exterioriza sus sensaciones, clamó regocijada:

-Y no es ilusión; se parece mucho a Van Dyck.

Después, al darme yo cuenta de lo que todo aquello forzosamente envolvía, buen cuidado tuve de evitar demostraciones pasionales, que podían convertir en mofa su benevolencia. Silencioso, como jugando, me apoderé de la presa. Para ensayar el retrato la envolví en rosas, que deshojábamos magullándolas, y que se morían en el ambiente caluroso del taller, en el cual las grandes vidrieras, a pesar de las cortinas moderadoras, derramaban chorros filtrados de sol. El silencio pesado de la mañana de junio era perceptible, y sugería aislamiento, soledad, libertad secreta. En la casa parecía no rebullir ni una mosca. Bobita dormía hecha un ovillo. No había sonado ni una vez la campanilla de la puerta. De pronto sonó; me incorporé pavorido. Ella se puso en pie igualmente, y me dijo, en voz susurradora:

-Nada de abrir sin saber a quién.

Me acerqué a la puerta del taller y oí pasos en el corredor, el característicos ruge-ruge de la faldamenta femenina. Espina puso un dedo sobre los labios. Desde afuera gritó la voz de Lina Moros:

-¡Lago! ¡Lago! ¿Puedo entrar? Me ha dado cita aquí Espina Porcel, para que vea cómo adelanta su retrato... ¿Está usted solo?

Espina hizo seña de que ella abriría y tardó, aparentando torpeza o malagana. Lina, al entrar, se comió la partida inmediatamente. Había que ver fulgurar sus negros ojos.

-Hija, si no te arreglaba que viniese, pudiste no citarme aquí...

Entonces Espina se mostró incomparable. Sin manifestar otra cosa que una satisfacción que afectaba no poder reprimir, miró cara a cara a Lina, se acercó a ella y la dio en el aire, no en las mejillas, un beso, murmurando suavemente:

-Al contrario, ma charmante, si te avisé porque me arreglaba... Quiero que sepas antes que nadie que el mejor retrato de Lago va a ser el mío. ¡Una idea tan original y tan poética! Saldré de una especie de triunfo de rosas, de una delicadeza ideal. En París producirá entusiasmo. Cuantos retratos hizo Silvio hasta el día, son... psch... banales. Así me lo ha dicho él...

La morena belleza sonrió despreciativa, y sin responder a su interlocutora, se volvió hacia mí y lanzó:

-¡Es usted el hombre más galante... pero más embustero! Eso mismo me contó cuando terminaba el famoso retrato del traje de terciopelo miroir. Por cierto, deseo que cuanto antes me lo envíe usted a casa. Quieren verlo unas amigas, de las que no son envidiosas, por lo cual profetizo que lo encontrarán admirable... ¿A ver, dónde anda esa obra maestra?

¡Dios mío, qué compromiso! Quise aplazar, mentir... pero Espina, exultante, desenterró el retrato, que yo había trasconejado ocultándolo detrás de varios chirimbolos. Calcúlese cuál se quedó Lina al ver el ultraje inferido a su imagen por el arrebato de la Porcel. Palideció como las morenas, con tonos lívidos. Motivo había, es innegable. Yo, en cambio, colorado de sofocación. No sabía por dónde salir. Y Espina, la muy bribona -¿qué otro nombre puedo darla?- se echó a reír con risa que de puro alegre era un gorjeo, y entre la cristalina cascatela de sus carcajadas, exclamó con tono de perfecto candor:

-¿Pero cómo ha hecho usted, Lago, para estropear la maravilla?

Era demasiado fuerte. Lina, frunciendo las cejas de terciopelo, se volvió hacia su amiga, y la disparó a boca de jarro:

-Abur, ma toute belle, te regalo el retrato y el autor... Están en el mismo estado poco más o menos; buen provecho te hagan...

Y salió, ocultando con la ironía la desazón enorme. ¡Su retrato, el alabadísimo, el que había de consagrar la memoria de su hermosura triunfante, indiscutible! Sin permitirme cumplir el deber de cortesía de acompañar hasta la antesala a la ultrajada beldad, Espina cerró nuevamente la puerta del taller con doble vuelta de llave...

*  *  *

Y aquí entra lo que verdaderamente me preocupa. Aunque la escena con Lina fue desagradable, y en ella resulté faltando a una mujer a quien sólo debo amistad, consideraciones, no tiene comparación con lo que sigue. Al cuarto de hora de marcharse la Moros, volvieron a llamar, se oyeron de nuevo taconeos en el pasillo, esta vez sin ruge-ruge de sedas, y Valdivia, el propio Valdivia, hirió con los nudillos... Aterrado, me volví hacia Espina, consultándola con la mirada.

Detrás de la puerta me parecía que jadeaba una respiración, que palpitaba agónico un aliento... y era el mío; el zumbar de la sangre me aturdía las orejas. Espina, lenta, risueña, vino hacia mí. Creí que iba a dirigirme algún advertimiento de prudencia, alguna palabra de esas que el instinto de conservación dicta. Lo que hizo fue un guiño de complicidad, un gesto pícaro, envuelto en una caricia fogosa. Y riendo bajo, satisfecha, campante, exclamó:

-Aguarde un poco... ¡Nada de darse prisa!

La voz de Valdivia cruzó a través de la hoja de palo.

-Estás ahí, María. ¿Por qué no me abres?

Empujándola, imponiéndome, abrí. No sabía de qué manera recibir a aquel hombre. Mi actitud sola era prueba clara. Jamás comprenderé, jamás me explicaré este episodio de mi vida; verdad que la vida está llena de enigmas sin clave.

Yo no puedo dudar de que Valdivia es un mártir de los celos. Pero ¿hasta qué punto esta amarga enfermedad, tan amarga que sólo por ella debiéramos renegar de la tontaina de los amores, es compatible con la lucidez? ¿Por qué, vamos a ver, se ríe la gente de los celosos? Pues justamente porque los celos ponen venda más espesa que el amor todavía.

Valdivia, como todos sus compañeros de tortura, gime en su potro, desconfía, no duerme; pero cuando se le antoja confiar, lo estaría viendo y negaría el testimonio de sus ojos, la realidad que palpase. Tal le sucedió en este caso. ¿Qué sujeto de experiencia, y Valdivia la tiene muy cabal, hubiese dudado, y qué carcajada no soltaría el propio Valdivia si de otro le refiriesen esta aventura? ¡Encerrados, solos, turbado yo, esparcidas las rosas! Pues sin embargo, no contento con mostrarse tranquilo y sin escama de ninguna clase, por un fenómeno que no es único, que es frecuente en los celosos, cuya razón acaso sea el instinto egoísta de precaver sufrimientos, se adelantó a facilitarnos la explicación, que yo al menos no era capaz de inventar:

-Han cerrado para librarse de importunos, de indiscretos que divulguen por ahí lo original de la idea del retrato. Bien hecho. Pero yo no cuento, ¿verdad? Yo me siento aquí tan formalito... y usted sigue en su tarea...

Y Espina respondió, impávida:

-Si estorbas, te echaremos. Pero no estorbas. Has sido muy amable en venir, como te encargué.

¡Ella misma le había avisado! ¿Qué aberración es ésta? Llamar a Lina será una diablura; pero ¿llamar a Valdivia? Tiemblan un poco mis dedos al coger los lápices, al extender las tintas. Valdivia aprueba; él y Espina fuman, serenos, amigables.

*  *  *

Y sigue la historia. Me había levantado ayer hostigado por la preocupación más común, estúpida y agobiadora del mundo. No tenía un cuarto; no tenía lo que se dice un cuarto para hacer bailar a un ciego.

Las encerronas con Espina en esto habían venido a parar. No trabajar, rehusar encargos de gente que según Espina no es lo bastante smart para que yo le dispense tal honor... Y el sacristán de lo que canta yanta...

¿Cómo no se me había ocurrido antes?

Es que me estomaga pensar en dinero. El dinero es una de las peores cochinadas de este cochino mundo.

Pero también, como pasa con otras cochinadas, si nos falta viene la muerte.

Cada peseta representa una gota de sangre; cada duro es un nervio; cada millar de duros, un pulmón.

Estaba anémico, neurasténico y tísico, sin dinero.

Empecé a revolver mis libros, por si desentrañaba algún retrato sin cobrar, y me encontré que, excepto los consabidos millonarios y una diplomática ausente, lo entregado estaba cobrado todo. Lo que pasaba era que tenía algunos retratos empezados; pero como hace tiempo que rehúyo dar sesión, no he terminado ninguno.

Un sudor de angustia me corría por las sienes. Encontrábame además en ridículo. Espina tenía derecho a burlarse de mí, pues le había sacrificado neciamente mi manera de vivir, mi sustento diario.

¡Dinero! ¡Me faltaba dinero! No podía sosegar. ¡Ni que yo fuese un codicioso! Es que el dinero, qué diablo, no hay hora ni momento en que no nos haga una falta terrible. Sin miaja de codicia, somos esclavos de él. No es codicia necesitar aire respirable. Nuestra sociedad respira por el bolsillo.

Todo esto lo voy poniendo aquí, probablemente para disculpar...

Me he creado necesidades; tengo que pagar, sin falta, el alquiler de la casa, la soldada del fámulo, las cuentas galanas de la portera, la leche de Bobita, mi ropa, el gas, la electricidad... Tengo que vivir.

¿Qué hacer? ¿Suplicar un adelanto a la baronesa? ¿Cómo me recibirá? ¿Qué cosazas dirá de mi desorden, de mi falta de cabeza, de mi desbarajuste?

Y cuando me hallaba sepultado en desesperadas meditaciones, llaman, entra Valdivia tétrico y ceñudo.

-¿María no ha venido aún? Me alegro. Tenemos que hablar...

¡Adiós! Sospechas, recriminaciones, lance... ¡Qué saldrá de aquí!

-Tenemos que hablar... -repite-. Pero antes, hágame usted el favor de un vaso de agua clara...

-¿De agua clara? -repito embobado.

-Sí... Necesito absorber un poco de bicarbonato; mi estómago me está gratificando, desde por la mañana, con una gastralgia horrible... ¿No le ha dolido a usted nunca el estómago?

-¡Ya lo creo que me ha dolido! -respondo con expansión-. Sin ir más lejos, ayer...

Y, llenos de cordialidad, unidos por una corriente de franca simpatía, empezamos a confiarnos nuestras tribulaciones. Valdivia no tiene hueso que bien le quiera, es un mapamundi de alifafes; le fastidia unos días la cabeza, otros el estómago, siempre las articulaciones, muy a menudo los riñones y no pocas veces el corazón. Cree tener síntomas del mal de qué sé yo quién y de la afección de qué sé yo cuántos. Los médicos le han ordenado rigurosamente campo, reposo, nada de emociones fuertes, un régimen de lo más severo.

-Pero -objeto yo- entonces...

-Entonces -replica afablemente, mientras deslíe el bicarbonato- tales prescripciones no se siguen jamás. No hay valor para separarse de María. Los médicos, ¿qué saben?

-¿Por qué no se van ustedes los dos al campo? -pregunto-. Allí, con un poco de voluntad...

Los ojos de Valdivia, del antiguo Tenorio, del hombre con espolones de acero -lo he visto, no puedo dudarlo-, se arrasan de lágrimas. Me echa una mirada infinitamente expresiva, de esas en que se vuelca la urna de la pena, y murmura, bajando la cabeza y como acortado:

-Ella no quiere... No es cosa, ya ve usted, de encerrarla en una aldea a la cabecera de un enfermo...

Y, pronunciada la primera frase, quitado el primer tapón, la confidencia, de un modo casi involuntario, surte de los labios secos, marchitos. Sale a pedazos, unas veces brusca y fiera, otras humillada, resignada, pero sale, entreverada con quejidos sordos que la tenaza de la gastralgia arranca del fondo del pecho. Lamentaciones sobre la salud perdida se mezclan con quejas del animal que sufre y del enamorado que no ha podido curarse del daño que el filtro causa. Al principio se tropieza en las palabras, se quiere tapujar, velar con formas decorosas lo ignominioso. Poco a poco se va ahondando, se introducen los dedos en la llaga, se descubre la infección. Por los bordes abiertos y sanguinolentos, asoman su cabeza de víbora los celos afrentosos.

-¡Ni un día sin celos! -repetía hecho un ovillo en el sofá, porque arreciaba la gastralgia-. ¡Ni un día de dulce sosiego, de serenidad, de fe! ¿Comprende usted esto, Silvio? Es como un maleficio, y a veces, créalo usted, sin ser supersticioso, me ocurre que estoy embrujado. Hay días en que me parece que odio a María más que otra cosa. ¡Desconfiar, desconfiar siempre! Y ¿sabe usted la razón de mi desconfianza? Mi detestable experiencia. Si yo fuese un poco menos corrompido, fiaría más en María, y eso ganaba. Por haber sido traidores creemos que nos traicionan. Me da por ataques repentinos, como el dolor de estómago, y es gracioso, se me ocurren cien barbaridades que no cometo. Mi desgracia es tanta, que estoy gastado para la voluntad firme de realizar un acto de energía, y no lo estoy para el sufrimiento que dicta esos actos a otros hombres, a la gente ordinaria. Se me ha puesto aquí que si mato a María quedo libre de mi obsesión; porque muerta ella no hay celos, y mi pasión es celos; nada más. Suprima usted esa negrura, y el amor se evapora. Si me parece que con tanto devaneo celoso no estoy enamorado; no quiero, lo que se dice querer, a María... Oiga usted esta monstruosidad: si María cogiese ahora el tifus y se muriese, estoy por decir que me alegro. ¿En qué piensa usted? ¿Me cree loco?

-Pienso en qué cosas tan diferentes nos marcan a cada uno. En su caso de usted, yo tan fresco. Ahí tiene usted... Sólo me desvela mi pintura, los medios de irme a estudiar lejitos. Y aunque aparentemente se diría que me aproximo a mi ideal, la verdad es que a cada paso lo veo más distante. No tengo cabeza para hacer economías; me las arreglo tan mal, que...

Apenas dicho me pesó; quisiera recogerlo. Este hombre no va a creer nunca que hablé así... arrastrado por el torrente de las espontaneidades. Me miró con interés, y exclamó con una bondad que me pasó el alma como un cuchillo:

-Cuente usted conmigo para todo. Tendré verdadero, verdadero gusto en serle útil. ¡Y, a propósito! Me alegro que se suscite esta conversación, porque soy su deudor de usted, y he de pagar, antes que con mis males y mis chifladuras me distraiga. Dos retratos de María ha hecho usted ya.

-No -me apresuré a gritar-, uno solo. El otro es un boceto, un estudio.

-El otro es más bonito por lo mismo, por la libertad, por la fantasía. Ese es mío; lo compro yo. El otro casi está terminado, y en París le dará a usted gran cartel. Total, dos retratos... ¿Cuánto le debo? Sencillamente, entre amigos...

Al oír la cifra protestó.

-De ningún modo. ¡Qué desatino! Esos son los precios madrileños; aquí es de balde todo. Permítame que inaugure los precios franceses. Dos mil francos vale por lo corto cada pastel, y aquí traigo, justamente...

¡Qué deslumbramiento! ¡Cuatro mil francos de un golpe! Oscilé de emoción. Me veía salvado, libre, pertrechado para la guerra. Pero era demasiada vergüenza, demasiada felonía tomar tanto dinero de aquel... ¡Extraña casuística! Si me paga al precio de Madrid, no me da empacho...

-Vamos, no haga usted repulgos. Lo ha ganado usted bien, le debo a usted más. Ya sé lo que pasa con María. Le ha hecho perder un tiempo precioso, y de fijo le ha indispuesto con un sinnúmero de parroquianas. Porque María es así. No habrá consentido que retrate usted, esta temporada, sino a quien se le antoje a ella. Tendrá usted, por su culpa, diez o doce enemigas...

¡Perspicacia singular, alternando con absoluta ceguera: tú eres la característica de los enfermos de celos crónicos!

Todavía añadió:

-Y, por supuesto, cuente conmigo en París, adonde espero que se vendrá ahora en nuestra compañía, para lo que le haga falta, sin restricciones... Me causaría usted una contrariedad si se dirigiese a otra persona. No tema, no recele carecer de nada al establecerse allí. La amistad de Valdivia es algo más que fórmula. No lo dude.

Hablando así, alargome la mano, seca y calenturienta, y no me atreví a retirar la mía, de seguro temblorosa.

-Sea usted mi amigo -dijo melancólicamente-. No soy un hombre demasiado feliz, sino todo lo contrario. Sólo la amistad mitiga, a veces, las quemaduras de lo que me abrasa. ¿No es cierto que esa mujer tiene algo de irresistible? Y, en el fondo, créame... ella no es responsable del mal que hace. Se encuentra sometida a una fatalidad... ¡Si usted supiese lo que he batallado para apartarla de mi pensamiento, para quitarme el vicio y la borrachera de su amor! Usted puede prestarme un gran servicio, a cambio de todos los que yo estoy dispuesto a prodigarle. Escúcheme con paciencia cuando le cuente mis penas, y no se burle, como se burlan los amigotes de María en París y aquí. Delante de ellos me presento como un hombre material y cínico, harto de todo; y me creen, porque son lo mismo. Están gangrenados, les aborrezco. Hay, especialmente, un compañero de usted, un pintor belga, ¡que si yo tuviese valor para malquistarme con María, mi mayor delicia sería clavarle una bala, después de escupirle! Sé de fijo que me ha engañado con él, y he de seguir recibiéndole, y he de tratarle como si tal cosa, y hasta dar almuerzos y comidas en su honor. ¿Verdad que es aplastante sentirse hombre civilizado, de una civilización extrema, que divorcia la acción del sentimiento? Ya le conocerá usted, ya conocerá a ese tartufo... Marbley se llama. ¡Porque usted le hundiese daba yo ahora mi sangre!

-¿Marbley? ¿El del Harem turco?

-¡El mismo! ¿Tiene usted noticia de él? A fuerza de reclamos se ha impuesto. Un farsante, sin miaja de genio; un hombre que sólo piensa en cobrar, en sacar dinero a las norteamericanas ricas. ¡Si supiese usted cómo cultiva el género! No hay ardid que no emplee. Paga artículo en los periódicos; no sale de los tocadores y de las faldas. ¡Y envidioso! Ya verá usted en cuanto eche la vista encima a este delicioso retrato. Se lo voy a refregar... Quítele usted la clientela, arrincónele, aplástele. Ese complot tenemos que tramar... Y cuente usted con Valdivia. ¡Si yo soy el que queda obligado!

*  *  *

En lugar de dormir bien, guardando en cartera cuatro mil francos, no descansé en toda la noche. Dando vueltas y más vueltas, con uno de esos insomnios invencibles que determinan en mí al igual las impresiones de placer y las inquietudes profundas, oía a mi cabecera el tiquitiqui del relojillo metido en su marco de plata repujada, y me parecía, sensación en mí bastante frecuente, que la cama estaba invadida por miríadas de hormiguitas, y que estas hormiguitas, zigzagueando, se me paseaban por el cuerpo abajo y arriba. Mi pensamiento se desvanecía como el humo disperso por el vendaval. Me ardía la frente. Y, en el alma, bochorno, dolor inexplicable. Me golpeaba el corazón el recuerdo de las palabras de Valdivia.

Yo no he nacido, yo no sirvo para esto. Yo no me rebullo en la perfidia como en el agua el pez. Soy débil, o tonto, o lo que se quiera... No puedo. La indiferencia moral que me pareció hasta una gracia en Espina, en mí -reconozco la contradicción- me parece sencillamente, en este caso especial, una canallada. A darle su nombre verdadero, yo seré un canalla, el último, el presidiable, si me aprovecho del dinero de Valdivia y, al mismo tiempo, de... no le llamo el amor... el capricho de Espina por mí.

Bienaventurados aquellos que o son malos o buenos del todo. Yo no siento constantemente el estímulo, la inquietud del deber. Sin embargo, tengo impulsividades honradas. Cuando empezó a filtrarse el día al través de los resquicios de la ventana, había formado una resolución. Estos cuatro mil francos... bueno: el precio de París. ¡Pero ni un céntimo más! Y por mí, sosiéguese Valdivia. Ya puede Espina agotar sus artes. Muy amigos, sí; trato, conversación... No otra cosa.

Y con esta decisión firme, que a mi ver lo concilia y lo borra todo, las hormigas desfilan en silenciosa caravana, mi frente se refresca, mi pulso se normaliza... Me quedo dormido regalonamente.

*  *  *

Mi fatuidad -porque en este medio me he vuelto fatuo- me sugería que iba a ser necesario luchar para dar un corte a la relación íntima con la Porcel. Lejos de eso, apenas me eché atrás, con torpeza, con exageración (lo hice detestablemente), Espina adivinó, tragó la píldora, me miró con sorpresa burlona; después exhaló un ¡ah! gracioso y cómico; luego, con calma e indiferencia en que había menosprecio, sacó un cigarro de su primorosa petaca y lo encendió, demostrando, como casi siempre que fuma, impresión de bienestar, de euforia, debida, sin duda, al opio que encierran sus papelitos largamente emboquillados.

Cuando la dije que, por indicación de Valdivia, les acompañaría a París, me miró atentamente, y en sus ojos de venturina derretida, irradiadores, vi lucir una chispa sardónica, cruel. Hizo luego un gesto de los que se hacen cuando el destino se impone.

-Mucho me alegro de que le tengamos a usted por allá -pronunció despacio, con expresión enigmática.

No me había apeado nunca el tratamiento, ni en medio de nuestras breves pasionalidades; el toque de ternura del tuteo me fue rehusado, tal vez por desdén. Asimismo observé que ha guardado conmigo cierto género de pudor, no permitiéndome ver de su cuerpo absolutamente más de lo que exigía el retrato.

Acaso crea que mi retraimiento es un pasajero capricho; segura de su atractivo perverso, sonríe de un modo insolente, con reto en la actitud. Me consagro a adelantar el retrato, y por cierto que sale encantador.

*  *  *

Empieza a correr en los círculos sociales la voz de que me voy a París con Espina, y la gente me jalea, me halaga más que nunca. Convites en todas partes. La animación matritense es ahora extraordinaria, febril, por la venida del rey de Portugal y consiguientes festejos.

Madrid, tablar de garbanzos: te dejo gustoso. Correspondes a una etapa de mi vida en la cual no hice sino falsear y bastardear mis instintos verdaderos, mentir a mi vocación, perder mi fe, mis convicciones, que eran mi apoyo, sentir que a cada paso me aparto del ideal... y ni siquiera reunir ochavos, porque la verdad es que en Madrid las bolsas andan escurridas y lo único que se logra es «ir trampeando».

Siempre que emprendemos un viaje, entra por mucho en nuestra animación la esperanza de que va a cambiar el aspecto de la vida, de que vamos a renovarnos.

A bordo del barco en que vine de América, recuerdo cuánto me sonreía esa ilusión. La nueva existencia sería, forzosamente, mejor que la pasada; aquello era la prueba, esto sería el premio. Y con todo, si entonces me hubiesen vaticinado el golpe de fortuna y el arrechucho de moda que me aguardaba en Madrid, hubiese dicho que era imposible.

Ha sucedido; he logrado infinitamente más de lo que podía fantasear, y sólo experimento, al emprender otra peregrinación hacia la tierra prometida, repugnancia a lo pasado. Casi raya en el asco que infunde la comida mascada y el pan mordido. Quizás me espera en París el verdadero desencanto: la certeza de que no tengo puños para lo único que importa.

Si me convenzo de esto... Pero ¿puede uno convencerse nunca?

El retrato de Espina trastorna la cabeza a las señoras que lo ven. Realmente (lo conozco) es (aunque algo cromito, cromito siempre) de una etereidad, de una magia seductora. La cabecita rubia, los nacarados hombros, virginales (Espina tiene una porción de detalles que no pueden llamarse sino así), son un hechizo de finura. Los tules y las rosas, vamos, no sé quién los haría mejor. Parece que las flores están salpicadas de rocío, y que sus hojas de seda van a moverse, a caer lánguidas, dulces. El efecto de absoluta sencillez, evitando la cargazón de lujo y mal gusto de las señoras de aquí -y no exceptúo a Lina Moros, que por cierto está torcidísima conmigo, que no tengo culpa de las extravagancias de la Porcel-, el efecto de sencillez, un cuadro sin una joya, sin un lazo, es atrayente, exquisito. En fin, el retrato de Espina hace la competencia, como acontecimiento mundano, a la venida del monarca portugués.

En ecos periodísticos, en las conversaciones, un concierto de elogios. Y decir que al mismo tiempo que me inciensan, yo creo sentir alrededor del pescuezo un collarín que me ahoga, ¡la argolla de mi eterna mediocridad!

¡La obsesión, la obsesión! Felices los imbéciles como Valdivia, esos a quienes la fidelidad o infidelidad de una pindonga...

Estas crudezas que pienso y escribo aquí me avergüenzan también; pero comprendo que si tuviese la seguridad de mi talento, de mi genio; si la tuviese perseverante, en vez de tenerla por accesos y caer luego en desaliento incurable; si yo fuese Van Dyck, me creería autorizado a pensar como me diese la gana de cosas y personas, y a retratarme con mi engañado protector, sin escrúpulos...

Un genio en arte no reconoce ley; es rey, es águila.

Yo vivo anonadado, porque no sé si soy más que un pastelista de salón.

Es urgente averiguarlo. ¡Maldito yo si no lo averiguo!

*  *  *

He rehusado casi todas las invitaciones, sobre todo las de los bailes: esto de no asistir me da tono... y comodidad. Las comidas las he aceptado, porque se come mejor que en casa, naturalmente. He ido a despedirme de las Dumbrías, que se alegran francamente de mi salida en busca de aventuras. He dicho adiós igualmente al marqués de Solar de Fierro, que se ha conmovido algo (como se conmueven los viejos, pensando en sí mismos, en contingencias de no volver a ver al que despiden), y me ha llenado de consejos acerca de lo que debo reparar en el Louvre, en Chantilly, en Cluny. Además me ha dado cartas y tarjetas para que visite colecciones particulares que no se enseñan. Y a fin de cumplir de una vez con todas mis amigas -llamémoslas así, aunque sea presunción-, aprovecharé la butaca que me envía la Sarbonet para la función regia en el Teatro Real.

*  *  *

¡Qué concurrencia, qué calor, qué lujo! Las peticiones de localidades han sido tantas, que el ministro, oigo que dicen a mi lado, andaba loco. Ha sido preciso enchiquerar a seis u ocho señoras en cada palco. Los señores, como puedan. Las que han conseguido sitio desde el cual se ve a la Corte, satisfechísimas; las que no han logrado esa fortuna, se prometen invadir el palco de una amiga en los entreactos para saturar sus ojos de la atracción. Cantan nada menos que el Don Juan, de Mozart, pero nadie quiere oír una nota de la divina música. Más que los cantantes, cuya voz ahoga completamente el abejorreo de los diálogos, de las observaciones acerca de tocados, galas y joyas, interesan al público los dos alabarderos de guardia en los ángulos del escenario con el telón, inmóviles. Son dos apariciones de antaño -morenos, mostachudos, serios-, estatuas de la lealtad monárquica. Ayer he visto a estos mismos alabarderos, en la corrida regia, resistir con las alabardas, al pie del palco que ocupaban las reales personas, la arremetida del toro. Sería un bonito asunto de cuadro, un Zuloaga...

Todo el mundo tuerce la cabeza para mirar a la Corte, cuyo gran palco domina la Sala, trastornando la categoría de las localidades, elevando al primer rango a los palcos principales, otros días refugio de la gente de medio pelo, y hoy reservados a los diplomáticos, a las damas de la reina, a la alta servidumbre, a lo más granado de la concurrencia. Se respira un aire embalsamado, asfixiante. Aquí sí que queda eclipsada mi perfumería. Es difícil discernir qué olor domina: si los aromas fuertes, ingleses, que gastan los muchachos bien, o las sutiles composiciones francesas, mixtiones delicadas y personalísimas, de las cremosas. En conjunto levanta dolor de cabeza y solivianta los nervios.

Enarbolo los gemelos que acabo de alquilar por dos pesetas, y me dedico a pasar revista.

Es un abigarrado, un mariposeador remolino de hombros y senos salpicados de pedrerías, arroyados de perlas; de cabezas coronadas de brillantes; de uniformes, de dorados, de plumas, de pecheras de blanco cartón. Es lo que desde hace meses me dedico a retratar, son mis modelos, mi clientela, mi mundo, reunido y luciendo el tren de sus vanidades, de sus pretensiones de tono, riqueza, belleza, posición, galantería, superioridad social; éste es el momento crítico en que las pequeñas Quimeras, las Quimeritas, revolotean ladrando, soltando humo por las fauces...

Descanso los gemelos un instante. A mi derecha tengo un gallardo, un magnífico maestrante de Ronda. Su casaca ceñida le presta arrogancia militar, bombeando y diseñando el bien formado pecho; sus calzones blancos modelan sus esculturales muslos. Mira con mezcla de interés y desdén a los palcos, sonríe de vez en cuando a una cara conocida, arquea las cejas de puro ébano, contrae una frente juvenil, encuadrada por el pelo negro alisado exageradamente, según el decreto de la moda. Se ve que tiene calor y que más bien se aburre que otra cosa... pero sería lástima que se fuese, con tan hermosa estampa. A mi izquierda dos damas muy maduras, emperifolladas, cejijuntas, desesperadas toda la noche de Dios porque no han conseguido asiento en un palco. Su mal humor se traduce en murmurar de todos y de todas, en cuchichearse, escandalizadas, historias sin pies ni cabeza, en encontrar falsas las perlas y los brillantes de cuantas lucen corona heráldica, y en criticar el reparto acerbamente. Viene a saludarlas un señor calvo, obsequioso, y le endosan la relación. «Figúrese usted que nos ha engañado el ministro... Hasta última hora prometiendo palco, y luego nos encaja esta ridiculez».

El señor, sin duda para consolarlas, musita misteriosamente: «¿Y saben ustedes que está en las butacas la Maricielos? ¿La amiga de Julio Ambas Castillas? ¿Una cocotte? Está, acabo de verla... Un escándalo...».

Tiendo la vista por las butacas, y en el mujerío apenas descubro una cara satisfecha. Querían palco todas. Unas disimulan, otras están furiosas sin rebozo; sin embargo, se han colgado la espetera y sacado el fondo del baúl. Entre los trajes claros hormiguean los fraques y los uniformes; y me fijo, admirado, en la cantidad inverosímil de condecoraciones, placas y cruces que brillan sobre el paño negro, azul o rojo. Si a estos signos se atendiese, somos el pueblo que cuenta con más héroes, con más sabios, con más gente ilustre por un concepto o por otro. Hay pechos que son, no un calvario, como impropiamente se dice (¿qué valen tres cruces?), sino la Vía Apia el día de la célebre crucifixión colectiva.

Tampoco escasean las veneras y distintivos de Órdenes militares, ni faltan maestrantes de Sevilla, Zaragoza y Ronda -pero ninguno con la planta arrogante del que a mi lado se sienta-. Sin embargo, la vanidad burguesa se sobrepone a la nobiliaria; la inundación es de bandas y condecoraciones militares y civiles, llegando a parecerme de buen gusto, por contraste, la bermeja cruz gladiada de Santiago, que algunos llevan como único distintivo. Miro a mi frac enteramente liso y desnudo, condecorado con tres tallitos de muguet y dos violetas blancas en el ojal, y me siento muy vacío de vanidades, encastillado solamente en mi orgullo loco de querer ser algo que no se expresa con una cinta de colores ni con un trozo de metal.

¡A los palcos! Ahí se gallardean las que conozco, las que he retratado, y también las que no he querido retratar. Ahí las Dumbrías, en platea, con las hijas de un político de fama. Ahí la Palma, con su heráldica diadema, su aire de gran señora. Ahí la marquesa de Regis, honradota, luciendo apelmazadas alhajas de familia, absolutamente fagotée... y su hija, la de los bandós virginales, encinta ya de cuatro meses. Ahí la Fadrique Vélez, pintada, empavesada, dislocada, porque tiene cerca, de uniforme de gentilhombre, al consabido... Ahí Adolfina Mendoza, que no cabe en su pellejo de contenta, porque la han puesto con la Lanzafuerte y las Vegamillar, la pura crema de la pura nata... Y un vapor de recuerdos me forma y dibuja la silueta de una carmelita, postrada en un coro donde hay sarcófagos de piedra, góticos, de Infantes de Castilla y León...

En el cristal de los gemelos se incrusta la cara regordeta, de cocinera, de la Sarbonet. Sobre su pelo, teñido de color caoba, brilla, entre los follajes de yedra, una serie de estrellas de pedrería, y riachuelos de brillantes se escalonan en su tabla de pecho apetitosa, de jamona en punto. Desvío los gemelos, y recaen en la duquesa de Calatrava y en la marquesa de Camargo, reunidas con Celita Jadraque, cuyas perlas engordé yo, cebándolas como a pavos en Navidad. Justamente, la Camargo las alzaba, las sopesaba en aquel momento, recordándome la escena del taller.

A renglón seguido, Lina Moros, con un traje negro, refulgente de lentejuelas de acero, una rosa roja, enorme, en el tocado, y una hermosura que sólo la envidia de una neurótica pudo discutir. En el mismo palco, una de esas diplomáticas averiadas, viejas y horribles, que aquí nos endosan a veces, y otra encantadora -la francesa- deliciosamente ataviada, con un talle y un chic que a París me transportan ya. Al lado, la Torquemada, la madre de aquel Robertito travieso que descubrió una petaca que yo creía sustraída por la infeliz Churumbela... Y más allá, la de la encerrona inocente, la marquesa de Imperiales, que me sonríe, dirigiéndome un signo confidencial... A su lado, el palco de la noche, después del de los Reyes; el palco hacia el cual convergen las miradas; el palco donde da postín entrar y sentarse un entreacto; el palco donde están de visita Lope Donado y Manolo Lanzafuerte, e irreprochablemente vestido, con la sonrisa en los labios, Valdivia. En ese palco, donde, por colmo de tono, sólo se sientan dos señoras, están la Flandes y Espinita. Y es toda la contradicción de la sociedad actual este palco: la alta representación de la casa de Flandes, lo puro, lo grandioso de la tradición, al lado de la equívoca cosmopolita; junto al oro sin aleación, el talco...

La Flandes, erguida, larga de líneas como una ninfa de Goujon, no parece sentir el peso de la soberbia corona ducal que surmonta sus negros cabellos, ni el del collar de perlas, memorable, que rodea su garganta, donde caben aún una carlanca de perlas más chicas y un río de enormes solitarios. Espina, por estudiado golpe, se ha complacido en reproducir fielmente, en su traje, el pastel mío. Tul y más tul nubado sobre una seda flexible, y la guirnalda de rosas naturales, sin otra diferencia sino que la salpican, en vez de gotas de agua, una infinidad de brillantes pequeñísimos, que al moverse la envuelven en chispas de irisadas luces. Y está seductora, y de boca en boca comprendo que corre la noticia: «Es el traje con que Lago la retrató». Me parece escuchar los madrigales, las bromas, los comentarios. Miro al palco de las testas coronadas, y se me figura que la Reina, valiéndose de sus lentecitos de concha por no fijar los gemelos, nota, se entera, sonríe con su inteligente sonrisa, haciendo no sé qué observación a media voz, algo que podría ser elogio. Entre el remolino resplandeciente de bandas, placas, colgajos, se destacó entonces mi liso frac negro, y los gemelos empezaron a trabajar en mi dirección, como si buscasen en mi cara la explicación de muchas historias. Entonces, sin esperar a que se alzase otra vez el telón y la estatua del comendador pisase con pies de piedra la casa de don Juan, opté por desfilar, me abrí paso difícilmente, esquivé a los cumplimentadores, a los preguntones, a los buscadores de emoción; hui del acosón del grupo de muchachos que en el foyer se apiñaban, y tuve la oportunidad de desaparecer, dejando en el teatro mi idea, mi nombre zumbado en mil charlas, detrás de los abanicos, como un nombre de triunfador.

Al trasponer el umbral del teatro y buscar con fatigas un simón que me soltase en mi casa, me reía de mí mismo; me estimaba al propio tiempo, por la distancia entre mi altiva Quimera de fuego, y las Quimeritas de cartón que quedan agitando sus alas tenaces, en ese ambiente tan lleno de olores y de mentiras...

*  *  *

Al otro día Valdivia me informa de que ya tenemos asientos reservados en el sudexprés.

Aviso a Cenizate, paso con él un día entero. Está conmovido, más blando que una breva. Le falta poco para llorar. Me pide, como a una novia, que le prometa escribirle.

-Mira -le digo-, las Dumbrías, la Palma y tú, es lo único que siento dejar en Madrid. Porque a Bobita... me la llevo. Va a darme la lata, ya lo sé... pero no es posible que se la confíe a nadie.

-Te la cuidaría yo bien -objeta Marín afanoso.

-No; si es que carezco de valor para separarme de ella. La quiero conmigo, ¿sabes?

Cenizate queda encargado de «darse una vuelta» por el taller, a ver si los porteros lo tienen barrido, limpio y ventilado, y de escribirme todo lo que ocurra.

-En septiembre o en octubre -murmuró- debieras venirte a París, a pasar conmigo unos días.

Me ayuda a hacer la maleta, a empaquetar mil cachivaches, y cuando me dejo caer fatigado y descorazonado en el sofá, me habla de mis triunfos franceses próximos, de que voy a ser allí un Gayarre de la pintura, a metérmelos a todos «en el bolsillo». Le permito disparatar por su cuenta. ¡Madrid, adiós!