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La Raquel de Huerta y la censura1


René Andioc





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Cuando la Raquel de García de la Huerta se representó por primera vez en Madrid, en 1778, se mantuvo en cartel durante cinco días escasos, desde el 14 hasta el 18 de diciembre inclusive. Corto tiempo; más corto incluso de lo que duraban no pocas obras del siglo XVII que aún sobrevivían en los escenarios en la segunda mitad del XVIII. Y sin embargo, si hemos de prestar fe a las historias de la literatura, la tragedia huertiana debió de alcanzar un éxito indudable. El único medio de comprobar la exactitud de esta afirmación, que se remonta al mismo Huerta, sería consultar las cuentas que mencionan las recaudaciones diarias alcanzadas por las representaciones de la obra. Pero lo mismo éstas que las de las tres primeras semanas de diciembre han desaparecido, con la excepción de las relativas al patio, gradas y cazuela, o sea la parte más popular, o menos «distinguida», del concurso; y esto basta para concluir, provisionalmente, que si la obra resultó atractiva durante los cuatro primeros días, al menos para estas categorías de público, ya se advierte el quinto y postrer día algún desvío entre dichos espectadores. Nos quedan las copias y las ediciones: según la Advertencia del autor al tomo I de su Obras poéticas publicado en 1778, se sacaron más de dos mil copias del texto de Raquel. Lícito es preguntarnos de qué fuente provenía la información de D. Vicente; lo cierto es que tanto las copias que se han conservado como las reediciones son bastante numerosas. Además -y sobre esto no existe la más mínima duda- la Raquel produjo un gran impacto en su época, incluso después de la muerte del autor. Por último, fue a causa de una orden del corregidor, y no por falta de público, por lo que el 18 de diciembre tuvo la compañía de Martínez que cambiar de programa, con un pretexto a todas luces poco convincente2.

¿Cabe pues inferir de estos elementos relativamente contradictorios que, por una parte, la obra tuvo tanto en 1778 como posteriormente   -116-   un éxito innegable y que, por otra, dicho éxito no era muy del agrado de las autoridades de la capital?

El texto de la copia manuscrita que obró en poder de la compañía de Martínez en diciembre del 78, a diferencia del que fue publicado poco antes del estreno en el primero de los dos volúmenes de las Obras poéticas del autor y que, sin duda alguna, no estaba destinado al mismo público, contiene supresiones excepcionalmente numerosas e importantes: 735 versos, de un total de unos 2300, o sea casi la tercera parte de la obra o el equivalente a una jornada, de las tres que componen la tragedia. No obstante, no se trata de un ejemplar manuscrito presentado a censura, ya que en la última página no figura la aprobación convenientemente firmada y refrendada, sino de una copia en la que, según costumbre, han sido reproducidos en primer lugar los corchetes marginales con los que el censor solía señalar los pasajes que debían suprimirse, y en segundo lugar se han introducido algunas modificaciones de menor importancia debidas sin duda alguna más a las necesidades de la puesta en escena que a la censura propiamente dicha3.

Pero estas supresiones ¿se llevaron a cabo verdaderamente en 1778? Sobre este punto tengo la sensación de haberme mostrado un tanto lacónico o, lo que para el caso es lo mismo, afirmativo en exceso, en un anterior trabajo dedicado al autor que nos ocupa4. En efecto, si el manuscrito fue utilizado sin duda alguna por la compañía de Martínez en la fecha indicada (los nombres de los actores fueron añadidos entonces, colocándolos frente a los de los personajes que cada uno interpretaba, y el actor Robles, que hacía el papel de Garcerán, abandonó la compañía el año siguiente para ingresar en la de Juan Ponce), no es menos cierto que el traslado de los corchetes marginales fue efectuado en 1809, antes de la reposición de la obra, prevista para el 11 de diciembre de aquel mismo año en el teatro del Príncipe: el apuntador de la época de José Bonaparte tuvo por conveniente señalar todas las salidas a escena de sus compañeros, que tienen por nombre Máiquez, González, Ortigas, Antonio Ponce, Fabiani; y por otra parte, estas notas fueron escritas con la misma tinta y por la misma mano que puso los corchetes que prohibían a los actores la declamación de los pasajes concernidos. Así pues, ¿no fue censurada Raquel en 1778, sino sólo en 1809? A mi juicio esto es imposible. En primer lugar, la desaparición de la censura   -117-   de una obra del siglo XVIII -que no podía ser representada sin este requisito previo- no tiene nada de excepcional, muy al contrario, y el examen de una obra que estuviera en instancia de publicación, como ocurría con Raquel en el momento del estreno, no la dispensaba de ser sometida a la apreciación de otro censor antes de ofrecérsela a los asiduos de los teatros. Por otra parte, y como ya lo he señalado en otro lugar, todo induce a creer que el hecho de retirar la Raquel de las carteleras al cabo de cinco días de representación en 1778 no era más que una prohibición disfrazada: será necesario esperar hasta la temporada 1801-1802 para que una nueva tentativa sea hecha por Máiquez para representarla en Madrid, pero tropezará con la negativa de la superioridad. La reposición de la tragedia no se verificará hasta diciembre de 1809; de manera que esta constante desconfianza de las autoridades gubernamentales debilita notablemente la hipótesis de la representación de una Raquel intacta en tiempos de Carlos III. Por último, en la medida en que tampoco parece que exista un ejemplar manuscrito que contenga las anotaciones y la aprobación firmada por un censor de 1809, no será aventurado pensar que en este corto período, aún relativamente turbado pese a una vuelta provisional a una vida normal aparente5, se trasladaron a la copia manuscrita que databa del estreno de la obra, y como se solía hacer con bastante frecuencia en aquella época, las señales marginales puestas por el censor de 1778 en el ejemplar que le fue remitido para censura y que no ha llegado a nuestras manos.

De todos modos, como tendremos ocasión de ver más adelante, no dejan de llamar la atención en primer lugar la constancia y la semejanza de las críticas a que dio lugar la tragedia de que hablamos, desde 1778 hasta la guerra de la Independencia e incluso más allá de ésta; además, un gran número de partidarios del neoclasicismo, seguidores del Intruso, ejercían aún en 1809 altos cargos (contentémonos con mencionar a Urquijo, primer ministro en aquella época, y a Moratín que, unos meses antes, debió de participar en la redacción de un plan relativo a la administración de los teatros6 y formó parte, a finales del año siguiente, de una comisión encargada del examen de las obras dramáticas, junto con Meléndez Valdés y Estala principalmente)7. Por último, si la situación de la España de   -118-   1809 no se puede comparar a la del primer decenio del reinado de Carlos III, durante el cual fue escrita Raquel, no es menos cierto que la tragedia huertiana enfrentaba a los partidarios de un poder opresor con los campeones de la «libertad», aristócratas aliados con el pueblo, del mismo modo que la guerra de la Independencia enfrentaba a la tiranía -extranjera por añadidura, como la que ejercía la amante de Alfonso VIII- con los españoles que la sufrían. Si bien unas mismas palabras, a treinta años de distancia, no traducían rigurosamente unos mismos conceptos, no por ello deja de ser cierto que la terminología de los partidarios y adversarios del régimen josefino ofrece una serie de analogías evidentes con respecto a la de sus homólogos de nuestra tragedia o los de la época de Esquilache: para convencerse, basta hojear, por una parte, la muy oficial Gazeta de Madrid, que arremete contra la «revolución popular» y el «furor aristocrático de las clases privilegiadas»8, y, por otra parte, las proclamas de la Junta Suprema de Quintana o de Martín Garay, las cuales rechazan, después de las de Godoy, las «ignominiosas cadenas» de la «tiranía» en nombre del «honor ultrajado»9. Lícito es preguntarnos desde luego si a Máiquez sólo le importaba el interés dramático, y no el alcance político, de la obra, cuando quiso representarla bajo el gobierno de José I. Vemos pues que Raquel, a pesar de los años, continuaba siendo una obra de actualidad, incluso a precio de un cambio de función, cambio aún más comprensible en 1813, fecha de otra reprise, y, como fácilmente puede concebirse, en 1821.

Después de esta un tanto larga pero necesaria introducción, quisiera tratar de ver si el estudio de los principales pasajes incriminados que podemos clasificar en tres categorías distintas, si bien existen numerosas interferencias en ellos, permite aclarar algunas de las razones que ocasionaron su supresión así como la cortedad de la carrera teatral de la obra, al menos en las salas públicas. En suma, ¿es posible llegar a una mejor comprensión del sentido que Huerta dio a su Raquel y del que le dieron sus contemporáneos?

Digamos, en primer lugar, que sus 2316 endecasílabos convierten a la Raquel en una obra de duración bastante superior a la media general. Entre las tragedias contemporáneas -en endecasílabos, naturalmente- la Hormesinda y el Guzmán el Bueno de Nicolás   -119-   Moratín contienen, en números redondos, 1570 y 2200 versos respectivamente; la Numancia destruida de López de Ayala, 2000; más tarde, El Adriano en Siria, de Zavala y Zamora, sólo alcanzará 1800 versos, y Eurípide y Tideo, de Concha, tendrá la misma extensión que la Hormesinda, es decir, 1570 versos, apenas un poco más que la Raquel amputada en un tercio. El Pelayo de Quintana, estrenado en 1805, contiene menos de 1500. Unas comedias heroicas como Aragón restaurado por el valor de sus hijos, de Zavala y Zamora, o la Emilia, de Valladares, en versos de romance mezclados con algunos endecasílabos, alcanzan 2990 y 2750 versos, lo cual equivale aproximadamente a unos 2170 y 2000 endecasílabos. Así pues, el texto de Raquel debió de sufrir ciertas podas en algunos de los pasajes de orden secundario, cuya supresión no afectaba de manera importante a la comprensión general de la obra; y esto, con el fin de que el conjunto de la función no sobrepasara las tres horas que constituían el máximo del tiempo habitual de una representación. A este respecto me parece significativo el que en 1778 sólo un sainete -y no, como en la inmensa mayoría de los casos, un entremés y un sainete- fuera previsto como complemento de la obra principal, digo la Raquel (esto, naturalmente, antes de la devolución de la obra por los servicios de la censura, lo que, en general, tenía lugar poco tiempo antes de la representación, cuando no el mismo día)10.

Y en efecto, desde la primera jornada, y por no citar más que los ejemplos más significativos, un monólogo de 24 versos, declamados por la heroína en presencia de otro personaje (versos 315 a 338, cuya cita no creo útil)11, ha sido amputado en cerca de la mitad de sus endecasílabos. Los versos que faltan constituyen una glosa parcial de los que les preceden, y de ahí que no contribuyan en nada esencial a la caracterización de Raquel, aunque su presencia no esté desprovista de interés, principalmente en lo que concierne al estilo y por lo tanto a la personalidad del autor. En la jornada segunda, otro monólogo, perteneciente a Rubén, ha sido cortado en más de la mitad (16 versos de un total de 28) por razones semejantes a las anteriores (versos 169 a 195). Un poco más adelante, el mismo personaje sufre una amputación en su texto por limitarse a repetir en   -120-   seis versos lo que acababa de decir, y muy bien por cierto, en ocho. Bien mirado, lo mismo podemos decir de la mayor parte de los pasajes suprimidos en la larga tirada (97 versos) de Raquel, cuando ésta trata, en la misma jornada, de reconquistar a su real amante (432-528). Y aún hay otro monólogo, el de Alfonso VIII, en la jornada segunda (277-334), del que no quedaron más que 12 versos de 58, monólogo en el que se anuncia el cercano cambio de opinión del monarca: éste desarrolla en él el tema del «Beatus ille», para expresar los tormentos que le causa la razón de estado, en cuyo nombre firmó el decreto de destierro de su amada:

¡Oh suerte miserable de los reyes,
cuán vanamente el fausto os lisonjea
si juzgáis os exime de cuidados
el poder, la corona y la opulencia!
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
¿Pues qué sirve el poder en los monarcas
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
¿Qué sirve a la corona si su engaste
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
¿Para qué es la opulencia . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
¡Oh fortuna envidiable del villano
contento en la humildad de su bajeza,
y libre de los sustos y desvelos
que de continuo al poderoso cercan!
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
¡Cuán libremente sus deseos goza
el simple labrador, cuya pobreza
ni excita emulación en sus iguales
ni en los más poderosos competencia!


En este caso, como en otros muchos, la supresión de las cuatro quintas partes del parlamento es cierto que responde, en primer lugar, al deseo de acortar lo que en fin de cuentas no es sino una variedad de glosa, aunque esta glosa sirva para informarnos de los sentimientos que van a desembocar en la revocación dramática del edicto de expulsión. Pero en este caso, y la cosa no es tan infrecuente, puede que otras razones hayan llevado a efectuar ciertos cortes importantes: este pasaje, esencialmente lírico (en su mayoría compuesto de exclamaciones e interrogaciones), ha sido considerado indudablemente como un aditamento incompatible con una determinada concepción   -121-   de la verosimilitud trágica. Meléndez Valdés, en una carta dirigida a Jovellanos el 16 de enero de 1778, escribía a propósito de esta tirada que «Alfonso se explica con mucha bambolla y son unas cuartetas muy torneadas las de su razonamiento sobre los cargos de la diadema»12. No vio más que grandilocuencia allí donde Huerta y sus admiradores veían la marca de lo sublime. Por otra parte, no puede descartarse que este cuadro poco halagüeño de la realeza, descrito por el rey en persona, fuera susceptible de cierta actualización. Y en diciembre de 1809, lo era con toda evidencia.

Finalmente, existe un pasaje al que expresamente se han criticado sus dimensiones excesivas: el que enfrenta a Raquel con los conjurados que vienen a matarla y a los que vemos, como dice Forner en 1786, «como si fueran a sustentar unas Conclusiones sobre su muerte, ponerse muy a propósito y con gran pachorra a disputar con la que van a matar y andar en dimes y diretes sobre si "has de morir, no he de morir", gastando en la cuestión más de ochenta versos»13. Precisamente a partir del verso «¿Que en fin he de morir?», pronunciado por Raquel, es cuando el diálogo empezó a ser aligerado. Una vez herida, la judía todavía llama en su socorro durante largo tiempo a Alfonso e incluso halla fuerzas suficientes para dirigirse al trono y rogarle que la sostenga durante su agonía. Se ahorró la mitad del parlamento ante los espectadores: ocho años después del estreno en Madrid, escribía Forner del creador de Raquel que «cual barbero bisoño / la fue desangrando a pausas»14. Pero la crítica del futuro fiscal del Consejo de Castilla no se dirige esencialmente a la prolijidad como tal: estima en efecto que unos sediciosos -la palabra es de él- no se entretienen discutiendo de este modo con su víctima sobre la justicia o la injusticia de su acto, sino que matan como unos asesinos que son, sin mostrar esa «flema» que les caracteriza en la obra15. Huerta contestará con vigor que en modo alguno son asesinos, y que hay que tener mala vista, como ocurre con el tuerto Forner, para equivocarse al respecto. Inmediatamente podemos ver que esta disputa sobrepasa el terreno de la simple técnica dramática y que se trata en el fondo de una disputa de orden político, que podríamos resumir en estos términos: ¿Deben los conjurados   -122-   en este caso ser considerados como delincuentes comunes o al contrario como héroes nacionales? Lo cierto es que García de la Huerta prolonga el diálogo de Raquel con sus adversarios así como su agonía en el escenario con el fin de precisar mejor su pensamiento antes del telón final y hacer más patético -y por ende más simpático- un personaje del que es necesario ya desviar la aversión que ha inspirado hasta el momento para encauzar dicha aversión hacia el verdadero culpable de su muerte, culpable cuya identificación haremos en su momento oportuno. Añadamos solamente que Meléndez Valdés, en la ya citada carta, reprochaba a la moribunda Raquel la «afectación» y la «frialdad» de sus palabras, de las que se hizo desaparecer la mitad; y, para los fines que correspondan, podremos retener el que en una misma época dos escritores, Huerta y Meléndez, este último veinte años más joven que aquél, podían juzgar de forma diametralmente opuesta un determinado estilo trágico.

Los dos últimos ejemplos, en los que me he extendido un tanto, nos aportan una orientación. Muchas de estas repeticiones, así como el alargamiento de ciertos parlamentos, lejos de ser producto de falta de dominio del oficio por parte del autor, responden efectivamente al deseo de conferir al estilo trágico cierta elevación, cierta grandeza, o de hacer más inteligible la lección que debe desprenderse inequívocamente del desenlace final. Examinemos ahora los pasajes que, sin aventurarnos demasiado, podemos afirmar que fueron suprimidos a causa de ciertas particularidades en su estilo.

En primer lugar, se censura lo que el erudito napolitano Napoli Signorelli, amigo de los Moratines, llamaba en aquel entonces despectivamente «alchimia del passato secolo»16. En la jornada segunda desaparecerán por lo tanto una serie de «imposibles» a los que la poesía del Siglo de Oro nos tiene acostumbrados:

Cuando Alfonso otra vez sólo por ellas
la guerra declarara al Universo,
del Tajo undoso la dorada vena
retroceder hiciera hacia su origen,
la noche en claro día convirtiera,
tanto en tan breve tiempo se ha mudado.


Podemos relacionar con el ejemplo anterior este otro fragmento de tirada cuya declamación se prohibió a Rubén, y en el cual, una   -123-   vez más, se practica el culto de la imagen por la imagen:

[...] si cuantas perlas el Oriente envía,
cuanto oro Arabia tiene, el Catay sedas,
púrpuras Tiro, olores el Sabeo,
el Turco alfombras, el Persiano telas,
cuanto tesoro encierra en sus abismos
el hondo mar, y cuanta plata cuentan
sudaron los famosos Pirineos
cuando Vulcano liquidó sus venas;
si todo esto, Raquel, te ofrecieran...


En cuanto a los «vapores que a los ojos ha exhalado / la amante llama que en mi pecho abrigo», tampoco pudieron conseguir benevolencia del censor; esto es lo que Napoli Signorelli consideraba como un «contrabando Gongoresco ridicolo nel secolo XVIII, ed assai più nel genere drammatico»17. El «muriendo vivir en esta ausencia», del que la poesía profana y la religiosa hicieron antes el uso que sabemos y del que Huerta utiliza todas las variantes, se ha convertido en: «Y a morir desta ausencia me condeno». Y por fin llegamos a la larga lamentación de Alfonso ante el cadáver de la hermosa Raquel:

Raquel mía, mi bien, ¿quién de esta suerte
de púrpura tiñó las azucenas?
¿Cuál fue el aleve, cuál el fiero brazo
que la flor arrancó de tu belleza?
¿Qué tempestad furiosa descompuso
tu lozanía? ¿Qué envidiosa niebla
abrasó los verdores de tu vida?
¿Qué venenoso aliento, qué grosera
planta infame ultrajó tus perfecciones?
¿Quién el cobarde fue que en tu inocencia
ensangrentó el acero? . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
¿Qué es aquesto, dolor? ¿Qué es esto, ofensas?


Martínez de la Rosa, que no encuentra más que dos palabras para calificar este parlamento: «afectación» y «artificio»18, estima que no es éste el tono que conviene a la situación. En este pasaje, cuyo patetismo se conjuga con el lirismo y el énfasis, la falta de naturalidad   -124-   proviene, a sus ojos, precisamente de la intrusión del lirismo y el énfasis en el estilo trágico.

Así pues, nos hallamos en presencia de un estilo que los neoclásicos consideraban arcaico, retrógrado, por una parte, e inútilmente ampuloso por otra, puesto que tal era entonces el sentido que tenía para ellos el culteranismo, cuyos frutos tardíos, confesémoslo, no fueron los mejores, lo cual contribuyó a suscitar un nuevo interés por cierta sencillez ornamental.

Por otra parte, nuestro censor arremete contra los pasajes cuya grandilocuencia tiene sin duda alguna por excesiva y que se caracteriza por la repetición de la misma forma gramatical, la acumulación de sustantivos, en una palabra, por la amplificación oratoria y otros procedimientos que Huerta utiliza abundantemente en su tragedia. Por ello le dispensaron a Rubén el declamar el pasaje siguiente que corresponde a la jornada segunda:

[...] ni se puede borrar tan brevemente
la estampa que en el pecho dejó impresa
pasión tan generosa; pues no bastan
sustos, temores, sobresaltos, penas,
disgustos, amenazas, desventuras,
ni cuantos males la naturaleza
por mayorazgo repartió a los hombres
a retraer a quien amó de veras.


Casi a continuación, Raquel declaraba a su consejero:

[...] hasta que llegue el lance que meditas,
los aires henchiré con mis querellas,
molestaré la tierra con mis voces,
y aun sembraré en los cielos mis endechas.


Durante la representación, consiguió contener sus «voces» y sus «endechas», contentándose con proferir sus «querellas». En la misma jornada, declara a su rey que

[...] ni el tiempo,
destierro, ausencia, penas ni martirios,
recelos, amenazas ni desastres,
ni de la muerte el riguroso filo,
serán bastantes a borrar del pecho
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
la imagen vuestra [...]


  -125-  

El censor, estimando que nueve obstáculos eran demasiados, no dejó más que dos. Citemos también, mas los ejemplos son numerosos, estas dudas de Alfonso, situadas después de la tirada anterior, y que quedaron reducidas en la mitad:

¿Yo, que Raquel se ausente pensar puedo?
¿Yo puedo proponerlo y consentirlo?
¿Yo, que aliento al influjo de su vista?
¿Yo, que en fe de que me ama sólo animo?


Por fin, en el colmo de la desesperación, el rey quiere suicidarse, no sin decirle primero a su espada:

acero noble, rayo que esgrimido
de mi diestra blasones duplicasteis
a Marte poderoso, ya os dedico
mejor ministerio: sed piadoso
instrumento de amantes sacrificios.
Y tú, Raquel [...]


Ni los espectadores ni la espada del monarca oyeron este apóstrofe; y medio siglo después del estreno, el clásico Martínez de la Rosa escribía que se trataba de un pasaje «lleno de afectación y frialdad», dos términos que, según ya hemos visto, utilizaba también Meléndez Valdés para calificar el no menos patético parlamento de Raquel moribunda. Y añadía: «un retórico presumido usa de esos melindres, no un amante frenético»19. De esta terminología («afectación», «melindres»), retengamos la idea esencial de exceso que pone en evidencia. El mismo Meléndez decía de Alfonso que sus cuartetos estaban «muy torneados» y que se expresaba «con mucha bambolla». La «bambolla» es principalmente la «pompa», como así lo atestigua el Diccionario de Autoridades, esa «pompa» que Martínez de la Rosa denuncia igualmente como una «exageración presuntuosa»20 en la tragedia que estamos estudiando.

¿Qué quiere decir esto? Simplemente que ambos críticos, uno en 1778, y otro en 1827 desde luego pero aún bajo la influencia del neoclasicismo, no comprenden ni admiten ya ese estilo que consideran desprovisto de autenticidad («frialdad»). Lo que para Huerta llevaba la marca de lo excepcional, ellos lo denuncian como un exceso. Un estilo, pues, que se define a la vez como excesivo y arcaico. Ahora bien: es precisamente en este exceso en donde Martínez de la Rosa ve la marca de la comedia heroica, portadora de   -126-   valores del pasado. ¿Y no constituye justamente un elemento típico de la comedia heroica del siglo XVIII, si bien se remonta al siglo anterior, este diálogo «jadeante» que viene a continuación, ejemplo de los muchos que Moratín recogió, con el único fin de burlarse de ellos?

Alvar
Este es, Alfonso, el bando... Mas, ¿qué veo?
García
El obsequioso pueblo... Mas, ¿qué digo?
Alvar
¿Es ilusión?
García
¿Es sueño?


Pero no se trata solamente de semejanza en lo que a la forma se refiere. La comedia heroica del siglo XVIII lleva consigo, más o menos degradados, los valores caballerescos que seguían entusiasmando a buen número de espectadores madrileños, con gran descontento de la autoridad, para quien la afirmación y la superación del yo, base de la moral aristocrática, no debían ya manifestarse por el rechazo de la ley común, o, dicho sea de otro modo, para quien un acto excepcional, llevado a cabo dentro de aquel contexto de domesticación de conciencias, se reducía a un exceso, y, por lo tanto, a un delito. Y ésta es la razón por la que Forner, según ya hemos visto, califica de asesinos a esos héroes que, moviéndose dentro de lo excepcional («la mayor lealtad en la osadía»), quieren salvar al rey matando a su amada.

Acabamos de evocar la mentalidad aristocrática tradicional. De ella y no de otra cosa se trata aquí. En efecto, vemos dibujarse en filigrana, a través de esta censura de ciertos «excesos» verbales, de este culto al verbo y sobre todo al verbo altanero, una actitud que desborda el marco de la simple estética dramática. Para persuadirnos, no tenemos más que ver la frecuencia con que se repiten los mismos términos que califican este estilo: «hinchado y presuntuoso», «entonación sobrado alta y arrogante», «mucha bambolla», «exageración presuntuosa», y contentémonos con evocar las sátiras contemporáneas que hacen de Huerta un paladín anacrónico, un nuevo Don Quijote.

Esta «pompa y lujo» del estilo de Raquel, esos versos «ampulosos, floridos y bien sonantes» según Menéndez y Pelayo, son lo mismo que aquellas «valentías, frases, artificios, figuras, primores y sonoras filigranas del idioma nuestro» que, nos dice Erauso y Zavaleta21, caracterizan el estilo de Calderón, el cual simboliza a los   -127-   ojos de sus admiradores -entre los que se halla el mismo Huerta- la nobleza, el espíritu caballeresco. ¿Y no es ya de por sí revelador el hecho de aplicar la palabra «valentías» a las «proezas» estilísticas? Esta «presunción» en el estilo esta primacía dada de hecho a la inspiración, al estro poético, al «acalorado ingenio» que Romea y Tapia atribuye a Calderón22, no es otra cosa sino la expresión estética de una mentalidad rebelde a cualquier coacción. Así pues, cuando se censura este estilo que Huerta considera el más apto para expresar la fogosidad aristocrática, la naturaleza fuera de lo común del héroe caballeresco, no es únicamente porque ya se haya dejado de concederle valor estético, sino también -y ambos aspectos están estrechamente vinculados- porque testimonia, en el terreno que le corresponde, la supervivencia de una mentalidad tenida no solamente por caducada, sino también nefasta por los gobernantes y los escritores que gravitan en las esferas del poder.

Pero aún hay más razones: gracias a su propio prestigio, esta estética se ha vulgarizado, en toda la extensión de la palabra, y es justamente su vulgaridad la que los neoclásicos ponen en tela de juicio, del mismo modo que constatan, al tiempo que lo denuncian, que los bastardeados herederos de la antigua caballería son en la actualidad los aventureros, los toreros y los majos -a los que algunos aristócratas propensos al escapismo se esfuerzan en parecerse- gente de baja extracción cuyo prestigio está en relación con su situación marginal. Ésta es la razón por la que Forner reprochaba a Huerta el haber cantado a Raquel «con voz de guitarra», instrumento popular del que nunca se separa el barbero y que el majo tan bien sabe puntear. Este formalismo grandilocuente, por su aparente distinción, denuncia a los ojos de un neoclásico al hombre del pueblo, «que suele pagarse mucho de lo retumbante»23, de la «bambolla» que define Meléndez con la ayuda de lo que el Diccionario de Autoridades llama «voz baxa».

Como podemos ver, se trata, en último análisis, y aunque no quisieran verlo así algunos contemporáneos, de un problema político. Y ésta es la razón por la que el gobierno se convertirá, en varias ocasiones, en promotor de una reforma de tendencia neoclásica. Ese problema político es lo que conviene examinar a continuación.

En primer lugar, parece que ciertos pasajes fueron suprimidos con el fin de evitar que el público viera en ellos una alusión a la   -128-   situación interior de España. En todo caso, es muy probable que García de la Huerta, que escribió su tragedia mucho antes de 1772, o incluso, de 1771, fecha de su primera representación en Orán24, pensara en la época de Esquilache cuando hacía decir a Hernán García a partir del verso 39 de la jornada primera:

Esperemos, sí, a ver con indolencia
que en tan enorme subversión prosiga
el desorden del Reino y su abandono,
del intruso poder la tiranía,
el trastorno del público gobierno,
nuestra deshonra, el lujo, la avaricia...


El mismo ricohombre -y vale la pena señalar la coincidencia- fue de nuevo censurado cuando exclamaba en la jornada tercera:

[...] (¡Qué necio fuera
quien esperara menos que pesares
en tan infames días en que reina
la iniquidad y están entronizadas
la maldad, la injusticia y la violencia!)
Di, Manrique, cuál es: nada me asusta,
nada me admira ya.


Estos versos, igual que los anteriores, ¿cómo no habían de ser actuales en 1809?

Pero no reside en esto lo esencial. A lo que el censor anónimo ha prestado más atención es, sobre todo, al personaje del monarca y a su comportamiento. En aquel período de absolutismo quisquilloso -Huerta acababa apenas de volver de un exilio que había durado diez años, condenado por una justicia a la que poco le importaban los derechos del reo- existía cierto número de dichos y actitudes que el buen tono oficial no podía consentir en un rey de tragedia. Lo mismo ocurría en los tiempos en que la España sublevada se negaban a reconocer a aquel «rey de farsa», como había de llamarle Moratín, decepcionado por el fracaso del régimen josefino. No se me olvida por cierto que a lo largo de todo aquel siglo XVIII los actores especializados en papeles de monarca no conocieron muchos momentos de descanso; la mayoría de ellos daban del personaje que encarnaban una imagen poco conforme a la que el despotismo ilustrado se empeñaba en acreditar, y esto, naturalmente, con la complicidad de los dramaturgos populares y el asentimiento de la mayoría del público; las críticas de la prensa literaria, así como las censuras oficiales, nos   -129-   han dejado abundantes testimonios de este hecho; los partidarios del régimen, como los del neoclasicismo, echaban pestes contra aquellos reyes a los que calificaban de «graciosos» o de «valentones». Pero si bien se mira, la monarquía ganaba más de lo que perdía con aquellas obras, al fin y al cabo conformistas. Huerta, al contrario, nos presenta un rey que a todas luces no es el héroe de la obra y que además no fue creado para suscitar la adhesión del público. Por esta razón, el actor que daba vida al personaje de Alfonso tuvo que declamar una versión cuyo texto había sido reducido. El rey, atenazado para la razón de estado y el amor, no para de gemir, de dudar, de cambiar de opinión; en suma, ofrece una imagen poco halagüeña de sus iguales; así pues, tanto como se pueda, se abreviarán o suprimirán esas quejas y dudas. En efecto, el censor madrileño Díez González hacía notar, a propósito de una representación de la obra en Cuenca en 1802: «el poeta le finge tímido, inconsciente, obstinado, débil, vengativo, piadoso, con otras cualidades mutuamente contradictorias de que pudo libertarle...» y lamentaba que esas «flaquezas, si es que las tuvo (i.e., el verdadero Alfonso VIII), se renovasen al público»25.

En lo que a la jornada siguiente se refiere, ya hemos evocado las razones que aparentemente habían provocado el aligeramiento del largo desarrollo del tema del «Beatus ille», o, dicho de otro modo, del «menosprecio de corte y alabanza de aldea»; todo induce a creer que no se fue insensible al hecho de que se trata sobre todo de «menosprecio de solio» más que de «corte», y esta pintura poco atractiva de su propio oficio de rey por Alfonso no tuvo por supuesto la suerte de gustar. Un poco más abajo, el monarca vuelve a dar otra prueba de debilidad: incapaz de zanjar su dilema, pide a Garcerán que le mate. Esta puerta de escape a través de la muerte era condenable no sólo desde el punto de vista de la religión, sino también desde el político; puede decirse que casi es manía en Alfonso, el cual, ante la negativa de Garcerán Manrique, ruega ahora a su dolor que ponga fin a sus días, antes de resolver por fin que lo más seguro es matarse uno mismo; pero este suicidio fracasa también, lo que no impidió que en un primer momento nuestro censor lo hiciera desaparecer como las demás tentativas anteriores de quitarse la vida, y esto, tanto más fácilmente sin   -130-   duda alguna, cuanto que va precedido de una grandilocuente invocación a la espada que ha de ser el instrumento del acto, según hemos visto más arriba26.

Esta debilidad se pone en evidencia en el pasaje -censurado, naturalmente- en que la judía amenaza con substituir al desfalleciente monarca y, cual nueva Semframis, ir ella misma, con las armas en la mano, a castigara los rebeldes. No había mejor forma para desacreditar a un hombre, mayormente a un rey, que colocarlo en situación de inferioridad frente a un ser socialmente inferior que le daba una lección de virilidad. Baste, para darse cuenta de ello, con pensar en la indignación que provocaban en los neoclásicos, muy quisquillosos en lo que concernía a la jerarquía familiar, aquellas amazonas cuyas proezas guerreras relataban las comedias heroicas. Por último, un rey no podía, sin desacreditarse, asesinar, ni siquiera en nombre de un amor cruelmente herido, al viejo Rubén, plebeyo por añadidura. Santos Díez González clamaba en 1802: «¿Y qué diremos de matar el Rey con sus propias manos al confidente de Raquel?»27 Unos diez años después del estreno de la obra, el italiano Napoli Signorelli, amigo de los neoclásicos españoles, criticaba a Huerta haber envilecido al rey haciendo que éste se manchara las manos con la sangre del anciano indigno y desempeñara el papel de verdugo. En 1827, Martínez de la Rosa advertía también que «desdora el carácter del rey verle mancharse con la sangre de un viejo débil y despreciable»28.

¿Se suprimió el asesinato en el estreno de la obra? Parece que así fue, puesto que en la versión declamada por los actores, Alfonso se limita a arrancar el puñal de las manos de Rubén y a desear que «las lóbregas tinieblas / del infierno sepulten sus maldades», frase que en el texto original acompañaba el ademán homicida del rey y que parece reducirse ahora a una simple imprecación que no cuaja, podríamos decir, ya que el único verso pronunciado por Rubén en el instante de su muerte ha desaparecido también así como, tal vez, desaparece el personaje entre bastidores.

La frecuencia de esas infracciones del decoro del monarca, lejos de ser fortuita, es, por el contrario, consecuencia de una opción política   -131-   deliberada y de la necesidad de intentar demostrar lo justo de dicha opción.

Aunque no es posible examinar aquí pormenorizadamente el problema político que plantea y resuelve Raquel, digamos brevemente que lo que en cierto modo quiere mostrar Huerta con los medios de expresión de que dispone, es que el despotismo, entiéndase el absolutismo visto por uno de sus adversarios nostálgicos de la «anarquía» feudal, el despotismo como ejercicio de un poder personal que excluye toda referencia a leyes fundamentales, tiene como único motor las pasiones que esclavizan al que gobierna -pasiones simbolizadas en este caso por el dominio de Raquel sobre su real amante- de manera que éste es incapaz de realizar una política consecuente; es un hombre débil, versátil, y ningún súbdito (es decir, en realidad, ningún noble de entre los más poderosos) puede considerarse fuera del alcance de la arbitrariedad real. Como escribía Díez González, la pregunta que se plantea en la obra y a la que Huerta da una respuesta positiva, es la de «si la nobleza y el pueblo pueden y deben poner en razón a su Monarca valiéndose de la fuerza». En una época en la que Carlos III escribía como perfecto teórico del absolutismo: «el hombre que critica las operaciones del gobierno aunque no fuesen buenas comete un delito», y con más razón aún en un momento en que la España sublevada podía reconocerse en los «Castellanos» rebeldes de la tragedia, esta tesis no podía ser sino sediciosa, como lo afirman el mismo Díez, Forner, Sempere y algunos más. Muy significativo es el que sólo en este punto Martínez de la Rosa, liberal exiliado por la reacción absolutista, discrepe en 1827 de sus predecesores, puesto que no pronuncia ni una palabra de reprobación hacia los rebeldes así como tampoco oculta su admiración por Hernán García.

A partir del verso 96 de la jornada primera se suprimen todas las alusiones de Hernán García al dominio de aquélla que, tratada por el autor de «infame muger prostituida», no conservará, después del examen de la obra, más que la primera de las dos cualidades enunciadas. La descripción, concisa pero sugestiva y obligadamente parcial del despotismo -la palabra es pronunciada por Hernán García- desaparece porque lleva además consigo la afirmación de la esclavitud del rey y de su incapacidad para reinar. En estas condiciones, es comprensible que a los principales beneficiarios de este régimen, Raquel y su mentor Rubén, también les hayan cortado la palabra, o al menos les hayan reducido la duración de sus intervenciones,   -132-   cuando ellos mismos evocan la sumisión del monarca a la voluntad de una amante sin escrúpulos. Esta prohibición se concibe todavía mejor cuando los interlocutores son súbditos menos ilustres, como ocurre al principio de la jornada tercera. ¿Y cómo era posible tolerar cuatro versos en los que el mismo Alfonso evoca su verdadera dimisión en favor de Raquel? Porque al final de la jornada segunda se trata, ni más ni menos, de una dimisión real. En la escena siguiente (escena fundamental, puesto que va a desencadenar los acontecimientos dramáticos que desembocarán en el ya ineluctable desenlace), Alfonso traspasa los poderes a su amante y la sienta en el trono en su lugar, después de haber hecho aceptar a sus vasallos el silogismo siguiente:

Alfonso
¿Soy vuestro Rey?
Manrique
Por tal os veneramos.
Alfonso
¿Sois mis vasallos?
Manrique
Este distintivo
nos honra.
Alfonso
Y lo que yo sobre mi trono
mandare y dispusiere, ¿no es preciso
que todos lo obedezcan?
Manrique
¿Quién lo duda?
Nadie debe excusarse de serviros.
Alfonso
    Está bien; y el vasallo que se opone
al gusto de su Rey, ¿no es, decid, digno
de la pena mayor, y por rebelde
no se hace reo del mayor delito?
Manrique
No hay duda.
Alfonso
Pues supuesto que no hay duda,
y supuesto también que es gusto mío,
sabed que hoy en mi trono substituyo
a Raquel...


Ésta es una imagen casi caricaturesca o, en todo caso, muy esquemática, del absolutismo, mas era necesario, digámoslo una vez más, que la escena impresionara el ánimo de los espectadores, y la óptica del teatro no permitía al autor utilizar muchos matices. Comentaba Díez González: «Esto, además de ser un hecho escandaloso, es una escena indigna de darse al público en los teatros de estos reynos»29. En efecto, se suprimió dicho pasaje; mas era necesario   -133-   que Raquel fuera entronizada, por lo que la escena quedó reducida a unos cuantos versos indispensables. Díez añadía en 1802 a propósito de esta peripecia:

Es cosa muy ridícula y ajena a la gravedad trágica y carácter de un Rey de Castilla que éste coloque en el trono a su manceba un momento después de haberle representado el poeta en la firme resolución de desterrarla, movido de la razón, alboroto y disgusto de sus vasallos.



A través de estos dos ejemplos -e insisto en que hay otros varios- vemos cómo el juicio estético y el juicio político están estrechamente unidos.

Es también iluminativo, a mi ver, el que la primera irrupción de los Castellanos armados en el salón del trono, con Alvar Fáñez a su cabeza, esté totalmente suprimida. Naturalmente, era imposible evitar su reincidencia, puesto que son ellos quienes obligan a Rubén a que mate a la judía (observemos de paso, y la cosa no es fortuita en modo alguno, que García de la Huerta, para preparar y justificar la reconciliación final del rey con sus ricoshombres, la reconciliación de las almas grandes momentáneamente desavenidas, ha tenido mucho cuidado en no hacer asumir a los nobles la responsabilidad directa de la muerte de Raquel, es decir, el crimen de lesa majestad; quien ejecuta el triste menester es un personaje genuinamente antipático y cobarde: Rubén). Así pues, la primera irrupción de los rebeldes en palacio fue suprimida y con ella la profanación del lugar sagrado por los sublevados, grave ofensa al principio monárquico. Doce años después del Motín de Esquilache, nadie había olvidado todavía la amenazadora presencia de la multitud alrededor de la casa del ministro italiano; al año de estallar los de Aranjuez y del Dos de Mayo, el recuerdo de aquellas conmociones populares seguía preocupando a la superioridad. El censor hizo lo posible por retardar al máximo la aparición de estos rebeldes; por esta razón, las órdenes que entre bastidores da Alvar Fáñez a sus hombres tampoco se oyen.

Finalmente, lo que para Huerta, impregnado de aquel pensamiento aristocrático antiabsolutista, a pesar de pertenecer él mismo a la pequeña nobleza, lo que para Huerta, repito, es esencial (a saber: la reconciliación del rey con sus vasallos rebeldes, tras una desavenencia pasajera, es decir, de hecho, el reconocimiento implícito por parte del rey del error político que ha cometido al querer restringir el poder tradicional de la aristocracia), también ha sido cuidadosamente   -134-   marcado con corchetes, esto es, prohibido, en el texto utilizado por los actores. De este modo, no fueron declamados los cuatros versos siguientes del último parlamento del rey en la que normalmente se saca la conclusión de los acontecimientos y que sirve en cierto modo de balance:

Yo os perdono, vasallos, el agravio;
alzad del suelo, alzad. Sírvaos de pena
contemplar lo horroroso de la hazaña
que emprendisteis en esta beldad muerta.


En el mismo parlamento, otros tres versos que disculpaban a los rebeldes han desaparecido también.

No carece de interés, dicho sea de paso, lo de «Sírvaos de pena»: se trataba para el rey, y más exactamente para el autor de la obra, de hallar un medio para condenar, por razones de decoro, la ofensa hecha al principio monárquico con el asesinato de Raquel, o, digámoslo de otra forma, de salvar las apariencias, pero sin que el castigo final fuera ejecutado, so pena de contradecir una de las proposiciones que con más insistencia defiende la obra, a saber: que los nobles y el primero de ellos, el rey, tienen intereses comunes fundamentales y que, en lugar de combatirse entre ellos, deben sostenerse mutuamente (entiéndase que el rey no debe vejar a sus aliados naturales, los aristócratas) contra el enemigo de su clase, el pueblo.

Se comprende, por lo tanto, que el pasaje más delicado, el de la última aparición de Alvar Fáñez, el más extremista de los ricoshombres rebeldes, así como la de los Castellanos, poco antes de que el rey pronuncie los versos que acabamos de citar, haya sido puesto entre corchetes; el ricohombre más comprometido en la rebelión ya no tiene nada que decir. ¿Se quedó entre bastidores? Lo más probable es que se limitara a hacer una breve aparición muda junto a sus compañeros ya que Manrique -y no ya todos los presentes como lo había decidido el autor- pronuncia la oración fúnebre de Raquel, reducida a un solo verso30. De este modo se evita también el que el rey tenga que dirigir un endecasílabo vengativo a los «traidores», acompañado de un ademán amenazador con la mano en el pomo de la espada, lo que hacía bastante inverosímil -se trata de verosimilitud e inverosimilitud comunes- el perdón que concede a los mismos traidores cuatro versos más adelante. Díez González, indignado por el rápido cambio de actitud de Alfonso que pasa «en un momento indeliberadamente   -135-   de la venganza al perdón de sus vasallos sediciosos», advirtió también el «defecto». Según el contexto, parece que se trata solamente de una crítica de orden estético; mas la presencia de la palabra «sediciosos» establece de manera indiscutible una conexión interesante entre la condena estética y la reprobación moral, como diría Díez, diré por mi parte, de esta peripecia.

La última escena del desenlace se halla pues considerablemente reducida; ya no queda sino la breve intercesión de Hernán García en favor de los conjurados y, sobre todo, estos cuatro versos de Alfonso:

Yo tu muerte he causado, Raquel mía;
mi ceguedad te mata; y pues es ella
la culpada, con lágrimas de sangre
lloraré yo mi culpa y tu tragedia.


Por supuesto que tales palabras no eran las más adecuadas para enaltecer al personaje del monarca, pero la responsabilidad de la muerte de Raquel, que el rey se atribuye verbalmente, es en realidad únicamente la responsabilidad del amor que sentía por ella; ya no es un error político; es un error grave, indudablemente, pero de orden sentimental. Es digno de mención el manuscrito de la obra que se conserva en Barcelona, en el cual la tragedia termina en el verso 759, es decir, antes de la aparición de Alvar, precisamente en el momento en que se acaban de oír los gritos de venganza de Alfonso, quien, por lo tanto, ya no tiene que perdonar a los rebeldes31.

Las deducciones anteriores están corroboradas por el trato que sufren ciertos parlamentos del ricohombre Manrique, que representa el tipo del noble cortesano, colaborador, beneficiario y por ende defensor del régimen, por todo lo cual se opone a Hernán García. Como era natural, el autor, deseoso de denunciar su actitud, y en vista de los límites de la óptica teatral, ha dado tanto de este personaje como de la toma de posición que representa, una imagen elemental y parcial. Los versos suprimidos en las tiradas que corresponden a Manrique no son, naturalmente, aquellos que expresan el pensamiento de los teóricos absolutistas, si bien tiende Huerta a desviar hacia la lisonja y el servilismo el programa de este perfecto vasallo del monarca absoluto. Incluso deformada por las necesidades de la causa, la lección sobre la obediencia del vasallo y la irresponsabilidad   -136-   regia no podía dejar de ser admitida por un censor que, aunque sólo fuera en apariencia, tenía que ser necesariamente partidario del régimen. Los pasajes que Manrique no podrá declamar serán pues aquellos que nos dan de su carácter, seguramente más que de su posición, una idea francamente desfavorable: por ello desaparece el parlamento del comienzo de la jornada primera, en la que el autor ha querido mostrarnos que Manrique defendía el absolutismo por interés, y hasta tal punto por interés que lo hacía con plena conciencia del peligro que el despotismo hacía correr a la monarquía; de modo que no le había de quedar al público la más mínima posibilidad de excusar a Manrique:

Conozco tu razón, veo que Alfonso
hacia su perdición se precipita:
de Raquel la injusticia considero;
pero Alfonso es mi rey; Raquel me obliga
con beneficios: fiel y agradecido
debo ser a los dos, que ofendería
si obrara de otro modo mi nobleza.


Esta tirada ha sido substituida por el único endecasílabo siguiente: «Yo obedezco a mi rey, y esto me toca». Como bien se ve, no queda del parlamento del cortesano más que el aspecto positivo; positivo para el censor, claro está.

Del mismo modo, al principio de la jornada siguiente se ha estimado necesario atenuar el egoísmo del personaje y su ingratitud para con Rubén, a cuya influencia debe Manrique su envidiable posición, y a quien, a pesar de ello, abandonará fríamente a la hora del peligro en lugar de comprometerse ayudándole. Por último, en el pasaje de la transmisión del poder monárquico a Raquel, del que ya hemos hablado anteriormente, el primero en obedecer y en besar la mano de la nueva «reina» era, significativamente, Garcerán Manrique. Tras examen de la obra, se le evitaría este servilismo excesivo para con una intrusa; el aspecto desagradable del partidario del absolutismo, este «último punto de corrupción y de bajeza», según expresión de Martínez de la Rosa, ha sido, pues, notablemente atenuado.

La constante preocupación de distinguir sin equívoco alguno para su público los personajes positivos y los negativos de su obra y, como consecuencia, la tesis política por la que él se pronuncia, lleva al autor a hacer que Raquel y Rubén, con una regularidad que nadie parece haberle reprochado a Huerta en su época, se acusen ellos mismos.   -137-   Y es sin duda para remediar la inverosimilitud excesiva de esas autocríticas por lo que, sobre todo, se ha juzgado necesario el suprimirlas; así por ejemplo la de Raquel hacia la mitad de la jornada tercera:

Tomen ejemplo en mí los ambiciosos,
y en mis temores el soberbio advierta
que quien se eleva sobre su fortuna
por su desdicha y por su mal se eleva.


O el parlamento de Rubén en la jornada segunda:

Mas ¡ay de mí! que el cielo acaso quiere
dar a mi iniquidad la justa pena,
y cansado tal vez de tolerarla,
pretende hacer de su justicia muestra.
Escarmienten los malos en mi daño,
y en mi desdicha la impiedad aprenda
que no siempre se peca impunemente
y que si acaso el santo cielo deja
correr tras de sus vicios los mortales...


Y también en la tercera jornada:

Estas son las funestas consecuencias
que por más que esforzaba el artificio
temí de mi ambición y tu soberbia...


El malvado consejero lleva su complacencia hasta el punto de morir haciendo acto de contrición: «Quien con ellas vivió (se refiere a las maldades) muera por ellas». Martínez de la Rosa comentaba: «El público repite (con más verosimilitud que el interesado) esa justa sentencia»32. Sí por cierto, pero García de la Huerta, haciendo lo más infame posible al malvado consejero de Raquel y atribuyéndole por un lado la total responsabilidad de las intrigas de la judía y por otro la responsabilidad -inmediata, en todo caso- de la muerte de ésta, conseguía atenuar en gran manera la culpabilidad de los jefes rebeldes, al tiempo que hacía admitir con más facilidad la reconciliación entre estos y el rey. Además, gracias a una hábil serie de transferencias de responsabilidad (Rubén ha matado bajo la presión amenazadora de los Castellanos, se nos dice), el autor conseguía designar por fin a los verdaderos culpables de la muerte de la amante del rey: los Castellanos, es decir el pueblo, el enemigo de clase que,   -138-   aprovechando las desavenencias que enfrentan al rey con sus ricos-hombres, osa erguir la cabeza.

La demostración estaba terminada; el telón podía por fin caer, o mejor dicho, correrse. Y se corrió, como ya sabemos, mucho antes de lo que el dramaturgo quería, puesto que a la obra se le suprimió casi un tercio de sus 2316 versos.

Vemos pues que, ya se trate de exceso de longitud del texto, ya de los «resabios de mal gusto» que en su tiempo se reprocharon al estilo y a la concepción dramática del autor, ya de las proposiciones contrarias a la ideología oficial, es relativamente fácil darse cuenta de que cada uno de los tres mencionados elementos no adquiere su entera significación más que si deja de considerarse aisladamente. Y el hecho de que un solo individuo los haya censurado al parecer conjuntamente bastaría, si fuera necesario, para acreditar la idea de que un lazo indisoluble une a estos elementos, y que, por ende, esta conexión existe igualmente entre los diferentes niveles o planos de la ideología que profesa el mismo censor. El evidente parentesco que une todos estos pasajes muestra que el autor de los cortes era, más que un director escénico únicamente preocupado con no sobrepasar el tiempo habitual de la representación, un crítico oficial u oficioso, cuyos corchetes marginales, que impedían la declamación de los pasajes concernidos, fueron transcritos a una copia de la obra destinada al apuntador.

De todos modos, el caso que acabamos de estudiar es un caso privilegiado, en primer lugar porque se trata de una gran tragedia, escrita por un dramaturgo de talento y por lo tanto en mejores condiciones que cualquier otro para vivir su época con plenitud y poder testimoniar de ella; en segundo lugar porque el trato particular a que fue sometida la obra antes y después de su representación en Madrid nos permite captar mucho mejor su significación profunda, su alcance exacto, y comprender más claramente, por una parte, la «heterodoxia» estética y política de Huerta, y por otra, la ideología oficial u oficiosa, en la medida en que ambas se definen mutuamente por una confrontación casi permanente. En esta misma medida es posible evitar el equivocarnos, dos siglos más tarde, acerca del carácter del compromiso del autor viendo en él, so pretexto de que ha escrito una tragedia política, un adepto del neoclasicismo y un portavoz del despotismo ilustrado. Casi podríamos decir que lo que nos emociona aún hoy día en esta obra, si nos limitamos a adoptar la posición subjetiva del consumidor y no la científica del historiador   -139-   de la literatura, lo que nos emociona en ella, repito, es el inconformismo vibrante de su autor frente a la domesticación de las conciencias emprendida por el absolutismo borbónico; mucho antes de nuestra época, la carga subversiva de Raquel, subversiva de puro reaccionaria, fue sentida como revolucionaria: unos decenios después de su estreno, durante la Guerra de la Independencia y durante el Trienio Constitucional, en un período de rebelión contra la opresión napoleónica y fernandina y tras una época de lucha contra un favorito particularmente odiado.

He aquí pues, al parecer, cuál fue el sentido de Raquel, esa fuente de «máximas que jamás debe oír en el teatro el pueblo que vive bajo el feliz gobierno monárquico que disfrutamos». En efecto, añadía el inflexible Díez González, «de todas las obras que tan repetidas veces se han representado en los teatros públicos de estos Reinos, no pueden excitarse ideas más perjudiciales que en dicha tragedia». Por supuesto que el hombre emitió su juicio a partir de un ejemplar impreso y aparentemente completo de la obra. Pero para volverla inofensiva, hubiera sido necesario censurar el texto entero; o bien retirarla de cartel. Y en 1778, según queda dicho, esta última solución fue la que adoptó la autoridad municipal, tras cinco días de representación.





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