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La recepción de Rodó en Cuba1

Gustavo San Román





La obra de José Enrique Rodó (Montevideo, 1871 - Palermo, Sicilia, 1917) estuvo presente en Cuba desde temprano en la fama del escritor uruguayo y continúa hasta nuestros días, como demuestran su correspondencia y la atención crítica de que ha sido objeto. El destino cubano de Rodó se asemeja a una parábola que comienza con una apreciación casi totalmente halagadora; pasa, en el medio, por una serie de críticas inspiradas por la urgencia de la situación política de la isla; y regresa, en tiempos más recientes, a una renovada celebración de sus ideas. Esta figura geométrica revela un interesante y paradigmático caso de escrutinio desde la izquierda de una escritura que ha sido considerada, casi universalmente, como epítome de conservadurismo político.

El primer contacto que aparece en la edición de sus Obras completas es una carta fechada el 7 de mayo de 1900 que el uruguayo envía a un cubano de la generación anterior, su admirado Enrique José Varona (1849-1933), a quien llega a identificar con «el Próspero de mi libro». El respeto del joven sudamericano por el maestro antillano es evidente, y llega hasta solicitarle que desde su posición de supremacía intelectual en el continente se digne a hablar «a la juventud en el sentido en que yo he osado hablarle»2. Varona no parece haber contestado a esta primera carta, ni a otra con que Rodó le remitiera sus Motivos de Proteo en mayo de 1909, aunque sí responde, escuetamente, al envío de Liberalismo y jacobinismo en 1907. Este gesto de relativa indiferencia le resulta «inexplicable» a Emir Rodríguez Monegal, editor de Rodó, pues se trata de un precursor de las ideas del modernismo y de su subsiguiente evolución a una «nueva psicología» que eran muy consistentes con las que exploraba Rodó en su obra más ambiciosa. Entre los compatriotas más jóvenes del pedagogo y filósofo antillano, sin embargo, la reacción fue mucho más receptiva.


Rodó en la Cuba del novecientos

La apreciación de Rodó en Cuba comienza gracias a dos grandes intelectuales vecinos, los hermanos dominicanos Pedro (1884-1946) y Max (1885-1968) Henríquez Ureña, el primero sobre todo con su firma de estudioso y el segundo durante una larga residencia y rica actividad cultural en la isla. Pedro Henríquez Ureña, figura señera de la crítica literaria latinoamericana, quien vivió sobre todo en México y Argentina, fue el autor del primer trabajo serio de que hemos tenido noticia sobre Rodó publicado en Cuba. El artículo, titulado sencillamente «Ariel», salió en enero de 1905 en la revista santiagueña Cuba Literaria que dirigía su hermano menor, y tuvo la función de acompañar el número en que se comenzaba la publicación de la cuarta edición del ensayo de Rodó3. Pedro escribiría por lo menos dos artículos más sobre Rodó en otros órganos, esta vez mexicanos, y mantendría una afectuosa correspondencia con su colega uruguayo donde se celebra, en palabras de este último, «más de una íntima afinidad y más de una estrecha simpatía de ideas»4. También sería Pedro responsable de la edición mexicana de Ariel en 1908 que, según creyó él mismo, «inició el culto de Ariel en México» (OC, p. 1445, n. 1).

En ese breve pero sutil ensayo temprano, y como nota Rodríguez Monegal, el mayor de los hermanos dominicanos no es mero obediente discípulo sino agudo y crítico lector de su maestro. El reseñador cuestiona la visión que ofrece Rodó de los Estados Unidos, que le parece «la parte más discutible y más discutida de la obra». Aunque reconoce que en ese país hay «dos males contradictorios que en el actual período de agitación se han recrudecido», y que son «el orgullo anglosajón» (que conlleva una tendencia imperialista, una moral puritana y prejuicios de clase y raza) y «el espíritu aventurero» (con su «comercialismo sin escrúpulos» y su «sensacionismo [sic] invasor y vulgarizador»), rasgos consistentes con la visión rodoniana, para Henríquez Ureña no acierta el sudamericano en su valoración del intelecto y la cultura yanquis. Falla Rodó en no notar aspectos como la «probidad inflexible» de los políticos estadounidenses, la seriedad de su periodismo y la calidad de sus escritores y artistas (como Edith Wharton y John Singer Sargent) y de sus científicos (op. cit., p. 330). En su segundo trabajo, de 1907, una reseña de Liberalismo y jacobinismo, declara «habilísima [...] pero no convincente» la argumentación de Rodó sobre el cristianismo como fuente de la caridad (p. 332). Por fin en el tercer artículo de 1910, que es también el de mayor aliento y está centrado en un fino y enteramente positivo análisis del reciente Motivos de Proteo, dice Pedro Henríquez Ureña de la obra y del estilo de Rodó que «a todos sus admiradores nos convierte propagandistas» (p. 335) y de su autor que es, «en suma, un maestro, con la aureola de misticismo laico y el ambiente de silenciosa quietud que corresponde a los pensadores de su estirpe» (p. 344). De otros trabajos posteriores de Pedro Henríquez Ureña sobre Rodó, y de sus menciones al pasar en otras fuentes, da noticia sucinta Rodríguez Monegal (OC, pp. 1447-48), lo que demuestra su papel como uno de las figuras claves de lo que fue el movimiento de arielismo que recorrió América Latina durante las dos o tres primeras décadas del siglo XX.

Por su parte, la tarea arielista de Max Henríquez Ureña fue fundamental en Cuba, y de ella resaltan, además de la de ya mencionada promoción de la cuarta edición de Ariel, dos hechos. El primero es la fundación en La Habana junto con Jesús Castellanos de la Sociedad de Conferencias en 1910, que se inauguró justamente con una conferencia de este último sobre Rodó que pasaremos a comentar enseguida. El segundo es su propio trabajo crítico sobre el maestro uruguayo, que incluyó lo que el mismo Rodó llamó «la hermosa página que [Max] consagró, en El Fígaro, a Proteo» (OC, p. 1447), y una conferencia pronunciada en el Ateneo de Santiago de Cuba en 1918 donde hace una evaluación muy positiva, aunque no tan aguda ni enriquecedora como la de su hermano mayor, de la obra total de Rodó a poco del primer aniversario de su muerte5. El desarrollo del arielismo en Cuba llegaría por lo menos hasta la década de 1930, en que Carlos Rafael Rodríguez (1913-1997) y otros intelectuales fundan en la ciudad de Cienfuegos el Grupo Ariel, como veremos. Un buen ejemplo del temprano entusiasmo cubano por Rodó es la citada conferencia de Jesús Castellanos (1879-1912).

Hay en las Obras completas material que relaciona a Rodó con este escritor cubano de su misma generación. El más importante es la carta que Rodó envía a Ramón A. Catalá (1866-1941), director del semanario El Fígaro, agradeciendo el envío de la conferencia que Castellanos pronunciara sobre Rodó y su Proteo (OC, pp. 1006-08). Allí detecta la sutil comprensión de su obra por parte del colega cubano, reitera la impresión que le causó la lectura de una colección de cuentos de Castellanos («uno de los narradores de más fina sensibilidad y más hermoso estilo» entre los criollistas americanos) y se enorgullece de que su libro haya sido el tema de la primera conferencia de la Sociedad de Conferencias, institución que quisiera Rodó se replicara en todos los países de América. Pasa entonces a notar con aprobación que la actividad literaria americana comienza a «manifestar clara y enérgica conciencia de su función social», y lo hace de acuerdo con dos elementos muy queridos por Rodó, a saber, la conciencia del «sentimiento de la raza, o si se prefiere, del abolengo histórico» que se adapta inevitablemente «al espíritu de los tiempos»; y «la creciente manifestación del sentido idealista de la vida», que es uno de los «signos del espíritu nuevo que ha sucedido al auge del positivismo». De estos aspectos, tantas veces reiterados en la obra y correspondencia de Rodó (lo que tiene que dar que pensar a los que lo creen meditador de torre de marfil) es claro indicio la conferencia de Jesús Castellanos. La carta termina con la «evocación de [la] gloriosa memoria» de Martí, quien soñaba con una república de libertad, prosperidad y paz, pero también de «inteligencia, cultura e idealismo»6.

La conferencia de Castellanos sobre Rodó es un elocuente caso de arielismo7. La primera parte está dedicada a justificar la creación de la Sociedad de Conferencias: rememora otros tiempos en la historia cultural cubana (como las veladas del Liceo, p. 59); invita a que los intelectuales contribuyan al desarrollo social («es hora ya de que se toque a la puerta de nuestros intelectuales y se les exija el cumplimiento de su misión social de enseñar y aun de padecer en la enseñanza», p. 63; «hay que sentir la obligación política que implica la fortuna del talento», p. 64); declara la belleza como criterio clave de la tarea intelectual y artística («es fuerza y a su sol se depuran todas las doctrinas. Quien con este Evangelio cumpla podrá gozar de la seguridad de haber mejorado en una proporción infinitesimal la condición social de la humanidad», p. 65); y define un papel de liderazgo para las élites intelectuales («sólo desde el oxígeno de las alturas puede verse la Tierra Prometida», p. 67). Inspirado por estos criterios, pasa a concentrarse en Motivos de Proteo. Se trata del libro de «un pensador optimista», que ayuda a «las innumerables víctimas de la neurosis moderna», que incluyen los tristes, los débiles y los inadaptados (p. 67). No hay en él «sistema aparente», pero cada lector, «como si en él fermentara el sedimento de cada palabra», experimenta «una robusta y homogénea filosofía» (p. 71). Del positivismo ha quedado la útil secuela de «esta nueva ciencia de la Psicología Positiva» que surge en Rodó: «Esta ha sido la fuente científica [...] al confiar en la potencia humana para el bien y para la acción» (p. 73). Y luego de una discusión de los recientes descubrimientos genéticos pasa a comentar el libro y los mecanismos identificados por Rodó para «encauzar» la voluntad hacia el optimismo, que incluyen la conciencia y la vocación. Hacia el final hace apreciaciones más generales sobre la obra de Rodó: su estilo elegante y equilibrado; su idealismo «de Grecia» gira «sobre el paisaje vasto y prometedor de la América Latina», pues «nadie antes que él sintió de un modo tan penetrante el patriotismo continental» (p. 98). La conferencia termina con una consideración del estado de la educación en Cuba, donde, y en esto difiere Castellanos de lo que sugiere Rodó en Ariel, no se ha seguido el más reciente ejemplo de «la vecina gran república americana», donde se «va venciendo [...] el fecundo idealismo a la estrechez mecánica», y donde está triunfando «esa admirable ciencia nueva que se llama la Sociología» y «la moderna filosofía del Pragmatismo, renovación de los valores místicos y metafísicos» (p. 100). Cuba, por otro lado, «ofrece hoy el más desconsolador alarde de utilitarismo mezquino y de desamor a cuanto significa reflexión, arte, poesía, noble ocio en el sentido fecundo que concentraba esta expresión entre los antiguos» (pp. 100-101).

Estas reflexiones, que son claro eco de las propuestas de Rodó en Ariel, llevan a la exhortación final de la conferencia: el público («señores que aquí representáis las altas clases sociales de Cuba») debe ser consciente de la necesidad de dejar de «desdeñar a los poetas, a los filósofos [...], como partículas inútiles del conglomerado social» (p. 103). En Cuba en esos momentos, «hoy asaltada de peligros», «los poetas y los filósofos deben ser cuidadosamente cultivados», pues es en su «obra de idealismo» donde «está la señal de nuestra transformación moral y política» (pp. 103-104). Tales declaraciones sobre la función del idealismo explican a las claras por qué se sentía Rodó orgulloso de este conferenciante y del programa de la Sociedad de Conferencias de La Habana.




Rodó versus Martí

Las Obras completas de Rodó incluyen varias referencias a José Martí (1853-1895) que dan cuenta de la admiración e interés del uruguayo por su predecesor cubano en el ensayo americanista. Rápidamente: Rodó consideró, en carta a Max Henríquez Ureña, la posibilidad de ofrecer la edición cubana a Martí, lo que no pudo ser pues ya llevaba el ensayo una dedicatoria «nacida, por decirlo así, de sus mismas entrañas» (p. 1442). En otro lado incluye a Martí entre los escritores que no pertenecen a «una u otra parte de América», sino que son «ciudadanos de la intelectualidad americana» (p. 513); en una crítica a una antología de literatura americana se queja dos veces de la ausencia de Martí (pp. 633-34); y en tres de sus cartas, dos de ellas a cubanos (Catalá y Carlos de Velasco, director de Cuba Contemporánea), menciona su deseo de escribir sobre Martí el tipo de trabajo que ya le había dedicado a Juan Montalvo (pp. 1008; 1459 y 1475). En fin, parece razonable pensar que estas declaraciones fueron honestas y que no logró Rodó su meta a causa de otras demandas a su tiempo. De alguna manera esa tarea fue llevada a cabo por varios críticos cubanos que trajeron a colación a Martí en sus ensayos sobre Rodó. En efecto, Martí es figura clave en el próximo estadio de la lectura del pensador uruguayo en la isla, que alcanza su clímax en Fernández Retamar, como veremos. Pero ya aparece el americanista cubano en una lectura del arielismo tardío, a saber en el texto con que Carlos Rafael Rodríguez presenta la conferencia de Medardo Vitier (1886-1960), temprano martianista (su Martí, su obra política y literaria es de 1911) con que se inaugura el mencionado Grupo Ariel de Cienfuegos en 1931.

Rodríguez comienza su exposición con una referencia a Martí como ideal del intelectual revolucionario, de «existencia tersamente heroica» y «actitud hurgadora» de una futura patria mejor8. Y es como complemento a una lucha política y concreta que nace el Grupo Ariel, como «refreno del espíritu» al impulso de esa tarea material (función consistente con la valoración de Rodó sobre Martí con que termina la carta a Catalá citada antes sobre la combinación de libertad con «inteligencia, cultura e idealismo»). Con raíz en Shakespeare, prosigue Rodríguez, el arielismo asume su versión latinoamericana mediante Rodó y su llamado, consistente con Platón, a alcanzar «el ideal de plenitud humana». La conexión con Martí se mantiene, pues él pedía que «en Cuba se lograse 'la dignidad plena del hombre»'. Rodríguez pasa entonces a evaluar la influencia de Rodó: celebra la concentración del mensaje a la juventud y la exigencia de que el ideal tenga aplicación práctica: «Aquí encontramos la parcela ética, definidora del libro, y en ella reside su valor». Esta es la parte «esencial» del mensaje del libro de Rodó, y por ella «merecerá hasta siempre el respeto nuestro, que el rasante del tiempo no logrará sesgar».

No es tan imperecedero, en cambio, «el lirismo tan incitador que transcurre por las páginas de Ariel» (p. 622). La crítica de Rodríguez va por el camino de las urgencias materiales de América Latina, pues nota una incompatibilidad entre «el hecho americano [...], aquel mundo mestizo, de hábitos coloniales y enjuta economía», y el consejo rodoniano de alcanzar «la perfección de la moralidad humana» mediante «el espíritu de la elegancia griega en los moldes de la caridad cristiana» (p. 623). Las circunstancias han cambiado, y hay demasiada pobreza e injusticia social para esperar una solución de la caridad o de la racionalidad clásicas. Los valores deben adaptarse a los tiempos, a «la faz de la época» (p. 624).

La conferencia pasa entonces a tratar un tema arielista por excelencia, a saber el papel del intelectual como conductor en la búsqueda de una identidad nacional. Reconociendo que hasta ahora en Cuba «ha sido una minoría» la que ha mantenido contacto con «la actualidad en las ideas», es necesario agrupar a estos intelectuales para un fin mutuo. «A eso viene 'Ariel'». Y el mensaje es ahora muy consistente con el de Rodó, aunque no se lo dice explícitamente: «el hombre de estudio vivirá separado de la masa sólo allí donde el apremio no le llame» (p. 626). El nombre que se reitera, en cambio, es el de Martí, y la frase una de las más famosas de «Nuestra América» (1891): «trincheras de ideas valen más que trincheras de piedra». En la última sección del texto pasa Rodríguez a presentar a Medardo Vitier, quien va a hablar de su especialidad: Martí.

Medardo Vitier es también autor de un importante ensayo sobre Rodó, publicado en 1945, que es consistente en términos generales con la apreciación de Rodríguez y que conviene comentar aquí9. Como su presentador de 1932, valora Vitier la obra e influencia de Rodó en los primeros años del siglo, fijando el límite alrededor de 1915, cuando «decreció el favor», aunque quizá «se ha ido demasiado lejos al reducir su importancia». Y aunque sus propuestas no tengan hoy la fuerza de otrora, para Vitier Rodó fue el iniciador del primer movimiento americanista del continente: «Hoy no se acepta unánimemente la solución, pero nadie discute que inició ese movimiento de ideas» (p. 117). Y nadie todavía ha propuesto una visión alternativa.

Admira el pensador cubano el estilo y estructura de Ariel, y aunque le resulte difícil encontrar «un párrafo que concretamente declare el pensamiento guiador», lo resume, en fin, diciendo que «Rodó plantea en América nada menos que la cuestión del sentido de la vida» (p. 119). Este asunto, que para el continente «era mucho en 1900», está relacionado con «el viejo humanismo» (p. 120). Pasa luego a comentar Ariel, deteniéndose en sus ideas morales, estéticas y políticas («cuidémonos de ver en Rodó un enemigo de la democracia. [...] Esta lección de juicio moderado, que evita derechas cerradas e izquierdas radicales, es hoy de las más aprovechables» [p. 122]) y en su visión de los Estados Unidos, y establece un contacto entre Rodó y el autor del libro El sentido humanista del socialismo, concluyendo que «lejos de desentenderse de los problemas sociales, [...] les dedicó su pensamiento y escritos muy sustantivos» (p. 124). La principal crítica de Vitier, suavemente expresada, concierne a lo concreto de la situación de América Latina: «Se olvida [Rodó] que estos países lo están haciendo todo a la vez». Hay que ir por partes, aunque sin descartar lo que dice el uruguayo: «Y claro que, lo primero, si tenemos cordura, será asegurar, mediante una organización más justa de las cosas, ese 'bienestar material' de que habló el propio Rodó, como base y condición de la vida superior» (p. 125). Es en este sentido donde se debe «rectificar en parte» la propuesta rodoniana, que es vaga en cuanto a «los cuatro o cinco problemas que tiene por resolver Hispanoamérica. [...] problemas inaplazables de raza, de tierra, de economía, de enseñanza..» (pp. 126-127). Con todo, «tenemos que agradecerle la meditación de una pieza tan llena de interiores armonías», y reconoce Vitier el eco universal y humanista de «la jerarquía que otorga el Maestro a la vida interior del individuo, asiento de valores» (p. 127). Vitier contribuye, entonces, una sutil y equilibrada lectura cubana de mediados de siglo; dos décadas y media más tarde aparecerá a una apreciación más urgente desde la izquierda, donde, como en Carlos Rafael Rodríguez, se habría de enfrentar a Rodó con Martí. Antes de pasar a ella y a dos antecedentes latinoamericanos, conviene hacer dos señalamientos sobre el arielismo cubano. El primero es que según el citado Diccionario de literatura cubana existieron dos revistas con el título Ariel en Cuba, ambas en la Habana, y las dos relativamente efímeras: en 1928 y en 1936. El segundo es que el Grupo Ariel también ahijaría una revista en Cienfuegos, que luego de varias reencarnaciones llega todavía a nuestros días, según informa su actual director, José Díaz Roque. La presente, cuarta época, comenzó en 1998, y continúa el homenaje al original Grupo Ariel de 1931, haciéndose eco del mensaje rodoniano10.




Rodó en la Cuba revolucionaria y dos interpretaciones precedentes

La interpretación más famosa de Rodó en la Cuba contemporánea ha sido sin duda la de Roberto Fernández Retamar, en su Calibán de 1971, con algunos agregados posteriores. Esta lectura desde la izquierda tiene algunos precedentes importantes, de los que convendría mencionar brevemente dos. Uno es Balance y liquidación del novecientos, del peruano Luis Alberto Sánchez (1941), un libro sugerente, erudito y algo desorganizado, del que surgen ciertas conclusiones más o menos específicas. La primera es que no es Rodó mismo el blanco de ataque, sino algunos de sus seguidores; así lo aclara en el prólogo a la segunda edición, donde explica que el libro fue escrito entre 1936 y 1939, «cuando en el mundo subía la oleada fascista», y los intelectuales dominantes, bajo «el disfraz de una prédica idealista» y aparentemente «panegiristas de la libertad teórica», eran en realidad materialistas y elogiaban «la autocracia»11. En el capítulo dedicado a Rodó, la admiración de Sánchez por el pionero, y su opuesta crítica a muchos de sus acólitos, es evidente. La meta de ataque no es Rodó sino algunos arielistas, que se limitaron a hacer «ilustración candorosa» y «oportunismo palabrero» para lograr sus propios fines de «confort», generalmente gracias a puestos en la política o diplomacia: «¿Ariel? A menudo sólo arielismo verbal, encubriendo un calibanismo efectivo, es decir, una gran traición a Rodó» (p. 98).

Con todo, hay alguna crítica a Rodó, pero de estatura leve comparada con las alabanzas. Al tratar sobre la postura antiyanqui de Rodó, dice que «era la suya, mera repulsa sentimental. No se cimentaba en nada lógico». La crítica se centra en la falta de una conciencia apropiada, es decir, marxista, del imperialismo: «Desde la cumbre del neoidealismo, Rodó no se detuvo en el problema del imperialismo; en este aspecto, confundió continente y contenido, forma y fondo» (p. 99). Pasa entonces a culpar a Rodó de abogar por «una oligarquía, cuya única base real tenía que ser, aunque no lo admitiera expresamente, la plutocrática, y por tanto, estaba condenada a vivir ligada al imperialismo» (p. 100). Reitera esta idea en el segundo terreno de censura, la idea de la democracia en Rodó, al aseverar que «Campeón de esa 'aristocracia del espíritu', Rodó no se mostrará entusiasta de la democracia» (p. 100). Sabemos, y lo han notado otros lectores menos apresurados como Carlos Real de Azúa12, que esta es una interpretación errónea de las ideas de Rodó, para quien la oligarquía era moral e intelectual, no basada en el dinero o la clase social.

Un tercer reparo, aunque más leve, aparece en el apartado sobre «el problema de América». Según Sánchez, la visión de personajes del pasado de América en Rodó (caso de Montalvo) es acertada, pero no sus juicios generalizadores sobre el continente, que le parecen vagos y expresiones de un «modelo occidental» y foráneo (p. 102). El capítulo dedicado al escritor tiene, hacia el final, una frase que captura la postura de Sánchez, a saber que las ideas de Rodó no fueron llevadas a la práctica por un sector de sus seguidores. Aunque lo celebraron de palabra, sólo cultivaron un «panamericanismo de las asambleas oficiales, bajo la solapada égida del imperialismo». Por ello, «todo eso implicaba una traición a Ariel, a Proteo y a Próspero» (p. 104). A una evaluación más pormenorizada de los discípulos de Rodó está dedicado el resto del libro: los «arieles» o «profetas de arielismo» son generalmente blanco de crítica, mientras que los «calibanes», un grupo que «por el sendero de la ciencia y de la ética, desdeñando la retórica, ahondó en el tema de la justicia y dirigió sus pasos hacia un concepto social de la vida» (p. 131), merecen mayor aprecio, evaluación con la que concordaría indudablemente el propio Rodó. Entre estos «calibanes», cuya apelación no es muy feliz ya que indicaría que sólo se dedican al utilitarismo y que son admiradores de los Estados Unidos, cuando ninguna de estas características es correcta, se encuentran los filósofos o escritores argentinos Alejandro Korn (1860-1936), José Ingenieros (1877-1925), Alfredo L. Palacios (1878-1965) y Manuel Ugarte (1874-1951); el poeta y político uruguayo Emilio Frugoni (1880-1969); y el mexicano José Vasconcelos (1881-1959) -todos ellos precursores o simpatizantes del socialismo en sus países. También tratados con cortesía son «los documentales», intelectuales comprometidos con la continuación de la tarea de construcción de una identidad latinoamericana que estaba tan presente en Rodó. Sánchez no usa estos términos, sino que habla de ellos como «amantes del libro», intelectuales por antonomasia, cuya contribución fue «su capacidad investigadora» (pp. 154-155). En este sector se ubican los hermanos Henríquez Ureña. Aunque no les da el valor de creadores («el que adivina o encuentra la senda», a diferencia del que meramente «aparta el follaje»), estos intelectuales cumplieron una labor relevante que se debe reconocer «en la cuenta del 900, al formular un balance y liquidación de su tarea» (p. 175).

En conclusión, Sánchez opina que su crítica del novecientos tiene la función de «facilitar futuras colaboraciones y crear un clima de solidaridad esencial en cuya eficacia creadora deposito mi esperanza» (p. 238). O sea que quiere, en definitiva, rescatar los valores que propuso Rodó, y espera que se lleven a cabo en la práctica. No se trata, en fin, de un verdadero ataque a Rodó, sino una evaluación de la actuación de quienes se declararon sus seguidores.

Un segundo texto izquierdista sobre Rodó es de Mario Benedetti, un uruguayo muy respetado en la Cuba socialista. Su actitud es la de reconocer las virtudes de Rodó y tratar de relacionarlas con los tiempos presentes. Frente a los «reproches» que se le hacen desde la izquierda, escribe Benedetti que «fuera más útil reconocer que la de Rodó fue una de las primeras voces que se alzó en el continente para reivindicar la común raíz latina de estos pueblos, y una de las primeras asimismo en relevar la posibilidad de oponer al poderoso del Norte todo un haz de naciones, unidas por la herencia, el idioma y el pasado comunes»13. Y aunque reconoce la queja (del citado Medardo Vitier) sobre la ausencia de un tratamiento del indio, y otras sobre la escasez de menciones sobre la realidad social del continente (aunque apunta a un temprano artículo, sobre «Nuestro desprestigio»), se opone a otras dos acusaciones que se le han hecho: la de que expresa cosas obvias, y la de que le faltan ciertos conocimientos técnicos a sus opiniones.

Responde Benedetti a la primera diciendo que obvio no es lo mismo que falso, y a la segunda mediante una cita de Pedro Henríquez Ureña en que se resalta la independencia y originalidad de Rodó. Y pide se recuerde su contexto: «La peor injusticia que puede cometerse con respecto a Rodó, es no ubicarlo, al considerar y juzgar su obra, dentro de un proceso histórico» (p. 99). Pero además, declara que una mirada sin prejuicios a la obra de Rodó lleva a admitir no sólo que la visión sobre los Estados Unidos, más allá de sus «carencias, omisiones e ingenuidades» (y ello motiva una larga nota en la que Benedetti rechaza algunos comentarios, ya citados en este texto, de Luis Alberto Sánchez sobre la visión de Rodó sobre los Estados Unidos y sobre su idea de la democracia - n. 9, pp. 107-108), fue «la primera plataforma de lanzamiento» para otras versiones más recientes; y que «la casi profética sustancia del arielismo rodoniano conserva, todavía hoy, cierta parte de su vigencia» (p. 102). Y aclara esto último mediante dos aspectos. El primero es el avance cultural de lo que Rodó denominó nordomanía, y que Benedetti relaciona con la presencia de elementos como la coca-cola, el Reader's Digest y la manera de hacer televisión, «todo se ha ido calcando sin mesura, en un estilo de grosera, inconsciente parodia, que era precisamente el más temido por Rodó». El segundo en realidad repite lo ya dicho antes (ver cita arriba de la p. 96), a saber que la voz de Rodó es, después de la de Bolívar, «la más tenaz en señalar la común raíz de estos pueblos» latinoamericanos que los hacen diferentes del Norte (pp. 102-03). Termina Benedetti este capítulo expresando un sentimiento bastante parecido al que remata el libro de Sánchez, sobre la continuada relevancia de la obra de Rodó como inspiradora de acción para las nuevas generaciones: «De los pueblos hispanoamericanos va a depender que la realidad corrija y mejore aquel futuro soñado por Rodó» (p 106).

En el siguiente y último capítulo Benedetti se dedica a dos aspectos centrales de la obra de Rodó: su estilo y sus ideas, que el biógrafo llama «obsesiones». Sobre el primero, declara que «no sólo es la parte más vulnerable de su labor literaria, sino también la más agotada, la más exangüe», pero hace dos aclaraciones. La primera es que ello no implica que sus ideas también estén agotadas; la segunda, de acuerdo con Emir Rodríguez Monegal, que en Rodó no hay sólo el estilo «de gran ensayo» de sus dos obras más famosas. Sobre sus ideas, toca sobre todo la relación de Rodó con la religión, tema complejo y que da para mucho meditar. Concluye Benedetti con su propio «balance» de Rodó; dice que no es justo confrontarlo con «estructuras, planteamientos, ideologías actuales»; y que pertenece al siglo XIX, pues no fue un anuncio de la literatura moderna, sino «un lujoso remate de una época que se extinguía» (p. 128). Las últimas oraciones son algo oscuras, y parecen hacer eco de otra obra que había publicado Mario Benedetti unos años antes, El país de la cola de paja (1960), donde hacía una dura crítica de la falta de honestidad de sus compatriotas. Dice ahora que, más allá de sus defectos, Rodó poseyó honestidad y dignidad, pero no parece estar muy seguro de si esos valores afectarán al presente (nótese la pregunta entre paréntesis):

En este sentido, su nombre irradia ejemplo hacia todas las épocas y generaciones, incluido (¿por qué no?) nuestro tiempo, tan propenso a las súbitas, rentadas contriciones, y -algo infinitamente más desalentador- a las explicaciones del arrepentimiento.


(p. 128)                


En conclusión, tenemos aquí otro escritor de izquierda que, aunque no conforme con algunas características de Rodó, en particular su estilo y su visión anticuada de la política, propone que todavía vale por su dimensión ética. Este es tema recurrente en las lecturas desde la izquierda, de las que la más famosa es la de Roberto Fernández Retamar desde Cuba.




Calibán

El ensayo de Retamar apareció por primera vez en 1971 y ha tenido varias reediciones. En la última, Todo Caliban (2003) (ahora sin acento), se incluye una noticia actualizada así como «Caliban revisitado» (de 1986), donde se dan más detalles del contexto del ensayo -el caso Padilla- y otros tres artículos sobre el tema14. En el primero de estos textos agregados el autor declara su visión del arte, que debe aplicarse a la realidad social, y recorre el efecto y la bibliografía («calibanología») que su ensayo ha inspirado desde su publicación original. Reconoce también Fernández Retamar que el contexto nacional e internacional ha cambiado desde los años setenta, con el fracaso de la URSS y una nueva confrontación entre norte y sur, pero que Calibán sigue siendo necesario como inspiración para un nuevo orden social.

El ensayo original también comienza haciendo referencia a su contexto: reciente polémica en torno a Cuba entre intelectuales europeos «(o aspirantes a serlo)» y latinoamericanos solidarios, y la pregunta que la situación le inspiró a un periodista europeo de izquierda sobre si existe una cultura latinoamericana. Esto lleva al autor a denunciar una visión colonialista de América Latina, y a la necesidad de establecer una propia identidad en contra de la «sospecha [de] que no seríamos sino eco desfigurado de lo que sucede en otra parte»15.

Vemos entonces que la cuestión de la identidad latinoamericana, que también motivó a Rodó, está en el origen del nuevo ensayo. El agudo argumento de Fernández Retamar quizás sea pasible de resumen aproximado mediante las siguientes proposiciones:

1. La identidad latinoamericana se debe entender mediante el concepto martiano de la América mestiza. Aunque se aplica a otras partes, es válido más específicamente en ese continente que en el resto del mundo (pp. 8-9). Aquí hay una primera referencia al mundo de Rodó, los países del Plata, que resulta algo ambigua:

a veces a algunos latinoamericanos se los toma como aprendices, como borradores o como desvaídas copias de europeos [...], así como a nuestra cultura toda se la toma como un aprendizaje, un borrador o una copia de la cultura burguesa europea [...]: este último error es más frecuente que el primero [...]; parece que los rioplatenses andan en esto menos diferenciados étnica pero no culturalmente.


(p. 25)                


No queda claro si se trata de un reconocimiento de que, por razones históricas de desaparición de la mayoría de los indígenas y de los descendientes de esclavos en Argentina y Uruguay, y su sustitución por ondas migratorias más recientes, los rioplatenses no son tan conscientes de su mestizaje; o si se trata de una crítica a su miopía frente a la situación del continente y a su mentalidad colonial. En todo caso, es una temprana referencia, en última instancia, al mundo de donde surgió Ariel.

Lo que une a caribeños y latinoamericanos, dice el ensayo, es justamente la lengua de los opresores, y esto lo lleva a presentar al personaje de Shakespeare que dará título al ensayo, y cuya famosa frase pasa a citar, en castellano y en inglés: «Me enseñaste el lenguaje, y de ello obtengo / El saber maldecir. ¡La roja plaga / Caiga en ti, por habérmelo enseñado!»

2. La identificación Calibán = Estados Unidos, que aparece en Rodó y en algunos predecesores, es desacertada. Luego de una discusión sobre la posible etimología de Calibán y la ambigua percepción eurocéntrica del amerindio (bondadoso o agresivo), pasa a rechazar la sugerencia de que Calibán sea los Estados Unidos, y prefiere la lectura de Renán que había identificado al personaje con el pueblo, «si bien para injuriarlo» (p. 22). Llega entonces a Rodó y su Ariel, «una de las obras más famosas de la literatura hispanoamericana» (p. 23), donde «implícitamente, la civilización norteamericana es presentada allí como Calibán (apenas nombrado en la obra), mientras que Ariel vendría a encarnar -o debería encarnar- lo mejor de lo que Rodó no vacila en llamar más de una vez 'nuestra civilización'» (pp. 23-24). Esta civilización no es meramente la de «nuestra América», sino la del Viejo Mundo todo. Reitera el error de hablar de los EEUU como Calibán, aunque comparte la opinión de Mario Benedetti de que el nombre equivocado para el peligro no quita el hecho de la identificación del peligro (p. 24). Cita otras lecturas que ha habido sobre La Tempestad en América Latina, aprobando sobre todo las marxistas (de Aníbal Ponce, Humanismo burgués y humanismo proletario, publicada en La Habana en 1962, y de Juan Antonio Mella, fundador del Partido Comunista de Cuba). Esta segunda proposición ha quedado plasmada en la frase más famosa del libro: «Nuestro símbolo no es pues Ariel, como pensó Rodó, sino Calibán» (p. 30).

3. Rodó es de admirar, pero más lo es Martí. A partir de este momento el ensayo acelera su mensaje político, y es claro indicio de ello el incremento de citas tanto de Martí como de quien aparece como su claro sucesor, Fidel Castro. Fernández Retamar reconoce que Ariel fue la inspiración del nombre de su propio ensayo, que es también «homenaje al gran uruguayo, cuyo centenario se celebra este año», aunque «no es raro» que «lo contradiga en no pocos puntos» (p. 34). Pasa ahora a dedicarse a Martí, a quien llama «el primero de nuestros hombres en comprender claramente la situación concreta [...] de 'nuestra América mestiza'» (p. 36). Empieza mencionando la larga espera de publicación en libro de las obras de Martí (hasta 1911) y llama a su «Nuestra América», de 1891, «el más importante documento publicado en esta América desde finales del siglo pasado hasta la aparición en 1962 de la Segunda declaración de La Habana» (p. 38). Mientras que, como decía Benedetti, Rodó representa el pasado, Martí representa el futuro -una visión compartida por Fidel, que comienza la Segunda Declaración con una cita de Martí.

Martí es claro y perfecto modelo para Fernández Retamar y su texto seminal es «Nuestra América», del que cita fragmentos que ilustran su fuerte americanismo y su desdén por la imposición de la cultura euro-norteamericana. Este famoso ensayo de Martí es bastante difícil de precisar en su desarrollo argumental, y a veces en su uso de lenguaje, con recurrente presencia del aforismo. Pero una impresión que surge claramente es su postura romántica frente a la cultura latinoamericana, que lo lleva a declaraciones como que «el libro importado ha sido vencido en América por el hombre natural» (p. 45). Y aunque también afirma «Injértese en nuestras repúblicas el mundo, pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas» (Ibidem), que es consistente con la postura de Rodó, y aunque se diferencia el cubano del uruguayo en su rechazo tanto de la cultura norteamericana como de la europea, se puede afirmar de este artículo de Martí que es tan vago en cuanto a detalle político como el Ariel.

Fernández Retamar es inequívoco en su preferencia y concentra su ataque, dentro de la trama de La Tempestad, en la figura de Próspero:

Es imposible no ver en aquel texto -que, como se ha dicho, resume de modo relampagueante los criterios de Martí sobre este problema esencial- su rechazo violento a la imposición de Próspero («la universidad europea [...] el libro europeo [...] el libro yanqui»).


(p. 46)                


No se queda la comparación en Rodó, sino que el ensayo pasa a enfrentarse a un contrincante mucho más obvio: Sarmiento y su dicotomía civilización vs. barbarie, y sus opiniones racistas sobre el pueblo americano (pp. 46-47); y luego torna su mira a dos escritores contemporáneos: Borges, «un típico escritor colonial» (p. 60) y, más acremente, Carlos Fuentes, en cuyo tratamiento vuelve a surgir el caso Padilla y la revista parisina Mundo Nuevo.

En la última sección («¿Y Ariel, ahora?») vuelve Fernández Retamar al tema de Ariel en el contexto de la revolución cubana. El ensayo asume rasgos de proselitismo político, con varias citas de discursos de Fidel (mencionado ocho veces en esta sección) y del Che (que merece otras ocho referencias), cuyas palabras, en una larga cita de una alocución a universitarios, casi cierran el ensayo. El mensaje es evidente: hay una urgencia de hablar de Cuba como el espacio donde se está construyendo una nueva sociedad y donde ya había indicios tempranos, en José María Heredia (con tres menciones), expresados «en el mejor español del primer tercio del siglo XIX» (p. 83) y sobre todo en Martí (con cinco menciones), de lo que sería la revolución. La teleología y el nacionalismo son rasgos notables del argumento.

En una «Posdata» de 1993, Fernández Retamar reconoce que su ensayo «acaso no existiría» sin el de Rodó, aquel «hermano mayor del que lo separan setenta y un años, no pocas ideas y la tersa prosa del gran uruguayo, y al que lo une lo demás, y en primer lugar el amor a nuestra América, a la verdad, al arte, al espíritu, hoy tan acorralados»16. Vemos entonces que como en los otros autores de izquierda, y además de una crítica desde lo material, hay en definitiva un profundo respeto por el autor de Ariel, y por el idealismo, esta vez en su realización en la Cuba revolucionaria17.




Una lectura reciente

El último texto cubano sobre Rodó viene de la filosofía: Jorge E. González Rodríguez, Rodó: prolegómenos de un siglo para la ética y la política, publicado en 200318. El libro incluye el prólogo de un académico de la Facultad de Filosofía de la Universidad de La Habana, Joaquín Santana Castillo, que además de celebrar el trabajo que le sigue, es en sí mismo un ensayo sobre la importancia continental de Rodó y de su impacto en Cuba. Entre los aportes de interés de su obra está la percepción de que Rodó «dio un giro» a la perspectiva decimonónica, sarmientista, pues en su modelo la civilización estaba «en lo cultural y en la fineza del espíritu», y lo bárbaro no ya «en la cultura de origen latino». Un segundo mérito del uruguayo fue el «apropiarse de símbolos de la literatura y ensayística europea», como Ariel, Calibán y Próspero, y re-codificarlos «en función de la América nuestra» (p. 16). También reconoce en Rodó un respeto por la democracia: «creía en esta y quería enriquecerla con un espíritu arielista» (p. 17). En este sentido, Ariel inspiró una serie de reinterpretaciones de los personajes y su simbología, sobre todo la de Calibán, por una serie de escritores latinoamericanos y especialmente antillanos, incluido Roberto Fernández Retamar. Un tercer mérito que nota el prólogo es el llamado a la juventud a que encarnase el espíritu de Ariel, al que acudieron los arielistas de todo el continente y que en Cuba se congregaron tanto en La Habana como en Cienfuegos. Del libro de González Rodríguez celebra Santana dos aspectos principales: el haber hurgado en la obra casi desconocida de Rodó (se sobrentiende que fuera de Uruguay); y el haber rescatado el valor del pensamiento filosófico, especialmente ético, de Rodó.

Por su parte, el libro de González es un cuidadoso estudio de la moral y la belleza en Rodó. Se trata de una lectura aprobadora por un cubano post-revolucionario, lo que demuestra que la izquierda puede seguir apreciando a Rodó. Y la razón es una vez más de carácter ético: Rodó significa valores no consumistas y una apuesta al idealismo. De alguna manera este interés estrictamente filosófico en Rodó se hace eco también de cambios recientes en la sociedad cubana, que desde principios de la década del noventa ha pasado por un duro «período especial» seguido de un creciente desarrollo del turismo y de la doble economía en la isla. He aquí las ideas principales de este estudio reciente.

1. Un tema principal de Rodó es la relación de América Latina con la modernidad. Más allá de otras cuestiones, como el muy mentado análisis de los Estados Unidos, es Rodó «uno de los primeros pensadores del siglo XX» que trata la modernidad desde el continente: «El problema planteado por el escritor uruguayo radica, a mi juicio, en lo siguiente: ¿qué métodos, qué vías, qué procedimientos, qué concepciones filosóficas, políticas y morales, conducirían a la superación de ese pasado y al acceso definitivo de Iberoamérica a la modernidad?» (p. 27). Esta preocupación aparece en toda su obra, y toma diversas formas: los valores religiosos en Liberalismo y jacobinismo (1906); su postura frente a la reforma constitucional que sugiere el proyecto de colegiado de José Batlle y Ordóñez; la educación y la formación de la personalidad en Motivos de Proteo y Proteo; el enfrentamiento, en Ariel, a la actitud utilitaria y consumista.

2. Un segundo tema es la democracia en Rodó, que se ve en este estudio como «un proyecto progresista, pues está intentando, por un lado, contrarrestar los valores morales y políticos negativos heredados de la llamada hispanidad y, por otro, los valores negativos que, provenientes de la modernidad europea y anglosajona, intentan incorporarse indiscriminadamente a la cultura iberoamericana de su época, lo que conduce a una idea de modernidad de cierta intermediación» (p. 28). El argumento para perseguir esta hipótesis tiene en cuenta las ideas filosóficas de Rodó, específicamente la relación entre ética y política, y entre tradición y modernidad.

El libro de González Rodríguez se desarrolla en tres partes: antecedentes y contexto, que trata sobre la herencia española y los posibles caminos de superación (liberalismo, positivismo, espiritualismo), con especial atención a Uruguay; la reflexión filosófica en Rodó, donde se nota una tendencia a la conciliación de los opuestos y a una fuerte conexión entre lógica, intuición y acción; y la figura de Ariel como símbolo de la modernidad iberoamericana, que implica una relación individuo-sociedad según la cual para mejorar la sociedad cada individuo debe desarrollarse primero y es un grupo de individuos de alto desarrollo moral quienes han de tomar una posición dirigente dentro de una democracia plena. «Si cada individuo busca en su interior la potencialidad de amor, de comprensión, de bondad, de armonía, de conciliación, de tolerancia que posee y, a través de su voluntad la transforma en sentimiento y acción hacia los demás, la sociedad se equilibra espontáneamente» (p. 149).

Aunque en varios momentos el autor expresa críticas a Rodó que están asociadas con una perspectiva marxista -por ejemplo, contra una valoración de los héroes sin tomar en cuenta su pertenencia a una clase social «que, indefectiblemente, defienden» (p. 107)- estos son momentos excepcionales en un análisis que es en general meridianamente positivo. El rechazo a ciertas posturas críticas sobre Rodó llega incluso a los que «han afirmado acerca de su ingenuidad en relación con el fenómeno del imperialismo contemporáneo, especialmente en el aspecto económico» (p. 133), que han sido típicamente izquierdistas. Y una premisa dominante de su análisis es la necesidad de concentrarse en lo que dijo Rodó, sin exigirle que haya tomado posturas que eligió o no fue capaz de tomar, y ver su utilidad para hoy:

Lo importante, a mi juicio, no es lo que el autor analizado dejó de decir o lo que debió decir, sino lo que dijo y la correspondencia de su pensamiento con su presente espacio-temporal y lo que de él se pueda derivar para el futuro.


(p. 32)                


Las conclusiones que en este sentido propone este estudio es notar, en primer lugar, que las preocupaciones profundas de Rodó son todavía relevantes, y mucho, al mundo actual. Aunque no se puede, obviamente, aplicar todo su pensamiento al hoy, hay aspectos que tienen «una actualidad innegable», como el que se expresa con una pregunta retórica: «¿Los valores éticos que promueve (la solidaridad, el desinterés, la democracia, la tolerancia, etcétera) son exclusivos del XIX e inactuales?» Una consecuencia política que se sigue de esta lectura es que «Hay una lucha en él contra la oligarquización, burocratización y corrupción del sistema político» (p. 153). Y también vale Rodó para evaluar la tendencia actual «al utilitarismo como móvil ético único», que mutila «la vida interior de los individuos y atenta contra los elementos superiores de la existencia racional y contra el sentimiento de lo bello, ¿es ello, acaso, inactual?» (p. 154). En fin, serían por lo menos dos los valores prácticos aplicables a los tiempos presentes que podemos aprender de Rodó, a saber,

• su «crítica al capitalismo desmedido (utilitarismo, egoísmo, competencia salvaje como esencia del modelo)»; y

• el rescate de una teoría de la ética que está basada en los valores.


(pp. 154-55)                


Esta evaluación resulta convincente y exacta, y demuestra la utilidad actual de las ideas de Rodó. Y es también compatible con las varias lecturas que ha tenido su obra, desde diversas perspectivas, en América Latina en general, y en Cuba en particular, a través del siglo y pico que nos separa de Ariel. Ya hubo algo de esto en la postura de la revista cienfueguense Ariel, que, en palabras de su actual director y resucitador del proyecto del primer Grupo Ariel, intenta mantener «el aspecto de la obra de Rodó que nos sigue pareciendo más inspirador: la defensa de la identidad cultural de nuestra América, desde la actual perspectiva histórica, entre los varios alientos espirituales que nos transmitió» (correspondencia citada).

De alguna manera todos los autores reseñados aquí, la mayoría de los cuales postulan lecturas desde la izquierda, han sido afectados por el idealismo de Rodó. Los hermanos Henríquez Ureña se declaran «propagandistas» de su mensaje y su contemporáneo Jesús Castellanos lo evocó como antídoto contra la desidia de las clases ilustradas cubanas de principios de siglo; Carlos Rafael Rodríguez celebró «la parcela ética» de Rodó, compatible con las ideas de Martí, y también reclamó el liderazgo de los intelectuales en la transformación de su país; Medardo Vitier vislumbró el potencial ético y estético de lo que denomina el «viejo humanismo» de Rodó, que le merece profundo respeto más allá del reconocimiento de que el continente requiere tareas más apremiantes. El siguiente grupo, de inspiración marxista, también revela un hondo reconocimiento allende las críticas que le motiva la obra de Rodó: Luis Alberto Sánchez se concentra en la hipocresía de los arielistas, que han fallado en la transmisión del llamado del maestro; Mario Benedetti rescata la función americanista pionera de su compatriota, y su dignidad y nobleza de espíritu. El caso de Fernández Retamar, autor del análisis más interesante y agudo desde el marxismo, no puede ser entendido fuera del contexto nacionalista de la revolución cubana, en esos momentos blanco de ataques; el uso que hace de Martí (y hasta de Heredia y otros escritores coterráneos) en contraposición con Rodó está signado por esa contingencia. Con todo, hay en el ensayo (y en otros trabajos del autor, como su Para una teoría de la literatura hispanoamericana) también un hondo reconocimiento de la obra del pensador uruguayo. Por fin, el caso de González Rodríguez, basado explícitamente en la dimensión ética de Rodó, es una suerte de renovación de las posturas del arielismo temprano.

Todos estos lectores de Rodó, en fin, han admirado la obra del uruguayo a su modo y todos han aprobado su mensaje americanista; y aunque casi todos (exceptuando González Rodríguez) han criticado su falta de especificidad en cuanto a un programa que se enfrente a las urgencias concretas de América Latina, todos fueron inspirados por él a seguir buscando soluciones prácticas al momento que les tocó vivir. Señal ello, seguramente, de la longevidad del proyecto arielista.







 
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