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La Regenta y el mundo del joven «Clarín»


Juan Oleza


Universidad de Valencia

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A los treinta y un año puso «Clarín» manos a la obra. Aproximadamente dos años después, en junio de 1885, remataba la faena con el segundo volumen en la calle. Poco antes, en abril de ese mismo año, le confiaba a su amigo Pepe Quevedo la profunda y extraña emoción que había sentido al acabar, por primera vez en su vida, y a los treinta y tres años, una obra de arte1. No es que «Clarín», a esta edad se considerara demasiado joven. Del padre de Ana, don Carlos Ozores, dice «Clarín» «que ya no es joven» cuando tenía «treinta y cinco años» (IV, p. 226)2. Y sin embargo, para producir una obra de arte era un hombre joven, y en el conjunto de su evolución, y si comparamos esta etapa con la que seguirá a partir de los últimos años ochenta, el «Clarín» que escribe La Regenta es, con toda justicia, «el joven 'Clarín'».

En mi edición de la novela he tratado de demostrar que ese «joven 'Clarín'» no es una mera referencia cronológica, sino que supone todo un mundo intelectual, toda una forma de situarse en la vida, todo un concepto del arte y de la novela, todo un universo ideológico, en definitiva, que se diferencia notablemente del propio del «Clarín» posterior y que si llega a este último es por ruptura y transformación profunda del primero. Del joven «Clarín» al «Clarín» maduro son bastantes cosas las que -traumáticamente- cambian, pero cambia sobre todo la estructura de su mundo, la articulación misma de los elementos del conjunto.

Pues bien, con estas líneas quisiera mostrar, justamente, que La Regenta se integra de lleno en el mundo del «joven Clarín», tanto en el detalle como en la estructura, y que lejos de ser el producto   —164→   más o menos intemporal de un «Clarín» más o menos constante supone, bien al contrario, la cristalización artística de muchos de los ingredientes que conforman al «joven 'Clarín'», y que se disolverían con la crisis irreversible de su concepción del mundo.






ArribaAbajoI. Circunstancia y novela

Como novela, La Regenta se abastece de las circunstancias históricas bajo las que fue producida y de las propias experiencias biográficas de su autor. Nos topamos con el Casino, minuciosamente descrito en el capítulo IV, y desde el que escribía sus paliques, como cuenta A. Posada (1923), o en el que jugaba al tresillo y al billar según Cabezas (1962) y Gómez Santos (1952), o en el que finalmente se enredaba en deudas clandestinas, no confesadas a Onofre y resueltas de tapadillo gracias a Fernández Lasanta, como revela su carta del 26 de noviembre de 1890 al editor (Blanquat y Botrel, 1981). Las angustias de las deudas irán a incorporarse al material narrativo de Su único hijo, pero el mundo del jugador está ya plasmado mucho antes, en el temprano relato «Jorge, diálogo pero no platónico», recogido póstumamente en Doctor Sutilis. En él plantea Alas una nada disimulada defensa del juego: «Desengáñate -escribe-; el juego no es broma. Es como la vida, es como la metafísica... O ser santo... o jugar». Pero es que además numerosos personajes aparecen robados al entorno mismo de «Clarín». Las manías eruditas del Capitán Bedoya son las mismas atribuidas a Cánovas, de quien decía «Clarín» que: «Es bibliógrafo con algunas de las ventajas del oficio y todas las desventajas de la manía. Si se trata de historia de la literatura, piensa que lo principal es tener él en casa libros que no haya visto nadie ni por el forro [...]». Y si se suele pensar que los marqueses de Vegallana fueron inspirados por los marqueses de Canillejas, es curioso notar que la manía del marqués de contarlo y medirlo todo recuerda inevitablemente a don Manuel Barzanallana, el marqués que solía presidir el Senado, y que «tenía la manía de medir todos los monumentos públicos que visitaba, y las plazas, los paseos, las montañas, las calles, etc., etc.» (Cánovas, p. 103).

Y hasta qué punto La Regenta revolvió las conciencias de muchos ovetenses, que se sintieron reconocidos y, por ello, agredidos por la novela, lo demuestra el escándalo que se formó en la ciudad a la publicación de la misma, con la acusación a «Clarín», por parte del obispo Martínez Vigil, de ser «un salteador de honras ajenas»3.

¿Cómo no iban a sentirse reconocidos los ovetenses si algunos críticos, como Ventura Agudiez (1970) o G. Sobejano (1976) han   —165→   podido ir desentrañando el urbanismo del Oviedo real en el ficticio de Vetusta, reconociendo barrios, calles, templos, parajes, etc.? Y es que como escribe «Clarín» en «Del Naturalismo» (La Diana, 1882): «los naturalistas se atienen por lo común al círculo geográfico que les señalan sus observaciones reales. Y la capital y las provincias son casi siempre el teatro de sus invenciones»4. Tan cercano está el narrador a las vivencias de los años recientes del joven Alas que el lector atento no habrá pasado por alto las diversas ocasiones en que presupone todavía un narratario, o un lector ficticio, como se prefiera, madrileño, al que se dirige inconscientemente en el capítulo XIII al describir «las sillas de posta antiguas, que todavía hacen el servicio del correo en Madrid desde la Central a las Estaciones» o «un columpio de madera, como los que se ofrecen al público madrileño en la romería de San Isidro» (p. 583).

Ana, por otra parte, revive algunas de las experiencias más íntimas, ya no del joven, sino del adolescente «Clarín», como ese «sentimiento de la Virgen» que «no se parece a ningún otro» y que es una «locura de amor religioso» (IV, n. 55). Leopoldo Alas lo había vivido inseparable del amor por la madre, como ha demostrado Pérez Gutiérrez (1975), quien establece un claro paralelismo entre las crisis religiosas y psíquicas de Ana y de «Clarín». Y si Ana proyecta escribir un libro de poesía «A la Virgen», no hace sino seguir los pasos de «Clarín», que lo había escrito con el título de Flores de María, poesías morales y religiosas (Martínez Cachero, 1952). Y si en ese mismo capítulo IV Ana se ve sobrecogida de «espanto místico», en la soledad de la montaña y recitando sus poesías, es porque Leopoldo, que en su adolescencia pasaba las horas a la sombra de un peñasco, allá en Santoña, mirando al mar y a las nubes con un libro en la mano, se vio también sobrecogido, una tarde, por una visión mística del Altísimo, en el centro mismo del Empíreo, rodeado de los coros celestiales (Posada, 1946, pp. 71-72).

A fin de cuentas una de las claves de la verosimilitud de la novela, de la profunda credibilidad de sus páginas, radica en la identidad generacional de Ana y de «Clarín», que participan de las mismas experiencias históricas. Si Ana nace hacia 1850 (IV, n. 9) y «Clarín» lo hace en 1852, los dos viven el largo y complejo proceso de la revolución burguesa, con sus conspiraciones románticas, y de las desamortizaciones, tantas veces aludidas en la novela (ns. I, 33; XII, 56 y 57; XX, 5 y 7), y que transformarán la estructura económica feudal del país en estructura capitalista. Los dos conocen los espectaculares procesos de acumulación de grandes fortunas por la especulación (Salamanca, Campo), la entrada del capital extranjero en la industria y en la infraestructura viaria, la formación de un proletariado industrial, proceso bien vislumbrado -aunque   —166→   de lejos-, en la novela (ns. I, 34; IX, 15; XV, 3; XX, 19 y 20; XXII, 35); los dos asisten a la revolución de 1868 y, posteriormente, a la Restauración, al nuevo entendimiento de Iglesia y Estado para consolidar el Régimen. A las remodelaciones urbanas incorporadas por el capitalismo. A la tercera guerra carlista (1872-1876), protagonizada por Carlos VII, y después de la cual tanto el partido como la Corte en el exilio pervivirían gracias a señores como don Francisco de Asís Carraspique (XII, n. 1). Los dos saben de indemnizaciones patrióticas (IV, n. 20), de amnistías (IV, n. 29), de Garibaldi y de la unificación italiana (IV, n. 36), de la guerra ruso-turca, en 1877-1878, paralela a la acción de la novela (VI, n. 18 y XIX, n. 15), de la rendición de Metz, de la caída de Napoleón III y de la unidad alemana (VI, n. 24), de la martirizada evangelización del Japón (XV, n. 10), de la «guerra chiquita» de Cuba (XVI, n. 52), de la política de unión ibérica, impulsada por S. Olózaga y por Prim (XX, n. 2), o de la amenazante prosperidad y de la diferencia civilizatoria de Estados Unidos de América (XVIII, n. 18). La Regenta es así un enorme depósito de materiales históricos profundamente compartidos por el autor y por la protagonista. Al contrario que en Su único hijo, en La Regenta subyace la necesidad de un balance vital, por el que la experiencia histórica y personal del autor es proyectada, de manera tan inevitable como oblicua, sobre la ficción.




ArribaAbajoII. Prefiguraciones y pretextos

Si La Regenta aparece empapada de la experiencia biográfica y del entorno histórico del joven «Clarín», vamos a comprobar cómo, desde otro punto de vista, muchos de sus motivos, temas, situaciones y personajes se hallan esbozados, preelaborados, intuidos o plenamente desarrollados en su obra anterior y contemporánea, a modo de hitos que marcan su mundo obsesivo. Lo que sigue debe entenderse como una reducida selección de esos hitos. A veces se trata tan sólo de palabras aisladas, aunque sintomáticas. Es el caso del simbólico nombre de Vetusta, con el que «Clarín» bautiza a esa ciudad tradicional, provinciana y envejecida de la Restauración, que protagoniza colectivamente su discurso, y que ya había aparecido como connotación adjetiva en «El diablo en Semana Santa», cuando el diablo se acerca a la «ciudad vetusta», «una ciudad muy antigua, triste y vieja, pero no exenta de aires señoriales y de elegancia majestuosa». También el simbólico rótulo del periódico reaccionario de Vetusta, El Lábaro, había sido experimentado previamente, nada menos que en su primer intento novelístico, Speraindeo (1880). Y de ahí pasó la ocurrencia a Un viaje a Madrid (1886), libro inmediato a La Regenta, donde viene a simbolizar el catolicismo más reaccionario, del que intenta desligar a Menéndez y Pelayo (p. 27).   —167→   Tal como aparece en La Regenta, El Lábaro es el referente ficticio de la prensa ultramoderna de la Restauración (y especialmente de El Siglo futuro), contra la cual el joven «Clarín» se declaraba cada día en guerra abierta desde las páginas de El Solfeo o de La Unión. Y si en el capítulo XXVII, Ana, a orillas del río Soto, deja a las truchas escapar muertas de risa mientras su imaginación vuela por una soñada geografía homérica, llena de preciosos topónimos (Cefiso, Tempé, Escamandro, Taigeto, Lesbos...), no otra cosa hace la «mosca sabia» con ayuda de cartas geográficas en el relato del mismo nombre. Por otra parte tanto el cementerio, tras el entierro de don Santos, como el sueño de don Pompeyo, en el que se cree de cal y canto y con una brecha en el vientre por la que entran y salen gatos y perros, o como la humedad de los pies, anticipadora de su propia muerte, son elementos que nos remiten a ese inquietante relato de 1882, «Mi entierro», escrito en Zaragoza, y en el cual el protagonista narra su propia muerte, acaecida por humedad en los pies, y el grotesco velatorio. Uno de los motivos más socorridos del «Clarín» periodista es el del famélico maestro de escuela, en cuya boca pone, por poner un ejemplo, y en unos versos de 1875 (ESo5, 30 del 5), la siguiente declaración: «Nuestra vida es la apariencia / de un reflejo del infierno (...) ¡El que llega a no comer / cuántas verdades alcanza! / El vacío de la panza / ya es un paso hacia el no ser (...) ¡Yo sólo sé que no como! (...)». En el capítulo XXII de La Regenta no sólo vemos morir de hambre a don Santos, sino comentar filosóficamente el hecho a «un maestro de escuela perseguido por su liberalismo... y por el hambre».

Una situación que debía divertir a «Clarín» era la de los banquetes sobrellevados con grandes borracheras, discursos sarcásticos, tiernas declaraciones de principios, confusos debates, etc. Como la que protagoniza Juanito Reseco en el capítulo XX, y que acaba con él bajo la mesa, o como la que, casi idéntica, le había precedido en el cuento «Post Prandium», de 1876. En Su único hijo, Bonis Reyes representará una variante, aunque sin acabar bajo la mesa.

Si de los simples motivos pasamos a unidades textuales más complejas, como los personajes o los temas, la evidencia de las profundas conexiones de La Regenta con textos anteriores se multiplica y adensa, hasta convertir la novela en un gran «collage» de materiales previamente elaborados.

Así, uno de los núcleos temáticos de mayor relieve de la novela es, sin lugar a dudas, el de la sensualidad, que como un pulpo desmesurado extiende ventosas en múltiples direcciones: la sensualidad y el amor, la sensualidad y la Iglesia, la sensualidad y la familia, la sensualidad y el erotismo, la sensualidad y la música... Pero tal vez el más espectacular de los ejes del complejo tema de   —168→   la sensualidad sea el que reúne y contrapone a un tiempo la aspiración mística y la voluptuosidad. En el capítulo XXIII la narración de la Misa del Gallo hace aflorar una obsesión muy clariniana, la de la gozosa espectacularidad y ricos ceremoniales de la Iglesia católica como institución. El tema es muy temprano en «Clarín», y lo encontramos ya en un artículo de ESo del 28-XII-1875, antecedente de El diablo en Semana Santa. Comentando la sensualidad del ceremonial de la Misa del Gallo exclama «Clarín»: «¡Cómo alegra el alma todo este espectáculo -siempre es mi amigo el que habla- aquí, en esta orgía mística nos damos la mano las dos sectas más opuestas: los sensualistas adoradores de la Naturaleza en sus más alcohólicas y mórbidas manifestaciones, y por otro lado los ascetas, católicos, que en este solemne aniversario sacan la tripa de mal año y viven, por unas horas a lo menos, la vida de la naturaleza... ¡loor a la Misa del Gallo, punto de contacto entre católicos y materialistas, entre el establo de Belén y los establos de Epicuro!». El tema será retomado en El diablo en Semana Santa (1880), en el que un diablo deseoso de jolgorio acude a celebrar la llegada de la primavera a la catedral de una ciudad, y echa su aliento de fuego sobre una ceremonia religiosa, provocando una ola de sensualidad y deseos extraordinarios en todos los asistentes, que se desahoga como revolución de las carracas.

En el capítulo XVIII se extiende «Clarín» sobre el beaterío vetustense, sobre esas «devotas de armas tomar, militantes como coraceros», que acechan con gran excitación la incorporación de Ana a la tribu. El tema de las «beatas» había preocupado tempranamente al joven «Clarín», que le dedica un premonitorio artículo costumbrista en ESo del 23-X-1875. En este trabajo distingue «Clarín» entre las beatas rurales de las tristes poblaciones castellanas y «la beata de Madrid», que «vive en el mundo» y «es la virgen cristiana, es la heroína del corazón de Jesús», dispuesta a «sacrificar hasta el pudor (que jamás puede sacrificarlo una mujer) por la causa santa». La beata lo es por culpa de un hombre. Pues: «¿quién tiene la culpa de que tantas mujeres (porque son muchas) se conviertan en otros tantos Quijotes con devocionarios? ¡Sus directores espirituales!».

El entusiasmo de don Víctor por el teatro español barroco y por los conflictos de la honra es el reflejo del entusiasmo que «Clarín» sentía por el tema. La honra y sus cuestiones es tema básico de La Regenta y de Su único hijo, a más de algunos de sus relatos. Tomemos un texto prácticamente contemporáneo a La Regenta, el primer folleto literario, Un viaje a Madrid, de 1886, y escuchemos a «Clarín» exaltarse ante el caso de honra de un drama de Echegaray, heredero de Calderón en el tema, De mala raza: «produce la más real belleza dramática, y habla en la escena como se hablará de fijo en el terrible caso que presenta, cuando las perfidias del   —169→   mundo obliguen a dos amantes esposos a semejantes coloquios que huelen a cadáver (...). ¡Las cosas que Carlos le dice a su mujer! ¡Qué indagatoria! Por signos aparentes no se puede conocer la inocencia: todo aquello que la mujer honesta dice, podía decirlo la mujer adúltera, tal vez mejor: el marido quiere ver, quiere ver el rostro, los ojos sobre todo, y los brazos que se interponen suplicando le estorban, y los aparta, y se los ciñe a su mujer a la espalda, como un hierro de presidio (...) quiere la verdad, nada más que la verdad; y eso es lo único que no pueden presentarle (...). Yo lo confieso: recuerdo pocos momentos de los mejores dramas modernos tan grandes como este» (pp. 69-70). A pesar de su ironización del tema en La Regenta, Su único hijo, «La tara», etc. y de sus soluciones a la moderna, «Clarín» se sentía realmente sugestionado por los casos de honra.

Un tema curioso arraigado posiblemente en el subconsciente de «Clarín», y con hondas repercusiones en su vida, como ha estudiado García Sarriá (1975), es el de la contraposición entre el amor pagano y el amor cristiano, o entre la mujer sensual y la mujer ideal, que pudo tener una primera definición biográfica en Julia Ureña, la prima de Leopoldo, y en Onofre, su mujer, pero que en todo caso se refleja en su obra y que adquiere una matización pintoresca: la del color del cabello. Laura de los Ríos (1965) ha esbozado una teoría al respecto, la del amor rubio y el amor moreno. El amor rubio sería el amor puro, ideal, irrealizable, pero también cuando se consuma, el amor pacífico, el cariño conyugal, sin turbulencias, sin sobresaltos. Rubias son, por ejemplo, la marquesa de Híjar y su hija (Pipá), Caterina Porena (Superchería), Rosario (El Señor), María Blumengold (La rosa de oro), Cecilia Pla (El entierro de la sardina), etc. Por el contrario, el «amor moreno» encarnaría el amor pasión, el amor pagano, lo sensual. En este sentido, quizá sea en Cuesta abajo y en el relato de las dos hermanas, Emilia y Elena, donde mejor y más claramente manifieste «Clarín» esa bipolaridad rubio-moreno, sensual-ideal. No es de extrañar, pues, que el «rubio» de la carnal Obdulia sea «sucio, metálico, artificial», y que tanto la Regenta como su precedente, la Jueza de «El diablo en Semana Santa», sean morenas.

«Clarín» reflexionó a menudo sobre la condición femenina, y ese es uno de los temas en que su pensamiento más se transformó con el paso de los años. En el «Clarín» anterior a La Regenta la denuncia de la desigualdad adquiere tonos muy definidos. Así en un artículo de El Solfeo de 22-II-1878, hace suyas las palabras de Rodríguez Solís, «El hombre ha prostituido a la mujer», y atribuye la principal responsabilidad a la iglesia y a los legisladores. Reconoce «Clarín» la discriminación a la que la somete el derecho, la represión ideológica en que es educada por el ultramontanismo ambiente, la utilización interesada por parte del hombre, y sobre   —170→   todo del viejo («el matrimonio se ha constituido como caja de retiro para los achaques de la vejez» escribe en Solos, comentando El buey suelto de Pereda), y la dependencia económica de la mujer, analizada magistral e irónicamente en «El amor y la economía» (cifr. Lissorgues [1980], pp. 126 y ss.), artículo en el que desenmascara la falta de amor en muchas casadas, que han ido al matrimonio «porque lo primero de todo es vivir». Para «la joven de la clase media», sin dote por lo general, «todo su porvenir está encerrado en atrapar marido; la lucha por la existencia se determina en este sentido». En el amor el hombre puede permitirse el lujo de ver la parte no utilitaria, pero la mujer está obligada a ver el modus vivendi. Y en él se conduce como el hombre en los negocios. «¿Qué un negocio sale mal? Pues a otro. A esto lo llamamos entre nosotros, actividad, valor, inteligencia, etc.; en la mujer, infidelidad, falsía, astucia, egoísmo... ¡Qué sé yo!». Ante esta situación: «Una de dos: o hagamos ricos a todos los hombres para que la mujer pueda escoger, no según la economía sino según el amor, o... y esta es mi tesis... o pongamos a la mujer en condiciones de ganarse la vida, de ser económicamente libre, independiente». La posición crítica frente al matrimonio le lleva a comentar con sorna, en esta época, dejad la ceremonia nupcial para «el último día de la unión en la Tierra: Al morir uno de los esposos, la Iglesia y el Estado, previa declaración de las partes podrían decir en conocimiento de causa: este fue matrimonio, todo lo demás es prejuzgar la cuestión» (La Publicidad, 11-VI-1880). Lissorgues (1980, pp. 27-28) ha constatado cómo, sin embargo, cambia su posición en 1892, en la crítica de La tierra prometida, de P. Bourget, en la que aprueba la batalla de este contra el adulterio, «peligro social y moral (...) tan protegido, hasta mimado por gran parte de las letras contemporáneas». En «Nietzsche y las mujeres» (El Español, 6 y 7-IX-1899) «Clarín» aparece como un entusiasta irreversible de la institución: «Jesús consagra al matrimonio -para mí la salvación de la vida civilizada-, con la solemnidad sacramental, haciéndole uno, singular, indisoluble. Eso es lo más grande que se ha hecho en el mundo por la verdadera, natural, dignidad de la mujer...».

Y es que, a medida que el tiempo pase las opiniones de «Clarín» respecto a la mujer irán tiñéndose de conservadurismo. El primer síntoma tal vez sea su recelo a hablar de la esclavitud de la mujer («lo que hay que demostrar es que no hay tal esclava», dice, comentando a Nietzsche, o rechaza la interpretación que hace Emilia Pardo Bazán de la Tristana de Galdós, al definirla como un caso de «esclavitud moral de la mujer»). El segundo es su obsesiva defensa de la desigualdad natural de mujer y hombre, tras la cual aflora, inequívocamente, la necesidad de subordinación de aquella o este. Así satiriza «Clarín» un hipotético futuro en el que «todas las mujeres, con posibles, quisieran ser médicas, abogadas, periodistas,   —171→   ingenieras, catedráticas, etc., etc... como quieren ser todos los hombres (...). ¡Cómo se echaría entonces de menos una carrera que debía seguir la mujer! (...) ¡la carrera de mujer como eran casi todas, antes de haber tantas carreras para las mujeres!». (La Correspondencia, 18-XI-1892). El paso inmediato es la sátira de la «educación hombruna», de la «emancipación intelectual» de la mujer, de las mujeres literatas o académicas. Y es que aun cuando «Clarín» repite una y otra vez que la mujer no es inferior ni superior al hombre, sino simplemente diferente, por lo que no debe de ningún modo imitarle («El feminismo es una cosa discutible, el marimachismo, una cosa insufrible», Madrid Cómico, 2-XII-1899), esa «diferencia» presupone una subordinación. Así, lo específico de la mujer «es el sentimiento», «el predominio de lo inconsciente», el pensar a través de mecanismos de ensoñación... Es cierto que hay algunas mujeres de mucho talento, «pero sin ofender a nadie, no cabe duda que, en general, comparadas con los hombres se quedan tamañitas, lo que son ellas más guapas» (Madrid Cómico, 1-VIII-1891). Y es que el cerebro en la mujer es peligroso y la «amasculina»: «Esto es lo que no quieren y tal vez no pueden comprender las mujeres varoniles: que nosotros, aun en presencia del más robusto ingenio, ante la más acreditada forma de un talento de hombre superior... en una mujer, suspiramos por algo que falta (...) falta para que haya allí todo lo femenino ideal que tanto necesitamos los que somos masculinos completamente». Aunque «Clarín» reconoce que hay intelectuales a lo femenino (Safo, George Sand), sin embargo tiende a generalizar la actividad intelectual como masculina, y llega a preguntarse: «¿Tiene una señora derecho a escribir como un hombre? Es indudable. Como llegará a tenerlo para sentarse en el Congreso. Al hombre le quedará el recurso de no casarse con una diputada». (Museum, pp. 54 y ss.).

Y es que a «Clarín», desde siempre, incluso en su primera época, le gustó hablar de lo «eterno femenino», pero el «Clarín» joven que denunciaba el machismo de fondo de don Carlos o la discriminación jurídica de la mujer, acabará rebelándose, años más tarde, y como Nietzsche, «contra esta otra necedad de la Europa democrática, igualitaria, emancipadora, que también quiere la igualdad jurídica de los sexos». En un trabajo harto revelador de sus últimas posiciones, «Nietzsche y las mujeres» (El Español, 6 y 7-IX-1899), «Clarín» comenta, sin condenarlas «en absoluto las opiniones de Nietzsche acerca del feminismo», lo único que le escandaliza es su manera brutal de decir las cosas, y ciertas afirmaciones excesivas. Incluso colabora con nuevos argumentos. Así cuando afirma que «ningún hombre de genio, lo que se llama de primera, ha sentido jamás el prurito de emancipar a la mujer», o cuando teoriza sobre el papel de la mujer en el cristianismo, que puede llegar a ser madre de Dios, pero no diosa: «Para el cristianismo no hay diosas».   —172→   «Clarín» acaba abogando por crear «otra tendencia, para bien de la mujer, que podría llevar legítimamente el nombre de feminismo, porque se consagraría al progreso de las mujeres, a su mejor educación, a su derecho, a su felicidad... sin reconocerlas la equivalencia masculina; viendo en ellas, naturalmente, algo, no superior ni inferior al hombre, sino de diferencia complementaria. En algunas reivindicaciones, esta tendencia coincidiría con el feminismo actual (verbigracia, en el procurar para el sexo débil medios de vida económica autónoma, entregándoles los oficios que fueran realmente propios de la mujer); pero en la mayor parte de las cuestiones particulares se separaría del prurito emancipador, según hoy se entiende».

En La Regenta predominan claramente las opiniones de la primera época, del «Clarín» joven, y uno de sus temas centrales es el de la frustración de Ana como mujer.

Quisiera abordar ahora un tema que me parece de una trascendencia fuera de toda duda, y certifica una vez más hasta qué punto La Regenta acoge materiales previamente elaborados. A «Clarín», como posteriormente a los noventayochistas, le llegaron a obsesionar la hinchazón retórica y la grandilocuencia que impregnaban el discurso social contemporáneo, hasta convertir a todo el país en una comedia representada en la tribuna, y representada en estilo asiático, al modo de don Saturnino Bermúdez. Pero el precedente más directo del tema, tal como aparece en La Regenta, son dos deliciosos artículos satíricos publicados en 1876 (ESo, del 9 y del 17 de enero), bajo el título genérico de «La oratoria sagrada», en los que arremete «contra los oradores de moda» en la sociedad elegante, «de cuyo histerismo místico no es posible dudar». ¿Cómo son y qué condiciones reúnen estos oradores de boudoir? En primer lugar, mucho utilitarismo y sentido práctico, nada de arte por el arte ni religión por la religión: «el arte por el lucro», «aquí de lo que se trata es de medrar». Fray Luis de Granada, Juan de la Cruz, Bossuet, Fenelon no podrían soportarse hoy, «les faltaría ese perfume aristocrático que hace hoy la delicia de nuestras damas y sietemesinos (...) Mi presbítero debe ser guapetón, fornido, coloradote; un Hércules bajo un balandrán, mejor, Aquiles con la rueca y disfrazado con faldas». «Clarín» divide la oratoria sagrada moderna en dos secciones: «primero, oratoria de presbítero guapo, segunda, oratoria de presbítero feo». A la primera le corresponde un público de «damas nerviosas, de corazón sensible, entusiástico y propensas a las cavilaciones y encrucijadas de los sentimientos alambicados». Su repertorio bibliográfico debe basarse en obras como El genio del cristianismo, «obras donde la religión se hace entrar por los ojos y por los oídos». Le conviene un poco de misticismo,   —173→   pero no demasiado, justo el compatible «con los salones de las marquesitas y las bomboneras de las duquesas». El orador de moda describe «un cielo a medida del deseo femenino que le escucha. Cielo de ruidos y de colores, músicas y responsos, tramoya y encantamiento, malicia espiritual y voluptuosidad suprasensible...». Como puede verse (por nuestros subrayados) la prefiguración del tema de La Regenta estaba ya cristalizada muchos años antes, ¡en 1876!

El capítulo XXIII, al escenificar la Misa del Gallo devuelve a la superficie del discurso un tema largamente acariciado por «Clarín» y ya comentado, el de la sensualidad de los ceremoniales religiosos. Lo que me importa destacar ahora es que el artículo ya citado de 1875 sobre la «Misa del Gallo» contenía detalles argumentales que, diez años más tarde, irán a parar a la Misa del Gallo de La Regenta: el ambiente de conexión del establo de Belén con los establos de Epicuro es el mismo, en ambos textos es un ateo quien contempla el espectáculo, también la atmósfera umbría y espesa, atravesada por las jubilosas notas del órgano y el canto de chantres y sochantres, capiscoles y niños de coro, es la misma, e igualmente se llena el templo de borrachos. Con muy ligeras variaciones argumentales el clima de esa noche navideña será trasladado, en El diablo en Semana Santa (1880) a una noche pascual, pero aquí vamos a encontrarnos no sólo con un clima y los detalles argumentales sino, como es bien sabido, con todo un esquema argumental de la futura novela.

Este relato es, tal vez, la más rotunda muestra de cuantos pretextos y prefiguraciones tuvo La Regenta. Comprobamos en él cómo un tema, un clima y unos detalles escénicos esbozados en 1875, se elaboran y articulan narrativamente en 1880, adquiriendo consistencia argumental y proporcionando el esquema conflictivo de base de la novela de 1884-1885.




ArribaAbajoIII. Intertextualidades

No quisiera que este trabajo dejara de plantearse el eco en La Regenta de otros textos literarios, pues desde Brent (1951) hemos aprendido a contemplar la novela como un complejo espacio intertextual. Sin embargo, no hablaré aquí de lo ya conocido y comentado hasta la saciedad. Ahorraré a mis oyentes toda referencia a Madame Bovary, a La Conquête de Plassans, a O primo Basilio, a Renan o al mito de Fausto6. Me centraré en cambio en algún motivo poco estudiado, pero de gran interés.   —174→   Tal vez las resonancias más fuertes de La Regenta procedan, al fin y al cabo, de la obra de Galdós. Bien conocido es por los estudiosos el paralelismo entre la obra narrativa de don Benito y la crítica de «Clarín», y el papel determinante y simultáneo que ambas juegan en la evolución y cambio de la novela restauracionista. En La Regenta vamos a asistir, asombrados, a como la novelística de Galdós abastece la novela de «Clarín» a través de la crítica de este a aquel. Comentando los problemas de Tormento, aparecida en enero de 1884 y del primer volumen de Lo prohibido, aparecido en noviembre del mismo año, esto es, cuando aún está redactando su novela, «Clarín» se ayuda a sí mismo a plantearse y a resolver los problemas de esta. Un síntoma claro, en el que es posible comprobar cómo «Clarín» piensa más en sí mismo que en Galdós al criticar estas novelas, se encuentra en el lapsus que comete en su comentario de Lo prohibido, y que ya advirtiera Sobejano (1976), al llamar a Isabela, la «española inglesa» de Cervantes, Camila, esto es, la española inglesa de «Clarín». En el capítulo XVIII lanza «Clarín» una acusación contra don Víctor que a un novelista romántico le hubiera parecido descalificadora: «Hasta en el estilo se notaba que Quintanar carecía de carácter». Pero justamente «Clarín» había teorizado sobre ello en su comentario a Tormento (Galdós, p. 131): «¿Necesitaré pararme a demostrar que los caracteres débiles también pueden ser objeto de la novela? (...) Es más: en las medias tintas, en los temperamentos indecisos está el acerbo común de la observación novelable; el arte consiste en saber buscar a esto su belleza». Al «Clarín» que profundiza en la psicología de Ana le debió torturar el tratamiento novelístico de la mujer como personaje, pues comenta con referencia a Tormento de Galdós: «en general, la mujer está poco estudiada en nuestra literatura contemporánea; se la trata en abstracto, se la pinta ángel o culebra, pero se la separa de su ambiente, de su olor, de sus trapos, de sus ensueños, de sus realidades, de sus caídas, de sus errores, de sus caprichos». Ni siquiera Galdós había logrado un gran personaje femenino, aunque «Clarín» intuye las posibilidades de Rosalía Pipaón de la Barca, aún no convertida en protagonista de La de Bringas. Y también le obsesiona el tratamiento del mundo de la aristocracia, y en ese mismo comentario a Tormento escribe: «Nuestro gran mundo, por ejemplo, está sin estudiar. Valera pudo acaso estudiarlo, pero no quiso; Alarcón (...) es un gran ingenio que no estudia nada (...) El interior ahumado de nuestra nobleza y de nuestras familias ricas y empingorotadas no lo conocemos (...) Me atrevo a decir que no contamos con una sola descripción auténtica y artística de un salón madrileño, de un baile aristocrático, de una quinta de un grande, de un traje de una gran señora. (¡Cuánto se ríe Emilia Pardo Bazán de los vestidos que nuestros novelistas cuelgan a las damas!)». Las peor descritas son las mujeres de la aristocracia.   —175→   «Y aunque yo no las trato, se me figura -por lo que sé de oídas- que algo más se podría decir de estas señoras que lo que dicen los revisteros del sport y los salones». Al paso de esta laguna venía a salir La Regenta con «la clase» de las señoritas Ozores y el mundo, de los Vegallana.

Pero, como es lógico, lo que más le obsesiona es la figura del sacerdote y el mundo del cabildo. Comentando Tormento, de nuevo, nos dice «Clarín» que «un ilustrado sacerdote», «que acaso nos sorprenda el mejor día con una novela en que se describa gran parte de la vida aristocrática», le decía: «los curas de los novelistas casi siempre son falsos: debajo de la sotana no sucede eso que ellos creen; los Jocelin son tan reales como Eurico, como Claudio Frollo, como el padre Manrique, como el abate Faujas, como Monseñor Bienvenido. Y como los clérigos de Champfleury que son falsos todos: los curas, para bien y para mal, somos de otra manera». Y comenta «Clarín»: «Como yo no he sido cura en mi vida, ni llevo ya camino de serlo, ignoro hasta qué punto decía bien el futuro novelista de sotana; pero sí me atrevo a señalar en el cura Polo de Tormento un cura muy probable» (Galdós, p. 131). Así que cuando en La Regenta, y en el capítulo XII, nos encontramos con la figura de Contracayes, el cura lujurioso, y lo vemos sonreír «como un oso», ello nos lleva a recordar la fascinación de «Clarín» por el tipo de cura rural, fanatizado y salvaje, «agreste, huraño, capaz de empuñar un fusil, disparar una excomunión, escribir un artículo en El Siglo Futuro (ESo, 17-V-1876) de sus artículos periodísticos, pero también su fascinación ante el Polo galdosiano, de quien escribe: «Polo no es el apóstata trascendental que se separa de la Iglesia por cuestión de creencias (...): es el cura que se deja crecer la barba por el alma y por la cara; el clérigo que cría maleza, que tira al estado primitivo por fuerzas del temperamento, por equivocar la vocación, no por llevar la contraria al celibato eclesiástico, ni al Gregorio XVI, ni al Concilio de Trento, ni a la Clementina única (...) le retiran las licencias ¡bueno!, y poco a poco se va convirtiendo en un oso con ictericia (...) enamorado como quien tiene la rabia, sueña con la vida de la fiera...» (Galdós, p. 132). En Contracayes, «Clarín» elaboró todo un homenaje, casi simultáneo, al cura de Galdós.




ArribaAbajoIV. La ideología del joven «Clarín» en La Regenta

Si es cierto que la columna vertebral del pensamiento político de Alas, a lo largo de toda su vida, es la fidelidad al espíritu de la revolución burguesa, a la Gloriosa y a su reivindicación de los derechos del hombre7, no es menos cierto que «Clarín» inicia su carrera   —176→   intelectual justamente tras el fracaso del proyecto revolucionario, a mitad de la década del 70, cuando los sueños revolucionarios se han visto inapelablemente aparcados por la Restauración, y el poder revolucionario sustituido por el poder de la Reacción. A «Clarín» le queda entonces, como a toda su generación, el amargo desencanto por el presente y, junto a él, la esperanza remota en una germinación interna de los ideales revolucionarios, que irán prosperando lenta y secretamente, en el seno de la intra-historia, hacia un futuro lejano pero inevitable (vid. «El libre examen y nuestra literatura presente», en Solos, p. 65). En el primer «Clarín» las notas de desencanto y dolida rabia predominan sobre las de la esperanza regeneracionista, que hegemonizarán su última producción. Don Pompeyo Guimarán, en el capítulo XX de la novela, expresa mejor que nadie ese desencanto:

«Cuando estalló la Revolución de Septiembre, Guimarán tuvo esperanzas de que el librepensamiento tomase vuelo. Pero nada. ¡Todo era hablar mal del clero! Se creó una sociedad de filósofos... y resultó espiritista (...) Salió ganando la iglesia, porque los infelices menestrales comenzaron a ver visiones y pidieron confesión a gritos, arrepintiéndose de sus errores con toda el alma. Y nada más: a eso se había reducido la revolución religiosa en Vetusta, como no se cuente a los que comían de carne en Viernes Santo» (p. 208).

El aspecto político diferencial que llama más la atención en el joven «Clarín» es su rechazo sin paliativos de la Restauración. Y La Regenta, en tanto gesto ideológico, y aún cuando contenga algunas afirmaciones de detalle, es fundamentalmente una radical negación, un rechazo totalizador. Como se ha cansado de repetir la crítica, ni un solo personaje se salva, y si alguno tiene rasgos positivos, como Frígilis o Camoirán, es precisamente por su automarginación de Vetusta. Neocatólicos, conservadores, liberales, fuerzas que se reparten a los personajes principales, y que coinciden en jugar dentro del sistema, participan en su labor de corrupción de una sociedad vetustense ya profundamente corrompida de tradición. No hay salidas, ni alternativas, que puedan servir a la colectividad.

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Y ello se corresponde únicamente con la primera etapa clariniana en la que todo el asco por la Restauración como sistema se concentra en un anticanovismo visceral y exacerbado, muy bien estudiado por J. F. Botrel (1972). Previa a cualquier aspecto negativo (el caciquismo, las innúmeras corrupciones, el formalismo parlamentario, la influencia clerical sobre el Estado...) está la negatividad misma de un sistema reaccionario hecho a la medida de Cánovas, y que Cánovas simboliza de manera obsesiva. «Clarín» definirá la Restauración como «la situación Cánovas» (ESo, 11-IV-1876), como el «estado de Cánovas» que, según «Clarín», «es peor que el estado de sitio» (ibid.,17-III-1878), y a Cánovas como «el dios vivo (...) que se hizo dictador y habita entre nosotros» (ibid., 3-VIII-1876). La Restauración llegó de la mano de Cánovas como un golpe de estado y como un fusilamiento colectivo: «El que se pega un tiro no hace más que proclamarse dictador de sí mismo, se da un golpe de Estado.- Lo que Cánovas hace con todos» (ibid., 10-IX-1876).

Cuando trata de Cánovas «Clarín» pierde los estribos, se le va la mano, concentra en él una agresividad sin límites que estalla en innumerables asociaciones, a cada cual más ingeniosa, más punzante, más cruel... Así nació la obra maestra de la sátira clariniana, Cánovas y su tiempo (1887), en la que Cánovas deviene la Restauración misma y todo cuanto «Clarín» más odia: ese poder sin límites obtenido sin coacción aparente, por corrupción de cuanto nos rodea, y que se apoya en el más absoluto vacío de identidad, en la hinchazón grandilocuente de una máscara hueca. En Cánovas, en el Hombre-Restauración, se inspirará el Álvaro Mesía de La Regenta.

«Clarín» siente por Mesías la misma repugnancia que por Cánovas: esa capacidad de triunfo tanto cuando está en el poder como cuando no lo está; esa seducción social que es capaz de ejercer sobre hombres y mujeres, pero especialmente sobre estas; ese amoralismo pragmático que simplifica, a beneficio de la acción, todos los problemas; esa falsa pátina cultural, que enmascara conocimientos vagos y de segunda mano; ese posibilismo extremo que le permite adaptarse a cualquier situación, flexibilizando para ello moral, religión, etc. Es, en una palabra, el símbolo del gran burgués triunfante, de aquella capa social que, pactando con la aristocracia del Antiguo Régimen, se hizo con el poder y capitalizó los beneficios de la Revolución.

La negatividad global del mundo representado en La Regenta es, además, una negatividad histórica, la de una sociedad provinciana representativa de los años inmediatos a la Restauración, en que se consolida esta como un régimen social en el que la revolución burguesa se ha producido dejando casi intactos los cimientos del antiguo régimen al tiempo que, al generar la industrialización, hace aparecer el amenazante aunque desorganizado mundo del proletariado   —178→   (Oleza, 1976 y 1984, II). Y se corresponde, esta negatividad histórica, con la actividad del «Clarín» que milita en la Unión Republicana, y que centra su actividad en el rechazo total a participar en el sistema político y en la denuncia de los castelaristas-posibilistas, que sí lo aceptan, como «los demócratas sin democracia», tal y como expone «Clarín» en un importantísimo artículo que con este título publicó en La Unión (n.os 43, 44 y 45 de 1878). Si «Clarín» hubiera sido, en 1883-1885, un posibilista convencido, La Regenta también lo habría sido y la negación total del sistema que aparece en la novela no hubiera tenido ningún sentido. La concepción política8 que se refleja en La Regenta difiere sensiblemente, por otra parte, de la del «Clarín» maduro, posibilista y procastelarista. Un «Clarín» que, de la mano de los «héroes» de Carlyle, de la del «superhombre» de Nietzsche, del ejemplo personal de Tolstoi, de la admiración por Menéndez Pelayo o Castelar, del aristocratismo filosófico de Renan, etcétera, se interna en una concepción del mundo centrada en la magnificación de los individuos superiores, transformadores de la historia. Un «Clarín» que, con Su único hijo (1890), Cuesta abajo (1890), «Un grabado», «Viaje redondo», «Superchería» o Un discurso (1892), ha ido asumiendo una filosofía netamente espiritualista y antimaterialista.

El prólogo de la traducción de Resurrección de Tolstoi, escrito por Clarín en 1900, al final de su vida, no puede ser más explícito: «Los reformadores sociales, los de buena fe, los que por real amor a la humanidad aspiran a cambiar la vida pública (...) pueden seguir dos caminos. O dedicarse directa, inmediatamente a procurar en la sociedad misma que les rodea ese cambio, esa reforma, sin empezar   —179→   por examinarse a sí propios y prepararse a su apostolado con la reforma, con el perfeccionamiento de sí mismos; o abstenerse de reformar a los demás, de influir en el medio social, hasta encontrarse dignos de tan magna obra, mediante «reforma interior», austera educación del alma, para ponerla en estado de poder servir de veras a la mejora social (...) El primer camino es el que suelen seguir la inmensa mayoría de los reformistas; se puede decir que Cristo fue quien enseñó a la humanidad el segundo». Los primeros «atendieron mucho más a la perfección de la sociedad que a la propia (...) En los otros, en los santos, se ve el cuidado esencial de la propia conducta». La contraposición de ambos tipos prima, en la opinión de «Clarín», la revolución interior sobre la social, el espíritu sobre la materia, y hace depender toda reforma social, cuya necesidad no sólo no niega sino que afirma, de este engrandecimiento del individuo. De momento, sin embargo, La Regenta está lejos de estos planteamientos: Fermín de Pas, el único aspirante a héroe de la novela, ni es un reformador social ni aspira a la revolución interior para proyectarla sobre la sociedad. Es, simplemente, un genio que utiliza su poder para manipular los espíritus, y es inapelablemente condenado. En 1883-1885 «Clarín» aún no había dado pasos importantes en dirección al posibilismo ni a la filosofía del individualismo heroico.

Desde el punto de vista estrictamente político el joven «Clarín», incluido el que escribe La Regenta, se nos presenta como un demócrata, republicano, con simpatías federalistas, radicalmente antiposibilista, anti-restauracionista y anti-clerical. Representa bien -como Galdós, por otra parte- las actitudes ideológicas de las clases medias que en 1868 intentaron la revolución democrático-burguesa y que en 1876 fueron marginadas del bloque dominante por la nueva oligarquía financiera y terrateniente, auténtica beneficiaria de la revolución burguesa, tal y cómo esta se pactó en España: como un compromiso entre el Antiguo y el Nuevo régimen. Estas clases medias, de carácter inequívocamente republicano, y que viven la frustración de una revolución no consumada, van a sentir amenazado su modelo político y su proyecto de hegemonía social por la cristalización, entre las masas populares, de un proyecto revolucionario alternativo, impulsado por un proletariado progresivamente emancipado de la tutela ideológica de la burguesía revolucionaria. Es en este paso que va de la lucha revolucionaria al miedo a la revolución, y que ocupa el último cuarto del siglo XIX y el primero del XX, donde se origina la transformación de la ideología política de «Clarín», de Galdós y de tantos otros intelectuales del 68. Cuando la revolución propia fracasa y la ajena amenaza con dejarlos fuera, la voluntad de lucha ha de sufrir, necesariamente, importantes transformaciones.





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ArribaBibliografía citada


1. Obras de Clarín

Speraindeo. Fragmento novelesco publicado en Revista de Asturias, n.º 8, 10 y 11, de abril-mayo-junio de 1880.

Solos de Clarín, Madrid, A. de Carlos Hierro, 1881. Hay edición moderna, y se cita por ella, en Madrid, Alianza Editorial, 1971. En este libro se contiene el relato, varias veces citado, de «El diablo en Semana Santa».

Pipá, Madrid, F. Fe, 1886.

Un viaje a Madrid, Madrid, F. Fe, 1886.

Cánovas y su tiempo, Madrid, F. Fe, 1887.

Museum (Mi revista), Madrid, F. Fe, 1890.

Su único hijo, Madrid, F. Fe, 1890.

Cuesta abajo. Fragmento novelesco publicado en La Ilustración Ibérica, en los números 376, 380, 382, 384, 398, 399, 405 y 406 del año 1890, y en los números 423, 433, 440 y 377 de 1891.

Un discurso, Madrid, F. Fe, 1891.

Doña Berta, Cuervo, Superchería, Madrid, F. Fe, 1892.

El Señor y lo demás son cuentos, Madrid, Fernández Lasanta,1893.

«Prólogo» a Resurrección, de Tolstoi, Barcelona, Maucci, 1901.

Galdós, Madrid, Renacimiento, 1912 (O. C., vol. I).

Doctor Sutilis, Madrid, Renacimiento, 1916 (O. C. vol. III).




2. Bibliografía crítica

AGUDIEZ, J. V. (1970), Inspiración y estética en La Regenta de Clarín. Oviedo.

BESER, S. (1970), «Leopoldo Alas o la continuidad de la Revolución», en C. E. Lida e I. M. Zavala (eds.), La Revolución de 1868. Nueva York.

—— (1972), Leopoldo Alas. Teoría y crítica de la novela española. Barcelona.

BLANQUAT, J. y BOTREL, J. F. (eds.) (1981), Clarín y sus editores. Rennes, 1981.

BOTREL, J. F. (1972), Preludios de Clarín. Oviedo.

BRENT, A. (1951), Leopoldo Alas and La Regenta. Columbia, Missouri.

CABEZAS, J. A. (1962) 2, «Clarín». El provinciano universal. Madrid.

GARCÍA SARRIÁ, F. (1975), Clarín o la herejía amorosa. Madrid.

GÓMEZ SANTOS, M. (1952), Leopoldo Alas, Clarín. Oviedo.

LISSORGUES, Y. (1980), Clarín político. Vol I, Toulouse.

MARTÍNEZ CACHERO, J. M. (1952), «Los versos de Leopoldo Alas», Archivum, II, pp. 89-111.

—— (ed.) (1963), Leopoldo Alas: La Regenta. Barcelona.

OLEZA, J. (1976), La novela del XIX. Del parto a la crisis de una ideología. Valencia.

—— (ed.) (1984), Leopoldo Alas: La Regenta. Madrid.

PÉREZ GUTIÉRREZ, F. (1975), El problema religioso en la generación de 1868. Madrid.

POSADA, A. (1923), España en crisis. Madrid.

—— (1946), Leopoldo Alas, Clarín. Oviedo.

DE LOS RÍOS, L. (1965), Los cuentos de Clarín. Madrid.

SOBEJANO, G. (ed.) (1976), Leopoldo Alas: La Regenta. Barcelona. Una ampliación de esta edición es SOBEJANO, G. (ed.) (1981), Madrid.





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