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ArribaAbajoIII. Madrugada

El eclipse de la razón


El funcionario Rodríguez Rodríguez es enviado a la justicia tras recibir una coima, mientras que al empresario John Diez Mill se lo condena por intentar sobornar a un juez ofreciéndole quince mil dólares, cifra que resultó exigua, producto de un mal cálculo propio de algunos inversores, ya que el no mencionado juez ganaba una suma aproximada cada mes, lo que de paso demuestra la utilidad de sueldos exorbitantes en un país arruinado. El día 19 de marzo, ambos ciudadanos fueron dejados en libertad condicional tras el pago de una fianza de diez y quince mil dólares, lo que también significa (por lo menos para Jacobsen, que los conoció en la cárcel), que también la Justicia se puede comprar, siempre y cuando se proceda legalmente. La fianza no es otra cosa que una coima legalizada y se paga con las ganancias del mismo delito que se pretende castigar -reflexionaba Jacobsen en el silencio de la madrugada, en su celda, mirando siempre el mismo techo con las mismas fisuras y las mismas manchas de una pintura mal aplicada-. Había imaginado, por mucho tiempo, que debía haber algún tipo de escritura natural o espontánea que, así como se pueden ver cuerpos y rostros en las nubes, ciertas palabras en los números chinos, se podría leer alguna frase en una serie de manchas de humedad, en esas líneas arábicas que se forman al rasgar un papel.

En la cárcel, Jacobsen había conocido otro tipo de gente. Curiosamente, no había sido condenado por montonero o por anarquista sino por simple homicidio, lo que en realidad era más justo y otra forma de no permitirle ni siquiera el consuelo de ser un preso político. Pero lo había salvado de peores torturas. Allí volvía a sentirse completamente solo, rodeado de simples rateros y delincuentes profesionales. Se sentaba en el water de su celda y, mientras escuchaba y recordaba los negocios que se tramaban en el patio y en los pasillos, volvía a pensar en la institución paradójica: la Justicia civil no castiga la injusticia general. Para una persona común, ir a la cárcel es toda una desgracia, mientras que para un delincuente profesional no tiene ninguna importancia. Resulta como tomarse unas vacaciones pagas, de vez en cuando, las que de paso aprovecha para relacionarse con viejos y nuevos colegas, socios de futuras empresas financieras al margen de la ley. Eso no es castigo. Los delincuentes siempre se sentirán más seguros que cualquier pobre diablo que se gane la vida cargando y descargando camiones a las cinco de la mañana. Por otro lado, la justicia penal nada puede hacer contra la injusticia social; por el contrario, en muchos aspectos, se convierte en su principal defensora. Castigando el delito común se protege un determinado Orden, que bien puede ser un orden de injusticia social, un orden de leyes financieras, un orden de castas económicas. Pero todavía no estamos preparados para vivir sin ese mal necesario -se dice Jacobsen mientras tira el agua de la cisterna-. Probablemente en el 3016...

Mamá le decía «el tío Vicente», pero en realidad era un primo suyo que había venido de España, apenas alcanzó la mayoría de edad, sin fortuna pero con mucha fuerza en los brazos. Y, sobre todo, con mucho orgullo, como el resto de la familia. Cuando llegó y descubrió que mamá no era la Reina de América, le retiró el saludo y se fue al puerto a iniciar su fortuna. Allí cargó camiones y probablemente usó alguna colega de mamá, de esas que están en oferta los sábados en la rambla Roosevelt y la calle Colón, y no pagan IVA. O tal vez ya frecuentaba algún travesti de buena familia, porque el tío Vicente nunca se casó para no disminuir su fortuna, ganada «con sacrificio y en buena ley», o porque las mujeres no le interesaban, según sospeché alguna vez conviviendo con él.

Cuando mamá me llevó a su apartamento, en Pocitos, me dejó en el hall de entrada y me dijo: «Subí hasta el 908, donde dice Zubizarreta, y decí que sos la hija de Mabel. Él ya sabe lo que tiene que hacer». Yo temblé; no solo por el lujo del edificio, a lo que no estaba acostumbrada, sino porque pensé que ese tipo se iba a acostar conmigo. Pero subí y toqué timbre. Era un apartamento enorme, o por lo menos eso me pareció la primera vez que lo vi. Tenía una terraza que daba a la rambla y una vista fantástica: la ciudad se metía en el río con sus luces recién encendidas. De una de las habitaciones salió un muchacho de pelo rubio muy corto, con la mirada confundida como si se hubiese levantado de una siesta. Me saludó sin mirarme y desapareció. El tío me indicó mi habitación. Entré y me quedé sentada en la cama, sin saber qué hacer y cuándo salir. Me daba cuenta de que era una intrusa. Cuando el tío me decía que abriera la heladera cuando quisiera, aquí tenés la leche, la manteca en esta fuente con tapa, lo que quieras lo tomás sin pedir permiso, me daba cuenta de que nunca iba a poder familiarizarme lo suficiente, y que todo eso me sería siempre ajeno, un servicio inevitable de la caridad del tío.

Tampoco llegué nunca a entenderme con él, aunque los dos cuidábamos las apariencias de una buena convivencia. Yo porque dependía de él para vivir; y él vaya a saber por qué razón.

Nadie podía sentirse a gusto conociéndolo. Todos eran inferiores al señor Vicente Zubizarreta, dueño de Zubizarreta Demoliciones. Seguramente por esta razón no tenía amigos intelectuales o evitaba que alguno de esos entrara a su casa. Prefería rodearse de pobres, no por su declarado catolicismo sino porque necesitaba gente que soportara sus insultos a cambio de un salario de hambre. Me aburrí de presenciar siempre el mismo espectáculo: obreros o pequeños clientes que se enorgullecían de estrechar la mano del señor Zubizarreta, dueño y director de Zubizarreta Demoliciones, presidente del club Merengue y sospechoso pero improbable benefactor de Miserables Unidos. Todos futuros votantes y defensores de la Dirigencia Hereditaria, según la cual nuestro país fue construido por ellos; y a ellos y a sus padres debemos el pan, la vida y el progreso de la Patria, palabrita que aprendí a odiar, no solo porque es machista ya desde el arranque, sino porque es la preferida de los monstruos que le ponen precio y propiedad a todo. Paradójicamente apoyados por sus propios vasallos, como esos pobres diablos que no se lavaban la mano derecha por un mes después de que el Señor feudal se hubiera dignado a estrechársela desde el otro lado de su gran escritorio-barrera-contra-chusmas. Porque una clase social siempre teme más a las clases que están por debajo que a las clases dominantes que están por arriba; y porque los oprimidos muchas veces son conservadores, ya que mantienen la demasiado inconsciente esperanza de que un día lograrán el tan ansiado ascenso social, y para eso necesitarán una clase de oprimidos; no solo por una razón práctica sino también por una razón lógica: nada existe sin su opuesto. En el castigo propio se realiza la primera y, por lo general, única etapa del futuro éxito.

Para el creador de Zubizarreta Demoliciones, la pobreza de un hombre era el resultado de su propia pereza, aunque nunca nadie haya hecho fortuna solo con su trabajo. La prueba está que cuando uno quiere decir que don Duarte-Pérez vive en una casita modesta y no tiene posibilidades de darse muchos lujos, dice que «es de gente trabajadora», lo que a todas voces significa una clase de gente honesta (algo hay que concederle a esa pobre gente) pero apenas superior a la clase de reos y delincuentes comunes, con los cuales deben convivir heroicamente sin ser asaltados y sin caer en la tentación. Mientras que a los otros, bostezantes herederos de inexplicables fortunas amasadas por sus padres, nunca serán llamados trabajadores. No solo por una razón obvia, sino porque además puede sonar a desprecio. Pero, ¿cómo es eso de inexplicables fortunas? Acaso usted no conoce el caso de Romanelli, ese mismo, el de los zapatos Romanelli Shoes, que cuando vino de Italia se bajó del barco con cinco liras y un pedazo de queso en la valija y ahora se acaba de construir una mansión en Punta del Este de dos millones de dólares. Inexplicable porque usted no conoce la historia de Romanelli, que trabajaba en un altillo de Mitre y Rincón, de las seis de la mañana hasta las dos de la madrugada, mientras estos criollos de mierda se la pasaban sentados en la puerta del conventillo tomando mate. Historias que luego seguían con una larga lista de sufridas anécdotas, cuyo autor y protagonista había sido el propio Romanelli, siendo luego tomadas como propias por el pueblo, siempre necesitado de mitos y sueños redentores, lista de historias no más larga que la de aquellos otros tanos, rusos y gallegos que habían persistido en el mismo sacrificio sin jamás levantar cabeza en la Tierra Prometida, debiendo soportar, más tarde, derrotados y encorvados sobre el mate, símbolo de la discordia laboral, la historia fabulosa de los Romanelli que demostraba que con trabajo honesto y mucha imaginación, sobre todo imaginación (ya que siempre resulta más difícil de medir que el trabajo), uno puede alcanzar lo que se propone, aunque estemos hablando de cuantiosas fortunas. La historia de un vivo entre un millón de necesarios tontos, está de más decirlo. El tío decía que aquí la gente tenía vergüenza de reconocer cuando las cosas le iban bien, y por eso, porque a él las cosas le iban realmente bien, lo proclamaba a viva voz. Producto evidente de esa filosofía de Rico McPato, según la cual el dinero atrae más dinero, se mandó construir una puerta de oro a la entrada de Z-Demoliciones. Bueno, no era una puerta de oro macizo, como hubiera sido si en lugar de América esto fuera Bagdad o el Pekín de Aladino, sino enchapada con láminas de oro, que a los efecto es lo mismo. Una sola vez pasé por esa puerta, y mientras esperaba al tío Vicente y una muchacha de minifalda verde me ofrecía el inevitable café, me quedé pensando en esa famosa puerta, en la cara afeitada del tío, en el oro del Vaticano, en el lujo ostentoso de tantos palacios y residencias modernas. Y fíjese usted que, por un inevitable encadenamiento, se me vino a la mente la imagen de un bichicome de barba amarilla que en pleno invierno dormía en el umbral del Banco República, envuelto como un cadáver en una frazada llena de agujeros, hasta que un día lo encontraron muerto y dijeron que había muerto de cirrosis, que junto con la pobreza era el destino inevitable de todo borracho. Borracho y fumador, otro vicio que tampoco le perdonaban sus críticos, ya que alguien que no tiene un peso para comer tampoco puede darse el lujo de fumar un cigarro hecho con puchos desarmados. Pero yo creo que en un mundo doloroso el placer no es un lujo sino una necesidad. También me acordé de un tal Gervasio, que en verano se bañaba en los chorros de la fuente del obelisco y hacía dar vuelta la cara a los pasajeros del 121, cuando el ómnibus daba la vuelta allí para tomar 18 de Julio, mientras una vieja pintarrajeada protestaba que aquello era un Atentado Violento al Pudor, solo porque al infeliz se le veían las nalgas debajo de una calzoncillo sucio y escaso. No es que me esté yendo por las ramas; todo viene al caso de lo que le contaba del tío Vicente, porque mire que yo no soy un modelo de sensibilidad, ni mucho menos de moral, pero me chupa que se diga que un infeliz desnudo en una fuente es un atentado violento al pudor, que deberían meterlo preso, sí señora, y que de hecho es lo que se hace en nuestro mundo civilizado, mientras se festeja, se admira o se tolera la ostentación, el lujo de los gobernantes, de los papas, de los exitosos hombres y mujeres de negocio que en una cena de representación son capaces de gastarse el presupuesto mensual de un comedor escolar; estrellas del cine y del fútbol que exhiben ante el pueblo cifras y costumbres exuberantes, mientras cien obreros de una fábrica son despedidos y encargados a su buena suerte, a vender velas y trastos usados en la feria de Tristan Narvaja. ¿Acaso no debería meterse a toda esa gente ostentosa en la cárcel, por Atentado Violento al Pudor?

Pero según el tío, todos eran inútiles, buenos para nada, y por lo tanto recibían un salario acorde con el laudo. Y el que no estaba de acuerdo recibía el título que más les gusta expedir a las clases acomodadas: el conocido título de Resentido Social. «Tengo que estar en todo», le gustaba gritar por teléfono y que todos los que estaban cerca lo escucharan. «¿Usted es tonto, Fernández? ¿Cómo me manda una grúa de diez metros para bajar un tanque que está a quince? Razone, Fernández, razone. No, no, no me importa si está descompuesta o no. Esas son excusas, Fernández, ex-cu-sas. Para hoy, Fernández, quiero esa grúa lista para hoy. ¿Cómo? ¿Qué repuesto? ¿Qué? Basta, no me diga más. No quiero escuchar que no puede conseguirlo. Consígalo y punto. Y sí, eso es: si tiene que ir a la China, vallase a la China y tráigalo. ¿Qué está haciendo aquí? ¿Me entendió?: no mañana, hoy. ¿Sabe cuánto me cuesta por cada hora que pierdo con ese tanque allá arriba, mientras usted espera ahí a que Dios le arregle ese hidráulico?». Y sin despedirse colgaba y continuaba sus comentarios para la gente que lo había estado escuchando y luego le daba invariablemente la razón, aunque después, por detrás, le decían gallego hijo de puta. «Por algo están donde están. No razonan ni hacen el esfuerzo porque se cansan. Por favor; una grúa de diez metros para bajar un tanque que está en el quinto piso. Cada vez que esta gente tiene un problema, se sienta sobre el talón a tomar mate. Después me llaman para que les diga cómo se prepara el biberón del nene».

Tal vez le parezca que exagero, pero el señor Zubizarreta era así. Si una le mostraba un cuadrado con los cuatro lados iguales, él le cambiaba uno para que quedase más cuadrado. ¿Nunca conoció usted en la realidad, quiero decir debajo de las tablas, un personaje semejante? Los personajes ridículos son los más comunes. Observándolo hablar, actuar y moverse en su medio, más de una vez pensé que sus amigos y sus empleados lo tomaban como una persona real porque no estaba sobre un escenario de teatro. Muchas personas, si repitieran su conducta sobre un escenario, serían tachadas de «sobreactuación», de malos actores, de exagerados, de inverosímiles.

Como su primita Angélica, cuando le preguntaba, recién venida de España:

-¿Cómo, entonces los pobres existen?

-Sí, claro -contestaba Vicente.

-Ay, querido, creo que te estás volviendo comunista -le decía Angélica, aunque ni McCarthy hubiese podido encontrarle un pelo que lo comprometiera.

Y cuando se encontraba un fin de semana con Angélica, en Punta del Este, volvía sobre su tema favorito: las pocas ganas de trabajar que hay en este país, lo que explicaba por qué un extranjero pobre como él había hecho tanta fortuna de la nada, fortuna que estaba sobrevalorada por su autoestima. Y Angélica, que era de la familia y estaba bien acomodada, no tenía problemas en darle la razón; porque de paso le tranquilizaba el alma, ya que nadie puede disfrutar completamente de su dinero sin una razón justa que lo justifique (creo que no hay en el mundo injusticia mejor institucionalizada que la pobreza; cuando no es por una religión como la hindú es por una ideología como la nuestra).

Angélica Moreno Perdomo fue la única de los tres primos que no supo cómo era ser pobre, porque la familia Perdomo fue la única que no cayó en la tontería de hipotecarse con el abuelo Rodrigo. Disfrutó de sus propiedades en Málaga y en Mallorca, hasta que se aburrió con el ocio de una fortuna mal llevada y decidió conocer el exótico sur que se había imaginado leyendo las cartas del tío Vicente. Estoy segura de que el tío la quería en Montevideo más para duplicar sus posibilidades de inversión que por los sentimientos filiales que creyó encontrar Angélica en las cartas de su primo, héroe de la resistencia contra la mala suerte y la injusticia, prueba encarnada del valor de la familia Moreno que hacía innecesaria cualquier otra prueba de sacrificio y valor de su parte. Así que la prima Angélica se animó un día a repasar el camino que habían hecho Mabel y el tío Vicente. Alquiló un chalet en Punta del Este, cuando el balneario era todavía virgen pero ya pintaba para Miami. Yo la conocí allí, un verano que el tío me llevó para verse libre de mí por un mes de enero. Me recibió con la voz afectada, como la que tienen las personas que se sienten diferentes al resto. En principio me impresionó muy bien. Demasiado, diría yo. Angélica era fina y por demás amable. Estaba decidida a hacerse querer o a que la admiraran. Sin duda a mí me impresionaban los ricos como si fueran de otra raza. En parte son de otra raza, la raza azul, que es más que la raza blanca y ni que hablar más que la amarilla o la negra. Abayubá decía que a los príncipes se los identificaba con la sangre azul porque sus pieles pálidas y transparentes, a causa de una vida inútil en las sombras de los palacios, dejaba trasparentar el color azulado de las venas. Pero en esos momentos de deslumbramiento yo no podía darme cuenta de nada de esto. En cierta forma yo era una niña de raza azul venida en desgracia y mi madre había sido la primera en dejármelo en claro. Ella me había hablado mucho de ese mundo, de esa familia orgullosa que era la mía, aunque no me había podido dar ni siquiera una mínima muestra de esos placeres prometidos. Yo miraba y escuchaba a Angélica totalmente embelesada. Me perecía un ser de otro mundo. Me impresionaba la forma cómo se recostaba al sillón con las dos piernas hacia atrás y una copa de vino blanco en una mano. A cada comentario del tío Vicente, se reía con estilo. Debía tener la misma edad que mi madre, pero parecía mucho más joven con su piel estirada y con los dientes perfectos y bien arreglados.

En ningún momento hablamos de mi madre, claro. Ellos evitaban nombrarla y yo temblaba cuando la conversación se acercaba a su nombre.

-¿Así que esta hermosa niña es una Moreno? -dice Angélica, sonriendo con un estilo que impresiona a Consuelo. Habla lento, deslizando cada palabra como si estuviese frente al mar componiendo un poema-. Realmente que es hermosa, tal vez la Moreno más bonita que yo haya conocido en mi vida. Es verdad, tiene el pelo renegrido de la tía Azucena, la sonrisa de Leonor, la hija de Clara Moreno, una tía abuela tuya que no conociste. Pero los ojos... Válgame Dios, que ojos tan bonitos no tengo visto en toda España.

-Lo más importante es la belleza interior -dice Vicente, temiendo que la conversación se centre en los atributos físicos de su protegida-. Es una muy buena alumna. Si mal no recuerdo, tiene diez en inglés y nueve en matemáticas.

-¿Te gustan las matemáticas? Ay, qué horror -exclama en voz baja Angélica-. ¡Qué horror! Cuando moza tenía horror a las matemáticas. Recuerdo muy bien que Vicente me quería explicar el Binomio de Newton y yo me enojaba con él porque no entendía nada. Pero vale.

-Al fin y al cabo -pregunta Vicente, ya satisfecho por la anécdota que demostraba su probable inteligencia, pero decidido a descalificar un área que ya no domina o no podía recordar- ¿para qué nos sirvió el Binomio de Newton?

-Venga, para nada, primito. Para nada. ¿Veis lo que os decía? En la vida hay cosas más importantes que jugar con símbolos. Algún día te darás cuenta, Consuelito.

-¿Cómo qué cosas? -pregunta con respeto Consuelo, tratando de no negar la afirmación de Angélica y aprovechando la oportunidad para decir algo porque se siente incómoda en esa posición tímida y silenciosa.

-Como saber cómo se pone una buena mesa para disfrutarla o para agasajar a un cliente importante. Más importante que el Binomio de Newton es saber dónde se hacen las mejores bagettes de París. ¿Conoces París?

-No..., no.

-Ay, mi corazón, tienes que conocer París antes de... -iba a decir «antes de morir» y se detuvo-. Antes de comprender el Binomio de Newton.

Los tres se ríen. Consuelo con menos ganas, aunque se esfuerza por comprender el mensaje de una mujer que conoce el mundo y el lujo. Por un momento le viene a la mente una frese de Abayubá, que ella censuró por disciplina: «las mujeres no dialogan; ellas se cuentan cosas. A ustedes les preocupa más lo que van a decir que lo que pueden escuchar». La mira a Angélica y le da gracias a Dios por permitirle conocer a su verdadera familia. Ahora debe aprender lo qué es un Moreno. Deberá aprender a ponerse furiosa por alguna tontería.

-Oye, primita -interrumpe Vicente- te la voy a dejar a Consuelito unos días, para que descanse de tanto estudio en la capital. Para que tome sol y se divierta un poco de noche, que me dicen que Gorlero es una fiesta después del atardecer.

Consuelo piensa que Vicente se irá y Angélica aprovechará el momento para preguntar por su prima Mabel, porque Mabel solía contarle lo amigas que eran, las travesuras que las hicieron famosas en Madrid y en las casas de campo. Y a Consuelo se le cae el alma, le tiemblan las manos y se le va la sangre del rostro. Así que cuando se fue el tío Vicente y se quedó sola con Angélica, fingió que le dolía terriblemente la cabeza.

-Es el vino blanco -dice Angélica-. El vino blanco cuando no es bueno es cabezón, y por aquí no he encontrado vinos buenos. Te recomiendo que subas a tu habitación y te recuestes un poco hasta que se te pase.

Angélica la toma del brazo y la mira con ternura.

-Mi niña, de verdad que eres muy bonita. No exageraba nada el tío Vicente cuando me confesaba que no hay dos niñas tan hermosas en Montevideo. Y creo que se equivocaba, porque yo tampoco vi algo igual en España. Y pensar que sois una Moreno. Qué alegría. Pero, pues, anda pequeña, que os estoy demorando demasiado. Vamos a tu habitación para que descanses.

Consuelo, que no se había sentido del todo mareada hasta el momento, siente que el alma le regresa al cuerpo con un calor agradable que le viene de esas palabras de Angélica. Es una Moreno, como decía Mabel. Ella sabe lo que es vivir.

-Así es, mi niña -dice Angélica, abriendo la puerta-. Allí tienes una pequeña nevera donde encontrarás algún refresco. Ponte cómoda, porque debes estar bien para ir mañana a la playa.

Consuelo se recuesta en la cama y ve por la ventana unas nubes con forma de olas que pasan y dejan el cielo limpio. Siente que por primera vez el calor es un lujo y se sonríe. Mañana irá a la playa con el bikini rojo que se compró en Montevideo. El rojo le quedará bien; a la gente le gusta y la tía Angélica explotará de orgullo.

El tío Vicente me cuidó hasta que pude hacer facultad. Yo no lo molestaba, porque seguramente él tenía otros apartamentos donde cuidaba otros muchachos sin fortuna pero con buenos músculos. Ese año me puso en el St. Catherine's, para que aprendiera idiomas y me acostumbrara a vestirme bien, para encontrar un día un candidato acomodado en la clase alta, que es lo mismo que hubiera hecho mi madre en su lugar.

De mi madre aprendí que a los hombres no había que amarlos, que eran nuestro sustento o nuestra maldición. Yo tuve un hombre, mejor dicho, un muchacho (Abayubá) que me quiso como yo no pude querer nunca a nadie. Después que abandonó el liceo para trabajar en una barraca, me iba a buscar a la salida del liceo; y cuando me mudé con el tío Vicente, viajaba una hora para esperarme en la puerta del colegio. Se paraba contra un árbol, tímido o vergonzoso, con sus pantalones viejos en medio de los nenes de la clase alta que vivían riéndose de todo el mundo y mucho más de él. Yo salía con mi uniforme de adolescente rica y me lo encontraba ahí, siempre en el mismo lugar, delgado y pálido, un poco encorvado por la timidez. Y no sabía cómo pedirle que no fuera a esperarme más, de forma de que después mis amigas comentaban «¿y ese es tu novio?», como si yo estuviese caliente con algún obrero de la construcción. Yo no lo quería a Abayubá. Hasta me daba vergüenza, pero no podía decirle que no volviera más, ahora que yo era una niña bien, del día para la noche. Empezaba a caminar a mi lado, cada vez con más miedo de tocarme, como si sus manos de peón de barraca fueran a ensuciarme el uniforme escocés del colegio. Era un muchacho noble, sin duda. Su mayor defecto era que me amaba. Y yo no podía quererlo igual. Nunca lo había querido, a pesar de haberle dicho lo contrario varias veces, fingiendo estar muy enamorada. Quería probar, quería querer y no podía. Quería apasionarme y solo sentía indiferencia y compasión por alguien que me amaba de verdad.

En cambio él, intentó hasta lo imposible para retenerme. El trabajo de la barraca lo había logrado disfrazándose de otra persona. Se había vestido y peinado como el señor Gomensoro y su primer gerente hubiera querido que se vistiese y se peinase; había explicado en la primer entrevista con los dueños, con lujo de detalles, por qué quería trabajar en la barraca, con ese espíritu de sacrificio que ya no se encuentra entre la juventud, pensando antes en el progreso de la Empresa para así verse beneficiado en un futuro próximo, aumentando las ventas y la calidad del servicio, poniendo lo que hay que poner, haciendo horas extras si fuera necesario, no por obligación o por el dinero que pudiera sacar, sino pensando en que estamos en el mismo barco y si no salimos todos a flote no sale ninguno, llamándolo después a la casa del señor gerente, realmente preocupado, a las diez de la noche, porque uno de los clientes más importantes, el arquitecto Pintos Mota, le había comunicado su urgente necesidad de contar con esos diez litros de aditivo acelerante para hormigón, mañana a las once horas, momento preciso en que se terminará de colocar las armaduras, siendo que ni en Siba Ltada. ni en Pan S. A. había sido posible encontrar el mencionado compuesto, por lo cual resultaba necesario comunicar directamente al señor gerente de Bolt, ya que usted lo conoce personalmente, el envío urgente del aditivo acelerante a primeras horas de la mañana, descontando, claro está, que él mismo, Abayubá, se encargaría de ir hasta la planta industrial de Bolt para retirar el pedido y luego llevárselo directamente a la obra del arquitecto Mota, en Rambla República de México, porque el profesional ya comienza a fastidiarse por la incompetencia de los proveedores, por la inestabilidad del tiempo y por la próxima certificación del 15% ante el Ministerio.

Pero Abayubá no tardó mucho tiempo en avergonzarse de este violento cambio de su personalidad y renunció a formar su carácter a gusto y semejanza de los señores gerentes, lo que a la postre terminó con su antes logrado lugar-en-la-sociedad, procediéndose, como corresponde en tales casos, a su marginación espiritual, primero, y física, después. «Mi lugar en la sociedad -decía, mordiendo la cabeza de un lápiz, para escupirla después del otro lado del murete-. Si alguna vez tuve algún lugar en esta sociedad, seguramente debió ser el lugar de un socio sin acciones».

«Sabés que estoy leyendo a Sartre?», me decía, después de uno de sus largos silencios, porque no tenía más nada que decirme o porque quería alejarme de mis nuevas amistades. Y nada mejor que un filósofo bohemio para ayudarlo a reírse de mis amigos de la clase alta. Porque un burgués que lee a Sartre siempre será un lector incompleto de Sartre. Y él sí poseía ese tesoro.

«¿Sartre?», le preguntaba yo, «quién es Sartre?».

Abayubá tartamudeaba, miraba el suelo o la raíz negra de un árbol y decía: «Tenés que leerlo». Y así se quedaba, sin decir más nada, encorvado, escondiéndose detrás de los lentes con la mirada en el suelo y las manos en los bolsillos. Y otra vez ese silencio que era peor que mi verborragia. Por supuesto que Abayubá, como todo buen lector de Sartre, no podía dejarse seducir por el psicoanálisis. Él decía que ese monólogo terapéutico no era más que una estafa, que ese tipo de Viena le había hecho tanto bien a la medicina oral como mal le había hecho al resto de la humanidad, embaucándola con costosos monólogos que podían durar veinte o treinta años hasta que el paciente no tenía más remedio que curarse o pegarse un tiro. Por eso decía que hacía tanto bien hablar como callarse, aunque él prefería no abrir la boca, ya que había descubierto que cuando la gente hablaba un poco más de lo necesario, alguien era inevitablemente destruido. Claro que afirmar lo contrario (decía), que la comunicación se basa en el silencio, si bien no era del todo equivocado resultaba una exageración. ¿Pero qué hace una persona cuando habla de más? -se preguntaba, más movido por algún oculto rencor familiar que por un convencimiento teórico-. Por cierto que no resuelve ningún problema. Seguro que si uno escucha murmurar a una persona por más de media hora puede saber que algo terrible ocurrirá; alguien oirá algo que no debía haber oído, algo nuevo habrá acontecido en el mundo sin que uno llegue nunca a saber si era verdad o no. En parte los psicoanalistas deben saberlo. De otro modo, no se comprendería que se queden casi todo el tiempo callados mientras su benefactor se desgasta hablando al cuete.

Yo lo miraba y me parecía un tonto. O más bien un chico inocente que ignoraba el mundo exterior, y a la mente se me venía la frase de Angélica: «En la vida hay cosas más importantes que jugar con símbolos». Y la prueba de ello era que Abayubá había perdido el trabajo que tenía en la barraca Flores Gomensoro, porque en los ratos libres se escondía en un rincón a leer estupideces. Recuerdo que unos días antes se había aparecido de lentes y yo le pregunté si no veía bien y él me dijo, un poco sin querer hablar del tema, que en realidad los usaba para descansar la vista, porque no quería que yo pensara que era miope, y porque en realidad no lo era: se había mandado reconstruir los lentes en desuso de un amigo para disfrazarse de intelectual, porque el pobre no podía aspirar a otra riqueza que no sea la del espíritu, y quería que los demás supieran que se había convertido a esa religión atea que consideraba inferiores al resto. Cosa que es la norma en todo el mundo ¿o no? ya que, a su manera, la gente siempre anda buscando acomodarse por encima de los demás, y para eso da lo mismo acumular millones de dólares o vestirse de pobre franciscano al servicio de Dios. Pero a Abayubá sus lentitos no le hacían el efecto esperado sino todo lo contrario: parecía uno de esos hijos que nadie quiere tener. Tenía el pelo demasiado negro y liso, al punto que un día José Menéndez, que era hijo de gallegos pero se confundía con un ario perdido en diferentes emigraciones (y por lo tanto con más derecho sobre mí que el otro), se le rio en la cara y le dijo que nunca había visto un indio con lentes, a lo que Abayubá preguntó si los teutones de Wotan lo usaban con asiduidad.

Jacobsen recuerda a un muchacho, con un pequeño bolso negro cruzado como una carabina al pecho y apoyado en las nalgas, que mira una de las puertas corredizas del supermercado por la que entran y salen los compradores cargados de bolsas de nylon con la inscripción SUPER. Espera pacientemente a Rovira y se distrae en aquel muchacho que observa nervioso a un hombre calvo que lleva dos paquetes en cada mano. Lo sigue con la mirada hasta que el hombre deposita los paquetes en el baúl del auto, al tiempo que advierte que está siendo observado. Cierra el baúl con cuidado, como si no se hubiese dado cuenta de nada, y sube rápidamente al auto. Dos mujeres entienden la escena y se alejan del lugar, pero el muchacho permanece en su posición de espera, nervioso y con su cara de antepasados negros o por lo menos indígenas. Espera, tenso, hasta que finalmente sale otro hombre por la misma puerta. Es un hombre canoso que pasa empujando un carrito lleno de cajas vacías. Entonces el pardito se anima y se le aproxima, primero con decisión y luego casi arrepentido. El hombre del carrito hace que no lo ve, pero el muchacho lo sigue despacio, en silencio.

-Bueno, decime qué querés -lo increpa el viejo.

El muchacho duda, acomoda el bolso y murmura:

-¿Se acuerda de mí?

El viejo lo mira un instante y continúa su marcha.

-¿Por qué habría de acordarme de vos?

-Usted me habría prometido ayer...

-¿Prometido? ¿Qué te había prometido yo?

-Una changa, ¿se acuerda?

-¿Una changa? No, de veras que no me acuerdo. Y haceme el favor que ando ocupado.

El muchacho insiste y lo sigue para donde va el viejo que intenta escaparse empujando el carrito. Choca con otros que están amontonados contra una pared y rezonga algo que Jacobsen no alcanza a descifrar. El muchacho se apresura a ayudarlo, acomodando el carrito que está adelante para que los dos se ensamblen correctamente. El viejo, por un momento, parece débil y se fastidia aún más.

-Dejá quieto eso, que no necesito ayuda.

-Ya lo sé, señor. Pero allá adentro deben precisar gente.

-¿De dónde sacaste eso? Si entra uno y sale otro.

-Pero usted ayer me prometió...

-¡Nada! -grita el viejo-. Yo no te prometí nada.

-Me dijo que viniera mañana, que usted sabía reconocer un muchacho de provincia.

-Te dije que volvieras otro día. No mañana.

-Está bien, señor, no se enoje. Pero yo solo necesito una changa, estoy sin comer.

-Andá a pedirle a tus viejos y no jodas acá.

-Mi viejo no puede.

-Y vos tampoco podés.

-Pero, ¿por qué?

-Porque no servís.

El viejo se escapa y el muchacho lo sigue sin advertir que otras personas lo están mirando.

-¿Por qué no sirvo? -insiste, casi rogando, como si de repente se hubiera dado cuenta de su inutilidad, de su insignificancia y de su insensata pretensión de trabajar en el SUPER.

-¿Por qué no sirvo? -vuelve a preguntar, esta vez esperando una revelación que justifique su mala suerte.

-Porque no servís -concluye el viejo y logra escaparse.

«También estoy leyendo el diario del Che», se animó un día a decirme y yo casi le grité:

«Qué asco!».

No porque me cayera mal el Che Guevara, sino porque había visto en esa confesión una buena excusa para enojarme con él. Pero él no contestaba a mis señales hostiles y después nos despedíamos con un beso cada vez más flácido. Yo sufría porque no lo quería y él sufría por quererme igual. Me daba lástima, pero no amor. Pensé que era algo que podía llegar a aprender con el tiempo, y me equivoqué: solo aprendí a complacer, a mentir. Y a sentir lástima, porque algo bueno tenía que tener.

De Corín Tellado pasé a unos libros pesados (en el doble sentido de la palabra) que me imponía Abayubá, con esa sutileza moral suya y tan propia de los intelectuales comprometidos, que no viven ni dejan vivir, porque si no te imponen su visión del mundo con una revolución, te dejan con el remordimiento de que en el mundo existan pobres mientras el país está en vilo por un partido de fútbol o a las muñequitas nos gustan más los chismes de la farándula que los grandes problemas Universales de la Condición Humana. Así que tras ese gracias a Dios breve pasaje por el teatro de Albert Camus y Tennessee Williams, que para él eran algo así como la eternidad hecha palabra, me dediqué a la compra y consumición de revistas para mi sexo, tipo CARAS o GENTE, que compraba cada siete días. Me daba cuenta de que en la frivolidad también podía haber profundidad y misterio. Creo que tal vez todo dependa de cuánta conciencia insatisfecha una pueda tener de una determinada realidad para calificarla de profunda o misteriosa. Marlon Brando rechazando el Óscar, Cristina Onassis tomando Coca-cola en alguna playa del Mediterráneo, Nadia Comaneci con su mirada de gata, John Travolta con su camisa brillante y sus pantalones ajustados de mujer, los políticos con lentes de armazones gruesos. Yo quería aprender a ser una de esas mujeres superiores y despreocupadas de la farándula porteña, de esas minas que saben lo que hacen y no les importa que las vean aquí o allá, vistiendo así o asá, con este o aquel hombre: en una palabra, yo quería ser una de esas mujeres que saben vivir, sin pasado y sin futuro. Porque cuando una es joven siempre representa a algún personaje que quisiera ser y todavía no es. Así, todo lo que hace o piensa una tiene que ver con ese personaje, con ese modelo de ser, y entonces la vida tiene algún sentido. Todavía, cuando reviso alguna de esas viejas revistas de espectáculos, me quedo pensando en lo misteriosa que es la belleza efímera, que más misteriosa es la conciencia que el inconsciente, y que más misterio hay en la belleza que en la fealdad, en la alegría que en el dolor. Es más misteriosa la felicidad que el dolor y que la tristeza: el dolor es algo animal, a ras de tierra; la felicidad es una experiencia celeste. ¡Y cuánto de esto puede haber en la frivolidad, cuando se la vive a conciencia! No digo tanto, pero entre esas revistas podía volar, como en otro tiempo volaba con Las mil y una noches, en la soledad de mi cuarto de la Ciudad Vieja.

Después me di cuenta que en realidad no había tomado esa costumbre por rebeldía contra Abayubá y su mundillo de pobres iluminados, sino para cultivar mi gusto por los hombres. Pero fue del todo inútil. Creo que debía sentir que no solo la cultura era un reducto de hombres, sino también la bien estudiada frivolidad femenina de las revistas. Pero, con todo, antes de una iluminación de ese tipo, yo quería pasar por la necesaria oscuridad del deseo hacia los machos, aunque sea de esa forma. Y no lo lograba. Incluso llegué a pensar que era media rarita; lesbiana, en una palabra. Y me dejé atormentar un largo tiempo por esa idea, hasta que realmente tuve la oportunidad de tener algo con una compañera del colegio y tampoco me gustó nada. La chica era Dorita García Campos, la misma que ahora está trabajando en Nueva York y que me invitó a compartir su apartamento para escapar de Montevideo. Dorita era muy femenina, por lo menos al grado de no levantar sospecha alguna sobre sus gustos de entrepiernas. Cosa que, estoy segura, la tenía sin cuidado. Ella vivía en Pocitos, con sus padres («con sus padres» es un decir), en un apartamento espacioso y un poco exótico de Guayaquí casi la rambla. La suya era una de esas familias que me hubiera gustado tener: sin preocupaciones económicas, porque no les faltaba el dinero ni se inventaban grandes necesidades, más allá del culto al arte y a la cultura oriental. Y casi nunca estaban en casa. Sobre todo por eso. El padre tocaba el violín en el SODRE y la madre se dedicaba a la danza, único posible inconveniente con el gobierno, ya que si el arte era subversivo, más lo debía ser la danza donde descollaban siempre los rusos. Y como casi nunca estaban en el país, Dorita se tomaba ciertas libertades, como organizar reuniones íntimas de a tres o de a cuatro, para escuchar discos de Lennon y de Cohen y fumar marihuana en la alfombra del living. Tenía toda una defensa teórica de la cannabis, porque, según ella, era menos perjudicial que el tabaco y más espirituosa que el vino. No sé cómo la conseguía ni cómo entraba en contacto, por correspondencia, con un montón de europeos que formaban parte de un club de fumadores de marihuana, como quien forma parte de una organización clandestina por la libertad y la democracia. En aquel apartamento siempre había olor a incienso en el living y en los dormitorios, curry y ajenjo en la cocina, estatuillas africanas hasta en el baño (un shetani o demonio bondadoso de la lluvia de una tribu maconde, tallado en páo preto; el otro opuesto, el shetani de la sequía y del hambre, con las orejas puntiagudas y los hombros esqueléticos), todo tipo de trapo hindú, de capulanas, de campanas budistas que resonaban con solo frotarlas un poco, y las correspondientes fotos de músicos y bailarines conocidos personalmente por los padres de Dorita. Yo nunca los llegué a conocer, aparte de alguna foto en la que aparecían en Broadway, comiendo después de una función. Él tenía bigotes, pelo blanco y también fumaba, aunque hubiese sido difícil, sino imprudente, averiguar si aquello que tenía en la mano era marihuana o un Marlboro sin filtro. De cualquier forma, los imaginaba altos a los dos, tal vez porque Dorita era alta. Ella tenía un cuerpito frágil y esbelto de bailarina sin entrenamiento, y una sonrisa de Gioconda vergonzosa que la hacía más niña de lo que era realmente. Llevaba siempre el pelo recogido y atado en la nuca con un hueso de rinoceronte, hasta que un día se lo cortó de un saque, sin asco, y le quedó un look de reclusa que espantaba, lo que fue visto de forma sospechosa por las adscriptas del colegio y por los vecinos del edificio que día a día veían decaer el nivel del barrio por culpa de esos bichos, porque son bichitos que no tienen la culpa de que los padres no se encargan de ellos, ¿vio usted? El gobierno nos dejaba llevar el pelo largo, pero no había previsto casos como el suyo: no estaba escrito en ninguna parte que debíamos mantenerlo así. Tal vez porque no se esperaba de nosotras algún gesto revolucionario, ya que no podíamos dejarnos crecer la barba como el Che, ni el pelo tipo Lennon. ¿Estás loca, qué te hiciste en el pelo?, le pregunté sorprendida, cuando me abrió esa noche la puerta. ¿En el pelo?, repitió ella, como si no se hubiese dado cuenta. Nada; solo que ayer me estaba preguntando por qué las mujeres llevamos siempre el pelo largo, mientras a los hombres se los obliga a cortárselo. Entre frase y frase hacía silencio y se ocupaba de alguna cosa, como tirarse en el almohadón rojo del piso a limpiar su pasto seco que guardaba en un papel de aluminio. ¿Y? Y bueno, pensé que... -otro silencio; creí que los fumadores de marihuana tenían algún problema para hablar fluido, pero en realidad el problema era que Dorita se tomaba su tiempo para pensar lo que iba a decir; demasiado- a los hombres no se los deja usar el pelo largo para que no se parezcan a nosotras. ¿Y nosotras? Otro silencio. Ya no me impacientaba esperando las respuestas. Sabía que llegarían tarde o temprano y que no era tiempo lo que me faltaba cada vez que iba a ese apartamento. Así que aprendí a distraerme con otra cosa, mientras esperaba las explicaciones de Dorita. A nosotras nos impusieron el pelo largo para tapar el cuello, ¿entendés? Ni un pomo. Mirá, razón tienen los musulmanes cuando dicen que el cuello es la parte más erótica de las mujeres. Ellos las tapan toda, para no despertar el deseo del macho ajeno. Oí por ahí que los hombres desean los senos de la mujer porque les recuerda su época de lactancia. Bueno, bueno, ¿por qué también no dicen que a ellos les gusta nuestras entrepiernas porque salieron de ahí, donde estaban de lo más felices? ¿Y los huérfanos destetados, qué? ¿Y qué dejan para nosotras esos doctores, que siempre se olvidan de las mujeres en sus teorías? Ya que estamos, ¿no? Digan lo que digan. Una tapa aquello que provoca deseo, para que de esa forma no cunda el caos. Pudor y Civilización son sinónimos. Ahá... ¿De dónde sacás todo eso? Lo traigo de allí afuera, del 121. ¿Y será verdad, che? -Otro silencio, esta vez no tan largo-. No sé si es verdad, pero funciona, viste. Los nazis decían que una mentira repetida varias veces se convertía en verdad. Yo creo que es verdad toda mentira que funcione, que sea coherente con el resto de las mentiras que conforman nuestro mundo. Solo que un pensador original usa esa coherencia como un australiano usa un bumerang. Pará un poquito, Dorita, pará que hoy tuve un día bastante pesado. La realidad no es otra cosa que una mentira muy bien pensada; las otras son invenciones de segunda clase, incoherentes y contradictorias. Tomá, este lo hice para vos. No tiene semillas como los tuyos. Gracias; un día me va a hacer efecto esta porquería tuya. Y como no voy a necesitar más el hueso de rinoceronte, te lo regalo. Es para el pelo, obviamente. Deberías dejar de teñirte de negro; el azul es más original; iría con tus ojos. ¿En serio? ¿De qué parte del rinoceronte es? Del cuerno de adelante. El de acá no: el de acá. En África matan a los rinocerontes para quitarles el cuerno; dicen que es afrodisíaco. ¿Afro-qué? Afrodisíaco, nena: a-fro-di-sí-a-co, para calentar las hormonas, como la carne de paloma. Pero es siempre para los blancos, porque los negros no lo necesitan, supongo. A los negros les interesa más la carne. La carne del rinoceronte, digo. Lo que no sé es cómo usan el cuerno, si en polvo o así no más, entero.

Yo me dejé seducir por ese ambiente despreocupado de los García Campos y me hice habitué a sus reuniones clandestinas, me acostumbré al no puedo hacer vida sana porque me enfermo, al se debe ser moderado con los venenos, todas frases personalísimas de Dorita, aunque con una pizca de paradojal judía, como aquel a mí inclúyanme afuera, de Goldwin. Entre ella y yo había una relación desapasionada, de forma que nunca la amé ni llegué a enemistarme por desacuerdos. Ni siquiera perdí su amistad cuando una tardecita nos tumbamos en la alfombra a fumar porros y a tocarnos los pechos con los pies primero y con la lengua después. Algo bastante asqueroso, por lo menos para mí. Recuerdo su ropa interior desparramada por el piso y la risa permanente de la marihuana, el olor de los porros encendidos y su voz sorprendida que preguntaba cuándo había perdido la virginidad. Y yo, más bien indiferente que asqueada, le dije que me había violado un tipo que tenía una vara así de grande. ¿No me digas? ¿Y cómo es eso que te lo hagan de a prepo? Después nos quedamos hablando de hombres y de todas las experiencias que ella hubiera querido tener con tipos que conocía y que nunca se había atrevido, a pesar de que era así de liberal, una hippie tardía de los setenta, feminista pero no lesbiana, che, que no es para confundirse. Revisábamos revistas de moda y calculábamos el tamaño del pene de cada tipo según el bultito que se les veía. ¡Bah! -decía ella, pasando las hojas con ansiedad disimulada en indiferencia-, la mayoría de estos modelos se agregan trapos para impresionar, porque aunque hagan fierros para inflar los músculos de arriba, no pueden hacerla crecer a la de abajo levantando pesas, y debe ser por eso que no me calientan del todo los tipos que van a mostrar sus lomos de ropero a la playa, porque la desproporción entre lo que tienen de más y lo que siguen teniendo de menos, aumenta. Cosa que les incomoda cuando salen del agua y el short se les pega al bultito, y por eso hacen toda una ceremonia previa de despegue.

No eran malos tiempos. También recuerdo que íbamos al cine y a la salida entrábamos en alguna librería de 18 para robar. Como no nos interesaban los libros sino la sola hazaña de hacer algún daño (que a mí se me ocurría también como otro de los ocultos juegos sexuales de Dorita), nos traíamos algún manual inútil sobre hormigas o un hermoso libro para colorear que luego terminábamos tirando a la basura por Constituyente o por 21 de Setiembre, ya que no teníamos pendejos conocidos para regalárselos y era preferible eliminar las huellas del delito. Nunca nos pescaron in fraganti, lo que significó, en el fondo, una forma de frustración para Dorita. Estoy segura que alguna vez hizo lo posible para que nos descubriesen, pero los empleados nunca se atrevieron a sospechar de dos nenas de la clase alta, sin dudas grandes clientas en el futuro, como esas señoras bien que se gastan un sueldo de obrero en un libro con ilustraciones de Punta del Este, donde pueden reconocer los jardines floridos de sus propias casas o de alguna conocida del ambiente high, o en alguna edición de lujo del Martín Fierro.

Entra mirando con ojos inquietos y tarda en ubicarlo, hasta que su mirada se posa un segundo largo como de fotografía, como si sus pupilas, venidas del sol intenso de la tarde, aún no terminasen de dilatarse lo suficiente para poder verlo en la oscuridad, sentado del otro lado de una mesa muy larga, como de fiesta, pero sin vasos ni manteles ni risas ni nada. Jacobsen espera resignado a que termine de descubrirlo y se le acerque. Siente frío, pero no es por la visita de Augusta sino porque está mal abrigado. Por una ventana estrecha contra el techo corre un aire frío de marzo, y por la puerta de enfrente ella que se acerca con una cajita azul y su sonrisa que aún no sabe lo que expresa.

-Señor -dice la empleada-, usted está muy desabrigado. No puede estar así. La semana que viene le traigo ropa de invierno, que se la dejó toda en el ropero. Solo espero que no haiga tanto frío como el de hoy. ¿Vio que se vino de repente el invierno? Tiempo loco...

Jacobsen asiente con la cabeza y piensa que Augusta es más inteligente de lo que parece, que en realidad había sido un desperdicio tenerla lavando pisos en su casa. Ni siquiera le había preguntado por qué estaba preso y qué pensaba hacer. Sería una buena novelista.

-Es lo único que me han dejado pasar -dice Augusta, al tiempo que lo mira abrir el paquete, ansiosa por ver su cara cuando vea los alfajores-. Los hice yo misma.

-Gracias, Augusta... De verdad, gracias. Adivino que están buenos.

Ella espera el momento en que Jacobsen pruebe uno, entre curiosa y obligándose a no mirarlo comer con esas manos temblorosas de héroe derrotado.

-Sí, están buenos... Con la manía de comprar comida hecha afuera, nunca le di la oportunidad de usar la cocina.

-Yo le hacía café todas las mañanas.

-Pero podía haber hecho alfajores, también.

-¡No solo alfajores! Sin ir más lejos, hoy le traje una pascualina y un pastel de jamón, y me lo quitaron a la entrada nomás. Dicen que no traiga cosas tan grandes, dicen.

-Bueno, disfrútelas usted por mí.

-Ya no se puede. Se las dejé a las que me manoseaban. Siempre es mejor quedar bien con esa gente.

-Usted es muy práctica.

-Y realista, como toda buena mujer.

-¿Por qué lo dice?

-Los hombres solemos morir estúpidamente con nuestros principios. Por los principios no llegamos nunca al final.

Jacobsen se sonríe sin mostrar los dientes; agacha la cabeza y elige otro alfajor. «Generalmente -reflexiona, aunque no termina de formulárselo totalmente-, uno piensa mejor de lo que actúa». Toma uno y lo estudia con cuidado: en el borde tiene coco rallado pegado al dulce de leche. Imagina los dedos de Augusta tomando el alfajor como una ruedita para hacerlo rodar sobre un campo nevado de coco rallado.

-Con todo, no estoy segura de haber hecho bien. Ahora que lo pienso, hubiera sido mejor quedarme con el pastel de jamón y llevármelo a casa para compartirlo con Voltaire.

-Voltaire... -dice Jacobsen, con un repentino gesto de ternura olvidada-. ¿Cómo está Voltaire?

-Oh, señor, muy bien. Cuando llegué el viernes pasado me estaba esperando en la puerta. Y después, cuando entré, no me dejaba ni a sol ni a sombra. Ayer, se pasó toda la tarde sentado en el pasaplatos, mirándome preparar el pastel y la pasucalina, y eso que nunca lo dejé subirse ahí arriba. Pero como estaba tan solo, el pobre, me dio pena y no le dije nada. Hasta le di todas las puntas de jamón y de queso que fueron sobrando.

Finalmente, Jacobsen termina por darse cuenta: Augusta no solo es joven e inteligente; también es bonita (no lo había notado antes) y se ha arreglado especialmente para ir a verlo. Se ha peinado el pelo, negro y espeso, de forma que le sube por la nuca un remolino cónico y dos delgados mechones le bajan por las sienes. Hay algo de maquillaje en sus mejillas y un casi imperceptible brillo de pintura en los labios que apenas dejan ver el rostro avergonzado y silencioso de la muchacha de Río Cuarto. De repente se siente incómodo pensando que Augusta se había enamorado mucho antes de que él se diera cuenta, y ahora venía a probárselo. Luego, en su celda, Jacobsen pensará que la gente cuando se enamora no se da cuenta de lo que hace y toma todas la medidas para emprender ese largo viaje sin regreso a la felicidad y al dolor, ya que de ninguna forma puede evitarlo. Y por ese camino comenzaba a entrar Augusta, soñando fantasías sobre él, tal vez admirándolo por lo que él mismo se despreciaba.

Entonces baja los ojos y busca otro alfajor, porque en ese silencio de los dos había dejado escuchar su pensamiento y había visto sus ojos negros fijos en los de él.

-Usted no está comiendo bien aquí -le dice ella-; está más flaco, más...

-No es la comida -la interrumpe, deseando que la entrevista termine de una buena vez. Y cuando Augusta se va, con sus tareas por hacer y sus visitas por volver, Jacobsen murmura para adentro: «Pobre Augusta».

Cuando Abayubá comenzó a darse cuenta de que me incomodaba, supo que yo lo dejaría. Entonces quiso saber cómo era hacerme el amor. Me lo pidió por primera vez, sin romanticismo y sin nervios. Y como yo sabía que de alguna forma era una forma de despedida, le dije que me llevara a un hotel con vista al mar. No sé por qué agregué esa condición panorámica, más razonada que sentida. Tal vez pensaba que una mujer que no fuera indiferente a un momento como ese debía poner alguna condición inútil. Abayubá dijo, está bien, sí, ya veré dónde consigo algo así, tan triste que me dio ganas de llorar. No por mi indiferencia sino por su noble resignación, ya que sabía que me tendría ese día y nunca más. No lo vi sonreír, nunca. Estaba triste. Una noche me llamó para decirme que tenía el hotel que le había pedido. Había reservado una habitación con vista al mar, en Piriápolis, porque Piriápolis le sonaba a irreal, a ciudad concebida en una borrachera, a algo que comienza o termina en una catástrofe. Y así fue para él.

Atardece y el sol se hunde en el mar. Ya no queda nada para ver ni para recordar: la experiencia del atardecer no ha sido la mejor. Abayubá la invita a tomar algo en un bar que está unas cuadras arriba de la playa. Se sientan en un rincón donde hay plantas y se puede ver para afuera, pero el bar no es lo suficientemente grande como para no escuchar el diálogo que mantienen dos hombres acodados en el mostrador con tres más sentados en una mesa próxima.

-Este no es el mejor lugar -dice Abayubá, mirando a su alrededor, incómodo.

-¿Mejor para qué? -pregunta Consuelo, llamando al mozo.

-Para conversar, claro. No me gusta. No sé, hay demasiado ruido aquí.

-No, está bien -insiste Consuelo-. Además la caminata de la tarde me dejó cansada y prefiero quedarme aquí, sentada. ¿Qué vas a tomar?

-Elegí vos -dice Abayubá.

-Yo voy a tomar una cerveza, pero vos pedí lo que te guste.

-Está bien, una cerveza -le pide Abayubá al mozo que pregunta si quieren algo más- no -y luego se retira.

-Lo pasado, pasado -dice uno de los hombres que está acodado en el mostrador y alguien le contesta que hay que aprender de la historia.

-¿De qué historia me vas a hablar a mí? Mirá -dice uno de los que está sentado, sacándose la gorra vasca-, mirá estas canas. Sesenta y dos pirulos. Si habré visto yo jugadores como Arturito, que en los momento decisivos aflojan y echan todo a perder.

-Vos sabés, Consuelo, que no he estado muy bien en los últimas semanas.

-Lo sé.

-Vos tampoco. Y por eso te pido perdón, si en algún momento me comporté con impaciencia. A veces soy un poco duro y no me doy cuenta -dice, y hace un gesto que pretende ser una sonrisa.

Consuelo no responde. Mira por la ventana el atardecer que a esa altura del año comienza a persistir, mientras que las luces de la ciudad aún no se encienden, ahorrar energía, prolongando de ese modo un estado de media luz que la impacienta. Se siente sola.

-Yo tengo la culpa de que a veces no nos entendamos como antes -insiste Abayubá, controlando un posible temblor que le impide beber su cerveza.

-No, Abayubá, vos no tenés la culpa de nada -le dice Consuelo, mirándolo por un momento a los ojos-. Las cosas se han ido dando así.

-Pero yo se que van a cambiar.

-No lo sé.

-¿Por qué tantas dudas? ¿Qué es lo que no sabés?

-Perdoname, pero el Beto Aguirre no es lo mismo que el Pato. ¡Es otra clase de jugador! Lo que pasa es que lo tienen en la punta izquierda, cuando todo el mundo sabe lo que puede rendir de volante central.

-Bueno, muchachos, empezamos a decir tonterías. ¿Cuántos partidos jugó el Beto de volante central? ¡Cuántos!

-Está bien...

-¡Un partido!

-No, pará, dejame que te diga...

-Un partido contra Defensor y lo mejor que hizo fue...

-Contra Danubio, fue contra Danubio en la Primera Rueda que casi lo lesionan y el juez no dijo nada.

-Pará, te digo que pará si no...

-No es que «se fueron dando» -dice Abayubá, evitando levantar la voz pero sintiendo que Consuelo no lo escucha o no lo entiende-. Te digo que la culpa la tengo yo, porque cuando entraste en ese colegio a mí me empezaron a carcomer los celos.

-¿Celos? ¿Celos de qué? -lo increpa Consuelo.

-Sí, ya sé que no tenía razones para estar celoso... Pero, bueno, esas cosas se sienten y punto. Te imaginaba conversando con todos esos pintas bien vestidos y con estilo -reconoce Abayubá, buscando inútilmente mejorar la situación. Y ahora que lo dice, se da cuenta de que es verdad: ha vivido acosado por los celos, no siempre injustificados, como cuando iban por la calle o entraban a un bar y los hombres la miraban a ella, descaradamente, y él comenzaba a pensar que un día se agarraría a las trompadas con alguno de esos imbéciles. O se daría vuelta y, con la navaja que siempre llevaba en el bolsillo del vaquero, le pediría que repitiera eso que había dicho al pasar. Ahora, sin embargo, en ese bar de Piriápolis, no ocurría nada de eso. No porque los hombres del interior sean mucho más respetuosos que los patoteros de la Capital, sino porque estaba a punto de comenzar un partido de fútbol en el televisor que colgaba sobre la puerta de entrada, y Abayubá sabía muy bien que en este país de hombres cultos solo las piernas de un jugador de fútbol son más interesantes que las piernas de una mujer ajena. Así que era en esos momentos, cuando en el estadio se pateaba la de cuero y en las vidrieras de las tiendas y en los bares se amontonaban los hombres, nerviosos y profundamente críticos, cuando las mujeres podían caminar tranquilas por la ciudad, a salvo de la baba de sus amantes verbales, que siempre salpica cuando abren la boca para ejercer sus derechos.

-Pensabas que debían impresionarme -dice Consuelo, mirando por la ventana la calle vacía.

-No...

-No pero sí. Tenés que saber que no me impresiona ninguno de toda esa manada de imbéciles. No le busqués la quinta pata al gato.

-El que se tiene que ir es el técnico y no el Beto.

-¡No digas estupideces! ¿Por qué creés que estamos en las semifinales?

-Por el Beto, por qué más.

-¡Por Olarticoechea! Porque ese sí que tiene bien puestos los pantalones en Nacional. A ese te aseguro que no le va a temblar la mano si tiene que sacarlo al Beto o ponerlo de lateral izquierdo. A las estrellas hay que sacarlas y mandarlas al banco de suplentes.

-Perdoname, Abayubá, pero no me siento bien.

-¿Qué es lo que te pasa, Consuelo?

-No lo sé.

-¿Todavía me querés?

-Te digo que no lo sé. No hagas ese tipo de preguntas cuando no me siento bien, por favor, Abayubá.

Abayubá se arriesga a tener una respuesta grave:

-¿Hay otro muchacho? Podés decírmelo, sin problemas.

-¡No! -dice Consuelo, al límite de sus nervios-. ¿Por qué tiene que haber alguien más? Por favor, hablemos de otra cosa.

-Con estrellas como esas salimos campeones en el 70. ¿O te pensás que es el técnico el que entra a hacer los goles en un partido?

-Este se cree que se las sabe todas -grita el hombre canoso y se levanta.

-Y eso que todavía no tengo sesenta y dos pirulos ni peino canas.

-Lo que sos es un mocoso -le dice el hombre canoso, casi respirándole las palabras en la cara-, eso es lo que sos. Porque cuando ganás endás chichoneando y cuando perdés le echás la culpa a juez que estaba vendido. Nunca supiste perder, cagón.

-Tu madre -le grita el de la copa de caña y lo empuja. El hombre de las canas se balancea pesado sobre la mesa donde antes estaba sentado y cae al piso. Alguien le responde al agresor con un puñetazo en la oreja y comienzan a romperse copas.

Recorrimos el balneario hasta que oscureció y me dijo que ya era suficiente. Me compró flores y no supe sentir si ese momento era ridículo o era genial. Pagó la cena y todos los gastos, como si al otro día no fuera a necesitar un solo peso. Descubrió que yo no era virgen y ahora pienso que eso debió dolerle una barbaridad. No porque fuera un puritano (un lector de Sartre no se ofende por esas cosas), sino porque yo le había jurado una y mil veces que nunca había amado a nadie.


Hicieron el amor varias veces
Y en alguna casi le gustó
Lo dejó a las diez de la mañana
Meditando en sus palabras de amor
Y al día siguiente supo
Que se había ahogado en el mar

Acomodado en el cajón, como un faraón egipcio, su rostro pálido de muerto ya no es su rostro. La gente lo mira de reojo y no alcanza a ver el rostro de Abayubá; es solo la imagen de su fantasma, una especie de copia mediocre del verdadero rostro de Abayubá, hecha por un pésimo artista (reflexión que apenas se asomaba en el umbral de la conciencia de Consuelo, mostrándole la diferencia entre el arte profundo y la copia vulgar de eso que llamamos realidad). Más que dolor o ternura, el rostro de Abayubá refleja cierto asco que obliga a la gente a volver la mirada hacia los otros rostros que todavía están vivos. Las miradas casi no se detienen en su nariz blanca de muerto. Y cuando lo hacen, lo hacen más atraídos por una suerte de curiosidad morbosa que por el cariño a esa cosa que ya no es Abayubá. Es decir, que casi no hubieron lágrimas durante las horas en que el cansancio no dejó recordar al verdadero Abayubá y solo ofrecía a los ojos ese rostro de plástico. Pero cuando a las nueve y media de la mañana llegaron los empleados de la empresa fúnebre y le pusieron la tapa y luego comenzaron a moverlo de ahí hasta el Último Remise, la madre, el hermano y hasta su padrastro comenzaron recién a sentir ese dolor que no había aparecido tan fuerte en toda la noche, la verdadera conciencia de lo que había ocurrido. Era como si el cajón cerrado hubiese terminado con aquella falsa imagen que no se parecía a Abayubá, y de golpe comenzara a portarlo dentro de su interior invisible, por primera vez, lo que dejaba a las claras todo lo superior que puede ser un símbolo al lado de la realidad visible. Ahora el ataúd cargaba el nombre Abayubá, su memoria. Sí, aquello que no se veía era el verdadero Abayubá que iba siendo cargado por su madre y su hermano, uno de cada lado y detrás de otros cuatro hombres más fuertes que también se tambaleaban a paso lento.

Se toma las manos detrás de la espalda y camina mirando al suelo. Un río lento de gente como lava recorre el cementerio detrás del muerto. Son esos pasos aún vivos que van como si no quisieran que marchara solo. Consuelo no piensa en nada de esto; solo sigue esos pasos que se repiten en las primeras sombras de una tarde muy fría. Los talones de una mujer vieja se demoran hasta que aparecen a pocos centímetros unos pantalones negros con rayas grises. Más abajo van unos zapatos que adivina lustrosos pero que apenas brillan en las sombras difusas que proyectan los cuerpos amontonados, un día húmedo de invierno. Mientras camina mira sus propios pies que aparecen y desaparecen, casi arrastrándose, inseguros y demorados por la cantidad de gente y por el muerto que tampoco puede ir más rápido. Los zapatos y los pantalones se repiten y luego cambian. Siguen avanzando hacia alguna parte. No hay voces, ya no hay gemidos ni hay estornudos ni toses de invierno. Los zapatos hacen un ruido humilde pero persistente, por momentos ensordecedor cuando entran por un pavimento de piedras gastadas. Después cruzan una callecita de hormigón y después un corredor negro de asfalto. Pasan unos zapatos marrones con arcilla roja en el borde de los talones. Antes de entrar a su casa los limpiará con cuidado, piensa Consuelo mientras los zapatos con arcilla se colocan justo delante de ella y comienzan a titubear un instante. Cuatro o seis piernas más adelante procuran desviar un obstáculo. Mira sin cuidado los restos de arcilla roja y reconoce en esos zapatos al padre de Abayubá, que es albañil. Seguramente se limpiará con cuidado antes de entrar de nuevo. Y el obstáculo aparece de repente: es un enorme jarrón de piedra, con flores talladas en la cara cóncava donde Consuelo imagina un líquido oscuro que puede ser vino o puede ser sangre. Aunque lo había visto un segundo antes, Consuelo tropieza con él y luego lo desvía. Otros hacen lo mismo más atrás. Mira por primera vez para atrás: un hombre y una mujer vienen caminando tomados del brazo y chocan con el jarrón. El hombre se inclina sobre una pierna de ella para ver que no se ha golpeado. La pierna de la mujer se levanta un poco y una mano acaricia la parte más dolorida. El camino continúa, pero ahora el sol es más débil y las nubes son más espesas y los pasos comienzan a perderse en una superficie negra que no es tan despareja pero que hace tambalear los cuerpos vivos sobre las piernas. Consuelo no siente pena ni mucho menos alegría. Sigue mirando y camina. Los pies que van adelante arrastran de golpe, como si le hubieran subido un poco el nivel del piso, como si el que camina hubiese esperado un escalón y se hubiese encontrado con la misma superficie lisa del asfalto. Un clavel casi seco pasa por debajo. Tiene todo el aspecto de haber sido pisoteado varias veces, pero Consuelo evita pisarlo. Cambia de paso. Enfrente ya no ve a la mujer que parecía su madre. ¿De qué lado irá caminando ahora? Tal vez se ha retrasado un poco. Ahora que lo recuerda, la mujer se quedó atrás cuando tropezaron con el jarrón de piedra. A un costado camina una mujer con tacos altos, seguramente es Natalia, la telefonista de la barraca, porque su voz es como sus piernas, joven y sensual. Tiene una pollera muy corta y medias color piel. Consuelo levanta un poco la vista y le ve la punta de los pelos que le llegan hasta los hombros. Es castaño. No mira de nuevo, pero le pareció que llevaba lentes negros. Los pasos atraviesan el centro de algo, tal vez el centro del cementerio, porque hay un círculo rodeado de baldosas blancas y negras. Sin cambiar de rumbo, camina en diagonal, como un alfil, y después se detiene para evitar chocar con una mujer anciana que ya no puede seguir caminando. Es la abuela de Abayubá. Está cansada y procura salirse de la fila para sentarse en algún lugar. Avanza cuatro casillas más y comprende que ya ha pasado el centro, porque nuevamente los zapatos entran en una superficie oscura, ahora más oscura pero que no está tan despareja como para dar tantos pasos distintos, inseguros, cautelosos.

Cuando leas estas palabras, mi amor, ya no estaré en este mundo. Quién sabe qué estaré haciendo ahora, en qué pensaré cuando mire desde tan alto, sin vértigo de caerme otra vez, como un idiota hindú, y mire eso que pasó al lado mío, como un perro con traje o un elefante con patines. Ese momento confuso y fugaz que es la vida (como te gustaba repetir, de no sé qué escritor) del cual depende toda la Eternidad. Aunque tal vez en mi nueva vida Dios me confiera esa gota extra de comprensión que me estuvo faltando siempre en mi pasado destino de reptil devenido hombre.

No pienses que soy cruel o que estoy jugando otra vez con la ironía. Todavía soy un ser humano y también necesito descargar mis angustias, o mi rencor, antes del Último Viaje. Miro por la ventana del hotel, otra vez sentado en la cómoda del espejo, después que la house keeper me golpeara la puerta para hacer la limpieza (que en realidad fue una advertencia por haberme pasado en el horario del check out), y todavía no sé si realmente emprenderé el tan ansiado tour o me demoraré unas horas escribiéndote o escribiéndome a mí mismo, a ese que abandonaré en algunas horas; todavía no sé si tendré tiempo de pasar por el correo para dejar esta carta con tu dirección, o si la arrojaré en pedacitos al water. Mientras tanto, sigo experimentando, sin entusiasmo, esa vocación de escritor que tenemos todos los come libros. Yo creo que hasta hubiese llegado a ser feliz leyendo y escribiendo toda la vida. Pero ¿cómo puede ser escritor un tipo que trabaja nueve horas descargando bolsas de pórtland? Estoy seguro que aunque fuera tan bueno como Hemingway no podría dedicarme a eso. Al menos que se me cayera un fierro en la cabeza y quedase medio tarado, porque en nuestro país, como en cualquier país medianamente solidario, se le otorgan pensiones de por vida a toda persona que demuestre deficiencias mentales; a los artistas y a los científicos que demuestren lo contrario se los condena a la miseria o al trabajo bruto.

Tal vez me estoy sintiendo Gauguin, tratando de darle una forma romántica a mi proyectada muerte. ¿Sabías que también Borges calculó su muerte en un hotel, como su amado poeta, y se llevó una espantosa novela policial para no flaquear en su intento? Claro que el viejo burgués todavía sigue vivo, tal vez porque no pudo dejar de leer aquel libro tan malo y se le pasó la hora del tren. En realidad yo nunca le creí una palabra a Borges. Es decir, que fui uno de sus lectores ideales... Sin embargo, no es por eso que me demoro escribiéndote ahora.

Esta mañana, cuando supe que lo haría, lo primero que pensé fue en vos. Otras veces me había pasado lo mismo, solo que ahora imaginar tu rostro cruzado de lágrimas ya no me detiene. ¡Lo que no quiere decir que ya no me importe! Solo que no me detienes más; es inútil seguir intentándolo. Pero tampoco quiero que seas más desgraciada de lo que has sido hasta ahora. Eres demasiado joven y demasiado hermosa. Y ahora hasta eres rica. Tarde o temprano reconstruirás tu vida (caramba, esto lo estoy escribiendo yo, ¡precisamente yo! Pero ahora no tengo tiempo para pensar mejor las palabras). Quiero decir, carajo, que me reventaría que perdieras más de un día llorando por mí. No es necesario. Ni sería justo. Vos no tenés la culpa de que me haya tocado en suerte este mundo de mierda. Entonces, te pido, te exijo, que me olvides. Nuestra relación ya estaba terminada; eso no significa que me hayas dejado de querer: todavía siento que me querías, pero fantasmas oscuros y desconocidos te fueron alejando, te fueron perdiendo en una tristeza indescifrable. Mi tristeza, en cambio, no era una tristeza de mujer; era una tristeza de hombre, sin vueltas, sin misterios, sin no sé por qué, sin lágrimas de repente: yo sabía lo que me hacía desgraciado (todo, o casi todo, digamos), pero no podía cambiarlo: eran mis padres, mi pobre madre con su optimismo de mujer sin más posibilidades, el profesor de Moral, el negro Alonso, Silvana la tetona, mi patrón y mis compañeros de la barraca, las noches en un calabozo por tomar cerveza en el puerto, mis años perdidos en el liceo y la puta madre. Y no me olvido de este pequeño país, hecho de mentira tras mentira, ahora llevadas al último de sus extremos, de forma que estoy seguro de que ya en nada ni en nadie hubiera podido confiar de seguir viviendo. Seguramente los tupamaros y los milicos, que se odiaron de grande y a lo grande, terminarán cerrando sus heridas antes de morir; tal vez hasta terminen abrazándose en el parlamento o en alguna Comisión del Olvido o de Reconstrucción Nacional, justificándose con discursos de buen corte cristiano. Pero nosotros, yo por lo menos, fuimos engañados desde la infancia y luego lo supimos; nuestra impronta está marcada con el rencor y la desconfianza, lo que quiere decir que este país necesitará por lo menos medio siglo para superar sus verdaderos traumas nacionales, que sería el tiempo necesario para que nuestra generación se reúna naturalmente en los cementerios, para continuar su silencio. Como te decía, mi tristeza no era una tristeza de mujer. Yo no necesitaba un psicólogo; necesitaba un fusil.

Resumiendo, lo que te quiero decir es que un día encontrarás a un hombre bueno que te quiera y que te cuide como yo quise hacerlo y no pude. Olvidarás esa idea caprichosa de que dos almas que se amaron profundamente volverán un día a encontrarse en la Eternidad. Yo, por lo menos, si creo en el amor, no creo en el alma ni en la eternidad. Tal vez nunca supiste expresar muy bien esa idea tuya, que a mí siempre me sonó a romanticismo de bolero. Y si la eternidad y las almas existen, y si es cierto que al morir vuelven a donde querían estar, juntos, yo te puedo decir que ya tengo mi parte contigo. No me traicionarás ni me dejarás solo el día que te vuelvas a enamorar y le digas a ese hombre, a ese hombre, que lo amas y que no podrías vivir sin él, como me lo dijiste alguna vez a mí. Nada de eso. Decíselo y punto. Yo sé que no necesitas de mi permiso para eso; tarde o temprano terminarás por olvidarme y yo seré apenas otro fantasma en tu vida, aunque el más pequeño e inofensivo de todos tus fantasmas. Pero cuanto antes mejor. ¿Para qué perder tiempo si uno ha elegido vivir? Uno se prepara toda a vida para vivir y cuando está listo ya es tiempo de morir. Por eso yo nunca hubiera sido capaz de ser doctor en algo, como mi hermano Hugo.

Yo no quería enamorarme, pero no pude evitarlo. No puedo llamar a eso libertad, como un alcohólico que disfruta del vino no puede decir que es libre cuando bebe. Entonces, ¿qué salida tiene? ¿Dejar de beber? Difícil. Al borracho no le queda otra que seguir bebiendo de su placer hasta morir. Yo también apuré mi botella hasta el fondo cuando vi que no quedaba mucho. Y ahora, cuando ya no queda más nada, ¿qué se supone que debo hacer?


Consuelo se mira al espejo
Pensando que está por llorar
Pero una risa horrible le asoma en la boca
Y comienza a sentirse re-mal.

La vida es demasiado terrible como para que encima no queramos vivirla. Ese Abayubá, que yo pensaba que me quería en serio, terminó matándose dos veces. Digo dos veces porque se intoxicó con hachís y alcohol, como hicieron los suicidas sumerios que quisieron acompañar a la reina Shub-Ad, y se dejó dormir en unas piedras de Punta del Diablo, hasta que subió la marea y se lo llevó, todavía vivo pero en el mejor de los sueños. Hermoso paisaje eligió el muy canalla. Un romántico de pura cepa, lástima la carta de reproche que se supone haría su muerte más romántica y mi dolor más profundo. Se mató por mí, aunque en la carta dijera lo contrario. Se mató por mi desamor y, que de paso, por una lista de otras razones históricas y nacionales. Pero bueno, ninguna de esas eran razones suficientes para matarse. Si fuera así el mundo no tendría el problema de sobrepoblación que tiene ahora, porque sospecho que la mayoría de la gente se enamora y, tarde o temprano, tiene un disgusto. Sería injusto culparme por eso, y para lo único que serviría sería para hacer efectiva la maldición de Paquita, la manchega. No, querida abuelita, no me culpo por la muerte de Abayubá. Tendrás que seguir tratando, no sé si desde España o desde abajo de Castilla.

Consuelo se recuesta e inclina la cabeza hacia atrás. Mira el cielo y, levantando una voz ya cansada, canta:


Mañana me voy a Palma
Con mi tía Mariquita
La que me compró un vestido
De la seda más bonita

Luego continúa su canción infantil en voz baja, mientras peina con más fuerza el mamut hasta arrancarle un mechón de pelos de un costado del lomo.

¿Enamorada? -repite Consuelo, como queriendo responder a una acusación. Luego, trata de recordar-: No sé, yo creo que una vez sí estuve enamorada. O era algo muy parecido. Me enamoré o simplemente admiré demasiado al padre Roberto.

Iba a terminar allí. ¿Enamorada de un cura? Podía no continuar, pero no estaba dispuesta a sentir vergüenza ante ninguna persona; antes que pudor, Consuelo sentía orgullo de su desprejuicio.

Lo conocí el día que fue al colegio a dar una charla sobre los valores prácticos y espirituales del cristianismo. Quedé alucinada con su estilo. Era joven y muy inteligente, todo lo contrario de lo que yo pensaba en un sacerdote. Me gustó desde el primer día que lo vi y no tuve miedo de acercarme a él porque me tranquilizaba la sola idea de que fuera un sacerdote, una especie de alma pura, de encantador encuco, abnegado colaborador de los pobres y confesor de confianza.

Cuando terminó su charla aquel sábado, pasó a su tema favorito: los aspectos prácticos de la fe. Pidió nuevos voluntarios para su comunidad de los hermanos Dominicos y yo me ofrecí, después de que dos compañeros de clase levantaran la mano (para no dejar en evidencia mi interés). Desde entonces, todos los sábados de tarde comenzamos a ir a su casa del Prado. Nos sentábamos a una mesa redonda o sobre la alfombra del living y lo escuchábamos con religiosa atención, durante horas, hasta que oscurecía y nos invitaba con sidra, dátiles secos y pasas de higo. En un ropero antiguo, rústico como hecho a golpes de hacha, guardaba una colección de los sabores que pudieron experimentar aquellos hebreos, fieles e infieles del año treinta; y que eran también, decía, los mismos sabores que se podían encontrar en la Ciudad Vieja de Jerusalén, en alguna tienda encapotada de algún musulmán, cerca de la vía dolorosa que lleva al Gólgota o al Monte de los Olivos. Era brillante, debo reconocerlo: era doctor en teología y había estado en Jerusalén; se sabía de memoria todos los Evangelios y un centenar de versos paganos en un latín incomprensible para mí y que luego traducía al español.

Y así, poquito a poco, me fui enamorando del padre Roberto. O como te digo, solo era admiración. Yo no faltaba ni un solo sábado a sus reuniones y él me recibía con una sonrisa cómplice: «aquí llegó mi favorita, temprano como siempre...».

Con el tiempo dejé de llamarlo «padre Roberto»; era solo «Roberto», el que no usaba túnica y bebía sidra, codo a codo conmigo en una mesa que estaba junto a un vitreux antiguo, como de iglesia gótica, mientras simulábamos leer una canción medieval, aquella canción que luego fue Carmina Burana (¿o era Tristan und Isolde?) Para él yo también había dejado de ser la hermana Moreno para ser Consuelo primero y Consuelito después, cuando aún no habían llegado o ya se habían ido aquellos ridículos voluntarios que nunca tenían muy claro qué estaban haciendo allí, hablando de Dios todo el tiempo como si se tratara de otra materia que debían salvar en el colegio. Incluso, uno de ellos llevaba con mucha paciencia un cuaderno donde tomaba nota de casi todo lo que decía Roberto.

Una vez le comenté que había oído que en Inglaterra un sacerdote se había casado con una mujer, y él enseguida agregó: «en fin, si es con una mujer...».

-¿Por qué los curas no pueden casarse, entonces?

-No es que no puedan -contestó él-. No nos casamos para no distraer nuestra atención que debe estar concentrada en servir a Dios y a nuestros semejantes.

La respuesta me hacía recordar a los masones cuando dicen que su religión no es secreta. «No, la masonería no es secreta (dicen); lo que pasa es que sus miembros son discretos, nada más». Obviamente, la respuesta era fácil de rebatir, pero a mí no me interesaba razonar; yo solo quería que me dijera que no había nada de malo en que un sacerdote sintiera algo por una mujer.

-En realidad -agregó después-, en ninguna parte de la Biblia dice que no nos podemos casar... Pero es mejor hacer votos de castidad.

-¿La castidad purifica el alma, padre?

-Sí, claro que sí, Consuelito, la purifica... y a veces la enferma -decía y se quedaba pensativo, mirando el vitreaux que a esa hora apenas filtraba el sol.

Yo aprovechaba para mirar su frente, armoniosa y pálida; y sus labios, dibujados con delicadeza por la mano del Señor. Era divino: un hombre que me gustaba y que no estaba interesada en mi sexo. Luego dejaba de mirar los vidrios de colores y se volvía hacia mí y me descubría admirándolo. Entonces se sonreía y me acariciaba la cabeza, casi como a una niña.

-No hay nada de malo en que un hombre y una mujer se gusten -decía, ahora más racional y distante-. Dios los hizo así. Lo que no debemos aceptar es ir contra la naturaleza. Un día te voy a contar cómo un seminarista que conocí en la Iglesia del Sagrado Sepulcro, en Jerusalén, quiso seducirme invitándome a tomar café en el altillo en el que vivía.

Yo no sabía si «ir contra la naturaleza» era la homosexualidad del seminarista o la castidad de los sacerdotes. Para el padre Roberto, la homosexualidad era contra natura. Creo que odiaba a los maricas y a las lesbianas, aunque en la naturaleza es más común la homosexualidad que la castidad. ¿Algún día usted vio a un perrito que, estando sano, se haya abstenido de tener sexo por su propia voluntad? Y sin embargo, cualquier chacrero sabe que entre su ganado siempre hay alguno rarito. Como decía Dorita, nuestro mundo está hecho de mentiras fundamentales; como por ejemplo llamar enfermedad a la homosexualidad. En el mejor de los casos. Para este tipo de puritanos hipócritas, un hombre que se comporta como una mujer tiene una conducta desviada, solo porque su mirada superficial se detiene en sus genitales y en su barba, y no alcanza a ver que un hombre es algo más que eso, que tal vez dentro de ese cuerpo corre sangre, hormonas y sentimientos de mujer. ¿Y qué es más importante en la existencia humana? ¿Su apariencia exterior o sus sentimientos? Existir es sentir. ¿No es, acaso, una conducta desviada obligar a un homosexual que se comporte como un varón? ¿Quién es más enfermo, una lesbiana que reconoce que le gustan las mujeres o una sociedad que la obliga a acostarse con hombres? Una persona solo está enferma cuando sufre su propia condición; un homosexual cuando intenta matarse no lo hace porque le atraigan los hombres sino porque la sociedad lo rechaza, y entonces es la sociedad misma su enfermedad. Está bien que se argumente usando las anormalidades propias de la especie humana, como el pudor, el odio, el miedo ejemplar o el respeto moral, pero dejen a la naturaleza tranquila, ¡por favor! Tal vez algún día se termine por reconocer cuatro tipo de sexos, ya desde el nacimiento, y en las credenciales se registre: color de ojos, castaño; sexo, lesbiana...

El padre Roberto nunca dejaba las cosas totalmente claras, de forma que yo me iba metiendo de a poco y luego me frenaba con algún inesperado discurso sobre los actos inmorales de los demás. Y yo nunca podía estar segura de lo que hacía o sentía; al fin y al cabo yo era una hija de puta, con un solo nombre y un solo apellido.

Consuelo mira hacia la biblioteca, como si hubiese entrado alguien. Mira un momento y se relaja. No hay nadie más en la casa ni afuera.

¿Le estaba contando del padre Roberto? Ah, sí, claro. Le estaba contando que era una desgracia de hombre -dice y continúa peinando el mamut- en realidad yo no estaba enamorada de él ni de nadie. Lo admiraba y no supe darme cuenta que me estaba envolviendo en su telaraña de convento, porque yo me sentía más limpia con él, perdonada por un juez que conocía las leyes divinas. Una vez me preguntó sobre mi madre y le dije que era una prostituta. Los cachetes me ardieron de vergüenza. Por un momento pensé que estaba diciendo un disparate, que esa historia era pura imaginación mía. Pero él me contó que Jesús no se avergonzaba de las prostitutas que tenía, y que habían sido estas las mujeres más fieles que lo habían acompañado en las peores horas.

Cada semana, todos los viernes, Augusta volvía con su cajita de masas que le duraban hasta el domingo de noche, cuando los comentarios radiales del último partido en la Bombonera ya se habían terminado, y con los libros que él le pedía con tanta insistencia. Ella siempre tardaba mucho en encontrarlos, pero lo hacía con paciencia y nunca se lo decía. Se subía a la escalerita, a veces con una linterna, o se arrodillaba en el piso para leer algo que parecía ser pero no era exactamente, siempre vigilada por la mirada atenta de Voltaire (nunca supo si ese gato la quería o solo se aprovechaba de ella). Cuando Jacobsen se quedaba solo en su celda y no se oían los goles o los casi goles en las radios, buscaba las cartas de Augusta entre las hojas de los libros, con algún saludo o alguna recomendación sobre el cuidado que debía tener con los fríos que se venían, primero, y con frases más emocionadas después, no porque esperase nuevas revelaciones de su creciente amor por él, sino porque prefería sacarse esa carga de imaginarse nuevas confirmaciones de lo que se venía venir con temor. Luego trataba de olvidarlo todo entregándose de lleno a Joice y Camus. Y así por largos meses, hasta que Jacobsen comenzó a responderle de la misma forma, pero con una evidente indiferencia que Augusta no advertía o no quería advertir.

-Las masas estaban muy buenas, Augusta. Como siempre. No se olvide de Voltaire y del libro de Martin Buber.

-Voltaire está mejor. Creo que pasó la época del celo porque ya no vuelve a las casa lastimado. Yo misma lei algo deste libro y creo que es muy bueno. Pero más bueno es usted cuando me hace caso y toma sus bitaminas. Si es que las toma. Tal ves me engaña.

Yo hubiera preferido reconciliarme con mamá, con su odiado trabajo, pero ella nunca lo iba a reconocer, por evidente que fuera. Por el contrario, se iba alejando más y más de esa posibilidad. Después que me dejó en casa del tío, comencé a verla cada vez menos. Primero venía los domingos, me esperaba abajo y nos íbamos a la feria de Villa Biarritz. No hablábamos de muchas cosas y yo comenzaba a darme cuenta de las pocas cosas que tenía para contarme.

-¿Cómo estás, hijita? Se te ve muy bien...

-Estoy bien, mamá. ¿Y vos?

-Bien, bueno, mejorando. Ahora que estoy sola me resulta más fácil llegar a fin de mes. Y creo que el mes que viene dejo de fregar pisos. Una amiga me va a conseguir un trabajo en Primaria. De portera en una escuela.

-¡Qué bien mamá! -le decía yo, fingiendo alegría. Digo fingiendo porque me sonaba a engaño. Su amiga no le conseguiría ese trabajo o nadie se lo había prometido.

-Me voy a poner una túnica blanca -repetía, a cada momento, cuando el tema giraba en torno al trabajo o a los altos precios de la feria.

Tenía más temas para esconder que para compartir conmigo y para mí eso era como si yo no le importara. Después se hizo costumbre que faltara un domingo sin avisar, hasta que dejamos de vernos. Las pocas veces que intenté visitarla al apartamento de la Aguada no la encontré, y me quedé más bien con ganas de no volver más por aquellos barrios que me recordaban la infancia y la humillación, la escuela, el liceo y la miseria. La mentira.

Ya cerca de entrar a facultad me distraje de su recuerdo. Me mentía a mí misma; me decía que ella era una mala madre y que yo no le importaba. Hubo un tiempo en que me olvidé de ella y no volví a buscarla. Y pensé que ella tampoco lo hacía. Hasta llegué a pensar que había enganchado algún tipo y que había tenido otros hijos. Pero me equivocaba. Un día la vi en una esquina oscura, cerca de facultad. Yo iba con unos amigos que se rieron de ella porque tenía pintura de labios hasta las orejas y una enorme peluca rubia. Ella debió reconocerme, porque se quedó mirándome un momento. Reconocí sus ojos grandes y asustados que me miraban. La vi más gorda y más vieja, con menos clientes quizá, o con clientes más baratos, con una minifalda roja, espantosa, que le dejaba ver la punta de la bombacha. Pero yo comprendí, después, que ese maquillaje excesivo y de mal gusto no era otra cosa que un disfraz para que yo no la reconociera. Había ido a verme salir de facultad y parecía que tenía frío, aunque no hacía frío. Y Nacho, un muchacho que a mí me gustaba y que parecía serio, debió advertir que esa mujer se había fijado en mí, porque dijo:

-«Parece que le gustás».

No sé si yo era la culpable de haber provocado ese desencuentro, pero igual la estuve buscando días después, para pedirle perdón. Reflexioné y descubrí en mi memoria que mamá era «la rubia de la pollera roja», porque así la había llamado alguien que la veía casi todas las noches en aquella esquina de bulevar España. Y después de aquel desencuentro, la rubia de la pollera roja no volvió a la misma esquina, desilusionada de su hija o, más probablemente, para no avergonzarla otra vez.

Augusta: gracias de nuevo. Claro que he tomado las vitaminas. Yo no la engaño. Solo que no sé si sirvan para algo. De cualquier forma estoy preso.

Mabel se pierde por las calles oscuras del Parque Rodó, donde termina la ciudad y comienza ese espeso bosque que en verano van a buscar los enamorados y en invierno abandonan hasta los marginados, más cerrado aún por una noche quieta en el suelo y tormentosa en el cielo, sin luces artificiales y sin una luna intermitente entre las nubes. Mabel entra y camina por una senda zigzageante, entre viejos árboles negros; baja por el costado de una barranca con olor a pescado y atraviesa una lengua negra del lago, por un puente que pasa al costado de un Neptuno que descansa medio sumergido. Los pasos suenan en las maderas crujientes del puente, mientras piensa que en algún momento deberá alcanzar el otro lado del parque. Pero las luces de la rambla no se filtran entre el verde ahora negro del bosque. Y el castillo, el castillo que era una biblioteca municipal o algo parecido, aparece de repente, enorme y con sus torres de cuarenta metros sobre un cerro desconocido de piedra. De repente, llegan olas de voces y risas; en alguna parte hay una fiesta. Es una fiesta de casamiento o es la fiesta de la sardina, la fiesta del tomate belloso, cruzado con un durazno de Galicia, porque las mejores fiestas son las que no tienen motivo alguno, como decían y hacían con Angélica en España cuando reunían a los primos y a los amigos para tomar chocolate y Orange juice primero y vino de bodegas Moreno y grappa italiana después. Por un momento Mabel piensa que la fiesta es en el castillo, pero luego se da cuenta de que no puede ser, que está todo oscuro y silencioso, que la única ventana con luz es una ventana diminuta en una de las estrechas torres y que las risas y las voces son del televisor que tiene el sereno que espera solitario que pase una noche más de frío. «Hace demasiado frío», piensa Mabel pasándose las manos por los brazos desnudos, como si tratase de cubrir toda la piel erizada con sus pequeñas manos; aprieta la peluca rubia que le cubre un poco los hombros y, al darse vuelta para continuar camino, tropieza y cae. Se ha lastimado un codo, algo de tierra se mezcla con la sangre pero no se anima a quitarla. Sacude la mano mientras descubre una estatua de algún santo de bronce que abre los brazos como si fuera a recibirla, como un padre que encuentra a su hija perdida. Pero esos brazos están más fríos que la noche.

Con dolor te acostarás y con dolor te levantarás. Con dolor y con desgracia llenarás a quien te toque, para que sigas siendo siempre desgraciada.

Comienza a soplar más viento y el frío se hace insoportable. Se levanta y, cuando piensa que está totalmente perdida, descubre un hilo de luz que le llega desde afuera y lo sigue hasta salir a Constituyente. No tiene suficiente dinero, pero debe tomar un taxi. Se para en una esquina, luego a media cuadra y hace señales, pero ninguno le para o le silban al pasar. Está fea y disfrazada; tiene frío y parece un hombre caminando con apuro, levantando un poco las rodillas porque los zapatos le quedan grandes. En una esquina hay un charco de sangre, que parece sangre pero que no puede ser, porque comienza a correr abundante por la calle hasta derramarse en una boca de desagüe. No es sangre (piensa Mabel), es bilis y siente que se desmaya. Un árbol la sostiene un momento hasta que parece recuperarse y continúa caminando. Cruza una luz roja y, al llegar a la placita triangular de Blanes, un Ford Falcon rojo o verde se detiene y un hombre calvo le hace señales desde adentro. Mabel duda, siente frío otra vez y finalmente entra.

-Lléveme a mi casa, por favor señor -dice Mabel, mirando hacia delante, y la voz se le quiebra. Adentro siente un calor que no la alivia: el aire está espeso, la radio dice muy fuerte que los estudiantes universitarios, todavía dominados por ideologías extranjeras, se niegan a concurrir a sus clases. Esto le hace muy mal al país, pero sobre todo a ellos mismos, que no comprenden ciertas cosas porque no alcanzaron a vivirlas....

-Ya veremos adónde -dice el hombre, sonriéndole y mirando con atención por el espejo, para dejar pasar un auto que le venía haciendo señales con las luces.

-Lo siento, señor, no estoy trabajando hoy.

-¿A sí? ¿Y la ropa adónde está?

-Teniente General Bonino Pérez, muchas gracias por sus declaraciones para radio Libertad.

-No, no, por nada. El agradecido soy yo.

-Buenas noches.

-Ahora el estado del tiempo: inestable, desmejorando por el norte. Se prevén tormentas eléctricas... Hay restos de humo o aliento de cigarrillos y alcohol, y no olvide: Coca-Cola, la chispa de la vida.

Mabel siente que está en un sueño conocido; es un sueño que tenía desde niña: ella aparecía sin camisa en medio del patio de la escuela. Todas las niñas juegan a la ronda y ella está en el centro, vestida solo con un traje de baño, con el pecho desnudo y sin senos. Y el sueño se repetía luego en la adolescencia: ella sin camisa, como cuando era niña pero con los pechos algo insinuados, contándole al director del Colegio, en Madrid, sobre su viaje a Marsella, el verano pasado.

Noviembre, 1974.

Querido señor: claro que no he tenido tiempo de leer a TeNnesEE Wilian, así que se lo mando fresquito. Y no me diga que no me preocupe por usted, porque una se preocupa por la gente que quiere.

Estaba trabajando, pero ya no. Me siento mal. Lléveme a mi casa, señor. Tengo plata, le voy a pagar el viaje.

-Estamos en conexión directa con Buenos Aires. ¿Me escucha, Saporitti? Aló, ¿me escucha...? Estamos en el aire, Saporitti... -se escucha una interferencia y luego una fuerte descarga eléctrica que rompe la onda de radio-. Bueno, no hay retorno. El tiempo se mantiene amenazante sobre el Río de la Plata, con descargas eléctricas que cada tanto iluminan nuestros estudios de la calle 18 de Julio -Mabel mira al hombre que no le contesta, como si estuviera atento a lo que dice la radio. Debe tener más de sesenta, pero es infinitamente más fuerte que ella. Está a punto de llorar, por favor, que se siente horrible y no sabe por qué, que le jura que es la verdad, que no está mintiendo, que por favor ya basta-. Le decimos que apenas podamos... ¡Hola!, ¿sí? Ahora sí, Saporitti. Estamos en simultáneo con Radio Rivadavia, de Buenos Aires. Esto es Fútbol Verdad. ¿Cómo está el tiempo por ahí?

-Mal, Pepe, muy mal. En cualquier momento se descarga la tormenta.

-No digas estupideces -grita el hombre, como si recién acabara de comprender las últimas palabras de Mabel-. Claro que estás trabajando, pero cuando te subiste no pensabas encontrar a un viejo, ¿eh?

-No, no es por eso...

-¡Callate, ramera! ¿Te pensás que soy un viejo chocho que no se da cuenta de nada? Mirate en un espejo primero y decime si todavía podés darte el lujo de elegir a tus clientes. ¿Pero qué te pensaste?

Mabel tiembla y mira el pestillo de la puerta. ¿Y si se tira? El auto entra en la rambla haciendo sonar las ruedas. Va hacia el este y no deja de hablar.

-¿Qué dicen las autoridades?

-Todavía nada, Pepe. Se está a la espera de alguna mejoría de la situación. Pero te adelanto que habría un comunicado de prensa mañana a las diez de la mañana, once horas antes del partido, que será transmitido por nuestras ondas a todo el Río de la Plata.

La voz diminuta de Saporitti se escucha en la oscuridad con atención, hasta que alguien comienza a cantar, en voz baja, como si estuviera en una tribuna, gritando:

-«Y dale Bo-ca, y dale Bo...».

Jacobsen abre los ojos y se queda mirando una especie de calidoscopio que se forma en la oscuridad de la celda, antes de darse cuenta dónde está y hacia qué lado queda la puerta. Por un momento se equivoca y confunde una pared con otra. Entonces estira la mano para tocar una de ellas y se encuentra con la que suponía más lejos. Razona que se había quedado dormido contra el lado derecho pero con los pies en la almohada. Estaba a punto de dormirse y ahora se siente mareado, mientras alguien responde, cantando más fuerte:

-«Soooy de Ri-ver. Soooy de River, de Ri-ver soy yooo...».

«Puta madre», se dice Jacobsen dándose vuelta, pensando que esas son pasiones de adolescentes, no de personas maduras. En la celda de al lado el Pelado chista y pide silencio, pero Saporitti recuerda que el año próximo se realizará el Campeonato Mundial de Fútbol en la Argentina, por primera vez, y debemos estar preparados para mostrar una buena imagen al mundo... A lo que casi todo el piso Segundo de la cárcel responde, sin hacer caso del Pelado:


¡Argentina va' salir Campeóóón!
¡Argentina va' salir Campeóóón!
Se lo dedicamo' a todos
La puta madre que los-pa-rió!

«Somos un pueblo adolescente, como el Griego», se dice, irónico. Sabe que ya no podrá dormirse y se sienta en la cama. La misma voz de la radio dice algo sobre una posible tormenta, y no alcanza a distinguir si se refiere al clima o al mal humor de los dirigentes de fútbol. ¿Pero, realmente, «somos»? Los defensores de la Patria siempre decían que él no pertenecía a ese pueblo; razón suficiente para pensar lo contrario, porque ese era un mecanismo muy útil y confiable: estudiar en profundidad el pensamiento fascista para darlo vuelta, como había hacho Nietzsche con los valores morales del cristianismo.

Alguien pregunta si se transmite el partido y una voz ronca grita por supuesto, che, o estamos todos locos. Jacobsen imagina cientos de miles de personas escuchando atentas el partido y enseguida piensa que si se suspendiera por lluvia no había ninguna razón para suspender la transmisión, lo que dejaría a tanta gente amargada y sin nada que hacer el jueves por la noche. Luego imagina esas miles de personas siguiendo con impaciencia la transmisión de un partido de fútbol inexistente: un día un empresario astuto organiza un encuentro entre Boca y el Dinamo de Kiev, en Siberia; un triangular o parte de algún campeonato corto de verano. En lugar de tomarse un avión para Moscú y luego a Siberia, los jugadores se quedan en sus casas o se juntan en una estancia de Entre Ríos a comer un asado. Lo puede ver, es interesante: la transmisión comienza con gritos grabados de tribunas calientes, increíbles pases de cincuenta metros, terribles puntapiés de los adversarios, un off-side mal cobrado por el línea que debe ser comunista o lo compraron con tres rublos y medio, codazos imaginarios, emociones interrumpidas por la conocida voz del doctor Tico-tico que no está de acuerdo con la táctica defensiva del técnico argentino y mucho menos con la violencia de los jugadores adversarios, seguido por la voz vendedora de América que, con mucha prisa, recuerda las ventajas de volar por Aerolíneas Argentinas (más simpatía, mejor atención) y lo rico, riquísimo que son los alfajores Mar del Plata, lo que hace de la idea un negocio redondo. Y ni siquiera es ilegal, porque también en la radio se puede hacer ficción y bromas originales. Y porque en el fondo no hay ninguna diferencia entre un partido inexistente y otro real; si no, imaginemos toda esa masa de presos, de campesinos que nunca llegaron a Buenos Aires y no conocen la cara de los jugadores de Boca ni por el diario, de jefes y vasallos arrabaleros que sí los han visto en vivo pero no tienen forma de saber dónde están ahora, fanáticos que son capaces de sufrir y pelearse por esa ficción doble que es una transmisión de fútbol por radio, analizando y comentando hasta el hastío durante el tiempo que transcurre entre un partido y otro, el análisis del que pasó y la previa del que se viene, tiempo que suele ser de siete días sagrados para ese pueblo que calcula las posibilidades de su equipo, que hincha por un resultado o por el otro según la conveniencia, como si en ese acto de fe y voluntad existiera la posibilidad de cambiar o por lo menos incidir en el rumbo de los acontecimientos, como un brujo africano que golpea un tambor para sacudir las nubes en tiempos de sequía. Luego, avergonzados por la derrota o insoportables por el orgullo del triunfo, soportando las burlas de los adversarios o haciéndoselas a ellos mismos, como si hubieran tenido algo que ver con el resultado, como si fueran ellos mismos los responsables de los insultos, de las vergonzosas patadas contra el adversario, del excelente funcionamiento de la Máquina o del bajísimo nivel del equipo, aunque más no fuera en una billonésima parte.

-...dos millones de dólares, Larrea.

Siente sed. Hay una canilla que gotea; tal vez sea una cisterna.

-Por supuesto que estaremos atento a lo que pase con este jugador. El Gráfico de hoy... No sé si han leído el Graf...

En cierta forma -se dice, mientras mira la oscuridad- no es un preso común. Si hubiera sido condenado solo por homicidio, no se explicaría el hecho de que le prohibieran escribir en danés.

-Lo tenemos en nuestra mesa de trabajo, Saporitti, aquí en Montevideo.

Otra vez Montevideo. Hubiera preferido no volver a escuchar ese nombre. Sabe que la cabeza le trabajará, obsesivamente, todo lo que resta de la noche.

-Bien, entonces estarán al tanto de la Tabla de Cotizaciones de los principales jugadores, la que está encabezada por este muchacho de dieciséis años, dice Saporitti, y Jacobsen piensa: «si hubiese tenido familia no habría sido tan valiente».

-¿Cuánto estás cobrando?

Mabel no contesta. Está a punto de llorar.

-¿Me escuchaste? ¿Cuánto estás cobrando?, dije.

-Trescientos... -dice Mabel, y una fuerte puntada le atraviesa los intestinos hasta los ovarios. Siente que las tripas se le retuercen y no se aflojan hasta después un momento más de intenso dolor. Pero Mabel no grita; trata de resistir, como es su costumbre. Otras veces le ha ocurrido, sobre todo cuando estaba por menstruar y tenía que esperar en una esquina de bulevar, medio desnuda, pero tal vez nunca de esa forma tan intensa.

-Casi no se la oye, Mabel, ma belle. Adónde vas, mi niña, tan apurada. Para ahí no se va a ninguna parte. Voy a mirar para afuera. Oye, chica, afuera se ve desde aquí. Quédate aquí, para acompañar a esta vieja.

-Es poco. Muy poco. Te voy a dar el doble. Mil pesos. ¿Qué te parece? ¿Contenta?

Mabel no responde. Aprieta su cartera como si fuese otra personita que lleva consigo y que quiere proteger. Una mano invisible entra por su útero y le exprime los ovarios.

-Hoy no estoy trabajando -dice, ahora muy bajito.

-¿Alguna vez alguien te pagó mil pesos? ¿Qué le hiciste?

-Sí te puedo confirmar que el técnico ha manifestado que si se suspende el partido, todo el equipo se vuelve a Montevideo para encarar los compromisos del torneo local.

-¿Ya adelantó el equipo a los medios de prensa?

Mabel adelanta la cabeza y, como si estuviese perdida, procura mirar por el parabrisas primero y por la ventana después. Balancea la cabeza, confundida.

-¿En qué estás pensando? -pregunta el hombre, ahora con preocupación-. ¿Estás mareada? No me vayas a vomitar aquí arriba, ¿eh?

-Fútbol Verdad

-Fútbol, pasión de multitudes

-No permanezca desinformado. Entienda los hechos, tal como ocurrieron. ¡En el análisis, el doctor Larrea Gómez y el doctor Luis Sanguinetti de Freitas!

Está mirando las luces de un barco en el momento en que dan un salto brusco, dejan la rambla y entran en un camino arenoso y más oscuro. El hombre no desacelera y el Ford Falcon coletea en la arena como una lancha que va muy rápido sobre un río revuelto.

-Me gusta este lugar -dice, tratando de dominar la máquina que se le niega como un potro sin domar-. Seguido vengo por aquí cuando salgo de la empresa y no tengo ganas de volver a casa.

Varios perros salen al cruce del auto y comienzan a perseguirlo, casi sin poder ladrar por el esfuerzo que hacen. Uno cae debajo de las ruedas y se escucha un débil quejido, seguido de un golpe que da la cabeza del animal con el tanque de nafta.

-Vamos a descubrir un hermoso lugar en este mundo -le dice el hombre, aparentemente tranquilo.

Mabel intenta mirarlo pero no puede. La distraen los perros; y aunque la luna ya está alta y le quema en el rostro, todavía siente frío.

-No tienes por qué tener miedo. Donde vamos crecen las flores en invierno y nos podemos echar a dormir sobre la arena sin que el frío y la gente nos moleste.

-América no es el Paraíso, Mabel.

-Pero papá dice que de Europa llegan sin nada y al poco tiempo hacen fortuna.

-Tu padre es... -dice Jacobsen, sin encontrar las palabras exactas-. Tu padre es huir de algo.

Tu padre está huyendo de algo, se dice.

-Tu padre... está huyendo de algo -repite, y señala con un dedo la cabeza-. América es aquí.

Mabel no comprende. Se apoya en la baranda y mira el mar profundo.

-No hace-nos Wahnsinn.

-«No hagamos locuras» -vuelve a corregir Mabel, dándose cuenta que su inglés es tan precario como su español.

Entonces Jacobsen la abraza y descubre sus ojos llenos de lágrimas.

-No sé qué hacer -dice Mabel, llorando.

-Sigue a tu padre. Warten Sie auf mich im Hafen, am Samstag...

Jacobsen no encuentra las palabras y ensaya una traducción nerviosa:

-En Buenos Aires espera-mí en el puerto, a Saturday.

-Un sábado...

-Sí. Un sábado, cinco de la tarde, en el mismo lugar que tú baja -trata de confirmar, agarrándola de los brazos y mirándola directamente a los ojos, para asegurarse que ha comprendido.

-¡Pero, cuál sábado! -dice Mabel, secándose las lágrimas.

-Un sábado, el primero sábado. O hasta que yo aparece.

Entonces Mabel quiere decir algo y se ahoga. Jacobsen le dice que respire, pero no puede.

Mira de nuevo para afuera y vuelve a ver los perros negros que corren exhaustos. Uno logra ponerse delante de los faroles: tiene una mancha blanca en la cabeza, igual que en las puntas de las patas y bien se podía haber llamado «Manchita». Manchita tropieza en la arena y cae delante del auto que lo embiste dando un salto. Mabel ahoga con su mano un grito de horror. La mirada instantánea del animal permanece en su retina como la mirada de una persona o como la mirada de un ser que comprende y sufre.

-¿Por qué vamos tan rápido? -se anima a preguntar.

-No vamos rápido -dice la voz-; vamos a una velocidad de crucero. Además, cuanto antes lleguemos, mejor. ¿No te perece?

Ahora los perros muestran sus dientes muy cerca del vidrio de Mabel, pero ella evita inclinarse hacia el otro lado. Aprieta las manos contra la cara para no mirar.

-¿No te gusta? -pregunta la voz, ahora ofuscada-. Si no te gusta no hubieras venido.

-No, no, doctor. Usted malinterpreta mis palabras. Yo lo que dije es que me parece una gravísima falta de respeto y, de hecho, una espeluznante incoherencia y producto de la infravaloración de un jugador, dejarlo en el banco de suplentes a instancias de un partido decisivo por las semifinales, solo porque marró un penal, siendo que...

-¡Y le parece poco!

-Siendo que el jugador había rendido en la medida de lo posiblemente humano, acorde con la categoría de jugador del Pato y que quedó demostrado con la baja de rendimiento del equipo cuando entró Almeida...

-¿Y le parece poca cosa, doctor, marrar un penal que le pudo costar la clasificación a las semifinales?

-No, doctor. No es que me parezca poca cosa: ¡lo que me parece es que es insuficiente razón!

Pronto dejan el camino de arena y entran en un arrollo que va a desembocar al mar. Mabel se consuela pensando que de esa forma los perros no la seguirán más, pero se equivoca. El agua no es muy profunda o los perros pueden nadar.

-Tal vez si se murieran todos dejarían de seguirnos -piensa Mabel en voz alta.

-Ojalá, pequeña. Pero de algún lado vuelven a salir más. Algunos se rinden y se los lleva la corriente; otros logran morder las ruedas que ahora giran más despacio.

-¿No podemos ir más rápido?

-Ya estamos llegando, mi niña.

Entonces decidí pedirle al tío la dirección de mamá y un día lo agarré en el desayunador de la cocina, una noche, horrible como todas. Apenas pude, le lancé una de esas preguntas que se adivinan inespontáneas, que fueron inútilmente ensayadas y difíciles de formular o de encontrarles el momento adecuado para hacerlo. Y el miedo o la vergüenza le habían dado un tono de reproche a mi voz.

«¿Cómo, no sabés dónde vive tu madre?», dijo el muy canalla, como si estuviera terriblemente sorprendido. Esa era una de sus características: se escandalizaba por todo lo que hacían los demás. No podía entender cómo una persona podía ser pobre si no tenía los pies inútiles por la polio. Todos eran menos listos y menos sacrificados que él. Lo que me hacía pensar que si bien ese orgullo aristocrático le venía de la familia, había sido agravado por su heroico y breve descenso en la pobreza, como todo buen semidiós antiguo que desciende a los infiernos antes de levantarse por encima del resto de los mortales.

«¿Cómo es que no sabés dónde vive tu propia madre?», volvía a repetir, sin dejar de revolver el hielo de su whisky o moviendo el dial de la radio para cualquier lado. Sus bigotes de señorito, bien recortados y separados en dos por un eje de simetría que le bajaba de la nariz, y las líneas oscuras de las cejas se contraían como si apuntaran con fuerza hacia un punto ubicado en el centro de la cara. Yo odiaba esa expresión, pero esperaba, inútilmente, que fuese el gesto final de su representación.

-«No, no lo sé!».

-«Es insólito. Pero es tu madre. Yo cuido de vos, no de los dos. Nadie me dijo que también tenía que cuidar de tu madre».

Él siempre tenía razón en todo. Me vino a la mente una moneda de cinco pesetas que mi madre me había dado y que era el único recuerdo que yo tenía de su España: de un lado estaba la imagen de Franco y la rodeaba una humilde leyenda. «Caudillo de España por la gracia de Dios». El tío terminó su café en silencio, como si se hubiese ocupado del problema, y dijo:

-«Si no la encontrás en el trabajo vas a tener que ir a la policía».

-Le diré algo, doctor Sanguinetti, y quiero que toda la gente que nos está escuchando preste atención: lo que pasa es que en este país hay que entender, de una buena vez por todas, que un jugador profesional, de la categoría del Pato, cuando entra a la cancha tiene en sus pies las ilusiones de medio pueblo (la mitad más uno, como me dirán los hinchas de Peñarol) y eso no le da derecho a desconcentrarse...

-¿Desconcentrarse, dijo? ¿Y usted, doctor, cómo sabe que el Pato Lima estaba desconcentrado cuando marró aquel tiro penal?

-¡Son los años, doctor Sanguinetti de Freitas! ¡Son los años! Además, yo estuve en el Estadio de Avellaneda aquella tormentosa noche de 1972. ¿Usted estaba ahí?

-Era muy joven, en 1972; todavía estaba en la facultad de Derecho. Pero le puedo decir que estudié en detalle las imágenes en cámara lenta, una y mil veces, y...

-¡Imágenes! Había que haber estado ahí, para sentirlo y verlo al Pato con las manos en la cintura, masticando chicle y luego rematando como si más que fusilarlo hubiese querido pedirle perdón al golquíper.

Jamás decía las cosas por su nombre y sabía que yo tampoco tenía la fuerza suficiente para hacerlo. Decía «trabajo» y sabía que estaba diciendo «calle». Durante casi una semana recorrí las peores calles de Montevideo, para no encontrarla. Pensé disfrazarme de prostituta y preguntar por ella a esas mujeres que en las noches de invierno esperan casi desnudas en las esquinas, un hombre que las viole por cinco pesos. No usé ningún disfraz: salí a preguntar por ella y ninguna sabía nada o no querían decírmelo. Solo encontré en aquellos rostros de mujer golpes de hombres muy hombres, frío y miedo de hablar con una niña de clase alta. Y mi madre en ninguna parte. Sentí que aquella noche cuando fingí no verla había sido la última, y que nunca más olvidaría sus ojos grandes y llenos de miedo.

Finalmente detiene el auto en un camino arenoso de Solymar. Le dice que se baje y, como ella no obedece, sale del auto y la va a buscar del otro lado. Mabel siente que se le desprende el brazo.

-Por favor, no. Estoy enferma.

-Aunque estuvieras por parir, ¡desgraciada!- le grita el hombre y vuelve a tirarla del brazo.

De repente, Mabel siente el silencio profundo del bosque de pinos. Están cerca de la playa, se pueden oír las olas. ¿O son las hojas de los eucaliptos que se mueven con el viento? Mabel tropieza con una duna de arena y cae. El hombre la suelta y se echa a reír con ganas, abriendo la boca enorme al cielo y luego agachándose un poco como si fuera a defecar.

-Aquí podés gritar con fuerza, amor mío. Conozco el lugar. Estamos tranquilos.

Qué lindo lugar -dice Mabel, levantándose. Le duele la rodilla derecha-. ¿Puedo agarrar la carterita que dejé en el auto?

-Andá a buscar tu carterita. Y si disparás, mejor. Me gusta que las minas se me resistan un poco. Dicen que a ellas también les gusta hacer que no quieren, pero al final siempre quieren.

Apagan la radio y un zumbido de silencio comienza a aturdirlo. Sabe que ya no podrá dormir en toda la noche y que en poco tiempo más estará envuelto en los mismos recuerdos de siempre, hasta que diga basta y se tome un descanso para volver a comenzar de nuevo. Y, como quien entra en sueño sin advertirlo, regresa a los primeros días en Buenos Aires, bajando a puerto sin Mabel, caminando cuarenta cuadras hasta la casa de un argentino que conoció en París. En una esquina, deja la valija en el suelo y Pregunta por Santos Dumont y Voltaire.

-Voltaire..., Voltaire -repite un viejo, sosteniendo con dificultad la cuerda de un perro inquieto-. Siga por esta hasta Ravignani, después cinco o seis cuadras a la izquierda... Pero Voltaire..., me parece que no se cuza con Santos Dumont, ¿eh?

-¿Ha entendido correctamente? -Empapado en sudor, llega hasta Voltaire, una calle que se extiende por dos cuadras, y pregunta por Santos Dumont.

-No, señor, es más allá. Voltaire y Santos Dumont no se cruzan. ¿De dónde viene?

-Yo viene de lejos. ¿Conoce al profesor Bartolomé Mitre?

-Sí, pero no sé si era profesor -dice el hombre, volviendo a pegar la radio al oído y echándose a reír con ganas-. Dicen que se cansó de esperarlo y murió hace como cincuenta años.

Mabel se acerca y ve que el hombre tiene el pantalón abierto.

-¿Adónde querés? -le pregunta Mabel.

-¿Cómo, ya no te resistís? ¿No tenés miedo de que estás solita, en medio del campo? -dice y la empuja.

Mabel cae y ruega, otra vez:

-Por favor, no lo hagas...

-Así me gusta, me gusta así.

Mabel siente el aliento pesado sobre su cara, la voz ronca que jadea antes de penetrarla. Entonces dispara, dos veces. Una vez más: tres. Los disparos se ahogan en el cuerpo pesado de aquel hombre que antes de morir le dice, como si quisiera gritar y no pudiese:

-Puta...

Larrea Gómez lee la última página del diario mientras espera su turno para salir al aire. Sobre la mesa redonda se amontonan las hojas con apuntes que va sacando de la prensa del día. Acerca la cabeza de golpe y lee las últimas declaraciones del técnico Olarticoechea a la televisión argentina. Para el posible futuro conductor de la Selección Nacional, el «toque» es una técnica que debemos importar de Europa, porque así se juega el fútbol moderno. En cambio, el antiguo «empuje» uruguayo ya se ha demostrado obsoleto. Larrea Gómez no sale de su asombro y sigue leyendo, más abajo:

«La famosa y tan mentada Garra Charrúa no existe, es un mito nacional. A los Charrúas los mataron todos en mi país, por iniciativa del gobierno nacional de la época, por decisión de algunos futuros héroes nacionales que hoy recordamos en cada esquina de alguna avenida o en los monumentos de bronce, blandiendo una espada genocida en la mano. Porque la memoria colectiva suele ser perezosa y demasiado cobarde; se niega a cambiar y a reconocer una verdad cuando le incomoda. Y todo eso fue mucho antes de que se inventara el fútbol, claro -el doctor Larrea Gómez bufa y golpea la mesa con rabia-. La única garra que podamos tener, o que tuvimos, es la garra vasca o la garra italiana...».

-Hijo de puta -dice Larrea Gómez-. Soñá nomás con ser el técnico de la selección. Soñá, vendepatria.

Subraya las palabras de Olarticoechea, dobla el diario y lo deja al alcance de su colega, que aún no llega. Toma el teléfono y disca un número. Pero la línea está ocupada y cuelga, abrumado. Entonces vuelve a leer el mismo párrafo que ahora envuelve en un círculo con una lapicera azul.

El operador le hace una señal del otro lado del vidrio y se dispone a comenzar su programa. Como cada noche, escucha atento la misma introducción:

Fútbol Verdad

¡Fútbol, pasión de multitudes!

Por el pasillo corren dos personas, una detrás de la otra, y luego entran a la sala de controles donde el operador se saca los auriculares para escuchar. Es el Cacho López, el cazador de noticias que le dice algo al operador y luego sale. Larrea Gómez ha visto su cara, con los habituales gestos exagerados del Cacho, para el cual cualquier acontecimiento, por trivial que fuera, merece una atención especial. Cada mínima novedad lo justifica en ese puesto que le inventó el director. Un poco más y entrará a su estudio.

Entra, agitado. Larrea Gómez levanta la mano para pedirle que lo que tenga que decir se lo diga con calma y de una buena vez por todas, porque está a punto de comenzar su programa. El Cacho le pone un papel en la mano y, antes que Larrea Gómez pueda leerlo, le dice:

-Malas nuevas -dice, todavía agitado-: mataron al contador.

-¿Qué contador?

-Al jefe, ¡mataron al contador Soto Lorenzo! Lo mataron.

Larrea hace un gesto mudo, abriendo los ojos y la boca, más porque lo sorprende la noticia que por lo poco que le podía afectar la muerte del contador. Lo mató una puta de la calle. Una meretriz, eso dicen en la Seccional de Canelones. Aquí tenés todo lo que pude saber recién. Pasalo enseguida.

-No -dice Larrea Gómez-, vamos por orden. Primero hay que analizar la información. No podemos pasar cualquier cosa.

-Pero te estoy cantando la justa. Hacé lo que te digo -le dice el doctor, con el tono propio de un padre-. Llevale este informe a Pauletti y en media hora nos reunimos para redactar la información.

-Pero las otras radios se van a adelantar.

Entra Sanguinetti y pregunta:

-¿Ya están enterados?

-Sí. Precisamente vamos a reunirnos en media hora con Pauletti y la gente de redacción para ver qué hacemos.

-¿Cómo qué hacemos? -pregunta confundido Sanguinetti.

-Querido -le reprocha su colega-. Se ve que sos nuevo en esto del periodismo. Antes del informativo de las nueve tendremos pronta la noticia.

Suena el teléfono y atiende Larrea Gómez, algo nervioso (le parece a Sanguinetti, porque le tiembla el tubo en la mano). Cuando cuelga dice:

-¿No ven lo que les digo? Un funcionario del Ministerio del Interior viene para aquí y nos ordena no dar la información del asesinato del contador hasta que sea aprobada por las autoridades.

Mabel tiene los codos apoyados sobre la mesa y entrecruza con fuerza los dedos de las manos. Hasta que finalmente aparece él por una puerta. Respira un momento, con alivio: no es ella. Pero inmediatamente siente una tristeza que sabe irremediable: no es ella. Levanta el tubo negro del teléfono que tiene a su derecha y se queda esperando. Vicente hace lo mismo, hasta que decide decir algo:

-Era lo único que estaba faltando -dice, sin mirarla, cansado.

-¿Habéis visto? -contesta ella, con un inusual acento español.

-Y todavía te burlas.

Mabel no contesta. Baja el tubo de su oreja y mira a través del vidrio al guardia que parece una estatua inmóvil. Titubea y, finalmente, pregunta:

-¿Cómo está ella?

-Bien. ¿Cómo más va a estar?

-Tiene todo, no se puede quejar.

-No tiene a su madre. Esa deuda corre por tu cuenta -contesta Vicente, casi sin pausa, como si tuviera la respuesta desde mucho antes. Después, compadeciéndose de Mabel, agrega:

-A veces pregunta por ti.

-¿A veces?

-Seguido.

Mabel vuelve a sentir ese río de bilis que corre hacia alguna parte. Siente que se desborda desde la mesa, cae al suelo y comienza a crecer, lentamente. Vicente la nota perturbada y le pregunta si se siente bien.

-Sí, estoy bien -responde Mabel, como si fuera obvio lo contrario. El líquido amarillento es viscoso y huele mal.

-¿Estás enferma?

-Tal vez, pero ya no importa. El médico dice que tengo un fibroma avanzado.

-¿Avanzado? ¿Qué quiere decir avanzado? Que no te cuidaste a tiempo.

-Quiere decir que ya no importa.

-Te voy a ayudar -sentencia Vicente y estira un poco la espalda, tratando de pensar algo-. Primero tienes que salir de aquí. Te voy a conseguir un buen abogado.

Ella lo mira casi sin fuerzas. Debajo de sus ojos hay dos profundas líneas negras que se hunden en la piel blanca. Lo había notado esta mañana al mirarse al espejo, pero en su cartera ya no quedaba anteojeras ni polvo de color. Y sería una frivolidad pedirle a Vicente que le comprara uno de esos frasquitos.

La bilis desaparece de la mesa y, más lúcida, dice:

-No quiero médicos ni abogados. Ya no quiero a nadie que me cuide. Si quieres hacer algo más por mí, cuídamela a ella. Nunca le digas que estuve presa por matar a un hombre. Eso es lo último que quiero que hagas por mí.

-Tu hija tiene que verte.

-¡No se te ocurra! -dice Mabel, agitada.

-Un día querrá saber...

Mabel se pone nerviosa y tartamudea. Vicente piensa que está a punto de un ataque de histeria y trata de tranquilizarla.

-No te preocupes. No haré nada que tú no quieras.

Pero Mabel parece no haberlo escuchado. Mira nerviosa para los costados, intentando ocultar que sus ojos están llenos de lágrimas y su rostro a punto de perder la compostura.

-Pues, ya te he dicho que... -ensaya otra vez Vicente.

-No se te ocurra traerla aquí... Llegará a odiarme, como yo odié a mi madre.

-Bueno, bueno, ya está.

-¡Me odiará toda la vida! Me va a odiar toda la vida.

-Terminará por comprender...

-¿Comprender qué? ¿Qué tiene que comprender?

-Que fue en defensa propia... -Vicente no encuentra las palabras. Mira un nudo pulido de la mesa con forma de corazón y mueve la cabeza con frases inconclusas- y que...

-¡No! ¡Dije que no! Un día me darán permiso para ir a verla. Y entonces se conformará con eso. No necesita saber más.

-En tu vida fuiste rebelde pocas veces. Por lo general nunca supiste decir que no.

-Sí, claro...

-No me refiero a eso. Me refiero a lo duro que eran tus padres contigo. Tu casa era un cuartel y tú hacías lo que querían que ellos hicieran. Tal vez porque eras hija única, vaya uno a saber por qué.

-Hasta fui desgraciada como quería mamá. Cuando salí de España me dijo que sería desgraciada, que todo lo que haría sería para sufrir. Y yo cumplí, como dices tú.

-Y cuando dijiste que no ya era demasiado tarde. Tuviste que matar a ese desgraciado, que si hubiera estado ahí lo hubiera matado yo mismo.

-¿En serio?

Vicente la mira con timidez, y confirma: en serio.

Mabel se sonríe para ocultar un sentimiento de ahora ya no importa y, antes de colgar el teléfono, agregó, como la única forma de pago que tenía:

-Tú has sido un tío muy bueno con mi hija; como un padre. Ojalá hubieras sido su padre, ojalá yo no te hubiera rechazado cuando todavía era joven y bonita.

-¿Algo más? -interrumpió Vicente, incómodo, al tiempo que pensaba, sin llegar a formulárselo totalmente en palabras, que en la vida hay éxitos y fracasos, pero nunca vuelta atrás.

-Sí -dijo Mabel, sintiendo que la bilis amenazaba con volver a la mesa-. Quiero que mandes a alguien a la pensión y me traiga una caja amarilla de cartón. En la tapa dice MABEL MORENO.

-Fútbol Verdad

-Fútbol, pasión de multitudes.

-No permanezca desinformado. Entienda los hechos, tal como ocurrieron. ¡En el análisis, el doctor Larrea Gómez y el doctor Luis Sanguinetti de Freitas!

Larrea Gómez está sentado con los codos apoyados sobre la mesa, mientras sostiene con fuerza un papel redactado a máquina y espera que termine la introducción musical de su programa. Intenta beber un sorbo más de café pero ya está demasiado frío.

LARREA: Buenas noches, amigos, aunque no son tan buenas. Lamentablemente, no podemos comenzar esta segunda edición diaria de las 23:30 de Fútbol Verdad, Fútbol Pasión de Multitudes, hablando de fútbol, que es de lo que deberíamos hablar siempre, sino de una mala noticia.

La voz de Larrea es grave y está afectada de dolor. Pero, al mismo tiempo, se da cuenta de que está fingiendo esa voz para miles de personas que seguramente adoptarán una expresión semejante, aunque ni ellos ni Larrea hayan sentido nunca ningún afecto por el contador.

SANGUINETTI (con voz afectada, firme y pareja): Ampliando la información ya adelantada por nuestro Informativo Central de las nueve horas, estamos en condiciones de informarles que el contador Soto Lorenzo fue cobardemente asesinado de tres balazos a sangre fría.

LARREA: El contador Soto Lorenzo, que se había desempeñado hasta el momento como director de esta radio y como Consejero de Estado, fue ultimado de tres balazos a quemarropa en una zona próxima a Lomas de Solymar.

SANGUINETTI: Las autoridades arrestaron en las últimas horas a una mujer de iniciales M. M. Z, sobre la cual caen las principales sospechas. La mencionada mujer, estaría vinculada a movimientos subversivos que operaron hasta hace pocos años en ambas márgenes del Plata.

LARREA: M. M. Z., de nacionalidad española, había sido vinculada por los Servicios de Inteligencia de Argentina con el grupo maoísta ERRP, que operaba desde la ciudad porteña de Buenos Aires, más precisamente en el barrio de la Floresta. Fuentes no oficiales, dan cuenta de una posible relación de la misma mujer, M.M.Z., con el asesinato en la ciudad de Buenos Aires del coronel Máximo Otegui, consumado hace siete años, en 1972.

Liberación. Lamentablemente es eso lo que siente por la muerte de su jefe. Y mientras lee procura concentrarse en las aparentes virtudes de Soto Lorenzo, en el terrible destino que le tocó y que le pudo haber tocado a él mismo. Pero continúa sintiendo un alivio inexplicable.

SANGUINETTI: El contador Soto Lorenzo había sido secuestrado en su propio automóvil, cuando salía de su trabajo en el Ministerio y se disponía a regresar, como cada noche, a su casa. En un semáforo próximo al Parque Rodó, fue abordado por M.M.Z., quien lo encañonó obligándolo a ser conducida hasta la anteriormente mencionada zona de la costa de Canelones, y en donde, a la postre, fuera asesinado.

LARREA: Recordemos que el contador Soto Lorenzo se había constituido en una voz insobornable, en la conciencia moral de un pueblo que está harto de violencia. Desde su editorial, que cada día se difundía a las 13:30 por esta misma emisora CXD20-30, levantó su voz en defensa de las instituciones, constituyéndose en el transcurso del tiempo en un testimonio único de la lucha por la Libertad y la Democracia en nuestro país.

Por supuesto que ya no podía pedirle que no se preocupara por él. La necesitaba y además le debía muchos favores, porque Augusta estaba quemando los mejores años de su juventud empecinada en esperarlo.

Solo faltan tres años, amor mío, y estarás en casa conmigo. No te imaginás lo linda que quedó la sala con los almohadones nuevos. A Voltaire le gustan tanto como a mí, aunque tengo que correrlo de ahí porque anda soltando pelo por aquí y por allá a esta altura del año. Y lo peor es que ha vuelto a sus andanzas callejeras y una nunca sabe qué peste se puede agarrar por ahí. ¡Está de mujeriego que ni te cuento! Un besito y siempre a tu lado, Augusta.

Augusta. No olvide hablar con mi abogado. Por las dudas le repito la dirección: Avenida Corrientes 1244, piso 8-N. A Voltaire hay que perdonarlo. Hago cuentas y veo que es cronológicamente un anciano.

J. J.

El anciano ha vuelto esta madrugada todo arañado. Una amiga del Once dice que a los gatos machos los araña la hembra cuando hacen lo que tienen que hacer, porque así es la naturaleza. Así que su Voltaire debe ser un viejo verde.

Tu Augusta.

El abogado dice que su caso es muy difícil. Él es un tipo serio y está haciendo lo que puede por usted. Sobre todo, hay que considerar que no está cobrando ni un solo peso, porque no tenemos con qué pagarle.

Augusta.

Rompí todo lo que tenía en mi cuarto. Los apuntes, los libros de facultad, la lámpara de dibujo, los vestidos que se resistieron menos, dibujé bigotes, lentes y cuernos en los retratos del colegio. Esperaba que el tío Vicente volviera y viese todo aquello, solo para ver su cara enfurecida. Pero no volvió a la hora que yo pensaba. «Está con uno de sus amantes», pensé. Había perdido el control y un poco después continué la destrucción en el resto del apartamento. Pero con más estilo: no rompí ni pinté ningún cuadro; en el que estaba casi a la entrada cambié la foto del Papa por la del Che Guevara, dos elegidos de las paredes húmedas y despintadas, desubicados en el enduido fino de mi tío Vicente. Yo sabía que eso lo iba a poner furioso y me excitaba. Y por si no hacía efecto la sustitución, busqué en una revista la fotografía de un fisicoculturista que aparecía en una pose sospechosa y se la pegué en la cabecera de la cama. Arriba, en un globito, escribí algo así como «TE ESTOY ESPERANDO, GUAPO». Sí, estaba loca. Esperé a que llegara, porque el tío Vicente se acostaba con sus protegidos pero no quería que yo lo sospechara (cosa que era difícil, porque sus nenes tenían la mala costumbre de dejarles mensajes en el contestador del teléfono cuando se atacaban de celos). No quería que yo lo viera regresar con cara de mujer satisfecha. Esa noche llegó a las cuatro de la madrugada. Yo lo estaba esperando en el living, fingiendo que leía un libro como si no hubiese pasado nada. Cuando oí sonar las llaves en la cerradura sentí que un vértigo me bajaba del estómago hasta más abajo del vientre. Él entró sin saludar, porque lo primero que vio fue al Che Guevara que se le reía por mí en la cara con un habano a medio fumar. Fue a dejar la maleta, después a la cocina, tomó algo, apagó las luces y volvió a su cuarto sin decir nada. Me puse furiosa. Yo esperaba que me dijera algo. Pensaba contestarle lo que nunca le había dicho de su desprecio por mi madre, de que me había usado para fingir que era un buen tío de familia y no un primo desalmado, generoso homosexual. Casi todo lo que tenía para decirle era injusto, pero no podía contenerme. Y me puse más furiosa cuando no me dio la oportunidad de gritarle en la cara todo lo que quería. Yo le echaba toda mi desgracia encima: el tío Vicente era el responsable de que yo fuese una niña rica y educada, cuando mi madre esperaba en una esquina, muerta de frío, a un desconocido para que la maltratase; el tío Vicente tenía la culpa de mi propia vergüenza de tener una madre prostituta; el tío Vicente tenía la culpa de que yo tuviera los amigos imbéciles que tenía; y tenía la culpa de haberle retirado el saludo a mi madre cuando llegó a Montevideo y descubrió que no era la reina de América, que era la vergüenza de la familia Zubizarreta. «Mamá llegó tan pobre como vos -pensaba decirle- y no se hizo la Reina de América porque no tenía tu fuerza en los brazos, ni era hombre como vos». Y recuerdo que este último argumento, que me parecía el mejor, me dio fuerzas para no arrepentirme de lo que había hecho con sus cuadros. Cuando uno cree que tiene razón tiene fuerza, aunque no tenga razón. Como en aquellas justas entre caballeros en la Edad Media y entre otros pueblos de la naturaleza: el vencedor decía la verdad.

Pasaron varios días de esa noche sin que me dirigiera la palabra, por rencor y por vergüenza, porque ahora quedaba claro que él tenía muchachos y no se había atrevido a negarlo. Y como le sobraba el dinero y no era capaz de dejarme sin comer, todos los sábados me dejaba en mi mesa de luz un sobre con el suficiente dinero como para alquilarme un apartamento y vivir con el resto. Yo me imaginaba pidiéndole a él una garantía para alquilar un apartamento, buscando un trabajo, inútilmente, porque sabía que cada día había menos trabajo en este país y, sobre todo, porque yo no sabía hacer nada más que estudiar. Y después me imaginaba lo que mejor conocía en el destino de una mujer adulta: conquistando a un exitoso hombre de negocios o, en el peor de los casos, vendiéndome a varios fracasados hombres de negocios. Salí otra vez a buscar a mi madre, pensando que si se enteraba de que yo precisaba su ayuda iba a aparecer. Estuve en la Aguada, preguntando a los vecinos del edificio de donde se había mudado hacía dos o tres años. Pregunté a la hija del portero que se iba al liceo y poco menos que huyó de mí cuando pronuncié su nombre y el número del apartamento. Volví a la Ciudad Vieja y al puerto y terminé la noche en el apartamento de Vicente, tomando sedantes con ron. El tío Vicente no estaba; seguramente estaba dando consejos a sus hijos porque volvió en su horario de las cuatro. Debía ser domingo de madrugada, porque en mi cama estaba el infaltable sobre con el dinero, seguramente desde la tarde del sábado.

Alguna vez hubo una reina en Roma que lo hacía por placer y alguna otra antigua sacerdote lo hacía porque era su deber sagrado. Pero, ¿por qué una joven aristócrata española, culta y bien educada, sin lujuria y sin soberbia religiosa, iba un día a dedicarse a la prostitución? ¿Por necesidad? ¿Por placer? No, por placer no. Las prostitutas no lo hacen por placer sino por dinero. Yo me preguntaba si esa forma de no vivir era una forma de cumplir con la maldición de su propia madre, cuando murió su padre de un ataque al corazón y ella se quedó sola y asustada en un país extraño. O qué. ¿Por qué una mujer se arriesga a vender su cuerpo, a que las violen por dinero, a perder lo que más valora una mujer: su pudor? No sé por qué, pero ahí están ellas, esperando en las esquinas de todas las ciudades, temblando de frío en el invierno, refutando la conocida sentencia de otras mujeres que dicen yo lavarían pisos antes de ganarme la vida de esa forma. ¿Resignación? ¿Locura? ¿Debilidad? O qué.

Por fin se casa la Reina de América y hasta en España están de fiesta. En sus manos enguantadas de ceda blanca sostiene nerviosa, pero feliz, un ramo de rosas blancas. Y su pelo, cuidadosamente arreglado por la nana, está atado por detrás con una cinta blanca y cubierto con gracia por un tul de fina trama. La tela del vestido fue traída de Francia, y su corte tan fino y elegante se debe a las manos cuidadosas de Mademoiselle Lilie. La reina de América está hermosa y expectante, mientras espera el estallido de las trompetas nupciales para entrar al templo donde la espera el príncipe de Dinamarca, con su español lento y todavía escaso, con su traje negro y su ramo de azares en la solapa.

Todos murmuran y luego callan, porque la ceremonia está por comenzar. Se hace un breve silencio y Marianela, la reclusa de la celda vecina, que tantas veces había jurado que, así como la veían, ella había cantado en el Colón (antes de que la pillaran haciéndole favores a un contratista que pasaba cocaína de Bolivia), llena sus pulmones de un Ave María profundo y oscuro, y lo deja salir llorando por su garganta, interminable, de una forma tan emocionante que los presentes, que conocían la historia del Colón pero que nunca la habían escuchado con tanta fuerza y con tanta convicción, terminan por convencerse de su verdad. Enseguida, Mabel entra a la sala principal, acompañada de una de las presas que se encarga de que no se caiga sobre la alfombra de alto tránsito que el comisario mandó sacar del pasillo que va del hall a su despacho para una ocasión tan especial. Mabel avanza con una sonrisa enorme y nerviosa; muestra todos sus dientes, de una forma inhibida que a Vicente le parece exagerada y fea hasta el punto de avergonzarlo. El ramo de rosas blancas amenaza con desprenderse de su mano, pero ella lo aprieta contra su vientre, mientras mantiene abierta su sonrisa que muestra a izquierda y a derecha. La música la conmueve y sus ojos se humedecen de alegría y enseguida una mujer gorda que espera al costado de la fila deja oír por un instante un llanto que ahoga con una mano. Se casa la Reina de América y todos deben estar felices.

En el altar espera la sacerdote con una túnica negra y una barba postiza que cedió amablemente el Departamento de Investigaciones para que Sofía, la reclusa compañera de celda de la novia, cumpliera también ella su sueño, aunque secretamente, de oficiar de hombre ante un público numeroso y a la luz de los faroles artificiales.

El novio no está, pero aparentemente esto no importa a Mabel y tranquiliza al comisario y al señor Zubizarreta que a la entrada de la sala esperan preocupados el desenlace de la boda. A un costado del altar, mandado construir con urgencia pero con cuidado por parte del señor Zubizarreta, espera el sargento Martínez Pessoa, por orden del comisario y en previsión de las necesidades del caso, para reemplazar al novio imaginario.

Los novios imaginarios se detienen ante el altar, mirando fijamente hacia delante. De repente, el silencio da a los arreglos de flores y velas cierto aire de funeral, pero eso bien puede deberse a la angustia que experimentan los invitados, que no alcanzan a percibir que la novia está feliz y emocionada. Después de una tos reprimida e innecesaria, la reclusa-sacerdote comienza a leer las páginas improvisadas en la noche y corregidas por el comisario, y siente que debía haber abreviado, que mientras las escribía había sentido entusiasmo y ahora estaba tensa. Pero lee con voz sagrada.

-Mabel Moreno... Zubizarreta -recita finalmente Sofía, la reclusa-sacerdote-, acepta por esposo a... -dice y mira a la novia que continúa sonriendo con todos sus dientes.

La reclusa-sacerdote se pone nerviosa por primera vez e inclina el peso de su cuerpo sobre el otro pie. Aprieta la hoja que fue intercalada en un libro grueso y continúa:

-¿Acepta por esposo -insiste- al Príncipe de Dinamarca?

-Sí, acepto -contesta Mabel sin esperar y mirando siempre hacia adelante, para no ver al novio directamente a la cara.

Vicente detiene su mirada en las caderas de Mabel, ahora demasiado gruesas y cubiertas por un ridículo vestido de ceda blanca que le acentúa con sus brillos esas formas indeseadas por cualquier mujer, y comprende que probablemente ese sea el único vestido de novia que comprará en su vida, a la única mujer que había despertado en él algo parecido al amor o al deseo de un hombre que no fuera homosexual. Un amor que, aunque ya no quería reconocerlo, había resultado tibio pero inextinguible, frustrado doblemente por el rechazo de ella, por ese enfermizo amor por un hombre inexistente, con el cual terminaba casándose ahora. Había venido a América siguiendo sus pasos y ella lo había rechazado. Y de nada le sirvió hacer fortuna para conquistarla, o por lo menos para ayudarla a abandonar aquella vida de prostituta que, se le ocurría, la ejercía para lastimarlo a él, para volver a decirle que ella nunca podría sentir algo por él, no porque fuera su primo sino porque ya había amado a un hombre y no podía volver a amar a nadie más, y lo iba a esperar hasta que se muriese, para recorrer entonces el camino inverso del tiempo que la llevaría de nuevo a los brazos de su bien amado, como si la locura de los Moreno fuese hereditaria y se hubiese desencadenado toda junta con la pérdida de la bodega. Pero Vicente no se conformaba; le decía que ella misma lo había confundido, cuando llegó de España a la pensión de la Ciudad Vieja, recibiéndolo con una ternura exagerada, confirmando aquellas palabras tan dulces que había leído en sus cartas. Pero eso no era amor sino otra cosa, ¿comprendes? Muchas veces sentí que me iba a morir sola y aplastada en medio de una pelea de machos, con una gripe incurable o sencillamente de hambre. Y tú llegaste trayéndome todos los olores de mi casa en la solapa, aquellos recuerdos de cuando éramos niños o adolescentes y nunca nos habíamos imaginado que la desgracia existía de verdad. Y os ayudé con unos duros, decía Vicente y Mabel agachaba la cabeza. Sí, también me ayudaste con unos duros y me seguiste ayudando hasta que... Hasta que descubrí que te acostabas con hombres por dinero, le decía Vicente y Mabel se quedaba callada, alisando con una mano las páginas de un diario, como si fuese la tela suave de un mantel estampado. Pero tal vez él lo había sabido todo el tiempo y no quería darse por entendido, y solo le sirvió como argumento para tirárselo en la cara a Mabel cuando ella le dijo que se equivocaba con sus sentimientos. Y también recuerda, con vergüenza, apretando los labios y estirándolos como para dar un beso en el aire, aquella otra propuesta suya, como último recurso desesperado, cuando quiso pagarle una fortuna para que se acostara con él una noche, por lo menos una noche, como si se tratase de un desconocido más. No, así tampoco vale, le decía Mabel y a él se le inundaba la cara de sangre. No os pongáis mal, Manolete, que ya encontraréis una chica guapa, como dicen aquí. Porque no sé si te has dado cuenta que en este país faltan muchas cosas, menos mujeres lindas. Y sin embargo, no fueron las mujeres sus mejores compañeras. En este país o en España las mujeres son todas iguales, decía Vicente levantándose sin concluir la frase que, seguramente, lo llevaría a decir cómo eran de verdad las mujeres. Y como el tío odiaba tanto a las mujeres, era lógico que se las arreglara mejor con los hombres que, dicho sea de paso, nunca le propondrían matrimonio ni la división de su fortuna por intermedio de tribunales. Pero Vicente Zubizarreta nunca fue feliz con sus muchachos, que lo esperaban a las ocho de la noche en el apartamento de la Avenida Brasil, leyendo el Código Civil porque el viernes tenían examen en la Facultad, recordándole que no se molestara en abrir la heladera porque ya no había nada, y que esperase un momento para ir a la cama que ya termino con esto. Y tampoco ellos lo hacían por amor, alcanzaba a darse cuenta Vicente, sabiendo que este pibe, como el otro, se las tomaría apenas terminara la carrera, volviéndose al interior para luego no volver a saber más de sus vidas de padres de familia que evitaban siembre ir por Avenida Brasil cuando andaban por Montevideo. Y aunque resultara absurdo, tan absurdo como esa misma ceremonia, ahora, con la espalda pegada a una pared fría y sobre unas piernas temblorosas, Vicente siente un puñal en el estómago, como si le dolieran tanto los celos por el príncipe imaginario como por la locura irreversible de Mabel. Éxitos y fracasos, dice para sí mismo, y más tarde casi completa la frase: pero nunca vuela atrás. Entonces siente que está a punto de llenar sus ojos con lágrimas y parpadea, temiendo que el comisario pudiese advertir algún tipo de emoción en su rostro.

-Señor Príncipe de Dinamarca... -repite la reclusa-sacerdote- ¿acepta por esposa a la princesa Mabel Moreno, futura Reina de América, por la Gracia del Señor?

Alguien murmura «Sí...».

El señor Zubizarreta baja los ojos y se retira de la sala. El comisario lo sigue discretamente con la mirada, preocupado y adivinando que la escena ha acabado por avergonzarlo. El señor Vicente tenía algo de niño insatisfecho y caprichoso; un chaval inmaduro, decía Mabel, lo que no le impidió amasar la fortuna que amasó. O por eso mismo la hizo, porque era un chaval de esos que había cumplido treinta y cinco años y seguía empecinado en cumplir su promesa a todas luces ridícula y vanidosa, más producto del resentimiento que del amor: de todas formas te estaré esperando, Maica, y tú sabrás dónde encontrarme, cuando un día, caminando por la ciudad o dejándote llevar por el rumor de la gente, verás en una esquina de Pocitos una puerta de oro. Yo no sé qué libros tan antiguos te daban para ir a la cama, mi querido Vincent -recuerda que le había dicho Mabel, un poco en tono de burla y otro poco conteniéndose para no llorar, se dio cuenta él-, pero en América es diferente. ¡En América, en América! Así es, Vincent. Yo no voy a pasar nunca por esa puerta de oro, mi querido Vincent, porque lo que yo vendo es mi cuerpo, no mi alma.

Y la puerta fue construida en dos enormes piezas de roble, enchapadas en láminas de oro dieciocho, confirmando hasta ese momento que todo lo que se proponía un hombre emprendedor y tenaz era obtenido en este país generoso, multiplicando con esa grosería ostentosa el número de clientes que acudía solo para ver de cerca la famosa puerta, para tocarla como un creyente budista acude en Tailandia a la estatua yaciente del maestro para agregarle una nueva lámina de oro. Así aumentó el señor Vicente sus clientes y su fama, anécdota que luego fue deformada por la memoria popular, atribuyéndosele a su creador una especial lucidez para hacer fortuna de la nada, incluso de una forma tan excéntrica, como solo un ser imaginativo podía concebir, no faltando el adulón que intentara bautizarlo como el nuevo Rey Midas, para llamarle la atención. Así que la Puerta de Oro pasó a ser el símbolo más admirado de Z-Demoliciones y de un país que apostaba al progreso de la sociedad a través del progreso de sus miembros, pero nunca llegó a cumplir con su verdadero objetivo de verla pasar a ella, más un capricho insatisfecho del niño Vicente que el verdadero amor.

-Entonces, en nombre del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, los declaro Marido y Mujer.

Todos gritan y aplauden. Y antes de que el novio bese a la novia, el comisario la toma de la mano y le dice, con urgencia:

-La mesa está servida.

-Sí, ya vamos -dice Mabel, a punto de ponerse nerviosa-. Pero, ¿a dónde fue mi esposo?

-El Príncipe he debido salir, su Majestad -dice el sargento con ironía y el comisario lo mira con odio.

-Dinamarca ha entrado en guerra con Francia -improvisa el comisario, temiendo recibir una respuesta sensata.

-Volverá -insiste Mabel, tomándolo del brazo-. Dígame que va a volver.

-Por supuesto. El Príncipe no corre peligro porque lo siguen los hombres más valientes de Europa. Pero, por favor, ¡cortemos el pastel que nos está esperando!

La torta de boda tiene cuatro enormes pisos coronado con un castillo de azúcar, y fue un regalo del señor Zubizarreta, que de esa forma quiso estimular a los concurrentes. Mabel corta el pastel y sirve a la concurrencia que, a su tiempo, repiten:

-«Gracias, Hija de España. ¡Que viva la Reina y que viva el Rey!».

Mabel recupera su enorme sonrisa y come el pastel con sus dos manos temblorosas. Unas migas de pastel caen al piso y otras se pegan a los costados de su boca sonriente.


Arroz con leche
me quiero casar
con una señorita
de San Nicolás

Pero la Reina de América está triste porque su hombre no vuelve. Se ha perdido en el mar y no podrá escucharla repetir toda la noche Job, Job... Tal vez se le ha hundido el barco en una tormenta o lo han matado en la guerra. Tal vez vuelva algún día, aunque seguramente ya no podrá encontrarla, porque ha sido engañada en América y confinada a la más oscura de las mazmorras, porque en América no hay príncipes ni reyes. Y ya ni siquiera puede gritar. Entonces vuelve a recordar su rostro para dormir, como cada noche. Job, Job... Pero ya no puede dormir y se queda con las dos manos cruzadas en el pecho, esbozando una sonrisa que parece de dolor, pero que en realidad es de alegría, como la que se le dibujará un segundo antes de que su corazón agitado deje de latir, liberándola ahora sí para siempre de ese sueño extraño, incomprensible, doloroso y, después de todo, fugaz.

Voltaire es más listo que su abogaducho. Vende el Soldi a el señor Fabila Monterroso y págale de una buena vez. Y que no se entere el pintor, ya que fue un regalo suyo.

Job, Job... -repite en la oscuridad y una voz le chista «¡Sssh!». Pero Mabel continúa murmurando palabras ininteligibles y alguien dice: «¿por qué no llevan al manicomio a esa loca?». «A ver, Marianela, cantate otro poquito de ese Ave María, dale», dice alguna desde lejos, y, después de un largo silencio y de otros quejidos de la loca Mabel, se decide a cantar un poquito, aunque ahora en voz muy baja, lo que de todas formas no impide que su garganta se vuelva a llenar de lágrimas, teniendo que interrumpir de nuevo su canto en un murmullo de labios apretados, hasta que se transforma en una especie de «mmmh» de cuna.

Mabel abre su risa enorme de dientes arruinados. Su nueva habitación no es muy diferente a la anterior: hay rejas en la ventana y no hay suficiente luz para leer o para jugar. Pero las mujeres que le traen la comida no la tratan tan mal. Hasta le dan de comer en la boca, cuando está un poco nerviosa y le tiemblan las manos. Y cuando en la noche murmura «Angélica tiene novio, Angélica tiene novio...», ya nadie la hace callar. Entonces, se ríe con ganas y luego se queda pensativa. Largos silencios de voces antiguas enmudecen sus ojos; su frente estática, mirando un rincón difuso de la habitación rosada.

-No, papá, no se ponga malo -murmura, retorciendo el pijama-. Os juro que no volveré a...

-Mala hija de España.

-Pero no se ponga malo, por favor, papito.

-¿Para eso crie una hija y le di tanta educación?

-No se ponga malo...

-Para que anduviera a los besos con cualquier reo...

-No, nunca más yo... Le juro que nunca más volveré a verlo, papito, pero no os pongáis malo.

-Si te viera tu madre... -insiste Rodrigo, como si no la escuchara.

Mabel le toma la mano y la recuesta a sus labios. No la besa; siente que es la mano de un anciano, débil y delgada. Cómo ha cambiado esa mano que hasta ayer era fuerte y grande debajo de sus axilas, cuando la levantaba por las nubes para que pudiera volar como los pájaros de Toledo. Tampoco su rostro es el mismo: está pálido, hundido en la almohada y con los ojos más pequeños, mirando el techo, sin fuerza pero todavía con rencor. Mabel piensa que hasta hace un año ese mismo rostro era joven y alegre, y enseguida le viene a la memoria un domingo de caza, detrás de una escopeta y debajo de un gorro escocés, haciendo una mueca exagerada para mirar por sobre la punta del caño por donde saldrá una bala imaginaria, directo al corazón de un enorme dragón que unos años antes la había molestado en sus sueños; el dragón chino.

-¡Dios mío, Dios mío! -repite para sí, sintiendo la fragilidad de esa piel en sus labios, el olor del alcohol evaporado y los dragones chinos moviéndose en la oscuridad de sus párpados apretados.

-Y todavía... -dice Rodrigo, y se interrumpe para toser. Pero no tose y vuelve a recostarse, cerrando los ojos con dolor-. Y todavía pensabais dejarme solo en esta tierra de salvajes.

-No es verdad, papá. No es verdad -murmura de nuevo, tirando del pijama hasta descoserlo por debajo de la axila.

Entonces Mabel comienza a llorar, desconsolada. Una enfermera gorda abre la puerta y se sienta a su lado. Le pasa una mano por la cabeza y dice:

-Vamos, Mabel, ¿por qué no te recuestas un poco? Es muy tarde.

Pero Mabel no puede dejar de llorar, con los dientes apretados y la mirada fija en el mismo rincón. Por un momento, a la enfermera le parece que Mabel se ha golpeado contra algo, porque nota que tiene una sien hundida. Pero sus sienes están hundidas por algún misterioso dolor que ella no alcanza a comprender.

-¿Querés que traiga tu muñeca? -insiste la enfermera, pero Mabel no contesta ni hace algún gesto diferente. Aprieta aún más los dientes y las lágrimas le inundan toda la cara. Solo llora y llora, como una niña, cada vez con más fuerza y con menos aire.

Entonces la enfermera se asusta, se golpea contra el filo de la mesa y sale corriendo en busca de ayuda.

Charly no quiso que le venda el Soldi para pagarle. En cambio aceptó quedarse con la pintura. Dice que él también conoce a Soldi. Charly no es tan malo como tú crees. Dice que Voltaire vivirá más de quince años con lo bien que lo cuido yo.

Jacobsen pone de nuevo la carta adentro del libro y se recuesta en la litera, como si acabara de llegar de un largo viaje, exhausto. Detiene su mirada otra vez sobre ese dibujo, ahora borroso, que algún Miguel Ángel contemporáneo hizo en el techo de la celda. Se trata de una mujer desnuda que abre las piernas para mostrar su sexo goteando líquidos blancos y oscuros. Abajo dice Lucía Santana da Luz (3/10/66). Las manos diferentes se toman los pechos mientras reclina la cabeza hacia atrás en un gesto dentado que puede ser de dolor o de placer o de ambas cosas: sangre y semen, piensa Jacobsen, mientras Lucía abre más las piernas y quiebra la cintura, la cabeza más hacia atrás como si quisiera abandonar el resto de su cuerpo, como si quisiera que su cuerpo quedara sin su gobierno, en manos del macho violador, hasta que un grito de excitación retumba en sus oídos. Lucía Augusta Mabel Augusta Lucía se retuerce y su sexo vuelve a derramar un líquido blanco y otro negro que tal vez sea rojo en la oscuridad. Jacobsen sabe que en ese preciso momento Augusta estará con el doctorcito, y aunque él nunca la amó como aman los enamorados, sino apenas como pueden amar los sobrevivientes de un naufragio la sirena de un barco que se aproxima, siente que quisiera estar ahí, para pegarles un tiro a cada uno. Pero, ¿por qué? ¿Con qué derecho? Que cojan tranquilos, che. Imagina el titular de un diario: NARCISO HERIDO DISPARA IRRACIONAL. Ellos lo están haciendo ahora; puede sentir sus quejidos entre las sábanas, como si estuvieran en la celda de al lado. Tal vez la fiebre de la gripe lo hace oír alucinaciones. Tose de nuevo, pero no termina por despertarse del todo ni puede hundirse definitivamente en el sueño. «No la amaba, pero la mató igual». Una puerta se abre, una ventana se cierra, alguien en la calle toca dos veces la bocina, un pez espada pierde su cuerno, una taza de café se derrama un poco sobre el platillo y el mozo pide disculpas.«La mató a ella porque, en el fondo, era homosexual». «Disculpe que me entrometa, doctor, pero en realidad la maté porque, aunque usted no lo crea, en el fondo soy hincha de Boca». ¿Me está tomando el pelo?, le reprocha el doctor de la gripe, y él le responde: en cualquier caso no lo estoy insultando, doctor. Además, no me dirá que en este país la gente no se mata porque es hincha de Boca, ¿no? Si no fíjese aquel chico de Racing, doctor, que no hace más de una semana murió a palos de un hincha de San Lorenzo. Y yo no diría que es homosexual o que es lo contrario: solo diría que es un asesino. En el fondo, doctor, puedo ser todo aquello que usted y su ciencia puedan suponer; incluso hasta puedo ser un tipo bueno. Lo importante no es lo que yo sea, porque a la ciencia nunca le importó algo así como la ontología de las cosas que más le llama la atención, sino cómo usted pueda explicar lo que yo soy, con los tres o cuatro dogmas fundamentales que maneja su ciencia del alma humana, así como para Fischer no importa qué es el ajedrez sino cómo puede desarrollar un buen juego con esas reglas absurdas de una especie de guerra abstracta. Aún entre sueños, Jacobsen siente que su razonamiento es fundamental y se emociona, como alguien se puede conmover al inventar una melodía mientras sueña, una de esas melodías que conmueven hasta lo más profundo del alma soñante pero de la que luego, al despertar, queda poco y nada, o ya no parece tan perfecta y la idea clara y lúcida se convierte apenas en una percepción obvia o demasiado absurda. Despierta un momento y se vuelve a dormir en medio de una lluvia de granizos del tamaño de un huevo de gallina, ahora con una fiebre en aumento que le hace sentir que a la distancia los barrotes de la celda se convierten en tripas blandas que cuelgan del techo y se anudan unas contra otras. Son sus propias tripas que sufren el calor de la gripe, mientras afuera hay un frío intenso y húmedo que lo hacen temblar de vez en cuando. Voy a morir, piensa por un momento y enseguida continúa la discusión con el terapeuta. Pero ahora le duele razonar. El doctor, es Luciano Popov, profesor de la UBA, un positivista del siglo pasado y consecuente lector de Popper. La verdad es un concepto puramente metafísico, le contesta Jacobsen; la ciencia no tiene nada que hacer en este terreno. Su objetivo es aumentar el Poder sobre el mundo, no la Verdad. Si no, piense en las verdades de Ptolomeo, de Newton y de Einstein. Esas son aproximaciones al poder y revoluciones de la verdad. Piense que el retrato minucioso del Cardenal de Rafael no es el Cardenal, por más aproximaciones y correspondencias que hubiesen habido entre ambos. Solo las sensaciones del mundo son verdaderas, porque son lo que son; no se presentan en representación de otra cosa. En cambio, un conocimiento cualquiera de la realidad siempre será un instrumento auxiliar, útil, exacto. Pero no verdadero. Si careciéramos del olfato, seguramente inventaríamos aparatos que nos indicarían cuándo hay olor a carne quemada, tal vez con una luz o con un sonido. Pero ni la luz ni el sonido serían el olor, solo porque se activen cada vez que éste se hiciera presente. Lo mismo hacemos con nuestras propias carencias humanas: la incapacidad de percibir el espacio tetradimencional hace que necesitemos de teorías matemáticas. El doctor Popov parece distraído, no le está prestando atención a lo que dice. De repente, comienza a orinar sobre una planta de malva. Jacobsen hace un esfuerzo insoportable por despertar del todo, mientras se suceden voces, gritos y risotadas. Es la risa pícara y aniñada de Augusta. Están cogiendo y yo aquí como un cornudo. Pero, ¿qué derecho? Augusta, Augusta. ¡Callate, che, y dejate de hacerte la paja a esta hora!, grita alguien y Jacobsen cree que es Charly. Bueno, basta. Suficiente. Poner la mente en blanco, sentir nada, apagar el deseo, el dolor, la existencia toda -ya es silencio.

Yo odiaba esa costumbre de dejarme cada semana el dinero en mi cama en lugar de dejarlo en otra parte del apartamento. Y tampoco comprendía bien por qué no me lo daba todo una vez al mes, para no recordarme tanto que yo dependía de él. Pensé que me dejaba el dinero en mi cama para poder entrar a mi cuarto con una excusa. Pensé que él, como yo hacía con mi madre, revisaba mi ropa y buscaba cartas que nunca nadie me escribió. «El tío quiere saber cómo es una mujer -pensé entonces-. Él me deja el dinero en mi cuarto porque yo no le cierro la puerta». Entonces comencé a revisar mis propias cosas tratando de advertir algún desorden. Algunas cosas me parecían fuera de lugar, como una pintura de labios que tiré a la basura suponiendo que tal vez el tío podía haberla usado. Pero no estaba segura de nada; en esos tiempos mi vida era un caos y podía encontrarme un día caminando por la rambla sin recordar hacia dónde iba. De madrugada, me llamó el tío por teléfono para decirme que mamá había fallecido. No tuvo el valor de volver al apartamento, para decírmelo personalmente.

-Lo siento, hijita, pero mamá ya no está entre nosotros.

-¿Qué estás diciendo?

-...que tu madre sufrió una descompensación.

-¿Una qué?

-Una descompensación cardiorrespiratoria.

-¿De dónde me estás llamando? -pregunté yo, como si fuese una operadora de ANTEL.

-Del Hospital de Clínicas. Lo siento, Consuelo, pero yo...

-Yo también lo siento -dije y le colgué.

Yo solo podía pensar en la última noche que la vi en la esquina de Bulevar España. Podía ver otra vez con claridad su frente arrugada por una expresión de error involuntario, con sus ojos grandes mirando asustada a su hija que la había descubierto, luego mirando hacia otra parte para no ver que sentía tanta vergüenza como ella había sentido orgullo al verla salir de la facultad. Una y mil veces me pregunté cómo hubiese sido posible borrar tanto dolor. Aún si hubiese tenido la oportunidad de encontrarla y pedirle perdón, aún si ella me hubiese pedido que olvidase aquella noche, seguiría sintiendo lo mismo, ese infierno eterno que un dios perverso había calculado para mí. Entonces supe que aquel había sido uno de esos hechos irreversibles, como la muerte misma. No era posible despertar y pensar que el irreparable crimen que habíamos cometido en los bajos fondos de la noche había sido anulado por el primer sol de la mañana. No era posible olvidar, pensaba, y para mí despertar solo significa morir. Solo tirándome del décimo piso borraría de mi mente esos ojos grandes que en lugar de acusar pedían perdón por la imprudencia.

Volvía a pensar en la frase del tío: mamá ya no está entre nosotros. ¿Y cuándo estuvo entre nosotros? Pero aunque me esfuerce, no puedo recordar qué hice o qué pensé inmediatamente después. Solo recuerdo cuando entré en el ascensor y vi otra vez mi cara en el espejo. Mi cara me recordaba a ella; no porque se pareciera: esa era la cara que yo miraba insistentemente en un espejo de su casa-prostíbulo de la Ciudad Vieja, cuando intentaba descubrir en mis facciones la cara y el país de mi padre.

Salí a la calle bien entrada la noche, con la misma ropa que había usado en Punta del Este, cuando conocí a Angélica: una pollera azul, muy corta, lo último del verano, un body blanco y la misma cartera de cuero que usaba siempre. No necesité disfrazarme. Antes que me detuviese en una esquina de Bulevar España ya me estaban silbando y cuando me paré en Bulevar y Escocería, no tuve que esperar nada. Pensé que no estaba haciendo las cosas bien: lo ideal hubiese sido ir hasta el puerto y no conformarme con algún tipo recién bañado y afeitado, de esos que trabajan en el Centro y vuelven a Pocitos de noche. No tuve que esperar nada. Dos o tres autos se detuvieron (no podía ver bien por los focos de las luces encendidas) y esperaron que me acercara. Tal vez no era una prostituta. Elegí un Ford Falcon, porque estaban de moda, y sin que me temblaran las piernas como me temblaban cuando entraba al liceo y mis amigos murmuraban, abrí la puerta y me metí.

El tipo no era un viejo canchero, como me había imaginado desde el principio. No tendría más de treinta años y parecía atontado o ya era tonto de nacimiento. Se quedó mirándome detrás de unos lentes gruesos y sin saber qué hacer, así que antes que me dejara pensar le pregunté, como hubiese preguntado una mujer con experiencia:

-Bueno, ¿y ahora qué te pasa, querido?

Estaba claro que era uno de esos comelibros que un día se había armado de valor para conocer el mundo exterior. Se equivocaba en los cambios, decía frases inconclusas y se interrumpía idiotamente en cada palabra que, si agarro para allá no, digo porque no hace frí... en todo caso yo no sé si vos, digo no sé tu nombre.

-Consuelo.

-¿Consuelo? Me llamo Consuelo Moreno y voy al colegio Juan Bautista. De mañana duermo, de tarde estudio y de noche hago dinero en la calle.

-¿Por qué hacés esto? -dijo en algún momento, esa pregunta que me imaginaba debían escuchar una y otra vez las mujeres de la calle. Y ellas debían repetir siempre, por norma:

-Porque me gusta.

-Es decir que, bueno, que te gusta lo que entonces...

-Sí, eso mismo. Que me gusta hacer lo que hago y que me hagan lo que me hacen.

-Bueno pero si...

Un comelibros. Justo a mí me iba a tocar un comelibros que estaba nervioso y por poco no nos matamos en un cruce de calles. Él estaba nervioso y yo no sentía nada, ya ni siquiera ese sentimiento de tragedia que me había dejado hundida en el sillón del apartamento.

-Es que no tengo mucha experiencia -dijo al final.

Casi lo mato. Quería matarlo y lo hubiera hecho si en lugar de cartera tuviese una llave francesa en la mano.

En un momento supe que estaba perdido:

-Es que no sé si es por aquí que -decía-. O por allá la... no.

-¡Pará y dejame aquí! -le grité, y frenó de inmediato.

-Pero ¿qué te pasa... Consuelo?

-No me digas Consuelo. ¿Nunca te dijo tu mamita que sos un imbécil?

-No, pero no te vayas... Consuelo. Tengo dinero.

Le cerré la puerta con un golpe que casi le estallan los vidrios y me volví al apartamento mientras me decía que la imbécil de verdad era yo.

Voltaire vivirá más que yo, porque es un gato libre. Si no lo pisa el auto de Charly, claro.



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