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La reina mártir

Luis Coloma



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ArribaAbajoIntroducción

La suegra y la nuera



ArribaAbajo- I -


Que suis je helas!, et de quoy sert ma1 vie?
Je ne suis fore qun corps privé de cueur,
un ombre vain, un objet de malheur,
qui n'a plus rien que de mourir en vie.


(MARÍA ESTUARDO)                


Anochecía ya, y la escasa luz que por las hondísimas ventanas de aquella alcoba inmensa penetraba, dábale un tinte tan pavoroso casi como lo era en realidad el drama aterrador que en ella iba a tener efecto.

Parecía aquello uno de esos sombríos cuadros italianos en que las sombras y tonos oscuros desvanecen y confunden las figuras, y sólo aparece a la vista un conjunto fantástico, que menos se ve que se adivina.

Destacábase en el fondo un enorme lecho con dosel y cuatro columnas talladas, semejante en todo a esos catafalcos que llaman hoy camas imperiales. A la cabecera distinguíanse tres figuras, dos sentadas y una de pie, que parecían espiar ansiosamente los menores movimientos del bulto informe que dibujaban las ropas del lecho.

A los pies, y del lado opuesto, hallábase hundida en un gran sitial, una mujer de edad madura, que la luz crepuscular de la ventana bañaba por completo. Hubiérase dicho que era una estatua de alabastro, si el vivísimo fuego de sus ojos negros no brillara en aquel rostro exangüe, como una brasa encendida asomando entre cenizas.

Cubríala de pies a cabeza un largo brial de terciopelo negro, muy entallado, con anchas mangas perdidas y alta gorguera de encajes, y adornaba su cabeza un extraño tocado, que ha inmortalizado la historia. Era una especie de escofieta de terciopelo, que caía sobre la frente en forma de pico, y elevándose en dos alas por uno y otro lado, recogía sobre las sienes sus negros rizos, y remataba por detrás en un amplio velo que caía por la espalda.

A respetuosa distancia de esta enlutada figura, que tenía mucho de siniestra, hallábase sentada en un escabel otra señora ya anciana, vestida también de luto

El silencio era profundo en la anchurosa estancia, y rompíalo tan sólo un tenue quejido que a intervalos salía del lecho. Cesó de repente este quejido, y una voz débil, angustiosa, como de niño mimado que se queja, gritó por dos veces:

-¡María!... ¡María!...

Este grito lastimero puso en conmoción a todos los que allí se hallaban. Incorporose bruscamente una de las sombras de la cabecera, y extendió ambas manos sobre el lecho, como si impetrase al cielo. Inclinose la otra sobre la almohada dando gemidos, y oyéronse palabras cariñosas, murmullos de llanto y de besos. La dama de alabastro cubriose el rostro con el pañuelo; la del escabel cruzó las manos con involuntario espanto y dos nuevos personajes salieron entonces de la obscuridad, como si aquel grito angustioso les hubiese evocado.

Era el uno un hombre vestido de negro, que acudió presuroso a la cabecera del lecho, y era el otro un viejo muy venerable, de luenga barba, envuelto en largo ropón de terciopelo carmesí, guarnecido de armiños.

Inclinose éste al oído de la dama pálida, y dijo algunas palabras en voz baja; contestó ella inclinando la cabeza afirmativamente, sin apartar el pañuelo de su rostro, y volvió a reinar la misma inmovilidad, el mismo inquieto pavor, el mismo silencio, interrumpido tan sólo por el triste gemir del enfermo, y los convulsos sollozos de una de las sombras.

Entraron a poco seis lindos pajecitos que traían antorchas encendidas, y las distribuyeron por toda la estancia en altos antorcheros milaneses, de exquisita labor y delicada elegancia. Quedó entonces iluminado el sombrío escenario, y quedaron también a la vista los personajes de aquel drama que tocaba ya a su desenlace.

Entre las blancas ropas del lecho asomaba la lívida carita de un joven, casi niño, en que se veía pintada la crispación del sufrimiento y se adivinaba ya la agonía de la muerte. Apoyada en la almohada misma del moribundo, y oprimiendo entre las suyas su flaca mano, hallábase una joven, casi niña también, que lloraba amargamente.

Era aquello un idilio que la muerte trocaba de repente en tragedia, sobre los flordelisados almohadones de un trono. Porque aquellos dos niños que la muerte separaba sin haber cumplido ninguno diez y ocho años, eran los Reyes Cristianísimos de Francia, Francisco II de Valois y María Estuardo, reina ella también, por derecho propio, de Escocia.

Al lado de ésta hallábase la duquesa de Guisa, Ana de Este2, hija del duque de Ferrara, tía y camarera mayor, como diríamos en España, de la desdichada reina. Detrás de ambas aparecía la arrogante figura del cardenal Carlos de Lorena3, apoyado en una de las columnas del lecho. Observaba el ambicioso príncipe, con inquietud siempre creciente, el rostro del Rey, que por momentos se descomponía, y paseaba su mirada hosca de la cerrada puerta de la cámara a la impasible figura de la dama enlutada, que no era otra sino la reina viuda de Francia, Catalina de Médicis.

Hallábase ésta sentada, como ya dijimos, de la otra parte del lecho, y tenía a su lado a su parienta y camarera mayor la condesa de Fiesque4, ilustre italiana de la familia de los Strozzi.

El hombre vestido de negro, que asistía al Rey a su cabecera, era el famoso Juan Chapelain, primer médico de cámara, y el viejo del ropón carmesí con armiños, el austero Miguel de L'Hôpital5, gran canciller de Francia.

Éstos eran los personajes de aquel drama que iba a tener allí su desenlace, como había tenido su principio aquella misma mañana, en la cámara real de la reina María Estuardo.




ArribaAbajo- II -

A la muerte de Enrique II de Valois, recayó la Corona de Francia en su hijo primogénito el delfín Francisco, casado dos años antes con María Estuardo, reina de Escocia.

Dos bandos formidables, católicos y hugonotes, despedazaban entonces el reino, y otros dos, no menos poderosos y enconados, dividían también la corte: los Guisa y la reina madre, Catalina de Médicis.

Enarbolaban aquéllos abiertamente la bandera de los católicos, y pretendiendo apoderarse del gobierno por el pronto, veían ya en el porvenir esperanzas fundadas de ceñir con el tiempo la corona al jefe de ellos, Francisco de Lorena6, duque de Guisa, llamado el Balafré, esto es, el de la cicatriz, por la que le cruzaba el rostro de un lado a otro lado.

La Reina, por su parte, comenzó desde luego a desarrollar su astuta y tortuosa política florentina, de oponer a un partido otro partido7, con el objeto de encresparlos entre sí, debilitarlos ambos y llegar por este camino a su único y meditado fin de consolidar el poder real, en jaque siempre por los grandes y los herejes, destruyendo a los Guisa y aniquilando a los hugonotes.

Cierto que, influida Catalina por las perniciosas máximas de su paisano Maquiavelo, erró gravemente en usar tan sin escrúpulos de toda clase de medios. Mas su fin era el de todos los soberanos de aquel tiempo, y su mano de hierro supo mantener firme la Corona durante treinta años, hasta que al morir ella, meses antes que el último Valois, la dejó caer éste en un charco de sangre y la recogió Enrique IV. Catalina hizo ella sola lo principal y más difícil de esta obra de gigantes; terminola Richelieu, y la disfrutó Luis XIV8.

Con estos amagos de horrible borrasca subieron al trono aquellos reyes niños que aún no habían cumplido diez y seis años. María, ferviente católica por una parte, y sobrina carnal de los Guisa por otra, como hija de la hermana de éstos, María de Lorena9, llamose al punto al partido de su familia, representado entonces por los dos hermanos Francisco el Balafré I, y Carlos, cardenal de Lorena, a quien por su mucho poder y autoridad llamaban los herejes el Papa transalpino.

Era entonces María Estuardo una niña traviesa, alegre como un jilguero, linda como un ángel, instruida y docta como un doctor de la Sorbona10, e imprudente y ligera hasta el punto de atreverse a jugar con su suegra, con la inocente temeridad del niño de dos años que tirase de la cola a una pantera negra de Java, creyéndola un gato grande.

A la muerte de Enrique II vistió Catalina un luto que llevó hasta el fin de su vida, y entonces inventó para su propio uso, el tocado que antes hemos descrito. Gustó a María Estuardo el invento; adaptolo a su rostro de ángel, y con grandes risas y fiestas trocó la severa escofieta de su suegra, en ese precioso adorno que, inmortalizado por pintores y modistas, lleva aún en el día de hoy su nombre.

Calló la suegra, fiel siempre a su divisa, guarda è tace, mira y calla; pero ésta fue la primera partida que apuntó en la terrible cuenta que iba formando a su nuera.

Enamorada María perdidamente de su esposo, y siendo de él con igual amor correspondida, no le fue difícil traer a Francisco II al partido de los Guisa. El duque fue nombrado lugarteniente del reino, el cardenal de Lorena manejó a su placer las voluntades y conciencias del Rey y la Reina, y Catalina de Médicis, postergada y humillada, añadió a su divisa guarda è tace, otra más apremiante: Odiate è aspettate, odiad y esperad.




ArribaAbajo- III -

Y no tuvo, por desgracia, Catalina que aguardar mucho tiempo. Después de las ejecuciones de Amboise11, trasladose la corte a Orleans, donde se reunieron los Estados generales, y allí comenzaron a desarrollarse los sucesos que vamos refiriendo.

Una tarde volvió Francisco II muy desazonado de un largo paseo en barca por el Loire, y metiose en cama para no volver a levantarse nunca. Quejábase de fuertes dolores en los oídos y ruidos extraños en la cabeza.

Alarmado Juan Chapelain, su primer médico de cámara, quiso consultar a sus tres compañeros de cargo, entre los cuales se contaba el famoso cirujano Ambrosio Paré12, tan justamente llamado hoy Padre de la cirugía moderna. Convinieron todos en que el Rey tenía malos humores que le pesaban sobre el cerebro, y podían muy bien éstos penetrar la masa encefálica y hacer entonces la crisis inminente y extremo el peligro.

Mas no convinieron de igual modo aquellos sabios doctores en la manera de conjurar el riesgo. Ambrosio Paré afirmó rotundamente que él respondía con su cabeza de la vida del Rey, si se le permitía hacerle la operación del trépano, con el fin de extraer por la perforación del cráneo, los malos humores que le mataban; operación ésta muy extraña entonces, que el mismo Paré había perfeccionado y practicado ya tres veces con resultado siempre favorable.

Juan Chapelain y los otros médicos, que según opinión de algunos, estaban ganados por la reina madre, calificaron el proyecto del cirujano de temerario asesinato, y limitáronse a recetar inyecciones auriculares, que habían de atraer por aquellas vías la expulsión de los malos humores.

Estimaba en mucho el duque de Guisa la ciencia de Paré, por haberle curado éste la tremenda herida13 cuya cicatriz le cruzaba el rostro, y persuadió a la reina María para que adoptase la opinión del célebre cirujano. Vino en ello la afligida reina, con la docilidad que mostró siempre a sus tíos; mas quiso antes juzgar por sí propia las razones de los médicos, y citoles aquella misma mañana en su real cámara.

Sucedía esto poco antes del mediodía, y atraídos por la gravedad de tamañas nuevas, poblaban ya en aquella hora la antecámara de la Reina cuanto personaje importante o curioso tenía entrada entonces en la corte de Francia.

Formaba la antecámara una gran pieza cuadrangular, con dos enormes chimeneas, una en cada extremo14. Abríase en el fondo la ancha puerta de la cámara regia, custodiada por dos pajes y dos alabarderos de la guardia escocesa. A uno y otro lado de la chimenea llamada de honor, por ser la más próxima a la cámara, hallábanse de pie las damas de ambas reinas, formando dos grupos distintos. Presidía las de la reina María, la duquesa de Guisa, sentada en un sitial de alto respaldo; y colocada de igual manera la condesa de Fiesque, presidía las de la reina madre.

Entre el grupo de las damas y el que formaban los cortesanos, dejaba la etiqueta un gran espacio vacío, que sólo osaban franquear los príncipes de la sangre, y los más grandes señores del reino. El gran canciller, el anciano cardenal de Tournon15, los mariscales de Vieilleville16 y de Saint-André17, los dos hermanos Alberto y Carlos de Gondi18, y otra porción de personajes de mayor o menor cuenta, discurrían, todos de pie, por el resto de la antecámara, ora hablando, ora paseando.

En la cámara real hallábanse sentadas frente a frente la suegra y la nuera. A derecha e izquierda de Catalina estaban de pie los dos hermanos Guisa, el duque y el cardenal, inquietos, azorados y dispuestos al parecer, si necesario fuese, a cualquier acto de violencia contra la pérfida italiana, como llamaban ellos a la reina madre. Ésta, impasible y como si esperase lo que se iba a tratar y el peligro que ella misma corría, hizo ademán a los médicos de que podían tomar la palabra.

Ambrosio Paré, que era muy tímido, expuso su opinión balbuceando. Catalina hizo un gesto de espanto al oírle, y murmuró lo bastante alto para que los dos hermanos Guisa la oyesen:

-¡Poner la vida de mi hijo en manos de un hugonote!... (Paré lo era.) ¡Jamás!...

Juan Chapelain tomó entonces la palabra, y comenzó a refutar al famoso cirujano. Catalina no le dejó acabar: levantose bruscamente y con enérgica majestad, dijo:

-Tienes razón, Maese; y jamás consentiremos ni como madre ni como miembro del Consejo de Regencia, que agujereen la cabeza del rey de Francia como se agujerea una tabla.

-¡Pero, señora!, -gritó María Estuardo desolada-. ¡Si es el último recurso!... ¡Si no hay ya otro remedio!...

Catalina cerró los ojos horrorizada y sacudió con violencia la cabeza de uno a otro lado, como enérgica negativa. Lívido de rabia el duque de Guisa, llevola al hueco de una ventana, y hablola en voz baja violentamente. Mas Catalina, rechazándole con un verdadero gesto de reina, a las pocas palabras que se dignó escucharle, dirigiose a la puerta de la cámara y la abrió por sí misma de par en par.

-¡Señor canciller!, -gritó impetuosamente desde el mismo umbral de la antecámara.

Levantose en ésta un murmullo de sorpresa al ver aparecer a la reina madre, y el gran canciller acudió presuroso a su encuentro. Catalina, de pie en el umbral, y con la deliberada intención de que la oyesen todos los que en ambas piezas se hallaban, añadió con gran firmeza, mostrando a los hermanos Guisa, estupefactos en la cámara de semejante audacia:

-¡Señor canciller!... ¡Esos señores quieren autorizar una operación horrible en la persona del Rey; y como su madre que somos, y como parte del Consejo de Regencia, nos oponemos y protestamos contra ese verdadero crimen de lesa majestad!...

Levantose en la antecámara un segundo murmullo de verdadero espanto, y el cardenal de Lorena, vuelto en sí de su sorpresa, tiró de la reina madre hacia dentro de la cámara, dejó pasar también al gran canciller, y cerró la puerta.

Mas no era Catalina de Médicis mujer que se intimidaba; y sin que su arrebatada violencia le hiciera perder un punto de aquella grave majestad que la distinguió siempre, formuló de nuevo y con mayor energía su protesta. ¡Nunca, jamás consentiría, ni como madre del rey de Francia19 ni como miembro del Consejo de Regencia, en que semejante operación se hiciese!...

-¡Pues como lugarteniente del reino que soy, yo la autorizo y ordeno!, -gritó el duque de Guisa fuera ya de sí y aceptando la batalla frente a frente.

-Y yo no puedo impedirlo -dijo gravemente L'Hôpital-. Pero como gran canciller que soy, puedo y quiero hacer constar la solemne protesta de S. M. la reina madre.

Agarrole coléricamente el duque por el ropón al oírle, y dijo con irónica rabia:

-¿Y cree el Sr. L'Hôpital que pueda y quiera el lugarteniente del reino deponer al gran canciller de Francia?...

No pestañeó el viejo, ni intentó siquiera desasirse del orgulloso magnate. Irguió su elevada estatura, y contestó con entereza:

-No lo dudo, señor duque... Pero también tengo por cierto que sobran en esa antecámara nobles franceses, capaces de prender al traidor que se atreviera a usar de la violencia en la persona del Rey o del gran canciller de Francia.

Echó el duque mano a la espada, y hubiérase visto allí el espectáculo horrible y no extraño entonces de una cámara real manchada de sangre, si el cardenal de Lorena no le detuviera el brazo presuroso y angustiado.

-¡Tente, hermano!..., -exclamaba-. Donde hacen falta las obras, huelgan las razones... Deja que el señor canciller haga constar lo que quiera, y salvemos nosotros al Rey en tanto.

Y mientras así decía, arrastrábale hacia el otro extremo de la cámara, donde se hallaban María Estuardo acongojada y Ambrosio Paré desfallecido.

Porque el cirujano, tímido de suyo, de constitución débil, y aterrado además por lo que había visto y oído a la reina madre, tan temible en sus cóleras, había sufrido una ligera congoja. Hízole sentar María Estuardo, y presentole ella misma unas sales, ayudada por su camarera escocesa Dayelle, mientras altercaban los otros personajes.

El cardenal, que nada había notado y tenía tanto valor civil como valor guerrero su hermano, añadió lacónicamente, dispuesto a saltar por todo:

-Ambrosio Paré, vamos a la cámara del Rey.

-¡Imposible, señor cardenal, imposible!, -gimió el pobre cirujano-. Para hacer la operación se necesita antes que nada, calma, tranquilidad, pulso seguro y firme... Y ved, señor cardenal, ved cómo me encuentro...

Y levantaba el infeliz sus dos manos temblorosas y convulsas como las de un azogado.

-Pues cálmate, Maese, -decía el cardenal animándole-. A fe que tienes tiempo por delante... ¿Cuántas horas necesitas para descansar... una... dos... tres... cuatro?...

-Con ésas y con que me dejen en libertad, me basta.

-Libertad tienes siempre a mi lado -dijo fieramente el duque de Guisa-. Reflexiona que estás bajo la protección del lugarteniente del reino y de la verdadera reina de Francia.

Y esto último lo dijo señalando a María Estuardo y recalcando mucho las palabras.

-¡Pues en la cámara del Rey, dentro de cuatro horas!, -añadió el cardenal, como si lanzase el guante a la reina madre-. Veremos si conviene hacer la operación esta misma noche, o puede aplazarse hasta mañana.

Al oír esto Catalina cruzó una rápida mirada con Juan Chapelain, e hizo seña al cirujano Paré de que se le acercase.

-Mira, Maese -le dijo tan serena y cariñosa como si nada hubiera pasado-. Nunca hemos puesto en duda tu lealtad, ni duda tampoco de tu ciencia. Ve a la cámara del Rey a la hora que te dicen, y reconócele de nuevo... Quizá varíes entonces de opinión, si tienes en cuenta, sobre todo, que te juegas la cabeza.




ArribaAbajo- IV -

No descuidaron un punto ni Catalina ni los Guisa sus precauciones en la breve tregua que siguió a la violenta escena de la cámara.

Nadie, sin embargo, ni aun las personas más allegadas a la reina madre, pudieron notar durante estos momentos en aquella mujer impenetrable, sombra de duda, ni asomo de temor, ni aun ligera señal de preocupación extraordinaria.

Visitó como todos los días a su hijo Carlos, muy débil de salud entonces, y encontró en su cámara al preceptor del Príncipe, Jacobo Amyot20, el gran traductor de Plutarco, y a Filiberto de Marcilly, señor de Cipierre21, que era su ayo. Era Cipierre muy buen caballero, y era también hechura completa de los Guisa, que le habían nombrado gobernador de Orleans durante la reunión allí de los Estados Generales.

Sobresaltose, pues, al ver entrar a la reina madre, temiéndose alguna escena, porque un cuarto de hora antes había recibido orden del duque de Guisa para ocupar militarmente la planta baja del Hotel Groslot, casa de la villa hoy, que era donde los Reyes se hospedaban; claro indicio éste para el gobernador de Orleans, de que los Guisa maquinaban en efecto, como ya se murmuraba, prender a la reina madre y encerrarla en Ambroise, hasta que restablecido el Rey se decidiera a mandarla a Florencia desterrada.

Su asombro fue, pues, grande, al ver que, tranquila y sosegada la Reina, se entretuvo con su hijo como todos los días, y tan sólo se le ocurrió decirle a él que le parecía conveniente aliviar ya al Príncipe el luto que por la muerte de su padre todavía llevaba.

Quiso escoger ella misma el traje que habían de ponerle, y escogió, en efecto, entre las varias ropas que le trajeron, unas calzas de seda negra con gregüescos acuchillados de blanco, justillo de paño de oro con flores de terciopelo negro en realce, y una capita bordada que ella misma probó al niño, haciéndole mil caricias y halagos, y llamándole mignon, cherubino, gentillisimo, como pudiera hacer la más tranquila y cariñosa de las madres.

Mandó luego le trajesen allí al duque de Anjou22, que fue después Enrique III, y tenía entonces ocho años, y a la princesa Margot23, que contaba siete, y había de ser más tarde reina de Navarra y mujer de Enrique IV.

Para todos tuvo besos, cariños y melosidades italianas, y el bueno de Cipierre, más guerrero que diplomático, quedó plenamente convencido de que la Reina ignoraba el riesgo que corría, o de que alguna crisis favorable en la enfermedad del Rey había hecho cesar ya todo peligro.

Entretúvose todavía la reina madre un buen cuarto de hora, en su propia cámara, con el gran canciller L'Hôpital, e igual tiempo habló muy en secreto con la condesa de Fiesque, su camarera mayor y confidente íntima. Después de esto, instalose con estos dos personajes en la cámara real, a los pies del lecho de su hijo, como la hemos descrito ya al comenzar estos apuntes históricos.

A la crisis sufrida antes por el Rey, había sucedido un pesado letargo, que la inexperiencia de la reina María tomaba por benéfico sueño. Inquieto sin embargo el cardenal, prestaba oído atento a los rumores de la antecámara, y Juan Chapelain, también intranquilo, había dispuesto sobre una mesa varias jeringuillas y redomas, por si era necesario apelar a las inyecciones que él había recetado.

Sólo Catalina y L'Hôpital aparecían serenos e impasibles. Apoyado éste de espaldas contra una chimenea y con los brazos cruzados sobre el pecho, parecía sumido en meditación profunda; y la reina madre, hundida en su sitial, pasaba lentamente las gruesas cuentas de un rosario que llevaba a la cintura, como era entonces moda y devoción de las grandes señoras, pues siempre arraigó mucho entre ellas lo que llamamos hoy piedad mundana.

En la antecámara reinaba grande y contenida efervescencia, y al atravesarla de parte a parte Catalina para entrar en la alcoba de su hijo, pudo notar muy bien que no faltaba allí uno sólo de los partidarios de los Guisa, y que traían muchos de ellos armas más fuertes y templadas de lo que sufre el ligero traje de corte.

De repente crecieron los murmullos de la antecámara, hasta oírse distintamente voces contenidas y ruido de pasos. Las puertas de la cámara se abrieron de par en par, como se abrían tan sólo para los reyes, y aparecieron entonces el duque de Guisa y Ambrosio Paré, seguidos de gran golpe de gente.

Venían pajes con nuevas luces, ayudantes del cirujano, oficiales de la Guardia escocesa, y detrás de todos, el gobernador de Orleans y el mariscal de Saint-André, que se quedaron junto a la puerta, como si pretendiesen guardarla.

Salioles al encuentro el cardenal, y María Estuardo, llena de esperanza, hizo seña al cirujano de que se acercase. Adelantose también el gran canciller, hasta ponerse frente a frente del lecho, y al lado de la reina madre. Ésta no hizo el mayor movimiento, y ni aun volvió tan siquiera el rostro.

Acercaron luces al lecho del Rey, que no había vuelto de su letargo, y Ambrosio Paré comenzó a examinarle. L'Hôpital, clavados los ojos en el rostro cadavérico de Francisco II, tiró disimuladamente a Catalina de una de sus anchas mangas. La Reina, sin volver la cara, hizo una señal imperceptible a la condesa de Fiesque, y ésta se apresuró a salir de la cámara por una puertecilla de escape que daba a las escaleras de servicio.

De repente incorporose bruscamente Ambrosio Paré, llevándose ambas manos a la cabeza, y paseó por todos lados una mirada desencajada. La sorpresa y el terror se apoderaron de todos.

-¡Pero si ya es tarde!, -gritó con desesperación verdadera-. ¡El derrame empezó ya y avanza sin remedio!... ¿Por qué no me avisaron antes?...

Y dando la mayor prueba de humildad que puede dar un sabio, que es seguir la opinión de otro, cogió las jeringuillas de Chapelain, y puso él mismo una inyección al enfermo, por la oreja izquierda.

Mas no bien penetró el líquido interiormente, retorciose el cuerpo del Rey bajo las ropas con crispación horrible, sus rodillas se elevaron, hundiósele el pecho, y Ambrosio Paré tiró las jeringuillas gritando desencajado:

-¡Se acabó todo!... ¡Se muere!

El cardenal, sacerdote antes que nada, extendió ambas manos sobre el Rey, y le absolvió por última vez y en su postrer momento. Abrazose María Estuardo al cuerpo dando alaridos, y la reina Catalina cruzó ambas manos ante su rostro exangüe, más pálido todavía, y se puso de rodillas. Todos la imitaron, y hubo entonces un cuarto de hora de espantable silencio, interrumpido tan sólo por los gemidos de María y el estertor del moribundo.

Ambrosio Paré y Chapelain, uno a cada lado del lecho, observaban los pulsos del Rey. Cesó al cabo el estertor, y los dos médicos se miraron, haciéndose una señal afirmativa.

Acercose entonces el duque de Guisa para examinar de cerca el rostro del Rey, y poniéndole una mano sobre la frente, dijo cumpliendo los deberes de su cargo:

-¡El Rey ha muerto!...

Hubo entonces un momento de confusión en la cámara, y las puertas se abrieron, como por sí solas, de par en par.

Lanzose a ellas el duque de Guisa, para dar órdenes a Cipierre, gobernador de Orleans... Mas Catalina le detuvo por un brazo, mostrándole con un ademán lo que detrás de él había.

Por la puertecilla de servicio entraban dos reyes de armas, de gran gala. Seguíales el duque de Orleans, desde aquel momento Carlos IX, con el rico traje que le escogió su madre aquella misma mañana... Asustado el pobre niño, agarrábase a las faldas de la condesa de Fiesque y a la sotana de Jacobo Amyot, que le acompañaban.

Saliole al encuentro la reina madre, y le hizo arrodillar junto al lecho del Rey, para que besase la mano del cadáver. Angustiado más y más el Reyecito, volvía a todos lados la espantada carita, buscando con los ojos a Jacobo Amyot, a quien profesó siempre entrañable cariño.

Los reyes de armas gritaban mientras tanto por tres veces, en el umbral de la antecámara:

-¡El Rey ha muerto!...

Luego, después de lúgubre pausa, volvieron a gritar:

-¡Viva el Rey!...

Apareció entonces Catalina de Médicis, ya regente del reino, llevando de la mano al rey niño Carlos IX24, y atravesó la antecámara sin arrogancia ni miedo, como pasea un prudente vencedor las filas de los vencidos.

Siguiéronla todos en masa, amigos y contrarios, y quedaron solos en la cámara vacía, el cadáver de Francisco II tendido en el lecho, y arrodillada a sus pies María Estuardo sollozando.




ArribaAbajo- V -

Así quedó terminado aquel drama, tan controvertido después por los historiadores. Pues mientras sostienen unos que Catalina obró de buena fe al oponerse a los proyectos del cirujano hugonote, porque creyó ver en la barrena del trépano un puñal disimulado que amenazaba la vida de su hijo, acúsanla otros, por el contrario, de que dejó morir deliberadamente al rey Francisco, a trueque de apoderarse ella de la regencia del niño Carlos IX, que contaba a la sazón nueve años.

La recíproca de cada una de estas opiniones absuelve o condena a los Guisa; porque o apoyaban ellos al cirujano hugonote para salvar franca y lealmente la vida del Rey, lo cual parece lógico, puesto que con su muerte se les escapaban poder y privanza, o intentaban valerse de Ambrosio Paré como del más disimulado de los asesinos, para quitar de enmedio al primero de los tres Valois, que separaban al duque Balafré del trono.

Puntos son éstos, por desgracia, que jamás podrán fallarse sin riesgo grave de engaño; porque los únicos hechos que se alegan y constan, se acomodan bien con todas las intenciones, y en éstas, por más que agucen los hombres la vista, sólo la mirada de Dios penetra.

Permítasenos, sin embargo, una observación pasajera contra ese prurito de cargar sobre la pobre humanidad crímenes falsos o dudosos, cuando tantos ciertos y positivos pesan ya sobre su espalda...

Cuando las cosas tienen un sentido obvio, es empeño pueril o mal intencionado aguzar el ingenio para buscarles interpretaciones, y eso sucede en este caso. Por ventura, ¿no pudo suceder, y no es también lo más verosímil, que todos aquellos personajes fuesen igualmente inocentes de intención alguna culpable?...

Los mutuos y fundados recelos que a todos ellos separaban; la novedad de la terrible operación del trépano; las ambiciones no disimuladas de los Guisa y de la misma reina madre, y hasta el hecho de ser Ambrosio Paré hereje hugonote, pudieron, a nuestro juicio, ser grande parte, para que, cegados unos y otros por la desconfianza, creyesen todos de buena fe defender la vida del Rey, oponiéndose a los intentos de la otra parte.

De todos modos, es lo cierto que el partido vencedor fue el de Catalina de Médicis, y que ésta empuñó desde luego las riendas del gobierno, y comenzó a caminar por los tortuosos senderos de su política, apoyada en sus dos muletas (ses deux bequilles), como llamaba ella misma al cardenal de Tournon y al gran canciller L'Hôpital, que la sostenían y aconsejaban.

Fue su primer cuidado disponer grandes fiestas para la solemne consagración del rey niño Carlos IX, con el fin de distraer al pueblo, y ocupose después en convocar las famosas Conferencias de Poissy25, con el doble objeto de atraerse a los hugonotes y sembrar, al mismo tiempo, la cizaña entre ellos y los luteranos.

Los Guisa, vencidos, pero no desanimados, habíanse retirado a Nancy, y allí constituyeron el famoso triunvirato católico, compuesto por el duque Francisco, el mariscal de Saint-André y el condestable Ana de Montmorency26.

La reina viuda María Estuardo retirose, por su parte, a Reims, al lado de su tía Renata de Lorena, que era allí abadesa en el famoso convento de San Pedro (Saint-Pierre-les-Dames), cuyas magníficas ruinas se admiran todavía.

En aquel santo retiro pudo la infeliz reina medir toda la extensión de su infortunio y apreciar a sangre fría la triste alternativa en que sus desgracias la colocaban. Horrorizábala de tal manera la idea de volver a Escocia, que prefería mejor permanecer en Francia en la posición subalterna de reina viuda, expuesta a los celos y suspicacias de su suegra Catalina de Médicis.

«Muchas veces la vi -dice Brantôme- temer como a la muerte este viaje (el de Escocia), y desear cien veces mejor quedarse en Francia como simple reina viuda, que ir a reinar allá en su país salvaje»27.

En estos momentos de indecisiones y angustias, deparole la Providencia en aquel retiro de Reims un prudente consejero que supo enjugar sus lágrimas, confortar su corazón y sembrar en él la semilla de aquel su resignado sufrir y aquella su fe inquebrantable, que hasta sus más encarnizados enemigos habían de admirar y ensalzar más tarde.

Fue éste el P. Edmundo Auger28, de la Compañía de Jesús, cuya correspondencia secreta con María demuestra a través de los siglos la sólida piedad de la desdichada reina y la perfidia cruel de sus verdugos.

Pasó María Estuardo el invierno en el convento de San Pedro, y a fines de febrero abandonó su retiro para dirigirse a Lorena y visitar en Nancy a sus tíos y aconsejarse con ellos. Murmurose entonces, que, decidida la reina viuda a permanecer en Francia, marchaba a Nancy para fortalecer con su presencia el partido de los Guisa, eterna pesadilla de Catalina de Médicis.

Hallábase ésta en Blois, y trajo estas murmuraciones a su despacho el cardenal de Tournon, planteándole por primera vez el problema de lo que había de hacerse con la infortunada reina de Escocia.

Quiso Catalina evadir la pregunta con su habilidad acostumbrada, y sin responder palabra abrió por medio de un resorte uno de los innumerables cajoncillos secretos de aquel su maravilloso oratorio de Blois, donde esto sucedía, y puso ante los ojos del cardenal un gran pliego lleno de tachaduras. Era la minuta de una ordenanza redactada en nombre del rey niño Carlos IX, señalando a María Estuardo, como reina viuda de Francia, una renta anual de 60.000 libras, sobre el ducado de Touraine, el condado de Poiton y demás tierras y señoríos dependientes: «Avons, suyvant les conventions matrimoniales d'icella nostre-dicte soeur, résolu luy assigner son dict douaire, montant â la dicte somme de soixante mil livres tornois de revenu pour chacun an, sur le dict duché de Touraine, conté de Poictou, terres et seigneuries en dèpendans»29.

Aprobó el cardenal el proyecto, que no era otra cosa sino el cumplimiento del contrato matrimonial de María con Francisco II, y tornó a concretar su pregunta, sobre si la reina viuda había de permanecer o no en Francia.

Catalina, con la mayor tranquilidad, y sin dar, al parecer, importancia ni a lo que escuchaba ni a lo que decía, respondió:

-La pobre niña no nos ha manifestado aún cuáles sean sus deseos... Pero nuestra decidida voluntad es embarcarla para Escocia en cuanto se presente ocasión oportuna.

Aquella decidida voluntad de Catalina orientó algún tanto al cardenal; mas como era católico sincero, aunque enemigo de los Guisa, y estimaba a María y sabía muy bien la perturbación horrenda en que los manejos de la reina Isabel de Inglaterra habían sumido al reino de Escocia, pareciole deber suyo manifestar a Catalina los peligros a que quedaba expuesta una reina de diecinueve años, si se la abandonaba de repente, sola y sin apoyo, en aquel hervidero de rebeldes y de herejes.

Catalina aparentó no comprender las razones del cardenal, y tomándolas por lo que a su interés propio de ella podían referirse, replicó muy seguramente:

-No temáis, señor cardenal... Nuestra buena hermana Isabel se encargará de guardar a María.

Y como el cardenal la mirase con extrañeza, no comprendiendo en realidad a dónde apuntaba la Reina, añadió ella comenzando a levantarse el tupido velo de sus intenciones:

-La razón es muy sencilla... María es la reina legítima de Inglaterra, e Isabel es una usurpadora...30 María representa el Papismo, e Isabel personifica la Reforma... Y además, y sobre todo -añadió con una media sonrisa de mujer experimentada-, María es joven y muy hermosa, e Isabel es fea y va para vieja...

Comprendió al fin el cardenal hasta dónde se aunaban en Catalina la política de la reina y la perfidia de la mujer, y abrió la boca para contestar en son de protesta. Mas atajole la palabra Catalina, con aquella suave energía con que sellaba todos los labios y ponía punto a todas las cuestiones cuando no la convenían: maravillosa particularidad suya, que le valió el ser comparada a una barra de hierro forrada de terciopelo.

-Conque ya veis, señor cardenal -dijo levantándose- que nuestra buena hermana Isabel se encargará de guardar a María con dos llaves y un cerrojo...

Y así quedó decretada por su suegra la suerte de aquella infortunada reina de Escocia, que con tanta razón puede llamarse la Reina de los tristes destinos.

FIN DE LA INTRODUCCIÓN








ArribaAbajoLibro primero

Los dos hermanos



ArribaAbajo- I -


Plus ne portez, o ennemis, d'envie
a qui na plus lesprit á la grandeur!
Ja consommé d'excessive doulleur,
votre ire en brief se voirra assouvie!


(MARÍA ESTUARDO)                


El 12 de agosto de 1561 llegó María Estuardo a Calais con ánimo de embarcarse para Escocia. Acompañábanla sus seis tíos Guisa31 y más de cien caballeros de la corte, entre los cuales iban el famoso Damville32, hijo del condestable de Montmorency, y el señor de Brantôme33, que ha dejado escritos todos los pormenores de aquella despedida y de aquel viaje.

Componíase la flota que había de conducir a la Reina, de dos galeras de guerra y dos grandes barcos de transporte. La víspera del embarque el dolor ahuyentó el sueño de los párpados de María, y es fama que durante esta triste noche de insomnio compuso aquellos famosos versos que tan tiernamente expresan su amor a Francia y su pesar al dejarla:


¡Adieu plaisant pays de France!
O ma patrie
la plus chérie,
qu'as nourrí ma jeunne enfance;
¡adieu France! ¡Adieu nos beaux jours!
La nef qui dejoint nos amours
n'a eu de moi que la moitié;
une part te reste, elle est tienne:
je la fie á ton amitié,
pour que de l'autre il te souvienne, &.


El día 14, que era viernes, llegó la Reina al embarcadero a las doce del día, rodeada de sus tíos y seguida de su brillante comitiva. Los buenos ciudadanos de Calais poblaban todos los contornos, y hasta en los mástiles de los barcos anclados en el puerto veíanse racimos de gente.

Vestía la Reina el riguroso luto de corte de las reinas de Francia, que era entonces de terciopelo blanco, con larga cola, y un gran velo blanco sujeto en los hombros que la envolvía de pies a cabeza. Traía también a la cintura una escarcela de terciopelo blanco y un silbato de oro, y largas sartas de perlas al cuello y en la cabeza.

Embarcáronse primero las damas de la Reina y los cien caballeros de su comitiva y sus tres tíos, el duque d'Aumale, el duque d'Elbeuf y el gran prior, que debían acompañarla a Escocia. Al pie mismo de la escala abrazó María por última vez a sus otros tíos que allí se quedaban, los cardenales de Lorena y de Guisa y el duque Francisco, y sin fuerzas para saludar a la comitiva de éstos, púsose una mano sobre el corazón como si se ahogara, hizo un profundo saludo, y subió la escala de la galera capitana, que mandaba Mauvillon, sostenida por lady Fleming, una de las cuatro Marías que la habían acompañado de Escocia.

Saludáronla a bordo las entusiastas aclamaciones de los caballeros franceses que habían de acompañarla, y resonaron también en la playa los gritos de despedida de los que allí se quedaban; que, como dice un contemporáneo, la fatal hermosura de María habíale hecho en Francia un enamorado de cada uno de sus súbditos.

La Reina, sin embargo, sin darse cuenta, al parecer, de lo que en torno de ella pasaba, llegose a la popa de la galera, y en ella se echó de bruces y comenzó a llorar, mirando hacia el puerto, que poco a poco se alejaba. De cuando en cuando decía:

-¡Adiós, Francia!... ¡Adiós, Francia!...

Así permaneció cinco horas seguidas, sin moverse ni rebullir, llorando siempre, mirando la costa de su perdido reino, y repitiendo sin cesar:

-¡Adiós, Francia!... ¡Adiós, Francia!...

Al anochecer llegose a ella su tío el gran prior, e instola para que tomase algún alimento y se retirase a descansar en la cámara de popa.

Tomó la Reina por toda cena una ligera ensalada, y mandó la dispusieran la cama allí mismo sobre cubierta.

Rizaron entonces sobre la popa la vela traviesa de la galera, a modo de dosel, y debajo colocaron el lecho de la Reina. Echose ésta sin desnudarse, y encargó mucho a Mauvillon que la avisara al amanecer si se divisaba aún tierra de Francia.

Y sucedió, en efecto, que, como amainase el viento a la media noche, y fuese necesario navegar sólo a fuerza de remos, todavía pudo la Reina, al despuntarse la aurora, ver la costa de Francia como una cinta oscura que cerraba el horizonte.

Entonces ocultó el rostro entre las manos, sollozando y repitiendo:

-¡Adiós, Francia!... ¡Nunca te volveré a ver!...




ArribaAbajo - II -

Navegaba la flotilla de María con grandes precauciones, pues sabíase de cierto que la reina de Inglaterra había enviado a su encuentro varios cruceros, con miras muy sospechosas.

Habíase negado primeramente la envidiosa Isabel a dar el salvoconducto que pidió María para atravesar el reino de Inglaterra, y no contenta con este primer acto de hostilidad, temíase con fundamento que sus barcos intentasen dar caza a la flota para apoderarse de la persona de la Reina.

Descubrieron, en efecto, en el golfo de Forth varios barcos ingleses, que rondaban entre Berwik y Dunbar, y ya no le quedó duda a María de las pérfidas intenciones que abrigaba contra ella su tía Isabel de Inglaterra.

Salvoles, sin embargo, una espesa niebla muy propia de aquellos mares, que se levantó de repente y con tal cerrazón, que envolvió por completo la flota de la Reina, y la permitió arribar, sin ser vista, al puerto de Leith, a los cinco días de su salida de Francia.

Nadie esperaba la flota en Leith, y la desventurada reina pudo decir, con razón, que ponía el pie en su patria y en su reino como una extranjera arrojada en aquellas playas por un naufragio.

La noticia de su llegada causó por todas partes sorpresa y recelo, y llegó bien pronto a Edimburgo, que sólo dista de Leith tres millas escasas. Acudió al punto al encuentro de la Reina la nobleza toda de la capital, llena también de curiosidad y desconfianza, y a las tres horas de su desembarco, viose ya María rodeada de aquellos feroces lores escoceses, herejes en su mayor parte, que más parecían entonces gavilla de salteadores prestos a saquear, que tropa de cortesanos dispuestos a rendir homenaje a su reina.

Traían la mayor parte coletos de búfalo guarnecidos de hierro, corazas o cotas más fuertes que relucientes, y yelmos sin celada, cuyas baberas cubrían las barbas puntiagudas de bigotes retorcidos hacia arriba en agudas puntas. Algunos, menos fieros o más presumidos, traían tocas de terciopelo negro con sartas de perlas; y los elegantes, los raffinès, que hubieran dicho los pisaverdes franceses que acompañaban a María, sombreros de ala recogida y copa alta y puntiaguda, rodeada de aquellas cadenas de oro que por aquel tiempo se llamaban en España fanfarronas. Mas ni aun estos mismos ejemplares escasos de la elegancia escocesa dejaban de llevar enorme espadón de Toledo a la izquierda, puñal bien templado a la derecha, y rodela colgada al arzón con punto de acero en el centro.

Sobresaltó a María el fiero aspecto de sus futuros cortesanos, mas salioles al encuentro hasta el puente de la torre en que descansaba. Saludáronla todos con grades aclamaciones, a la manera de una bandada de milanos que proclamasen reina a una paloma; que no otra cosa parecía entre ellos aquella hermosa soberana de diecinueve años.

La hermosura y buena gracia de María captáronse al punto las simpatías y aun el entusiasmo de los lores jóvenes y de los católicos, que ponían en ella sus esperanzas. Mas los herejes, seides de Knox34, enriquecidos ya con los despojos de la Iglesia católica, recobraron al punto la ruda gravedad y los rostros impasibles con que disimulaban sus temores y desconfianzas.

¿Intentaría la nueva reina, discípula ferviente de los intransigentes Guisa, restablecer el culto católico y volver las cosas y las personas al estado en que se encontraban antes de la Reforma, como en tiempos no lejanos hizo María Tudor en Inglaterra?...

Este pensamiento atizado por Knox y los secuaces de la reina de Inglaterra, fermentaba en toda la Escocia, y bien, pudo adivinarlo María en la fría actitud de la muchedumbre que se agolpó a su paso desde Leith hasta Edimburgo. Los tres tíos de la Reina estaban indignados, los caballeros franceses, sorprendidos, y la misma María, inquieta y pensativa, paseaba su límpida mirada por la muchedumbre, buscando en vano las muestras de simpatía que la saludaban siempre a su paso en sus excursiones por Francia y por Lorena.

Llena de tristes pensamientos franqueó la Reina al anochecer de aquel día el gótico portalón del Palacio de Holyrood, cuna de sus mayores, de donde había salido ella misma trece años antes. Pasado el oscuro y sombrío pórtico, encuéntrase un inmenso patio cuadrangular, formado entonces por las Abadías, y en la planta baja de una de ellas, la de Islebourg, fue donde se hospedó la Reina mientras no hacía su entrada solemne en Edimburgo.

Retirose María a sus habitaciones con miss Seaton, la más joven y más querida de sus Marías; y ya muy entrada la noche, cuando la Reina se disponía a acostarse, sorprendiolas a deshora una extraña música que al pie de las ventanas sonaba.

Sobresaltada la Reina, cogió la mano de miss Seaton con involuntario movimiento de susto, y quedaron ambas mirándose azoradas, con el cuello tendido y el oído atento.

Era aquello una música discordante de gaitas y toscos violines de tres cuerdas, que llamaban entonces rebecz. El silencio de la noche hacía resaltar aún más lo desafinado de la música y lo sombrío y temeroso del aire que ejecutaban.

De repente un coro de voces ásperas y desafinadas entonó el salmo 51 de Psalterio: Quid gloriaris in malitia, qui potens est in iniquitate? Y otro no menos desentonado contestó: Tota die iniustitiam cogitavit lingua tua; sicut novacula acuta fecisti dolum.

La Reina, con los labios blancos, pegose a miss Seaton, murmurando a su oído con la opaca voz del miedo:

-¡Son ellos, Seaton..., son ellos!...

-¿Quién?, -replicó la Seaton, tan asustada como la Reina misma.

-¡Los herejes!... ¿No los oyes?... Ése es el primer bramido de la fiera.

Y no se engañaba la Reina. Los ministros protestantes, con el terrible Knox a la cabeza, habían reclutado quinientos o seiscientos fanáticos de la ciudad para que fuesen a dar la alborada a María al pie de sus ventanas, cantando los salmos de su herético culto como una provocación y una amenaza a la católica reina.




ArribaAbajo- III -

Hasta el amanecer duró aquella terrible serenata, durante la cual pudo el buen talento de María prevenir los dos extremos a que el protestantismo político y el protestantismo religioso de los rebeldes escoceses querían llevarla.

La abdicación o la apostasía.

Su religiosidad y su orgullo se rebelaron al mismo tiempo contra tan vergonzoso dilema, y con toda la energía de su fe y toda la dignidad de su corona, se prometió a sí misma en aquella su primera y triste noche de Holyrood, no ceder un ápice ni como católica ni como reina, y entrar decididamente por el camino de la lucha, aunque hubiese de llevarla ésta a la muerte y al martirio

Era al otro día sábado, y no bien se levantó la Reina, dio orden de preparar todo lo necesario para decir misa el domingo siguiente en la capilla de Holyrood, a fin de que pudieran ella y toda su servidumbre católica cumplir con el precepto de la Iglesia.

Mas para comprender bien toda la gravedad de esta orden, y todo el valor de la Reina al darla, es necesario recordar que durante la ausencia de María había decretado el Parlamento, por influencia de Knox, la supresión del clero y del culto católico, y establecido para todos los que celebrasen u oyesen la santa misa, pena de confiscación de bienes por la primera vez, de destierro por la segunda y de muerte por la tercera.

La orden de la Reina produjo, pues, en Edimburgo una verdadera sublevación entre los herejes.

Los ministros amenazaron desde el púlpito; Knox declaró públicamente que prefería ver desembarcar diez mil enemigos en Escocia, a que se celebrase en ella una sola misa; y el pueblo hereje, irritado y amenazador, se esparció por todas partes gritando:

-¡No permitamos que se levante otra vez el Ídolo en el reino!

A las ocho de la mañana, una hora antes de la misa, un gran tropel de los fanáticos arrolló a los centinelas de Holyrood y penetró en el gran patio cuadrado vociferando.

Iban a su cabeza el brutal lord Lindsay, armado de coraza, Fyiff y otros nobles de menor cuenta, y todos ellos proferían amenazas de muerte contra los sacerdotes católicos, idólatras, como ellos les llamaban, amenazando despedazarlos.

Entonces se reveló por primera vez en María la serenidad y el noble valor que habían de asistirla siempre en los muchos trances apurados de su vida.

Sin demostrar el más ligero asomo de temor ni de zozobra, salió de sus habitaciones a la hora de la misa, sin adelantarla ni atrasarla, y entró en la capilla por la puerta principal de ésta, que daba al gran patio.

Detrás de ella iban sus dos capellanes, no tan serenos como la misma Reina, y seguían las damas de servicio, sin más escolta de guardias, pajes ni gentiles-hombres.

El pasmo de las turbas sosegó por un momento su furor, y el cortejo de la Reina entró en la capilla en medio del mayor silencio.

Mas no bien desapareció éste y se cerraron de nuevo las anchas puertas, el furor de la muchedumbre despertó otra vez y estalló con mayor violencia, como sucede en el mar cuando cesa el momento de calma que amansó los vientos.

Resonaron los gritos con mayor rabia, crecieron las amenazas en odio y en violencia, y los más atrevidos llegaron a golpear y sacudir las puertas, con ánimo de arrancarlas.

Apareció entonces, como llovido del cielo o vomitado del infierno, un hombre solo, que vino a interponerse, espada en mano, entre las puertas de la capilla y la muchedumbre.

Podría tener treinta años, y retrataba su fisonomía en rasgos enérgicos y varoniles, la misma extraordinaria hermosura de María Estuardo. Vestía jubón y gregüescos a la flamenca, de terciopelo negro, sin adorno alguno, y sombrero alto de copa, con un ala levantada y sujeta por rico broche, única joya que brillaba en su persona.

Llevaba por todas armas un largo puñal a la cintura, y el legítimo espadón de Antonio Ferrara, con que parecía abrigar el temerario intento de cerrar el paso a la muchedumbre.

Temerario era el propósito; pero la fuerza de aquel hombre era, sin duda, maravillosa, y supo lograrlo. Detuviéronse los revoltosos a su vista y comenzaron a retroceder, como poseídos de respeto.

-¡Lord James!... ¡Lord James!, -murmuraron por todas partes.

Y a los gritos de furor, sucedió de repente en todo el patio un silencio de expectación y simpatía.

Aquel hombre era, en efecto, el ídolo del pueblo, lord Jacobo Estuardo, hermano bastardo de la Reina, como hijo de Jacobo V y Margarita Erskine.

No era, sin embargo, lord James ningún campeón de la fe católica, ni siquiera un adalid de los sagrados derechos de su hermana. Era, por el contrario, el más poderoso y exaltado de los discípulos de Knox, y el más pérfido de los traidores que habían de perder a la desgraciada reina.

Mas convenía entonces a los tortuosos cálculos de su política conquistarse la confianza de su hermana, y no vaciló un momento en desafiar las iras de Knox para garantir a la Reina la práctica de aquella religión que él aborrecía y de que había apostatado.

Su presencia bastó, en efecto, para calmar a los sediciosos, y su autoridad y su energía bastaron también para convencer a los herejes menos fanáticos de que no era prudente por el pronto impedir las prácticas religiosas de la Reina.

Era lord James más político que fanático; pero Knox, fanático antes que nada, no se rindió a sus razones, y apeló a Calvino en la siguiente carta, que traducimos del original latino:

«La llegada de la Reina ha turbado la tranquilidad de nuestros asuntos. A los tres días de su vuelta, ya estaba restablecido de nuevo el ídolo de la misa.

»Algunos hombres graves y de mucha autoridad han querido oponerse, alegando que sus conciencias purificadas no les permitían sufrir que se profanase de nuevo esta tierra, que el Señor había purgado de la idolatría extranjera con la eficacia de su palabra.

»Pero como la mayor parte de los que profesan nuestra fe han pensado de otra manera, la impiedad ha quedado triunfante y adquiere cada día nuevas fuerzas. Los que así han obrado, dan por razón de su indulgencia que todos los ministros de la palabra divina opinan que no es lícito impedir a la Reina la práctica de su religión, y que tú mismo has opinado también como ellos.

»Ya combato este rumor porque lo tengo por falsísimo; pero de tal manera ha penetrado en los corazones, que no me será posible desarraigarlo si tú no me aseguras por ti mismo que la cuestión ha sido sometida, en efecto, a nuestra Iglesia, y qué es lo que han respondido los hermanos.

»Perdona que siempre te importune; pero no tengo a nadie más que a ti en cuyo seno pueda depositar mis pesares. Te confieso ingenuamente, padre mío, que nunca había comprendido hasta ahora lo difícil y penoso que es combatir la hipocresía bajo la máscara de la piedad. Nunca he tenido enemigos descubiertos cuando esperaba la victoria en medio de las tribulaciones.

»Te saluda el hermano de la Reina, Jacobo (lord James), que es el único que se opone a la impiedad entre los que frecuenta la corte; mas a pesar de todo, también éste se ha dejado fascinar por los que temen derribar el ídolo violentamente.

»Te saluda toda la Iglesia, y te pide el auxilio de tus oraciones. Nuestro Señor Jesús te conserve largo tiempo para su Iglesia. Amén».

No esperó Knox la respuesta de Calvino para ensayar nuevos modos de amenazas que intimidasen el ánimo de la Reina y la obligasen a dejar traslucir sus intenciones con respecto a la nueva Iglesia.

Habíase señalado el 2 de septiembre para la entrada oficial de la Reina en Edimburgo, y Knox, de acuerdo con los magistrados de la ciudad, todos herejes, juzgó la ocasión oportuna.

Hiciéronse grandes preparativos para el solemne acto, en los cuales gastó la ciudad más de 4.000 marcos de plata. A lo largo de la calle Mayor (Canon-gate), que era entonces, como lo es hoy, una de las más anchas y largas de Europa, pusiéronse mil adornos y primores, y ordenáronse curiosas invenciones y mojigangas, que se representaban sobre tabladillos y estrados levantados al efecto.

Mas todas ellas encerraban alguna cruel amenaza dirigida a la Reina, pues representaban los más terribles castigos que, según las Sagradas Escrituras, ha enviado Dios a los idólatras; tales como el pasaje de Coré, Datán y Abirón, tragados por la tierra en el momento de ofrecer su sacrílego sacrificio, y otros semejantes.

Al extremo de la calle, y a la vista ya del palacio de Holyrood, que ocupa este frente, habían colocado la representación más horrible y ultrajante: era la de un sacerdote católico diciendo misa, y devorado por las llamas del infierno en el momento de alzar la sagrada hostia.

La Reina durmió aquella noche en el castillo, y después de la comida se dirigió a la ciudad con grande pompa y magnificencia. Iba bajo un palio de terciopelo violeta, y rodeada de lo más florido de la nobleza del reino, y de los ciudadanos más ricos y principales de Edimburgo.

En la puerta que daba entonces entrada a la Canon-gate, esperaban a la Reina los magistrados de la ciudad y el fanático Knox, con sus ministros presbiterianos.

Habían levantado allí un majestuoso arco de triunfo, con variados adornos de flores, hojarascas y banderolas, todo muy bien combinado. Al llegar la Reina frente del arco, desprendiose suavemente del centro de éste una nube plateada, hecha con grande artificio, y salió de ella un niño de seis años, que figuraba y parecía, en efecto, un ángel bajado del cielo.

Traía en las manos una larga bandeja de plata, y en ella presentó a la Reina las llaves de Edimburgo, entre una Biblia y un libro de salmos.

Comprendió al punto la Reina lo que aquellos símbolos del protestantismo significaban, y lo que exigían de ella los herejes al presentárselos en cambio de la Corona y la sumisión de Escocia.

Mas sin titubear un instante, ni perder un punto de su grave majestad, hizo la señal de la cruz sobre la frente del niño, como si fuese una bendición al mismo tiempo que una caricia, y tomó de la bandeja las llaves de la ciudad, dejando en ella la Biblia y el Psalterio.

Un silencio siniestro reinó entonces, y Knox y los suyos se retiraron, comprendiendo que la Reina recogía el guante que ellos le arrojaban.




ArribaAbajo- IV -

Y aquí empiezan esos cinco años del reinado de María, en que con cruel ensañamiento procuran sus enemigos amontonar cuantas calumnias inventaron la ambición y la herejía, para perder a la desgraciada reina. La calumnia fue siempre, en efecto, la encarnizada perseguidora de María Estuardo, y ella la acompañó desde la cuna hasta más allá de la tumba.

Niña era aún de siete meses, cuando los herejes ingleses propagaron por todas partes que era raquítica y mal conformada, para evitar el casamiento que proyectaba Enrique VIII entre ella y su hijo el príncipe de Gales. La reina viuda, María de Lorena, tuvo entonces, para deshacer la calumnia, que presentar a la tierna niña desnuda sobre tapiz, a los embajadores ingleses.

No se desbordó, sin embargo, la calumnia contra María en los cuatro primeros años de su vuelta a Escocia, y los historiadores todos, así católicos como protestantes, convienen en elogiar la prudencia y madurez de juicio, tan superiores a sus años, que desplegó María en el gobierno de su reino y en la guarda de su persona.

Tan sólo algunos historiadores herejes la tachan de lo que constituye justamente para nosotros el timbre más glorioso de su conducta y el elogio de su firmeza. «Jamás -dice Robertson- quiso oír a ninguno de los predicadores de la Reforma. Nunca perdió nada de su apego al catolicismo y a los intolerantes principios de éste, que las circunstancias hacían entonces aún más inflexibles.

»María había dado y reiterado a sus amigos del continente la seguridad de que haría cuantos esfuerzos le fueran posibles para restablecer la religión católica, y con arte especialísimo evitó siempre todas las ocasiones de ratificar los actos del Parlamento de 1560, en favor de la Reforma».

Mas llegó el momento en que fue necesario a la reina de Escocia elegir un esposo para asegurar la sucesión de la Corona, y este suceso puso en conmoción a todas las cortes de Europa y a todos los partidos del reino. Felipe II escribía en aquel tiempo al cardenal Pacheco, su embajador en Roma: «Entonces Su Santidad y yo veremos la forma en que debemos favorecer y ayudar la causa de Dios, que es la que sostiene la reina de Escocia, pues se entiende evidentemente ser aquélla la puerta por donde ha de entrar la religión en el reino de Inglaterra, viendo por el presente cerradas todas las otras».

Felipe II solicitó, pues, la mano de María para su hijo el príncipe D. Carlos; el emperador de Alemania, Fernando, la pidió para el archiduque Carlos; Catalina de Médicis, disimulando sus odios, la pidió para su hijo el duque de Anjou; y la pérfida Isabel, después de enredarlo todo y entretenerlo todo por espacio de dos años, tuvo la increíble avilantez de proponer a la reina de Escocia, para esposo suyo, para rey de sus súbditos, a su propio favorito Roberto Dudley, después conde de Leicester, cuyas vergonzosas relaciones con ella misma eran el escándalo de toda Europa.

Esta infame propuesta indignó de tal modo a la reina de Escocia, que determinó desde aquel momento escoger por sí misma y de acuerdo con sus súbditos, el esposo que más conviniera a los intereses de su reino y a los sentimientos de su corazón.

Y fue éste, en mal hora escogido, su primo el lord Darnley, Enrique Estuardo, hijo del conde de Lennox y de Margarita Douglas. Era esta Margarita Douglas, hija del segundo matrimonio de Margarita Tudor, abuela de María, con el conde de Angus; de donde resultaban los futuros esposos primos hermanos, y de donde resultaba también que, a falta de María, era Enrique, por derecho propio, heredero legítimo de las dos Coronas de Escocia e Inglaterra.

Alborotáronse con esta elección los herejes escoceses con lord James, ya conde de Murray, y Knox, a la cabeza; pues, siendo lord Darnley católico, como en efecto lo era, veían en este matrimonio un gran paso dado hacia la restauración del catolicismo en Escocia.

Nada igualó, sin embargo, a la rabia y al despecho de la reina Isabel, al tener noticia del proyectado matrimonio. Sus feroces instintos rompieron todo freno de prudencia, y mandó prender a la condesa de Lennox, madre de Darnley, que se hallaba en Inglaterra, y encerrarla en la torre de Londres, sin respeto a la calidad de tan ilustre señora, ni al estrecho parentesco que con ella tenía, pues era su prima hermana.

Despachó al mismo tiempo, con grande prisa y secreto, instrucciones reservadas para su ministro residente en Escocia, Tomás Randolph, espía suyo y agitador sempiterno, ordenándole promover disturbios entre los herejes, y ofrecerles su apoyo, poniéndose de acuerdo con sus dos jefes Murray y Knox para impedir el matrimonio de María.

Aceptaron éstos con entusiasmo el ofrecimiento de la Reina, y ordenaron su plan. Convocó Knox por su parte, en Edimburgo, la asamblea general de la nueva Iglesia de Escocia, y decidió en ella que se armasen todos los fieles de Edimburgo para presentar a la Reina una súplica reclamando la abolición de la misa, no solamente en todo el reino, sino en el mismo palacio de Holyrood. Habíase, además, de imponer a todos los súbditos escoceses la obligación de asistir a los oficios, instrucciones y ceremonias de la religión reformada.

Hallábase la Reina en Perth, y allí fue una comisión de la asamblea para presentarla esta extraña súplica, que dictaba el espíritu de rebelión, se apoyaba en las armas de los herejes de Edimburgo, y escondía la traición más negra y más horrenda.

Porque mientras Knox distraía la atención de la Reina con aquellas exigencias, Murray y los lores herejes urdían el proyecto de apostarse en los desfiladeros de Kinross para apoderarse de María y de Darnley, cuando pasasen de Perth al castillo de Callendar, donde había de trasladarse la corte. El plan de los conjurados era matar a Darnley o enviarle prisionero a Inglaterra, encerrar a María en Lochleven y poner a Murray al frente del gobierno.

Mas advertida la Reina a tiempo, entretuvo con buenas palabras a los comisionados de Knox, y salió muy en secreto, y antes de tiempo de Perth, con trescientos caballos de escolta. Pasó intrépidamente los desfiladeros de Kinross, dos horas antes de que llegasen los conjurados, y entró en el castillo de Callendar, que era de lord Livington.

Libre ya de este riesgo María, convocó en Edimburgo a todos los vasallos de la Corona en son de guerra, y trasladose ella misma a la capital, dispuesta a exterminar de una vez a los rebeldes, y a verificar su matrimonio en el más breve plazo posible.

El 22 de julio llegó de Roma el obispo de Dumblanc, que traía las dispensas necesarias del Papa por el próximo parentesco, y aquel mismo día fijó la Reina su casamiento para el domingo siguiente, que fue 29 de julio de 1565.

La víspera de este día confirió la Reina a Darnley por letras patentes el título de rey, y aquella misma tarde le proclamaron en la Cruz de Edimburgo, a son de trompeta, tres heraldos de la Corona.

No quiso la Reina que fuese motivo de fiestas lo que tantos disturbios costaba, y el matrimonio se celebró privadamente en la capilla de Holyrood, entre cinco y seis de la mañana.

Llegó la Reina a esta hora acompañada de los condes de Lennox y de Athol, y seguida de muchos nobles; traía un largo vestido de terciopelo negro, y un gran capirote de luto, igual al que llevó en los funerales de su primer marido Francisco II.

Dejáronla en el altar los condes de Lennox y de Athol, y fueron a buscar al nuevo rey para acompañarle del mismo modo. El sacerdote leyó entonces la tercera amonestación, y un notario tomó acta de que nadie había alegado impedimento contra el matrimonio.

Comenzó la ceremonia, y trocáronse los anillos: Darnley puso a la Reina tres, de los cuales tenía el de en medio un diamante de gran precio.

Acabada la ceremonia volvieron todos a la cámara de la Reina, y allí comenzaron a suplicarle que dejase aquellas enlutadas vestiduras y tomase otras que cuadraran mejor con la solemnidad que se celebraba. Hízose de rogar mucho la Reina, con muestras de dolor verdadero, y consintió al cabo, dando permiso a los que estaban cerca, para que le quitase cada uno y guardase un alfiler de los que llevaba.

Los Reyes comieron a la misma mesa, rodeados de muchos nobles. Servían a la Reina los condes de Athol, Sewer, Morton, Caver y Granfoord, y prestaban el mismo servicio al Rey, los de Eglington, Cassels y Glencairn. Sonaban mientras tanto las trompetas de los heraldos en las ventanas de Holyrood, y se arrojaban al pueblo monedas de oro y plata.

No olvidaba, sin embargo, la Reina, en medio de estas solemnidades, la traición de su hermano Murray y de los lores herejes, y tres días después de celebrado el matrimonio, citoles a comparecer en su presencia y dar cuenta de su conducta.

Habíanse retirado estos herejes, después de fracasada la intentona de Kinross, al condado de Argyll, y repuestos allí algún tanto con los socorros de dinero que la intrigante Isabel les enviaba, tomaron abiertamente las armas en vez de obedecer al mandato de su soberana.

Mas resuelta e intrépida María, hízoles juzgar y condenar en Edimburgo, por rebeldes y contumaces, exoneración, confiscación de bienes y destierro, y salió ella misma en su persecución al frente de los lores y vasallos leales que anteriormente había convocado. «Marchaba -dice Robertson- a la cabeza de las tropas, excitando su valor, siempre a caballo, con las pistolas cargadas en el arzón de la silla, soportando todas las fatigas de la guerra con fuerzas admirables, e inspirando a los soldados el espíritu de resolución que a ella misma la animaba».

Sus maniobras militares fueron combinadas con tan gran prudencia, y ejecutadas con tal acierto y valor, que rechazados los herejes de fortaleza en fortaleza, viéronse obligados a salvar la frontera de Inglaterra, asilo el más seguro en aquel tiempo para todo lo que fuese odio y traición a la religión católica y a la reina María que la representaba.




ArribaAbajo- V -

No correspondían las prendas morales de Darnley a sus cualidades exteriores, y brillaban más en él su hermosura y gallardía, que su ingenio y su prudencia. Por otra parte, los honores sin cuento que la Reina le había prodigado, con el fin de ensalzarle y elevarle al nivel del trono, habían hinchado su vanidad hasta el punto de creer merecerlo todo; y como no lo tenía, presto se apresuró a pedir lo que le faltaba.

A los tres meses de su casamiento pidió, en efecto, a la Reina, lo que entonces se llamaba la Corona matrimonial, es decir, la mitad del poder supremo, o sea el ejercicio efectivo de la soberanía35.

Negole María su demanda con muy buenas razones, temerosa de dejar tan gran poder en manos tan inhábiles, y el resentimiento de Darnley fue entonces tan grande casi como su sorpresa.

Impedíale su inmenso amor propio comprender las prudentes razones de la Reina, y el mucho amor que ésta le mostraba impedíale también creer que fuese su negativa espontánea.

Cavilando, pues, juntas, noche y día, su ambición desengañada y su vanidad herida, vinieron a dar en un engaño funestísimo, que trajo las más horribles consecuencias. Antojósele, con toda la terquedad de los entendimientos limitados y todo el rencor de los corazones mezquinos, que la negativa de la Reina era debida a la influencia y las intrigas del secretario David Riccio.

Y ésta fue la ocasión y éste el primer personaje con quien, no tanto en aquellos tiempos contemporáneos como en otros más posteriores, ha sido calumniada la reina de Escocia.

Los poetas, enamorados de las trágicas desventuras de María, han sido quizá los que más han contribuido a manchar su memoria con elucubraciones y ligerezas no siempre mal intencionadas. Ellos han hecho del italiano Riccio una figura romántica, un gallardo trovador y aventurero, que llega a la corte de Escocia con el laúd a la espalda y los bolsillos vacíos. La Reina le ve, le adora, y le hace al punto dueño de su corazón y árbitro de su reino, dejando al pobre Darnley, su legítimo marido, burlado y pospuesto.

Interesante será esto en buen hora para argumento de un drama o de una novela romántica; pero nada más absurdo y calumnioso para la verdad y seriedad de la historia.

Riccio pudo, en efecto, tener algo de trovador; pero nada tuvo de gallardo, y mucho menos de enamorado. He aquí lo que escribía de él, en 1587, su contemporáneo Blackvood, que le conoció y trató en la corte de Escocia: «Estaba allí también el secretario de Su Majestad, llamado David Riccio, piamontés de nación, hombre de mucha experiencia y de los más entendidos en negocios de Estado, al cual respetaba mucho su señora, no porque tuviese ninguna hermosura o agrado, puesto que era hombre de bastante edad, feo, serio y mal encarado, sino por su gran fidelidad, y sabiduría, y prudencia, y otras muchas buenas partes de que estaba dotado dignamente su entendimiento». Il y avoit aussí le sécretaire de su Majesté, nommé David Riccio, piemontois de nation, homme de grande éxpérience, et qui entendoit des mieux les affaires d'Estat, lequel estoit bien respectè de su maîtresse, non par aucune beautè ou bonne grâce qui fust en luy, estant homme assez aagé, laid, morne, mal plaisant, mais pour sa grande fidelité, sagesse et prudence, et à cause de plusieurs autres bonnes parties dont son esprit estoit dignement orné.

De igual manera se expresa a este propósito el dominico escocés Gonaeus en su libro Vita Mariae Stuartae: «Era este Riccio de aquella parte de Italia que se extiende al pie de los Alpes; hombre ya de edad y deforme de cuerpo, pero muy querido de María por su gran fidelidad y prudencia, y por eso su secretario». Erat autem hic Riccius ex ea Italiae parte quae ad radices Alpium iacet, senex quidem et corpore deformis, sed, ob eximiam fidem et prudentiam, Mariae percarus, adeoque a secretis.

Riccio, el verdadero Riccio de la historia, y no el de la leyenda, fue pura y simplemente al lado de María Estuardo el agente secreto del papa Pío IV, encargado de guiar y ayudar a la Reina en la grande y difícil obra de restaurar el catolicismo en Escocia, que nunca perdió de vista ni abandonó un punto la católica María. Esto explica los misterios de que se rodeaban la Reina y el italiano, los odios que se granjeó éste y la muerte horrible que le prepararon los herejes, valiéndose de la imbecilidad de Darnley.

David Riccio era, en efecto, hijo de un músico de Turín, y vino a Escocia en 1562, tres años antes del casamiento de María con Darnley, como camariere del conde de Moretto, embajador del duque de Saboya. En cuanto al principio de sus relaciones con la Reina, sucedieron las cosas de la siguiente manera.

Era María grande aficionada a la música, y tenía organizada en su palacio una muy buena orquesta de instrumentos, y un cuarteto de voces. Faltole a éste el bajo, y el conde de Moretto ofreciole a la Reina su camariere Riccio, que era muy entendido músico, y poseía además una hermosa voz de este timbre. Desde entonces comenzó Riccio a frecuentar, sin sospecha de nadie, el trato de la Reina; y cuando Moretto volvió al Piamonte, pidiole María que le dejase su camariere; en lo cual vino gustoso el embajador, quedando Riccio en Holyrood, agregado como valet de chambre a la servidumbre de la Reina.

Ahora bien: ¿era ya Riccio cuando vino a Escocia el agente de Pío IV, y todo lo concerniente a su servidumbre con Moretto y a sus habilidades musicales fue tan sólo una comedia y un pretexto para introducirle en Escocia y acercarle a la Reina sin difundir desconfianzas, o bien fue todo esto real y verdadero, y no adquirió el carácter de agente hasta haberse conquistado por estos medios la confianza de María?

Nada sabemos de esto, si bien nos inclinamos al primer supuesto, que cuadra muy bien con la índole de aquellos revueltos tiempos. De la misma manera veremos llegar dentro de poco a María, disfrazados de buhoneros, a los dos jesuitas Edmundo Hay y Tomás Derbishir, legados de San Pío V, y más tarde a Nicolás Gradano, también jesuita, que la acompañó varios años como valet de chambre, lo mismo que Riccio, sin que ningún contemporáneo se apercibiese de ello, ni la mayor parte de los historiadores hayan caído después en la cuenta.

Mas sea de esto lo que fuere, es cierto que al volverse a Francia, en diciembre de 1564, Raulet, el secretario de la correspondencia extranjera de María, diole ésta a Riccio el cargo vacante, sacándole de la prudente oscuridad en que hasta entonces le había mantenido. Desde este puesto hizo Riccio entrar a la Reina en la liga que los príncipes católicos habían firmado en Bayona; favoreció cuanto pudo el matrimonio de María con Darnley, que como católico tenía sus simpatías, y viendo a los rebeldes herejes derrotados y fugitivos en Inglaterra, y a María triunfante y sostenida por el papa San Pío V y por el rey Felipe II, pareciole llegado el momento oportuno de intentar en Escocia la ansiada restauración del catolicismo. Concertó, pues, con la Reina convocar al Parlamento para el 7 de marzo y devolver a los obispos católicos, como primer paso, el rango de lores espirituales, que antes de la revolución religiosa habían tenido.




ArribaAbajo- VI -

Mas sucedió, por desgracia, que también fue éste el momento en que las cavilaciones, ambiciones y rencores del imbécil Darnley, le sugirieron la idea de un crimen y una traición, que habían de ser origen y causa de todas las desventuras de la desdichada reina.

Firme siempre el ambicioso mozo en la creencia de que la mala voluntad de Riccio era la que impedía a la Reina darle la Corona matrimonial, determinó deshacerse de él asesinándole.

Confiose a este propósito a su primo Jorge Douglas, bastardo del conde de Angus, hombre osado y de malas intenciones, y éste le puso en comunicación con lord Ruthwen, lord Lindsay y el conde de Morton, herejes todos que mantenían estrechas relaciones con los rebeldes desterrados.

Avistáronse, pues, todos con gran secreto, y confioles Darnley sus ambiciones y sus deseos de venganza; prometiéronle ellos su ayuda en uno y otro extremo, y aquellos hombres, astutos y perversos, acabaron por arrancar al ambicioso mozalbete el secreto de los planes con que María y Riccio amenazaban barrer la herejía de Escocia.

La prueba no podía ser más concluyente: Darnley mismo había escrito con la Reina al papa San Pío V y a Felipe II, y a él venía dirigida la respuesta de éste, como en otro lugar de estos apuntes puede verse36.

El pánico de los herejes fue grande, y no dejaron escapar la ocasión que la imbecilidad de Darnley les presentaba. Pusiéronse de acuerdo con los ministros presbiterianos de Edimburgo, Knox y Craig, con los rebeldes refugiados en Inglaterra, y con los que, ocultos acá y allá, quedaban en el reino, y organizaron una conspiración, a cuyo frente se puso el conde de Morton.

Era el plan matar a Riccio, disolver el Parlamento que había de convocarse, prender a la Reina, dar a Darnley la Corona matrimonial, y poner a Murray al frente del gobierno.

Extendiéronse para mayor seguridad dos compromisos (covenants) que ligaban estrechamente a Darnley y a sus cómplices. Firmaban el primero de estos dos documentos Morton, Ruthwent y el mismo Darnley, y en él declaraba este último, que hallándose la Reina rodeada y engañada de hombres perversos, y muy especialmente por un italiano llamado David Riccio, se había determinado él, con ayuda de la nobleza y de algunas otras personas, a apoderarse de estos enemigos del reino, y a matarlos si resistían. Comprometíase, además, bajo su palabra de príncipe, a sostener y defender a sus asociados en presencia de la misma Reina y en el mismo interior de palacio.

Firmaban el segundo documento los condes de Murray, de Argyle, de Glencairn y de Rothes, y prometían en su nombre y en el de todos sus cómplices, sostener a Darnley en todas sus justas querellas, ser amigos de sus amigos y enemigos de sus enemigos, conferirle la Corona matrimonial, mantener la religión protestante, y abatir a todos los que se opusieran a ella.

Darnley prometía, además, por su parte, perdonar a Murray y a los lores desterrados, detener todo procedimiento ulterior contra ellos por su rebelión pasada, y devolverles todos sus honores y propiedades.

Firmáronse estas criminales estipulaciones a 1.º de marzo de 1566, y fijose la ejecución del crimen para el sábado, día 9 de aquel mismo mes y año.




ArribaAbajo- VII -

Llegó, por fin, aquel sábado 9 de marzo, que había de constituir en la historia de Escocia una de sus más horrendas fechas.

Corría a la sazón la Semana Santa y el ayuno general de los presbiterianos, y esto atraía a Edimburgo muchos de aquellos herejes. Knox y Craig tomaron a su cargo preparar los ánimos para el crimen que se proyectaba, y predicaron en aquellos días sermones muy violentos. La muerte de Oreb y Jeb, la matanza de los Benjamitas, el suplicio de Amán, y cuantas historias sangrientas refieren las Escrituras de castigos dados por Dios a los perseguidores del pueblo escogido, fueron expuestas a aquellos espíritus fanáticos y levantiscos, como ejemplo de lo que debía hacerse en Escocia con el enemigo del pueblo de Israel. Este pueblo de Israel era la Iglesia presbiteriana, y este enemigo era el infeliz Riccio, ignorante por completo del peligro que corría, y próximo a caer inerme y sin defensa en manos de sus enemigos.

Al anochecer del sábado comenzaron a moverse los asesinos. Morton, Ruthwen y Lindsay se dirigieron al palacio de Holyrood con doscientos hombres armados. Entraban muy en silencio, de dos en dos y por diversas puertas: una vez dentro, afluían todos a las habitaciones de Darnley, que estaban situadas debajo de las de la Reina: una escalera excusada, que aun en el día de hoy se enseña, ponía en comunicación ambos departamentos.

Darnley había cenado más temprano que de costumbre, y esperaba a los conjurados, les recibía y acomodaba. La Reina, que estaba embarazada de seis meses del que fue luego Jacobo VI de Escocia y I de Inglaterra, sentíase indispuesta: no había salido de sus habitaciones, y mandó que sirvieran la cena en un reducido gabinete que precedía a su alcoba. Tenía ésta por el lado opuesto otra puerta a un salón que llamaban de descanso, y allí venía a parar la escalerilla que con las habitaciones de Darnley comunicaba.

Acompañaban en la mesa a María, su hermana natural la condesa de Argyle37 y Riccio, y se hallaban también presentes el comendador de Holyrood38, el laird de Creich y el capitán de guardias Arturo Erskine.

La Reina daba la espalda a la alcoba: a su lado se hallaba lady Argyle, y enfrente Riccio. Tenía éste puesta una ropilla de terciopelo rojizo, un sayo de damascos forrado de pieles, y un rico collar al cuello con un joyel de gran precio, que para ignominia de aquellos próceres, desapareció en la refriega.

A las ocho entró Darnley por la puerta de la alcoba, y vino a apoyarse en el sillón de la Reina. Sintiole ésta llegar, y volvió con rapidez la cabeza. Inclinose él entonces y le dio en mitad de la frente un verdadero beso de Judas.

Casi en el mismo instante entró lord Ruthwen, armado de punta en blanco, pálido, desencajado y horrible de ver, por la zozobra que antecede al crimen y por la mala enfermedad que le atormentaba y le roía. En pos de él llegaron Jorge Douglas, Andrés Kar y Patricio Bellenden, armados de pistolas y espadas cortas escocesas.

Sobresaltó a la Reina aquella extraña invasión, y sospechando algún atropello, encarose con lord Ruthwen, y díjole muy alterada:

-¿Qué es esto, milord?... ¿Quién os ha dado licencia para entrar aquí a esta hora y de este modo?...

Mas lord Ruthwen, con insolente calma, contestó señalando a Riccio:

-Tenga a bien V. M. hacer salir a ese David, que demasiado tiempo ha estado ya en esta cámara.

Riccio, muy pálido, pero sereno todavía, hizo ademán de levantarse; mas la Reina le detuvo, diciendo a Ruthwen con gran imperio:

-Pues ¿qué culpa ha cometido?...

-La más detestable -contestó el Lord- que puede cometerse contra el honor de V. M. y del Rey su esposo, y de la nobleza y de todo el pueblo.

No quiso escuchar más la Reina, y mandó salir a lord Ruthwen, bajo pena de traición, diciendo que si David hubiera delinquido, tribunales había en Escocia para juzgarle.

Mas lord Ruthwen, como si no se dirigieran a él aquellas palabras, extendió la mano para coger a Riccio por el cuello. Hurtó éste el cuerpo aterrado, y se precipitó hacia la Reina, gritando:

-¡Madama, io son morto!... ¡Giustizia!... ¡Giustizia!...

Derribó Riccio la mesa del lado de la Reina al levantarse, y hubo allí entonces un momento de confusión horrible. Agarrábase el infeliz sin tino al vestido de María, gritando siempre: ¡Giustizia!... ¡Giustizia!... Daba ella también voces procurando cubrirle con su cuerpo, y los asesinos dirigían sus espadas y pistolas, ora a Riccio, ora a la Reina misma. Abrazola entonces estrechamente, por detrás, Darnley, a fin de impedirla el juego de los brazos, y desasió él mismo, con gran violencia, de las manos crispadas del secretario, las faldas de la Reina.

Sin amparo ya el desdichado, arrastráronle por el cuello de la ropilla fuera del gabinete, y atravesando la alcoba, le llevaron a la sala de descanso.

Allí esperaban Morton, Lindsay y los demás conjurados, que le querían guardar toda la noche en Holyrood para ahorcarle a la mañana siguiente. Mas Jorge Douglas, abalanzándose a él con el propio puñal de Darnley en la mano, se lo hundió en el pecho y se lo revolvió, y dejó dentro gritando:

-¡Ahí va la puñalada del Rey!...

Todos se precipitaron entonces sobre él, y le dieron cincuenta y seis puñaladas. Espirante aún, le arrastraron por la escalerilla de las habitaciones de Darnley; por una de las ventanas le arrojaron al gran patio cuadrado.




ArribaAbajo- VIII -

No logró el ánimo varonil de María arrancar a Riccio de manos de sus asesinos; pero su habilidad y su energía supieron desbaratar lo que les restaba por hacer de su plan combinado. Toda aquella horrible noche del sábado, tuviéronla encerrada en su cámara, sin permitirla siquiera ser asistida por sus damas.

Morton y Lindsay guardaban el palacio, y sólo Darnley entraba a visitar y animar a la Reina. Mas tales trazas se dio ésta, y de tal manera supo disimular su indignación justísima, que le bastaron dos días, el domingo y el lunes, para volver por completo a Darnley, aterrado ya de su crimen, atraérsele de nuevo, y determinarle a huir con ella a Dunbar. Así lo hicieron en efecto, en la madrugada del lunes, saliendo de Holyrood con el mayor sigilo, a caballo, y sin más escolta que el capitán de guardias de la Reina, Arturo Erskine.

El pánico de los conjurados y su indignación contra Darnley no reconocieron límites. Huyeron todos a la desbandada, temiendo las justas iras de la Reina, y la mayor parte, Morton, Ruthwen y Lindsay entre ellos, no pararon hasta salvar la frontera de Inglaterra.

Creía entonces la Reina que la juventud inexperta de Darnley y los malos consejos de Jorge Douglas, eran los que le habían precipitado en su criminal y temeraria empresa. Pronto pudo, sin embargo, caer en la verdadera cuenta; porque indignados los fugitivos con la nueva traición de Darnley, tomaron venganza enviando a la Reina los dos documentos firmados el 1.º de marzo, que astutamente guardó en su poder el conde de Morton.

Entonces pudo comprender María toda la indignidad de Darnley y la infamia de su conducta, y el abismo que esta horrible revelación abrió entre ambos esposos, hízose ya infranqueable. Con harta razón no fue ya Darnley para ella sino un ingrato ambicioso, un infame asesino y un traidor a su religión, a su reina y su esposa: hízosele odiosa su presencia, y su dolor fue tan hondo y tan acerbo, que entonces se inició en ella la dolorosa enfermedad del hígado que le duró hasta la muerte. A poco escribía el embajador de Francia Du Croc al arzobispo de Glasgow: «La Reina no está buena. Yo creo que su enfermedad consiste en un pesar profundo, que es imposible hacerla olvidar. No hace sino repetir estas palabras: ¡Quisiera estar muerta!».

Acercábase en esto la época del alumbramiento de la Reina, y quiso ella retirarse al castillo de Edimburgo, por parecerle este lugar más seguro y saneado. Siguiola allí Darnley, en torno del cual se había hecho el vacío que acompaña siempre en los palacios a la desgracia, y siguiola también el conde de Bothwell, Jaime Hepburn, el hombre más peligroso de Escocia, según Trockmorton, que acechaba en silencio el momento oportuno de desplegar las inmensas alas de su ambición y su osadía, plegadas hasta entonces.

Y entonces fue también cuando allí mismo, y ante los propios ojos de la Reina, se entabló entre aquellos dos hombres una desigual y solapada lucha, cuyo último objeto era apoderarse, no ya del corazón, sino del poder y la corona de María.

Darnley no había cumplido aún veintiún años, y era, por lo tanto, un niño; un niño infame, ciertamente, pero al fin y al cabo, niño. Bothwell, por el contrario, iba a cumplir treinta y seis; la edad de las ambiciones frías y calculadas y egoístas, sin mezcla alguna de pasión generosa que las ennoblezca. Y entre este niño infame y este hombre perverso, hállabase María, reina de veintitrés años, acosada por los herejes, combatida por los rebeldes, vendida y ultrajada por Darnley como reina y como esposa, y servida por Bothwell con una lealtad y una galantería que la halagaban como mujer y la satisfacían39 como reina, y no había encontrado hasta entonces entre los falaces y groseros lores escoceses.

No es extraño, por lo tanto, que a medida que bajaba Darnley en su estimación y en su confianza, se elevase Bothwell en una y otra, y fuese poco a poco apoderándose del ánimo y de la voluntad de la Reina.

Darnley había tomado desde luego la actitud del niño mimado que se enfada cuando le regañan los maestros. Al justo alejamiento de María, contestó con durezas y hasta groseros insultos: diose a la caza con exceso, a los vicios con descaro, y a la bebida con cínica desvergüenza, y amenazó, por último, con fletar un barco y marcharse de Escocia.

Mas antes, cediendo a la falsía de su carácter y a la necia y desapoderada ambición que le dominaba, escribió al Papa, y a los reyes de España y Francia, protestando traidoramente de su amor a la fe católica, que había vendido a los herejes dos meses antes, y acusando a María de negligencia y descuido en restablecer el catolicismo en Escocia, como con ellos tenía pactado.

No causaron, sin embargo, efecto alguno en aquellas cortes, y mucho menos en la de Roma, las calumniosas quejas de Darnley. La Reina había seguido con el Papa y con Felipe II las negociaciones entabladas en vida de Riccio, y llevado su celo hasta el punto, verdaderamente temerario, de ofrecerse a recibir en Edimburgo un nuncio del Papa, para que asistiese al solemne bautismo del hijo que esperaba.

Sucedió, por lo tanto, que las cartas de Darnley se tomaron en aquellas cortes en su significación verdadera, y fueron grande parte para que el Papa apresurase la marcha del cardenal Vicente Laureo, obispo entonces de Mondovi, que con instrucciones y socorros para la Reina, era el nuncio que enviaba a Escocia. Con él iban también, por nombramiento del Pontífice, dos jesuitas ingleses: el P. Edmundo Hay y el P. Tomás Derbishir.

Así las cosas, dio a luz la Reina, el 19 de junio de 1566, un príncipe, que había de ser más tarde el apóstata Jacobo VI de Escocia y I de Inglaterra. Despachó al punto María a Jacobo Melvil, como embajador extraordinario, para que anunciase a la reina de Inglaterra la importante nueva; y entonces ocurrió un hecho que el mismo Melvil consigna en sus memorias, porque pinta por sí solo el carácter de Isabel, mejor que largas descripciones y profundos estudios.

Sucedió, pues, que cuando llegó Jacobo Melvil a Londres, hallábase la Reina en Greenwich, sitio real muy de su predilección, donde ella había nacido, y donde existe al presente el magnífico hospital de inválidos de la Armada. Fue allá a buscarla el embajador extraordinario, y acompañole el famoso secretario de Estado Guillermo Cecil40 que en ausencia de la Reina le había recibido.

Celebrábase aquella noche una gran fiesta en el palacio de Greenwich, con todo el esplendor verdaderamente mágico que desplegaba entonces la corte de Inglaterra; y la Reina, que era muy aficionada al baile, y presumía de serlo, tomaba parte en una de aquellas complicadas y difíciles contradanzas, propias de la época, que llamaban La Gallarda. Pasaba ya Isabel de los treinta y tres años, y crecía su fealdad a medida que la juventud se alejaba; tenía el pelo pintado de rojo, los ojos pequeños, los dientes negros, la nariz prominente; sobre el seno desnudo llevaba el collar de la Jarratiera, según su costumbre, y las más ricas pedrerías cuajaban desde su corona de oro hasta sus chapines de raso41.

Acechó Cecil una pausa del baile para acercarse a la Reina y darle al oído la noticia que Melvil traía, y la envidia, la ruin envidia que royó siempre aquel duro corazón de solterona, se sobrepuso entonces en ella, por un momento, a todos los disimulos de la mujer y a todas las diplomacias de la Reina. Escapósele un grito de rabia, y dejose caer en un sitial sollozando; y como algunas de sus damas se acercasen asustadas, preguntando el motivo de aquella congoja, contestoles agriamente, con la dureza y despotismo que constituían el fondo de su carácter y salían a cada paso a la superficie42:

-Pues ¿no sabéis que la reina de Escocia ha dado a luz un hijo, y yo no soy sino un árbol estéril?...

Suspendió la fiesta este desagradable incidente, y toda aquella noche la pasó la Reina devorando su despecho. Mas al otro día, repuesta ya de su turbación y dominado aquel brote de envidia, recibió a Melvil con grandes agasajos, escuchó de su boca la nueva del nacimiento del Príncipe con las mayores muestras de alegría y despachó acto continuo a sir Enrique Killegrew para que fuese a felicitar en su nombre a la reina de Escocia. Ofreciose también a ser la madrina del Príncipe cuando llegase el momento del bautizo, y nombró a la condesa de Argyle para que la representase en la ceremonia, y al marqués de Bedfort para que fuese a Escocia como embajador extraordinario y llevase a su ahijado el rico presente de una pila bautismal de oro macizo.

Esta determinación de Isabel detuvo al nuncio del Papa en París, donde ya se encontraba. No convenía desairar a la reina de Inglaterra en aquellos momentos en que se pretendía arrancarle el reconocimiento de María y de su hijo como legítimos herederos de aquella Corona; ni parecía tampoco prudente irritarla, poniendo delante de su embajador en Edimburgo un nuncio de aquel mismo papa San Pío V, que preparaba ya su formidable bula excomulgándola.

Celebrose, pues, el bautizo con grande pompa y magnificencia, según el ritual católico, en el castillo de Stirling, y el arzobispo de San Andrés echó el agua bautismal al futuro rey de Escocia y de Inglaterra. Darnley, fiel siempre a su papel de niño enfadado, no asistió al bautismo de su hijo, ni salió tampoco de sus habitaciones durante las fiestas que se siguieron.

Bothwell, mientras tanto, íbase formando el partido que había de apoyarle en sus ambiciosos y siniestros fines, y alcanzó de María con motivo de aquellos faustos sucesos, el perdón de los asesinos de Riccio, refugiados en Inglaterra, con la sola excepción de Jorge Douglas, que dio la primera puñalada al infeliz secretario, y de Andrés Kar, que tuvo la osadía en aquellos momentos de confusión horrible, de apuntar una de sus pistolas al seno mismo de la Reina.

Esta vuelta a Escocia de los conjurados contra Riccio aumentó hasta lo sumo los temores y recelos de Darnley. Temía la venganza de aquellos antiguos cómplices suyos que también había él traicionado, y temía, sobre todo, su alianza con Bothwell, que con harta razón consideraba como el más poderoso y osado de sus enemigos. El rumor de una conspiración contra su vida, que todos ellos urdían, acabó de perturbarle: ganole el miedo, precipitole la falta de consejo y huyó a toda prisa a Glasgow, donde se hallaba el conde de Lennox, su padre. A poco cayó allí gravemente enfermo; hablose de envenenamiento, como en semejantes casos acontece, y resultó probado que consistía la enfermedad en unas viruelas malignas.

Esta fuga de Darnley, que colocaba a María en evidencia, así en su reino como ante las cortes extranjeras, acabó de colmar su resentimiento, y el triunfo de Bothwell pareció completo. Mas una tarde, un italiano que llamaban el signor Francis, Intendente de la Reina y grande amigo del difunto Riccio, pidiole con grandes instancias una audiencia para dos buhoneros paisanos suyos, que traían galas muy nuevas y ricas mercaderías francesas.

Accedió gustosa María, por ser muy aficionada a las modas de Francia, y su sorpresa fue grande al reconocer bajo los abigarrados sayos de los buhoneros paisanos del signor Francis, a los dos jesuitas: Edmundo Hay y Tomás Derbishir, compañeros del nuncio que el Papa la enviaba43.

Había juzgado prudente el nuncio de San Pío V detener por entonces su viaje a Escocia; mas como las causas que lo motivaban urgían, y los sucesos se precipitaban, determinó enviar por delante aquellos dos hombres de su entera confianza. Traían éstos para la Reina, de parte del Papa, un socorro de veinte mil coronas, suma equivalente a los veinte mil escudos que ya le había enviado Felipe II por mano de Francisco Yaxlee, como en la nota número 3644 del presente libro queda consignado; y traían también todas las instrucciones necesarias para proseguir con la poderosa ayuda del Papa y del Rey Católico los trabajos que, para la restauración del catolicismo en Escocia, había interrumpido la muerte de Riccio.

El Papa iba, sin embargo, mucho más lejos, y si la reina de Inglaterra persistía en su sistema de persecución a los católicos, era su intento publicar una bula excomulgándola y librando del juramento de fidelidad y obediencia a todos sus súbditos y vasallos, con lo cual, siendo María Estuardo la heredera legítima de la Corona de Inglaterra, todos los católicos ingleses se alzarían por ella y la colocarían en el trono con el auxilio del Papa y de las potencias católicas que habían entrado en la liga de Bayona45.

Mas para todo esto parecíale necesario a San Pío V, y así se lo suplicaba a la reina María, que cesase todo germen de discordia entre ella y su esposo, y no dieran a la cristiandad, que hacía de su causa de ellos la suya propia, el lastimoso espectáculo de un matrimonio católico dividido y enconado.

Abrió a estas razones María Estuardo su corazón y su conciencia al P. Edmundo Hay, y le hizo patente todo cuanto entre ella y Darnley había mediado. Los agravios eran grandes, los rencores profundos, el alejamiento mutuo y, por parte de María, justo y fundado en conciencia. Mas Edmundo Hay, en su doble carácter de sacerdote y de diplomático, supo mitigar las ofensas, suavizar los enconos, hacer posible la aproximación después del alejamiento, y poniendo de relieve ante los ojos de María la grandeza y santidad de la obra proyectada, pidiole, en nombre del Papa y del Rey Católico y de la cristiandad entera, que perdonase a Darnley y sacrificase sus sentimientos y afecciones personales a la causa de la religión y al triunfo de la Iglesia católica.

Cedió María, porque era su natural generoso e inclinado a grandes cosas, y así lo prometió a Edmundo Hay, y así lo cumplió, en efecto, disponiendo su viaje a Glasgow para intentar la reconciliación con Darnley, que allí se hallaba todavía enfermo.

Esta repentina mudanza de la Reina, cuyos altos motivos traslucieron muy pocos, llenó de estupefacción a Bothwell y a sus secuaces, y entonces fue, sin duda alguna, cuando en aquel infame conciliábulo de rebeldes despechados, ambiciosos traidores y herejes apóstatas, enriquecidos con los despojos de la Iglesia romana, se fraguó contra el infeliz Darnley el más negro y misterioso complot que registran las historias de la época.




ArribaAbajo- IX -

Nada hay que despierte tanto la sospecha en un ánimo mezquino, como la generosidad de una conducta cuya grandeza no alcanza ni comprende, y esto sucedió a Darnley en Glasgow con la visita de María Estuardo.

Su desconfianza era, por otra parte, natural y fundada. La mudanza de la Reina había sido demasiado repentina para parecer natural, y las causas que la motivaban eran harto delicadas en su parte de conciencia, y harto graves en su importancia política, para que osase María confiarlas a persona tan insustancial y ligera como Darnley.

El talento y la buena voluntad de María triunfaron, sin embargo, de sus desconfianzas, y poco a poco fue el niño enfadado desarrugando el ceño, confesó sus culpas, ofreció la enmienda, y acabó por pedir y prometer a la Reina que la seguiría a todas partes, con tal que quedase reanudada entre ellos la vida matrimonial de allí en adelante.

Consintió María, como era su propósito, y propúsole desde luego marchar a Graigmiller, cuyas aguas medicinales habían de hacerle bien, y apresurar su convalecencia. Mas Darnley, por un resto de recelo a los lores, que se habían reunido con Bothwell en Graigmiller mismo, poco tiempo antes, mostró repugnancia a este viaje, y propuso, a su vez marchar sin rodeos a Edimburgo e instalarse desde luego en Holyrood con su esposa y con su hijo.

Hízole presente la Reina, con grande dulzura y prudencia, el grave riesgo de contagio que pudiera haber para el tierno príncipe, con esta aproximación de su padre convaleciente aún de las viruelas, y entonces se concertó un plan que conciliaba todos los extremos. Darnley había de hospedarse en una casa de campo de los alrededores de Edimburgo, hasta su curación completa. La Reina se instalaría desde luego en Holyrood al lado de su hijo, y desde allí visitaría a Darnley con la mayor frecuencia posible.

Así quedó convenido entre ambos esposos con satisfacción mutua, y la Reina tuvo entonces la funesta ocurrencia de escribir a Bothwell, ordenándole buscar y preparar en las inmediaciones de Edimburgo la casa más a propósito por su situación sana y ventilada para recibir a Darnley.

Había entonces a las puertas mismas de Edimburgo un vasto campo, que desaparece hoy bajo la parte nueva de la capital de Escocia. En lo alto de una colina veíase una iglesia, ya arruinada en aquel tiempo, que llamaban Kirk of Field, esto es, Iglesia del campo; y pegado a ella existía un vetusto edificio conocido por la casa del Prebendado, a causa de haber sido la morada de los antiguos capellanes de aquella iglesia. Rodeábanla los jardines de varias casas situadas en el llano; y más lejos, hacia el lado de Edimburgo, había un antiguo convento de Dominicos, saqueado y destruido por los herejes, que llamaban de los Frailes Negros (Black Friars).

Era, en efecto, la casa del Prebendado la más sana y bien oreada de aquellas inmediaciones, y era también, al mismo tiempo, la más aislada y solitaria; y ya fuese por una u otra de estas condiciones, ya por ser su propietario Roberto Balfour, servil hechura de Bothwell, es lo cierto que, no obstante lo mezquino y derruido de tal casa, ella fue la escogida por aquél para albergue del desdichado Enrique Darnley.

Preparose con gran lujo en la planta baja un cuarto para la Reina, y justamente encima de éste se dispuso, con igual magnificencia, en el piso alto, la cámara de Darnley. Sus tres criados, Guillermo Taylor, Tomás Nelson y Eduardo Simons, debían alojarse en una galería próxima, destinada también a tocador y guardarropa; particularidades éstas que conviene tenga presente el lector para comprender bajo la horrenda y misteriosa intriga que en aquellos mismos lugares había de desarrollarse.

La Reina y Darnley salieron juntos de Glasgow, viajando en litera y a cortas jornadas, por no sufrir otra cosa la debilidad del enfermo. Salioles al encuentro Bothwell hasta la mitad del camino, y el 31 de enero llegó y se instaló Darnley en la casa del Prebendado.

Desde entonces, todo pareció recobrar en la corte de Escocia el aspecto mismo que tenía antes de la muerte de Riccio. La Reina visitaba a Darnley diariamente, dábale siempre pruebas de interés y de afecto, y por dos veces, en muy corto intervalo, pasó la noche en la casa del Prebendado. Bothwell, por su parte, acompañaba y servía a la Reina con su respetuosa galantería de siempre, y trataba a Darnley con todos los miramientos debidos a su rango soberano.

Así pasó los siete primeros días del mes de febrero; mas al octavo, que fue sábado, llegaron por la noche al palacio de Holyrood, dos de aquellos bandidos asalariados que llamaban entonces Jacks, por el coleto forrado de hierro que usaban a guisa de armadura. Traían un cofre enorme para el conde de Bothwell y lo dejaron depositado con el mayor secreto en las habitaciones bajas que ocupaba éste en el palacio.

Al día siguiente, domingo 9 de febrero, vino la Reina por la tarde a visitar a Darnley, con ánimo de volverse a Holyrood entrada ya la noche. Casábase aquel día su doncella primera, María Carwood, y habíala prometido presentarse un momento en la fiesta con que celebraban la boda. Acompañaban a la Reina aquella tarde lady Reres, el conde de Bothwell y otros varios cortesanos, y todos ellos conversaron alegremente con Darnley hasta las once de la noche.

Mientras tanto, tres hombres salían con el mayor sigilo de las habitaciones de Bothwell en Holyrood, cargados con sacos muy pesados. Atravesaron clandestinamente el jardín de la Reina y tomaron el camino de Kirk of Field, hasta llegar al convento de los Frailes Negros. Ocultos en aquellas ruinas hallábanse otros tres hombres esperando; cargáronse éstos los sacos, y mientras los primeros volvían apresurados a Edimburgo, dirigiéronse ellos con su misteriosa carga a la casa del Prebendado.

Abrioles el francés Nicolás Hubert, llamado ordinariamente París, por ser nacido en la capital de Francia. Era aquel hombre un espía de Bothwell, colocado por este mismo al servicio de María Estuardo. Condújoles el espía con las mayores precauciones a la cámara de la Reina, cuyas llaves, falsas o verdaderas, tenía en la mano, y allí les dejó encerrados con su carga.

A las once despidiose la Reina de Darnley, y precedida de pajes y lacayos, que alumbraban con antorchas, y rodeada de su comitiva, tomó el camino de Holyrood con grande paz y sosiego. Quedó entonces la casa del Prebendado sumida en el más tranquilo silencio, y desde este momento nadie ha sabido nunca a punto fijo lo que sucedió dentro de aquellos muros tenebrosos.

Una mujer de las cercanías declaró más tarde que, a las altas horas de la noche, entre una y dos de la madrugada, había oído una voz temerosa que clamaba desde la casa del Prebendado:

-¡Auxilio, hermanos, auxilio!... ¡Auxilio por amor de Dios, que tuvo misericordia de todo el mundo!...

Todo quedó en silencio después de estas voces lastimeras; pero una hora más tarde un estampido horrendo, más fuerte que los disparos de millares de cañones juntos, rompió el silencio de la noche, y un resplandor vivísimo desgarró por un momento sus tinieblas, alcanzándose a ver a su reflejo hasta las jarcias y aparejos de los barcos anclados en el puerto. Volvió a reinar el silencio instantáneamente; pero era ya un silencio de muerte. La casa del Prebendado había volado por los aires, sepultando entre sus escombros cuantos muros encerraban.

Aquella detonación formidable sembró la alarma y el pavor en Edimburgo, y el lord Prevoste acudió aterrado con sus guardas, seguido de mucha gente. Nadie osó, sin embargo, acercarse a las ruinas hasta despuntar el alba; mas, a su débil claridad, encontraron los más osados, entre los escombros, a Tomás Nelson, vivo todavía, y más lejos, en un jardín vecino, descubrieron el cadáver de Darnley, tendido bajo un árbol; a sus pies, y tocándole casi, se hallaba el de su paje William Taylor, pobre niño de dieciocho años. Darnley hallábase en camisa, medio envuelto en su capa de ricas perlas; Taylor, a medio vestir también, tenía a su lado una espada desnuda.

En este momento llegó Bothwell con grande apresuramiento, dando alborotadas muestras de indignación, de horror y de lástima. Abriose calle entre la muchedumbre, y mandó rodear de guardias los cadáveres y trasportarlos a una casa vecina, a fin, sin duda, de que nadie los examinase. Era ya tarde, sin embargo, y todos observaron que no había en ninguno de los cadáveres las quemaduras y golpes que suponen siempre en una explosión el fogonazo y la caída, y que sólo se observaban46 en sus cuellos y en sus rostros las señales inequívocas de haber sido estrangulados.

Esto fue lo que apareció a los ojos de todos, en la superficie de aquel abismo de iniquidad, cuyo negro fondo nadie ha sondeado todavía con verdadera certeza. He aquí ahora lo que resulta de los procesos entablados y de las prudentes conjeturas que pueden hacerse, sobre documentos de la época, tan claros y explícitos como el despacho del nuncio del Papa a Cosme I, sacado por el príncipe de Labanoff de los archivos de Médicis.

El día 8 de febrero, por la noche, dos forajidos de la banda de Jacks asalariada por Bothwell, llegaron a Holyrood preguntando por su amo. Llamábanse Hepburn de Bolton y Hay de Tallo, y traían de Dunbar un gran cofre lleno de pólvora, que colocaron secreta y cuidadosamente en las habitaciones ocupadas por el conde en el palacio.

Al otro día, que fue el del asesinato, Wilson, sastre de Bothwell, Powrie, su portero, y Dalgleish, su ayuda de cámara, dividieron en tres grandes porciones aquella enorme cantidad de pólvora, y, entre nueve y diez de la noche, la condujeron clandestinamente, en sacos y a hombros, a las ruinas del convento de los Frailes Negros.

Ocultos entre las ruinas esperaban los dos Jacks, Hepburn y Hay de Tallo, y el laird de Orminston, tan vendido a Bothwell y tan feroz como sus compañeros, aunque de noble linaje. Tomaron éstos a su cargo la pólvora, y mientras Wilson, Powrie y Dalgleish, regresaban presurosos a Edimburgo, ellos la condujeron a hombros a la casa del Prebendado. Abrioles allí el espía París, con unas llaves falsas, la cámara de la Reina, y en ella extendieron los tres bandidos toda la pólvora en grandes montones, dispuestos artificiosamente debajo del lecho que ocupaba Darnley en el primer piso. París y laird de Orminston volvieron entonces a Edimburgo; Hepburn y Hay de Tallo quedaron escondidos en la cámara de la Reina, disponiendo una larga mecha que habían de sacar al jardín por una de las ventanas.

Mientras tanto, Bothwell acompañaba a la Reina en la fiesta de Holyrood, y charlaba y bromeaba allí con su gracia y gallardía de siempre. A las doce bajó apresuradamente a sus habitaciones; quitose con gran prisa su rico vestido de terciopelo negro, bordado de plata y acuchillado de raso, y pidió a su ayuda de cámara Dalgleish, como éste mismo declaró más tarde, un traje de color oscuro y tela ordinaria, un capote de montar y un sombrero de anchas y caídas alas.

Así dispuesto, y seguido de Dalgleish, París, Wilson y Powrie, bajó sigilosamente por una escalera de caracol que daba al jardín de la Reina, e intentó salir por la puerta del Sur de palacio, por parecerle ésta la más solitaria y abandonada en aquella hora. Esto mismo llamó, sin embargo, la atención del centinela, y no bien se acercó la sospechosa caravana, dioles un enérgico y sonoro:

-¿Quién vive?

Empujó Bothwell a Powrie por delante, para que él respondiese, y así lo hizo éste, gritando:

-¡Amigos!...

-¿Amigos de quién?, -replicó el centinela.

Y otra señal de Bothwell contestó Powrie:

-Amigos de milord Bothwell.

Franqueáronle a este nombre temido el postigo, y entonces cruzaron rápidamente la Canongate, para buscar la puerta de Neither-bow, por donde les era forzosa la salida. Mas también esta puerta se hallaba cerrada, y47 tocole esta vez a Wilson, por orden de Bothwell, llevar la palabra. Gritó, pues, el fementido sastre al centinela, con altanería digna de su amo, que abriese la puerta a los amigos de milord Bothwell; y así lo hizo al cabo un soldado viejo llamado Juan Galloway, refunfuñando y preguntándoles con extrañeza qué demonios les hacía andar fuera de la cama a semejantes horas de la noche.

Una vez franqueada esta puerta, ya no encontraron dificultad alguna hasta llegar al convento de los Frailes Negros. Dejó allí Bothwell a Wilson, Powrie y Dalgleish, y adelantose él, sólo con París, hasta el jardinillo del Prebendado, donde le esperaban ya los dos bandidos, Hepburn y Hay de Tallo.

Corta fue la conferencia que celebraron; a las pocas palabras cruzadas, París entregó a Hepburn un manojo de llaves falsas, y los dos Jacks entraron cautelosamente en la casa y se dirigieron a paso de lobo a la cámara de Darnley.

No dormía éste, desvelado por ruidos que oyera o recelos que tuviese, y al entrar los sicarios en su casa, despertó a su paje Taylor, que descansaba en una cama de campaña a los pies de su lecho. El paje encendió una lámpara y ambos quedaron ansiosos con el oído alerta; mas cuando oyeron pasos cautelosos en la antecámara y sintieron que una llave distinta de la que ellos tenían por dentro intentaba abrir la puerta por fuera, comprendieron al fin el riesgo en que se hallaban.

Darnley se echó fuera de la cama, y envuelto en su capa de pieles, y con la espada en la mano, trató de huir por la puertecilla del tocador situado en la galería; el paje, a medio vestir también, alumbraba con su lámpara... Y entonces debió ser cuando desde las ventanas del tocador dieron voces pidiendo auxilio, y entonces también, cuando los dos asesinos, bien solos, bien ayudados por París y el mismo Bothwell, se arrojaron sobre las infelices víctimas y las hicieron callar, estrangulándolas.

Cegados después, sin duda alguna, por el aturdimiento que acompaña siempre al crimen, llevaron los cadáveres a un jardín vecino para simular que los había arrojado allí la explosión que iba a seguirse, sin comprender en su azoramiento que estas mismas precauciones habían de hacer más patente el delito.

Una vez consumado el crimen, prendió Hepburn fuego a la mecha y todos corrieron al convento de los Frailes Negros para esperar la explosión en lugar seguro. Pasó un largo cuarto de hora de angustias y zozobras sin que ésta resonase, y es tradición, aunque ninguno de los testigos lo declarara entonces, que Bothwell mismo, devorado por la impaciencia, se adelantó otra vez hasta el Prebendado, arrastrándose sobre el vientre, para cerciorarse de que la mecha no se había apagado.

Estalló al fin la detonación horrible, y los asesinos huyeron hacia Edimburgo en tropel y a toda carrera, como si les persiguiese el crimen y el espanto les aguijoneara.

Intentaron escalar una brecha del baluarte para evitar el paso de las puertas, pero impidiole a Bothwell semejante esfuerzo una herida reciente que tenía en el brazo, y fueles forzoso volver hasta la puerta de Neither-bow y sufrir de nuevo los regaños y extrañezas del soldado Juan Galloway, que no sin gran dificultad consintió en abrirles, alarmado ya por la explosión reciente que acababa de oírse. Una vez en Holyrood, Bothwell respiró libremente, pidió de beber y se metió en la cama.

Media hora después, llamaban a su cuarto con tal violencia, que amenazaban echar la puerta abajo. Era Jorge Hacket, ujier de palacio, tan descompuesto y trastornado, que apenas podía hacer uso de la lengua. Incorporose Bothwell en su lecho y preguntole, con la mayor sangre fría, qué podía ocurrir tan grave que fuese motivo de tanta urgencia.

-¡Que han volado la casa del Rey y ha perecido entre los escombros!, -contestó Hacket, más bien que con palabras, con gritos y con gestos.

Saltó Bothwell de la cama y echó mano a la espada que cerca tenía, gritando:

-¡Fy!... ¡Trahison!, y comenzó a vestirse apresuradamente.

Entró en esto el conde de Huntly, igualmente aterrado, y ambos magnates subieron presurosos a ofrecer sus servicios a la Reina.




ArribaAbajo- X -

Siguiéronse a esta catástrofe tan hondas alteraciones en Escocia, murmuráronse y aun proclamáronse en alta voz tan graves afirmaciones, y hubo tan extrañas y absurdas inconsecuencias en la conducta de los más grandes personajes, y aun de la misma María, que la verdad naufragó entonces en el cenagoso mar de la intriga, el disimulo y la calumnia, y nadie hasta el día de hoy puede vanagloriarse de haberlas sacado a flote en toda su pureza.

Dos opiniones distintas corrieron entonces sobre el tenebroso crimen, y han llegado hasta nosotros a través de los siglos, apoyada una por los herejes enemigos de María, y sostenida otra por los amigos y defensores de la desdichada reina.

Acusaban los primeros a Bothwell del asesinato de Darnley, mas suponíanlo hecho con la complicidad o, a lo menos, el consentimiento tácito de María. La indudable pasión de la Reina por este hombre funesto y el extraño apresuramiento con que concertaron y verificaron su desdichado matrimonio, servíanles de apoyo para tan infame propaganda.

Los segundos, por su parte, achacaban igualmente la ejecución material del crimen al conde de Bothwell; mas la concepción del plan y su impulso y desarrollo atribuíanlo, con harta razón a nuestro juicio, a la ambición desmesurada y a la astucia infernal del bastardo conde de Murray, apoyado por el partido presbiteriano.

Murray, envidioso de su hermana, como lo es siempre el bastardo del hijo legítimo, acechaba la ocasión de arrancar a María la Corona de Escocia, apoyado por los herejes, cuyo ídolo era. Por eso, explotando la audacia criminal de Bothwell y el apasionamiento de María, tendioles un lazo en que cayeron ambos, uno a uno, cegados por el amor y la ambición, sus respectivas y peligrosas pasiones.

Murray desde la sombra, y el conde de Morton y los antiguos lores rebeldes y herejes, ostensiblemente, persuadieron a Bothwell de que, una vez cometido el crimen, ellos apoyarían su matrimonio con la Reina.

Su plan secreto era, sin embargo, denunciar al pueblo a Bothwell como asesino del Rey, hacer pasar a la Reina por su cómplice, y aprovechando la vergüenza y el oprobio que necesariamente habían de caer sobre ésta, encerrarla en una prisión y desposeerla de la Corona.

Los acontecimientos que se sucedieron, y que brevemente referiremos, prueban, paso a paso, la verdad de este pérfido plan que, por desgracia, vino a coronar el más completo de los éxitos.

A los dos días de la muerte de Darnley (12 de febrero), publicó la Reina un edicto ofreciendo dos mil libras de Escocia a cualquiera que denunciase al asesino, o diera algunas luces sobre el misterioso regicidio.

Fijose este edicto a la puerta de la cárcel de Edimburgo, que llamaban la Tolbooth, y al día siguiente apareció pegado junto al edicto un pasquín, en que se acusaba al conde de Bothwell del asesinato, y se denunciaba como cómplices suyos a James Balfour y a un tal David Chamberz, paniaguado de Bothwell.

Otros diversos pasquines fueron apareciendo en los sitios más públicos de Edimburgo, y ya se denunciaban en ellos, junto a Bothwell y a sus secuaces, a los más fieles servidores católicos de la Reina.

Aquellas pérfidas insinuaciones fueron poco a poco concretándose, y, a los pocos días, aparecieron en el mercado público dos nuevos pasquines. Leíanse en uno las iniciales de la Reina bajo una mano que sostenía una espada, y en el otro, las del conde de Bothwell, bajo otra mano empuñando una maza, que se supuso desde luego ser el instrumento del crimen.

Al mismo tiempo comenzaron a oírse, a deshora y en lo más callado de la noche, voces misteriosas que parecían salir de la famosa Cruz de Edimburgo, y acusaban del crimen a Bothwell y de complicidad a María.

Los ministros presbiterianos, fieles a su consigna y actores principales en aquella inicua farsa, atribuían desde el púlpito, con fanática vehemencia, las denuncias anónimas de los pasquines a la voz del pueblo que nunca yerra; y las voces misteriosas de la Cruz de Edimburgo, a la voz de Dios, que milagrosamente denunciaba a los culpables, para que los fieles de la nueva Iglesia hiciesen justicia y tomasen venganza.

La agitación fue extrema en Edimburgo, y se extendió por todos los confines de Escocia. Mas, una vez preparado este terreno, preciso fue obrar de otra manera, si había de caer la Reina en el lazo del matrimonio, como había caído ya Bothwell en el del asesinato.

El 12 de abril fue, pues, citado Bothwell a instancias del conde de Lennox, padre de Darnley, ante un tribunal encargado de examinar su conducta. Presidía este tribunal el conde de Argyle, como justicia mayor del reino por derecho hereditario, y formaban el jurado los mismos lores comprometidos con Murray y con Morton.

Éste mismo y el falaz secretario Maithland, eternos cómplices del bastardo, acompañaron a Bothwell al tribunal que se había constituido en la Tolbooth misma. Iban a caballo, Morton a la derecha, Maithland a la izquierda, como si acompañasen a un triunfador y no a un pérfido asesino.

Bothwell sostuvo su arrogancia ante el tribunal, y aquel jurado de cómplices reconoció y proclamó unánime la absoluta inocencia del asesino de Darnley. Al día siguiente los tres Estados de Escocia ratificaron en el Parlamento la absolución de Bothwell, y no satisfecha aún la audacia inverosímil de este hombre, envió un cartel de desafío a las ciudades del reino, citando en palenque cerrado a todo hidalgo de buena sangre que osara acusarle de haber tenido parte en el asesinato de Darnley.

Al otro día de la clausura del Parlamento, que fue el 19 de abril, se adelantó un paso más en aquel camino de iniquidades. Bothwell dio un gran banquete en la taberna de Anslay, famosa en aquel tiempo, a todos los lores escoceses que se hallaban en Edimburgo, y allí, entre las botellas vacías y las copas llenas, exigioles el cumplimiento de su promesa de apoyar su matrimonio con la Reina.

No deseaban ellos otra cosa, y todos, con el conde de Morton a la cabeza, tuvieron la infame doblez de acceder a su ruego, firmando allí mismo un bond en que declaraban hallarse convencidos de la inocencia de Bothwell, se comprometían a defenderle contra los calumniadores, y recomendaban a la Reina aquel noble y poderoso lord como el marido más conveniente.

«Este acta -dice el protestante Robertson- que rebaja y desdora el carácter escocés más que ningún otro acontecimiento de aquel siglo, contenía una declaración formal de la inocencia de Bothwell y el testimonio más auténtico del reconocimiento que le era debido por sus servicios prestados al reino. En el caso de que volvieran a acusarle del asesinato del Rey, se comprometían todos los firmantes a reunirse para su defensa y a exponer sus vidas y fortunas por su causa. Recomendábanle también a la Reina como el hombre más digno de su preferencia, y añadía que si ella se determinaba a honrarle con su mano, ellos se encargarían de sostener esta elección y juntarían todas sus fuerzas a las de Bothwell, para oponerse a cualquiera que intentase poner obstáculos».

El lazo estaba tendido, y la ceguera de su pasión hizo a la desdichada María caer en él prisionera. Bothwell, confiado en el amor de la Reina, presentola este acta y la propuso el funesto casamiento. Mas la Reina, ya fuese que la asaltasen nuevos escrúpulos, ya que la fecha de su viudez le pareciese en realidad demasiado reciente, supo todavía dominar su pasión, y dio largas al asunto.

Entonces el impaciente lord organizó y cometió el último y más audaz de todos sus atentados. Y fue el caso, que el lunes 21 de abril marchó la Reina al castillo de Stirling para visitar a su hijo el príncipe real, que bajo la tutela del conde de Mar, tenía allí48 su residencia.

Volvió la Reina a Edimburgo el día 24, y a seis millas de la ciudad, y en el sitio que llaman Almont-Bridge, apareció de repente el conde de Bothwell a la cabeza de ochocientos jinetes, envolvió y desarmó a la escasa escolta de la Reina, y tomando por la brida el caballo de ésta, la condujo al castillo de Dunbar prisionera.

Diez días permaneció allí la Reina en poder de Bothwell, hasta que el 3 de mayo la condujo él mismo a Edimburgo, con todos los miramientos debidos a su rango. Al llegar a la ciudad arrojaron los soldados de Bothwell las lanzas al suelo, como para demostrar que la Reina venía libre, y echando pie a tierra el conde, descubierto y desarmado, tomó respetuosamente la brida del caballo de María, y la condujo ante el vecindario estupefacto, no al palacio de Holyrood, sino al castillo de Edimburgo.

Desde allí declaró la Reina el 12 de mayo a la magistratura y a la nobleza, expresamente convocadas, que era libre, que perdonaba a Bothwell la ofensa recibida, en gracia de sus servicios pasados, y que proponía concederle las más altas dignidades, como hizo, en efecto, aquel mismo día, nombrándole duque de Orkney y de Shetland, y colocando ella misma la corona ducal en su cabeza.

Murray y los presbiterianos triunfaban por completo. Al día siguiente, 13 de mayo, Bothwell lograba sus afanes y María Estuardo se perdía para siempre, contrayendo en el palacio de Holyrood, a las cuatro de la madrugada, aquel funesto matrimonio que resulta para nosotros el único punto dudoso de su historia.

¿Qué había pasado en Dunbar? ¿Ignoró siempre María la culpabilidad de Bothwell? ¿Triunfó acaso su corazón de su conciencia, o fue atropellada la debilidad de la mujer por la brutal audacia de Bothwell en aquellos diez días de cautiverio?...

A tales preguntas, que podrán acaso envolver una flaqueza, mas nunca un crimen, contesta el odio de los herejes con insultos y calumnias; mas la caridad de los católicos debe, por el contrario, detenerse respetuosa y conmovida ante la enlutada figura de la noble reina, levantada sobre el pedestal de sus horrendos infortunios, cubriendo con un paño fúnebre manchado de sangre este episodio de su vida, e imponiendo con un dedo sobre los labios a la posteridad: ¡silencio!...

Cuando faltan las pruebas y sólo existe una duda, es noble y digno, y casi siempre justo, tener en cuenta aquellas palabras de Silvio Pellico: «La crítica debe ser ilustrada, pero no cruel con nuestros antepasados; no calumniadora ni falta de respeto para aquéllos que no pueden levantarse de sus sepulcros y decirnos: «Ésta fue, ingratos nietos, la razón de nuestra conducta».



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