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La representación y la interpretación en el siglo XVI

Teresa Ferrer Valls


Universitat de València




Introducción. El concepto de práctica escénica

Desde el punto de vista de la historia teatral, en el siglo XVI se producen cambios fundamentales para la evolución del teatro posterior. La consolidación de los centros urbanos, al igual que propició la aparición de géneros literarios nuevos (como el de la novela picaresca), amplió y afianzó un nuevo público teatral, ávido de entretenimiento, y potencialmente dispuesto a conseguirlo pagando el precio de una entrada. Al lugar que habían ocupado, y que seguirían ocupando, la nobleza o la Iglesia, como potenciales mecenas del dramaturgo, vendría a incorporarse ahora un público urbano, de extracción social heterogénea, pero con una amplia base procedente de las capas medias y populares, que iba a condicionar la aparición de las primeras compañías de actores profesionales y estaba llamado a convertirse, especialmente a partir de la aparición de los primeros teatros comerciales, en una especie de nuevo mecenas de un tipo de dramaturgo también más profesional. Probablemente ninguna otra actividad relacionada con la literatura creativa iba a ofrecer a partir de entonces al escritor la posibilidad de que su trabajo se convirtiese en un modo de vida que podía llegar a ofrecerle dividendos de manera más o menos regular. Es obvio que no todos iban a tener la capacidad de un Lope de Vega, pero a caballo entre la satisfacción de la demanda de las compañías para aplacar el interés de un público cada vez más amplio, la satisfacción de la demanda cortesana y de la ocasional demanda municipal o eclesiástica, unos pocos pudieron llegar a hacer de la escritura, y muchos otros de la representación, un medio de vida.

Si el límite cronológico que viene marcado por el fin y comienzo de un siglo casi nunca da respuesta satisfactoria a los periodos que tienen que ver con movimientos culturales o literarios, en el ámbito del teatro del siglo XVI esta regla se cumple de manera ilustrativa porque, dependiendo del aspecto que deseemos destacar, nos enfrentaremos a una u otra fecha. Así, por ejemplo, si decidimos destacar como aspecto relevante el surgimiento de la profesión de actor, daremos relieve a la década de 1540, y si decidimos destacar la apertura de los primeros teatros comerciales, nos tendremos que retrotraer a los años 1565-1570. De manera que los dos principales fenómenos que contribuirían de manera fundamental a la consolidación del teatro -el surgimiento de las primeras compañías profesionales y la aparición de los primeros teatros comerciales- no se producen de manera simultánea. Existen compañías y actores profesionales antes de que existan edificios comerciales estables, específicamente pensados para albergar representaciones, como existe también teatro antes de que existan actores profesionales.

Podríamos hacer nuestras, extendiéndolas a la totalidad del siglo, las palabras de Canavaggio: «No es cómodo hacer la historia del teatro en España en la segunda mitad del siglo XVI» [1994: 205]. Y esta afirmación tiene que ver no sólo con la insatisfacción que genera en el historiador del teatro el saber que su interpretación se funda en vestigios fragmentarios y testimonios que en este período no siempre resultan tan abundantes como sería de desear, sino también con la incomodidad que se deriva de otro de los aspectos que definen el teatro de la época: se trata de una etapa de experimentación, de coexistencia de variadas formas de espectáculo, que dan lugar a ensayos dramáticos diversos, y a veces divergentes, no siempre fáciles de reducir a categorías homogéneas. Frente al teatro del siglo XVII, que se presenta como una etapa de géneros maduros, con una infraestructura teatral ya consolidada y una organización del hecho teatral afianzada, el teatro del XVI nos sorprende por su heterogeneidad, que se refleja, especialmente en la primera mitad de siglo, en una variedad de denominaciones (farsa, égloga, comedia, auto, coloquio, tragedia...), denominaciones que en muchos casos no permiten establecer por ellas mismas unos rasgos que definan a las piezas que se aplican, y que puedan hacerse extensibles a un número de obras suficiente como para fijar a partir de ellos categorías explicativas (puede verse la tentativa de organización por géneros planteada por Díez Borque [1987]). Resultan ilustrativos de esa ambigüedad títulos como los de la Farsa o cuasi comedia de Probos y Antona, de Lucas Fernández, o la anónima Farsa a manera de tragedia.

Es por ello por lo que el concepto de práctica escénica elaborado en su día por Oleza [1981] resulta especialmente operativo para abordar esa disparidad de tendencias, y para clarificar un panorama que la taxonomía por géneros dramáticos o por autores y obras no ayuda siempre a comprender. Recordemos aquel planteamiento:

«Nos situamos ante el siglo XVI con la conciencia de que vamos a operar sobre un campo de datos dispersos [...] y nos situamos con la decisión epistemológica de que una explicación razonable de nuestra historia teatral sólo es posible a partir de la totalización del hecho teatral como tal en su especificidad de espectáculo no siempre literario, tal como se concreta en el concepto de práctica escénica. En el interior de este concepto se aglutinan los datos de público, organización social, circuitos de representación, composición de compañías, técnicas escénicas, escenarios, etc., y en el interior de este concepto el texto es un componente más, fundamental si se quiere, sobre todo si consideramos que es una de nuestras fuentes primordiales de información, pero no el elemento determinante de nuestras hipótesis históricas. En última instancia nuestra mirada debe hacerse más teatral».


[Oleza, 1981:9]                


Resulta especialmente pertinente recordar esa mirada «más teatral» que en 1981 Oleza reclamaba para la historia del teatro del XVI, antes de abordar aspectos que, como los que competen al presente capítulo, van más allá de la tangibilidad del texto literario. En definitiva, frente a un modelo de explicación del teatro del XVI desde el teatro del XVII, según el cual todo el teatro anterior a Lope de Vega era «pre-lopista» y su valoración se realizaba en función de su mayor o menor aproximación al modelo del Fénix, en las «Hipótesis» se proponía como alternativa la captación del movimiento histórico teatral del XVI desde líneas de fuerza internas, propias, desde la coexistencia, rivalidad y finalmente convergencia de tres prácticas escénicas: en primer lugar, una práctica escénica populista, originada en la tradición de los espectáculos juglarescos y, sobre todo, en la tradición del teatro religioso del siglo XV y primera mitad del XVI, que encontraría su primera formulación con la irrupción en el panorama teatral de las primeras compañías de actores profesionales, de la mano de hombres de teatro como Lope de Rueda, que supieron crear una fórmula dramática muy influida por la lectura de la comedia latina y la comedia erudita italiana, pero a la que incorporaron, a través fundamentalmente de los pasos, toda una galería de tipos y situaciones cómicos extraídos de la propia tradición hispánica; en segundo lugar, una práctica escénica cortesana, que arranca de los fastos y ceremonias de la Edad Media, que continuaron desarrollándose a lo largo del siglo XVI, pero que al mismo tiempo produjo una tradición textual muy notable, especialmente en la primera mitad del Renacimiento (pertenecen a este ámbito las églogas, las piezas de circunstancias políticas, o los dramas-fasto, a la manera de la Trofea de Torres Naharro o la Farsa de les galères de Luis Milán); por último, una práctica escénica erudita, originada en los círculos humanistas, muy relacionada en su origen con la lectura y con el mundo del teatro escolar y universitario, que cobró fuerza en la segunda mitad del siglo XVI, y que -especialmente con la conocida como generación de los trágicos- intentó ganar la batalla por la hegemonía desde una concepción ilustrada y clasicista, pero con una voluntad clara de acercamiento a un público más amplio, ese mismo público que empezaba a llenar los primeros teatros comerciales. Las tres prácticas no se desarrollaron de modo aislado, sino que se fueron interrelacionando hasta cuajar en esa síntesis que fue la manifestación de la primera «comedia» barroca. Hay que señalar que en los últimos veinte años se ha avanzado notablemente en el conocimiento e interpretación de la compleja realidad del teatro del siglo XVI, de sus diferentes prácticas escénicas, y de los autores y las circunstancias que rodearon un conjunto de tentativas dramáticas a veces confluyentes, a veces dispares, a veces fallidas, otras que resultarían fructíferas o parcialmente fructíferas de cara al desarrollo del teatro posterior.




Hacia la consolidación del arte dramático: Actores ocasionales y lugares de representación

A las diferentes prácticas escénicas que se desarrollan a lo largo del siglo XVI corresponden diferentes condiciones de producción del espectáculo: desde las económicas (quién sufraga el espectáculo, con qué medios se realiza, dónde se representa), a las humanas (quiénes lo representan o a qué tipo de público se dirige). Desde el punto de vista que nos interesa en el presente capítulo, uno de los hitos dentro del período que estudiamos viene marcado, como hemos apuntado, por la aparición de las compañías profesionales de actores. Durante la Edad Media y hasta bien entrado el siglo XVI la actividad actoral no aparece vinculada a un oficio específico, y podemos encontrar cantores, mozos de coro, clérigos, bufones, juglares, pajes, artesanos de los gremios y personal vinculado a una corte, e incluso nobles, cumpliendo papel de actores en representaciones religiosas y espectáculos dramáticos de carácter cívico-político o cortesano, espectáculos que poseen un carácter ritual, y están vinculados a circunstancias concretas, bien las que vienen marcadas por el calendario religioso, bien las que surgen de acontecimientos de carácter político (una coronación, la entrada del rey en una ciudad) o relacionados con la vida de la corte (bodas, natalicios, cumpleaños...). Con la irrupción en el panorama teatral, hacia mediados del siglo XVI, de autores como Lope de Rueda o Alonso de la Vega se inicia la andadura del teatro profesional. Se tiende a denominar a esta generación la de los «actores-autoras», porque pertenecen a un momento de la profesión que se caracteriza por la reunión en una misma persona de las funciones de «autor» -es decir, director teatral, que es el sentido que en la época adquiere la palabra-, actor y también dramaturgo, creador de los textos que la compañía ponía en escena. Sin embargo, podemos decir que ya antes se habían empezado a desarrollar las condiciones para que se evolucionara hacia un nuevo concepto del teatro y de la representación, y se fuera abriendo paso una concepción más moderna del trabajo de actor entendido como oficio. Y en este momento inicial los núcleos cortesanos, en España, como en Italia, debieron de ser acicate de esa evolución. Es del ámbito cortesano de donde surgen los dramaturgos más innovadores de la primera generación, a caballo todavía entre el siglo XV y el XVI: Juan del Encina, vinculado a la corte de los Duques de Alba, Gil Vicente a la corte portuguesa, o Torres Naharro, relacionado con los círculos aristocrático-eclesiásticos de la Roma papal.

Se trata todavía de actores ocasionales, y de representaciones muy vinculadas a la circunstancia de la que surgen, sea ésta la de una fiesta religiosa o de carácter profano. Ese carácter circunstancial determina muchas de las características de la representación, algunas de las cuales hunden sus raíces en los fastos medievales, como puso de relieve Surtz [1979]. Tomemos como ejemplo a Juan del Encina, parte de cuya producción dramática se representó en la corte de los Duques de Alba y el resto en los mismos círculos españoles de la Roma de los papas, en los que se movía también Torres Naharro. Juan del Encina se inicia como cantor en la catedral de Salamanca, pasa como músico y cantor al servicio de los Duques de Alba en 1492, convirtiéndose en una especie de entretenedor de palacio, que escribe, pone en escena, música y representa ante los Duques sus obras. En algunas de estas églogas se presenta como el pastor Juan, que ofrece a los Duques su trabajo literario, o alude a disputas y rivalidades con sus competidores o a circunstancias relacionadas con la vida de la corte en la que se mueve («los infortunios de las grandes lluvias y la muerte de un sacristán», en la Égloga IX, o el rumor de una guerra con Francia y el temor a la partida del Duque, en la Égloga V). Las églogas representadas en el palacio de los Duques, en Alba de Tormes, recogidas en su Cancionero (1496), ofrecen al lector, aparte del texto literario en verso, breves introducciones en prosa pensadas para acercar al lector a las circunstancias originales de la representación. Fijémonos, a modo de ejemplo, en la introducción de la Égloga I:

«Égloga representada en la noche de la Natividad de Nuestro Salvador. Adonde se introduzen dos pastores: uno llamado Juan y el otro Mateo. Y aquel que Juan se llamava entró primero en la sala adonde el Duque y Duquesa estavan oyendo maitines y, en nombre de Juan del Enzina, llegó a presentar cien coplas de aquesta fiesta a la señora Duquesa. Y el otro pastor llamado Mateo entró después desto y, en nombre de los detratores y maldizientes, començóse a razonar con él. Y Juan, estando muy alegre y ufano porque sus señorías ya lo habían recibido por suyo, convenció la malicia del otro. Adonde prometió que, venido el mayo, sacaría la copilación de todas sus obras, porque se las usurpavan y corrompían».


[97]                


El propio Juan del Encina escribe la égloga, que ofrece materialmente a los duques durante la representación, al mismo tiempo que se transforma en actor, representando bajo el nombre del pastor Juan, pero aludiendo a las circunstancias reales de su entrada al servicio de los duques, y manifestando al mismo tiempo su preocupación como poeta respecto a la difusión de su obra. Así, Juan del Encina reúne las funciones de dramaturgo, de actor, de director de escena -pues hay que suponerlo participando en los preparativos de la representación-, e incluso de músico o cantor, interviniendo en los villancicos que se integran en sus obras, habitualmente al final, a manera de cierre musical.

La literatura, el teatro, la representación se convierte en el caso de Juan del Encina, como en el de Torres Naharro, en un medio útil para su promoción social. No tanto porque cobren directamente por su trabajo, sino porque sus habilidades artísticas les sirven para sobrevivir bajo la protección de un mecenas, y recibir compensaciones en especie. Es así cómo, de una manera todavía laxa, se va abriendo una cierta conciencia de profesionalidad en relación con la actividad teatral, no sólo respecto a la escritura, sino también a la representación. Como ha escrito Profeti, con la entrada en la sala de palacio de Juan del Encina disfrazado de pastor para representar sus églogas, se verifica también la entrada del profesional en el espacio escénico [1994: 35]. Obsérvese que, especialmente en esta etapa de la historia teatral, no es la temática (religiosa o profana) la que condiciona el tipo de espectáculo, o su adscripción a una práctica escénica concreta, en este caso la cortesana, sino el lugar en que se produce (sea sala o capilla de palacio), quién promueve y costea la representación (un señor, a cuya «casa» aparece vinculado el dramaturgo), quién asiste como público (el círculo cercano a los Duques) y la circunstancia excepcional en la que se produce, la de una fiesta.

Esa conciencia de profesionalidad se hace más relevante en el caso de Torres Naharro. En su Proemio a la Propalladia (1517), a la hora de justificar su fórmula teatral -anticipando la posición que casi cien años después adoptaría Lope en su Arte nuevo (1609)-, no encuentra mejores argumentos que aquellos que se fundan en su experiencia como hombre de teatro. Subrayemos de paso que su punto de vista, alejado del culto al clasicismo, resulta tremendamente original en el contexto de la época y el lugar en que Torres publicó y probablemente representó todas o la mayor parte de sus obras: la Italia del Renacimiento. A la hora de dar su definición de comedia, Torres Naharro no olvida subrayar el carácter «activo» del género teatral, apartándose así de las meras lecturas académicas de la tradición humanística: «comedia no es otra cosa sino un artificio ingenioso de notables y finalmente alegres acontecimientos, por personas disputado» (la cursiva es mía). Inmediatamente, al referirse a la división de sus obras en cinco actos, justifica su elección no tanto en la imitación de obras clásicas, como en la necesidad práctica de crear «descansaderos», dando un respiro a quienes representan y a su público para que la comedia resulte «mejor entendida y rescitada». Aunque el teatro de esta primera parte del XVI tenía que tener en buena medida un carácter recitativo (al que es obvio que las formas métricas, vinculadas a la tradición cancioneril, contribuirían), el propio Torres Naharro nos ofrece ya en el introito de la Himenea un testimonio de su valoración de la técnica del actor en la representación:


«Y aunque vergüença traía
de meter mis suzios pies
en un tan linpio lugar,
soprico a la compañía
perdone, pues que ansí es,
lo que se puede emendar.
Que si cayeron en mengua
mis groseros pies villanos,
ayudalles han las manos,
como a las manos la lengua,
por un modo
que el ingenio supla todo».


[vv. 133-144]                


Es probable que, como se supone para el caso de Juan del Encina, Torres Naharro interviniese ocasionalmente como actor en las representaciones de sus obras, quizá al menos en el papel de pastor en los introitos de sus comedias. En el fragmento anterior, Torres Naharro juega con el doble sentido del término «pie»: en sentido literal, el pastor se refiere a sus humildes pies, pero en sentido figurado el dramaturgo alude a los «pies» de sus versos, una broma que Torres ya emplea en el introito de La Tinelaria para defender, también en primera persona, bajo el disfraz de pastor, la mezcla de lenguas: «si mis versos tienen pies, variis linguis tiren coces» (vv. 31-32). El autor se disculpa ante su público de los errores del texto literario, refiriéndose a la importancia que adquieren como correctivo el gesto («las manos») y la dicción, la entonación («la lengua»). En este sentido, ya Sito Alba [1983: 379] llamó la atención sobre el avance importante en el desarrollo de la técnica de la representación que apunta también una obra como la Farsa o cuasicomedia de Prabos y Antona de Lucas Fernández, en cuyo argumento inicial el autor subraya la entrada del pastor en escena «muy fatigado de amores», y la necesidad de que su parlamento se pronuncie «arrojado en el suelo, contemplando y hablando en su mal», como subraya también la ulterior acotación («aquí se sienta el pastor en el suelo»). Como Encina, y probablemente Lucas Fernández, Torres Naharro reúne en una persona varias funciones, pero en su caso la conciencia de profesionalidad resulta más acusada, y se hace patente en ocasiones por boca del pastor de sus introitos («que no quiero más merced / de quanto pesa el servicio», Himenea, vv. 161-62), o de los criados: «Lo que somos obligados / es servir cuanto podemos, / y también que trabajemos / en que seamos pagados [...] Vivamos sobre el aviso, / que sin duda el hospital / a la vejez nos espera» (Himenea, vv. 939-41,959-60).

El paso desde la vinculación a una casa señorial o a la Iglesia, o a ambas a la vez (como se producirá también en autores como Lucas Fernández, Diego Sánchez de Badajoz, Pedro Manuel de Urrea, Juan Fernández de Heredia, Luis Milán...), hasta la dependencia de un público más amplio y heterogéneo, que paga por ver la representación, explica las crecientes diatribas contra el «vulgo fiero», tan frecuentes desde fines del XVI que llegarían a convertirse en un tópico. Un tópico que, sin embargo, es significativo de ese cambio en la relación entre el dramaturgo y su público. Aunque todavía desde un ámbito cortesano, en Torres Naharro se empieza a atisbar la conciencia profesional de quien entiende -probablemente, como en el caso de Encina, por su origen social marginal respecto a la condición nobiliaria-, que las funciones que desempeña, como autor, actor o director de escena, en definitiva como artista, constituyen un trabajo que merece ser recompensado.

Pero en cualquier caso, bien sea en el ámbito de la corte, en el de la Iglesia o en el de las representaciones académicas de universidades y colegios, nos encontramos todavía en las primeras décadas del siglo XVI con actores que lo son ocasionalmente. Del mismo modo que el arte de representar resulta no estar todavía vinculado a un oficio específico, la representación no aparece ceñida a un espacio arquitectónico autónomo, escindido del espacio real y cotidiano. En esta concepción del espacio escénico como una parte del espacio real, que se transforma durante el tiempo que dura el espectáculo en lugar teatral, las obras más antiguas del período que tratamos revelan todavía rasgos de una concepción medieval del espacio teatral. Volvamos sobre la introducción de la Égloga I de Juan del Encina, en la que se menciona como lugar de la representación una sala de palacio, en donde irrumpen los personajes. La línea divisoria entre espacio teatral y espacio real y la línea que separa al público de los actores no está claramente establecida por los límites de un tablado. El espacio teatral es la propia sala y por ello es frecuente que los personajes (actores) traspasen en este tipo de espectáculos la línea imaginaria que los separa de su público (y por tanto la línea que separa la ficción teatral de la realidad), interpelando directamente a los duques o entregándoles presentes, como hace el pastor Juan (Encina) al entregar a la duquesa su obra. Hay que observar, sin embargo, que algunos de estos rasgos son inherentes a la fiesta dramática cortesana que, por su carácter de representación para una celebración ad hoc, fuera de la cual pierde una parte fundamental de su sentido, se presta a las interpelaciones de los actores al público, a su integración en el espectáculo, o a las alusiones a las circunstancias de la realidad que motivan la fiesta, y al elogio de quienes son, entre el público, los verdaderos protagonistas de una celebración que tiene fundamentalmente un carácter áulico (reyes, príncipes, grandes nobles...). Por ello, aun cuando hayan surgido en el XVII espacios teatrales autónomos, incluso específicamente cortesanos (como el teatro del Buen Retiro) algunos de estos rasgos mantendrán plena vigencia.

Pero de momento, si algo caracteriza el hecho teatral en el XVI, y especialmente antes de la aparición de los primeros edificios teatrales, es la variedad de lugares que se pueden convertir en espacios aptos para la representación: la sala, el patio o incluso la capilla de un palacio, pueden ser el ámbito de la representación cortesana concebida para un público privilegiado. En España durante las primeras tres décadas del siglo los espacios de representación cortesana aparecen monopolizados por las églogas pastoriles, que constituyen básicamente teatro de la palabra, con poca elaboración de la parte material de la representación (limitada fundamentalmente al vestuario y al atrezzo pastoril). Pero la práctica escénica cortesana no sólo se relaciona con la representación de piezas dramáticas, sino también con fastos espectaculares que pueden llegar a estar muy elaborados desde el punto de vista material de la representación: es el caso de las máscaras, que tienen su origen en los momos medievales, y cuyo nombre deriva de las máscaras con que se cubrían los participantes. Como ejemplo de este tipo de espectáculo, protagonizado por los propios cortesanos, se pueden recordar las máscaras que tuvieron lugar en los salones del Alcázar de Madrid en 1564, concebidas como una especie de juego de damas, enfrentadas en dos grupos, uno encabezado por la reina Isabel de Valois y el otro por la princesa Juana, cada uno de los cuales representaba sucesivamente un cuadro de carácter teatral (o «invención»), consistiendo el juego en adivinar por turnos, bien la princesa, bien la reina, detrás de qué máscara se ocultaba su contrincante. Veamos la descripción de una de las «invenciones»:

«La quinta invençión de la prinçessa fue una cueba encantada metida entre muy grandes peñas. Heran tan hermoseas, que parecían naturales. Aquí estaba encantada una pastora. Desta cueba salían ocho sierpes tan espantables, que pareçían estar vibas. Junto a ellas estaban cuatro encantadores y cuatro encantadoras con velas ençendidas y libros en las manos. Y luego como entró la reina, començaron las sierpes a dar silbos y a batir las alas y echar fuego por las bocas, y los encantadores haçían grandes visajes, y las encantadoras lo mismo, haçiendo muestras que se les acababa el encantamento. Y luego la pastora començó a cantar muy suabemente [...] hiço después una oración en que decía a la reina que señalase una de las sierpes, y aquella que su Magestad señalase sería libre del encantamento en que estaba».


[Ferrer, 1993: 187]                


En este tipo de fiesta encontramos desarrollados aspectos como la música, el canto, el vestuario o los decorados. Aunque no tengamos en esta etapa detalles técnicos sobre el modo de elaborar la escenografía, ésta podía llegar a ser muy costosa, a juzgar por los pagos que se realizaban a pintores y escultores, como los recibidos en 1565 por los escultores italianos Juan Antonio Sormano y Juan Bautista Bonanome, o por el pintor Antonio de la Viña en concepto de «lienzos y otras cosas» [Ferrer, 1991: 71-72].

Otro espectáculo característicamente nobiliario, el torneo, podía llegar a desarrollarse notablemente como espectáculo dramático. Es el caso del celebrado en 1554 por el Conde de Benavente en el patio del castillo de la villa de Benavente para agasajar al príncipe Felipe, en el que cada cuadrilla de participantes, antes de tornear, presentaba una «invención», con personajes, escenografía sobre carros, y un mínimo desarrollo dramático. Así, acompañando a una de estas cuadrillas,

«entró otra invención, que al parescer sus insignias eran de muerto, la cual venía, a manera de ataúd, en una gran caxa muy bien obrada una donzella tendida cubierta de un cendal de seda negra [...]. Y esta donzella se venía quexando del Dios de Amor, el cual venía encima de un cavallo blanco muy galán, bendados los ojos; y al medio del patio, al dar de la buelta en medio del palenque, fue arrebatado de encima del cavallo de un cordel que artificiosamente estava hecho, y ansí apáreselo luego a vista de todos en el aire echando de sí gran numero de coetes».


[Ferrer, 1993: 180]                


Como muestra de las interferencias entre fiesta y teatro se puede recordar también la representación de una parte del Amadís que tuvo lugar en 1570 en una plaza pública en Burgos, ante la reina Ana de Austria, con unos decorados que representaban la ciudad de Londres: «Un perfecto edificio, el qual representava la pintura de una muy perfecta ciudad, puesta en muy buena perspectiva, en las calles, casas y plaça, y ventanas tan bien repartidas, que aunque era el sitio breve, se remediava este inconveniente, con la subtileza, traça y buen ingenio del architecto y pintor» [Ferrer, 1993: 193]. La representación finalizó con una batalla de galeras sobre ruedas y un torneo.

Los jardines, que adquirirían un gran relieve como espacio teatral en el Barroco, también podían llegar a convertirse en el XVI en lugar del espectáculo teatral. A modo de ejemplo podemos evocar el descrito por Luis Milán en El cortesano (1561), que tuvo lugar en los jardines del palacio virreinal de Valencia, probablemente hacia 1535, ante la virreina Germana de Foix y su marido el Duque de Calabria, y que consistió en una fiesta inspirada en las italianas Fiestas de Mayo, ejecutada por los cantores del Duque, disfrazados de alegoría del mes de mayo y Ninfas, y que contó con la participación de los propios cortesanos y también con una elaborada escenografía:

«Estaba un cielo de tela, pintado tan natural que no parescía artifical, con un sol de vidro como vidriera, que los rayos del otro verdadero davan en él y le hacían dar luz, no faltando estrellas que por subtil arte resplandescieron a la noche. Debaxo dél havía una bellísima arboleda [...]; y en medio deste edificio estava una plaça redonda arbolada al entorno de cipreses con assentaderos, donde estava una fuente de plata, que sobre una columna tenía la figura de Cupido».


[Ferrer, 1993: 118 ss.]                


Este gusto por la elaboración de los aspectos más materiales de la representación, que revelan ya los fastos cortesanos del XVI, acabaría repercutiendo sobre las piezas dramáticas de producción cortesana, y podemos encontrar, todavía antes de acabar el siglo, en la etapa de gestación de la Comedia Nueva, obras que participan ya de una concepción muy materializada del espectáculo, que no haría más que desarrollarse en la etapa posterior: pertenecen a este tipo la más temprana obra cortesana de Lope de Vega, Adonis y Venus, o la anónima Fábula de Dafne, patrocinada por la emperatriz María, hermana de Felipe II, y representada por damas y meninos de la corte en el monasterio de las Descalzas Reales de Madrid, ante el príncipe Felipe y su hermana Isabel Clara Eugenia, en la década de 1580 o comienzos de la de 1590 [Ferrer, 1991].

Aunque el templo dejaría de ocupar de una manera paulatina a lo largo del siglo XVI el lugar relevante que había ocupado como espacio escénico durante la Edad Media, todavía, especialmente en la primera parte del XVI continúa siendo espacio apto para la representación religiosa (alguna de las obras de Lucas Fernández o Diego Sánchez de Badajoz hay que imaginarlas en este marco). La introducción progresiva de elementos cómicos en las representaciones religiosas, fue elemento decisivo para su definitiva (salvo excepciones) expulsión del templo. La festividad del Corpus se convertiría en el XVI y en el XVII en la fiesta religiosa por antonomasia, y la calle en el espacio propio de las representaciones de autos, que tenían lugar sobre los mismos carros móviles que participaban en la procesión, y que podían contar con elementos de decorado (algunos de tradición medieval, como la montaña). Véase, a manera de ejemplo, los datos que ofrece el contrato de Martín de Laredo para representar en 1545 en Valladolid el auto de La visitación que Nuestra Señora hizo a Santa Elisabeth:

«en un carro mucho bien aderezado que han de llevar la montaña que Nuestra Señora subió y la casa de Zacarías y a Santa Elisabeth, a San Joseph y los ángeles que van administrando a Nuestra Señora por el monte, y en aquel comedio que Nuestra Señora va por la montaña habrá música de cantores y darán un villancico en loor de Nuestra Señora y después de acabadas las salutaciones comenzará Nuestra Señora el canto del Magnificat, y los cantores prosiguen el Magnificat moviendo el carro».


[Fernández Martín, 1988: 24]                


También los patios de colegios o universidades podían convertirse en espacio apto para las representaciones, protagonizadas en este caso por estudiantes en papel de actores. Sobre todo a partir de mediados de siglo, con la incorporación de los colegios de jesuitas a este tipo de actividad teatral de orientación académica, la puesta en escena y la elaboración de la parte material de las representaciones llegó a hacerse muy compleja [Menéndez Peláez, 1995: 61]. Aunque no abunden las descripciones de la puesta en escena de estas representaciones en su fase más temprana, conforme fue avanzando el siglo se vieron progresivamente enriquecidas, tanto en decorados como en vestuario y utillaje. Así, por ejemplo, la obra más conocida del teatro de colegio, la Tragedia de San Hermenegildo, fue representada en 1591 en un patio, el del sevillano colegio de San Hermenegildo, en cuyo espacio se distribuyó el público (autoridades civiles y eclesiásticas, nobleza, colegiales y familiares), tanto en los asientos situados en el corredor superior como en los tablados y bancos ubicados en el mismo patio. Sobre el escenario, levantado en uno de los laterales, se construyeron los decorados, que simulaban los muros y una puerta de entrada a la ciudad de Sevilla, con dos torres. Durante uno de los intermedios, el lienzo que representaba una de las torres caía para dejar ver «seis grutas de yedra y arrayán donde, después de derrivado aquel lienzo, aparecieron en el entretenimiento seis niños en trage de ninfas» [Alonso Asenjo, 1995: 471].

La calle o la plaza fue también espacio apto para los espectáculos de celebración cívico-política, que tenían como motivo el recibimiento en la ciudad de personalidades o la celebración de un acontecimiento político (un tratado de paz, una victoria militar...). Las entradas reales son quizá el espectáculo que, aunque de origen medieval, gozó de mayor fortuna a lo largo del siglo y sufrió un mayor desarrollo dramático, manteniendo su vigencia, aunque ya en formas muy esclerotizadas, en el XVII. Puede servir de ejemplo el espectáculo organizado con motivo de la entrada en Salamanca en 1543 de la princesa María, primera esposa de Felipe II, para el cual se habilitó como espacio escénico una de las puertas de entrada a la ciudad, sobre la cual se construyó con material efímero un arco triunfal, con cuatro «nubes», nombre que recibían los tradicionales mecanismos de tramoya área, que tenían su origen en los espectáculos religiosos medievales. Varios niños, uno disfrazado de Mercurio y otros representando a las Virtudes Cardinales, escenificaron la ceremonia de recibimiento, con parlamentos cantados dirigidos a la princesa, mientras descendían del interior de las nubes para entregar objetos emblemáticos, entre ellos las tradicionales llaves, símbolo del acatamiento de la ciudad al poder real [Ferrer, 1993: 135 ss.].

A pesar de la aparición de un teatro regular y de edificios estables para albergar representaciones teatrales, muchos de estos lugares de representación, y algunos espectáculos, como el que acabamos de describir, mantendrían su vigencia a lo largo del siglo XVII.




La aparición de las primeras compañías profesionales y el surgimiento de los «corrales»

Durante algún tiempo se solía considerar una pragmática sobre el uso de trajes suntuarios, promulgada por Carlos V en 1534, como la prueba más temprana de la existencia de actores profesionales: «ítem mandamos que lo que cerca de los trages está prohibido y mandado por las leyes de este título, se entienda asimismo con los comediantes, hombres y mugeres, músicos y las demás personas que asistan en las comedias...» [Cotarelo, 1997: 619]. Hoy en día se tiende a relativizar el valor de este testimonio pues, como ya puso de relieve Shergold [1967: 151], la redacción de la ley en el estado en que la conservamos parece corresponderse con una reelaboración realizada en el siglo XVII y recopilada de nuevo en el XVIII. En el mismo sentido ha insistido más recientemente Diago [1990: 43], al observar que el término «comediante», de procedencia italiana, resulta anacrónico en una fecha tan temprana, en la que son más habituales los de «farsante», «representante», «recitante».

En cualquier caso, y a pesar de las dudas que pesan sobre este testimonio, las primeras noticias que nos permiten documentar la actividad profesional de actores no son muy lejanas en el tiempo a esta fecha. Otro testimonio que se suele traer a colación entre la crítica es el de Cristóbal de Villalón, quien en su Ingeniosa comparación entre lo antiguo y lo presente (1539) se refiere a las representaciones en Toledo de un grupo encabezado por «los Correas»:

«En las representaciones de comedias que en Castilla llaman farsas, nunca desde la creación del mundo se representaron con tanta agudeza & industria como agora, porque viuen seys hombres asalariados por la Yglesia de Toledo, de los quales son capitanes dos que se llaman los Correas, que en la representación contrahazen todos los descuydos & auisos de los hombres, como si Naturaleza, nuestra universal madre, los representase allí. Estoy tan admirado de los ver, que si alguno me pudiera pintar con palabras lo mucho que ellos en este caso son, gastara yo grandes summas de dineros o mendicando fuera por los ver, aunque estuvieran mil leguas de aquí».


[Shergold, 1967: 151]                


Todo parece apuntar hacia la evidencia de que a fines de la década de 1530 y, sobre todo, durante la década de 1540 comienza a fraguar el concepto de profesionalización en lo que se refiere al oficio de actor. Los primeros documentos relacionados con Lope de Rueda lo vinculan a la representación de autos en el Corpus sevillano de 1542 y 1543, aunque es posible que hubiese empezado a representar con anterioridad. Por estas mismas fechas empezamos a encontrar noticias que testimonian una actividad profesional en diferentes puntos de la Península. Así, por ejemplo, en 1542 Manuel de Perea reconocía en Alcalá haber recibido del tesorero del Cardenal Arzobispo de Toledo 8 ducados por una «farsa» que había representado con otros compañeros [Asenjo Barbieri, 1889: 1]. Fechado también en 1542, se conserva un cuaderno manuscrito consistente en la parte que como actor le correspondía a un tal Andreu Solanell en una comedia titulada Claudina, pieza pastoril en castellano, de la que dio noticia Rubio i Balaguer [1964], y que fue representada en Puigcerdà ese mismo año. El manuscrito incluye anotaciones del propio Andreu Solanell recordando su participación, junto con otros cuatro compañeros, en farsas en Barcelona y Puigcerdà, en donde representaron una adaptación de El eunuco de Terencio, e incluso menciona haber participado haciendo el papel de galán en una comedia en latín representada por unos estudiantes en Gerona.

Hoy en día se tiende a destacar la importancia de la festividad del Corpus como cantera en la formación de futuros actores [Diago, 1990; Canet, 1991, 1997; Sentaurens, 1997]. Desde la Edad Media los gremios de los oficios participaban en la procesión del Corpus con danzas, música y representaciones de escenas religiosas, con imágenes o con personas disfrazadas, que paulatinamente fueron desarrollándose en forma de representaciones dramáticas de contenido religioso que ejecutaban los propios oficiales de los gremios. Aunque éstos continuaron participando con danzas y música en la procesión, con la aparición de las primeras compañías profesionales los Cabildos municipales, a cuyas manos pasará la organización de la fiesta a partir de mediados del siglo XVI, tendieron a ir contratando de manera progresiva a compañías y actores profesionales para representar los autos. Pero sabemos que muchos de estos primeros actores profesionales procedían del mismo ámbito gremial, y se pueden citar los casos más conocidos de Lope de Rueda que había sido batihoja, Pedro Montiel, que fue hilador, Alonso de la Vega, calcetero, o Jerónimo Velázquez, solador. Resulta significativo que algunos de estos primeros documentos se refieran a ellos por su oficio de origen, al no existir todavía una consideración legal definida del oficio, o apliquen términos de la tradición gremial para distinguir entre director de una compañía («maestro de hacer comedias») y actor («oficial de hacer comedias»). Aunque apenas sepamos nada del modo en que representaba esta primera generación de profesionales, parece bastante obvio, como ha señalado Sentaurens, que incorporaran a su bagaje como actores aquello que habían aprendido en el seno de los gremios y cofradías donde habían sido actores aficionados antes de ser profesionales. Hay que tener en cuenta por otro lado que, aparte de la representación de autos sobre carros durante la fiesta del Corpus, algunas de las danzas que se desarrollaban en el marco de la procesión podían llegar a contener una elevada dosis de dramatización, dado que en esta primera época no se había consumado todavía la división -consolidada ya en el XVII- entre danzantes del Corpus y «autores» y actores que representaban los autos. Sirva de ejemplo la descripción de esta danza que Pedro Alonso Tornero se comprometió a ejecutar en Valladolid con motivo del Corpus del año 1545, en la que puede apreciarse el desarrollo del elemento gestual y recitado, y en la que intervinieron:

«ocho reinas y un rey y un pastor y las reinas muy bien aderezadas de seda y el rey vestido de seda [...] y han de llevar dos coronas [...] y cada una reina ha de sacar en los pechos rótulos de quién es y el rey también y el pastor ha de hacer la entrada con una copla y el rey ha de decir un dicho por sí e por todas las reinas, han de salir del pabellón y ha de llevar bien aderezado de paramentos y como haya salido el pastor y haya dicho su copla han de salir el rey del pabellón y las reinas de dos en dos y ansí han de llegar danzando hasta el Santo Sacramento y allí han de hincar las rodillas todos y el rey ha de decir al Santo Sacramento por sí y por sus reinas y como le haya acatado hase de levantar e tornar danzando muy gentilmente».


[Fernández Martín, 1988: 25-26]                


Dada la indiferenciación de funciones característica de esta primera época, no resulta en absoluto extraño encontrar a maestros de danzas, como Francisco Peralta, comprometiéndose a representar en el Corpus de Valladolid del año 1545 «un auto del Juviniano ante el Santísimo Sacramento», y a sacar también ese mismo día, «una danza que es la de las tres deesas de la manzana de la discordia en que intervendrán más de las tres deesas, otra deesa de la discordia y Flora y Júpiter y Paris y sacallos un mucho bien aderezados y dirá cada uno sus dichos bien trovados y sacaré un tamborino y un pabellón muy bueno e bien aderezado», y otra danza «de seis cautivos», en la que colaboraría «un farsante» [Fernández Martín, 1988: 25].

La importancia del Corpus fue decisiva no sólo en lo que se refiere a la formación de futuros actores, sino también en la conformación del gusto de las capas más amplias de la población, que se forjó necesariamente -antes de la existencia de un teatro regular y comercial- en las fiestas y espectáculos públicos. Por otro lado, el Corpus también contribuyó a la consolidación de estas primeras compañías, pues las representaciones en el marco de la fiesta y su Octava, fueron una fuente de ingresos anual nada despreciable para su conservación.

Otra importante fuente de ingresos para estos primeros actores, que no contaban con locales estables en donde ejercer su nuevo oficio, fueron las representaciones en casas particulares (de nobles, patriciado urbano, clérigos...). Sabemos, por ejemplo, que en 1543 Hernando de Córdoba recibió un pago de la Duquesa de Osuna por haber acudido desde Sevilla junto con sus compañeros para representar una farsa en su presencia [Sentaurens, 1984: 93], y en este mismo año el Duque de Arcos contrataba a los actores Juan de Aguilera y Jerónimo Cornejo, llegados también desde Sevilla para representar en Marchena en diversas fiestas privadas organizadas en su palacio [Sanz y García, 1995: 493]. Es bastante conocido el testamento de Lope de Rueda, fechado en 1565, en el que dejaba constancia de cierta cantidad que le adeudaba el clérigo de la catedral de Sevilla Juan de Figueroa por haber representado en su casa durante doce días una «farsa». Este Juan de Figueroa, sobrino y editor del teatro de su tío Diego Sánchez de Badajoz, fue un gran aficionado al teatro, y él mismo participó durante varios años, entre 1559 y 1562, en el Corpus de Sevilla [Sentaurens, 1984: 165-67], e incluso representó como actor aficionado, según se desprende del proceso entablado años después, en 1595, por el ex farsante Tomás Gutiérrez [Canavaggio, 2000: 40]. También la Comedia de Sepúlveda, redactada entre 1565-66, nos ofrece un testimonio de las representaciones en casas o patios particulares de Sevilla como algo habitual [Alonso Asenjo, 1990: 108].

Junto a los testimonios de representaciones particulares en casas y palacios privados, hay que tener en cuenta también las representaciones en la Corte y la participación de profesionales en festejos organizados por la nobleza para agasajar a miembros de la familia real, como los promovidos en 1554 por el Conde de Benavente para recibir al príncipe Felipe, entre los cuales Lope de Rueda representó «un auto de la Sagrada Scriptura, muy sentido, con muy regocijados y graciosos entremeses». Las representaciones de grupos de actores profesionales ante miembros de la familia real están bien documentadas y especialmente destaca en esta primera época el papel como promotora de la actividad teatral en la corte de la reina Isabel de Valois, tercera esposa de Felipe II, en cuya presencia representaron entre 1561 y 1568 autores como Lope de Rueda, Alonso Cisneros, Jerónimo Velázquez, Gaspar Vázquez, Alonso y Damián Rodríguez, o Francisco y Juan de la Fuente [Ferrer, 1991: 68 ss.].

La participación de profesionales en espectáculos promovidos por aficionados, en diferentes ámbitos, parece haber sido también una opción económica para algunos de estos primeros actores. Arriba mencionábamos el caso de Andreu Solanell, que participó en Gerona en la representación de una comedia en latín ejecutada por estudiantes, en un ámbito por tanto académico. Otro ejemplo de este tipo de colaboración lo ofrece el caso de Pedro de Montiel, que fue actor de la compañía de Lope de Rueda, y que en 1563 recibió un elevado pago por haber tomado parte en una representación de una farsa ejecutada en la catedral de Sevilla en la noche de Navidad por un grupo de actores aficionados, a los que quizá habría dirigido, como supone Sentaurens por la elevada cantidad que se le pagó [1984: 22].

Así pues, por diferentes vías, antes de la entrada en funcionamiento de los teatros comerciales, estos primeros actores se fueron consolidando como profesionales, organizándose en compañías para representar en iglesias, en calles y plazas, en casas y palacios particulares, o en la propia corte. Como se ha señalado, apenas si sabemos nada sobre el modo de representar de estos primeros profesionales, aunque la pura deducción induce a pensar que aquellos que provenían de ámbitos gremiales debieron de incorporar a su modo de representar su experiencia como participantes en las celebraciones del Corpus, celebraciones en las que, como sabemos, tenía gran importancia el elemento musical, el canto y la danza.

Durante mucho tiempo se dio también gran importancia a la influencia que supuestamente habrían tenido las compañías italianas de la commedia all'improvviso -o commedia dell'arte, según una etiqueta más conocida, aunque acuñada en el siglo XVIII- sobre el modo de representar y la organización de las primeras compañías de actores profesionales y en especial sobre Lope de Rueda. Estas compañías desarrollaron una técnica muy basada en la creación de tipos teatrales, en el gesto y en el movimiento, y en un trabajo creativo del actor, en el que se hacía descansar el espectáculo más que en el propio texto teatral. El término «improvisación» aplicado a este tipo de teatro de origen italiano resulta no obstante engañoso, porque la técnica, al menos la de las primeras generaciones de actores de la commedia dell'arte, requería un trabajo y una formación, incluso de tipo libresco, capaz de permitir al actor construir su personaje con material de aluvión, procedente de sus lecturas y de su propia experiencia, hasta llegar a convertirlo en un tipo dramático con unas características y un aspecto definidos (incluidos gestos, atuendo, e incluso máscara), elementos que llegarían a formar parte de un código teatral reconocible por el público, de manera que la sola presencia del tipo sobre el escenario desplegaba ante el espectador un horizonte de expectativas respecto al juego que podía dar el personaje. A partir de scenari o soggeti, esto es, a partir de bocetos o esquemas de argumentos, los actores de la commedia all'improvviso iban creando un espectáculo teatral cuyo resultado, al no existir un texto completamente desarrollado de antemano en todos sus detalles, no era nunca exactamente el mismo [Taviani y Schino, 1982].

La supuesta influencia de las compañías italianas sobre las españolas en esta primera época, asumida entre la crítica hasta fechas recientes, se fundaba en un documento, fechado en 1538, a partir del cual se testimonia la presencia de un tal Mutio, «italiano de la comedia», junto con otros actores también italianos, que habrían representado en el Corpus de Sevilla de este año. Sentaurens [1984: 92-93] fue el primero en cuestionar la validez de esta fecha. Entre otros argumentos utilizados por el investigador francés hay que señalar el hecho de que la fecha del documento sea de mano diferente, y éste se incluya además en un legajo junto a otros documentos fechados entre 1580 y 1599, el hecho de que se mencione la concesión de la «joya» (una especie de premio económico para la compañía que mejor representaba), costumbre que no se estableció en Sevilla hasta después de 1556, y el hecho también de que se mencione al municipio, y no a los gremios, como organizador de los autos, situación que no se produce en Sevilla hasta 1554. En realidad, concluye Sentaurens, habría que adscribir la noticia a 1583, y quizá a la compañía del famoso actor italiano Ganassa, que representó en el Corpus Sevillano de 1583, y en la que actuaba como «procurador» (una especie de apoderado para los asuntos legales de la compañía), un tal «Curcio», de cuyo nombre, supone el investigador, «Mutio» sería una errónea transcripción.

Los argumentos de Sentaurens, en general aceptados por la crítica [Diago, 1990; Presotto, 1994; Froldi, 1996; Ojeda, 2000], junto a un mejor conocimiento del proceso que condujo al nacimiento de las compañías de la commedia dell'arte en Italia, han llevado a un replanteamiento de la cuestión. Froldi [1996] se ha referido al desarrollo de un proceso paralelo tanto en Italia como en España, proceso que habría conducido en ambos países al surgimiento de las primeras compañías profesionales, sin que sea preciso explicar el nacimiento de unas por la influencia directa de las otras. Por otro lado, hay que recordar que las primeras compañías de actores profesionales en Italia empiezan a formarse por las misma fechas que las españolas, y que el primer documento conservado en relación con el asiento de una compañía profesional en aquel país, en concreto en Padua, es de 1545 [Presotto, 1994].

Si bien resulta discutible en fechas tan tempranas la influencia directa de compañías de la commedia dell'arte a las que actores-autores como Lope de Rueda habrían visto representar, la propuesta teatral de los actores-autores tenía mucho en común en su planteamiento con la de otros profesionales italianos. Aunque en el caso de los españoles no podamos hablar de un teatro creado a partir de simples bocetos o esquemas arguméntales, su fórmula teatral se apoya también de manera fundamental en el trabajo del actor, a través de la elaboración de tipos cómicos, con rasgos físicos definidos, gestos y un lenguaje peculiar (la negra, el vizcaíno, el portugués, la gitana, el bobo...), que se insertan por medio de pasos (o intermedios cómicos), en un texto mayor, sea comedia, coloquio, auto religioso..., llegando a constituir una galería de personajes y situaciones cómicas recurrentes, que fueron elemento clave del éxito de Lope de Rueda entre sus contemporáneos (recordemos que Cervantes lo evocó en el prólogo de sus Ocho comedias y ocho entremeses, representando los papeles de negra, rufián, bobo y vizcaíno). Vale la pena observar que, frente a las fórmulas anteriores, el uso de la prosa, por el que se decantan los dramaturgos de esta generación, justificado por Timoneda en el prólogo a sus Tres comedias (1559), proporciona al actor una mayor libertad para que pueda desarrollar su creatividad in itinere, en el transcurso de la representación.

En resumen, si se puede hablar de influencia italiana sobre las primeras compañías profesionales españolas, ésta se relaciona con el aprovechamiento por parte de los dramaturgos de esta generación (Lope de Rueda, Alonso de la Vega, Timoneda...) para crear sus propios argumentos de otros procedentes de fuentes literarias italianas (la novela, la comedia erudita), que contribuyeron a la incorporación de mecanismos de intriga y enredo. A partir de elementos de procedencia diversa (tradición pastoril, comedia latina, fuentes italianas, personajes cómicos procedentes de la propia tradición...), Lope de Rueda creó un tipo de teatro que atrajo a una masa de público heterogénea, y los testimonios que lo vinculan a diferentes ámbitos de representación, desde los más elitistas a los más populares, así lo demuestran. Por eso la crítica moderna ha cuestionado la imagen de un Lope de Rueda vinculado a unas condiciones precarias, representando en míseros mesones y ante un público exclusivamente popular, una imagen legada por hombres de generaciones posteriores a Lope de Rueda, como Juan Rufo, Cervantes o Lope de Vega [véase §1.15].

Descartada la fecha de 1538, la segunda fecha relevante resulta ser la de 1548, cuando se documenta la representación en Valladolid, en el marco de los festejos por la boda del archiduque Maximiliano de Ausburgo, sobrino de Carlos V, y de María, hija del Emperador, de una obra de Ludovico Ariosto, / suppositi, dirigida por un miembro de la Academia de los Intronati de Siena, el «Arico». Sin embargo, la representación se enmarca en un contexto cortesano, fue representada con todo el lujo de vestuario y aparato escénico requerido para la ocasión, y se trata de una comedia erudita, como las que había podido ver Carlos V y su séquito de cortesanos en sus viajes por Italia, y como las que serían ofrecidas al príncipe Felipe en el invierno de 1548-49 a su paso por varios de los estados italianos, figurando precisamente como uno de sus acompañantes durante la etapa italiana de su viaje Alessandro Piccolomini, miembro de la citada Academia [Ferrer, 1991: 59 ss.]. Si bien la obra pudo ser representada, como supuso Arróniz [1969: 206-07], por una compañía profesional italiana, la representación queda circunscrita a un ámbito de formación y de procedencia culto y académico, y nada documenta la presencia de más compañías italianas en España en esas fechas. Las intensas relaciones con Italia durante el reinado de Carlos V explican, por otro lado, el interés en el ámbito de la corte por los espectáculos y los textos dramáticos de procedencia italiana, y quizá no haya que descartar la influencia que el interés por parte de este tipo de público pudo tener en la apropiación de temas y comedias de origen italiano por parte de la generación de los actores-autores.

Aunque en vida de Lope de Rueda no sepamos de la construcción de edificios específicamente teatrales o corrales, nombre que recibirían mayoritariamente en el Reino de Castilla los teatros comerciales, es en la época de este autor cuando comienzan a sentarse las bases de una actividad teatral regular que, para desarrollarse de manera estable, iba a necesitar de un espacio teatral específico. De hecho se sabe que en 1558 Lope de Rueda solicitó permiso al Ayuntamiento de Valladolid para construir unas casas, petición que se ha supuesto que podría haber estado relacionada con la construcción de un corral de comedias, aunque no debió seguir adelante con su plan, pues al año siguiente ya había abandonado la ciudad [Alonso Cortés, 1923: 15]. En cualquier caso, en los años posteriores comenzamos a encontrar documentos que nos testimonian la utilización y adaptación de patios de edificios (o «corrales») para la representación y, finalmente, la construcción de edificios de nueva planta en diferentes lugares de la Península [Díez Borque, 1991]. Aunque en los primeros años la iniciativa privada, en lo que se refiere al aprovechamiento económico del negocio teatral en un sentido empresarial, parece haber sido importante, a través del alquiler de patios por parte de sus propietarios a las compañías, pronto la gestión empresarial empezó a vincularse a las cofradías que administraban los hospitales de caridad, que encontraron en las limosnas con las que se gravaban las representaciones un medio económico vital para su conservación. En Madrid la Cofradía de la Pasión, fundada en 1565, recibió autorización para obtener una parte del producto de las representaciones teatrales, y a partir de 1568 empezó a gestionar representaciones en el patio de su hospital. A ella pronto se sumaría, a partir de 1574, la cofradía de la Soledad, y ambas pasarían a controlar la gestión de las representaciones en Madrid, creando un modelo de explotación que se adoptaría rápidamente en otros lugares de la Península. Dado el éxito del negocio teatral en la primera época, arrendaron otros patios o corrales de propiedad particular, acondicionándolos para la representación, como el corral de La Pacheca, el de Burguillos, o el de La Puente. Finalmente adquirieron en propiedad solares para administrar el negocio sin intermediarios, inaugurándose el corral de la Cruz, en 1579, y el del Príncipe en 1583 [Sanz/García, 2000]. El nombre de «corrales», que continuaron recibiendo los nuevos edificios, tiene que ver con el hecho de que su estructura de base continuaba siendo la de un patio rectangular abierto al cielo, con ventanas y tablados laterales para los espectadores, corredores superiores y un tablado para la representación, a cuyas espaldas se situaba el vestuario. Las puertas de entrada eran varias y funcionaban a manera de criba que permitía separar al público según su sexo, y su condición social. Existía una galería alta para las mujeres, situada en el lado del patio frontero al tablado de representación, que en Madrid recibió el nombre de cazuela. Las localidades más económicas eran las del área central del patio, en la que el público masculino asistía de pie a la representación [véase § 1.21 para la evolución de los corrales y sus variantes peninsulares].

La actividad teatral organizada comercialmente se extendió también por otros lugares de la Península: Valladolid, Valencia, Sevilla, Zamora, Barcelona, Granada, Zaragoza, Murcia... [Shergold, 1967: 195]. Un ejemplo de los intentos por parte de la iniciativa privada de aprovechar el nuevo negocio, lo protagonizó en Valladolid el autor Mateo de Salcedo, quien en 1575 inauguró el corral de la Longaniza, que tuvo, sin embargo, muy corta vida, pues inmediatamente entró en conflicto con el monopolio que pretendía ejercer sobre las representaciones la Cofradía de San José, en el patio de cuyo Hospital realizó obras de acondicionamiento para convertirlo en lugar teatral [Alonso Cortés, 1923: 15 ss.]. Valencia fue también un importante foco teatral. Esta ciudad contaba ya desde 1566 con una calle que recibía el nombre de «calle de las Comedias», y sabemos que existían en la ciudad lugares que albergaban representaciones y espectáculos circenses, como el conocido «Hostal del Gamell», activo entre 1577 y 1598, o el patio de la Cofradía de Sant Narcís, o el conocido popularmente como «Els Santets». Valencia se sumó pronto al modo de explotación madrileño y el Hospital General inició en 1582 las obras del que sería el primer teatro construido ex professe en la ciudad, inaugurado en 1584 y conocido como «Casa de l'Olivera» [Sirera, 1986]. Sevilla fue también una de las ciudades con mayor actividad teatral en la primera etapa de funcionamiento de los teatros comerciales y ello tuvo mucho que ver, como ha señalado Sentaurens [1984], con el hecho de que hasta comienzos del siglo XVII la gestión teatral no pasó de manos privadas a manos municipales. Así, hasta 1598 sabemos de la existencia en la ciudad de hasta seis corrales de comedias, aunque no todos se mantuviesen abiertos al mismo tiempo. Algunos de los primeros corrales surgieron como adaptación de las posibilidades arquitectónicas que creaban en esta ciudad la existencia de numerosos patios de vecindad: los corrales de doña Elvira y don Juan, son representativos de este modelo, y ambos, junto con el de las Atarazanas, estaban en activo desde los años de 1570.

Si antes descartábamos la fecha de 1538, y relativizábamos el alcance de la de 1548 para documentar la presencia de compañías italianas de la commedia dell'arte, hay que dar relieve sin embargo a la fecha de 1574, pues es cuando comienza a documentarse de manera significativa la llegada de compañías italianas, siendo este año cuando se testimonia la presencia en España del famoso actor italiano Alberto Naselli, más conocido como Ganassa. Nada tiene de extraño, por otro lado, que compañías italianas llegaran a España durante estos años atraídas por las nuevas oportunidades económicas que se desarrollaron a partir de la apertura progresiva de los primeros teatros comerciales por toda la Península Ibérica.

Durante diez años Ganassa permaneció en España cosechando un gran éxito. Algunos testimonios nos confirman que la lengua empleada en sus representaciones era el italiano. Así lo afirma el propio Ganassa y sus compañeros en la escritura de formación de la compañía en 1580 [García García, 1993: 361]. Por otro lado, el zibaldone (o cuaderno de apuntes para la representación) del actor Abagaro Francesco Baldi, más conocido en España por su nombre artístico de Stefanello Bottarga, recientemente editado por Valle Ojeda [2000], que lo fecha entre 1574 y 1580, indica que, aunque progresivamente las compañías italianas debieron incorporar el castellano a sus espectáculos, la lengua básica de sus representaciones era el italiano, según prueban también otros testimonios, como el incluido en los Diálogos de la agricultura (1589) de Juan de Pineda [Cotarelo, 1997: 505]. A pesar de que buena parte del espectáculo de las compañías de la commedia dell'arte descansaba, como se ha dicho, en la mímica, la gestualidad y en una muy elaborada tipología de personajes, la lengua fue probablemente uno de los obstáculos principales para que su éxito no se prolongase más allá de la década de 1590. Así parece sugerirlo el enfrentamiento en 1581 entre el famoso autor español Jerónimo Velázquez y la compañía llamada «Los italianos nuevos», dirigida por Massimiano Milanino, por conseguir el monopolio de las representaciones en el teatro de la ciudad de Valladolid. La Cofradía de San José, ante el temor de que Velázquez cumpliese sus amenazas de abandonar el corral que la Cofradía administraba, acabó reconociendo el mayor éxito del español frente a los italianos, a cuyas representaciones «porque no se entienden ni an caido en gracia, no acude xente» [Alonso Cortés, 1923: 37].

Por otro lado, la utilización de la prosa por parte de las compañías italianas, en un momento en que el teatro español, ya con la generación de los trágicos (Virués, Rey de Artieda, Cueva, Cervantes, Argensola...), se había decantado de nuevo por el verso, debió de contribuir también a la progresiva disminución de su éxito. Algunos textos de la época, que se hacen eco de la rivalidad desatada en el momento de su llegada a España entre compañías italianas y españolas, insisten precisamente en este aspecto. Así, en la loa de La gran pastoral de Arcadia, una obra anónima escrita en la década de los años de 1580 o a comienzos de la de 1590, se critica a aquel sector del público que acude a los corrales despreciando las representaciones españolas frente a las italianas. A éstos se los considera «traidores a la lengua / y nación castellana que no debe / en excelencia nada a las del mundo». La loa prosigue despreciando la práctica italiana y, en particular, la utilización de la prosa («pues huyen el trabajo / del estudiado verso y consonantes»), para concluir defendiendo el ingenio y habilidad de los españoles: «Mas por esto el ingenio castellano / no se contenta con tan poco estudio, / antes por dar al gusto más dulzuras / de habilidad, de ciencia y más ingenio / lo amargo de la prosa lo disfraza / con dulces, variados versos graves; / que si cual menos arte en prosa fueran / castellanas comedias recitadas, / al día representáramos cincuenta / diferentes, cual hacen italianos» [Ferrer, 1994-95: 158].

Como parte de esta polémica se debe de entender el interesantísimo prólogo sobre el modo de recitar la comedia incluido en el zibaldone de Stefanello Bottarga, al que antes aludíamos, editado y traducido del italiano por Valle Ojeda [2000: 186-89]. El prólogo está pensado, como la loa que acabamos de mencionar, para ser pronunciado ante el público antes de la representación de una comedia, y en él Bottarga y los suyos se defienden de aquellos «rabiosos alanos de la envidia» que los vituperan porque no representan en verso: «nosotros no queremos representar las comedias nuestras sino en prosa [...] para que por el verso no sea oscurecida, enredada, forzada e interrumpida». Más allá del enfrentamiento por la utilización de la prosa o el verso, la polémica se sustentaba en dos modos diferentes de entender la representación y el trabajo del actor:

«Y si los más vienen para reír y los otros para censurar al personaje por la pronunciación y por el gesto, más censurarán al representante por la dificultad de la pronunciación del verso que, no bien entendido, mal se pronuncia y, si se pronuncia bien, no se efectúa con el gesto y, si se entiende, se pronuncia y se efectúa, no se puede hacer que no se sienta la rima y la sonoridad de aquélla, digna más bien de ser líricamente cantada que vulgarmente pronunciada y hablada, y más haciendo falta ya airarse, ya entristecerse, no se puede versificar en la ira y versificando decir aquellas palabras y hacer aquellos gestos que de la ira nacen; esto es, balbucear, temblar, hablar alto, arrogante, ronco e interrumpido, rechinar los dientes, morderse los labios, atascarse, enrojecer, retirarse, empujarse, meter mano a la espada, herir y parar, ofender al enemigo, ya con las palabras, ya con los hechos, y todo esto por estar obligado a la rima, al pie del compañero, porque, mientras hace esto, aplaza y deja de lado los afectos interiores que de la ira nacen y convierte su furia en calma y la bravura en desgracia enfriando el sentido que tiene que dar [...]».


Aunque la cita resulte extensa, vale la pena detenerse en ella porque, como es bien sabido, no existen en la época en España manuales de representación y sabemos muy poco sobre las técnicas empleadas por los actores españoles y sobre la evolución que éstas pudieron sufrir desde los comienzos. Los testimonios con que contamos son siempre indirectos, al no existir libros de aprendizaje o similares, pues en buena medida las artes del oficio en España fueron transmitidas de manera oral. El texto de Bottarga cobra interés, pues pone de relieve la distancia entre dos modos de entender el teatro: uno más pegado al texto literario, quizá más declamatorio, otro en el que el movimiento del actor sobre el escenario, su capacidad creativa, la improvisación, la mímica, y una gestualidad codificada (como se desprende del fragmento citado), adquirían más relieve que el propio texto literario. Hasta qué punto la experiencia italiana contribuyó en la etapa del nacimiento de la Comedia Nueva a la evolución de los modos de representar hispanos es algo que no podemos calibrar con exactitud por la carencia de testimonios técnicos precisos. Sin embargo, algunos de los personajes (o «máscaras») representados por los actores de compañías italianas de la comedia del arte dejaron honda huella. No sólo en forma de frecuentes alusiones en textos de la época a algunos de ellos, sino que también pasaron a protagonizar anécdotas y chistes que se incorporaron al acervo popular. Algunas de estas máscaras tuvieron tanto éxito que encontraron lugar entre los disfraces característicos de Carnaval: es muy conocida la participación de Lope de Vega, disfrazado precisamente de Bottarga, en las fiestas carnavalescas que tuvieron lugar en Valencia en el marco de las celebraciones por la boda de Felipe III y Margarita de Austria, en 1599. Es bastante probable, por otro lado, como han supuesto algunos investigadores, que la influencia de los italianos sobre los actores españoles se dejara sentir especialmente en el ámbito del entremés y quizá también en algunas de las características estereotipadas del personaje del gracioso [Huerta Calvo, 1984; Froldi, 1996; Rodríguez Cuadros, 1998].

Algunos actores italianos se afincaron en España, como el mencionado Stefanello Bottarga, que españolizó su nombre y se casó con una actriz española llamada Luisa de Aranda, formando compañía con actores españoles y, probablemente, asimilando a su vez gustos autóctonos. Aparte de la posible influencia de los actores italianos sobre el avance de las técnicas de representación en España, algunos contribuyeron a mejorar la infraestructura teatral en otros aspectos en el momento del surgimiento de los primeros teatros comerciales. Es el caso de Ganassa, quien obtuvo en 1580 una licencia del rey para representar en días laborables (las representaciones en los corrales se restringían a los festivos), abriendo con ello un camino del que gradualmente se beneficiaron otros autores españoles en años sucesivos [Davis/Varey, 1997: 168]. Ganassa también participó económicamente en la mejora del Corral de La Pacheca de Madrid, en 1574, pagando un nuevo tablado cubierto y un toldo para proteger el espacio de los espectadores, y costeó en 1583, mientras se realizaban las obras del madrileño Corral del Príncipe, la apertura de varias ventanas y aposentos para localidades privadas [Davis/Varey, 1997: 100, 296]. En la primera etapa de efervescencia en la construcción de nuevos locales, o en la mejora de los ya existentes para adaptarlos a la creciente afluencia de público, otros autores españoles siguieron el ejemplo de Ganassa, como Juan Granados, que realizó un préstamo a la vallisoletana Cofradía de San José en 1577 para mejorar la capacidad del corral en el que representaba [Alonso Cortés, 1923: 30], haciendo lo mismo en 1579 y 1580 para mejorar el madrileño corral del Príncipe, a cuya mejora también contribuyó el famoso Alonso de Cisneros [Davis/Varey, 1997: 185, 77]. Por otro lado, sabemos muy poco sobre el modo de representar en los primeros corrales, aunque el análisis de las acotaciones de algunas obras tempranas, como las de Cervantes [Varey, 1985], induce a pensar que quizá en esta primera etapa la pobreza de recursos escenográficos no era tanta en los corrales como a veces se ha supuesto, y entra dentro de lo posible que también en este aspecto, el de la puesta en escena, la experiencia de Ganassa en las cortes italianas y europeas contribuyera en algo a las representaciones españolas.

Una compañía italiana tuvo también que ver con el alzamiento de la prohibición de representar mujeres en las compañías, que había entrado en vigor en 1586. Se trata de la compañía de Los Confidentes, dirigida por los hermanos Tristano y Drusiano Martinelli, quienes en noviembre de 1587 solicitaron de las autoridades licencia para representar en el corral del Príncipe de Madrid con las tres actrices que formaban parte de su agrupación. La licencia, que les fue concedida, sirvió de detonante para que otras compañías, como la de Alonso de Cisneros, solicitasen de inmediato el mismo trato que los italianos y se llevara a efecto el alzamiento. Aunque antes de la prohibición las mujeres ya se hubiesen incorporado a las compañías, sabemos que en los comienzos de la profesión los papeles femeninos podían ser representados por hombres o muchachos jóvenes. De los cinco hombres que formaban la agrupación de Andreu Solanell en 1542 al menos dos representaban papeles femeninos. Por otro lado, Cervantes, en el prólogo a sus Ocho comedias y ocho entremeses (1615), recordaba la gran fama alcanzada por Lope de Rueda representando el papel cómico de negra. Aunque no consta que en la agrupación de Rueda figurasen mujeres, entra dentro de lo posible que Mariana, su primera mujer, que, según sabemos, tenía habilidades como cantante y bailarina, tomase parte en las representaciones de la compañía. También sabemos que ya en la compañía de Ganassa, en 1580 figuraba su mujer, la actriz Barbara Flaminia, aunque al menos dos de los actores varones representaban también papeles femeninos.

El vacío legal existente en los primeros tiempos de la profesión debió de propiciar un mayor grado de permisividad, y con ello el acceso de la mujer al teatro, que se produjo, no obstante, de manera gradual [Ferrer, 2002]. La prohibición de representar mujeres de 1586 es por sí misma la prueba de que la incorporación de la mujer al teatro había comenzado con anterioridad, y de hecho, en el mismo año de la prohibición catorce actrices, mujeres de actores, encabezadas por Mariana Vaca y María de la O, elevaron un memorial al Consejo de Su Majestad para solicitar el levantamiento de la prohibición, memorial que constituye un interesante documento por ser el primero conocido en que unas actrices toman la palabra, como profesionales y en primera persona, para reivindicar su derecho a permanecer en los escenarios. En su escrito las actrices se referían no sólo a su «mucha necesidad», sino que argüían en su defensa razones de tipo moral: la separación de sus maridos propiciaba relaciones extramatrimoniales y la utilización de muchachos jóvenes, disfrazados de mujeres, para suplir la ausencia de actrices, les hacía transitar peligrosamente por el terreno del «pecado nefando». No es de extrañar que en el escrito las actrices adoptaran un tono moralizante, sabiendo como sabían que las principales razones esgrimidas en su contra eran de orden moral. Aunque no fue el escrito de las actrices el que motivó directamente el alzamiento de la prohibición, el Consejo tomó buena nota de sus argumentos, pues la licencia para representar mujeres se otorgó en 1587 con dos condiciones, que en la práctica no siempre se cumplirían, especialmente la segunda de ellas: que las actrices estuvieran casadas y trabajaran en la misma compañía que sus maridos, y que no pudieran representar «sino en abito e vestido de muger y no de honbre», advirtiendo que «de aquí adelante tanpoco pueda representar ningún muchacho bestido como muger» [Davis/Varey, 1997: 128]. En 1596 el Consejo emitió una orden por la que se prohibía de nuevo la aparición de actrices en los teatros públicos madrileños. La orden no debió de ser muy efectiva, pues en 1599 hubo una nueva tentativa de expulsar a la mujer de la escena, que no llegó a cuajar en forma de ley [Controversias: 620-21].

En cuanto a los miembros que integraban la compañía se tiende a pensar, sin que tengamos demasiados datos, que en los primeros años el número era más reducido: la agrupación de Andreu Solanell, mencionada arriba, la componían en 1542 cinco hombres. Se cree que Lope de Rueda pudo contar con siete u ocho miembros en su compañía [Diago, 1990] y sabemos que en 1580 la compañía de Ganassa la integraban nueve actores incluyendo al propio autor [García García, 1993]. Ya en 1590 la compañía de un autor importante como Jerónimo Velázquez la componían diecisiete personas, entre ellas tres actrices y un músico [Sanz/García, 1992], y el hato, esto es el vestuario y el atrezzo que podía transportar una compañía de las más famosas en aquel momento, como la de Velázquez, era de gran importancia, constituyendo uno de sus bienes más preciados [García García, 2000].

Hay que señalar que el conocido pasaje de El viaje entretenido que documenta la existencia de diferentes tipos de formaciones de actores a finales del XVI [véase § 1.22] tiene un carácter satírico y la frontera entre algunas de las agrupaciones mencionadas por Solano resulta, como puede verse, poco consistente. No deja de ser significativo el hecho de que los propios Ríos y Ramírez, interlocutores en el diálogo, representantes y directores de compañía en la realidad y en la ficción novelesca, se asombren y manifiesten desconocer la existencia de tantos tipos de formaciones de actores. Aunque se deba tomar con prudencia, el pasaje es testimonio del apogeo de formaciones teatrales de desigual relieve y de la importancia real, de cara a la diversión del público de a pie, de todas aquellas formaciones improvisadas, asentadas probablemente sin mediación de contrato, no oficiales, que recorrían en aquellos momentos la Península. En realidad la línea divisoria más clara es la que se establece entre la agrupación que Solano llama «compañía» y todas las demás. División que la práctica legal vendría a corroborar al establecer la existencia de tan sólo dos categorías: «compañías de título (o reales)», aquellas a cuyo autor el Consejo Real concedía un título oficial en nombre de Su Majestad para representar (práctica que se documenta desde comienzos del XVII), y «compañías de la legua», cuyos componentes representaban en pueblos pequeños, es decir, quedaban al margen de los canales y lugares oficiales de producción teatral. Esta marginación se hace patente en la documentación legal conservada, que es escasa en el caso de las compañías de la legua y abrumadora en el de las compañías oficiales [Ferrer, 1997-98].

El crecimiento progresivo de las compañías y del número de actores en la segunda mitad del siglo XVI, pronto dio lugar a una reacción moral en contra del teatro y de la profesión que, como se ha visto, se hizo especialmente virulenta en el caso de las actrices. El espaldarazo definitivo que para la profesión supuso la fundación de los primeros edificios comerciales, trajo de la mano la preocupación de las autoridades por establecer mecanismos de control del espectáculo y de la profesión. Quizá el momento decisivo de cara al desarrollo posterior se sitúe, todavía antes de finalizar el siglo XVI, al promulgarse el cierre de los teatros públicos desde mayo de 1598 a abril de 1599, que desató un verdadero pulso de fuerza entre enemigos y partidarios del teatro, que sentaría las bases definitivas de una orientación reglada de la actividad teatral que se mantendría, no sin altibajos, a lo largo del siglo XVII. El pleito entablado en 1593 por el ex farsante Tomás Gutiérrez contra la cofradía del Santísimo Sacramento del Sagrario de la catedral de Sevilla, que se había negado a admitirlo como cofrade, en razón del que había sido su oficio, el de actor, es ilustrativo de esa mezcla de admiración y desprecio que generaba en la sociedad de la época la actividad teatral y en especial la figura del actor [Canavaggio, 1988]. Los intentos de Gutiérrez por maquillar su pasado, presentándose como un actor ocasional, como un aficionado al teatro, no como un profesional, frente a sus acusadores, que insisten en haberle visto «cobrar a la puerta del corral», recuerdan el esfuerzo del propio Lope de Vega, muy pocos años antes, en 1588, por ofrecer una imagen falseada de sí mismo, al ser interrogado durante el proceso por libelos contra Elena Osorio y su familia, presentándose como un caballero, diletante del teatro, cuya relación con los autores y las compañías no era de tipo comercial: «Preguntado si este confesante trata en hacer y hace comedias, y las ha hecho y dado algunas a algunos autores de hacer comedias, dijo que tratar no trata en ellas, pero que por su entretenimiento las hace, como muchos otros caballeros de la corte...» [Tomillo/Pérez Pastor, 1901]. Sin embargo, pocos años después, Lope, en pleno triunfo de la Comedia Nueva, podría proclamar con orgullo en su Arte Nuevo (1609): «Sustento, en fin, lo que escribí». A pesar del prejuicio de algunos hacia el teatro entendido como oficio y como negocio, al entrar en el siglo XVII la actividad teatral se había convertido ya en un fenómeno social imparable, con unas estructuras y una organización perfectamente consolidadas.






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