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La revolución que no fue

Sergio Ramírez





Una madrugada de comienzos de este año, Manuel Salvador Monge, «El Chirizo», fue asesinado a estocadas de bayoneta durante una riña de cantina en el barrio de Monimbó, en Masaya. La víctima pasaba los cincuenta años, y a la hora de su muerte discutía con el hechor, un adolescente que ni siquiera lo conocía, acerca de quién de los dos era más hombre, dice la crónica policial. El adolescente ignoraba que había matado a uno de los integrantes del comando que bajo la jefatura de Edén Pastora tomó por asalto el Palacio Nacional en Managua, el 22 de agosto de 1978, uno de los hechos decisivos en la caída de la dictadura dinástica de la familia Somoza. Un héroe, pobre toda su vida, y olvidado, había caído en un oscuro pleito de borrachos.

Pero no sólo los héroes que sobrevivieron a la lucha contra el último de los Somoza se pierden hoy en el olvido. También los que cayeron combatiendo entonces van siendo relegados, y sus nombres, con los que al triunfo de la revolución fueron bautizados barrios, hospitales, mercados, escuelas, pasan al destierro o comparten glorias con los nombres que esos sitios tenían bajo la dictadura. Amargas ironías. Un barrio de Managua, que se llamaba Colonia Salvadorita en honor a la esposa del primero de los Somoza, pasó a llamarse Colonia Cristián Pérez, en homenaje a un mártir de la resistencia urbana asesinado en Managua pocos meses antes de la victoria. Hoy la colonia se conoce como Salvadorita-Cristián Pérez.

Un viajero que tras estos veinticinco años regresara a Nicaragua, o viniera por primera vez, habría de preguntarse si aquí hubo alguna vez una revolución. No hay huellas visibles, a no ser por la retórica, cada vez más confusa, del líder del Frente Sandinista, Daniel Ortega, quien igual ataca con la misma virulencia de antes al imperialismo norteamericano, y felicita cumplidamente a Fidel Castro en su cumpleaños, que propone a su antiguo adversario, el cardenal Miguel Obando y Bravo, como candidato al Premio Nobel de la Paz, mientras sus diputados en la Asamblea Nacional tocan retirada a la hora de discutirse una ley sobre el aborto, y fieles a la nueva alianza con la jerarquía de la iglesia católica, rechazan aún el aborto terapéutico en caso de violaciones de menores.

¿Hubo alguna vez una revolución? Nunca antes la riqueza ha estado peor repartida, ni han sido tantos los pobres que arañan en los basureros de Acahualinca sobrevolados por los zopilotes, o que recorren en bandadas las vecindades de los semáforos en las calles de Managua vendiendo de todo, desde animalitos expulsados de las selvas que retroceden ante la inclemente depredación de las mafias madereras, a bisuterías y artículos de contrabando, y que cuando cae la noche regresan a las barriadas de casas improvisadas con ripios y desechos de empaque, y que se multiplican a diario, con lo que la ciudad, lejos de las luces de los mágicos centros de compra, parece un enorme campamento de damnificados.

¿Y los ideales? Desaparecidos bajo un alud de desesperanza, de frustraciones, de confusión ideológica, de retórica vacía, y, otra vez, de olvido. El setenta por ciento de la población actual de Nicaragua no pasa de los treinta años, con lo que la memoria que los jóvenes tienen de la revolución es precaria; tampoco se enseña mucho sobre ella en las escuelas, y los juicios de quienes la vivieron siguen polarizados como antes. Un amanecer radiante para unos, la noche oscura para otros, según la frase acuñada por el Papa Juan Pablo II en su segunda visita de 1996 a Nicaragua.

Desde el comienzo de los años noventa, tras la derrota electoral del sandinismo, los ideales de solidaridad y entrega a los más pobres y necesitados pasaron a ser sustituida por el culto exacerbado al individuo. El reino prometido es hoy para los jóvenes el de las oportunidades personales, y la nueva filosofía sin cuestionamiento dice que yo soy mi propio prójimo. Por supuesto, el sálvese quien pueda campea hoy en América Latina; pero sólo en Nicaragua hubo una revolución.

Y sólo Nicaragua proclamó con terquedad en el continente su derecho de país pequeño a la independencia política, lejos de la sombra tradicional de los Estados Unidos, presente en la historia desde que William Walker, el filibustero sureño, se proclamó presidente del país a mediados del siglo XIX, un dominio que tras repetidas intervenciones militares duró hasta el fin del reinado de la familia Somoza. Esa defensa de la soberanía, parte de los ideales de rescate de la nación, llevó al extremo del enfrentamiento y la agresión durante la era Reagan. Hoy, el sentido de soberanía parece disolverse en obsequiosa complacencia, como en los peores tiempos, y hay quienes piensan, otra vez, que el destino manifiesto de Nicaragua es adelantarse a los deseos de Washington. El envío de una pequeña tropa a Irak, una operación para la que el gobierno tuvo que buscar su propio financiamiento, es un ejemplo.

¿Y qué se hicieron las transformaciones revolucionarias? La severa enemistad de Reagan, que puso la máquina del imperio a trabajar en contra de un pequeño país en rebeldía como si se tratara de una potencia mundial, hizo que el gobierno sandinista tuviera que concentrar todos sus esfuerzos en la guerra, y dejara en el camino sus mejores ambiciones de transformación de la sociedad. El lema de la Cruzada Nacional de Alfabetización, «convirtiendo la oscurana en claridad», que logró unir en 1980 al país para que miles de jóvenes salieran por todo el territorio a enseñar, daría paso luego a otro contrario: «todo para los frentes de guerra». El empeño bélico consumió recursos y disparó el gasto público más allá de toda posibilidad material, e hizo colapsar la precaria economía, con graves consecuencias de desabastecimiento e inflación, y, sobre todo, de inconformidad.

Hoy no sobrevive la alfabetización, ni el ensueño de la educación popular que llevaría a todos los estudiantes de la escuela primaria hasta el cuarto grado. Los índices de analfabetismo han retrocedido hasta niveles de ayer, y un millón de niños, la mitad de la población de edad escolar, no tienen escuelas adonde ir. En los hospitales públicos las carencias son tales que los familiares de los pacientes tienen que aportar el plasma, y hasta el hilo de sutura para las cirugías. Y de la reforma agraria, que pretendió entregar la tierra a los campesinos, sólo quedan escombros.

Al principio el gobierno sandinista pretendió organizar con la tierra reformada unidades de producción estatal, donde los campesinos serían huéspedes productores, después que durante la lucha armada se había prometido entregarla en propiedad, lo que trajo agudas inconformidades, tales que muchos se sumaron en el campo a las fuerzas de la contra. La rectificación vino tarde, cuando la guerra había recrudecido, y vino mal, porque los títulos de propiedad no permitían ni heredar, ni vender la tierra.

Sólo tras la derrota electoral, antes de la transferencia de poder al gobierno de Violeta Chamorro, estos títulos vinieron a ser otorgados de manera completa, pero caótica, dando pie a un enredo descomunal en cuanto a los derechos de propiedad, entre antiguos y nuevos propietarios, que aún no termina de resolverse. Pero los campesinos, abandonados a su propia suerte, sin créditos ni recursos productivos, fueron vendiendo sus tierras a precios de remate a los antiguos propietarios, o a nuevos propietarios, voraces también, muchos de ellos surgidos de las filas del propio sandinismo.

Y la ética revolucionaria, ¿adónde fue entonces a parar? Junto con el caos en la distribución de tierras a los beneficiarios de la reforma agraria, se dio durante el período de transición un masivo reparto de bienes del estado, que favoreció a dirigentes y partidarios del Frente Sandinista en todos los niveles, la rapiña que llegó a ser conocida como «la piñata» y que venía a contradecir los principios éticos proclamados por la revolución. En todas partes de América Latina existen los corruptos, pero sólo en Nicaragua había habido una revolución.

Y peor que esa primera piñata fue la segunda, cuando el Frente Sandinista consintió en que el gobierno de Violeta Chamorro privatizara el grueso de los bienes y empresas estatales, a cambio de un 30% de esos bienes y empresas que pasarían a mano de los trabajadores, una operación que nunca se dio. Los verdaderos beneficiarios fueron líderes sindicales corruptos, que en su mayoría vendieron luego su participación, y dirigentes del propio Frente Sandinista, ahora parte de la elite de nuevos ricos de Nicaragua.

¿Qué ha quedado entonces de toda aquella empresa histórica? Lejos de los ideales de origen, y sin ninguna de las ilusiones de transformación de la realidad del país cumplidas, pareciera no haber ninguna herencia de aquellos años dramáticos que conmovieron al mundo. Pero los logros y las consecuencias verdaderas de la revolución, sino se advierten, es porque son hoy parte de la sustancia del país.

Haber terminado con la obscena dictadura militar de Somoza, es el primero de los logros. Fue el Frente Sandinista el que logró movilizar al pueblo en aquella lucha, sobre todo a los jóvenes de todas las clases sociales, y a su habilidad política se debió la unidad de todas las fuerzas del país, la formación de un frente internacional de respaldo, y las exitosas negociaciones con el gobierno del presidente Carter para que Estados Unidos aceptara la salida de Somoza, lo que dio paso también, en última instancia, a la desaparición de la Guardia Nacional creada por los mismo Estados Unidos en 1927.

Y si el primer hecho trascendente de la revolución fue el fin de la dictadura, el último fue la admisión sin condiciones de la derrota electoral de 1990 la misma noche del 15 de febrero, y la entrega del poder tres meses después al nuevo gobierno electo en las urnas. Se necesitó valentía para sacar a Somoza, y también se necesitaba valentía para dejar el poder conquistado con las armas aceptando sin vacilaciones el mandato de los votos, porque el Frente Sandinista no estaba renunciando simplemente al ejercicio del gobierno, sino al ejercicio del poder revolucionario concentrado bajo su égida de partido hegemónico.

Aceptar la derrota fue clave en un país en donde las elecciones habían sido una rareza, y los fraudes y golpes de estado la regla común, y la democracia se volvió irreversible a partir de aquella noche. Otros dirán que hay democracia porque la guerra de los contra forzó al Frente Sandinista a realizar las elecciones que perdió. Pero tenemos hoy una democracia sin apellidos, lejos de aquella línea divisoria ideológica entre democracia burguesa y democracia proletaria, y el Ejército Nacional y la Policía Nacional, instituciones creadas por la revolución, responden a esa democracia, sometidas al poder civil. No existe ningún espionaje de la vida de los ciudadanos, ni hay detenciones arbitrarias, ni desapariciones, ni cárceles secretas, ni escuadrones de la muerte. Vivir libres del temor, y del terror, es ya un avance inapreciable.

Nadie a estas alturas, cualquiera que sea su color político, cambiaría esa democracia ni por una dictadura militar de derecha, ni por otra de izquierda inspirada en la majestad omnímoda de un partido. Imperfecta como es, envilecida desgraciadamente por la corrupción tantas veces sin castigo, y amenazada por el autoritarismo, la democracia se ha vuelto insustituible, pero necesitará una nueva vuelta de tuerca que la libere de sus cerrojos. Y el cerrojo es doble.

Las figuras de Daniel Ortega, caudillo sandinista, y la de Arnoldo Alemán, caudillo liberal, oscurecen las perspectivas democráticas de Nicaragua porque conformen sus pactos vedan toda participación política que no sea la de sus propios partidos; y porque esos mismos pactos alimentan los repartos de poder, facilitan la manipulación de los tribunales de justicia, e impiden el desarrollo institucional, vienen a ser también responsables de la corrupción.

¿Herencia también de la revolución un caudillo que se reparte con otro cuotas de poder, y estorba el desarrollo institucional? No sólo la cultura autoritaria de origen del sandinismo, inspirada en el marxismo ortodoxo, sino la cultura política del país toda, desde el siglo XIX, favorece la figura del caudillo que se alimenta, precisamente, del atraso democrático y sigue representando a la vieja sociedad rural que aún domina en Nicaragua pese a los amagos de modernización. ¿No fue, entonces, la revolución un factor de modernización? Sus impulsos de transformar la sociedad lo fueron, pero no el esquema político vertical al que en términos ideológicos algunos de sus dirigentes militares se aferraron hasta casi el final. Estos esquemas fueron derrotados por la realidad, pero no fueron derrotados en sus mentes, de allí que aquel acto trascendental de aceptación de la derrota electoral en 1990 se haya convertido luego en motivo de arrepentimiento, bajo aquella proclama inmediata de Daniel Ortega de «gobernar desde abajo».

La convivencia democrática en Nicaragua ha dependido hasta ahora del entendimiento tácito de la mayoría del electorado, de que el partido que sigue representando en la sociedad a la vieja revolución de hace un cuarto de siglo, el Frente Sandinista, puede participar del poder, pero no volver a él, desde luego que su propio caudal electoral, fuerte como es, lo deja siempre en minoría. Pesa más el recuerdo del partido que tras expropiar primero los bienes de Somoza terminó confiscando a otros de manera indiscriminada, no sólo a los terratenientes, y que causó con el servicio militar tantos temores como para enviar a miles al exilio, que el recuerdo del partido que un día quiso afirmar la identidad nacional, recuperar el sentido de soberanía, enseñar a leer a todos, y distribuir justamente la tierra.

Esto ha hecho que a partir de las elecciones de 1990 la voluntad electoral se haya definido siempre con sentido negativo, es decir, votando en contra de la persona de Daniel Ortega como candidato, y de todo lo malo que en la memoria del pasado representa, y no a favor de ningún programa de gobierno, por muy atractivo que sea. La memoria del miedo, y la desconfianza, terminan imponiéndose, y todo se vuelve un asunto de credibilidad.

Porque pese a la calidad de sus ideales, la revolución dividió a la sociedad, no entre ricos y pobres, como alguna vez he insistido, sino de arriba abajo, un desgarramiento que atravesó todos los sectores sociales, y llevó a una guerra de toda una década. Un recuerdo siempre persistente que sólo un Frente Sandinista diferente, con una dirigencia proveniente de una nueva generación de jóvenes, con ideas nuevas, podría borrar.

Por el momento, este Frente Sandinista de líderes envejecidos, aunque dueño de un respetable poder de convocatoria popular, ha dejado de encarnar cualquier idea de revolución. La revolución que llevó a empeñar su vida en acciones audaces a héroes anónimos como Manuel Salvador Gómez, «El Chirizo».

Masatepe, octubre de 2004.





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