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La risa de una mujer frente al poder absoluto en «Sara» (2015) de Sergio Ramírez

Nathalie Besse





«Reír es lo propio del hombre».


François Rabelais, Gargantúa.                


«El sabio por excelencia, el Verbo Encarnado, nunca ha reído».


Charles Baudelaire, «De la esencia de la risa…», Lo cómico y la caricatura.                


«Entonces dijo Sara: "Me ha hecho reír Dios, y cuantos lo sepan reirán conmigo"», reza el primer epígrafe de la novela Sara extracto del Génesis (21: 1-6). Esta ficción se inspira en el texto bíblico y en la primera esposa de patriarca, madre del pueblo de Israel, para concebir, según las palabras del mismo autor, «una mujer inteligente a la que le prohíben reírse del mundo autoritario pero que se ríe; que defiende la vida de su hijo Isaac de los designios divinos del Mago; que busca ser libre dentro de sí misma y hacia afuera; y que siempre está reclamando un lugar justo en el mundo»1.

Desde el epígrafe inaugural se subraya la importancia de la risa, a la que la cita de Sergio Ramírez asocia la inteligencia, frente a un poder que en este caso es absoluto puesto que se trata de Dios. Recordemos la escena bíblica: aunque Sara es estéril, le aseguran a Abraham que será el ancestro de una multitud, y ella al oírlo ríe para sus adentros. Pero si el apóstol Pedro la da como ejemplo de mujer sumisa al marido y si ella aparece en la «Epístola a los Hebreos» como un modelo de fe, Sergio Ramírez nos ofrece el retrato de una mujer incrédula e insumisa, muy diferente del que presentan los exégetas, y plantea una relación de fuerza entre ella y Dios.

Es de precisar que, como bien lo explica Sergio Ramírez en varias entrevistas, él no reescribe el texto bíblico, no ha «tomado la Biblia como un texto sagrado sino como una fuente de historias»2: Sara es una novela, una novela que por cierto se inspira en la Biblia pero en tanto «fuente inagotable de historias humanas», porque es un texto lleno de «silencios, que ofrece mucho espacio para leer entre líneas» y porque le interesan sobremanera esas historias que «tienen que ver con las luchas por el poder, con los celos, con los triángulos amorosos. Y con seres llenos de contradicciones y debilidades»3.

Si esta Sara inconforme con su época recuerda a la protagonista de la novela precedente de Sergio Ramírez, La fugitiva (2011), la temática del poder es una constante en su narrativa. Volvemos a encontrar pues los temas de predilección del autor, a lo que podemos añadir la muerte (con holocaustos de diferentes índoles como la masacre o el sacrificio) sin sorpresa provocada por el poder, así como la relativización de la palabra mediante versiones discordantes que insinúan, contra cualquier dogma, la incertidumbre en todo.

Nos centraremos primero en la risa de esta mujer incrédula y libre frente a un poder que, como veremos luego, es ampliamente ridiculizado y puesto en tela de juicio.


1. Sara o la risa de la incredulidad

Sergio Ramírez elige de nuevo un personaje principal femenino que en este caso da su nombre al título de la novela, un nombre solo para un título depurado que le depara un verdadero protagonismo a Sara.

¿Por qué una mujer? Por un lado, la mujer, sometida por el sistema patriarcal, le permite al escritor ofrecer el retrato de un personaje excluido -Sara aparece a menudo detrás de la cortina en el texto genesíaco- que va a entrar en conflicto con la autoridad masculina, precisamente con la figura mayor del «padre»; por otro lado, se supone que la mujer inhibe menos sus emociones que los hombres -a diferencia de Abraham que obedece las reglas sin muchos dilemas sentimentales-, de ahí esa mujer que ríe ante lo que parece mentira, aunque emana del poder «supremo».

¿Por qué Sara? Cuando le preguntan a Sergio Ramírez qué le llamó la atención en este personaje, él contesta: «la relación que ella tiene con Dios. Siempre me pareció que es una relación conflictiva y para una buena historia se necesita un buen conflicto. Tengo en frente un doble conflicto: Sara frente a Dios y Sara frente a su esposo Abraham»4. Otra vez el conflicto, la relación de fuerzas que supone y engendra el poder.

Ahora bien, una expresión de la contestación de esta Sara novelesca es la risa, que representa una primera distancia frente al poder; lo patentizan las apreciaciones del narrador después de la primera risa debida al hecho de que le anuncian a Abraham que Sara va a parir un hijo varón: «No fue ninguna carcajada [...] sino una especie de graznido despectivo, que mostraba incredulidad y desprecio. La risa del desdén» (37), una risa debida al «sentimiento molesto de que [...] le estaban tomando el pelo» (41)5.

Observamos primero que «el que se enoja ante la risa de Sara es el Mago mismo» (43) cuyos mensajeros regañan a la mujer: «ten cuidado, te estás burlando» (45), por donde vemos cómo la risa se opone al poder, y el poder a la risa, algo que Sergio Ramírez afirma con notable concisión: «el poder no conoce el humor» porque «no le gusta que lo desnuden»6.

Segundo, esa risa que tanto le desagrada al poder, también lo fuerza, lo coacciona si tenemos en cuenta los pensamientos de Sara expresados con términos que evidencian -e invierten explícitamente- la relación de poder: «era la primera vez que el Mago se dirigía a ella [...] ¿No era aquello un triunfo? Aunque fuera a costa de su cólera, lo había doblegado. De algo sirve la risa, se dijo, y volvió a reírse por lo bajo, cuidando esta vez que nadie la oyera» (45-46). Esas palabras son una legitimación en regla de la risa que aparece como un verdadero poder capaz de transformar la relación de fuerzas, de ahí que Sara siga desobedeciendo.

Bien vemos cómo la risa de Sara constituye una respuesta al poder, una réplica, que contiene una crítica y que es por lo tanto una expresión de libertad. Reír es escapar al control del otro, a su poder, y en esta novela es una forma de transgresión. No dice otra cosa el autor que se interesa en la manera como «Sara va buscando cómo obtener la libertad en aquellos remotos tiempos. Y parte de esa es el don de la risa que se le niega»7. De hecho, más de una vez en la novela, Sara se comporta como una mujer libre que no sólo se ríe, sino que también piensa y actúa.




2. Una mujer libre

Sara duda, cuestiona, no deja de criticar, como lo muestran sus pensamientos: la mayor parte de los hechos están narrados desde su perspectiva lo más a menudo escéptica y burlona. Su risa es una expresión, entre otras, de esa lucidez y de esa conciencia libre que caracterizan a lo largo de la narración a esa mujer «perspicaz y aguda en sus juicios» (20).

Así, no entiende la sumisión de su marido frente a los designios del Mago: si Abraham obedece, se arrodilla, se mutila, acepta sacrificar a su propio hijo tanto tiempo esperado, Sara refunfuña, se indigna, enjuicia casi sistemáticamente lo que ordena el Mago: «Escucho y obedezco, respondió Abraham bajando la cabeza [...]. ¿No sabe nunca decir no este hombre blando como la cera de las colmenas?» (51).

Demuestra la misma desconfianza y la misma irritación ante los emisarios del Mago que le parecen faltos de cortesía y arrogantes; ella los «infantiliza» con palabras como «mozalbetes» o «imberbes» (75, 30) y, más atrevido aún, no duda en acusar su ligereza y su locura cuando deciden destruir Sodoma y Gomorra: «¿Qué era aquel juego?», «otra de las bromas de aquellos tres» (52), «esos mozalbetes tan pagados de su arrogancia, y, según se ve, enfermos de la cabeza, pues a nadie en su sano juicio se le ocurriría urdir calamidad semejante» (75).

Denostar a esos emisarios es agraviar al mismo Dios del que son las representaciones. De hecho, la mayoría de las críticas de Sara están dirigidas hacia esa figura invisible que lo decide todo y cuyo poder ella, que «tiene declarado un pleito tenaz con el Mago» (46), desacredita vigorosamente. A título de ejemplos:

  • -es caprichoso: «Si el Mago de verdad existía, era impredecible, olvidadizo y caprichoso como el que más» (117);
  • -es autoritario: «orden perentoria» (188);
  • -es incluso un enfermo del poder -¿a imagen de los tiranos?-: «el Mago se siente celoso», «su celo por ser único es patente» (57), «Los celos son la expresión de su dominio absoluto» (58);
  • -es ilógico: «órdenes insensatas» (193), «y quién te entiende, te disgustan los que se ríen, y ordenas poner por nombre a mi hijo el reídor» (203)8;
  • -es injusto: «¿De modo que morirán a la vez el culpable y el inocente?» (59);
  • -es vengativo y falso: «Nunca me perdonó que me riera cuando te anunció que quedaría preñada, y ahora su venganza es quitarme a mi hijo [...] jamás he visto a nadie más vengativo y rencoroso [...] rabió Sara, vengativo, rencoroso, falso, desleal y mentiroso» (220).

Sara, que se siente a la vez excluida y prisionera (15), con la impresión de no poder escapar de su voluntad y capricho (18), no escatima en reproches entre otras insolencias que a veces van hasta un franco rechazo acompañado de imperativos que invierten singularmente la relación de autoridad entre los dos: «déjanos en paz, ya es suficiente, búscate a otros, por qué nos persigues, no sigas con ese cuento de que un día voy a parir un hijo» (19).

El diálogo final entre una Sara que va a morir y un Mago que se sincera con ella muestra finalmente, más allá de la irreverencia, una espontaneidad, una facilidad en el intercambio, incluso una confianza, casi filial -como si se tratase de un padre con su hija rebelde, o en cualquier caso de dos personas que se conocen bien y no se mienten-: «Al fin te has dignado venir, pero más vale tarde que nunca. Sara, Sara, cuándo te vas a componer, empiezas siempre con el mal impulso en la boca [...]. La verdad es que has tardado, dijo Sara, la voz llena de reproche» (245).

Hemos dicho que esta mujer crítica y astuta -no sin razón Sergio Ramírez pensaba titular la novela «Astucia»- también actúa libremente: «busca ejercer su propia voluntad para influir en los acontecimientos, y eso es muy seductor», asegura el autor9. Tres episodios lo demuestran:

  • -cuando expulsa a Agar, la esclava egipcia a quien pidió primero que le diese un hijo a Abraham y a quien rechaza luego dos veces por rivalidades, pegándola incluso, exacerbando una relación de poder preexistente en la que Agar sólo tenía que obedecer (127);
  • -cuando el Mago quiere destruir Sodoma y Gomorra donde vive el sobrino de Abraham, Lot, y Sara, sin confesarle la verdad a este último, le pide con firmeza que haga lo que ella le dice, urdiendo un plan para salvarlo, maniobrando a espaldas del Mago, anteponiendo a los designios superiores de este sus propios sentimientos; pero si bien el narrador recalca el protagonismo de Sara -«si se sigue bien el hilo, el cabo va a terminar en manos de Sara, pues sin ella no hay dame y te doy [...], astucia al fin y al cabo» (182)-, el Mago relativiza la actuación de la misma afirmando el poder de su voluntad divina por encima de cualquier decisión humana como lo muestran sus pensamientos: «Sara la incorregible, emprendió camino hacia Sodoma por su propio acuerdo para buscar cómo entrometerse en mis asuntos [...] ¿No sabe ella que si Lot había de esperarme en la puerta de los Cardadores es porque yo lo decidí así?» (187);
  • -cuando Abraham debe sacrificar a su hijo Isaac, la acción determinada de Sara desafía la figura opresiva del poder siguiendo las incitaciones del tuerto, un personaje equívoco, quizá una figura maligna, que responde a las súplicas de Sara: «Quien puede salvarlo eres tú misma [...]. Levántate y ve en pos de tu hijo» (221), «deja que levante el altar, y en el momento preciso detén su mano antes de que golpee el cuello de Isaac con el cuchillo [...] yo siempre te he tenido por astuta» (222).

Se imponen unas observaciones respecto a este último ejemplo: primero, el lector aprecia otra vez la pertinencia de Sara frente a la sumisión de Abraham ante quien objeta, con la risa del desprecio, «ahora me vas a salir con que el Mago lo que quería era ponerte a prueba [...]. Me da risa eso, para qué habría de ponerte a prueba si ya sabe de sobra que eres su fiel sirviente» (233), como si denunciase un poder abusivo.

Segundo, Sara desobedece porque está del lado de la vida -«Ya he salido otras veces sin que te dieras cuenta, pensó Sara, siempre detrás de tus pasos para salvar a quien debe ser salvado» (233)-, es decir que es ella quien encarna la salvación frente a los mortíferos designios del Mago al que, con sus emisarios, ella tacha de «asesinos» (217), siendo esa asociación directa entre poder y muerte un «hilo rojo» que atraviesa las novelas de Sergio Ramírez.

Tercero, y tratándose precisamente de rebelión contra el poder, el tuerto aparece como el conspirador en frases cuyo campo léxico politiza el hecho, puesto que ese personaje inclasificable que conoce los decretos supremos del Mago (226), exhorta a Sara a desobedecer: «al inducirla a que interfiera en los planos trazados y los frustre, ha entrado en una conspiración en toda regla» (227), a lo que se añaden en la misma página términos convergentes como «rebelión», «rebelde», «contrainteligencia», «exilio».

Fiel a sus ambigüedades narrativas que despistan al lector y recuerdan que la verdad siempre es huidiza, el narrador se pregunta, antes de acabar con una voltereta discursiva:

Pero, ¿no es el tuerto de los pichones una parte del Mago junto con los otros tres lugartenientes [...]? ¿Puede el Mago rebelarse contra sí mismo, o disentir dentro de sí mismo [...]? Como esta es una novela y no un tratado de teología, mejor me abstengo de buscar cómo dilucidarlo [...].


(227)                


Lo que importa es en efecto qué relaciones establece o provoca el poder como acabamos de ver, y en qué medida es contestable, despreciable e ilusorio, en una palabra ridículo.




3. Sergio Ramírez y la ridiculización del poder

En sus novelas precedentes, Sergio Ramírez se las ingeniaba para parodiar o satirizar el poder, un poder corrupto, es decir sucio y como tal relacionado a veces con lo abyecto, lo excrementicio, lo monstruoso, etc. En Sara, nos hallamos de nuevo ante cuerpos grotescos que siempre se han prestado al humor, aun en escenas que podrían ser patéticas y en las que basta una incongruencia para que gane el ridículo: anomalía, devaluación, exceso, exageración, entre otras condiciones del humor, deforman o desmitifican, el «cuerpo del poder», sea este el poder político con el Faraón y el rey de los filistinos Abimelec, o el poder divino representado en este caso por los emisarios de Dios.

Es un Faraón desvirilizado y repugnante que posee a su «prisionera sexual» Sara (99): se señalan un miembro corto y arrugado (86) -siendo el falo un símbolo de poder, bien se percibe aquí cómo se le quita toda potencia al potentado- y un olor repugnante que podría evocar los miasmas del poder:

la derribó de inmediato en el lecho y la penetró sin gracia, antes de que el efecto de la pócima de ajos machacados con enebro se desvaneciera, de modo que tuvo ella que tragarse no sólo el olor a ajos y el del aceite rancio con que se ungía, sino también el de sus sobacos y de su entrepierna ya que poco se bañaba.


(99)                


Otro ejemplo de «impotencia» es el rey Abimelec que ni siquiera puede tocar a Sara puesto que el mismo Dios le amenaza con quitarle la vida (195).

Cuando los dos mensajeros divinos Rafael y Miguel llegan a Sodoma, ciudad corrompida por antonomasia, lugar de la depravación, la concupiscencia y el vicio (55), del latrocinio, el robo y la estafa (56), desencadenan pasiones: esos ángeles de la Biblia se convierten, bajo la pluma irreverente de Sergio Ramírez, en «mancebos», afeminados y erotizados por la narración: «finos y delicados como doncellas» (53), y que según Lot «en nada se diferenciaban de los efebos más corrompidos de los lupanares» (146). Suscitan las pulsiones más primarias y una turba se dirige hacia la casa de Lot que hospeda a los dos emisarios divinos: «¡Saquémoslos de una vez, y los desnudamos, que son nuestros! [...] ¡todos tenemos derecho a montarlos!» (157).

Quizá podamos añadir aquí el ejemplo de Abraham, primer patriarca de la Biblia, como tal figura de autoridad y representante de un antiguo sistema que era de dominación: en esta novela lo vemos arrodillado, sumiso, humillado las más de las veces -«puesto de rodillas, las manos en el suelo y la cabeza humillada» (213) frente al Mago.

La ridiculización de la autoridad suele ser una expresión posible de lo cómico que se vale de esquemas de inversión y toma entonces un cariz subversivo o transgresivo. A semejanza de Aristófanes burlándose de Sócrates, o de Nietzsche que se ríe de los maestros que no se burlan de sí mismos en La gaya ciencia, Sergio Ramírez recurre a la risa, en este caso blasfematoria, frente al Mago en tanto figura del poder absoluto, y que como tal no se ríe ni quiere que se rían; pero si reír es lo propio del hombre, ¿no será «inhumano» el que no ríe?, ¿no será inhumano el poder? Ese poder que a menudo deshumaniza a los que lo soportan, también supone la deshumanización del que lo ejerce. Sara no sólo ridiculiza a las figuras del poder, también las pone en acusación en cierto modo si tenemos en cuenta la insistencia en una dureza, incluso una «inhumanidad», del Mago y de sus representantes.

Cuántas veces la narración señala el carácter severo e inclemente de los emisarios, especialmente Rafael que hasta parece cruel en ciertas ocasiones: «aire adusto» (149), «con dureza» (162), «mancebo de armas tomar» (182), «vengativo» (61) y, para terminar con un ejemplo contundente en relación con la destrucción de Sodoma y Gomorra: «ejecutar de manera eficaz y expedita la operación limpieza que tenían asignada» (171). Esos ángeles exterminadores son comparables a esbirros al servicio de un todopoderoso Mago que recuerda aquí los dictadores más mortíferos, y al que el narrador no trata con más deferencia.

En efecto, ese Mago ubicuo y omnisciente, representación máxima del poder, -«No se mueve la hoja de un árbol si yo no la soplo con mi aliento» (246)-, parece abusivo y arbitrario si se cree a Sara, cuando no asesino como hemos visto con Sodoma y Gomorra o con el sacrificio de Isaac que lo convierte en «loco» para Sara (219). De hecho, el Mago afirma: «Soy un todo indisoluble [...], en mí viven juntos tanto el bien como el mal» (247).

El narrador cuestiona castigos inmerecidos como la petrificación de Edith, mujer de Lot, en estatua de sal sólo por mirar lo que no debía:

Pues el Mago podía perdonar bigamias, alcahueterías, adulterios, y aun incestos [...] pero no indisciplinas ni desacatos de mujeres, les dices no comas del fruto de ese árbol y por puro vicio de desobediencia se apresuran a morderlo; no mires lo que no debes y no has terminado de advertírselo cuando ya sus ojos van raudos tras lo prohibido por puro placer de curiosidad. Para el Mago no hay curiosidad inocente de mujer.


(182)                


La curiosidad lleva a preguntar, a buscar, a no conformarse, es como un «no» ante lo que parece evidente, siempre quiere más, precede el saber, expresa la inteligencia, antítesis de la ignorancia y de la sumisión ciega, resulta ser una seria amenaza para el poder.

Cabe señalar aquí un aspecto que han desarrollado las mejores novelas sobre dictadores: la soledad del poder. Cuando el Mago se sincera con su incorregible Sara en un desenlace-encuentro, él mismo confiesa implícitamente, como presa de un profundo cansancio ante «todo eso», la vacuidad de su potencia: «el cielo verdaderamente está vacío, todas esas estrellas del firmamento en realidad son falsas, murieron hace mucho tiempo aunque aún brillen [...] No es que sea falso, es que está muerto» (248).

Los comentarios de Sara que acompañan esas confidencias, a lo largo de un discurso que entreteje las palabras de los dialogantes en un mismo fluir sin el signo gráfico del guion, denuncian la mentira ¿y la falsedad de su grandiosidad? como una gran comedia:

  • -«Ellos son yo, y yo soy ellos, dijo el Niño. Disfraces, dijo Sara, los magos gustan de los disfraces» (246);
  • -«No soy un mago, soy un hacedor, dijo el Niño. Un hacedor de trucos, como los de las plazas, que engañan a quienes pagan por verlos, y por eso mismo que son mentirosos, pues fingir como realidad lo que no es cierto es mentir. No necesito mentirte en este momento, dijo el Niño» dos líneas antes del final de la novela donde muere Sara (249);
  • -¿De verdad eres real, o siempre has sido una mentira? No te entiendo, respondió el Niño. Una ilusión, un espejismo del desierto. Mira lo que se te ocurre, dijo el Niño, además de terca eres fantasiosa. Un espejismo que se pone solamente delante de dos personas, Abraham y yo, y somos nosotros dos los que te reflejamos delante de los demás. ¿Qué quieres decir con eso?, ¿que si no estuviera en la mente de ustedes dos no existiría? Más o menos, respondió Sara. Yo soy el que soy, dijo el Niño en tono molesto [...]. La duda siempre ofende [...].
(248-249)                


Bien se sabe que el humor, que puede mostrar el mundo bajo un ángulo inesperado y revelador, tiene a menudo una intención reformadora, hace reír para hacer reflexionar. Es obvio aquí donde asoma una relativización del poder, una invitación a la crítica que no sólo se expresa mediante la risa, sino también, y como a menudo en Sergio Ramírez «abogado de formación y sabedor de que nada es cierto o de que la palabra siempre es dudosa», mediante un multiperspectivismo que delata la imposibilidad de conocer la verdad.




4. Una necesaria relativización

Tanto las versiones disonantes como la contestación argumentada de personas que hacen autoridad, perturban las conclusiones sacadas demasiado rápidamente y las opiniones establecidas, despistan al narratario incitándolo a dudar, y en última instancia a reconsiderar su dictamen.

Primero las versiones discordantes: la polifonía, las diferentes perspectivas, ofrecen interpretaciones y puntos de vista divergentes, impiden cualquier afirmación irrefutable, es decir cualquier dogma, posibilitan el debate abriendo así el camino no de la discordia sino de la tolerancia. Abundan palabras o grupos nominales tales como «múltiples fuentes de diversa procedencia», «versión [...] fantasiosa» (105), «especulaciones y versiones cruzadas» (162), «depende de las traducciones» (106), «se cuenta también» (236), «También se relata que» (237), «apócrifo», «incongruencias» (106), «exageraciones», «mentira» (239); sin olvidar expresiones de la incertidumbre como «O quien sabe» (237), «Creo, pues» (236), «no puede descartarse nada» (238), cuando no se trata de sentencias sin apelación:

los historiadores en los mercados y en las plazas adornan y trastocan las noticias destinadas a ser ejemplares, hasta deformarlas, dándoles la apariencia de verdaderas mentiras [...] los viajeros de las caravanas, no hacían sino agravar la situación, pues no existían gentes más falsarias.


(226)                


Segundo: la contestación de las versiones comúnmente aceptadas, incluso cuando emanan de los padres de la Iglesia -Tertuliano, Ireneo de Lyon, Basilio de Cesarea, Jerónimo de Estridón (182, 186)-, teólogos, exégetas cuyos puntos de vista el narrador cuestiona o relativiza, oponiendo el análisis o el buen sentido a la creencia y planteando el problema de la veracidad de los hechos en el caso de un pasado tan remoto. El enfoque de este narrador razonado y deductivo, que no se deja confundir con cuentos descabellados, se caracteriza por:

  • -la razón: «Vivió hasta la edad de ciento veintisiete años, según se afirma, y merecería creerlo si no fuera por los argumentos suficientemente razonados que ya he ofrecido, y porque, además, semejante longevidad trastorna las cuentas» (236);
  • -la verosimilitud: «Es más conveniente por tanto, a todos los efectos, la versión de que Lot [...] era todavía un muchacho de catorce a quince años [...], y ahí sí las cosas calzan sin necesidad alguna de forzarlas [...]. Si así les parece, sigo entonces adelante» (84);
  • -suposiciones con la repetición de «supongamos» (166-167) o la legitimación de la conjetura a falta de mejor solución:

Todas estas no son, se dirá, sino suposiciones de un profano que manosea a su gusto y antojo hechos de tan lejana data para convertirlos en historias fingidas, en las que todo puede faltar menos las invenciones, que no obedecen a reglas ni gobierno. Pero si alguien tiene otras herramientas de las que valerse, mejor lo declara pronto.


(167)                


Entendámonos: este narrador que pregunta, supone, da su parecer, contradice, argumenta, no cuestiona para nada los dogmas del Antiguo Testamento, Sergio Ramírez no puede ser más claro al respecto cuando alega: «No me meto con los dogmas, no los cuestiono»10. En cambio, sí condena «los cánones inflexibles de la ortodoxia religiosa», y responde a toda rigidez por la tolerancia, la capacidad de adoptar la perspectiva del otro: «La mayor revolución es ver el mundo como lo ve el otro. En la política, pocos como Mandela o Luther King consiguieron encarnarse en el otro»11. De la novela Sara a la política, y de la política a la escritura, el autor explica en la misma entrevista que:

son antagónicas. El papel del escritor debe ser crítico; un escritor alienado sólo resulta una voz burocrática. Yo viví la experiencia en el poder. Defendía la causa como relacionista público de la revolución. Y realmente no podía ser crítico con lo que estaba viviendo. Hubiera sido un contrasentido. El espacio crítico es indisoluble de la escritura y el poder no te lo permite.


En otro encuentro titulado «La literatura está reñida con la militancia», el escritor comenta:

Yo recomiendo siempre a los alumnos que me encuentro en talleres y seminarios que no se metan en política, lo cual no quiere decir que no opinen. Uno tiene que tener una conciencia abierta y crítica, sobre todo en países con tantas anormalidades públicas como tienen los de América Latina. Pero la obra literaria debe abordarse desde la libertad y hablarle al poder, no plegarse a él; y eso es algo que, si uno pertenece a un partido, o forma parte de un régimen, se ve notablemente limitado12.


¿En qué medida Sara resulta ser, como otras novelas de Sergio Ramírez, un espejo del autor? ¿Hasta dónde refleja o revela viejos demonios? Como Sergio Ramírez, Sara es dubitativa y crítica ante el poder; como él, ve realizada su mayor esperanza después de verdaderos sacrificios pero debe perderla; como él, se niega a hacerlo. ¿Hasta qué punto podemos proponer una doble lectura? El caso es que ciertos revolucionarios fueron capaces, a imagen de Abraham, de sacrificar a su bien más preciado en nombre del poder, y que ese tipo de personajes se hallan en otras novelas de Sergio Ramírez, siendo esa repetición probablemente significativa.

Lo cierto es que, por más crítico y revelador que sea el humor de Sergio Ramírez, esa risa que resuena en cada una de sus ficciones expresa también una forma de generosidad, tiene que ver con el placer de vivir, con la alegría; no sólo o no siempre se opone al poder y a la muerte, emana igualmente de la misma vida.

En un antiguo proyecto de autobiografía titulado Retrato de familia con volcán, Sergio Ramírez evoca a sus tíos músicos por su sentido del humor -al que rinde homenaje en su novela Un baile de máscaras (1995)-: «todos se burlaban de todos y de quienes acertaban a pasar, para su desgracia, por allí»13, pero esa fiesta perpetua fue sobre todo para el joven Sergio Ramírez una «escuela de humor» cuya primera lección consistió en aprender que «para reírse de los demás, hay que empezar por reírse de uno mismo»14; asimismo aprendió, según cuenta el autor en Una vida por la palabra, que «el que es humorista es a la vez sentimental; [...] que el llanto y la risa, el humor y la melancolía suelen estar juntos» (63).

Aunque al fin y al cabo nada es cierto, sospechamos, al leer esas evocaciones del pasado, la importancia y por consiguiente la influencia que tuvo esa «escuela de la vida» en la manera como Sergio Ramírez ve o aborda ciertos problemas, desplegando luego en sus novelas todas las facetas del humor, crítico e inmotivado, duro y ligero, despectivo y tierno, entristecido y alegre. Rico y sutil sin duda alguna.








Bibliografía

    Obras consultadas

  • BAKHTINE Mikhaïl, L'œuvre de François Rabelais. (La culture populaire au Moyen-Âge et sous la Renaissance), Paris, Éditions Gallimard, 1985.
  • BESSE Nathalie, «Satire et mort des mythes nationaux dans Margarita, está linda la mar de Sergio Ramírez», La satire en Amérique latine, formes et fonctions, volume 2, «La satire contemporaine», América-Cahiers du CRICCAL, n.º 38, Presses de la Sorbonne Nouvelle-Paris III, 2008, pp. 19-25.
  • BESSE Nathalie, «Poder de la corrupción y contrapoder de la ética en El cielo llora por mí de Sergio Ramírez», Página oficial de Sergio Ramírez, sección «Crítica», mayo de 2009.
  • BESSE Nathalie, «Les corps malmenés de Sergio Ramírez. Images d'un Nicaragua meurtri», Les représentations du corps dans la littérature latino-américaine, reCHERches, n.º 4 (ss dir. Nathalie Besse), Université de Strasbourg, 2010, pp. 103-116.
  • DUVIGNAUD Jean, Le propre de l'homme, Paris, Hachette, 1985.
  • EMELINA Jean, Le Comique. Essai d'interprétation générale, Paris, Collection Présences critiques, Éditions Sedes, 1991.
  • RAMÍREZ Sergio, Sara, Madrid, Editorial Alfaguara, 2015.
  • RAMÍREZ Sergio, «Retrato de familia con violín», Página oficial de Sergio Ramírez.
  • RAMÍREZ Sergio, «Retrato de niño estrábico con lentes», Otrolunes, n.º 9, agosto 2009.
  • RAMÍREZ Sergio, Una vida por la palabra, Entrevista de Silvia Cherem, Prólogo de Carlos Fuentes, México, Fondo de Cultura Económica, 2004.
    Entrevistas

  • La Prensa Cultura, 2 de junio de 2015, Arnulfo Agüero: «Sara: una historia seductora».
  • El País Cultura, Madrid, 5 de marzo de 2015, Ferrán Bono: «Sergio Ramírez: "La mayor revolución es ver el mundo como lo ve el otro"».
  • Noticias, 6 de marzo de 2015, Alberto Gordo: «Sergio Ramírez: "La literatura está reñida con la militancia"».
  • La Prensa, 11 de marzo de 2015, Ana Mendoza: «"Sara" vista de otras maneras».
  • El Nuevo Diario, 14 de junio de 2015, Letzira Sevilla Bolaños: «Sergio Ramírez rompe el silencio de Sara, esposa de Abraham».


 
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