La risa en la literatura española
(Antología de textos)
Antonio José López Cruces (ed. lit.)
[López Cruces, Antonio José, Introducción a «La risa en la literatura española». (Antología de textos), Alicante, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2004.]
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-Señor, oí decir que un hombre era celoso de su mujer y compró un papagayo y metiolo en una jaula, y púsolo en su casa, y mandole que le dijera todo cuanto viera hacer a su mujer, y que no le encubriese en adelante nada. Y después se marchó a sus asuntos. Y entró el amigo de ella en su casa y el papagayo vio cuanto ellos hicieron; y cuando el hombre bueno vino de su mandado, entrose en su casa de manera que no le viese su mujer, y mandó traer al papagayo y preguntole todo lo que había visto, y el papagayo contole todo lo que había visto hacer a su mujer con el amigo, y el hombre bueno fue muy sañudo contra su mujer y no entró más donde ella estaba. Y la mujer pensó verdaderamente que la moza la había descubierto; llamola entonces y dijo:
-Tú dijiste a mi marido cuanto yo hice.
Y la moza juró que no lo había dicho, «mas sabed que lo dijo el papagayo». Y cuando vino la noche, fue la mujer al papagayo y descendiolo a tierra, y comenzó a echar agua desde arriba como que era lluvia, y tomó un espejo en la mano y colocóselo sobre la jaula, y en la otra mano una candela, y colocósela arriba y pensó el papagayo que era relámpago; y la mujer comenzó a mover una muela y el papagayo pensó que eran truenos. Y ella estuvo así toda la noche hasta que amaneció. Y después que fue la mañana, vino el marido y preguntó al papagayo:
-¿Viste esta noche alguna cosa?
-40-Y el papagayo dijo:
-No pude ver ninguna cosa con la lluvia y los truenos y relámpagos que esta noche hizo.
Y el hombre dijo:
-Si cuanto me has dicho de mi mujer es verdad así como esto, no hay cosa más mentirosa que tú, y he de mandarte matar.
Y mandó por su mujer y perdonola...
Y yo, señor, no te di este ejemplo sino porque sepas el engaño de las mujeres; que son muy fuertes sus artes, y sus engaños son muchos, que no tienen principio ni fin.
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Anduvieron ese día bastante, hasta que llegaron a una villeta pequeña que estaba a media legua del real de la hueste11. Y el caballero Zifar, antes de que entrasen en aquella villeta, vio una huerta en un valle muy hermoso, y había allí un nabar muy grande; y dijo el caballero: «¡Ay, amigo!, ¡qué de grado comería esta noche de aquellos nabos si hubiese quien me los supiese adobar!». «Señor -dijo el ribaldo-, yo os los adobaré». Y llegó con el caballero a una alberguería y dejolo allí, y fuese para aquella huerta con un saco. Y halló la puerta cerrada, y subió sobre las paredes y saltó adentro, y comenzó a arrancar de aquellos nabos, y los mejores metía en el saco. Y, arrancándolos, entró el señor de la huerta, y cuando lo vio fuese para él y díjole: «Ciertamente, ladrón malo, te vendrás conmigo preso ante la justicia, y te darán la pena que mereces porque entraste por las paredes a hurtar los nabos». «Ay, señor -dijo el ribaldo-, así os dé Dios buena andanza, que no lo hagáis, porque forzado entré aquí». «¿Y cómo forzado? -dijo el señor de la huerta-, porque no veo en ti cosa por la que ninguno te debiese hacer fuerza, si tu maldad no te la hiciese hacer». «Señor -dijo el ribaldo-, pasando yo por aquel camino, hizo un viento torbellino tan fuerte, que me levantó por fuerza de tierra y me echó en esta huerta». «¿Pues quién arrancó estos nabos?», dijo el señor de la huerta. «Señor -dijo el ribaldo-, el viento -47- era tan recio y tan fuerte, que me levantaba de tierra y, con miedo de que me echase en algún mal lugar, trabeme a los nabos y arrancábanse mucho». «Pues ¿quién metió los nabos en este saco?», dijo el señor de la huerta. «Ciertamente, señor -dijo el ribaldo-, de eso me maravillo mucho». «Pues tú te maravillas -dijo el señor de la huerta-, bien das a entender que no tienes en ellos culpa. Perdónote esta vez». «¡Ay, señor! -dijo el ribaldo-, ¿y qué menester tiene de perdón el que está sin culpa? Ciertamente mejor haríais en dejarme estos nabos por la pena que llevé en arrancarlos, aunque contra mi voluntad, haciéndome el gran viento». «Pláceme -dijo el señor de la huerta-, pues tan bien te defendiste con mentiras apuestas12; y toma los nabos y sigue tu camino, y guárdate de aquí en adelante de que te ocurra otra vez, si no, tú lo pagarás».
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Otra vez hablaba el conde Lucanor con Patronio, su consejero, y le decía:
-Patronio, un pariente mío me ha contado que le quieren casar con una mujer muy rica y más ilustre que él, por lo que esta boda le sería muy provechosa si no fuera porque, según le han dicho algunos amigos, se trata de una doncella muy violenta y colérica. Por eso os ruego que me digáis si le debo aconsejar que se case con ella, sabiendo cómo es, o si le debo aconsejar que no lo haga.
-Señor conde -dijo Patronio-, si vuestro pariente tiene el carácter de un joven cuyo padre era un honrado moro, aconsejadle que se case con ella; pero si no es así, no se lo aconsejéis.
El conde le rogó que le contase lo sucedido.
Patronio le dijo que en una ciudad vivían un padre y su hijo, que era excelente persona, pero no tan rico que pudiese realizar cuantos proyectos tenía para salir adelante. Por eso el mancebo estaba siempre muy preocupado, pues siendo tan emprendedor no tenía medios ni dinero.
En aquella misma ciudad vivía otro hombre mucho más distinguido y más rico que el primero, que sólo tenía una hija, de carácter muy distinto al del mancebo, pues cuanto en él había de bueno, lo tenía ella de malo, por lo cual nadie en el mundo querría casarse con aquel diablo de mujer.
Aquel mancebo tan bueno fue un día a su padre y le dijo que, pues no era tan rico que pudiera darle cuanto necesitaba para vivir, se vería en la -49- necesidad de pasar miseria y pobreza o irse de allí, por lo cual, si él daba su consentimiento, le parecía más juicioso buscar un matrimonio conveniente, con el que pudiera encontrar un medio de vida. El padre le contestó que le gustaría mucho poder encontrarle un matrimonio ventajoso.
Dijo el mancebo a su padre que, si él quería, podría intentar que aquel hombre bueno, cuya hija era tan mala, se la diese por esposa. El padre, al oír decir esto a su hijo, se asombró mucho y le preguntó cómo había pensado aquello, pues no había nadie en el mundo que la conociese que, aunque fuera muy pobre, quisiera casarse con ella. El hijo le contestó que hiciese el favor de concertarle un matrimonio. Tanto le insistió que, aunque al padre le pareció algo muy extraño, le dijo que lo haría.
Marchó luego a casa de aquel buen hombre, del que era muy amigo, y le contó cuanto había hablado con su hijo, diciéndole que, como el mancebo estaba dispuesto a casarse con su hija, consintiera en su matrimonio. Cuando el buen hombre oyó hablar así a su amigo, le contestó:
-Por Dios, amigo, si yo autorizara esa boda sería vuestro peor amigo, pues tratándose de vuestro hijo, que es muy bueno, yo pensaría que le hacía grave daño al consentir su perjuicio o su muerte, porque estoy seguro de que, si se casa con mi hija, morirá o su vida con ella será peor que la misma muerte. Mas no penséis que os digo esto por no aceptar vuestra petición, pues si la queréis como esposa de vuestro hijo, a mí mucho me contentará entregarla a él o a cualquiera que se la lleve de esta casa.
Su amigo le respondió que le agradecía mucho su advertencia, pero, como su hijo insistía en casarse con ella, le volvía a pedir su consentimiento.
Celebrada la boda, llevaron a la novia a casa de su marido y, como eran moros, siguiendo sus costumbres les prepararon la cena, les pusieron la mesa y los dejaron solos hasta la mañana siguiente. Pero los padres y parientes del novio y de la novia estaban con mucho miedo, pues pensaban que al día siguiente encontrarían al joven muerto o muy mal herido.
Al quedarse los novios solos en su casa, se sentaron a la mesa y, antes de que ella pudiese decir nada, miró el novio a una y otra parte y, al ver a un perro, le dijo ya bastante airado:
-¡Perro, danos agua para las manos!
El perro no lo hizo. El mancebo comenzó a enfadarse y le ordenó con más ira que les trajese agua para las manos. Pero el perro seguía sin obedecerle. Viendo que el perro no lo hacía, el joven se levantó muy enfadado de la mesa y, cogiendo la espada, se lanzó contra el perro, que, al verlo venir así, emprendió una veloz huida, perseguido por el mancebo, saltando ambos por entre la ropa, la mesa y el fuego; tanto lo persiguió que, al fin, el mancebo le dio alcance, lo sujetó y le cortó la cabeza, las patas y las manos, haciéndolo pedazos y ensangrentando toda la casa, la mesa y la ropa.
-50-Después, muy enojado y lleno de sangre, volvió a sentarse a la mesa y miró en derredor. Vio un gato, al que mandó que trajese agua para las manos; como el gato no lo hacía, le gritó:
-¡Cómo, falso traidor! ¿No has visto lo que he hecho con el perro por no obedecerme? Juro por Dios que, si tardas en hacer lo que mando, tendrás la misma muerte que el perro.
El gato siguió sin moverse, pues tampoco es costumbre suya llevar el agua para las manos. Como no lo hacía, se levantó el mancebo, lo cogió por las patas y lo estrelló contra una pared, haciendo de él más de cien pedazos y demostrando con él mayor ensañamiento que con el perro.
Así, indignado, colérico y haciendo gestos de ira, volvió a la mesa y miró a todas partes. La mujer, al verle hacer todo esto, pensó que se había vuelto loco y no decía nada.
Después de mirar por todas partes, vio a su caballo, que estaba en la cámara y, aunque era el único que tenía, le mandó muy enfadado que les trajese agua para las manos; pero el caballo no le obedeció. Al ver que no lo hacía, le gritó:
-¡Cómo, don caballo! ¿Pensáis que, porque no tengo otro caballo, os respetaré la vida si no hacéis lo que yo mando? Estáis muy confundido, pues si, para desgracia vuestra, no cumplís mis órdenes, juro ante Dios daros tan mala muerte como a los otros, porque no hay nadie en el mundo que me desobedezca que no corra la misma suerte.
El caballo siguió sin moverse. Cuando el mancebo vio que el caballo no le obedecía, se acercó a él, cortó la cabeza con mucha rabia y luego lo hizo pedazos.
Al ver su mujer que mataba al caballo, aunque no tenía otro, y que decía que haría lo mismo con quien no le obedeciese, pensó que no se trataba de una broma y le entró tantísimo miedo que no sabía si estaba viva o muerta.
Él, así, furioso, ensangrentado y colérico, volvió a la mesa, jurando que si mil caballos, hombres o mujeres hubiera en su casa que no le hicieran caso, los mataría a todos. Se sentó y miró a un lado y a otro, con la espada llena de sangre en el regazo; cuando hubo mirado muy bien, al no ver a ningún ser vivo sino a su mujer, volvió la mirada hacia ella con mucha ira y le dijo con muchísima furia, mostrándole la espada:
-Levantaos y dadme agua para las manos.
La mujer, que no esperaba otra cosa sino que la despedazaría, se levantó a toda prisa y le trajo el agua que pedía. Él le dijo:
-¡Ah! ¡Cuántas gracias doy a Dios porque habéis hecho lo que os mandé! Pues de lo contrario, y con el disgusto que estos estúpidos me han dado, habría hecho con vos lo mismo que con ellos.
Después le ordenó que le sirviese la comida y ella le obedeció. Cada vez -51- que le mandaba alguna cosa, tan violentamente se lo decía y con tal voz que ella creía que su cabeza rodaría por el suelo.
Así ocurrió entre los dos aquella noche que nunca hablaba ella sino que se limitaba a obedecer a su marido. Cuando ya habían dormido un rato, le dijo él:
-Con tanta ira como he tenido esta noche, no he podido dormir bien. Procurad que mañana no me despierte nadie y preparadme un buen desayuno.
Cuando aún era muy de mañana, los padres, madres y parientes se acercaron a la puerta y, como no se oía a nadie, pensaron que el novio estaba muerto o gravemente herido. Viendo por entre las puertas a la novia y no al novio, su temor se hizo muy grande.
Ella, al verlos junto a la puerta, se les acercó muy despacio y, llena de temor, comenzó a increparles:
-¡Locos, insensatos! ¿Qué hacéis ahí? ¿Cómo os atrevéis a llegar a esta puerta? ¿No os da miedo hablar? ¡Callaos, si no todos moriremos, vosotros y yo!
Al oírla decir esto, quedaron muy sorprendidos. Cuando supieron lo ocurrido entre ellos aquella noche, sintieron gran estima por el mancebo porque había sabido imponer su autoridad y hacerse él con el gobierno de su casa. Desde aquel día en adelante, fue su mujer muy obediente y llevaron muy buena vida.
Pasados unos días, quiso su suegro hacer lo mismo que su yerno, para lo cual mató un gallo; pero su mujer le dijo:
-En verdad, don Fulano, que os decidís muy tarde, porque de nada os valdría aunque mataseis cien caballos: antes tendríais que haberlo hecho, que ahora nos conocemos de sobra.
-Vos, señor conde, si vuestro pariente quiere casarse con esa mujer, si tiene el carácter de aquel mancebo, aconsejadle que lo haga, pues sabrá mandar en su casa; pero si no es así que pueda hacer todo lo necesario para imponerse a su futura esposa, debe dejar pasar esa oportunidad. También os aconsejo a vos que, cuando hayáis de tratar con los demás hombres, les deis a entender desde el principio cómo han de portarse con vos.
El conde vio que este era un buen consejo, obró según él y le fue muy bien.
Como don Juan comprobó que este cuento era bueno, lo mandó escribir en este libro e hizo estos versos que dicen así:
Si desde un principio no muestras quién eres, | |||
nunca podrás después cuando quisieres. |
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Hay otra clase de hombres que no son de tan buena calidad como los susodichos: estos son los coléricos, que en ellos predomina y señorea la cólera a las otras calidades.
[...]
Por ello, las mujeres aman a estos mucho, por vengar sus injurias, y que ninguno ni alguna les ose decir menos que señora [...].
Que si alguno o alguna les dice alguna cosa mal dicha o que no le viene bien, luego revienta su corazón en lágrimas y sollozos cuando entiende que ha de venir él a casa; y cuando el hombre entra, está ella escondida, o hace como que se esconde por desaire. Dice a los de casa el marido o amigo cuando viene: «¿Dónde está fulana?», o «¿Dónde está tu señora?». «Señor, allá está en el palacio15 muy triste y llorosa». Y cuando él entra, comienza ella a limpiar sus ojos de lágrimas -y a veces se pone saliva en los ojos porque parezca que ha llorado, y friégalos un poquito con las manos y dedos porque se muestren bermejos, encendidos y turbados- y luego esconde la cabeza entre los brazos, o la vuelve, cuando él entra, hacia la pared.
Y el otro dice luego: «¿Qué tienes, amiga?». Ella responde: «No, nada». «Pues dime, señora, ¿por qué lloras, que goce yo de ti?16». Responde: «No, -53- por nada». «Pues ¿qué cosa es esta? ¡Así goces de mí!». «Os digo que nada». «Dime, pese a tal, señora, ¿qué cosa es, o quién te enojó, o por qué son estos lloros? ¡Dímelo, pese a tal, señora!». Responde ella: «Lloro mi ventura17». Y luego comienza a llorar y los ojos de recio a limpiar, tragando la saliva más venenosa que rejalgar18, y dice: «¿Paréceos esto bien, que Fulana o Fulano me ha deshonrado en la plaza, y bien a su voluntad, llamándome puta amigada19? Díjome puta casada, o díjome tales y tales injurias, que más querría ser muerta que haber venido a vuestro poder. ¡Ay de mí, cuitada20! ¡Ahora soy difamada y deshonrada! y ¿de quién? ¡De una puta bellaca, suela de mi zapato, o de un bellaco vil, suela de mi chapín! Pues, si esto os parece que yo debo sufrir, antes renegaría yo de mí en Dios y mi alma, antes me fuese con un moro de allende la mar, o con el más vil hombre de a pie que en Castilla hubiese, y no digo más».
Luego el otro, como es colérico y en un punto movible21, sin deliberación alguna, arrebata armas y bota por la puerta afuera, sin saber si es verdad ni hacer otra pesquisa, sino sólo a dicho de una que es parte formada22, y se dará al diablo por ver destruida o destruido a aquel que la ha injuriado.
Y, por tanto, el que juicio tuviese debería pensar quién se lo dijo; si se lo dijo en tiempo en que estaba pacífica o sañuda, airada o sosegada; si la otra era su amiga o enemiga, o amiga de su amigo o vecino; y mirara de no perder su amigo por un enemigo -que es la mujer, que si amigo fuese, callaría y tal no urdiría-, sino decirle: «Amiga, estás ahora melancólica; y yo ya he comido y bebido. Espéralo para otra hora, que ahora no puede reinar cólera en mí [...]. Ten paciencia, que yo pondré remedio en ello; hoy, en este día, no».
Mas de todo esto no se preocupa el loco con su locura, sino allá va el mezquino. Cuando lo ve tomar armas y salir de casa, comienza ella a dar gritos y voces, diciendo: «¡Cuitada, mezquina, corneja triste, desventurada, venid acá, no vayáis allá!». Ella no ve la hora de oír dar a la otra gritos y voces de cómo da en ella o en él cuchilladas, palos y coces.
Sin embargo, de la otra parte sale luego el marido o el pariente de la otra mujer y he aquí el ruido en la mano, o él mata o le matan, o él hiere o le hieren; que todo es daño, así dar como recibir.
Y cuando entra por casa herido, ráscase la bendita de la promovedora de ello las nalgas, con reverencia hablando, diciendo: «¡Cuitada, mezquina, -54- turbada, corrida23! ¡Yuy, y qué será de mí! Señor, ¿quién os hirió por la cara?», o «¿quién me os mató?», o «¿quién os dio tal golpe?». ¡Virgen María! ¡A ti lo encomiendo, Jesús mío! ¡Bueno, y no me lastimes! ¡Ay triste de mí! Daca24 huevos; daca estopa25; daca vino para estopadas ¡Juanilla, ve al cirujano: dile que venga! ¡Corre pronto, puta, hija de puta! Marica, daca una camisa delgada; que se le va toda la sangre. ¡Yuy, Jesús! ¡Ay, Santa María! Dame del agua; que me fino. ¡Ay triste de mí! Pedro, id, hijo, en un salto a su hermano, que venga luego26; Juan, id a su compadre y decidle que hubo ruido; no digas, sin embargo, que está herido. Martín, llamad a mi comadre; llamad a mi vecina. ¡Yuy, qué duelo fue este! ¡Qué quebranto tan grande! ¡Qué dolor tan desigual! ¡Yuy, cativa27! ¡Ay, mezquina! ¡Oh triste! ¡Ay, lasa28 de mí! ¡Ay Virgen María! ¡Pues, señor, decid, amigo! Y ¿qué os duele, amigo? y ¿qué sentís? ¡Triste de mí, que en hora mala nací!», etc...
¿Veréis, que os ayude Dios, qué demanda?29 Ve que tiene la cara atravesada, o buena puñalada o lanzada, y demándale: «¿Qué os duele?», o «¿Qué sentís?».