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Barroco

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Luis de Góngora




Soneto


   «Duélete de ese puente, Manzanares103;
mira que dice por ahí la gente
que no eres río para medio puente,
y que él es puente para muchos mares104.

   »Hoy, arrogante, te ha brotado a pares
húmedas crestas tu soberbia frente,
y ayer me dijo humilde tu corriente
que eran en marzo los caniculares105.

   »Por el alma de aquel que ha pretendido
con cuatro onzas de agua de chicoria
purgar la villa y darte lo purgado106,

   »dime ¿cómo has menguado y has crecido?,
¿cómo ayer te vi en pena y hoy en gloria?».
«Bebiome un asno ayer, y hoy me ha meado».

  -84-  
   Dicen que ha hecho Lopico107
contra mí versos adversos,
mas si yo vuelvo mi pico,
con el pico de mis versos
a ese Lopico lo pico.




Parodias de romances



I

    Triste pisa y afligido
las arenas del Pisuerga
el ausente de su dama,
el desdichado Zulema108. [...]

   Los ojos tiene en el río,
cuya corriente los lleva,
y él envueltas en las ondas
lleva sus lágrimas tiernas.

   Tanto llora el hideputa,
que si el año de la seca
llorara en dos hazas109 mías
acudiera a diez fanegas.
Los espacios que no llora
de memorias se alimenta,
porque le dan las memorias
lo que los ojos le niegan.

   Piensos110 se da de memorias,
rumiando glorias y penas,
como rábanos mi mula
-85-
y una mona berenjenas. [...]


II

    Desde Sansueña111 a París
dijo un medidor de tierras
que no había un paso más
que de París a Sansueña.
Mas hablando ya en juicio,
con haber quinientas leguas,
las anduvo en treinta días
la señora Melisendra112,
a las ancas de un polaco113,
como Dios hizo una bestia,
de la cincha allá frisón114,
de la cincha acá, litera.
Llevábala don Gaiferos,
de quien había sido ella,
para lo de Dios, esposa,
para lo de amor, cadena.
Contemple cualquier cristiano
cuál llevaría la francesa
lo que el griego llama nalgas
y el francés asentaderas.
Caminaban en verano,
y pasábanlo en las ventas
los dos nietos de Pepino115
con su abuelo116, y agua fresca. [...]



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Miguel de Cervantes


El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha117

[Capítulo XVI de la Primera parte]


Servía en la venta, asimismo, una moza asturiana118 ancha de cara, llana de cogote, de nariz roma, del un ojo tuerta y del otro no muy sana. Verdad es que la gallardía del cuerpo suplía las demás faltas: no tenía siete palmos de los pies a la cabeza, y las espaldas, que algún tanto le cargaban, la hacían mirar al suelo más de lo que ella quisiera. [...]

Digo, pues, que después de haber visitado el arriero a su recua y dádole el segundo pienso, se tendió en sus enjalmas119 y se dio a esperar a su puntualísima Maritornes. Ya estaba Sancho bizmado120 y acostado y, aunque procuraba dormir, no lo consentía el dolor de sus costillas; y don Quijote, con el dolor de las suyas, tenía los ojos abiertos como liebre121. Toda la venta estaba en silencio, y en toda ella no había otra luz que la que daba una lámpara, que colgada en medio del portal ardía.

Esta maravillosa quietud, y los pensamientos que siempre nuestro caballero traía de los sucesos que a cada paso se cuentan en los libros autores de su desgracia, le trajo a la imaginación una de las extrañas locuras que buenamente imaginarse pueden; y fue que él se imaginó haber llegado a un famoso castillo -que, como se ha dicho, castillos eran a su parecer todas las ventas donde se alojaba-, y que la hija del ventero lo era del señor del castillo, la cual, vencida de su gentileza, se había enamorado de él y prometido que aquella noche, a hurto de sus padres, vendría a yacer con él   -87-   una buena pieza; teniendo toda esta quimera que él se había fabricado por firme y valedera, se comenzó a acuitar122 y a pensar en el peligroso trance en que su honestidad se había de ver, y se propuso en su corazón no cometer alevosía a su señora Dulcinea del Toboso, aunque la misma reina Ginebra123 con su dada Quintañona124 se le pusiesen delante.

Pensando, pues, en estos disparates, se llegó el tiempo y la hora -que para él fue menguada125- de la venida de la asturiana, la cual, en camisa y descalza, cogidos los cabellos en una albanega126 de fustán127, con tácitos y atentados128 pasos, entró en el aposento donde los tres alojaban, en busca del arriero. Pero apenas llegó a la puerta, cuando don Quijote la sintió, y sentándose en la cama, a pesar de sus bizmas y con dolor de sus costillas, tendió los brazos para recibir a su hermosa doncella. La asturiana, que, toda recogida y callando, iba con las manos delante buscando a su querido, topó con los brazos de don Quijote, el cual la asió fuertemente de una muñeca, y tirándola hacia sí, sin que ella osase hablar palabra, la hizo sentar sobre la cama. Tentole luego la camisa y, aunque era de arpillera129, a él le pareció ser finísimo y delgado cendal130. Traía en las muñecas unas cuentas de vidrio, pero a él le dieron vislumbres de preciosas perlas orientales. Los cabellos, que en alguna manera tiraban a crines, él los marcó por hebras de lucidísimo oro de Arabia, cuyo resplandor al del mismo sol oscurecía. Y el aliento, que, sin duda alguna, olía a ensalada fiambre y trasnochada, a él le pareció que arrojaba de su boca un olor suave y aromático; y, finalmente, él la pintó en su imaginación de la misma traza y modo que lo había leído en sus libros de la otra princesa que vino a ver al mal herido caballero, vencida de sus amores con todos los adornos que aquí van puestos. Y era tanta la ceguedad del pobre hidalgo, que el tacto, ni el aliento, ni otras cosas que traía en sí la buena doncella, no le desengañaban, las cuales pudieran hacer vomitar a otro que no fuera arriero; antes le parecía que tenía entre sus brazos a la diosa de la hermosura. Y teniéndola bien asida, con voz amorosa y baja le comenzó a decir:

  -88-  

-Quisiera hallarme en términos, fermosa y alta señora, de poder pagar tamaña merced como la que con la vista de vuestra gran fermosura me habedes fecho131; pero ha querido la fortuna, que no se cansa de perseguir a los buenos, ponerme en este lecho, donde yago tan molido y quebrantado, que, aunque de mi voluntad quisiera satisfacer a la vuestra, fuera imposible. Y más, que se añade a esta imposibilidad otra mayor, que es la prometida fe que tengo dada a la sin par Dulcinea del Toboso, única señora de mis escondidos pensamientos; que si esto no hubiera de por medio, no fuera yo tan sandio caballero que dejara pasar en blanco la venturosa ocasión en que vuestra bondad me ha puesto.

Maritornes estaba acongojadísima y trasudando de verse tan asida de don Quijote, y, sin entender ni estar atenta a las razones que le decía, procuraba, sin hablar palabra, desasirse. El bueno del arriero, a quien tenían despierto sus malos deseos, desde el punto que entró su coima132 por la puerta, la sintió, estuvo atentamente escuchando todo lo que don Quijote decía y, celoso de que la asturiana le hubiese faltado la palabra por otro, se fue llegando más al lecho de don Quijote, y estúvose quedo133 hasta ver en qué paraban aquellas razones, que él no podía entender. Pero como vio que la moza forcejeaba por desasirse y don Quijote trabajaba por tenerla, pareciéndole mal la burla, enarboló el brazo en alto y descargó tan terrible puñada sobre las estrechas quijadas del enamorado caballero, que le bañó toda la boca en sangre; y, no contento con esto, se le subió encima de las costillas y, con los pies más que de trote, se las paseó todas de cabo a cabo.

El lecho, que era un poco endeble y de no firmes fundamentos, no pudiendo sufrir la añadidura del arriero, dio consigo en el suelo, a cuyo gran ruido despertó el ventero, y luego imaginó que debían de ser pendencias de Maritornes, porque, habiéndola llamado a voces, no respondía. Con esta sospecha se levantó y, encendiendo un candil, se fue hacia donde había sentido la pelaza134. La moza, viendo que su amo venía, y que era de condición terrible, toda medrosica y alborotada, se acogió a la cama de Sancho Panza, que aún dormía, y allí se acurrucó y se hizo un ovillo. El ventero entró, diciendo:

-¿Adónde estás, puta? A buen seguro que son tus cosas estas.

En esto despertó Sancho y, sintiendo aquel bulto casi encima de sí, pensó que tenía la pesadilla, y comenzó a dar puñadas a una y otra parte y, entre   -89-   otras, alcanzó con no sé cuántas a Maritornes, la cual, sentida de dolor, echando a rodar la honestidad135, dio el retorno a Sancho con tantas, que, a su despecho, le quitó el sueño; el cual, viéndose tratar de aquella manera, y sin saber de quién, alzándose como pudo, se abrazó con Maritornes, y comenzaron entre los dos la más reñida y graciosa escaramuza del mundo.

Viendo, pues, el arriero, a la lumbre del candil del ventero, cuál andaba su dama, dejando a don Quijote, acudió a darle el socorro necesario. Lo mismo hizo el ventero, pero con intención diferente, porque fue a castigar a la moza, creyendo, sin duda, que ella sola era la ocasión de toda aquella armonía136. Y así como suele decirse: el gato al ratón, el ratón a la cuerda, la cuerda al palo, daba el arriero a Sancho, Sancho a la moza, la moza a él, el ventero a la moza, y todos menudeaban con tanta prisa, que no se daban punto de reposo; y fue lo bueno que al ventero se le apagó el candil, y, como quedaron a oscuras, dábanse tan sin compasión todos a bulto, que a doquiera que ponían la mano no dejaban cosa sana.




El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha137

[Capítulo XLVII de la Segunda parte]


-Digo, pues -dijo el labrador-, que este mi hijo que ha de ser bachiller se enamoró en el mismo pueblo de una doncella llamada Clara Perlerina, hija de Andrés Perlerino, labrador riquísimo; y este nombre de Perlerino no les viene de abolengo ni otra alcurnia, sino porque todos los de este linaje son perláticos138, por mejorar el nombre los llaman Perlerines, aunque si va decir la verdad, la doncella es como una perla oriental, y, mirada por el lado derecho, parece una flor del campo; por el izquierdo no tanto, porque le falta aquel ojo, que le saltó de viruelas; y aunque los hoyos del rostro son muchos y grandes, dicen los que la quieren bien que aquellos no son hoyos, sino sepulturas donde se sepultan las almas de sus amantes. Es tan limpia, que por no ensuciar la cara, trae las narices, como dicen, arremangadas139, que no parecen sino que van huyendo de la boca, y, con todo esto, parece bien por extremo, porque tiene la boca grande, y a no faltarle diez o doce dientes y muelas, pudiera pasar y echar raya140 entre las más bien formadas. De los labios no tengo qué decir, porque son tan sutiles y delicados, que si se usara   -90-   aspar141 labios, pudieran hacer de ellos una madeja; pero como tienen diferente color de la que en los labios se usa comúnmente, parecen milagrosos, porque son jaspeados de azul y verde y aberenjenado142; y perdóneme el señor gobernador si por tan menudo voy pintando las partes de la que al fin ha de ser mi hija, que la quiero bien y no me parece mal.

-Pintad lo que quisiereis -dijo Sancho-, que yo me voy recreando en la pintura y, si hubiera comido, no hubiera mejor postre para mí que vuestro retrato.




El retablo de las maravillas143

GOBERNADOR.-   Y ¿qué quiere decir Retablo de las Maravillas?

CHANFALLA.-   Por las maravillosas cosas que en él se enseñan y muestran, viene a ser llamado Retablo de las Maravillas; el cual fabricó y compuso el sabio Tontonelo, debajo de tales paralelos, rumbos, astros y estrellas, con tales puntos, caracteres y observaciones, que ninguno puede ver las cosas que en él se muestran, si tiene alguna raza de confeso, o no ha sido tenido y procreado por sus padres en legítimo matrimonio144; y el que fuere contagiado de estas dos tan usadas enfermedades, despídase de ver las cosas jamás vistas ni oídas de mi retablo.

BENITO REPOLLO.-   Ahora echo de ver que cada día se ven en el mundo cosas nuevas. Y ¡qué!, ¿se llamaba Tontonelo el sabio que el Retablo compuso?

CHIRINOS.-   Tontonelo se llamaba, nacido en la ciudad de Tontonela: hombre de quien hay fama que le llegaba la barba a la cintura.

BENITO REPOLLO.-   Por la mayor parte, los hombres de grandes barbas son sabihondos.

GOBERNADOR.-   Señor regidor Juan Castrado, yo determino, debajo de su buen parecer, que esta noche se despose la señora Teresa Castrada, su hija, de quien yo soy padrino, y, en regocijo de la fiesta, quiero que el señor Montiel muestre en vuestra casa su Retablo.

[...]

BENITO REPOLLO.-   Poca balumba145 trae este autor para tan gran Retablo.

JUAN CASTRADO.-   Todo debe de ser de maravillas.

  -91-  

CHANFALLA.-   Atención, señores, que comienzo. ¡Oh, tú, quien quiera que fuiste, que fabricaste este Retablo con tan maravilloso artificio, que alcanzó renombre de las Maravillas: por la virtud que en él se encierra, te conjuro, apremio y mando que luego incontinenti146 muestres a estos señores algunas de las tus maravillosas maravillas, para que se regocijen y tomen placer, sin escándalo alguno! Ea, que ya veo que has otorgado mi petición pues por aquella parte asoma la figura del valentísimo Sansón, abrazado con las columnas del templo, para derribarle por el suelo y tomar venganza de sus enemigos. ¡Tente, valeroso caballero, tente, por la gracia de Dios Padre; no hagas tal desaguisado, porque no cojas debajo y hagas tortilla a tanta y tan noble gente como aquí se ha juntado!

BENITO REPOLLO.-   ¡Téngase, cuerpo de tal conmigo! ¡Bueno sería que, en lugar de habernos venido a holgar147, quedásemos aquí hechos plasta! ¡Téngase, señor Sansón, pesia a mis males, que se lo ruegan buenos!

PEDRO CAPACHO.-   ¿Veisle vos, Castrado?

JUAN CASTRADO.-   Pues ¿no le había de ver? ¿Tengo yo los ojos en el colodrillo?

PEDRO CAPACHO.-   Milagroso caso es este: así veo yo a Sansón ahora, como al Gran Turco. Pues en verdad que me tengo por legítimo y cristiano viejo.

CHIRINOS.-   ¡Guárdate148, hombre, que sale el mismo toro que mató al ganapán en Salamanca! ¡Échate, hombre; échate hombre; Dios te libre, Dios te libre!

CHANFALLA.-   ¡Échense todos, échense todos! ¡Hucho ho!, ¡hucho ho! ¡hucho ho!

 

(Échanse todos y alborótanse.)

 

BENITO REPOLLO.-   El diablo lleva en el cuerpo el torillo; sus partes tiene de hosco y de bragado149; si no me tiendo, me lleva de vuelo.

JUAN CASTRADO.-   Señor Autor, haga, si puede, que no salgan figuras que nos alboroten; y no lo digo por mí, sino por estas muchachas, que no les ha quedado gota de sangre en el cuerpo, de la ferocidad del toro.

JUANA CASTRADA.-   Y ¡cómo, padre! No pienso volver en mí en tres días; ya me vi en sus cuernos, que los tiene agudos como una lezna150.

JUAN CASTRADO.-   No fueras tú mi hija, y no lo vieras.

GOBERNADOR.-   Basta, que todos ven lo que yo no veo; pero al fin habré de decir que lo veo, por la negra honrilla.




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