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ArribaAbajo VIII

La Venta de Puerto Lápiche


Cuando yo salgo de mi cuchitril, en el mesón de Higinio Mascaraque, situado en Puerto Lápiche, son las seis de la mañana. Andrea -una vieja criada- está barriendo en la cocina con una escobita sin mango.

-Andrea, ¿qué tal? -le digo yo, que ya me considero como un antiguo vecino de Puerto Lápiche-. ¿Cómo se presenta el día? ¿Qué se hace?

-Ya lo ve usted -contesta ella-; trajinandillo.

Yo le pregunto después si conoce a don José Antonio; ella me mira como extrañando que yo pueda creer que no conoce a don José Antonio.

-¡Don José Antonio! -exclama ella al fin-. ¡Pues si es más bueno este hombre!

Yo decido ir a ver a don José Antonio. Ya los trajineros y carreros de la posada están en movimiento; del patio los carros van partiendo. Pascual ha salido para Villarrubia con una carga de cebollas y un tablar de acelgas; Cesáreo lleva una bomba para vino a la quintería del Brochero; Ramón va con un carro de vidriado con dirección a Manzanares. El pueblo comienza a despertar; hay en el cielo unos tenues nubarrones que poco a poco van desapareciendo; se oye el tintinear de los cencerros de unas cabras; pasa un porquero lanzando grandes y tremebundos gritos. Puerto Lápiche está formado sólo por una calle ancha, de casas altas, bajas, que entran, que salen, que forman recodos, esquinazos, rincones. La carretera, espaciosa, blanca, cruza por en medio. Y por la situación del pueblo, colocado en lo alto de la montaña, en la amplia depresión de la serranía abrupta, se echa de ver que este lugar se ha ido formando lentamente, al amparo del tráfico continuo, alimentado por el ir y venir sin cesar de viandantes.

Ya son las siete. Don José Antonio tiene de par en par su puerta. Yo entro y digo dando una gran voz:

-¿Quién está aquí?

Un señor aparece en el fondo, allá en un extremo de un largo y oscuro pasillo. Este señor es don José Antonio, es decir, es el médico único de Puerto Lápiche. Yo veo que, cuando se descubre, muestra una calva rosada, reluciente; yo veo también que tiene unos ojos anchos, expresivos; que lleva un bigotito gris sin guías, romo, y que sonríe, sonríe, con una de esas sonrisas inconfundibles, llenas de bondad, llenas de luz, llenas de una vida interna, intensa, tal vez de resignación, tal vez de hondo dolor.

-Don José Antonio -le digo yo, cuando hemos cambiado las imprescindibles frases primeras-; don José Antonio, ¿es verdad que existe en Puerto Lápiche aquella venta famosa en que fue armado caballero Don Quijote?

Don José Antonio sonríe un poco.

-Esa es mi debilidad -me dice-; esa venta existe, es decir, existía; yo he preguntado a todos los más viejos del pueblo sobre ella; yo he recogido todos los datos que me ha sido posible... y -añade con una mirada con que parece pedirme excusas- y he escrito algunas cosillas sobre ella, que ya verá usted luego.

Don José Antonio se halla en una salita blanca, desnuda; en un rincón hay una estufa; un poco más lejos destaca un aparador; en otro ángulo se ve una máquina de coser. Y encima de esta máquina reposan unos papeles grandes, revueltos. La señora de don José Antonio está sentada junto a la ventana.

-María -le dice don José Antonio- dame esos papeles que están sobre la máquina.

Doña María se levanta y coge los papeles. Yo tengo una grande, una profunda simpatía por estas señoras de pueblo; un deseo de parecer bien las hace ser un poco tímidas; acaso visten trajes un poco usados; quizá cuando se presenta un huésped, de pronto, en sus casas modestas, ellas se azoran levemente y enrojecen ante su vajilla de loza recia o sus muebles sencillos; pero hay en ellas una bondad, una ingenuidad, una sencillez, un ansia de agradar, que os hacen olvidar en un minuto, encantados, el mantel de hule, los desportillos de los platos, las inadvertencias de la criada, los besuqueos a vuestros pantalones de este perro terrible a quien no habíais visto jamás y que ahora no puede apartarse de vuestro lado. Doña María le ha entregado los papeles a don José Antonio.

-Señor Azorín -me dice el buen doctor alargándome un ancho cartapacio-; señor Azorín, mire usted en lo que yo me entretengo.

Yo cojo en mis manos el ancho cuaderno.

-Esto -añade don José Antonio-, es un periódico que yo hago; durante la semana le escribo de mi puño y letra; luego, el domingo, lo llevo al Casino; allí lo leen los socios y después me lo vuelvo a traer a casa para que la colección no quede descabalada.

En este periódico don José Antonio escribe artículos sobre higiene, sobre educación, y da las noticias de la localidad.

-En este periódico -dice don José Antonio- es donde yo he escrito los artículos que antes he mencionado. Pero más luz que estos artículos, señor Azorín, le dará a usted el contemplar el sitio mismo de la célebre venta. ¿Quiere usted que vayamos?

-Vamos allá -contesto yo.

Y salimos. La venta está situada a la salida del pueblo; casi las postreras casas tocan con ella. Mas yo estoy hablando como si realmente la tal venta existiese, y la tal venta, amigo lector, no existe. Hay, sí, un gran rellano en que crecen plantas silvestres. Cuando nosotros llegamos ya el sol llena con sus luces doradas la campiña. Yo examino el solar donde estaba la venta; todavía se conserva, a trechos, el menudo empedrado del patio; un hoyo angosto indica lo que perdura del pozo; otro hoyo más amplio marca la entrada de la cueva o bodega. Y permanecen en pie, en el fondo, agrietadas, cuarteadas, cuatro paredes rojizas, que forman un espacio cuadrilongo, sin techo, restos del antiguo pajar. Esta venta era anchurosa, inmensa; hoy el solar mide más de ciento sesenta metros cuadrados. Colocada en lo alto del puerto, besando la ancha vía, sus patios, sus cuartos, su zaguán, su cocina estarían a todas horas rebosantes de pasajeros de todas clases y condiciones; a una banda del Puerto se abre la tierra de Toledo; a otra, la región de La Mancha. El ancho camino iba recto desde Argamasilla hasta la venta. El mismo pueblo de Argamasilla era frecuentado de día y de noche por los viandantes que marchaban a una parte y a otra. «Es pueblo pasajero -dicen en 1575 los vecinos en su informe a Felipe II-; es pueblo pasajero y que está en el camino real que va de Valencia y Murcia y Almansa y Yecla». ¿Se comprende cómo Don Quijote, retirado en un pueblecillo modesto, pudo allegar, sin salir de él, todo el caudal de sus libros de caballerías? ¿No proporcionarían tales libros al buen hidalgo gentes de humor que pasaban de Madrid o de Valencia y que acaso se desahogarían de la fatiga del viaje charlando un rato amenamente con este caballero fantaseador? Y, ¿no le dejarían gustosos, como recuerdo, a cambio de sus razones bizarras un libro de Amadís o de Tirante el Blanco? ¡Y cuánta casta de pintorescos tipos de gentes varias, de sujetos miserables y altos no debió de encontrar Cervantes en esta venta de Puerto Lápiche en las veces innumerables que en ella se detuvo! ¿No iba a cada momento de su amada tierra manchega a las regiones de Toledo? ¿No tenía en el pueblo toledano de Esquivias sus amores? ¿No descansaría en esta venta, veces y veces, entre pícaros, mozas del partido, cuadrilleros, gitanos, oidores, soldados, clérigos, mercaderes, titiriteros trashumantes, actores?

Yo pienso en todo esto mientras camino, abstraído, por el ancho ámbito que fue patio de la posada; aquí veló Don Quijote sus armas una noche de luna.

-Señor Azorín, ¿qué le parece a usted? -me pregunta don José Antonio.

-Está muy bien, don José Antonio -contesto yo.

Ya la neblina que velaba la lejana llanura se ha disipado. Enfrente de la venta destaca, a dos pasos, negruzca, con hileras de olivos en sus faldas, una montaña; detrás, aparece otro monte. Son las dos murallas del puerto. Ha llegado la hora de partir. Don José Antonio me acompaña un momento por la carretera adelante; él está enfermo; él tiene un cruelísimo y pertinaz achaque; él sabe que no se ha de curar; los dolores atroces han ido poco a poco purificando su carácter; toda su vida está hoy en sus ojos y en su sonrisa. Nos hemos despedido; acaso yo no ponga de nuevo mis pies en estos sitios. Y yo he columbrado a lo lejos, en la blancura de la carretera, cómo desaparecía este buen amigo de una hora, a quien no veré más...




ArribaAbajoIX

Camino de Ruidera


Las andanzas, desventuras, calamidades y adversidades de este cronista es posible que lleguen algún día a ser famosas en la historia. Después de las veinte horas de carro que la ida y vuelta a Puerto Lápiche supone, hétenos aquí ya en la aldea de Ruidera -célebre por las lagunas próximas-, aposentados en el mesón de Juan, escribiendo estas cuartillas, apenas echado pie a tierra, tras ocho horas de traqueteo furioso y de tumbos y saltos en los hondos relejes del camino, sobre los pétreos alterones. Hemos salido a las ocho de Argamasilla; la llanura es la misma llanura yerma, parda, desolada, que se atraviesa para ir a los altos de Puerto Lápiche; mas hay por este extremo de la campiña, como alegrándola a trechos, acá y allá, macizos de esbeltos álamos, grandes chopos, que destacan confusamente, como velados, en el ambiente turbio de la mañana. Por esta misma parte por donde yo acabo de partir de la villa, hacía sus salidas el caballero de la Triste Figura; su casa -hoy extensa bodega- lindaba con la huerta; una amena y sombría arboleda entoldaba gratamente el camino; cantaban en ella los pájaros; unas urracas ligeras y elegantes saltarían -como ahora- de rama en rama y desplegarían a trasluz sus alas de nítido blanco e intenso negro. Y el buen caballero, tal vez cansado de leer y releer en su estancia, iría caminando lentamente, bajo las frondas, con un libro en la mano, perdido en sus quimeras, ensimismado en sus ensueños. Ya sabéis que don Alonso Quijano el Bueno dicen que era el hidalgo don Rodrigo Pacheco. ¿Qué vida misteriosa, tremenda, fue la de este Pacheco? ¿Qué tormentas y desvaríos conmoverían su ánimo? Hoy, en la iglesia de Argamasilla, puede verse un lienzo patinoso, desconchado; en él, a la luz de un cirio que ilumina la sombría capilla, se distinguen unos ojos hundidos, espirituales, dolorosos, y una frente ancha, pensativa, y unos labios finos, sensuales, y una barba rubia, espesa, acabada en una punta aguda. Y debajo, en el lienzo, leemos que esta pintura es un voto que el caballero hizo a la Virgen por haberle librado de una «gran frialdad que se le cuajó dentro del cerebro» y que le hacía lanzar grandes clamores «de día y de noche»...

Pero ya la llanura va poco a poco limitándose; el lejano telón azul, grisáceo, violeta, de la montaña, está más cerca; unas alamedas se divisan entre los recodos de las lomas bajas, redondeadas, henchidas suavemente. A nuestro paso, las picazas se levantan de los sembrados, revuelan un momento, mueven en el aire nerviosas su fina cola, se precipitan raudas, tornan a caer blandamente en los surcos... Y a las piezas paniegas suceden los viñedos; dentro de un momento nos habremos ya internado en los senos y rincones de la montaña. El cielo está limpio, diáfano; no aparece ni la más tenue nubecilla en la infinita y elevada bóveda de azul pálido. En una viña podan las cepas unos labriegos; entre ellos trabaja una moza, con la falda arrezagada, cubriendo sus piernas con unos pantalones hombrunos.

-Están sarmenteando -me dice Miguel, el viejo carretero-; la moza tiene dieciocho años y es vecina mía.

Y luego, echando el busto fuera del carro, vocea dirigiéndose a los labriegos:

-¡A ver cuándo rematáis y os marcháis a mis viñas!

El carro camina por un caminejo hondo y pedregoso; hemos dejado atrás el llano, desfilamos bordeando terreros, descendiendo a hondonadas, subiendo de nuevo a oteros y lomazos. Ya hemos entrado en lo que los moradores de estos contornos llaman «la Vega»; esta vega es una angosta y honda cañada yerma, por cuyo centro corre encauzado el Guadiana. Son las diez y media; ante nosotros aparece, vetusto y formidable, el castillo de Peñarroya. Subimos hasta él. Se halla asentado en un eminente terraplén de la montaña; aún perduran de la fortaleza antigua un torreón cuadrado, sólido, fornido, indestructible, y las recias murallas -con sus barbacanas, con sus saeteras- que la cercaban. Y hay también un ancho salón, que ahora sirve de ermita. Y una viejecita menuda, fuerte como estos muros, rojiza como estos muros, es la que guarda el secular castillo y pone aceite en la lámpara de la iglesia. Yo he subido con ella a la recia torre; la escalerilla es estrecha, resbaladiza, lóbrega; dos anchas estancias constituyen los dos pisos. Y desde lo alto, desde encima de la techumbre, la vista descubre un panorama adusto, luminoso. La cañada se pierde a lo lejos en amplios culebreos; son negras las sierras bajas que la forman; los lentiscos -de un verde cobrizo- la tapizan; a rodales, las carrascas ponen su nota hosca y cenicienta. Y en lo hondo del ancho cauce, entre estos paredones, sombríos, austeros, se despliega la nota amarilla, dorada, de los extensos carrizales. Y en lo alto se extiende infinito el cielo azul, sin nubes.

-Los ingleses -me dice la guardadora del castillo- cuando vienen por aquí lo corren todo; parecen cabras; se suben a todas las murallas.

«Los ingleses -me decía don José Antonio en la Venta de Puerto Lápiche-; se llevan los bolsillos llenos de piedras». «Los ingleses -me contaba en Argamasilla un morador de la prisión de Cervantes- entran aquí y se están mucho tiempo pensando; uno hubo que se arrodilló y besó la tierra dando gritos». ¿No veis en esto el culto que el pueblo más idealista de la tierra profesa al más famoso y alto de todos los idealistas?

El castillo de Peñarroya no encierra ningún recuerdo quijotesco; pero, ¡cuántos días no debió de venir hasta él, traído por sus imaginaciones, el grande don Alonso Quijano! Mas es preciso que continuemos nuestro viaje; demos de lado a nuestros sueños. El día ha promediado; el camino no se aparta ni un instante del hondo cauce del Guadiana. Vemos ahora las mismas laderas negras, los mismos carrizos áureos; acaso un águila, en la lejanía, se mece majestuosa en los aires; más allá, otra águila se cierne con iguales movimientos rítmicos, pausados; una humareda azul, en la lontananza, asciende en el aire transparente, se disgrega, desaparece. Y en este punto, en nuestro andar incesante, descubrimos lo más estupendo, lo más extraordinario, lo más memorable y grandioso de este viaje. Una casilla baja, larga, con pardo tejadillo de tejas rotas, muéstrase oculta, arrebozada entre las gráciles enramadas de olmos y chopos; es un batán, mudo, envejecido, arruinado. Dos pasos más allá, otras paredes terreras y negruzcas destacan entre una sombría arboleda. Y delante, cuatro, seis, ocho robustos, enormes mazos de madera descansan inmóviles en espaciosas y recias cajas. Y un raudal espumeante de agua, cae, rumoroso, estrepitoso, en la honda fosa donde la enorme rueda que hace andar los batanes permanece callada. Hay en el aire una diafanidad, una transparencia extraordinarias; el cielo es azul; el carrizal que lleva al río ondula con mecimientos suaves; las ramas finas y desnudas de los olmos se perfilan graciosas en el ambiente; giran y giran las águilas, pausadas; las urracas saltan y levantan sus colas negras. Y el sordo estrépito del agua, incesante, fragoroso, repercute en la angosta cañada...

Estos, lector, son los famosos batanes que en noche memorable, tanta turbación, tan profundo pavor llevaron a los ánimos de Don Quijote y Sancho Panza. Las tinieblas habían cerrado sobre el campo; habían caminado a tientas las dos grandes figuras por entre una arboleda; un son de agua apacible alegroles de pronto; poco después un formidable estrépito de hierros, de cadenas, de chirridos y de golpazos, les dejó atemorizados, suspensos. Sancho temblaba; Don Quijote, transcurrido el primer instante, sintió surgir en él su intrepidez de siempre; rápidamente montó sobre el buen Rocinante; luego hizo saber a su escudero su propósito incontrastable de acometer esta aventura. Lloraba Sancho; porfiaba Don Quijote; el estruendo proseguía atronador. Y en tanto, tras largos dimes y réplicas, tras angustiosos tártagos, fue quebrando lentamente la aurora. Y entonces amo y criado vieron estupefactos los seis batanes incansables, humildes, prosaicos, majando en sus recios cajones. Don Quijote quedose un momento pensativo. «Miróle Sancho -dice Cervantes- y vio que tenía la cabeza inclinada sobre el pecho, con muestras de estar corrido...».

Y aquí acaeció, ante estos batanes que aún perduran, esta íntima y dolorosa humillación del buen manchego; a la otra parte del río, vese aún una espesa arboleda; desde ella, sin duda, es desde donde Don Quijote y su escudero oirían sobrecogidos el ruido temeroso de los mazos. Hoy los batanes permanecen callados los más días del año; hasta hace poco trabajaban catorce o dieciséis en la vega. «Ahora -me dice el dueño de los únicos que aún trabajan- con dos tan sólo bastan». Y vienen a ellos los paños de Daimiel, de Villarrobledo, de la Solana, de la Alhambra, de Infantes, de Argamasilla; su mayor actividad tiénenla cuando el trasquileo se efectúa en los rebaños; luego, el resto del año, permanecen en reposo profundo, en tanto que el agua cae inactiva en lo hondo y las picazas y las águilas se ciernen, sobre ellos, en las alturas...

Y yo prosigo en mi viaje; pronto va a tocar a su término. Las lagunas de Ruidera comienzan a descubrir, entre las vertientes negras, sus claros, azules, sosegados, limpios espejos. El camino da una revuelta; allozos en flor -flores rojas, flores pálidas bordean sus márgenes. Allá en lo alto aparecen las viviendas blancas de la aldea; dominándolas, protegiéndolas, surge sobre el añil del cielo, un caserón vetusto...

Paz de la aldea, paz amiga, paz que consuelas al caminante fatigado, ¡ven a mi espíritu!




ArribaAbajoX

La Cueva de Montesinos


Ya el cronista se siente abrumado, anonadado, exasperado, enervado, desesperado, alucinado por la visión continua, intensa, monótona de los llanos de barbecho, de los llanos de eriazo, de los llanos cubiertos de un verdor imperceptible, tenue. En Ruidera, después de veintiocho horas de carro, he descansado un momento; luego, venida la mañana, aún velado el cielo por los celajes de la aurora, hemos salido para la Cueva de Montesinos. Cervantes dice que de la aldea hasta la cueva median dos leguas; esta es la cifra exacta. Y cuando se sale del poblado, por una callejuela empinada, tortuosa, de casas bajas, cubiertas de carrizo; cuando, ya en lo alto de los lomazos, hemos dejado atrás la aldea, ante nosotros se ofrece un panorama nuevo, insólito, desconocido en esta tierra clásica de las llanadas, pero no menos abrumador, no menos monótono, no menos uniforme que la campiña rasa. No es ya la llanura pelada; no son los surcos paralelos, interminables, simétricos; no son las lejanías inmensas que acaban con la pincelada azul de una montaña. Es sí, un paisaje de lomas, de ondulaciones amplias, de oteros, de recuestos, de barrancos hondos, rojizos, y de cañadas que se alejan entre vertientes con amplios culebreos. El cielo es luminoso, radiante; el aire es transparente, diáfano; la tierra es de un color grisáceo, negruzco. Y sobre las colinas sombrías, hoscas, los romeros, los tomillos, los lentiscos extienden su vegetación acerada, enhiesta; los chaparrales se dilatan en difusas manchas; y las carrascas con sus troncos duros, rígidos, elevan sus copas cenicientas que destacan rotundas, enérgicas, en el añil intenso...

Llevamos ya una hora caminando a lomos de rocines infames; las colinas, los oteros y los recuestos se suceden unos a otros, siempre iguales, siempre los mismos, en un suave oleaje infinito; reina un denso silencio; allá a lo lejos, entre la fronda terrera y negra, brillan, refulgen, irradian las paredes nítidas de una casa; un águila se mece sobre nosotros blandamente; se oye, de tarde en tarde, el abaniqueo súbito y ruidoso de una perdiz que salta. Y la senda, la borrosa senda que nosotros seguimos, desaparece, aparece, torna a esfumarse. Y nosotros marchamos lentamente, parándonos, tornando a caminar, buscando el escondido caminejo perdido entre lentiscos, chaparros y atochares.

-Estas sendas -me dice el guía- son sendas perdiceras, y hay que sacarlas por conjetura.

Otro largo rato ha transcurrido. El paisaje se hace más amplio, se dilata, se pierde en una sucesión inacabable de altibajos plomizos. Hay en esta campiña bravía, salvaje, nunca rota, una fuerza, una hosquedad, una dureza, una autoridad indómita que nos hace pensar en los conquistadores, en los guerreros, en los místicos, en las almas, en fin, solitarias y alucinadas, tremendas, de los tiempos lejanos. Ya a nuestra derecha, la tierra cede de pronto y desciende en una rápida vertiente; nos encontramos en el fondo de una cañada. Y yo os digo que estas cañadas silenciosas, desiertas, que encontramos tras largo caminar, tienen un encanto inefable. Tal vez su fondo es arenoso; las laderas que lo forman aparecen rojizas, rasgadas por las lluvias; un allozo solitario crece en una ladera; se respira en toda ella un silencio sedante, profundo. Y si mana en un recodo, entre juncales, una fuentecica, sus aguas tienen un son dulce, susurrante, cariñoso; y en sus cristales transparentes se espejea acaso durante un momento una nube blanca que cruza lenta por el espacio inmenso. Nosotros hemos encontrado en lo hondo de este barranco un nacimiento tal como estos; largo rato hemos contemplado sus aguas; después, con un vago pesar, hemos escalado la vertiente de la cañada y hemos vuelto a empapar nuestros ojos con la austeridad ancha del paisaje ya visto. Y caminábamos, caminábamos, caminábamos. Nuestras cabalgaduras tuercen, tornan a torcer, a la derecha, a la izquierda, entre encinas, entre chaparros, sobre las lomas negras. Suenan las esquilas de un ganado; aparecen diseminadas acá y allá las cabras negras, rojas, blancas, que nos miran un instante atónitas, curiosas, con sus ojos brillantes.

-Ya estamos -grita el guía de pronto.

En La Mancha «una tirada» son seis u ocho kilómetros; «estar cerca» equivale a estar a distancia de dos kilómetros; «estar muy cerca» vale tanto como expresar que aún nos queda por recorrer un kilómetro largo. Ya estamos cerca de la cueva famosa; hemos de doblar un eminente cerro que se yergue ante nuestra vista; luego hemos de descender por un recuesto; después hemos de atravesar una hondonada. Y, al fin, ya realizadas todas estas operaciones, descubrimos en un declive una excavación somera, abierta en tierra roja.

-«¡Oh, señora de mis acciones y movimientos, clarísima y sin par Dulcinea del Toboso!» -gritaba el incomparable caballero, de hinojos ante esta oquedad roja, en día memorable, en tanto que levantaba al cielo sus ojos soñadores.

La empresa que iba a llevar a cabo era tremenda; tal vez pueda ser esta reputada como la más alta de sus hazañas. Don Alonso Quijano el Bueno está inmóvil, arrogante, ante la cueva; si en su espíritu hay un leve temor en esta hora, no lo vemos nosotros.

Don Alonso Quijano el Bueno va a deslizarse por la honda sima. ¿Por qué no entrar donde él entrara? ¿Por qué no poner en estos tiempos, después que pasaron tres siglos, nuestros pies donde sus plantas firmes, audaces, se asentaron? Reparad en que ya el acceso a la cueva ha cambiado; antaño -cuando hablaba Cervantes-, crecían en la ancha entrada tupidas zarzas, cambroneras y cabrahígos; ahora, en la peña lisa, se enrosca una parra desnuda. Las paredes recias, altas, de la espaciosa bóveda son grises, bermejas, con manchones, con chorreaduras de líquenes verdes y de líquenes gualdos. Y a punta de navaja y en trazos desiguales, inciertos, los visitantes de la cueva, en diversos tiempos, han dejado esculpidos sus nombres para recuerdo eterno. «Miguel Yáñez, 1854», «Enrique Alcázar, 1861», podemos leer en una parte. «Domingo Carranza, 1870», «Mariano Merlo, 1883», vemos más lejos. Unos peñascales caídos del techo cierran el fondo; es preciso sortear por entre ellos para bajar a lo profundo.

-«¡Oh, señora de mis acciones y movimientos -repite Don Quijote-, clarísima y sin par Dulcinea del Toboso! Si es posible que lleguen a tus oídos las plegarias y rogaciones de este tu venturoso amante, por tu inaudita belleza te ruego las escuches, que no son otras que rogarte no me niegues tu favor y amparo ahora que tanto lo he menester».

Los hachones están ya llameando; avanzamos por la lóbrega quiebra; no es preciso que nuestros cuerpos vayan atados con recias sogas; no sentimos contrariedad -como el buen don Alonso-, por no haber traído con nosotros un esquilón para hacer llamadas y señales desde lo hondo; no saltan a nuestro paso ni siniestros grajos y cuervos ni alevosos y elásticos murciélagos. La luz se va perdiendo en un débil resplandor allá arriba; el piso desciende en un declive suave, resbaladizo, bombeado; sobre nuestras cabezas se extiende anchurosa, elevada, cóncava, rezumante, la bóveda de piedra. Y como vamos bajando lentamente y encendiendo a la par hacecillos de hornija y hojarasca, un reguero de luces escalonadas se muestra en lontananza, disipando sus resplandores rojos las sombras, dejando ver la densa y blanca neblina de humo que ya llena la cueva. La atmósfera es densa, pesada; se oye de rato en rato en el silencio un gotear pausado, lento, de aguas que caen del techo. Y en el fondo, abajo en los límites del anchuroso ámbito, entre unas quiebras rasgadas, aparece un agua callada, un agua negra, un agua profunda, un agua inmóvil, un agua misteriosa, un agua milenaria, un agua ciega que hace un sordo ruido indefinible -de amenaza y lamento- cuando arrojamos sobre ella unos pedruscos. Y aquí, en estas aguas que reposan eternamente, en las tinieblas, lejos de los cielos azules, lejos de las nubes amigas de los estanques, lejos de los menudos lechos de piedras blancas, lejos de los juncales, lejos de los álamos vanidosos que se miran en las corrientes; aquí en estas aguas torvas, condenadas, está toda la sugestión, toda la poesía inquietadora de esta Cueva de Montesinos...

Cuando nosotros hemos salido a la luz del día, hemos respirado ampliamente. El cielo se había entoldado con nubajes plomizos; corría un viento furioso que hacía gemir en la montaña las carrascas; una lluvia fría, pertinaz, caía a intervalos. Y hemos vuelto a caminar, a caminar a través de oteros negros, de lomas negras, de vertientes negras. Bandadas de cuervos pasan sobre nosotros; el horizonte, antes luminoso, está velado por una cortina de nieblas grises; invade el espíritu una sensación de estupor, de anonadamiento, de no ser.

-«Dios os lo perdone, amigos, que me habéis quitado de la más sabrosa y agradable vida y vista que ningún humano ha visto ni pasado» -decía Don Quijote cuando fue sacado de la caverna.

El buen caballero había visto dentro de ella prados amenos y palacios maravillosos. Hoy Don Quijote redivivo no bajaría a esta cueva; bajaría a otras mansiones subterráneas más hondas y temibles. Y en ellas, ante lo que allí viera, tal vez sentiría la sorpresa, el espanto y la indignación que sintió en la noche de los batanes, o en la aventura de los molinos, o ante los felones mercaderes que ponían en tela de juicio la realidad de su princesa. Porque el gran idealista no vería negada a Dulcinea; pero vería negada la eterna justicia y el eterno amor de los hombres.

Y estas dolorosas remembranzas son la lección que sacamos de la Cueva de Montesinos.




ArribaAbajoXI

Los molinos de viento


Los molinitos de Criptana andan y andan.

-¡Sacramento! ¡Tránsito! ¡María Jesús!

Yo llamo dando grandes voces a Sacramento, a Tránsito y a María Jesús. Hasta hace un momento he estado leyendo en el Quijote; ahora la vela que está en la palmatoria se acaba, me deja en las tinieblas. Y yo quiero escribir unas cuartillas.

-¡Sacramento! ¡Tránsito! ¡María Jesús!

¿Dónde estarán estas muchachas? He llegado a Criptana hace dos horas; a lo lejos, desde la ventanilla del tren, yo miraba la ciudad blanca, enorme, asentada en una ladera, iluminada por los resplandores rojos, sangrientos, del crepúsculo. Los molinos, en lo alto de la colina, movían lentamente sus aspas; la llanura bermeja, monótona, rasa, se extendía abajo. Y en la estación, a la llegada, tras una valla, he visto unos coches vetustos, unos de estos coches de pueblo, unos de estos coches en que pasean los hidalgos, unos de estos coches desteñidos, polvorientos, ruidosos, que caminan todas las tardes por una carretera exornada con dos filas de arbolillos menguados, secos. Dentro, las caras de estas damas -a quienes yo tanto estimo- se pegaban a los cristales escudriñando los gestos, los movimientos, los pasos de este viajero único, extraordinario, misterioso, que venía en primera con unas botas rotas y un sombrero grasiento. Caía la tarde; los coches han partido con estrépito de tablas y de herrajes; yo he emprendido la caminata por la carretera adelante, hacia el lejano pueblo. Los coches han dado la vuelta; las caras de estas buenas señoras -doña Juana, doña Angustias o doña Consuelo-, no se apartaban de los cristales. Yo iba embozado en mi capa, lentamente, como un viandante cargado con el peso de mil desdichas. Los anchurosos corrales manchegos han comenzado a aparecer a un lado y a otro del camino; después han venido las casas blanqueadas, con las puertas azules; más lejos, se han mostrado los caserones con anchas y saledizas rejas rematadas en cruces. El cielo se ha ido entenebreciendo; a lo lejos, por la carretera, esfumados en la penumbra del crepúsculo, marchan los coches viejos, los coches venerables, los coches fatigados. Cruzan por las calles viejas enlutadas; suena una campana con largas vibraciones.

-¿Está muy lejos de aquí la fonda? -pregunto yo.

-Esa es -me dicen, señalando una casa.

La casa es vetusta; tiene un escudo; tiene de piedra las jambas y el dintel de la puerta; tiene rejas pequeñas; tiene un zaguán hondo, empedrado con menuditos cantos. Y cuando se pasa por la puerta del fondo se entra en un patio, a cuyo alrededor corre una galería, sostenida por dóricas columnas. El comedor se abre a la mano diestra. He subido sus escalones; he entrado en una estancia oscura.

-¿Quién es? -ha preguntado una voz desde el fondo de las tinieblas.

-Yo soy -he dicho con voz recia.

Y después, inmediatamente:

-Un viajero.

He oído en el silencio un reloj que marchaba: «tic-tac; tictac»; luego se ha hecho un ligero ruido como de ropas removidas, y al fin una voz ha gritado:

-¡Sacramento! ¡Tránsito! ¡María Jesús!

Y luego ha añadido:

-Siéntese usted.

¿Dónde iba yo a sentarme? ¿Quién me hablaba? ¿En qué encantada mansión me hallaba yo?

He preguntado tímidamente:

-¿No hay luz?

La voz misteriosa ha contestado:

-No; ahora la echan muy tarde.

Pero una moza ha venido con una vela en la mano. ¿Es Sacramento? ¿Es Tránsito? ¿Es María Jesús? Yo he visto que los resplandores de la luz -como en una figura de Rembrandt- iluminaban vivamente una carita ovalada, con una barbilla suave, fina, con unos ojos rasgados y unos labios menudos.

-Este señor -dice una anciana sentada en un ángulo- quiere una habitación; llévale a la de dentro.

La de dentro está bien adentro; atravesamos el patizuelo; penetramos por una puertecilla enigmática; torcemos a la derecha; torcemos a la izquierda; recorremos un pasillito angosto; subimos por unos escalones; bajamos por otros. Y al fin ponemos nuestras plantas en una estancia pequeñita, con una cama. Y después en otro cuartito angosto, con el techo que puede tocarse con las manos, con una puerta vidriera, colocada en un muro de un metro de espesor y una ventana diminuta abierta en otro paredón del mismo ancho.

-Este es el cuarto -dice una moza poniendo la palmatoria sobre la mesa.

Y yo le digo:

-¿Se llama usted Sacramento?

Ella se ruboriza un poco.

-No -contesta-, yo soy Tránsito.

Yo debía haber añadido:

-¡Qué bonita es usted, Tránsito!

Pero no lo he dicho, sino que he abierto el Quijote y me he puesto a leer en sus páginas «En esto -leía yo a la luz de la vela- descubrieron treinta o cuarenta molinos de viento que hay en aquel campo...». La luz se ha ido acabando; llamo a gritos. Tránsito viene con una nueva vela, y dice:

-Señor: cuando usted quiera, a cenar.

Cuando he cenado he salido un rato por las calles; una luna suave bañaba las fachadas blancas y ponía sombras dentelleadas de los aleros en medio del arroyo; destacaban confusos, misteriosos, los anchos balcones viejos, los escudos, las rejas coronadas de ramajes y filigranas, las recias puertas con clavos y llamadores formidables. Hay un placer íntimo, profundo, en ir recorriendo un pueblo desconocido entre las sombras; las puertas, los balcones, los esquinazos, los ábsides de las iglesias, las torres, las ventanas iluminadas, los ruidos de los pasos lejanos, los ladridos plañideros de los perros, las lamparillas de los retablos... todo nos va sugestionando poco a poco, enervándonos, desatando nuestra fantasía, haciéndonos correr por las regiones del ensueño...

Los molinitos de Criptana andan y andan.

-Sacramento, ¿qué es lo que he de hacer hoy?

Yo he preguntado esto a Sacramento cuando he acabado de tomar el desayuno; Sacramento es tan bonita como Tránsito. Ya ha pasado la noche. ¿No será menester ir a ver los molinos de viento? Yo recorro las calles. De la noche al día va una gran diferencia. ¿Dónde está el misterio, el encanto, la sugestión de la noche pasada? Subo con don Jacinto por callejas empinadas, torcidas; en lo alto, dominando el pueblo, asentados sobre la loma, los molinos surgen vetustos; abajo, la extensión gris, negruzca, de los tejados, se aleja, entreverada con las manchas blancas de las fachadas, hasta tocar en el mar bermejo de la llanura.

Y ante la puerta de uno de estos molinos nos hemos detenido.

Javier -le ha dicho don jacinto al molinero-. ¿Va a marchar esto pronto?

-Al instante -ha contestado Javier.

¿Os extrañará que don Alonso Quijano el Bueno tomara por gigantes los molinos? Los molinos de viento eran, precisamente cuando vivía Don Quijote, una novedad estupenda; se implantaron en La Mancha en 1575 -dice Richard Ford en su Handbook for travellers in Spain-. «No puedo yo pasar en silencio -escribía Jerónimo Cardano en su libro De rerum varietate, en 1580, hablando de estos molinos-; no puedo yo pasar en silencio que esto es tan maravilloso, que yo antes de verlo no lo hubiera podido creer sin ser tachado de hombre cándido». ¿Cómo extrañar que la fantasía del buen manchego se exaltara ante estas máquinas inauditas, maravillosas?

Pero Javier ha trepado ya por los travesaños de las aspas de su molino y ha ido extendiendo las velas; sopla un viento furioso, desatado; las cuatro velas han quedado tendidas. Ya marchan lentamente las aspas; ya marchan rápidas. Dentro, la torrecilla consta de tres reducidos pisos: en el bajo se hallan los sacos del trigo; en el principal es donde cae la harina por una canal ancha; en el último es donde rueda la piedra sobre la piedra y se deshace el grano. Y hay aquí en este piso unas ventanitas minúsculas, por las que se atalaya el paisaje. El vetusto aparato marcha con un sordo rumor. Yo columbro por una de estas ventanas la llanura inmensa, infinita, roja, a trechos verdeante; los caminos se pierden amarillentos en culebreos largos; refulgen paredes blancas en la lejanía; el cielo se ha cubierto de nubes grises; ruge el huracán. Y por una senda que cruza la ladera, avanza un hormigueo de mujeres enlutadas, con las faldas a la cabeza, que han salido esta madrugada -como viernes de Cuaresma- a besarle los pies al Cristo de Villajos, en un distante santuario, y que tornan ahora, lentas, negras, pensativas, entristecidas, a través de la llanura yerma, roja...

-María Jesús -digo yo cuando llega el crepúsculo- ¿tardará mucho en venir la luz?

-Aún tardará un momento -dice ella.

Yo me siento en la estancia entenebrecida; oigo el tic-tac del reloj; unas campanas tocan el Ángelus.

Los molinitos de Criptana andan y andan.




ArribaAbajoXII

Los Sanchos de Criptana


¿Cómo se llaman estos buenos, estos queridos, estos afables, estos discretísimos amigos de Criptana? ¿No son don Pedro, don Victoriano, don Bernardo, don Antonio, don Jerónimo , don Francisco, don León, don Luis, don Domingo, don Santiago, don Felipe, don Ángel, don Enrique, don Miguel, don Gregorio y don José? A las cuatro de la madrugada, entre sueños suaves, yo he oído un vago rumor, algo como el eco lejano de un huracán, como la caída de un formidable salto de agua. Yo me despierto sobresaltado; suenan roncas bocinas, golpazos en las puertas, pasos precipitados. ¿Qué es esto? ¿Qué sucede? -me pregunto aterrorizado-. El estrépito crece; me visto a tientas, confuso, espantado. Y suenan en la puerta unos recios porrazos. Y una voz grita:

-¡Señor Azorín! ¡Señor Azorín!

Entonces yo abro la puerta; a la luz de candiles, velas, hachones, distingo un numeroso tropel de hidalgos que grita, ríe, salta, gesticula y toca unos enormes caracoles que atruenan con estentóreos alaridos la casa toda.

-¡Señores! -exclamo yo cada vez más perplejo, más atemorizado.

Y uno de estos afectuosos, de estos discretos señores, se adelanta y va a hablar; de pronto todos callan; se hace un silencio profundo.

-Señor Azorín -dice este hidalgo-; nosotros somos los Sancho Panzas de Criptana; nosotros venimos a incautarnos de su persona...

Yo continúo sin saber qué pensar. ¿Qué significa esto de que estos excelentes señores son los Sancho Panzas de Criptana? ¿Dónde quieren llevarme? Mas pronto se aclara este misterio tremebundo; en Criptana no hay Don Quijotes; Argamasilla se enorgullece con ser la patria del caballero de la Triste Figura; Criptana quiere representar y compendiar el espíritu práctico, bondadoso y agudo del sin par Sancho Panza. El señor que acaba de hablar es don Bernardo; los otros son don Pedro, don Victoriano, don Antonio, don Jerónimo, don Francisco, don León, don Luis, don Domingo, don Santiago, don Felipe, don Ángel, don Enrique, don Miguel, don Gregorio y don José.

-Nosotros somos los Sanchos de Criptana -repite don Bernardo.

-Sí -dice don Victoriano-; en los demás pueblos de La Mancha, que se crean Quijotes si les place; aquí nos sentimos todos compañeros y hermanos espirituales de Sancho Panza.

-Ya verá usted apenas lleve viviendo aquí dos o tres días -añade don León- cómo esto se distingue de todo.

-Y para que usted lo compruebe más pronto -concluye don Miguel-, nosotros hemos decidido secuestrarle a usted desde este instante.

-Señores -exclamo yo deseando hacer un breve discurso; mas mis dotes oratorias son bien escasas. Y yo me contento con estrechar en silencio las manos de don Bernardo, don Pedro, don Victoriano, don Antonio, don Jerónimo, don Francisco, don León, don Luis, don Domingo, don Santiago, don Felipe, don Ángel, don Enrique, don Miguel, don Gregorio y don José. Y nos ponemos en marcha todos; las caracolas tornan a sonar; retumban los pasos sonoros sobre el empedrado del patizuelo. Ya va quebrando el alba. En la calle hay una larga ringlera de tartanas, galeras, carros, asnos cargados con hacecillos de hornija, con sartenes y cuernos enormes llenos de aceite. Y en este punto, al subir a los carruajes, con la algazara, con el ir y venir precipitado, comienza a romperse la frialdad, la rigidez, el matiz de compostura y de ceremonia de los primeros momentos. Yo ya soy un antiguo Sancho Panza de esta noble Criptana. Yo voy metido en una galera entre don Bernardo y don León.

-¿Qué le parece a usted, señor Azorín, de todo esto? -me dice don Bernardo.

-Me parece perfectamente, don Bernardo -le digo yo.

Ya conocéis a don Bernardo; tiene una barba gris, blanca, amarillenta; lleva unas gafas grandes, y de la cadena de su reloj pende un diminuto diapasón de acero. Este diapasón quiere decir que don Bernardo es músico; añadiré -aunque lo sepáis- que don Bernardo es también farmacéutico. A la hora de caminar en esta galera, por un camino hondo, ya don Bernardo me ha hecho una interesante revelación.

-Señor Azorín -me dice-, yo he compuesto un himno a Cervantes para que sea cantado en el Centenario.

-Perfectamente, don Bernardo -contesto yo.

-¿Quiere usted oírlo, señor Azorín? -torna él a decirme.

-Con mucho gusto, don Bernardo -vuelvo yo a contestarle.

Y don Bernardo tose un poco, vuelve a toser y comienza a cantar en voz baja, mientras el coche da unos zarandeos terribles:


   Gloria, gloria, cantad a Cervantes,
creador del Quijote inmortal...

La luz clara del día ilumina la dilatada y llana campiña; se columbra el horizonte limpio, sin árboles; una pincelada de azul intenso cierra la lejanía.

La galera camina y camina por el angosto caminejo. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde nuestra salida? ¿Cuánto tiempo ha de transcurrir aún? ¿Dos, tres, cuatro, cinco horas? Yo no lo sé; la idea de tiempo, en mis andanzas por La Mancha, ha desaparecido de mi cerebro.

-Señor Azorín -me dice don León-, ya vamos a llegar; falta una legua.

Y pasa un breve minuto en silencio. Don Bernardo inclina la cabeza hacia mí y susurra en voz queda:

-Este himno lo he compuesto para que se cante en el Centenario del Quijote. ¿Ha reparado usted en la letra? Señor Azorín, ¿no podía usted decir de él dos palabras?

-¡Hombre, don Bernardo! -exclamo yo-. No necesita usted hacerme esa recomendación; para mí es un deber de patriotismo el hablar de ese himno.

-Muy bien, muy bien, señor Azorín -contesta don Bernardo satisfecho.

¿Pasa media hora, una hora, dos horas, tres horas? El coche da tumbos y retumbos; la llanura es la misma llanura gris, amarillenta, rojiza.

-Ya vamos a llegar -repite don León.

-Ahora cuando lleguemos -añade don Bernardo-, tocaremos el himno en el armónium de la ermita...

-Ya vamos a llegar -torna a repetir don León.

Y transcurre una hora, acaso hora y media, tal vez dos horas. Yo os torno a asegurar que ya no tengo, ante estos llanos, ni la más remota idea de tiempo. Pero, al fin, allá sobre un montículo pelado, se divisa una casa. Esto es el Cristo de Villajos. Ya nos acercamos. Ya echamos pie a tierra. Ya damos pataditas en tierra para desentumecernos. Ya don Bernardo -este hombre terrible y amable- nos lleva a todos a la ermita, abre el armónium, arranca de él unos arpegios plañideros y comienza a gritar:


   Gloria, gloria, cantad a Cervantes,
creador del Quijote inmortal...

Yo tengo la absurda y loca idea de que todos los himnos se parecen un poco, es decir, de que todos son lo mismo en el fondo. Pero este himno de don Bernardo no carece de cierta originalidad; así se lo confieso yo a don Bernardo.

-¡Ah , ya lo creo, señor Azorín, ya lo creo! -dice él, levantándose del armónium rápidamente.

Y luego, tendiéndome la mano, añade:

-Usted, señor Azorín, es mi mejor amigo.

Y yo pienso en lo más íntimo de mi ser: «Pero este don Bernardo, tan cariñoso, tan bueno, ¿será realmente un Sancho Panza, como él asegura a cada momento, o tendrá más bien algo del espíritu de Don Quijote?». Mas por lo pronto dejo sin resolver este problema; es preciso salir al campo, pasear, correr, tomar el sol, atalayar el paisaje -ya cien veces atalayado- desde lo alto de los repechos; y en estas gratas ocupaciones nos llega la hora del mediodía. ¿Os contaré punto por punto este sabroso, sólido, suculento y sanchopancesco yantar? Una bota magnífica -que el buen escudero hubiera codiciado- corría de mano en mano dejando caer en los gaznates sutil néctar manchego; los ojos se iluminan; las lenguas se desatan. Estamos ya en los postres: esta es precisamente la hora de las confidencias. Don Bernardo ladea su cabeza hacia mí; va a decirme sin duda algo importante. No sé por qué tengo un vago barrunto de lo que don Bernardo va a decirme; pero yo estoy dispuesto siempre a oír con gusto lo que tenga a bien decirme don Bernardo.

-Señor Azorín -me dice don Bernardo-, ¿cree usted que este himno puede tener algún éxito?

-¡Qué duda cabe, don Bernardo! -exclamo yo con una convicción honda-. Este himno ha de tener un éxito seguro.

-¿Usted lo ha oído bien? -torna a preguntarme don Bernardo.

-Sí, señor -digo yo-; lo he oído perfectamente.

-No, no -dice él con aire de incredulidad-. No, no, señor Azorín; usted no lo ha oído bien. Ahora cuando acabemos de comer lo tocaremos otra vez.

Don Miguel, don Enrique, don León, don Gregorio y don José, que están cercanos a nosotros y que han oído estas palabras de don Bernardo, sonríen ligeramente. Yo tengo verdadera satisfacción en escuchar otra vez el himno de este excelente amigo.

Cuando acabamos de comer, de nuevo entramos en la ermita, don Bernardo se sienta ante el armónium y arranca de él unos arpegios; después vocea:


   Gloria, gloria, cantad a Cervantes,
creador del Quijote inmortal...

-¡Muy bien, muy bien! -exclamo yo.

-¡Bravo, bravo! -gritan todos a coro.

Y hemos vuelto a subir por los cerros, a tomar el sol, a contemplar el llano monótono, mil veces contemplado. La tarde iba doblando; era la hora del regreso. Las caracolas han sonado; los coches se han puesto en movimiento; hemos tornado a recorrer el caminejo largo, interminable, sinuoso. ¿Cuántas horas han transcurrido? ¿Dos, tres, cuatro, seis, ocho, diez?

-¡Señores! -he exclamado yo en Criptana, a la puerta de la fonda, ante el tropel de los nobles hidalgos. Pero mis dotes oratorias son bien escasas, y yo me he contentado con estrechar efusivamente, con verdadera cordialidad, por última vez, las manos de estos buenos, de estos afables, de estos discretísimos amigos don Bernardo, don Pedro, don Victoriano, don Antonio, don Jerónimo, don Francisco, don León, don Luis, don Domingo, don Santiago, don Felipe, don Ángel, don Enrique, don Miguel, don Gregorio y don José.




ArribaAbajo XIII

En el Toboso


El Toboso es un pueblo único, estupendo. Ya habéis salido de Criptana; la llanura ondula suavemente, roja, amarillenta, gris en los trechos de eriazo, de verde imperceptible en las piezas sembradas. Andáis una hora, hora y media; no veis ni un árbol, ni una charca, ni un rodal de verdura jugosa. Las urracas saltan un momento en medio del camino, mueven nerviosas y petulantes sus largas colas, vuelan de nuevo; montoncillos y montoncillos de piedras grises se extienden sobre los anchurosos bancales. Y de tarde en tarde, por un extenso espacio de sembradura, en que el alcacel apenas asoma, camina un par de mulas, y un gañán guía el arado a lo largo de los surcos interminables.

-¿Qué están haciendo aquí? -preguntáis un poco extrañados de que se destroce de esta suerte la siembra.

-Están rejacando -se os contesta naturalmente.

Rejacar vale tanto como meter el arado por el espacio abierto entre surco y surco con el fin de desarraigar las hierbezuelas.

-Pero, ¿no estropean la siembra? -tornáis a preguntar-. ¿No patean y estrujan con sus pies los aradores y las mulas los tallos tiernos?

El carretero con quien vais, sonríe ligeramente de vuestra ingenuidad; tal vez vosotros sois unos pobres hombres -como el cronista- que no habéis salido jamás de vuestros libros.

-¡Ca! -exclama este labriego-. ¡La siembra en este tiempo contra más se pise es mejor!

Los terreros grisáceos, rojizos, amarillentos, se descubren, iguales todos, con una monotonía desesperante. Hace una hora que habéis salido de Criptana; ahora, por primera vez, al doblar una loma distinguís en la lejanía remotísima, allá en los confines del horizonte, una torre diminuta y una mancha negruzca, apenas visible en la uniformidad plomiza del paisaje. Esto es el pueblo del Toboso. Todavía han de transcurrir un par de horas antes de que penetremos en sus calles. El panorama no varía; veis los mismos barbechos, los mismos liegos hoscos, los mismos alcaceles tenues. Acaso en una distante ladera alcanzáis a descubrir un cuadro de olivos, cenicientos, solitarios, simétricos. Y no tornáis a ver ya en toda la campiña infinita ni un rastro de arboledas. Las encinas que estaban propincuas al Toboso y entre las que Don Quijote aguardara el regreso de Sancho, han desaparecido. El cielo, conforme la tarde va avanzando, se cubre de un espeso toldo plomizo. El carro camina dando tumbos, levantándose en los pedruscos, cayendo en los hondos baches. Ya estamos cerca del poblado. Ya podéis ver la torre cuadrada, recia, amarillenta, de la iglesia y las techumbres negras de las casas. Un silencio profundo reina en el llano; comienzan a aparecer a los lados del camino paredones derruidos. En lo hondo, a la derecha, se distingue una ermita ruinosa, negra, entre árboles escuálidos, negros, que salen por encima de largos tapiales caídos. Sentís que una intensa sensación de soledad y de abandono os va sobrecogiendo. Hay algo en las proximidades de este pueblo que parece como una condensación, como una síntesis de toda la tristeza de La Mancha. Y el carro va avanzando. El Toboso es ya nuestro. Las ruinas de paredillas, de casas, de corrales han ido aumentando; veis una ancha extensión de campo llano cubierta de piedras grises, de muros rotos, de vestigios de cimientos. El silencio es profundo; no descubrís ni un ser viviente; el reposo parece que se ha solidificado. Y en el fondo, más allá de todas estas ruinas, destacando sobre un cielo ceniciento, lívido, tenebroso, hosco, trágico, se divisa un montón de casuchas pardas, terrosas, negras, con paredes agrietadas, con esquinazos desmoronados, con techos hundidos, con chimeneas desplomadas, con solanas que se bombean y doblan para caer, con tapiales de patios anchamente desportillados...

Y no percibís ni el más leve rumor: ni el retumbar de un carro, ni el ladrido de un perro, ni el cacareo lejano y metálico de un gallo. Y comenzáis a internaros por las calles del pueblo. Y veis los mismos muros agrietados, ruinosos; la sensación de abandono y de muerte que antes os sobrecogiera, acentúase ahora por modo doloroso a medida que vais recorriendo estas calles y aspirando este ambiente.

Casas grandes, anchas, nobles, se han derrumbado y han sido cubiertos los restos de sus paredes con bajos y pardos tejadillos; aparecen vetustas y redondas portaladas rellenas de toscas piedras; destaca acá y allá, entre las paredillas terrosas, un pedazo de recio y venerable muro de sillería; una fachada con su escudo macizo perdura, entre casillas bajas, entre un montón de escombros... Y vais marchando lentamente por las callejas; nadie pasa por ellas; nada rompe el silencio. Llegáis de este modo a la plaza. La plaza es un anchuroso espacio solitario; a una banda destaca la iglesia, fuerte, inconmovible, sobre las ruinas del poblado; a su izquierda se ven los muros en pedazos de un caserón solariego; a la derecha aparecen una ermita grietada, caduca, y un largo tapial desportillado. Ha ido cayendo la tarde. Os detenéis un momento en la plaza. En el cielo plomizo se ha abierto una ancha grieta; surgen por ella las claridades del crepúsculo. Y durante este minuto que permanecéis inmóviles, absortos, contempláis las ruinas de este pueblo vetusto, muerto, iluminadas por un resplandor rojizo, siniestro. Y divisáis -y esto acaba de completar vuestra impresión-; divisáis, rodeados de este profundo silencio, sobre el muro ruinoso adosado a la ermita, la cima aguda de un ciprés negro, rígido, y ante su oscura mancha, el ramaje fino, plateado, de un olivo silvestre, que ondula y se mece en silencio, con suavidad, a intervalos...

¿Cómo el pueblo del Toboso ha podido llegar a este grado de decadencia? -pensáis vosotros mientras dejáis la plaza-. «El Toboso -os dicen- era antes una población caudalosa; ahora no es ya ni sombra de lo que fue en aquellos tiempos. Las casas que se hunden no tornan a ser edificadas; los moradores emigran a los pueblos cercanos; las viejas familias de los hidalgos -enlazadas con uniones consanguíneas desde hace dos o tres generaciones- acaban ahora sin descendencia». Y vais recorriendo calles y calles. Y tornáis a ver muros ruinosos, puertas tapiadas, arcos despedazados. ¿Dónde estaba la casa de Dulcinea? ¿Era realmente Dulcinea esta Aldonza Zarco de Morales de que hablan los cronistas? En El Toboso abundan los apellidos de Zarco; la casa de la sin par princesa se levanta en un extremo del poblado, tocando con el campo; aún perduran sus restos. Bajad por una callejuela que se abre en un rincón de la plaza desierta; reparad en unos murallones desnudados de sillería que se alzan en el fondo; torced después a la derecha; caminad luego cuatro o seis pasos; deteneos al fin. Os encontráis ante un ancho edificio, viejo, agrietado; antaño esta casa debió de constar de dos pisos; mas toda la parte superior se vino a tierra, y hoy, casi al ras de la puerta, se ha cubierto el viejo caserón con un tejadillo modesto, y los desniveles y rajaduras de los muros de noble piedra se han tabicado con paredes de barro.

Esta es la mansión de la más admirable de todas las princesas manchegas. Al presente es una almazara prosaica. Y para colmo de humillación y vencimiento, en el patio, en un rincón, bajo gavillas de ramaje de olivo, destrozados, escarnecidos, reposan los dos magníficos blasones que antes figuraban en la fachada. Una larga tapia parte del caserón y se aleja hacia el campo cerrando la callejuela...

-«Sancho, hijo, guía al palacio de Dulcinea que quizás podrá ser que la hallemos despierta» -decía a su escudero don Alonso, entrando en El Toboso a medianoche.

-«¿A qué palacio tengo de guiar, cuerpo del sol -respondía Sancho- que en el que yo vi a su grandeza no era sino casa muy pequeña?».

La casa de la supuesta Dulcinea, la señora doña Aldonza Zarco de Morales, era bien grande y señoril. Echemos sobre sus restos una última mirada; ya las sombras de la noche se allegan; las campanas de la alta y recia torre dejan caer sobre el poblado muerto sus vibraciones; en la calle del Diablo -la principal de la villa- cuatro o seis yuntas de mulas que regresan del campo arrastran sus arados con un sordo rumor. Y es un espectáculo de una sugestión honda, ver a estas horas, en este reposo inquebrantable, en este ambiente de abandono y de decadencia, cómo se desliza de tarde en tarde, entre las penumbras del crepúsculo, la figura lenta de un viejo hidalgo con su capa, sobre el fondo de una redonda puerta cegada, de un esquinazo de sillares tronchado, o de un muro ruinoso por el que asoman los allozos en flor o los cipreses...




ArribaAbajoXIV

Los miguelistas del Toboso


¿Por qué no he de daros la extraña, la inaudita noticia? En todas las partes del planeta el autor del Quijote es Miguel de Cervantes Saavedra; en El Toboso es sencillamente Miguel. Todos le tratan con suma cordialidad; todos se hacen la ilusión de que han conocido a la familia.

-Yo, señor Azorín -me dice don Silverio-, llego a creer que he conocido al padre de Miguel, al abuelo, a los hermanos y a los tíos.

¿Os imagináis a don Silverio? ¿Y a don Vicente? ¿Y a don Emilio? ¿Y a don Jesús? ¿Y a don Diego? Todos estamos en torno de una mesa cubierta de un mantel de damasco -con elegantes pliegues marcados-; hay sobre ella tazas de porcelana, finas tazas que os maravilla encontrar en el pueblo. Y doña Pilar -esta dama tan manchega, tan española, discretísima, afable- va sirviendo con suma cortesía el brebaje aromoso. Y don Silverio dice, cuando trascuela el primer sorbo, como excitado por la mixtura, como dentro ya del campo de las confesiones cordiales:

-Señor Azorín; que Miguel sea de Alcázar, está perfectamente; que Blas sea de Alcázar, también; yo tampoco lo tomo a mal; pero el abuelo, ¡el abuelo de Miguel!, no le quepa a usted duda, señor Azorín; el abuelo de Miguel era de aquí...

Y los ojos de don Silverio llamean un instante. Os lo vuelvo a decir: ¿os imagináis a don Silverio? Don Silverio es el tipo más clásico de hidalgo que he encontrado en tierras manchegas; existe una secreta afinidad, una honda correlación inevitable, entre la figura de don Silverio y los muros en ruinas del Toboso, las anchas puertas de medio punto cegadas, los tejadillos rotos, los largos tapiales desmoronados. Don Silverio tiene una cara pajiza, cetrina, olivácea, cárdena; la frente sobresale un poco; luego, al llegar a la boca, se marca un suave hundimiento, y la barbilla plana, aguda, vuelve a sobresalir y en ella se muestra una mosca gris, recia, que hace un perfecto juego con un bigote ceniciento, que cae descuidado, lacio, largo, por las comisuras de los labios. Y tiene don Silverio unos ojos de una expresión única, ojos que refulgen y lo dicen todo. Y tiene unas manos largas, huesudas, sarmentosas, que suben y bajan rápidamente en el aire, elocuentes, prontas, cuando las palabras surten de la boca del viejo hidalgo, atropelladas, vivarachas, impetuosas, pintorescas. Yo siento una gran simpatía por don Silverio: lleva treinta y tres años adoctrinando niños en El Toboso. Él charla con vosotros cortés y amable. Y cuando ya ha ganado una poca de vuestra confianza, entonces el rancio caballero saca del bolsillo interior de su chaqueta un recio y grasiento manojo de papeles y os lee un alambicado soneto a Dulcinea. Y si la confianza es mucho mayor, entonces os lee también, sonriendo con ironía, una sátira terriblemente antifrailesca, tal como Torres Naharro la deseara para su Propaladia. Y si la confianza logra aún más grados, entonces os lleva a que veáis una colmena que él posee, con una ventanita de cristal por la que pueden verse trabajar las abejas.

Todos estamos sentados en torno de una mesa; es esto como un círculo pintoresco y castizo de viejos rostros castellanos.

Don Diego tiene unos ojos hundidos, una frente ancha y una larga barba cobriza; es meditativo; es soñador; es silencioso; sonríe de tarde en tarde, sin decir nada, con una vaga sonrisa de espiritualidad y de comprensión honda. Don Vicente lleva -como pintan a Garcilaso- la cabeza pelada al rape y una barba tupida. Don Jesús es bajito, gordo y nervioso. Y don Emilio tiene una faz huesuda, angulosa, un bigotillo imperceptible y una barbita que remata en una punta aguda.

-Señor Azorín, quédese usted; yo se lo ruego; yo quiero que usted se convenza; yo quiero que se lleve buenas impresiones del Toboso -dice vivamente don Silverio, gesticulando, moviendo en el aire sus manos secas, en tanto que sus ojos llamean.

-Señor Azorín -repite don Silverio-; Miguel no era de aquí; Blas tampoco. Pero ¿cómo dudar de que el abuelo lo era? -No lo dude usted -añade doña Pilar sonriendo afablemente-; don Silverio tiene razón.

-Sí, sí -dice don Silverio-; yo he visto el árbol de la familia. ¡Yo he visto el árbol, señor Azorín! Y ¿sabe usted de dónde arranca el árbol?

Yo no sé en realidad de dónde arranca el árbol de la familia de Cervantes.

-Yo no lo sé, don Silverio -confieso yo un poco confuso.

-El árbol -proclama don Silverio- arranca de Madridejos. Además, señor Azorín; en todos los pueblos estos inmediatos, hay Cervantes; los tiene usted, o los ha tenido, en Argamasilla, en Alcázar, en Criptana, en El Toboso. ¿Cómo vamos a dudar que Miguel era de Alcázar? Y, no están diciendo que era manchego todos los nombres de lugares y tierras que él cita en el Quijote y que no es posible conocer sin haber vivido aquí largo tiempo, sin ser de aquí?

-Sí, Miguel era manchego -añade don Vicente pasando la mano por su barba.

-Sí, era manchego -dice don Jesús.

-Era manchego -añade don Emilio.

-¡Ya lo creo que lo era! -exclama don Diego levantando la cabeza y saliendo de sus remotas soñaciones.

Y don Silverio agrega dando una recia voz:

-¡Pero váyales usted con esto a los académicos!

Y ya la gran palabra ha sido pronunciada. ¡Los académicos! ¿Habéis oído? ¿Os percatáis de toda la transcendencia de esta frase? En toda La Mancha, en todos los lugares, pueblos, aldeas que he recorrido, he escuchado esta frase, dicha siempre con una intencionada entonación. Los académicos, hace años, no sé cuándo, decidieron que Cervantes fuese de Alcalá y no de Alcázar; desde entonces, poco a poco, entre los viejos hidalgos manchegos ha ido formándose un enojo, una ojeriza, una ira contra los académicos. Y hoy en Argamasilla, en Alcázar, en El Toboso, en Criptana, se siente un odio terrible, formidable, contra los académicos. Y los académicos no se sabe a punto fijo lo que son; los académicos son, para los hombres, para las mujeres, para los niños, para todos, algo como un poder oculto, poderoso y tremendo; algo como una espantable deidad maligna que ha hecho caer sobre La Mancha la más grande de todas las desdichas, puesto que ha decidido con sus fallos inapelables y enormes que Miguel de Cervantes Saavedra no ha nacido en Alcázar...

-Los académicos -dice don Emilio con profunda desesperanza- no volverán de su acuerdo, por no verse obligados a confesar su error.

-Los académicos lo han dicho -añade don Vicente con ironía-, y esa es la verdad infalible.

-¡Cómo vamos a rebatir nosotros -agrega don Jesús- lo que han dicho los académicos!

Y don Diego, apoyado el codo sobre la mesa, levanta la cabeza pensativa, soñadora, y murmura en voz leve:

-¡Psch, los académicos!

Y don Silverio de pronto da una gran voz, en tanto que hace chocar con energía sus manos huesudas, y dice:

-¡Pero no será lo que dicen los académicos, señor Azorín! ¡No lo será! Miguel era de Alcázar, aunque diga lo contrario todo el mundo. Blas también era de allí; y el abuelo era del Toboso.

Y luego:

-Aquí, en casa de don Cayetano, hay una porción de documentos de aquella época; yo los estoy examinando ahora, y yo puedo asegurarle a usted que no sólo el abuelo, sino también algunos tíos de Miguel, nacieron y vivieron en El Toboso.

¿Qué voy a oponer yo a lo que me dice don Silverio? ¿Habrá alguien que encuentre inconveniente alguno en creer que el abuelo de Cervantes era del pueblo del Toboso?

-Y no es esto sólo -prosigue el buen hidalgo-; en El Toboso existe una tradición no interrumpida de que en el pueblo han vivido parientes de Miguel; aún hay aquí una casa a la que todos llamamos la casa de Cervantes. Y don Antonio Cano, convecino nuestro, ¿no se llama de segundo apellido Cervantes?

Don Silverio se ha detenido un breve momento; todos estábamos pendientes de sus palabras. Después ha dicho:

-Señor Azorín, puede usted creerme; estos ojos que usted ve, han visto el propio escudo de la familia de Miguel.

Yo he mostrado una ligera sorpresa.

-¡Cómo! -he exclamado-. Usted, don Silverio, ¿ha visto el escudo?

Y don Silverio, con energía, con énfasis:

-¡Sí, sí; yo lo he visto! En el escudo figuraban dos ciervas; la divisa decía de este modo:


   Dos ciervas en campo verde;
la una pace; la otra duerme;
la que pace, paz augura;
la que duerme, la asegura.

Y don Silverio, que ha dicho estos versos con una voz solemne y recia, ha permanecido un momento en silencio, con la mano diestra en el aire, contemplándome de hito en hito, paseando luego su mirada triunfal sobre los demás concurrentes.

Yo tengo un gran afecto por don Silverio; este afecto se extiende a don Vicente, a don Diego -el ensoñador caballero-, a don Jesús, a don Emilio -el de la barba aguda y la color cetrina-. Cuando nos hemos separado era media noche por filo; no ladraban los perros, no gruñían los cerdos, no rebuznaban los jumentos, no mayaban los gatos, como en la noche memorable en que Don Quijote y Sancho entraron en El Toboso; reinaba un silencio profundo; una luna suave, amorosa, bañaba las callejas, llenaba las grietas de los muros ruinosos, besaba el ciprés y el olivo silvestre que crecen en la plaza...




ArribaAbajo XV

La exaltación española


Quiero echar la llave, en la capital geográfica de La Mancha, a mis correrías. ¿Habrá otro pueblo, aparte de este, más castizo, más manchego, más típico, donde más íntimamente se comprenda y se sienta la alucinación de estas campiñas rasas, el vivir doloroso y resignado de estos buenos labriegos, la monotonía y la desesperación de las horas que pasan y pasan lentas, eternas, en un ambiente de tristeza, de soledad y de inacción? Las calles son anchas, espaciosas, desmesuradas; las casas son bajas, de un color grisáceo, terroso, cárdeno; mientras escribo estas líneas, el cielo está anubarrado, plomizo; sopla, ruge, brama un vendaval furioso, helado; por las anchas vías desiertas vuelan impetuosas polvaredas; oigo que unas campanas tocan con toques desgarrados, plañideros, a lo lejos; apenas si de tarde en tarde transcurre por las calles un labriego enfundado en su traje pardo o una mujer vestida de negro, con las ropas a la cabeza, asomando entre los pliegues su cara lívida; los chapiteles plomizos y los muros rojos de una iglesia vetusta cierran el fondo de una plaza ancha, desierta... Y marcháis, marcháis, contra el viento, azotados por las nubes de polvo, por la ancha vía interminable, hasta llegar a un casino anchuroso. Entonces, si es por la mañana, penetráis en unos salones solitarios, con piso de madera, en que vuestros pasos retumban. No encontráis a nadie; tocáis y volvéis a tocar en vano todos los timbres; las estufas reposan apagadas; el frío va ganando vuestros miembros. Y entonces volvéis a salir; volvéis a caminar por la inmensa vía desierta, azotado por el viento, cegado por el polvo; volvéis a entrar en la fonda -donde tampoco hay lumbre-; tornáis a entrar en vuestro cuarto, os sentáis, os entristecéis, sentís sobre vuestros cráneos pesando formidables todo el tedio, toda la soledad, todo el silencio, toda la angustia de la campiña y del poblado.

Decidme, ¿no comprendéis en estas tierras los ensueños, los desvaríos, las imaginaciones desatadas del grande loco? La fantasía se echa a volar frenética por estos llanos; surgen en los cerebros visiones, quimeras, fantasías torturadoras y locas. En Manzanares -a cinco leguas de Argamasilla- se cuentan mil casos de sortilegios, de encantamientos, de filtros, bebedizos y manjares dañados que novias abandonadas, despechadas, han hecho tragar a sus amantes; en Ruidera -cerca también de Argamasilla- hace seis días ha muerto un mozo que dos meses atrás, en plena robustez viera en el alinde de un espejo una figura mostrándole una guadaña, y que desde ese día fue adoleciendo y ahilándose poco a poco hasta morir. Pero estos son casos individuales, aislados, y es en el propio Argamasilla, la patria de Don Quijote, donde la alucinación toma un carácter colectivo, épico, popular. Yo quiero contaros este caso; apenas sí hace seis meses que ha ocurrido. Un día, en una casa del pueblo, la criada sale dando voces de una sala y diciendo que hay fuego; todos acuden; las llamas son apagadas; el hecho en realidad carece de importancia. Mas dos días han transcurrido; la criada comienza a manifestar que ante sus ojos, de noche, aparece la figura de un viejo. La noticia, al principio, hace sonreír; poco tiempo después estalla otro fuego en la casa. Tampoco este accidente tiene importancia; mas tal vez despierta más vagas sospechas. Y al otro día otro fuego, el tercero, surge en la casa. ¿Cómo puede ser esto? ¿Qué misterio puede haber en tan repetidos siniestros? Ya el interés y la curiosidad están despiertos. Ya el recelo sucede a la indiferencia. Ya el temor va apuntando en los ánimos. La criada jura que los fuegos los prende este anciano que a ella se le aparece; los moradores de la casa andan atónitos, espantados; los vecinos se ponen sobre aviso; por todo el pueblo comienza a esparcirse la extraña nueva. Y otra vez el fuego torna a surgir. Y en este punto todos, sobrecogidos, perplejos, gritan que lo que pide esta sombra incendiaria son unas misas; el cura, consultado, aprueba la resolución; las misas se celebran; las llamas no tornan a surgir y el pueblo, satisfecho, tranquilo, puede ya respirar libre de pesadillas...

Pero bien poco es lo que dura esta tranquilidad. Cuatro o seis días después mientras los vecinos pasean, mientras toman el sol, mientras las mujeres cosen sentadas en las cocinas, las campanas comienzan a tocar a rebato. ¿Qué es esto? ¿Qué sucede? ¿Dónde es el fuego? Los vecinos saltan de sus asientos, despiertan de su estupor súbitamente, corren, gritan. El fuego es en la escuela del pueblo; no es tampoco -como los anteriores- gran cosa; mas ya los moradores de Argamasilla, recelosos, excitados, tornan a pensar en el encantador malandrín de los anteriores desastres. La escuela se halla frontera a la casa donde ocurrieran las pasadas quemas; el encantador no ha hecho sino dar un gran salto y cambiar de vivienda. Y el fuego es apagado; los vecinos se retiran satisfechos a casa. La paz es, sin embargo, efímera; al día siguiente las campanas vuelven a tocar a rebato; los vecinos tornan a salir escapados; se grita; se hacen mil cábalas; los nervios saltan; los cerebros se llenan de quimeras. Y durante cuatro, seis, ocho, diez días, por mañana, por tarde, la alarma se repite y la población toda, conmovida, exasperada, enervada, frenética, corre, gesticula, vocea, se agita pensando en trasgos, en encantamientos, en poderes ocultos y terribles. ¿Qué hacer en este trance? «¡Basta, basta! -grita al fin el alcalde-. ¡Que no toquen más las campanas aunque arda el pueblo entero!». Y estas palabras son como una fórmula cabalística que deshace el encanto; las campanas no vuelven a sonar; las llamas no tornan a surgir.

¿Qué me decís de esta exaltada fantasía manchega? El pueblo duerme en reposo denso; nadie hace nada; las tierras son apenas rasgadas por el arado celta; los huertos están abandonados; el Tomelloso, sin agua, sin más riegos que el caudal de los pozos, abastece de verduras a Argamasilla, donde el Guadiana, sosegado, a flor de tierra, cruza el pueblo y atraviesa las huertas; los jornaleros de este pueblo ganan dos reales menos que los de los pueblos cercanos. Perdonadme, buenos y nobles amigos míos de Argamasilla; vosotros mismos me habéis dado estos datos. El tiempo transcurre lento en este marasmo; las inteligencias dormitan. Y un día, de pronto, una vieja habla de apariciones, un chusco simula unos incendios, y todas las fantasías, hasta allí en el reposo, vibran enloquecidas y se lanzan hacia el ensueño. ¿No es esta la patria del gran ensoñador don Alonso Quijano? ¿No está en este pueblo compendiada la historia eterna de la tierra española? ¿No es esto la fantasía loca, irrazonada e impetuosa que rompe de pronto la inacción para caer otra vez estérilmente en el marasmo?

Y esta es -y con esto termino- la exaltación loca y baldía que Cervantes condenó en el Quijote; no aquel amor al ideal, no aquella ilusión, no aquella ingenuidad, no aquella audacia, no aquella confianza en nosotros mismos, no aquella vena ensoñadora, que tanto admira el pueblo inglés en nuestro Hidalgo, que tan indispensables son para la realización de todas las grandes y generosas empresas humanas, y sin las cuales los pueblos y los individuos fatalmente van a la decadencia...






ArribaPequeña guía para los extranjeros que nos visiten con motivo del centenario

The time they lose in Spain


El doctor Dekker se encuentra entre nosotros: el doctor Dekker es, ante todo, F. R. C. S.; es decir, Fellow of the Royal College of Surgeons; después el doctor Dekker es filólogo, filósofo, geógrafo, psicólogo, botánico, numismático, arqueólogo. Una sencilla carta del doctor Pablo Smith, conocido de la juventud literaria española -por haber amigado años atrás con ella-, me ha puesto en relaciones con el ilustre miembro del Real Colegio de Cirujanos de Londres. El doctor Dekker no habita en ningún célebre hotel de la capital: ni el señor Capdevielle, ni el señor Baena, ni el señor Ibarra tienen el honor de llevarle apuntado en sus libros. ¿Podría escribir el doctor Dekker su magna obra si viviera en el Hotel de la Paz, o en el de París, o en el Inglés? No; el doctor Dekker tiene su asiento en una modestísima casa particular de nuestra clase media: en la mesa del comedor hay un mantel de hule -un poco blanco-; la sillería del recibimiento muestra manchas grasientas en su respaldo. The best in the world! -ha exclamado con entusiasmo el doctor Dekker al contemplar este espectáculo, puesto el pensamiento en el país de España, que es el mejor del mundo.