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La sátira antirromana en la poesía de Bartolomé de Torres Naharro

Juan Montero

Francisco Javier Escobar





La presencia del pacense Bartolomé de Torres Naharro (ca. 1485-h. 1520) en Italia ha merecido una considerable atención crítica, centrada en las piezas dramáticas que el autor imprimió en la Propalladia de Nápoles, 1517, volumen que iba dedicado a don Fernando Dávalos, marqués de Pescara, y a su esposa, la poeta Vittoria Colonna1. Sabemos que tales piezas (siete en principio, nueve en ediciones posteriores de la obra) se compusieron en su mayor parte entre los años de 1512 y 1517 y que algunas de ellas llegaron a representarse en palacios cardenalicios, como el de Giulio de Medici, con la presencia ocasional del Papa León X. Puede decirse, por tanto, que Naharro alcanzó, aunque fuese de manera efímera, una posición de cierta relevancia en el contexto hispano-romano de la época, en el que también participaron por aquellos años otros autores significativos del primitivo teatro español, como Diego Guillén de Ávila o el propio Juan del Encina.

Pero si la vertiente teatral de la Propalladia ha sido frecuentemente abordada por los estudiosos, no puede decirse lo mismo del otro componente de la obra, a saber, la colección de obras poéticas que incluye el volumen, hasta un total de cuarenta y dos piezas2. La práctica editorial de presentar en un mismo libro la producción dramática y poética de un autor había sido inaugurada en España por el ya citado Juan del Encina en su Cancionero (1496), y se vería confirmado años después por Pedro Manuel Urrea en el suyo (1513 y 1516). El ejemplo de Encina debió de servir, pues, a Naharro como referente a la hora de incluir algunos poemas en la Propalladia, y los dispuso repartiendo unos por delante de las piezas dramáticas y otros tras aquellas (por eso los califica como antepasto y pospasto del plato principal en el Prohemio de la obra)3. Los temas, géneros y metros que cultivó el pacense están en consonancia con las tendencias imperantes en la poesía castellana de su tiempo, pero no por eso deja de mostrar ciertas novedades expresivas que permiten encuadrarlo, junto con sus coetáneos Garci Sánchez de Badajoz y Cristóbal de Castillejo, entre los renovadores de la escuela cancioneril4. Su tema predilecto es el amoroso, abordado claro está desde la perspectiva del amor cortés (aunque contaminado de algunos toques platónicos, se ha dicho)5 y desarrollado no sólo en el consabido género de la canción sino también en otras composiciones a las que tituló de diferentes maneras: Lamentación (denominación que también usó Sánchez de Badajoz, y luego Gregorio Silvestre), Epístola (cuando el más usual entre los poetas españoles era el de carta) o Capítulo (rótulo que seguramente tomó y reinterpretó a partir de los versátiles capitoli italianos coetáneos). Junto a esto, no dejó de cultivar ocasionalmente otras posibilidades más o menos establecidas: la poesía devota de tema pasionario, la de inspiración jocosa, el romance de tema histórico o amoroso, la inspiración moral y satírica; su ánimo inquieto le llevó a componer incluso tres sonetos en italiano, que, dentro de su condición de tanteos, muestran cierta familiaridad con la poesía de su entorno. En cuanto a las fechas de composición, barajamos como hipótesis más probable la del periodo 1512-1517 ya mencionado, puesto que a él remiten las diversas alusiones fechables que hemos encontrado en los textos: en la Epístola VII se alude, sin nombrarlo, a León X como sucesor en el Papado de Julio II, lo que ocurrió en 1513; el capítulo II está dirigido seguramente a Baltasar del Río, nombrado obispo de Scala en 1515; el Retracto es un elogio fúnebre de Pedro Manrique de Lara, primer duque de Nájera, fallecido en 1515; el romance I, dedicado a la muerte de Fernando el Católico, debe ser, lógicamente, poco posterior a enero de 1516. De las mismas fechas son otros dos poemas de ambientación italiana que no entraron en la Propalladia, sino que se difundieron en pliegos sueltos, probablemente romanos6. El Psalmo de la Victoria debe de datar de h. 1513, pues se refiere a la victoria española en La Motta, cerca de Vicenza, sobre franceses y venecianos. El Concilio de los galanes y cortesanas de Roma alude a una corte celebrada en Bolonia a finales de 1515.

Pues bien, dentro de este corpus vamos a centrarnos para nuestra intervención en un tema que tiene relevancia en el conjunto de la trayectoria de Naharro: el tratamiento literario de Roma. Sabemos que el escritor residió en la Ciudad Eterna durante un periodo de tiempo no determinado, más o menos entre 1508 y 1517, cuando pasó a Nápoles7. Contó en ella, además, con la protección o conocimiento de algunas personalidades destacadas del mundo eclesiástico: Giulio de Medici, primo del Papa León X y cardenal desde 1513; el también cardenal Bernardino de Carvajal, extremeño de Plasencia, o Baltasar del Río, obispo de Scala en 1515, con quien volvería a coincidir en Sevilla años más tarde. Pese a ello, su posición personal debió de sustentarse sobre las rentas de un modesto beneficio eclesiástico, sin alcanzar nunca mayores prebendas. El balance poco halagüeño de la experiencia romana explicaría, entre otras cosas, la partida del escritor a Nápoles, quizá con la esperanza de encontrar allí patrones más generosos8.

Son varios los poemas de Naharro que contribuyen a configurar su tratamiento del tema romano. En concreto, se trata de los titulados Sátira, los Capítulos III y VI, y el ya citado Concilio. En realidad, estamos ante composiciones con planteamientos diferenciados. El Concilio, por ejemplo, se aparta del resto por su carácter de obra más bien híbrida, que admite tonos estrictamente satíricos junto con otros de índole festiva9. De los dos Capítulos, el VI tiene escasa relevancia para nuestro objeto de estudio, ya que la visión satírica de Roma está relegada a un plano muy secundario con respecto a otro tema, el de la amistad. El Capítulo III, en cambio, sí que se centra completamente en Roma, y desarrolla una visión de la ciudad formulada sobre la base de la experiencia personal. Por contraste, en la Sátyra el tratamiento del tema romano está determinado por un enfoque más abstracto de tipo moral.

Empezaremos nuestro análisis justamente por la Sátyra, atendiendo entre otras cosas a que es el primero de esos poemas que aparece en el volumen, tras las lamentaciones y antes de los capítulos y epístolas. Llama poderosamente la atención en ese texto la elección métrica: el verso de arte mayor se despliega en la novedosa forma de pareados (salvo el verso inicial, que queda suelto). La solemnidad del viejo metro se reviste así de una andadura de poesía sentenciosa y gnómica. Y en efecto, como ya hemos apuntado, la intención del poema es la de ofrecer una visión de la Roma contemporánea desde la perspectiva de un moralista, o para ser más exactos, de un pecador que ha tomado conciencia del mal que impera en la ciudad y del que él mismo no ha podido librarse. El enfoque procede de lo general a lo particular. El punto de partida se remonta al esquema mítico de las edades de la humanidad, como queda claro por las alusiones al reino de Cronos que abren el poema, con elementos tomados de la Genealogia deorum de Boccaccio (VIII, 1) al hacer la aretalogía del dios:


Aquel que sus hijos está deshaziendo
y ansí se los come después de criados,
su hoz en la mano, los hombros cargados,
los ojos sumidos y el gesto arrugado,
tan lleno de canas, tan mal figurado,
la barva salida, los dientes caídos,
perdida la vista, también los oídos,
cargado de días y suelto de pies.
Aquel viejo ruin si digo quien es:
del Cielo y de Vesta segundo eredero
[...]
que traxo las cosas a términos tales
que yo y otros muchos biuimos ascuras,
huyendo virtudes, seguiendo locuras.


(1-21)10                


El paso de la Edad de Oro a la de Hierro constituye, pues, un marco universal de la decadencia moral de la humanidad:


Virtud en el mundo no cabe ni mora,
razón ni bondad no se usan agora [...].


(36-37)                


El círculo se va cerrando poco a poco. Del mundo mencionado en el v. 36 pasa el satírico a tratar de la corte, a la que nombra en el v. 41, y a la que pinta como un descabalado mundo al revés, ya que mientras los viciosos son en ella apreciados y recompensados, los virtuosos quedan infamados o relegados:


Daquestos no curan los grandes señores,
daquestos se pueblan los más hospitales.
Ofenden traidores, y pagan leales;
y sirven los buenos y medran los ruines.


(51-54)11                


En aras de realzar la confusión entre las virtudes y los vicios -motivo de abolengo bíblico y clásico (véase Aristóteles, Retórica, 1367b, 35 sigs.)12-, el poeta se vale de una amplia enumerato, apelando al juicio crítico de los lectores:


Los buenos veréis por necios tenidos,
sagazes traidores por mucho discretos;
en los sin secreto poner sus secretos,
de donde procede mui claro su mal.
Y pródigo llaman al qu'es liberal,
y buen guardador al péssimo auaro;
al justo lo llaman hipócrita claro,
al malo y soberuio lo cuentan gigante;
y al qu'es pertinaz, por hombre constante,
y ansí de los otros, de mal en peor.


(61-70)                


El siguiente paso en la Sátyra es hablar directamente de Roma, nombrada por vez primera en el v. 74. La crítica se hace entonces más específica, ya que se centra en la irrefrenable ambición que domina a quienes aspiran a conseguir beneficios y dignidades eclesiásticas, no por servir a Dios sino por enriquecerse:


Su gloria en el mundo, su Dios el dinero:
tras éste envegecen los hombres en Roma.


(73-74)                


Llegados a este punto, comprendemos que el poema ha avanzado por una escala simbólica en la que primero ha reducido el mundo al microcosmos metafórico que es la corte, para luego hacer otro tanto proponiendo la curia romana como espacio cortesano por antonomasia. De manera que la degradación de Roma es un reflejo de la que sufre el mundo y, al mismo tiempo, el síntoma e incluso su causa. La idea también aparece en boca de Jacinto, personaje que se queja de las desgracias de la vida cortesana en la primera jornada de la comedia Jacinta. Hablando de los poderosos, concluye:


Practican más mal que fundo
y en Roma, qu'es lo peor,
siendo la tierra mejor
de lo poblado del mundo.


(237-240)                


Esa peculiar posición de Roma explica que en la parte final de la Sátyra vuelva Torres al tono generalizante del principio, pero contrapesando las previas alusiones paganizantes con el énfasis ahora en la perspectiva cristiana mediante la mención de las virtudes teologales:


Justicia en olvido, razón desterrada;
verdad ya en el mundo no halla posada.
La fe es fallescida, y amor es ya muerto.
Derecho está mudo, reinando lo tuerto.
¿Pues la caridad? No ay della memoria;
ni ay otra sperança si de vanagloria [...].


(102-107)                


Frente al enfoque generalizante de la Sátyra, lo primero que nos llama la atención en el Capítulo III, es su planteamiento de una mirada concreta y específica sobre Roma, punto de vista que entronca con el tono de confidencia epistolar que caracteriza al poema desde su arranque13:


Como quien no dize nada,
me pedís qué cosa es Roma.


(1-2)                


Para satisfacer a su corresponsal, el poeta tendrá que cabalgar a lomos de su propia experiencia de la ciudad, como expresamente afirma cuando enfila el final del poema:


Yo he hablado
según he visto y palpado.


(120-121)                


Retomando, pues, la conocida terminología que maneja el autor en el Prohemio de la obra, podría decirse que esta composición está escrita a noticia, y que por tal razón constituye, como quería Gillet, la verdadera sátira antirromana en la poesía de Torres14. Con todo, será preciso matizar esta aserción inicial a lo largo del análisis del poema.

El argumento de la experiencia le sirve, en efecto, al poeta para desarrollar un discurso focalizado en refutar los errores de la communis opinio sobre Roma, expresada en frases trilladas y proverbiales:


Lo segundo:
es [Roma] otro nuevo profundo,
castillo de la malicia;
y aun la llaman, como fundo,
otros, cabeça del mundo,
yo, cabeça de inmundicia.
Quien la vio
común tierra la llamó
de los otros y de mí;
mas mejor la llamo yo
que communis patria no,
mas común padrasto sí.


(18-29)                


Comparecen en el pasaje frases proverbiales tan conocidas como Roma caput mundi, cuyo origen rastrea Gillet en una de sus enciclopédicas notas hasta Tito Livio, Tácito y Ausonio15; o la de communis patria, empleada ya por Cicerón y Séneca, y convertida en fórmula en el siglo vi por el papa Símaco, que llamó a Roma, communis patria, urbs aeterna, caput mundi16. El procedimiento de inversión reaparece hacia el final del poema, cuando Torres se hace eco de un proverbio que corrió con formulaciones diversas: Roma, que los locos doma17:


dizen que los locos doma:
digo yo qu' el bien de Roma
es oílla y nunca vella.


(117-119)                


Torres pretende, por tanto, desmentir esas ideas mostrencas haciendo ver a su corresponsal el verdadero rostro de la ciudad. Para ello procede a indicar toda una serie de rasgos negativos que, a decir verdad, podrían valer como descripción satírica de cualquier urbe o corte: «es cueva de peccadores» (40), «una escuela de peccar» (51), «purgatorio de bondad, / infierno de caridad, / paraíso de luxuria» (69-71), «[...] un gran jardín / de muchas frutas poblado» (79-80), frutas y flores del pecado, naturalmente (motivo que evoca el Jardín de las delicias, del Bosco); «un mercado do se vende / lo que nunca tuvo precio» (94-95); una gran rueda siempre dando vueltas (96-97); en fin, la conclusión es clara:


basta que en Roma, a mi ver,
no queda mal por hazer,
ni bien que venga en efecto.


(111-113)                


O un poco más abajo:


Digo que Roma es lugar
do para el cuerpo ganar
havéis de perder el alma.


(129-131)                


Algo más nos acercamos a la visión directa de la Roma coetánea cuando el satírico se queja de la proliferación de epitafios dentro y fuera de las iglesias (manejando los estilemas característicos del género), así como de las comunicaciones de excomunión en las paredes de las calles:


Veis sin pena
por iglesias, más que arena:
Hic iacet, hic occultatur,
cada calle, mala y buena,
no ay pared que no esté llena
de: Hic excomunicatur.


(42-47)18                


O cuando se hace irónica mención de la compraventa de indulgencias por millones:


Hazen de Dios tal extima
que les passan por encima
a mil cuentos de indulgencias.


(87-89)                


Queda claro, por tanto, que el Capítulo III ni por asomo alcanza el grado de sabor local y concreto de las comedias Soldadesca o Tinelaria. El papel de la experiencia se reduce aquí a servir como árbitro entre dos ideas de Roma. Una es la mostrenca expresada en los proverbios que más arriba hemos recordado; la otra es la que corresponde a los verdaderos sabios, y está anticipada al principio del poema:


Cortesanos,
varones sabios ancianos
la difinen, me paresce,
como en versos castellanos,
Roma, que roe sus manos
qualquier que en ella envejeçe.


(12-17)                


De nuevo es Gillet quien nos recuerda que esos versos aluden a un conocido proverbio: Roma manus rodit, si rodere non valet, odit, que todavía encontramos castellanizado en Correas: Roma, que sus manos tuerce quien en ella envejece o que roe sus manos, como referido a las miserias de los pretendientes cortesanos19. A ilustrar esa idea de Roma asumida como propia por Torres se dedica, en definitiva, el poema.

Tirar de ese hilo puede servirnos para entender hasta qué punto la del pacense es una voz entre las muchas que a lo largo de la historia literaria se habían venido sumando a la vituperatio de Roma. Sin necesidad de remontarnos ahora a la tradición clásica, bien representada por Juvenal en la tercera de sus Sátiras (haciendo suyo el motivo del fustigat mores)20, sí que será preciso recordar al menos cómo en las letras medievales resuena la fórmula de la Roma meretrix o su variante nova Babylonia para expresar el descontento político-religioso con la actuación del Papado, fórmula cuyo alcance completo (el que tiene, por ejemplo, en Dante) sólo se entiende si recordamos que esa meretrix es una de las figuras apocalípticas que denuncian el renacimiento del paganismo en el corazón mismo de la cristiandad21. Que tales acuñaciones e ideas seguían circulando en tiempos de Torres resulta archisabido, y bastará recordar el caso de Savonarola en los años finales del XV, personaje al que mencionamos en particular porque Gillet sospecha que puede referirse a él, sin nombrarlo, la expresión «sancto gran predicador» que aparece en el v. 71 de la Sátyra de Torres22. De hecho la vituperatio de Roma había ganado impulso durante el papado de Alejandro VI (1492-1503) y había fraguado incluso en nuevos cauces satíricos, como las famosas pasquinate23.

Podemos concluir entonces diciendo que, si bien la visión crítica de Torres, se alimenta en la rica tradición satírica castellana del XV, las particulares circunstancias de su vida hacen que haya que sumar su voz a la de tantos otros que, como Francisco Delicado o Pietro Aretino (el cual aprovechó, según Gillet, algunos pasajes antirromanos de nuestro pacense)24 pintan la corrupción de Roma en los tiempos previos al célebre sacco, suceso rodeado, como se sabe, de una literatura apologética que se alimenta de la tradición de ideas que aquí estamos evocando.





 
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