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ArribaActo II

 

El mismo decorado.

 
 

En escena, al levantarse el telón, se encuentran ADELA, TERESA, LAURA, ALICIA, MARINA, MANUEL y TOMÁS. Todos aparecen en la misma actitud en que se hallaban al término del acto anterior, vueltos hacia la entrada de la terraza, por donde acaba de salir ALBERTO. Ahora, después de una pausa casi imperceptible, hay un suave movimiento general. Todos, callados, se miran. ADELA se deja caer en el sofá. MARINA escapa hacia la embocadura. Y TOMÁS se encara con todos muy jovial.

 

TOMÁS.-  Bueno, ¿qué?, ¿tomamos una copa?

MANUEL.-   (Estallando.)  ¡No!

TOMÁS.-  Hombre...

MANUEL.-  ¡Copas, no! ¡No quiero copas! ¡Nada de copas!

TOMÁS.-  Chico, chico. Pues una copa...

MANUEL.-  ¡No estamos ahora para copas!

TOMÁS.-  Bien, bien...

 

(Con mucha calma, TOMÁS empieza a prepararse un whisky ante el velador. Un silencio. Y, de pronto, MANUEL se sumerge en un sillón y habla como dirigiéndose a un interlocutor invisible.)

 

MANUEL.-  ¡Ah, granuja! ¡Qué listo es!

TOMÁS.-  ¡Je!

MANUEL.-  Primero dice que es mentira y luego dice que es verdad. Y todo para confundirnos, para hacernos dudar. ¡Ah! Pero conmigo no puede. ¡Quia! Yo no dudo. Yo no soy un escritor brillante. Yo voy a la Bolsa todas las mañanas. Pero conmigo los listos no pueden. ¡Ca! ¡Digo! Sí, sí. Listos, listos a mí...

TOMÁS.-  ¡Je!

 

(Y en este momento, LAURA, que está mirando en torno, salta hecha un basilisco.)

 

LAURA.-  Bueno. Basta ya de misterios. ¡Aquí hay que hablar muy clarito!

 

(TERESA, ALICIA y MARINA, muy asustadas, casi chillan.)

 

LAS TRES.-  ¡Ay!

TERESA.-  ¡Laura!

ALICIA.-  Pero, Laura...

MARINA.-  ¡Señora!

LAURA.-  ¡Silencio!  (Y con una estremecedora penetración mira a las otras tres de una en una.)  Vamos a ver. ¿Quién de vosotras es la que está liada con Alberto?

 

(Las tres aludidas chillan.)

 

LAS TRES.-  ¡Ay!

LAURA.-   (Obstinadísima.)  ¿Quién es?

Las tres.-  ¡Laura!

 (LAURA se encara, inapelable, con MARINA.) 

LAURA.-  ¿Eres tú, mosquita muerta, pavisosa...?

MARINA.-  ¿Quién? ¿Yo? Pero ¿qué dice?

LAURA.-  Niña, niña...

MARINA.-  ¿Está usted loca?

LAURA.-  Mira que de las chicas de ahora no me fío yo nada. ¡Que con eso de la protesta todo vale!

MARINA.-   (Agobiadísima.)  ¡Señora! ¡Que me está usted insultando!

LAURA.-   (Furiosa.)  ¡Teresa!

TERESA.-   (Asustada.)  ¡Ay! ¿Qué?

LAURA.-  ¿Eres tú?

TERESA.-   (Horrorizada.)  ¡Laura! Pero ¿por quién me tomas?

LAURA.-  ¡Teresa! ¡A mí no me vengas con remilgos!

TERESA.-  ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay!

LAURA.-  ¡Que conozco a muchas señoras tan decentes como tú que son de cuidado! ¡Que no hay quien las sujete!

 

(MANUEL se alza, excitadísimo.)

 

MANUEL.-  ¡Laura! ¡Protesto...!

LAURA.-   (Irrebatible.)  ¡Tú te callas!

MANUEL.-  ¡Hum!

 

(Y se hunde, sin remedio, en su sillón. TERESA acude a él despavorida.)

 

TERESA.-  ¡Manuel! ¡Por Dios! No la creas, no la creas...

 

(LAURA está mirando ahora, con muchísima atención, a ALICIA.)

 

LAURA.-  ¡Calla! ¿Y por qué no puede ser esta otra, que está casada con un idiota?

TOMÁS.-   (Un respingo.)  ¡Cuerno!

ALICIA.-  ¿Quién? ¿Yo?

LAURA.-  ¡Hala! ¿Por qué no?

ALICIA.-   (Con muchísimo desparpajo.)  ¡Anda! ¿Y por qué no puedes ser tú? ¿Por qué no puedes ser tú la amante de Alberto? Después de todo, eres la más indicada si se tienen en cuenta los antecedentes de cada una...

LAURA.-   (Una furia.)  ¡Ah!, ¿sí?

ALICIA.-  ¡A ver...!

 

(LAURA va hacia ALICIA como una flecha, dispuesta a todo.)

 

LAURA.-  Oye, tú. ¡Descarada!

ALICIA.-   (Huye, nerviosísima.)  ¡Ayyy...!

LAURA.-  ¡Huy! ¡Maldita sea mi estampa!

ALICIA.-  ¡Ay, Tomás, Tomás, Tomás!

TOMÁS.-  ¡Alicia! ¡No alborotes! ¡Que me estoy poniendo nervioso yo también!

ALICIA.-  ¡Cállate tú!

TOMÁS.-  ¡Alicia! ¡Alicia!

ALICIA.-  ¡A mí no me chilles!

TOMÁS.-  ¡Huy!

ALICIA.-  ¡Tirano!

TOMÁS.-  ¡Huy! ¡Huy! ¡Huy!

TODOS.-  ¡Oh!

 

(Un revuelo. Cuando se hace el silencio, LAURA se vuelve hacia ADELA.)

 

LAURA.-  ¡Adela!

ADELA.-   (Fríamente.)  ¿Qué vas a decirme, Laura?

LAURA.-  Mira, cariño. Escucha esto: la gente dice por ahí que yo soy una fresca. Y a lo mejor tienen razón. No vamos a discutir ahora esas pequeñeces, ¿verdad? En cuestiones de moral es muy difícil ponerse de acuerdo, porque cada cual tiene la suya, y el que no la tiene se la inventa. Pero el caso es, te lo aseguro, hijita, que yo jamás, jamás he tenido líos con los maridos de mis amigas. Entre otras razones, porque algunas personas muy expertas en estas cosas me han dicho que resulta incomodísimo...

 

(ADELA alza la frente y mira a LAURA con una irónica sonrisa.)

 

ADELA.-  Pero, Laura, por favor, ¿no creerás que ahora todo puede arreglarse con un poquito de ingenio?

LAURA.-  ¡Adela! ¿Qué quieres decir?

ADELA.-  ¡Oh, no! Eso sería demasiado fácil...

 

(Y en la entrada de la terraza aparece ALBERTO. Muy sonriente.)

 

ALBERTO.-  ¿Qué?, ¿cómo va la encuesta? ¿Se sabe ya quién es la culpable?

 

(Todos se revuelven airados.)

 

TODOS.-  ¡Alberto!

ALBERTO.-  ¡Je!

MANUEL.-   (Irritadísimo.)  ¿Por qué no hablas tú de una vez? ¿Por qué no nos dices quién es ella?

ALBERTO.-  ¡Ah, no! Eso tendréis que averiguarlo vosotros. Yo no puedo permitirme denunciar a una pobre mujer que me quiere y que en este momento es víctima de las conveniencias sociales...

MANUEL.-   (Con un estremecimiento.)  ¡Hola! ¿Qué conveniencias? ¿Qué conveniencias son esas...?

TERESA.-   (Turbadísima.)  ¡Manuel!

TODOS.-  ¡Oh!

 

(ALBERTO mira sencillamente en torno y sonríe complacido.)

 

ALBERTO.-  Bien. Reconozcamos, amigos míos, que la situación es un poquito sorprendente. Para mí, que soy un hombre de teatro, que en todo ve teatro, teatro, siempre teatro y nada más que teatro, porque tengo una mentalidad deformada por el oficio, este momento no puede resultar más sugestivo. ¡Figuraos! He aquí a cuatro mujeres, cuatro encantadoras y adorables mujeres, sobre las cuales cae, irremediablemente, la misma sospecha. Pero, eso sí, las cuatro niegan con todas sus fuerzas. Y lo que es más grave: cada una de ellas desconfía, con toda su alma, de las otras tres...

MANUEL.-  Hum...

ALBERTO.-  Fantástico, ¿verdad? Sin embargo, según todas las apariencias -y todos vosotros sabéis qué importantes son, a veces, las apariencias-, hay una que miente. ¿Quién puede ser esa embustera? ¿Quién es la que está intentando engañar a todos los demás?

 

(ALBERTO se vuelve y mira despacio, muy despacio a LAURA, a TERESA, a ALICIA y a MARINA.)

 

LAURA.-  ¡Cínico! ¡Cínico!

ALBERTO.-   (Sonriente.)  ¡Je! Veamos. ¿Marina?

MARINA.-   (Con alarma.)  ¡Alberto!

ALBERTO.-  Es mi secretaria. ¡Ah! Una chica deliciosa, que estudia Filosofía, que ha leído a Platón, a Kierkegaard, a Sartre y a Camus23, que habla idiomas, que tiene un «seiscientos»24 y que va por ahí, con su falda corta, como si fuera la dueña del mundo. La conocí hace unos meses, una tarde, en aquel Círculo literario de muchachas, tan divertido. Daba yo una conferencia, y al final, cuando llegó la hora del coloquio, todas las chicas se pusieron en pie para decirme impertinencias. ¡Todas! ¡Santo Dios! ¡Y qué cosas me dijeron! ¡Je! Recuerdo que en la última fila había una pelirroja con trenzas que gritaba casi, casi con desesperación: «¡Señor Roldán! Es usted un frívolo y un decadente. ¡Carece usted de sentido social!». ¡Je! ¡Qué chica! Después, en la calle, a la salida, a la misma puerta del Círculo, a punto de subir a mi coche, surgió ella. ¡Marina! Allí estaba: ligera, joven y alegre, como una rosa o como un pájaro. Muy bonita, con el rostro lleno de sofoco y de rubor. «¡Señor Roldán! ¿No sabe usted? Yo también soy escritora.» «¡Ah! ¿Sí?» «Sí, sí. Escribo. Hago versos.» «¿De veras?» «¡Sí!» «¡Vaya!» «¡Señor Roldán! ¿Quiere usted leer mis versos?» «Bueno. ¿Por qué no?» «¡Señor Roldán! ¿Me lleva usted en su coche?» «Bueno. ¿Por qué no?» «¡Señor Roldán! ¿Me invita usted a tomar una copa?» «Bueno. ¿Por qué no?» «¡Señor Roldán! Me gustaría ser su secretaria.» «Bueno. ¿Por qué no?» ¡Ah! Y desde entonces ella es mi primer público. Cuando le dicto una frase graciosa que ha de decir alguno de mis personajes, ella sonríe suavemente. Cuando le dicto una escena de amor, alegre, apasionada y romántica, como son todas las escenas de amor que yo escribo, ella alza la frente, me mira con sus preciosos ojos llenos de lágrimas y suspira...

MARINA.-   (Avergonzadísima.)  ¡Mentira! ¡No es verdad! ¡No es verdad!

 

(MARINA escapa. ALBERTO, ahora, se vuelve hacia LAURA.)

 

ALBERTO.-  ¡Je! ¡Laura!

LAURA.-   (Furiosa.)  ¿Qué vas a decir de mí, granuja?

ALBERTO.-   (Imperturbable, sonriente.)  Aquí está Laura Fuentes. ¿Quién no conoce a Laura Fuentes? Es una gran actriz, muy famosa. Pero es, además, mi vieja amiga, mi confidente, mi camarada de los años de lucha. ¿Te acuerdas? ¡Y ha vuelto locos a tantos hombres esta Laura Fuentes! En realidad, no sería muy difícil que ahora me hubiera enloquecido a mí también...

LAURA.-   (Furiosísima.)  ¡Ladrón!

 

(Ahora ALBERTO se encara con TERESA y sonríe.)

 

ALBERTO.-  Esta es Teresa, la señora de Quintana. Teresa, la maravillosa Teresa, la virtuosa Teresa. Una madre ejemplar. Una esposa fiel, discreta, abnegada y paciente como hay pocas...

MANUEL.-   (Un gruñido.)  Alberto, Alberto...

ALBERTO.-   (Indignado.)  ¡Hombre! ¡Manuel! ¡A ver si vas a decir que no!

MANUEL.-  ¡Hum!

TERESA.-   (Muy inquieta.)  ¡Alberto! Por Dios...

ALBERTO.-   (Una transición.)  ¡Je! Y Alicia. Una adorable insensata.

ALICIA.-  ¡Alberto!

ALBERTO.-  El más delicado ejemplo de frivolidad que todos hemos conocido. ¿Dónde nos encontramos por primera vez tú y yo, Alicia? ¿En Biarritz? ¿En la Costa Brava? ¿En Marbella? ¿En una «boîte»? ¿En un «tablao» o en una verbena? No lo sé. Lo he olvidado. Pero, de todos modos, estoy seguro de que fue en un sitio muy divertido. ¡Ah! Y recuerdo muy bien que fui yo, yo mismo, quien un día cualquiera le dijo a Tomás: «¡Tomás! ¡Muchacho! ¡Viejo solterón! ¡Grandísimo egoísta! ¿Por qué no te casas con Alicia? Es una muchacha encantadora...».

TOMÁS.-  ¡Je!

ALBERTO.-  ¿Fue así?

TOMÁS.-  ¡Claro! Así fue.

 

(ALICIA, que ha estado escuchando a ALBERTO con los ojos muy abiertos, se vuelve ahora hacia ADELA, casi asustada.)

 

ALICIA.-  ¡Adela!

ADELA.-   (Sin volverse.)  ¿Qué?

ALICIA.-  Tú no creerás que yo... ¿Verdad que no lo crees?

TOMÁS.-   (Seco, rápido.)  Tú te callas.

ALICIA.-   (Sorprendida.)  ¡Ay! ¿Por qué?

TOMÁS.-  Porque tú no tienes que dar explicaciones a nadie... Tú no eres la amante de Alberto. Y basta.

 

(ALICIA se vuelve hacia TOMÁS, radiante, casi transfigurada.)

 

ALICIA.-  ¡Amor mío!

TOMÁS.-  ¡Je!

ALICIA.-  Pero ¿tan seguro, tan seguro estás de mí?

TOMÁS.-  ¡Naturalmente!

ALICIA.-  ¡Ay! ¿Por qué?

TOMÁS.-   (Irrebatible.)  ¡Toma! Porque estás enamorada de mí como una loca...

ALICIA.-   (Contentísima, emocionada.)  ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! Pero eso que dices es maravilloso...

TOMÁS.-  ¡Je!

ALICIA.-  ¡Oh, mi vida! Cómo te quiero...

 

(Y con una inmensa alegría se lanza sobre TOMÁS y se esconde tras25 sus brazos.)

 

TOMÁS.-  ¡Je!

 

(Un silencio. Todos miran a ALICIA y a TOMÁS. Y, de pronto, TERESA va hacia MANUEL, presurosa, vivamente, casi con angustia.)

 

TERESA.-  Vámonos, Manuel. ¡Sácame de aquí! ¡Llévame a casa! No puedo permanecer aquí ni un minuto más. ¡Te lo pido con toda mi alma!

MANUEL.-   (Después de un silencio.)  No.

TERESA.-  Pero, Manuel...

MANUEL.-  ¡Calla! ¿Quieres?

TERESA.-   (Asustada.)  Pero, Manuel, ¿qué es lo que intentas? ¿Qué te propones?

MANUEL.-  Es muy sencillo. Me propongo que se aclare debidamente este embrollo que a todos nos afecta. A todos, ¿eh? Aunque algún insensato optimista no lo crea...

TOMÁS.-   (Soliviantado.)  ¡Hola! ¿Eso lo has dicho por mí?

MANUEL.-   (Sarcástico.)  ¡Je! ¡Quién sabe!

ALICIA.-   (Furiosísima.)  ¡Tomás! ¡Dale una bofetada!

TODOS.-  ¡Oh!

LAURA.-  ¡Qué barbaridad!

TOMÁS.-  ¡Hum! Si no mirara...

MANUEL.-  Ea, ea. ¡Un poco de calma!

 

(TERESA, enormemente confundida, se vuelve hacia ADELA.)

 

TERESA.-  ¡Adela!  (ADELA la mira y no responde.)  ¡Adela! Tú sabes quién soy. Nos conocemos desde niñas. Nunca hemos tenido secretos la una para la otra. ¡Adela! ¡Por Dios! ¿Tú has podido llegar a pensar que yo...? ¿Tan ciega estás?  (Están mirándose ADELA y TERESA, frente a frente. ADELA, inmóvil, inexpresiva. TERESA, apasionada, casi con un temblor.)  Pero, Adela, no te quedes ahí, callada. ¡Habla! ¡Di algo! ¿Es que no vas a decir nada?

 

(TERESA calla y espera. Un silencio levísimo.)

 

ADELA.-   (Con una enorme frialdad.)  ¿Y qué quieres que diga? ¿Que siempre estuviste enamorada de Alberto?

TODOS.-   (Atónitos.)  ¿Cómo?

ADELA.-  ¡Di! ¿Es eso?

TERESA.-   (Pálida, sofocando un grito.)  ¡Adela!

MANUEL.-   (Un brinco.)  ¡Hola! ¿Qué ha dicho? ¿Qué ha dicho?

 

(ALBERTO reacciona alegrísimo, como ante un descubrimiento feliz.)

 

ALBERTO.-  ¡Teresa! Pero ¿eso es cierto? ¿Te gusto?

 

(Y va hacia ella muy decidido y muy solícito.)

 

TERESA.-  ¡Cállate!

ALBERTO.-  ¡Criatura! Pero ¿por qué no me lo has dicho antes?

MANUEL.-   (Como un trueno.)  ¡Alberto! ¡Que estoy aquí yo!

 

(ALBERTO se vuelve hacia MANUEL, muy molesto.)

 

ALBERTO.-  ¡Manuel! Si sigues metiéndote en todo lo que no te importa...

MANUEL.-   (Furioso.)  ¿Cómo? ¿Que no me importa? ¿Dice que no me importa? ¿A mí?

TOMÁS.-   (Indignado.)  ¡Muchacho! Pero ¡qué escandaloso eres!...

ALICIA.-   (Muy enojada.)  ¡Maleducado!

MANUEL.-   (Aterrado.)  ¿Quién? ¡Yo?

TOMÁS.-  ¡Ea! ¿Te quieres callar de una vez?

MANUEL.-  ¡No me da la gana!

LAURA.-  ¡Jesús!

TODOS.-  ¡Oh!

 

(Un pequeño barullo. TERESA avanza hacia ADELA y casi grita.)

 

TERESA.-  ¡Adela!

ADELA.-   (Airada.)  ¿Qué quieres?

 

(Todos enmudecen y miran a las dos mujeres.)

 

TERESA.-   (Con un inmenso sofoco.)  ¿Por qué has dicho eso? ¿Por qué?

ADELA.-  Porque es la verdad... Tú lo sabes.

TERESA.-   (Un sollozo.) ¡Ah, Adela, Adela!

 

(ADELA le vuelve la espalda y se dirige a los demás. Con otro tono.)

 

¡Ah, Es una vieja historia. Una pequeña y romántica historia de muchachas. Ocurrió hace mucho tiempo. Ella y yo éramos amigas desde niñas. Pasábamos los inviernos juntas, en el colegio de las Damas Negras26, y los veranos en la playa, porque nuestras familias veraneaban en Santander. Luego, juntas también, siempre juntas, fuimos a la Universidad. Nos queríamos de veras. No teníamos secretos la una para la otra. Eso es cierto. Nos lo confiábamos todo: nuestras ilusiones, nuestras esperanzas, nuestros sueños. Todo. Hasta lo más pueril e inocente que cruza por la imaginación de dos chicas soñadoras. Éramos tan fantásticas. Y eran aquellos días tan felices, Dios mío, tan felices...  (Se calla un segundo.)  Una tarde conocimos a Alberto en el cóctel de una Embajada. Fue una fiesta muy divertida y muy brillante. ¿Te acuerdas tú? Él acababa de tener un gran éxito. La gente le rodeaba, le mimaba, le halagaba. Desde entonces, él fue nuestra sombra. Nos seguía a todas partes. Nos llevaba a las dos en su coche de aquí para allá: a los cines de la Gran Vía27, a los teatros, a esos bares silenciosos, elegantes y oscuros que tanto le gustan. Teresa y yo lo pasábamos muy bien, nos reíamos muchos y éramos muy dichosas. Pero, de pronto, un día caímos en la cuenta de que las dos nos habíamos enamorado de Alberto. Y como siempre, nos lo confesamos la una a la otra. Fue inevitable. Éramos dos pobres muchachas tan románticas y tan soñadoras...

 

(ALBERTO, que ha escuchado entre sorprendido y asombrado, se vuelve hacia TERESA.)

 

ALBERTO.-  ¡Teresa! ¿Todo eso es verdad?

TERESA.-   (Casi con el gesto.)  Sí.

ADELA.-   (Con ímpetu, con un irremediable aire de triunfo.)  Pero ¡Alberto me eligió a mí! ¡A mí!

ALBERTO.-  ¡Adela!

ADELA.-  Cuando se lo conté a Teresa, ella me dio un beso y se echó a llorar...  (Un silencio. Y, de pronto, ella se revuelve furiosa ante TERESA.)  ¡Pero estoy segura de que todavía le quiere!

TERESA.-   (Con desesperación.)  ¡No!

ADELA.-  ¡Sí! ¡Le quiere! Lo he creído siempre, siempre...

TERESA.-  ¡No es verdad! ¡Mientes!

 

(Una pausa. Todos miran a TERESA. Y MANUEL, que ha escuchado inmóvil, hundido en su sillón, exclama como ante un descubrimiento.)

 

MANUEL.-  ¡Hola!

 

(Todos se vuelven hacia él. ALBERTO se indigna.)

 

ALBERTO.-  ¡Hombre! ¿En una ocasión como esta no se te ocurre nada más brillante?

MANUEL.-   (En su mundo, sin oírle.)  Hola, hola, hola...

ALBERTO.-  ¡Y dale!

MANUEL.-  Esto explica muchas cosas. Por ejemplo, tu devoción, tu incondicional devoción por Alberto. ¿No te acuerdas? Alberto ha dicho, Alberto dice, Alberto dirá. ¡Qué divertido es Alberto! Es tan simpático Alberto. Y así siempre, a lo largo de años y años, ese nombre martilleándome los oídos: Alberto, Alberto, Alberto...

 

(Entra en la terraza. Desaparece. TERESA avanza, desolada, dirigiéndose a él.)

 

TERESA.-  ¡Manuel! ¡Mi vida! ¡Por lo que más quieras! Escúchame y créeme. Todo lo que ha contado Adela no es más que una historia absurda y tonta de muchachas. Está loca de celos. No sabe lo que dice.  

(Entra también en la terraza. Desaparece. Pero se oye su voz, que todos los personajes que se hallan en escena escuchan inmóviles. TERESA, dentro.)

  La verdad es que solo después, cuando llegaste tú a mi vida, supe lo que realmente era querer a un hombre. Pero ¿es que no lo sabes tú? Desde entonces solo he vivido para ti, para ti nada más. Y te quiero. ¡Te quiero con toda mi alma! ¡No podría querer a otro que no fueras tú! Te quiero como eres, con tu egoísmo, con tus celos estúpidos, con tus manías. Te quiero, Manuel. ¡Por Dios! Mira que te quiero, que te quiero...

 

(Un silencio durante el cual solo se oyen los sollozos de TERESA en la terraza, que se van sofocando poco a poco. Al fin, LAURA, sonriente, un poco ensimismada, avanza.)

 

LAURA.-  ¡Dios mío! ¿Por qué habéis evocado el pasado? Eso le hace a una envejecer de pronto. Ahora recuerdo que yo también estuve enamorada de Alberto...

ALBERTO.-  ¡Laura!

LAURA.-   (Sonríe.)  ¿Nunca se lo dijiste a tu mujer? ¡Vaya! Eso está bien. En el fondo, eres un caballero, no se puede negar. Pero la verdad es que a estas alturas no sería delicado guardar el secreto. Cada una de nosotras tiene que cantar su romanza...  (Mira en torno y vuelve a sonreír.)  Sí. Estuve enamorada de Alberto. Fue un amor bonito, tierno, alegre y fugaz, terriblemente fugaz. En realidad, duró una noche. Una noche nada más. ¡Qué poco!, ¿verdad? Aquella noche, en el teatro donde yo trabajaba, habíamos estrenado la primera comedia de Alberto Roldán. Era un chico tímido, atolondrado y disparatado aquel Alberto Roldán. El estreno fue un gran éxito, eso es verdad. Una hermosa comedia que ya casi he olvidado. Yo hacía un papel de muchacha ingenua, una adolescente, que, por cierto, son los papeles que mejor me van todavía, aunque mis amigos digan que no. Al acabar la representación, el escenario se había llenado de gente. ¡Oh! Una muchedumbre. Todo el mundo quería felicitar al autor. Pero, ¡ay!, el autor había desaparecido...  (Sonríe. Y mirando a ALBERTO, casi involuntariamente se conmueve un poco.)  ¡Pobre autor! ¡Pobrecito! Lo encontré yo, escondido en un rincón de mi camarín28. Estaba llorando como una criatura. No había podido resistir los aplausos y la alegría de aquel éxito tan deseado. Y ¡qué cosa tan curiosa!, en aquel momento, cuando ya tenía todo lo que tanto, tantísimo había ambicionado, cuando ya era un autor famoso, se sentía más pobre y más desamparado que nunca, más infeliz, más pobre chico. ¡Oh! A veces es así. A veces, el éxito asusta. Da miedo.  (Un cortísimo silencio. Otra sonrisa.)  Nos escapamos juntos. Salimos del teatro, cogidos del brazo, huyendo como dos perseguidos. Estuvimos horas y horas andando, sin rumbo, a lo largo de muchas calles silenciosas y oscuras. Hacía frío. Pero él no lo sentía. Él hablaba y hablaba. ¡Cuánto hablaba aquel pobre muchacho, Dios mío! Y de pronto, no sé por qué -bueno, la verdad es que nunca se sabe por qué-, comprendí que aquel pobre chico tan loco, tan dichoso y tan desvalido, en aquel momento, en medio de la calle, solo me tenía a mí. Y una enorme ternura, una ternura que casi, casi me hacía llorar y me ahogaba, se me fue metiendo en el corazón muy dentro, muy dentro. Y cuando rendidos de andar y andar llegamos ante el portal de mi casa, le dije: «¿Quieres subir?».  (Otro silencio. Una lágrima.)  ¡Qué escándalo! ¿Verdad, Adela? Pero te equivocas. Todo fue por aquella ternura que, como una congoja, me inundaba el pecho y me hacía llorar. Al día siguiente, él me envió al teatro un hermoso ramo de flores. La tarjeta decía: «Gracias». Nada más. Ya veis. Muchas, muchísimas flores y una sola palabra. Quizá yo hubiera preferido una sola flor y un torrente de palabras maravillosas. Pero, seguramente, era eso, una palabra y muchas flores, lo único que se merecía un amor tan pequeño, tan pasajero y tan fugaz. Mucho tiempo después, un día vino a buscarme loco de alegría. «¿No sabes, Laura? Me caso. Me he enamorado de una muchacha encantadora. Se llama Adela. No es de nuestro mundo. ¡Oh, no! Es la hija única de una familia muy, muy burguesa. ¡Je! Pero estoy loco por ella. Laura. La quiero tanto, tanto»...  (Se calla. Se vuelve hacia ADELA y sonríe.)  Vamos, Adela. Un poco de valor. ¿Por qué no dices, de una vez, todas las cosas horribles que estás pensando de esta pobre mujer?

 

(Se calla. Un gran silencio. Muy despacio, sin ruido, en el umbral de la entrada de la terraza surgen MANUEL y TERESA. Y de pronto, ALICIA se levanta y va hacia ALBERTO con los ojos muy abiertos.)

 

ALICIA.-  ¡Alberto!

ALBERTO.-  ¿Qué?

ALICIA.-   (Casi ruborizada, bruscamente.)  No, nada.  (Y se vuelve hacia su marido muy aprisa, muy sofocada.)  ¡Tomás!

TOMÁS.-  ¿Qué quieres?

ALICIA.-  Tengo algo que decirte...

TOMÁS.-  ¿Tú?

ALICIA.-  ¡Sí!

TOMÁS.-  ¿Ahora?

ALICIA.-  ¡Sí!

TOMÁS.-   (La mira y sonríe.)  ¡No!

ALICIA.-  Pero ¿por qué?

TOMÁS.-   (Sencillamente.)  Porque no me importa...

ALICIA.-  ¡Tomás!

TOMÁS.-  ¡Bah! ¡Bah! ¿Qué vas a decirme? ¿Que tú también estuviste un poco enamorada de Alberto? Bueno. ¿Y qué? Tonterías. Hace unos años todas las chicas se enamoraban de Alberto...

 

 (ALICIA le está mirando fascinada, con los ojos llenos de lágrimas.) 

ALICIA.-  ¡Tomás! ¡Amor mío! ¡No hay otro como tú...!

 

(Corre y se abraza a él.)

 

TOMÁS.-   (Conmovido.)  Mujer...

ALICIA.-  ¡Te quiero! ¡Te quiero! ¡Te quiero con toda mi alma!

TOMÁS.-   (Casi ruborizado.)  ¡Pero, Alicia, chica, que no estamos solos...!

ALICIA.-  ¡Oh! ¡Qué me importa! ¡A mí qué me importa...!

TOMÁS.-  ¡Hum!  (Todos miran a la pareja. TOMÁS vuelve el rostro un poquito sonrojado.)  Bueno. Tenéis que disculparla. Alicia es muy impulsiva. Y cuidado que yo la riño, ¿eh? Pero nada. No se consigue nada.

 

(Un suave silencio. ALBERTO avanza unos pasos hacia TOMÁS y ALICIA.)

 

ALBERTO.-  ¡Tomás!

TOMÁS.-  ¿Qué, Alberto?

ALBERTO.-  Pero ¿tan seguro estás?

TOMÁS.-  ¡Sí!

ALBERTO.-  ¿Tanta fe tienes en ella?

TOMÁS.-  Sí.

ALBERTO.-  ¿Por qué?

TOMÁS.-  No lo sé.

ALBERTO.-  ¿Y si alguien te dijera?

TOMÁS.-   (Muy decidido.)  Sería mentira...

ALBERTO.-  Pero...

TOMÁS.-  ¡Mentira!

ALBERTO.-   (Boquiabierto.)  ¡Tomás!

TOMÁS.-  Mentira, mentira, mentira...

ALBERTO.-   (Admirado.)  ¡Santo Dios! Es maravilloso. ¿Cómo puedes creer tanto y tanto? ¿Cómo puedes tener tanta fe?

TOMÁS.-   (Un silencio.)  Porque la necesito... Porque tengo que vivir.

ALBERTO.-   (Pensativo, vuelto hacia ADELA.)  Es verdad. Hace falta una fe para vivir.

ALICIA.-  ¡Alberto! Soy muy feliz. Soy la mujer más feliz del mundo. Aquella chica que tú conociste en un «tablao», en una «boîte» o en la verbena, en la Costa Brava o en Marbella, quién sabe dónde, aquella pequeña loca nunca pudo imaginar que debajo del cielo, sobre la tierra, existiera tanta y tanta felicidad. Tomás es algo único, ¿comprendes? ¡Y lo pasamos tan bien los dos juntos, siempre juntos, a todas horas! ¡Nos divertimos tanto! ¡Ah! ¿No sabes? Mañana estrenamos un coche nuevo. ¡Y qué coche, Alberto! Grande, enorme, fantástico. Tipo «Rolls». ¡Figúrate! ¡Ay! Ya verás, ya verás cuando Tomás y yo aparezcamos con ese coche en el Festival de Cannes. Todo el mundo dirá: «¡Ahí va un director español!». Porque no siempre se va a hablar de Antonioni, ¿verdad?

ALBERTO.-  ¡Naturalmente!

 

(Sonríe. Y, en silencio, se aleja. ALICIA se refugia en TOMÁS.)

 

ALICIA.-  ¡Amor mío!

TOMÁS.-  ¡Je!

 

(Una levísima pausa. ADELA alza el rostro y mira lentamente en torno. Y sonríe.)

 

ADELA.-  ¡Vaya! De verdad que resulta conmovedor este emocionante desfile de tantos y tantos recuerdos de amor. No se puede negar. Para mí es sencillamente sorprendente tener que aceptar, a estas alturas, que todas habéis estado alguna vez enamoradas de mi marido. Pero nadie puede hacer ya nada para evitarlo, ¿verdad? Después de todo, si lo pienso un poco, casi, casi acabaré sintiéndome muy orgullosa...  (Y de pronto, en una transición, se vuelve con violencia hacia ALBERTO.)  Pero un viejo amor siempre puede volver, ¿no es así? Un viejo amor, a veces, de pronto, reclama sus derechos. Y entonces, ¿quién es capaz de contener tanta pasión y tanta nostalgia? ¡Vamos! ¡Confiésalo! ¿Cuál de estas tres mujeres que te quisieron te ha vuelto a querer ahora?

 

(ALICIA, TERESA y LAURA se sobresaltan.)

 

LAS TRES.-  ¡Adela!

ADELA.-   (Impetuosamente.)  ¡Teresa! ¿Por qué no puedes ser tú, tan honorable, tan discreta, tan virtuosa? ¿Por qué no puedes ser tú la más hipócrita de todas?

TERESA.-  ¡Adela!

ADELA.-  ¿Por qué no puedes ser tú, Alicia?

ALICIA.-   (Un grito.)  ¡Ayyy! ¡Otra vez!

ADELA.-  Tu marido puede creer en ti todo lo que quiera. Nadie se lo impide. Pero la verdad es que tú eres una inconsciente, una insensata. Una muñeca. Un juguete. Eso es lo que eres tú. Nada más. No sabes distinguir entre el bien y el mal. A ti lo único que te importa es divertirte. Muchas veces me he preguntado a mí misma si en realidad tienes un mínimo de sentido moral...

ALICIA.-   (Excitadísima.)  ¡Tomás! ¡Que me está llamando golfa!

TOMÁS.-  ¡Cállate!

ALICIA.-  ¡Que la araño!

TOMÁS.-  ¡Que te calles!

 

(ADELA se vuelve hacia LAURA, con un inmenso coraje.)

 

ADELA.-  Y tú eres una...

LAURA.-   (Amenazadora.)  ¡Cuidado, Adela!

ADELA.-  ¡Oh!

 

(Y de pronto, MARINA, impetuosa, con los ojos brillantes, avanza y se planta en el centro.)

 

MARINA.-  ¡Es verdad! ¡Adela tiene razón! ¡Tiene que ser una de ellas!

 

(Todos se vuelven, sorprendidos.)

 

TODOS.-  ¡Marina!

MARINA.-   (Violenta, apasionada, como un torrente, incontenible.)  Sí, sí, sí. Es una de estas mujeres. Lo sé. Me lo dice el corazón. Una de las tres. Una que miente. Una que le niega. ¡Una mala mujer! Una que ni siquiera sabe quererle. ¡Que no tiene el orgullo de quererle!

ADELA.-   (Estupefacta.)  ¡Marina! Pero ¿qué dices? ¿Por qué hablas así tú?

MARINA.-  ¿Yo?

ADELA.-  ¡Mírame! ¿Es que estás celosa?

 

(MARINA mira un instante a ADELA, anonadada, como descubierta. Y luego, con un ímpetu renovado.)

 

MARINA.-  ¡Sí! Estoy celosa...

ADELA.-   (Desolada.)  ¡Marina!

MARINA.-  Tengo celos. ¿Y sabe usted por qué? ¡Porque todas le han querido! ¡Porque a todas las ha querido él un poco! Y soy yo, yo, la única que le quiere como no le ha querido ninguna. ¡Ninguna! Ni usted misma. Ni siquiera usted...

ADELA.-  ¡Marina!

MARINA.-  No me mire así. Le quiero, le quiero, le quiero. Pero yo no tengo pasado. Yo soy joven. Yo solo tengo presente. Yo le quiero ahora. ¡Ahora! Y le quiero con toda mi alma. Pero ¿es que no lo había usted adivinado? Pero ¿por qué es usted tan torpe, Dios mío, tan torpe? ¿Por qué?

ADELA.-   (Atónita.)  ¡Marina!

 

(ALBERTO, asustado, avanza hacia la muchacha y la toma de los hombros.)

 

ALBERTO.-  Pero Marina, ¿qué es esto? ¿Te has vuelto loca?

MARINA.-  ¡Déjeme! ¡Suélteme!

ALBERTO.-  Marina, Marina...

MARINA.-  ¡Cállese usted! Usted no sabe, usted no se entera, usted no comprende nada, nada...

ALBERTO.-   (Zarandeándola.)  ¡Cállate! Te prohíbo que sigas hablando. ¿Me oyes? Te lo prohíbo...

 

(La muchacha, bruscamente, se queda como anonadada. Mira a ALBERTO. Y luego, volviéndose, mira a todos con los ojos muy abiertos, casi sin voz.)

 

MARINA.-  Es verdad. ¿Qué he hecho yo? ¡Dios mío! ¿Qué he hecho yo? ¿Qué me ha pasado a mí?  (Y roja de rubor y de vergüenza, escapa, se refugia en un sillón y solloza inconteniblemente.)  ¡Oh!

 

(Todos la miran en silencio. Y, de pronto, se oye el timbre de la puerta de la escalera. Se oyen unas voces. Y surge LA DONCELLA.)

 

LA DONCELLA.-  ¡Señor! Es el portero, otra vez.

ADELA.-  ¿El portero?

LA DONCELLA.-  Sí, señora.

ADELA.-  ¿Qué quiere?

 

(Y por la entrada del pasillo, irrumpe EL PORTERO. Es un sujeto sesentón, un poco sofocado. De uniforme.)

 

EL PORTERO.-  Quita, chica, quita. No seas pasmada. Buenas noches, don Alberto y la compañía. ¿Cómo están ustedes? Disculpen si molesto. Pero es que el asunto urge y no puede esperar más. ¡Maldita sea! ¡Qué embrollo! Pero ¡qué embrollo! ¡A ver! ¿Dónde está la carta?

ADELA.-  ¿La carta?

EL PORTERO.-  Sí, señora. Esa carta que ha recibido la señora hace un momento. Venga. ¡Démela!

ADELA.-  ¿Cómo?

EL PORTERO.-  Es que ha habido un error, señora. Esa carta no es para la señora...

ADELA.-   (Suspensa.)  ¿Que no es para mí?

EL PORTERO.-  No, señora. Es para la señora del cuarto de al lado...

TODOS.-  ¿Cómo?

 

(Un profundo silencio. Todos miran al PORTERO.)

 

ADELA.-   (Abrumada.)  ¿Qué? ¿Qué dice?

LAURA.-  ¡Jesús!

 

(MANUEL, LAURA, Tomás, Alicia y TERESA se vuelven vivamente y miran a ALBERTO. Es una mirada larga, penetrante, casi angustiosa. ALBERTO baja la cabeza, sonríe y, bajo la mirada de los demás, se vuelve y marcha muy despacio hacia la terraza. Entra. Desaparece. Entre tanto, EL PORTERO, plantado ante ADELA, que le mira atónita, aterrada, prosigue.)

 

EL PORTERO.-  Calle usted, señora, que toda la culpa es mía. Bueno. Tampoco eso es verdad. La culpa la tiene el otro, el tío del coche. ¡Maldita sea su estampa! Figúrese usted, señora, que estaba yo en el portal, tan tranquilo, cuando, de pronto, se para un coche grande, fantástico, se apea un señor y me dice: «¡Oiga! ¡Portero! ¿Puede usted hacerme un favor?». «Sí, señor. ¡A mandar!» «Deje usted esta carta en el rellano delante de la puerta del quinto B. Pero que no le vea nadie, ¿sabe? Se trata de una broma. Una broma muy divertida.» A mí, la verdad, no me extrañó nada. Porque estos señores del cuarto de al lado y sus amigos siempre están así, gastándose bromas los unos a los otros. Son muy «salaos». Y, naturalmente, ¿qué va a hacer uno? Tomo el ascensor, llego al quinto y aquí viene la confusión que todavía no me explico. ¿Por qué dejé yo la carta en la puerta A en lugar de en la puerta B? ¿Eh? ¿Me lo quieren ustedes decir a mí? ¡Maldita sea! ¡Qué cabeza tengo!  (Abrumadísimo.)  ¡Huy! ¡Qué embrollo! ¡Pero qué embrollo! Y al poco, vuelve el sujeto ese del coche y me dice: «¡Portero! ¿Qué ha pasado?». «¿Cómo que qué ha pasado?» «¿Dejó usted mi carta a la puerta del quinto B?» «No, señor», le contesto, «la dejé a la puerta del quinto A.» ¡Ay! Y no quieran ustedes saber cómo se ha puesto el tío. Abajo está hecho una furia. Dice que hay que recuperar esa carta, pase lo que pase.  (De pronto, con verdadera desesperación.)  ¡Maldita sea! Pero si ya sabía yo que esos señores del cuarto de al lado nos traerían un día un disgusto gordo. Pero si no puede ser, señor, si no puede ser. Si es mucho jaleo y mucha juerga. Figúrense ustedes que casi todas las noches se reúnen en esa casa cuatro o cinco matrimonios. Bueno. Tanto como matrimonios... Es un decir. Parejas más bien. Porque algunos de estas parejas están casados. Pero otros, no. ¿Y qué quieren ustedes que les diga? A mí me parecen más decentes los solteros que los casados. ¡Ay! ¿Dónde se van a comparar con ustedes? Ustedes son artistas. Todos los que vienen a esta casa son artistas. ¡Ah! Los artistas...  (Y con mucha curiosidad, muy afable, se queda mirando interesadísimo a MANUEL.)  ¡Oiga! ¿Usted también es artista?

MANUEL.-   (Furioso.)  ¡Señor mío! ¡Déjeme usted en paz!

EL PORTERO.-  ¡Anda! ¡Se ha enfadado! Pues sí. Está visto que esta noche no doy una...  (Y, de pronto, se vuelve hacia ADELA.)  ¡Señora!

ADELA.-  ¿Qué?

EL PORTERO.-  ¿Me da usted la carta?

ADELA.-   (Como si despertara de un sueño.)  ¿La carta? ¿Y para qué quiere usted ahora la carta?

EL PORTERO.-  Para entregarla en el piso de al lado...  (ADELA le mira. Luego toma la carta y la rompe en pedacitos muy pequeños, que derrama despacio sobre la mesita. EL PORTERO se asusta.)  ¡Señora! ¿Qué ha hecho usted?

 

(ADELA se yergue vivamente, irritada.)

 

ADELA.-  ¡Váyase! ¿Quiere?

EL PORTERO.-  ¡Señora!

ADELA.-  ¡¡Váyase!!

EL PORTERO.-   (Amilanado.)  Está bien. Ustedes disculpen. Pero a ver qué le digo yo ahora al señor del coche...  (Marcha hacia la entrada del pasillo. Pero antes, ante MANUEL, se detiene un segundo.)  ¡Oiga! ¿De verdad no es usted artista? Pues yo juraría...

MANUEL.-   (Furioso.)  ¡Que se vaya!

EL PORTERO.-   (Asustado.)  ¡Huy! ¡Perdone! ¡Ay, madre mía! ¡Qué noche!

 

(Sale por la entrada del pasillo. LA DONCELLA le sigue en silencio. En escena, todos los personajes están vueltos hacia la terraza, mirando. Y muy despacio, sin ruido, por allí aparece ALBERTO sonriendo. Un cortísimo silencio.)

 

ALBERTO.-  ¡Je!

 

(Todos se revuelven airados. ADELA da un paso hacia él.)

 

ADELA.-  ¡Alberto!

ALBERTO.-  ¿Qué quieres, Adela?

ADELA.-  ¿Por qué has mentido?

MANUEL.-   (Indignado.)  ¿Por qué nos has hecho creer lo que no era verdad?

TERESA.-   (Con rencor.)  ¿Por qué dijiste que tenías una amante?

LAURA.-  ¿Por qué has jugado con nosotros?

TOMÁS.-  ¿Por qué, Alberto?

ALICIA.-  ¿Por qué?

 

(ALBERTO los mira en silencio conteniendo su coraje, con un fulgor de ira en los ojos.)

 

ALBERTO.-  ¡Hola! ¿Y todavía me lo preguntáis? ¿Conque por qué os he engañado? ¿Conque por qué he jugado con vosotros? ¿Eh?

MANUEL.-  ¡Sí! ¿Por qué? ¿Por qué?

ALBERTO.-   (Airado.)  ¡Porque os lo merecíais!

TODOS.-  ¡Alberto!

ALBERTO.-  ¡Sí! ¡Todos! ¡Todos os lo merecíais!

ADELA.-  ¡Oh, Alberto, Alberto!

ALBERTO.-  Porque ninguno, ninguno creísteis en mí. ¡Nadie! Ni tú, ni tú, ni tú, ni siquiera vosotros, que tanto creéis en vosotros mismos. Ni mi mujer. ¡Nadie! ¡Nadie! ¡Ninguno! Ninguno me creísteis cuando negaba y decía la verdad. Por eso comprendí que vosotros, todos, todos vosotros merecíais una mentira, que necesitabais una mentira. Una mentira tan grande, por lo menos, como vuestra falta de fe.

ADELA.-  ¡Dios mío!

ALBERTO.-  Me vi de pronto, entre todos, aislado, acorralado, solo, espantosamente solo, incapaz de hacer valer mi verdad. Nunca me he sentido tan solo. Tanto, tanto, que en un segundo comprendí que la verdadera soledad es esa: sentir que uno no es entendido, ni comprendido, ni creído. La falta de fe de los demás. La pérdida del amor. ¡Dios Santo! ¡Y qué espantosa es esa soledad! Parece que se va uno a morir de frío...

TERESA.-  ¡Alberto!

ALBERTO.-  Bien seguros podéis estar de que en aquellos momentos os odiaba a todos con toda mi alma. Por eso, solo por eso, quise vengarme y jugar un poco con todos vosotros...  (Se vuelve y se queda contemplando a MARINA, inmóvil en su sillón.)  Pero hemos jugado demasiado. Y alguien ha perdido.  (MARINA alza la frente y le mira con los ojos muy abiertos. Él sonríe, conmovido.)  ¡Je! ¡Marina! ¡Pequeña! ¡Mi bonita secretaria! Todo ha sido un mal sueño, ¿verdad?

MARINA.-  ¡No!

ALBERTO.-  Escucha, Marina. No ha pasado nada...

MARINA.-  ¡Cállese! ¿Qué sabe usted lo que ha pasado?

 

(Tiene los ojos llenos de lágrimas. Retrocede. Mira en torno enormemente avergonzada, con un inmenso rubor. Y luego, aprisa, cruza la escena y escapa por la entrada del pasillo. Un silencio..)

 

ADELA.-   (Un impulso.)  ¡Marina! Espera...

ALBERTO.-  ¡Oh!

 

(Y se deja caer en un sillón. Está muy cansado. Hay otro silencio. Y habla MANUEL.)

 

MANUEL.-  Bien. Me parece que sería absurdo que ahora empezáramos a hacernos reproches los unos a los otros. Todos somos culpables, en cierto modo. Y quizá yo, yo más que ninguno. No niego que nos has dado a todos una gran lección. Y seguramente la merecíamos. ¿Por qué no? Pero ahora, en este momento, las palabras, todas las palabras resultarían inútiles...  (Se vuelve hacia su mujer. Sonríe con un poco de melancolía.)  Vamos, Teresa. Es tarde. Es decir, si quieres volver a casa conmigo...

 

(TERESA le mira. Luego marcha.)

 

TERESA.-  Vamos.

 

(ADELA llama sin poderse contener.)

 

ADELA.-  ¡Teresa!

 

(TERESA, a punto de salir, se vuelve, fría, indiferente.)

 

TERESA.-  ¿Qué quieres?

ADELA.-   (Desconcertada.)  ¡Teresa! Yo...

TERESA.-  Deja... No importa.

 

(TERESA sale. MANUEL la sigue.)

 

MANUEL.-  Buenas noches.

 

(Ya han salido TERESA y MANUEL. ALICIA y TOMÁS se miran y sonríen.)

 

TOMÁS.-  ¡Je! ¡Alicia! ¡Chica!

ALICIA.-  ¿Qué?

TOMÁS.-   (Alegremente.)  ¡Que ya no tengo sueño!

ALICIA.-  ¡No me digas!

TOMÁS.-  ¡Calla! Y estoy pensando...

ALICIA.-  ¿Qué es lo que estás pensando, amor mío?

TOMÁS.-  Oye. ¿No te parece que esta es la mejor hora para tomar una copa por ahí?

ALICIA.-  ¡Ay! ¡Qué gran idea!

TOMÁS.-  Entonces, ¿andando?

ALICIA.-  ¡Andando!

 

(Corren los dos hacia la entrada del pasillo. Desde allí se vuelven alegres y sonrientes hacia los que quedan en escena.)

 

TOMÁS.-  ¡Buenas noches!

ALICIA.-  ¡Buenas noches!

 

(Y salen. ADELA, después de un silencio, se vuelve hacia LAURA, casi suplicante.)

 

ADELA.-  ¡Laura!

 

(LAURA la mira, conmovida y sonríe.)

 

LAURA.-  Calla, mujer. ¿Qué vas a decirme a mí? No merece la pena.  (Muy despacio, marcha hacia la entrada del pasillo. Desde allí.)  Adiós, Alberto.

ALBERTO.-  Adiós, Laura.

 

(Sale LAURA. Quedan solos ADELA y ALBERTO.)

 

ADELA.-   (Como asustada.)  ¡Alberto!

ALBERTO.-  ¿Qué?

ADELA.-  ¿Qué ha pasado? ¿Es que por un momento nos hemos vuelto locos todos?

ALBERTO.-  ¡Je!

ADELA.-   (Angustiada.)  ¡Dios mío! ¡Y pensar que toda la culpa ha sido mía! Mía, nada más. Todo por mis celos. Por esos malditos celos ridículos, estúpidos y absurdos que no puedo dominar. Porque no supe creer en ti...

ALBERTO.-  Calla, Adela, calla.

 

(ADELA va hasta él y se refugia en sus brazos, desolada.)

 

ADELA.-  Pero ¿por qué no creo en ti? ¿Por qué no puedo creer en ti? Si te quiero tanto, tanto...

ALBERTO.-  ¡Calla!

ADELA.-  ¡Oh!  (ADELA se desprende de los brazos de ALBERTO. Este marcha hacia el velador de los licores. Un silencio. Ella, un poco lejos ahora, se vuelve.)  ¡Alberto!

ALBERTO.-   (Mientras se sirve un whisky.)  ¿Qué?

ADELA.-   (Casi sin atreverse.)  ¿Tú sabías que esa chica, Marina..., te quería?  (Un gran silencio.). 

ALBERTO.-  Sí.

ADELA.-   (Con ansiedad.)  ¿Y qué?

ALBERTO.-  No sé.

ADELA.-  ¡Oh!

ALBERTO.-  ¿Qué puedo decirte, Adela? Soy un hombre, ¿no? Me halagaba. Me divertía ese amor tan joven y tan romántico. Me conmovía esa devoción ingenua de muchacha. Me hacía sentirme un poco más joven. ¿Comprendes?

ADELA.-  Sí.  (Otro silencio. Ella, suavemente.)  Entonces, ¿estabas jugando con ella?

ALBERTO.-  Un poco. Ahora lo comprendo.

ADELA.-  Entonces, en cualquier momento hubiera podido suceder, ¿verdad?  (Un profundo silencio. ALBERTO, sin contestar, juega con los trocitos de hielo que danzan en el fondo del vaso.)  Es curioso. En realidad, es como si la llegada de ese anónimo se hubiera anticipado...

ALBERTO.-  ¿Qué quieres decir?

ADELA.-   (Sonriendo.)  Nada...

 

(ALBERTO, desconcertado, está mirando a su mujer fijamente. Un silencio. Luego baja la cabeza y, despacio, muy despacio, entra en la terraza. Queda ADELA sola. Y en la entrada del pasillo aparece LAURA.)

 

LAURA.-  ¡Adela!

ADELA.-   (Vivamente.)  ¡Laura!

LAURA.-  ¡Adela! ¡Por favor! No tengo más amigos que vosotros. Y no os puedo perder. No os quiero perder, ¿sabes? Si ahora me voy a casa y me encierro sola, como todas las noches, creo que voy a hacer un disparate...

 

(ADELA corre hacia LAURA y se abraza a ella, muy conmovida.)

 

ADELA.-  ¡Laura! ¡Querida Laura!

LAURA.-  ¡Adela!

 

(Y en la entrada del pasillo surgen ALICIA y TOMÁS, muy risueños.)

 

TOMÁS.-  ¡Hola!

ALICIA.-  ¿Se puede?

ADELA.-   (Alegrísima.)  ¡Alicia! ¡Tomás! Pero ¿qué es esto?

TOMÁS.-  ¡Chica! Pues, ¿qué quieres? Aquí estamos otra vez. Hemos pensado que, después de todo, para tomar una copa el mejor sitio es este...

ADELA.-  ¡Tomás! ¿De verdad? ¿De verdad queréis tomar una copa con nosotros?

ALICIA.-   (Riendo.)  Pero claro que sí...

TOMÁS.-  ¡Je!

ADELA.-  ¡Oh, Alicia, Alicia!

ALICIA.-  ¡Adela!

ADELA.-  ¡Oh!

 

(Se abrazan ADELA y ALICIA. Y en la entrada del pasillo aparecen TERESA y MANUEL. Todos se vuelven hacia ellos. MANUEL está un poco azarado.)

 

MANUEL.-  ¡Je! ¡Adela! ¡Muchachos!

TOMÁS.-  Hombre...

MANUEL.-  ¡Je! Yo creo que no puede romperse una amistad tan vieja y tan entrañable por un equívoco, por un juego, por un condenado accidente que a todos nos ha trastornado el juicio. ¿No es eso? ¿No crees, Adela? ¿Y tú, Tomás? ¿Y tú, Laura? La verdad es que no ha pasado nada. Y estoy seguro de que, si ahora nos separamos, después no sabríamos cómo volvernos a encontrar. Y sería muy triste. Porque nos necesitamos. ¿Verdad que nos necesitamos los unos a los otros? Aunque la vida sea tan difícil, aunque nadie crea en nadie...

ADELA.-   (Impetuosamente.)  ¡Teresa! ¿Puedes perdonarme? ¿Podrás perdonarme algún día?

TERESA.-   (Riendo.)  Pero ¿qué estás diciendo? ¡Si todas hemos cometido el mismo pecado! Ninguna se fiaba de las demás...

ADELA.-  ¡Oh!

 

(Ríen todos. Y entre las risas se alza la voz de MANUEL.)

 

MANUEL.-  ¡Alto! Todavía quiero decir algo. Quiero que sepáis todos que yo, en el fondo de mi alma, en lo más profundo de mi alma, en lo más profundo de mí mismo, nunca, nunca, dudo de mi mujer. Sé que es la mejor y la más santa de las mujeres. Pero, a veces, no sé por qué...

 

(Tomás le interrumpe, casi indignado.)

 

TOMÁS.-  Bueno. ¡Basta! ¡Leñe! Pero ¿aquí se bebe o no se bebe? Si no se bebe me marcho...

TODOS.-   (Ríen.)  ¡Oh!

ADELA.-   (Riendo, encantada.)  ¡Sí! Se bebe, se bebe. ¡Huy! ¡Que si se bebe! ¡Chicos! Ahora nos vamos a emborrachar todos...

TODOS.-  ¡Bravo!

 

(Todos rodean el velador de los licores. Se sirven. Ríen.)

 

TERESA.-  ¡No! ¡Borrachos, no!

 

(ALICIA surge con ímpetu.)

 

ALICIA.-  ¡A mí, doble con hielo!

TODOS.-   (Riendo.)  ¡Oh!

TOMÁS.-  ¡Huy! ¡Qué loca!

ALICIA.-   (Chillando.)  ¡Tomás...!

TOMÁS.-  ¿Verdad que mi mujer es una loca?

TODOS.-   (Riendo.)  ¡Oh!  (Y en este momento surge ALBERTO bajo el dintel de la entrada de la terraza. Todos le miran en silencio.)  ¡Alberto!

ALBERTO.-   (Sorprendido.)  Muchachos...

 

(Un silencio. Y, de pronto, surge MANUEL muy vivaz.)

 

MANUEL.-  Oye. ¿Y esa comedia? ¿Por qué no nos lees ahora tu famosa comedia?

 

(Todos se alegran mucho.)

 

TOMÁS.-  ¡Calla! Pues es verdad...

TERESA.-  ¡Ay, sí, sí!

ALICIA.-  ¡Sí! ¡Que la lea!

TODOS.-  ¡Hala! ¡Hala! ¡Hala!

 

(ALBERTO se transfigura. Una sonrisa le invade el rostro. Avanza. Se ve rodeado por todos, y en su mundo, otra vez, está radiante y encantado..)

 

ALBERTO.-  ¿De veras? ¿De veras queréis que os lea mi comedia?

TODOS.-  ¡Sí! ¡Sí!

ALBERTO.-  ¿Ahora?

TODOS.-  ¡Sí! ¡Sí!

ALBERTO.-   (Modestamente.)  ¡Oh, no, no! No me atrevo. Sería un abuso...

TODOS.-  ¿Cómo?

MANUEL.-  ¿Qué dice?

TOMÁS.-  ¡Hombre! Esto sí que es bueno...

ALICIA.-  ¡Hipócrita!

TERESA.-  ¡Farsante!

ADELA.-   (Riendo.)  ¡Oh!

 (Un abucheo.)  ¡Fuera! ¡Fuera!

ALBERTO.-   (Contento..)  Bueno, bueno. Está bien. Si os empeñáis...

 

(Y, muy diligente, se sienta en el sofá. Tiene ante sí las cuartillas del original, sobre la mesita. Todos bulliciosamente, riendo, se acomodan como en aquel momento del acto anterior.)

 

TODOS.-   (Riendo.)  ¡Hala! ¡Hala!

 

(Y ahora MANUEL, reconciliado con todo lo que le rodea, mira en torno muy feliz.)

 

MANUEL.-  Esto es estupendo, ¿verdad? Ya estamos todos juntos, otra vez.

LAURA.-   (Una sonrisa.)  No. Todos, no.

TERESA.-   (Un silencio.)  Es verdad. Falta Marina.

LAURA.-   (Muy bajo.)  ¡Pobre Marina!

TERESA.-  ¡Pobre pequeña!

 

(Todos, casi inconscientemente, miran hacia la entrada del pasillo, como esperando la llegada de MARINA. Un silencio.)

 

ALICIA.-   (Muy bajo.)  ¿Volverá?

ADELA.-   (Despacio.)  No, Marina no volverá. Ahora ella ya sabe que se ha salvado...

 

(Todos miran a ADELA.)

 

MANUEL.-  ¿Cómo? ¿Que se ha salvado?

TOMÁS.-  No entiendo...

 

(ALBERTO alza la frente y busca la mirada de ADELA. Los dos se miran largamente.)

 

ALBERTO.-  ¡Adela!

ADELA.-  ¿Qué?

ALBERTO.-  Entonces, ¿tú crees? ¿Tú crees que todo ha sucedido para que esa muchacha se salvara?  (Un silencio. Para sí mismo..)  Es fantástico. Sería como un pequeño milagro...

ADELA.-   (Sonríe. Con dulzura..) Lee, amor mío. ¡Por favor! Estamos esperando...

ALBERTO.-   (Como si despertara..)  Sí. Ya voy.  (Toma entre sus manos un manojo de cuartillas..)  «Acto primero. La escena representa un bonito salón puesto con mucho gusto. De pronto, alguien golpea, suavemente, con los nudillos en la puerta del fondo. La puerta se abre y surge un raro y misterioso personaje. Lleva una gabardina y el sombrero caído sobre la frente...»  (Se calla. Y ahora dice como para sí mismo..)  Puede ser un vagabundo. Pero también puede ser un ángel...


 
 
TELÓN