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La situación actual de la crítica literaria en España

Gonzalo Sobejano





Dos aclaraciones previas. Entendemos aquí por crítica literaria la operación intelectual que consiste en describir, interpretar y juzgar los hechos literarios o la actividad literaria. Describir significa aportar pruebas: sostenes de la argumentación del crítico y muestras para la información del destinatario. Interpretar es mediar, trasmitir al lector los designios del artista y analizar los resultados de la obra de éste. Juzgar, en fin, no es sino distinguir valores, dando a cada uno su derecho. Podrá el crítico ser más descriptor que intérprete y juez, en cuyo caso su trabajo se aproximará a la ciencia y será mirado, con veneración o con menosprecio, como erudición. Podrá el crítico ser más intérprete que informador y valorador, y en este caso su tarea se acercará a la que ejerce el filósofo en busca de la verdad y el artista en busca de la hermosura. Finalmente, el crítico podrá cifrar su cometido básico en separar lo auténtico de lo simulado, lo personal de lo común, lo durable de lo deleznable, aprontando una opinión orientadora, y en este caso tendrá su desempeño un sentido moral, de consejo y guía. Pero, sea cualquiera el que predomine, los tres elementos indicados -descripción, interpretación y juicio- habrán de estar presentes en mayor o menor grado dentro de toda realización humana que aspire a llamarse crítica.

Hecha esta aclaración, puntualicemos también que por actualidad entendemos aquí un tiempo histórico próximo a nuestro presente y unido todavía a él. Ese tiempo es el que discurre desde el fin de la guerra civil española hasta el día de hoy. Desde 1939 hasta 1961 puede hablarse de una evolución dependiente de unas mismas premisas económico-sociales y políticas, y distinta, por tales circunstancias, de la que se hallaba en vías antes de 1936.

¿Qué ha estado sucediendo, en la crítica literaria, desde entonces acá? ¿Cómo debe interpretarse lo sucedido? ¿Qué sentencia le aplicaremos, sin desviarnos de la verdad? Estas son las preguntas a que desearíamos responder brevemente.

Terminada la guerra civil se produce en España una escisión grave, de la que participa marcadamente la minoría intelectual. Algunos de sus representantes permanecen fuera del país o salen de él. Otros, adictos o no al régimen nuevo, quedan dentro. Cabe hablar de una España errante y exiliada y de otra España manente y auxiliada, sin que estos adjetivos entrañen siempre una divergencia integral de actitud. Entre los ausentes figuraban críticos como Américo Castro, Enrique Díez Canedo, Ramón Gómez de la Serna, Guillermo de Torre, José Bergamín, Amado Alonso, Pedro Salinas, José F. Montesinos, Joaquín Casalduero, Juan Chabás. Entre los presentes, Azorín, Ramón Menéndez Pidal, Ángel González Palencia, Agustín González de Amezúa, Dámaso Alonso, Ángel Valbuena, Joaquín de Entrambasaguas, José Mª de Cossío, Guillermo Díaz Plaja, Melchor Fernández Almagro. No existe escala segura con que medir la valía de uno y de otro contingente. Tampoco es necesaria, pues cualquier observador imparcial habrá de reconocer que por ambas partes se ha trabajado con fruto. Es obvio, por lo demás, que aquellos que abandonaron España lo hicieron sólo especialmente y a una edad en que su madurez había reportado ya pruebas decisivas. Todos pertenecían, pues, a un mismo ámbito cultural y, situados tras la guerra en distintos ambientes físicos, siguieron su personal trayectoria con matices que sería prolijo consignar ahora. No prolijo, burdo a fuerza de simplificador, sería calificar a uno y otro estol de intelectuales recurriendo a consabidas coloraciones políticas.

Fuera o dentro de España, los críticos españoles que han laborado durante estos últimos 23 años son coautores de una producción histórica, científica, ensayística y periodística cuyo estado vamos a tratar de resumir, procurando interpretar su sentido y estimar su alcance.

El maestro de todos los profesionales universitarios de la crítica, Ramón Menéndez Pidal, continúa siendo la mayor autoridad en el terreno de la crítica histórica. En sus métodos filológicos se han formado generaciones de investigadores. Cierto es que para algunos Menéndez Pidal todavía pasa por ser el erudito indagador de viejos documentos, el exhumador de reliquias idiomáticas y literarias y, por su ancianidad y su categoría de presidente de la Real Academia, algo así como un monumento pétreo e inabordable. Pero esta imagen trivial se ha corregido mucho, y precisamente en los últimos lustros Menéndez Pidal ha demostrado de sobra su elevación crítica y su accesibilidad. Nunca se había puesto tan de relieve la primera como en las grandes síntesis que ha trazado sobre los españoles en la historia (1947), los caracteres primordiales de la literatura española (1949), la idea medieval de Imperio (1950), la lírica primitiva (1951), la vida de los romances (1954) y los orígenes de la épica románica, punto éste que ha recibido su más elocuente formulación en el último volumen dado a luz por el maestro: «La Chanson de Roland y el neotradicionalismo» (1959). Menéndez Pidal ha enseñado a todos diligencia y tacto en el acopio de documentos, sagacidad para valorarlos como protocolos de un pasado cuyo pensamiento se trata de justipreciar en lo que fue y quiso ser, y ha erigido por sí mismo teorías fundamentadas que será difícil no acatar: tal, por ejemplo, por lo que toca a lo literario, la existencia de unos caracteres persistentes pero no inamovibles en la literatura española (sobriedad, colectivismo, austeridad, agudeza, tradicionalismo, rezago), la explicación de la comedia clásica a partir de crónicas y romances y la elucidación de los orígenes de la epopeya como obra de una pluralidad sucesiva de individuos que la forman y transforman. Con acierto ha examinado hace poco J. A. Maravall la visión crítico-histórica del insigne anciano, observando también la amplia difusión conseguida por sus obras (18 volúmenes suyos ha reeditado entre 1937 y 1958 la Colección Austral, una de las más populares del mundo hispánico).

Menéndez Pidal pertenece, por su edad, a la generación de 1898 y ha sido, dentro de ella, el renovador de las técnicas filológica e histórico-literaria. A la misma generación pertenece otro superviviente, Azorín, cuya lección crítica no se ha extinguido. Crítica la suya en muy peculiar acepción, ya que ni pretende cumplida información histórica, ni interpreta con arreglo a una inquisición filosófica de la objetiva verdad, ni juzga con el sentido actualista del observador cotidiano. Es una crítica impresionista, evocativa, la de Azorín, pero que justamente por lo que tiene de simpatía hacia la figura o la obra literaria del pasado (o del presente) y por la inmediatez de la impresión que trasmite, educa la sensibilidad, refina la pupila para atender al detalle significativo y suscita en el lector la confianza de que, sin más instrumento que una emocionada voluntad de entendimiento, se puede llegar a sorprender la intimidad del poeta y de la poesía. También los libros de Azorín se han reeditado en abundancia durante la época a que nos referimos, y nuevas obras de este carácter han salido a luz en ella: sobre la vida literaria de fines y principias del siglo en Valencia y en Madrid (1941), sobre Cervantes (1957), sobre diversos escritores contemporáneos (1956 y 59), sin contar su asidua colaboración en periódicos madrileños.

El más fecundo discípulo de Menéndez Pidal, Américo Castro, fue antes de 1939 quien mejor pertrechado de saber lingüístico, asistido de mayor rigor y cultura en el conocimiento de los textos y dotado de un brío mental y expresivo mayor, pudo aventajar a su maestro (y, sin duda, le aventajó) como crítico literario del pasado, no como historiador de tradiciones y géneros. Pero todo ello no fue sino una propedéutica para la visión del pretérito español, particularmente reflejado en lo literario, a la que llegó años después de su salida del país y cuyo resultado fue el libro «España en su Historia» (1948), rehecho en 1954 bajo el título «La realidad histórica de España». Del tronco de esta obra se han desprendido pronto ramas de parecida sustancia: estudios acerca de algunos aspectos del vivir hispánico (1949), Cervantes (1957), Santiago de España (1958), origen, ser y existir de los españoles (1959), el drama de la honra en España (1961) y otros escritos menores. Vehementes han sido los debates promovidos por la obra capital de Castro, cuya publicación fuera del país antes ha acrecido que aminorado su difusión entre los españoles (los últimos libros se han editado ya en Madrid). Castro explica la realidad histórica de España como el proceso de afirmación de una estructura vital, peculiar entre los españoles, consistente en vivir desviviéndose. Su «morada vital» le viene dada al hispanocristiano por su convivencia con las otras dos castas que compartieron el suelo peninsular entre los siglos X y XV: la musulmana y la hebrea, con las que luego mantuvo prolongado conflicto. No es el contenido de esta exégesis lo que aquí nos importa, sino la visión histórica del autor en sus aplicaciones a la literatura. Antes de 1939, Castro sondeaba el concepto del honor en el teatro español o el pensamiento de Cervantes. Ahora ausculta el sentimiento de la honra o sorprende la estructura del «Quijote» desde la voluntad proyectista del caballero y la receptiva de Sancho. Sin violentar la documentación histórica ni olvidar nunca que toda comprensión del pasado se debe a un acto de penetración simpatética, Castro rompe con los inveterados módulos hegelianos (evolución ideal, despliegue de procesos racionales, curso y transformación de géneros literarios, etc.) y procura ante todo insertarse en la estructura funcional de que dan fe existencial conductas y obras, personalidades y textos. Lo que importa es el funcionamiento de un existente concreto dentro del entramado de valores de cierto tiempo, en cierta sociedad. Importa la situación. Importan el individuo y la colectividad en su circunstancia y en la consciencia de su existir como tales y para un destino.

Sobre Américo Castro, hombre de la generación subsiguiente a la de Pidal y Azorín, han influido las enseñanzas complementarias de uno y de otro, así como aquel impulso irracional, aquel hominismo español puro que nadie voceó más alto que Unamuno. Pero con mayor fuerza opera sobre él un conjunto de influencias donde caben Dilthey, su compañero de generación Ortega y Gasset y, quizá con más intensidad de lo que se ha advertido, la sensibilidad musulmana, hecha de apego a las concreciones tangibles de lo humano y de un peculiar dramatismo de la fantasía. Se ha desvariado mucho en torno a la postura de Castro respecto a lo hebreo e hispano-hebreo, atribuyéndole vetas judaicas. Mas parece que en ninguna parte queda tan evidente su capacidad de instalación ideal en un mundo diverso como en su comentario al «Libro de Buen Amor» del Arcipreste de Hita y las concomitancias de esa obra con la visión islámica de la realidad. Vitalismo es el último denominador de los criterios de Castro. Aun con intelecto tan seguro como ágil: indesmentible antipatía a los esquemas aprioristas de la razón.

Si Azorín fue el literato criticista de su generación, en la de Castro vino a cumplir ese papel José Ortega y Gasset. Conciliador de la razón y de la vida, preparó a sus discípulos más para la primera que para la segunda, aunque él mismo tratase de sujetar a la vida la razón. De sus dotes como crítico literario, brillantemente mostradas en sus ensayos de los años 20 acerca de la deshumanización del arte y a propósito de la novela, no volvió a dar nuevas señas en el crepúsculo de su existencia, que concluyó en 1955. Pero Ortega había traído al clima intelectual de España múltiples novedades europeas, entre ellas la filosofía de la vida de Dilthey, la razón de tantos razonadores germanos y franceses, la fenomenología y los criterios novecentistas sobre la autonomía del arte y su valor formal y lúdico. Todo ello, reforzado hacia la cultura racionalista por su coetáneo Eugenio d'Ors (feligrés de Poussin y Mallarmé) y hacia la irracional naturaleza por el psicoanálisis y el superrealismo, promovió entre los jóvenes de la generación siguiente una tensión curiosa entre el grito y el esquema. El grito parece no tener cabida dentro de una operación crítica, aunque a veces se haya usado de él; el esquema, sí. Y el formalismo que en torno a 1927 inició su embarazada proyección en la poesía, invadió poesía y crítica por los años de la España reclusa: entre 1939 y tal vez hoy.

Los maestros de la crítica formal (la llamaremos así aun a sabiendas de la estrechez de la designación) han sido dos grandes discípulos de Menéndez Pidal: Amado Alonso y Dámaso Alonso. En 1940 aparece en Buenos Aires una monografía del primero sobre el estilo de Pablo Neruda, modelo de aprehensión de la personalidad de un poeta a través de la forma de su obra, la cual era en este caso una voluntad de no forma. Y en 1942 se publica el excelente estudio de Dámaso Alonso acerca de la poesía de San Juan de la Cruz desde la vertiente de la expresión. En tan luminosas interpretaciones se encuentra ya en pleno funcionamiento lo que se ha convenido en llamar estilística, disciplina que se propone estudiar científicamente el estilo, o sea, las peculiaridades de la obra literaria, bien partiendo de la forma externa, bien de la interior, pero siempre partiendo de la forma. Para una precisa inteligencia de ésta hacía falta preparación filológica especial. Sin una firme base de teoría e historia del lenguaje hubiese sido inútil acometer el escrutinio de las formas poéticas a la altura de los progresos conseguidos por la moderna lingüística. Tiene la estilística española sus precedentes en las teorías lingüísticas de Saussure y Bally, en la estética intuicionista de Croce y en el neoidealismo alemán representado por romanistas tan eminentes como Vossler, Spitzer y Hatzfeld (traducidos ya en parte por Amado Alonso en 1932). Modificando más o menos esos precedentes, los promotores españoles enriquecen la ciencia naciente con repensados principios teóricos y con interpretaciones concretas de extraordinario valor. Extraordinario porque en España, desde Fernando de Herrera y los comentaristas de Góngora, no se había leído poesía con tanta lucidez para el detalle y tan poderoso cuidado analítico, y extraordinario también porque los dos Alonsos son dos emocionadores del análisis, de suerte que leyendo sus escritos no sólo se aprende a descomponer, sino a recrear, a propagar la radiante contextura de la obra poética. Amado en América, Dámaso en España, ambos promueven el cultivo de la estilística (definida por el primero como estudio de un sistema expresivo y de su eficacia estética, y por el segundo como ciencia de la movilización momentánea y creativa del idioma en la obra poética siempre actual y eterna) con su enseñanza directa y con sus obras: «Ensayo sobre la novela histórica» (1942) y «Materia y forma en poesía» (1955) Amado Alonso; «La lengua poética de Góngora» (1950), «Seis calas en la expresión literaria española» (1951) y otros libros, Dámaso Alonso. Pero ninguno tan importante como el de éste: «Poesía Española, Ensayo de métodos y límites estilísticos» (1950). Aquí se propone la estilística como única futura ciencia de la literatura y se distingue entre conocimiento impresivo de la obra de arte (el del lector), impresivo-expresivo, sintético y orientador (el del crítico) y conocimiento casi científico (el que aspira a lograr mediante sus análisis el estilista). La nueva metodología ha rendido frutos positivos y ha hecho también algunos estragos. El discípulo más precoz de la escuela madrileña, Carlos Bousoño, ha explorado con penetración la lírica de Vicente Aleixandre (1950) y ha dado a las viejas categorías de la retórica y la poética un petulante barniz científico en su «Teoría de la expresión poética» (1952), libro tan chistoso por sus denominaciones de apariencia nueva y sus fórmulas pseudomatemáticas como por los chistes que incluye, tratando de comparar continuamente, aunque sea para contraponer su sentido, los resortes de la expresión poética con los del chascarrillo provocante a risa.

Estilística más raciovital que racioformal es la practicada por otros críticos de la misma generación que los Alonsos, principalmente por Pedro Salinas en sus ensayos sobre la realidad y el poeta (1940), originalidad y tradición en Jorge Manrique (1947) y temas vitales en la obra de Rubén Darío (1948), y por Joaquín Casalduero en sus explanaciones pensamentales y estructurales de cada una de las obras de Cervantes (entre 1943 y 1951), y en sus estudios sobre Jorge Guillén (1946), Galdós (1943, 1951) y Espronceda (1961). Un tanto al borde de estas indagaciones en el sentido y la forma interior de la obra literaria quedan las síntesis ambiciosas de Guillermo Díaz-Plaja, (cuya más probada virtud es la claridad didáctica con que intenta caracterizar estilos de época, como el barroco, el romanticismo y el modernismo) y los balances actualistas, cosmopolitas, oportunamente pergeñados por Guillermo de Torre, quien, no obstante, puesto que no persigue metas científicas, puede pasar por el mejor crítico español de hoy en el sentido en que Dámaso Alonso restringe la función del crítico como valorador y guía. Su «Problemática de la Literatura» (1951) examina inteligentemente las vicisitudes de la literatura del siglo XX en su reflexión sobre sus propios destinos y en sus corrientes pugnaces, ensayando una crítica que, si rechaza toda adjetivación limitativa, ambiciona alzarse a una filosofía de la literatura, aunque de momento se contente con ser una problemática de ella. En este libro se fijan reconocimientos importantes, tal el contenido en estos términos: «Así como la especulación filosófica que más nos importa tiende a aprehender las cuestiones eternas no desde el mirador de los conceptos absolutos, no desde lo general y lo universal, sino desde lo individual y particular, en una palabra, desde la existencia, del mismo modo la valoración estética puede centrarse no en patrones abstractos, en normas lejanas, sino en medidas próximas, referidas a la situación epocal de cada obra. Método incitante, merced al cual la apreciación del fenómeno literario habrá de ofrecer seguramente nuevas luces» (p. 206).

Va perfilándose así, en los últimos años, una reorientación de la crítica desde el ámbito de la contemplación estética hacía el orbe de la concreta existencia, temporal y socialmente situada. Estos nuevos derroteros han sido fomentados por la historia vitalista de Américo Castro, el liberalismo universalista de Guillermo de Torre, la coordinación de estilística e historia de la cultura propugnada en la obra de Juan Marichal «La voluntad de estilo» (1957) y por los criterios histórico-sociológicos de José F. Montesinos. Desde su lejana Berkeley se ha lanzado éste a la composición de una historia de la novela española en el siglo XIX y en el volumen que a ella sirve de introducción (1955) ha querido alzar, contra lo que él llama recordando a Kant «crítica de la belleza pura», una muestra de historia literaria que sea lo que debe ser si aspira a «histórica»: «una sociología literaria atenta a las ansias y a las ideas del creador, a los intereses de empresa, a la reacción de vastas masas de lectores» (p. VIII).

Recientemente, precedida por esos conatos y acompañando en su ruta a la novísima literatura de creación, la labor de críticos catalanes jóvenes como José María Castellet o Juan Goytisolo corrobora la tendencia a apartarse de los análisis puramente formales para penetrar la realidad literaria en su historia objetiva, colocada en sus circunstancias sociales, políticas y económicas, como respuesta individual al medio social y como mensaje de un tiempo. Esta crítica busca el compromiso y ansia propagarse desde la revista y el periódico, gesto muy adecuado a la intención de solidaridad que la inspira. Sobre estos críticos incipientes han operado lecturas extranjeras, especialmente francesas, pero también, por reacción, mucho más algunos críticos españoles exiliados o ausentes (Castro, De Torre, Montesinos, Marichal) que los asentados en el país.

A nuestro parecer, en esta confluencia de cinco generaciones que se da en las décadas a que nos referimos, evidéncianse varios criterios que responden bien a las instancias que han tenido sucesivo predominio espiritual a lo largo de todo el siglo: Historia y Vida son las realidades de 1898 (Menéndez Pidal, Azorín), Vida y Razón, de 1914 (Américo Castro, Ortega, D'Ors), Razón y Arte, de 1927 (estilística interna y externa), Arte y Existencia, de 1939 (estilistas jóvenes y reciovitalistas progresivos), Existencia y Sociedad, de 1954 (tentativas actuales). Es lógico que la crítica literaria verifique en su esfera el movimiento general de hechos, formas e ideas que cumplen las demás esferas de que ella es concéntrica: filosofía, arte, moral colectiva, historia social y política. Lo único tal vez distintivo de la evolución española es cierto retraso en los últimos estadios. Triunfa en España la estilística por los años en que otras zonas culturales la van dejando. Apunta una crítica literaria de sentido social y voluntad comprometida cuando en otros pueblos cercanos recomienzan alarmantes prestidigitaciones de nueva Vanguardia. Pero.... nunca es tarde si la dicha es buena.

En lo hasta aquí revisado hemos tenido ocasión de mencionar muchos temas sobre los que la crítica actual ha trabajado. A modo de complemento informativo, necesariamente parcial, señalemos que dos asuntos preferidos por la crítica de estos años han sido la Generación de 1898 y la lírica de este siglo. Pedro Laín Entralgo (historiador de la medicina que lleva a la crítica literaria hábitos filosóficos, antropológicos y políticos), M. Fernández Almagro, J. Marías, G. Díaz-Plaja y L. S. Granjel han debatido el concepto de generación (planteado para España por Ortega y Gasset en «El tema de nuestro tiempo») y han aplicado sus categorías a la generación fin de siglo. El tema suele ir enlazado con la discusión en torno a la crisis y decadencia de España. Esta preocupación nacional ha desatado raudales de ensayismo, pero, sea cualquiera el valor de tales ensayos, muy justificables en clima de postguerra, las principales figuras del 98 y del Modernismo han venido a ser objeto de fértiles enfoques, singularmente Unamuno, Antonio Machado y Valle-Inclán. Aquí han contribuido buen número de excelentes críticos a quienes no cabe mencionar debidamente en marco tan estrecho: Carlos Clavería, S. Serrano Poncela, Alonso Zamora Vicente, etc.

La lírica española moderna ha sido otro campo muy frecuentado. A Juan Ramón Jiménez, con la ocasión feliz de su Premio Nobel y la luctuosa de su fallecimiento, se le ha estudiado más, aunque no mejor, que a poetas como Lorca y Salinas, también desaparecidos, o como Alberti y Cernuda, aún vivos. Jorge Guillén y Vicente Aleixandre son los que han disfrutado de mayor atención. Sobre la poesía contemporánea en general se han publicado en pocos años cinco libros especialmente dedicados a ella: los de Dámaso Alonso (1952), Luis Cernuda y Luis Felipe Vivanco (1957), J. L. Cano (1960) y Concha Zardoya (1961), además de la revolucionaria antología de J. M. Castellet (1960). Al interés crítico por la poesía ha seguido el demostrado por la novela en los trabajos de D. Pérez Minik (1957), J. L. Alborg y Eugenio de Nora (1958). Se observa así que la crítica tiende a discurrir con fecundidad paralela a la literatura creadora, ocupándose más de los géneros en auge (poesía y novela) que de los empantanados en morosa agonía (del teatro).

Todo lo hasta aquí bosquejado con presura tiene cauce formal en estudios panorámicos o monográficos y en ensayos de aspiraciones más o menos científicas o creativas. Frente a esta producción crítico-histórica, que en los mejores casos no va exenta de desarrollos teóricos y metodológicos, muy poco es lo que la crítica española ha intentado en el campo de la teoría propiamente dicha, y ello a pesar de que, en la reordenación universitaria efectuada tras la guerra, se implantó en la Sección de Filología Románica de las facultades de Filosofía y Letras una cátedra titulada «Gramática General y Crítica Literaria». Bibliográficamente sólo merece consignarse aquí la obra de Dámaso y de Amado Alonso y de algunos de sus discípulos.

Antes de abandonar lo que pudiéramos llamar la crítica universitaria o estudiosa, veamos muy someramente cuál es el estado actual de la historiografía literaria general. Una historia de la literatura ha de ser siempre crítica en el sentido de que reúna la información, la interpretación y el juicio. Este equilibrio no se ha conseguido. Hasta hace unos quince años el manual más prestigioso de historia de la literatura española era el de los Sres. Hurtado y González Palencia, excelente en verdad por lo que se refiere a la información, paupérrimo en lo que atañe a los otros dos aspectos, ya que los autores, a la hora de valorar, recurrían casi siempre a los dictámenes de Menéndez Pelayo, certeros muchos de ellos pero no inmortales. En 1949 se publicó la sexta y última edición de esta obra, de la que hoy no se encuentra ningún ejemplar en el mercado. Su ausencia ha quedado suplida por el manual de Ángel Valbuena Prat, que en su última edición (1957) ocupa tres gruesos tomos. Valbuena es lo contrario de sus fallecidos colegas: intérprete sensible (aunque a menudo arbitrario), juez inteligente (si bien tan generoso que no hay autor vivo de algún librito pasable que no se halle mencionado con lisonjeros calificativos en el tercer tomo de su obra), pero informador precario, biógrafo a regañadientes, descriptor muy unilateral de lo que estudia. Resulta así que su manual, difícilmente manuable en su último formato, es monográfico cuando el historiador conoce a fondo lo que trata (y esto ocurre con frecuencia), periodístico y de endeble improvisación en caso contrario; y peca siempre de subjetivo, tendente a relaciones lejanas, fácil a una nimia benevolencia ante lo coetáneo. Algunos de sus puntos de vista (por ejemplo, su frecuente relacionar la literatura con las otras artes y su prurito de hipótesis freudianas) resultan, además, ligeramente anticuados.

La «Historia general de las literaturas hispánicas» iniciada en 1949 por Guillermo Díaz-Plaja no arregla el deficiente estado de cosas. Es obra monumental, de biblioteca pública aún más que de gabinete, y acusa la desigualdad de los muchos colaboradores que han intervenido en su redacción. Tampoco se zanja la dificultad con manualitos ligeros, tales como los de N. Alonso Cortés, J. M. Blecua, G. Díaz-Plaja, Valbuena y Del Saz, García López y otros (entre estos intentos el mejor es el de Ángel del Río, varias veces editado... en New York). Con la probable intención de corregir defectos y mejorar virtudes de los grandes manuales ya aludidos parecen haber escrito su «Historia general de la literatura española e hispanoamericana» (1960) los Sres. Díez-Echarri y Roca Franquesa. Pero el propósito ha sido mejor que la realización. Se trata de un libro apelmazado en el que la sucesión de capítulos y secciones (géneros, autores mayores, subpanoramas hispanoamericanos, bibliografías y notas) produce una impresión de selva confusa. En cuanto al juicio, los autores se inclinan más a la actitud de Hurtado y González Palencia que a la de Valbuena. Apelan, pues, al criterio de lo español castizo y representativo, tratan con cierto desdén cuanto huele a influjo extranjero (teatro del siglo XVIII, modernismo, por ejemplo) y no ahorran vaciedades como llamar a Ricardo León «cristiano de verdad» o menospreciar a Pablo Neruda porque dice a veces «cosas absurdas».

Si en el plano de la historia general lo producido en estos años ha sido insuficiente, algo similar puede decirse de la historia de la literatura contemporánea. Las únicas obras generales que merecen mención son las de Juan Chabás (1952) y Gonzalo Torrente Ballester (1949, 56 y 61). La primera apenas ha encontrado difusión en España, lo que no tiene nada de maravilloso, dado que Chabás, crítico muy inteligente por otra parte, aplica a lo literario criterios marxistas y condena toda forma de egocentrismo artístico. En cuanto a Torrente Ballester, que viene cortejando a «lo social» en los últimos años (la versión de la conocida obra de Arnold Hauser ha contribuido a precipitar el nuevo giro), hubiese podido hacer obra más perdurable de haber puesto más cuidado en su tarea. Tal como la ha llevado a cabo, resulta improcedente, a pesar de las varias reediciones. Una historia de la literatura contemporánea no puede hacerse mediante agregación de opiniones personales brotadas del gusto individual y de la repentización más desenvuelta. Todavía si el autor hubiera observado más esmero en lo informativo, podríamos perdonarle sus caprichosos pareceres a la espera de que los fuese corrigiendo en ulteriores ediciones. Pero ni el libro informa bien ni reaparece corregido. La tercera y última edición continúa, por ejemplo, atribuyendo al poeta Luis Cernuda estas tres obras: «Dónde habita el olvido» (por «Donde habite el olvido»), «La soledad y el deseo» (por «La realidad y el deseo») y «Oknos, el alfarero» (por «Ocnos» simplemente, que además nunca fue alfarero).

Pese a todo, una de las tentativas más sostenidas de este tiempo es la de llegar a una historia de la literatura española contemporánea que proporcione al lector de hoy conciencia de lo que ha sido la primera mitad del siglo y orientación sobre lo que pueda y deba hacerse en el umbral de la segunda.

Vengamos ahora a la crítica literaria que, desde revistas y diarios, se ejerce periódicamente sobre la producción actual. Quizá se haya supuesto que íbamos a referirnos exclusivamente a esta última especial, que es la que, en el sentido más usual del término, suele llamarse crítica. Y acaso así lo hubiéramos hecho, si no exclusiva al menos principalmente, de contar con materia abundante y valiosa. Pero, por desdicha, este aspecto de la crítica ofrece en la España actual una fisonomía desoladora. La crítica universitaria o estudiosa, esa crítica que desde la cátedra o el gabinete de trabajo vierte al final en el molde del libro, demuestra, a pesar de algunos defectos ya señalados, un progreso considerable. Refiriéndose a ella podía decir Juan Marichal en 1958: «En esos quince años [1936 a 1951] y en los siguientes, la crítica y la historiografía literarias de lengua castellana han dado sus mejores frutos, la más rica cosecha de toda su historia» (prólogo al libro de P. Salinas «Ensayos de literatura hispánica», p. 20).

Muy distinta opinión merecía a G. Díaz-Plaja en 1953 esa misma crítica: «La crítica literaria en España ha fallecido» («Defensa de la crítica», p. 10). Pero si Díaz-Plaja se equivocaba por extensión, nada erróneo contiene el juicio de J. de Entrambasaguas tres años más tarde al referirse concretamente a la crítica literaria periódica: «Triste es decirlo por lo que lleva en sí de miseria espiritual, pero la llamada crítica literaria -lo mismo que la dedicada a las demás artes- ha llegado en España a un punto no ya muerto, sino podrido en absoluto» («La papelera volcada», 1956, p. 149). ¿Exagerado pesimismo? ¿Superflua agresividad? No, sino la verdad escueta, que aquí sólo podremos ilustrar con unas pocas observaciones.

En España no existe una revista dedicada primordialmente a la crítica de las obras literarias que van saliendo a luz. El ejemplo de Pedro Salinas con su «Índice Literario» (1932) no tuvo continuidad eficaz. Unos «Cuadernos de Literatura Contemporánea» (1942-45) se trocaron pronto, bajo el gélido soplo arqueológico del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, en «Cuadernos de Literatura» y luego en «Revista de Literatura», dedicada en su mayoría al pasado. Y aunque es cierto que no faltan revistas culturales que incluyen temas literarios y recensiones críticas de libros de creación (por ejemplo «Arbor», «Cuadernos Hispanoamericanos», «Papeles de Son Armadans» entre las vivas, «Escorial», «Mediterráneo», «Finisterre», «Clavileño» entre las perecidas ya), la crítica al servicio de un público amplio queda reducida a dos revistas mensuales («Ínsula» e «Índice de Arte y Letras») y a modestos rincones en semanarios y cotidianos de todo el mundo conocidos. En «Ínsula», la más perseverante y ponderada, domina un criterio liberal, de férula templada y ademán suavemente generoso, pero lo mejor de la revista son las colaboraciones (temas literarios, informes del extranjero, ensayos breves sobre escritores vivos y muertos); en cambio, las reseñas críticas de los libros recientes resultan (por su superficialidad y su misma mesura hacia todos benevolente) de una insipidez grande. Ni José Luis Cano, principal crítico de esta revista, ni sus compañeros de tarea quieren hacer otra cosa que anunciar, divagar y alabar. Más tajante es el tono de «Índice», publicación saludablemente inclinada a la polémica y a la remoción de opiniones petrificadas. Sin embargo, la desigualdad de colaboradores, la hojarasca de barata filosofía que a menudo sofoca sus páginas y el snobismo que las sobredora con frecuencia, estropean mucho a esta revista, que no cuenta con ningún reseñador de autoridad reconocida. Otras revistas menos ambiciosas, como «La Estafeta Literaria» o «Destino» de Barcelona, trabajan de manera comparable a los periódicos diarios.

La prensa diaria es, en España, uno de los servicios que menos satisfactoriamente funcionan. Abrir un periódico español, desde 1939 hasta hoy, significa tener que sortear artículos de fondo sin fondo, información política monocroma, mundillo local de un campanarismo increíble, noticias previamente emborradas, entrevistas de una aduladora campechanía provinciana, páginas y más páginas acerca de todos los deportes habidos y por haber, y principalmente del fútbol, hasta hallar en alguna parte del periódico, algún día, secciones rotuladas así: «Crítica y glosa», «Al margen de los libros», «El mundo de las letras», «Libros y Publicaciones», o títulos parecidos. Bajo ellos se albergan una, dos o más notas de crítica literaria. De una crítica que apenas informa, que no tiene la peligrosa costumbre de interpretar y que valora siempre positivamente. ¡Absolución total! ¡Indulgencia plenaria! ¿Es que todos los libros que salen en España son buenos?, se preguntará el lector ingenuo. Con una pizca de malicia ya se pregunta de otra manera: ¿Es que todos los escritores son amigos del crítico, excepto los que no aparecen nunca comentados? En muchos casos, crítico y autor son amigos. En España la vida de relación es muy nutrida y abierta. No está mal que sea así. Pero lo que sucede es que el crítico carece de sentido de la responsabilidad frente a sus lectores. Para él no hay siquiera el fin egoísta del lucimiento personal. No hay más que un fin: quedar en limpio con autores y editores, sin enemistarse con nadie. ¿Y el lector? En el lector no suele pensar nunca el crítico. ¿Cómo ha de haber así crítica auténtica?

Fijémonos en unos cuantos ejemplos, muy pocos. He aquí el periódico español más conocido dentro y fuera del país: el «ABC». Tiene allí a su cargo la crítica de libros Melchor Fernández Almagro, viejo escritor avezado a leer y comentar, académico, historiador, ensayista, persona investida de antiguo prestigio. Este señor publica todos los domingos una página dedicada a la crítica de algún libro recién publicado y en la que de ordinario aparece el retrato de su autor. En esa página, tras una información muy somera de la obra (del autor casi nunca, como si éste también fuese amigo de cada uno de los lectores) se acerca el crítico, discurriendo por meandros de tópica divagación, a momentos en que parece obligado a sentar algún juicio de valor. Apunta entonces un defecto, un lunarcillo sin importancia, o dos tal vez, rara vez tres; y a ellos acompaña inmediatamente el elogio atenuante. Logra así el glosador que ni el autor se altere ni el lector se entere de la auténtica significación que la obra pueda tener dentro de la producción total del momento. Pues si esto hace el crítico más veterano desde el mejor diario madrileño, no digamos de otros. En el periódico «Madrid», por ejemplo, el reseñista es F. C. Sainz de Robles, que lleva escribiendo cosas de crítica media vida, pero que necesitaría una segunda vida para empezar a aprender austeridad en la expresión, rigor en el juicio, originalidad en la interpretación, sentido del lenguaje y otras virtudes tan necesarias. El Sr. Sainz de Robles ya ni se atreve a sugerir una mácula. Todo está bien, muy bien para él. Pero el optimismo es la más superflua de todas las actitudes, y para cierto público puede ser además extremadamente dañina. En otros censores las diferencias que pudiéramos observar son irrelevantes. Bartolomé Mostaza, en «Ya», Antonio Valencia, en «Arriba» ¿no pertenecen a la misma familia? Acaso en Barcelona, en el semanario «Destino», conviniera hacer una excepción a favor de Rafael Vázquez Zamora, quien por lo menos anuncia los libros de modo que se despierte el deseo de conocerlos. Y algún otro que lo merezca, entre en la excepción.

La crítica de teatros aún muestra mayor endeblez. El más conocido de los críticos teatrales de Madrid, Alfredo Marqueríe, lleva treinta años reseñando funciones dramáticas. Desde hace mucho tiempo publica estas reseñas en «ABC». Su procedimiento es éste. Da cuenta del hecho de la representación y de su acogida (v. gr. «un auténtico éxito»), menciona con encomio a los protagonistas y, si es posible, a todos los actores que forman el reparto. Velozmente (pues redacta sus notas a las dos de la madrugada) explica el tema de la obra sin revelar su argumento y, a la postre, señala los que cree aciertos y defectos. Los aciertos son casi siempre de los actores y se miden por su repercusión sobre el público. Del autor se dicen a lo sumo cuatro palabras borrosas. Ninguna orientación literaria de sentido educador. Se habla del espectáculo y de los cómicos poco menos que exclusivamente, como si el teatro fuese fútbol u otro deporte sin obligaciones espirituales. Los defectos apuntados suelen recaer en la técnica o en la moral. Marqueríe, que ha escrito algo sobre su quehacer periodístico, está convencido de que la crítica no sirve para modificar el fallo del público. Éste gusta o no gusta de algo. Desarraigar gustos poco provechosos es lo que no intenta Marqueríe, ya que también está persuadido del buen sentido del público medio, ése que va al teatro a divertirse y sale gozoso si lo ha logrado. En lugar de enderezar al público, que en España cuenta con tan pocas ocasiones de instruirse, es el público medio y son los autores que a éste halagan quienes tienen irremediablemente torcida la sindéresis del Sr. Marqueríe, sujeto «muy humano» que todo lo comprende y se lo explica todo.

Podrá parecer demasiado acerbo el apunte que acabamos de hacer sobre la crítica periodística de actualidad. Quien desee informarse mejor de la verdad consulte los periódicos españoles y medite honradamente sobre si de lo dicho por los recensionistas se puede, por regla general, obtener alguna luz que oriente entre la siempre boscosa producción actual. Sobre la cual no conviene que impere la cómoda suposición de que juzgar acerca del arte del presente es función provisional y por fuerza falible. Nadie más apto para estimar en su justo valor una obra de arte que un hombre inteligente coetáneo de ella y bien informado de lo que pasa a su alrededor así como de aquello que su tiempo demanda. Joaquín de Entrambasaguas, en «La papelera volcada» (1956), ha examinado «La crítica y su público» con justiciero rigor y es recomendable la lectura de ese ensayo en cuanto se refiere a la crítica de actualidad, no en las partes en que con virulencia exacerbada arremete contra los críticos universitarios, cuya labor nunca será bastantemente ensalzada. No más oportunos en lo que atañe a estos críticos universitarios son los trenos de G. Díaz-Plaja ante una supuesta «deshumanización del saber literario» debida a sobreabundancia de técnicas eruditas y falta de poder sintetizador, sentido arquitectónico y capacidad de abstracción. En ninguno de los grandes críticos universitarios que hemos mencionado ni en sus mejores discípulos se echa de ver tal desequilibrio. Lo único sensible es que esos críticos rara vez desciendan al palenque de la prensa, pero más deplorable es aún que quienes en ese palenque trabajan a diario no asimilen ni secunden los esfuerzos de aquéllos.

Imposible prolongar más esta ojeada a la situación actual de la crítica literaria en España. Buscando una impresión que totalice el proceso aquí esbozado pudiéramos aventurar esta conclusión. La crítica española de los últimos 23 años ha laborado sobre el pasado literario y sobre lo literario en general aplicando ideas y métodos derivados de sucesivas concepciones del mundo que han venido a compatible ejercicio (Historia, Vida, Razón, Arte, Existencia, Sociedad son las matrices de esas concepciones). Ha conseguido así una producción abundante, valiosa en sus tentativas científicas y aun más en sus aplicaciones hermenéuticas. Pero entre esta crítica universitaria y la periódica o actualista se ha efectuado un divorcio casi total. Este divorcio no se daba a fines del siglo XIX, cuando el mejor crítico cotidiano, Clarín, era a la vez un profundo conocedor de las letras españolas y extranjeras, un docto profesor y un fecundo artista. Tal divorcio tampoco se dio en semejantes proporciones durante los primeros cuarenta años del siglo actual. Andrenio, Azorín, Unamuno, Ortega, Díez Canedo, Pérez de Ayala, Bergamín, Baeza, Salinas, Giménez Caballero y otros muchos llenaron revistas y periódicos de ese tiempo con críticas elevadas y serviciales a la vez, siempre recapacitadas y responsables ante sus lectores. De 1939 a hoy el divorcio es tajante. Mientras la crítica universitaria ha subido a su más alto nivel, gracias sobre todo al magisterio de Menéndez Pidal, la crítica cotidiana se ha despeñado al nivel más bajo que nunca registrara. ¿Qué explicación dar a este fenómeno? Toda simplificación es injusta, pero no cabe duda de que la principal causa de este descenso está en el desfondamiento de la prensa española, el cual se debe a su sumisión a un clima escaso en libertades y socialmente desequilibrado. Pero no todo es cuestión de ambiente. Los críticos mismos han podido conducirse con más arrojo. Los universitarios han podido descender del pupitre a la prensa y apenas lo han hecho (no lo han hecho con cierta continuidad y como tales críticos de literatura actual). Por su parte, los enjuiciadores colocados ya dentro de determinada redacción, han cedido en demasía a ese hábito de recíproca lisonja y de alabanza inocua que el recelo, consecuencia fatal de la escasez de libertad, engendra. Han olvidado que siempre es posible decir lo que se quiere, de una forma o de otra, y que la misión de la crítica es precisamente hacer buenos entendedores, a quienes pocas palabras bastan. «Parcere personis, dicere de vitiis» es lema de la crítica de todos los tiempos; lema que no está reñido con la discreción ni con la piedad. No se alegue que, pues «el crítico es hombre y vive vinculado a un medio social», «nada hay más estúpido ni más inútil en crítica que una total sinceridad». No se repita el «homo sum» terenciano para paliar claudicaciones ante vanidades e intereses egoístas. El crítico de la actualidad ha de ser sincero siempre, por amor al autor y al lector, a quienes debe estudiar prescindiendo de si individualmente conoce y trata al primero. Y ha de ser humano en el sentido de que todo lo humano le importe, no en el sentido de que para todo encuentre confortable justificación. Hay cosas que no tienen justificación ninguna y que merecen ser denunciadas, apelando al humor, la ironía o el sarcasmo, según convenga.

La crítica periódica, enriquecida con todos los medios que la crítica universitaria le ofrece, aplicando estos medios dentro de lo que cabe en marco reducido (pero no tan reducido) y para una guía pronta (pero no apresurada) del lector, debe hermanarse con la ciencia cuando se trate de describir y reglar, con el arte cuando la obra examinada merezca potenciación recreadora (y la merece siempre que es verdadera poesía), y, en fin, debe empuñar las armas de la sátira cuando haya que condenar vicios, diciendo siempre de ellos, perdonando a la persona. Es un deber moral que el crítico responsable contrae con el individuo (el artista) y con la sociedad (los lectores).

Entre la ciencia de los profesores y la nesciencia de los periodistas acomodaticios que, en su oficio de críticos, carecen de vocación y de preparación técnica (según ha denunciado J. M. Castellet en sus inconformistas «Notas sobre literatura española contemporánea». 1955, p. 40: «Los alguaciles, alguacilados») debe de existir una consciencia ilustrada y solidaria que comprenda que la misión de la crítica consiste en mediar entre el autor y el lector estudiando no sólo el objeto que les liga -la obra en sí- sino también la significación y valor del impulso que anima al artista y de la apetencia que moviliza al espectador. Ahora bien, poeta y lector, creador y contemplador componen una sociedad dual concertada necesariamente con la sociedad nacional, y universal, y humana, de la que todo crítico debe tener conocimiento hondo, sensibilidad predispuesta y juicio oportuno en orden a la determinación de una exacta escala de valores.

Que en los últimos años se advierten en España síntomas de una mejora incipiente de la crítica periódica, sería injusto silenciarlo. No es sólo que algunos universitarios se ocupen con frecuencia de autores y cuestiones actuales (en revistas como «Ínsula» o «Papeles de Son Armadans no es insólito encontrar su firma, en «Destino» hizo buena campaña el profesor Vilanova y una revista académica como «Archivum», de Oviedo, da ejemplo de abertura a lo moderno y actual). Los mismos críticos de la Prensa, en colaboración con algunos universitarios y bajo la presidencia del profesor de Zaragoza F. Yndurain, instituyeron en 1956 el «Premio de la Crítica», único que no lleva aparejada recompensa económica. Y hasta ahora las novelas, libros poéticos y ensayos sobre los que tal galardón ha recaído testimonian, por lo común, del acierto con que vienen siendo seleccionados y distinguidos. Por su parte, los críticos jóvenes a que más arriba aludimos, si continúan llevando adelante su «inconformismo», lograrán que cese de llamarse así lo que no es sino espíritu de justicia puesto al servicio de quienes más ayuda necesitan.

La crítica europea se ha hecho cada vez más creativa y orgullosa de su autonomía. Conocido es el principio de T. S. Eliot de que no hay más método crítico que ser muy inteligente. Conocida, la definición de E. R. Curtius: «crítica es la literatura de la literatura». En España no faltan semejantes proclamaciones: «Lo que más importa en la crítica no es el juicio de la obra, sino lo que acerca de ella se le ocurre a un hombre de talento, de ingenio, que hace arte con motivo de una obra ajena» (R. Altamira, en 1907). «Al nuevo crítico no le interesa ni escribir anuncios, ni emitir fallos... Juzga para ser juzgado, se coloca frente a los demás, quiere hacer gravitar toda la atención hacia él y lo criticado no es sino un pretexto» (J. A. Maravall, en 1933).

Bien está, en efecto, que el crítico despliegue en su menester lo máximo de sus facultades. Bien que sea él mismo profesional de la ciencia y del arte. Pero su finalidad primordial consistirá siempre en discernir, distinguir, juzgar. Y la obra que juzgue no deberá ser mero pretexto, sino tema sobre el cual diga toda la verdad a quien la creó y a quienes hayan de ser partícipes de ella. Sin perder sus derechos artísticos, la crítica literaria deberá intensificar en adelante su misión de eficaz medianera entre individuo y colectividad.





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