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La soltera rebelde

Comedia en tres actos1

Víctor Ruiz Iriarte

Óscar Barrero Pérez (ed. lit.)



La soltera rebelde cosechó, con motivo de su estreno en Madrid, en septiembre de 1952, críticas coincidentemente negativas. A título de ejemplo, baste reproducir algo de lo escrito por V[ictoriano] Fernández Asís en Pueblo (20 sept. 1952):

El autor de La soltera rebelde se ha propuesto un solo fin: divertir al público, sin que en la elección de medios escrupulice para cuanto se refiere a la verosimilitud argumental, al estudio de caracteres, a la naturalidad del movimiento escénico y al encadenamiento de las situaciones. Sobre una trama inconsistente, con tipos sin personalidad, de esos que reaccionan según las particulares conveniencias del autor, escribe un diálogo fino e ingenioso [...]. Diríase que Ruiz Iriarte empieza por reunir una antología de gracias y dichos más o menos ocurrentes; y así que ha completado su colección de gags, le aplica los personajes, las situaciones y el argumento que le vayan mejor, haciendo caso omiso de las normas de la preceptiva escénica.



Menos acerado que Fernández Asís, Jorge de la Cueva, en el Ya del mismo día, hablaba del peligro de encontrarse ante alguien que hubiese recorrido con demasiada rapidez las diferentes etapas de una evolución y que con La soltera rebelde se mostrase como «un autor de recursos», un «autor fácil». Había en la obra «agudeza frecuente en el diálogo, acierto en varios incidentes..., pero sin espontaneidad, sin libertad en los personajes, más al servicio del autor que al de su libre albedrío». El distanciamiento cronológico no parece haber servido de bálsamo, a juzgar por comentarios como el de Zatlin: «Not only is the ending contrived as is the case in some of the other farces, but the characters and situations themselves seem to have been forced to fit a particular mold with somewhat unsatisfactory results» (68).

¿Alteraría estas consideraciones negativas la apelación al concepto de farsa, apelación que desrealizaría, sin duda, la improbable trama de La soltera rebelde? A decir verdad, no hay mucha mayor inverosimilitud en el argumento de esta obra que en los de las farsas. Lo cierto es que, como recuerda Víctor García Ruiz (173), el autor presenta la obra como una comedia y no como una farsa. El problema, quizá, radica en que los aspectos más estrictamente humanos y, por tanto, menos farsescos y dramáticos de la obra no aparecen ante el espectador suficientemente razonados. Hay en ella, al margen de los lógicos elementos humorísticos, que seguramente fueron los más evidentes para el público del tiempo de su estreno, un profundo drama humano, de soledad y tristeza, que es el representado por la soltería de Guadalupe. No es una soltería asumida, como lo demuestra el hecho de que acepte inicialmente el matrimonio propuesto por su hermana. Si ella rechaza el compromiso es porque termina pensando que el tiempo de aceptarlo ya pasó y que realmente no está enamorada del hombre para quien la han destinado. La justificación de su renuncia existe, y está en el propio texto: el amor, como quizá todo en la vida, tiene su tiempo, y para ella ya está olvidado. Lo explica Lupe al final: «No se puede vivir sin amor toda la juventud. Hay que acudir cuando el amor nos llama». El amor es cosa de jóvenes y ella ya no lo es. Su explicación resulta tardía para el espectador, pero no por ello menos convincente desde el punto de vista psicológico.

Hay, sin embargo, un problema que el espectador acaso no llega a entender: el relevante papel que se le concede al beso. El autor podría haber planteado la cuestión de otra manera, dado que en boca de Mónica dejó caer la idea del complejo freudiano, pero entonces habría entrado en el terreno del drama, y ese no era el espacio por el que se interesaba Ruiz Iriarte. Es cierto que las explicaciones de Guadalupe, por sí solas, no ayudan a desentrañar la madeja psicológica: quiere volver a Montalbán, donde ha soñado con un amor puro, sin unos besos que parecen pecado ante sus ojos. Luego ¿sí puede hablarse de un complejo, freudiano o no, aunque ella traspase a su sobrina el problema, dándole finalmente el enfoque de comedia deseado por el público?

¿Por qué Guadalupe ha permitido que la situación llegue hasta la víspera de la boda? Naturalmente que cabe hablar de un truco teatral, pero no deja de ser una bala más, proporcionada al amigo de la verosimilitud escénica. ¿Quizá el personaje aplica la máxima de que «la felicidad es como una sensación de estar en peligro»? No sería mala respuesta si recordamos las melancólicas lágrimas de Cándida en el último tramo de Juego de niños, porque también ella se sintió en peligro... y casi feliz por un tiempo.

¿Qué es la soledad de la soltería para Guadalupe? Tampoco lo sabemos, aunque es dudoso que resulte necesaria o conveniente una explicación. La soltera rebelde es una comedia, no un drama, y quizá ello explique que se refiera a su soledad casi con cariño, con más melancolía que tristeza, cuando la evoca en mezcolanza con «mis risas, mis llantos, mis pensamientos, mis imaginaciones».

La querencia de Guadalupe por su terruño es otro aspecto que tampoco queda enteramente resuelto, aunque el conocedor del teatro de Ruiz Iriarte no necesite más referencias sobre el cariño (irónico) tomado por el autor hacia las «provincias», a las que recurre tan a menudo. Aquí el espacio provinciano es Montalbán, donde «nunca ocurre nada», y quizá por eso Guadalupe lo recuerda sin asomo de sarcasmo, con verdadero afecto, «con una tierna nostalgia».

Posiblemente ante la crítica no ayudó demasiado que varios de los personajes de la obra evocaran con excesiva claridad los de Juegos de niños. La pareja enredadora formada por Mónica y Maty se parece demasiado a su equivalente de Juego de niños, de la misma manera que el organista Esteban había tenido ya un predecesor en Marcelo, el tímido profesor de francés. Ambos representan una posibilidad de amor ideal que no llega a concretarse, sencillamente porque es imposible.

También las ideas de La soltera rebelde son familiares para el conocedor de Ruiz Iriarte: «¿Es que tú, que sabes tanto, todavía no sabes que una mujer solo vive de verdad cuando vive para ellos [los hombres]? Se llora por ellos, se ríe por ellos. Y se juega con ellos. Todo es por ellos», le dice Guadalupe (curiosamente, solterona) a Mónica (la joven independiente).

Al final, solo al final, asoma el drama. Es la angustia de una solterona que quiere evitar que Mónica repita los errores que ella cometió. El desenlace, dado que La soltera rebelde no es una farsa, dificulta la aceptación del papel de los personajes jóvenes, Maty, que tanto éxito tiene con los chicos, y Mónica, la intelectual a quien no parecen interesarle. Por cierto que la competencia entre hermanos es motivo argumental presente también en El pobrecito embustero, la siguiente obra de Ruiz Iriarte. En La soltera Mónica aparca su ego y termina aceptando como novio a Pepito, poco más que un saco de músculos, no sin antes hacerse portavoz de ideas como la siguiente: «¡Soy una intelectual! El matrimonio sería un estorbo para mí». Y es que después de esta frase termina interiorizando los pensamientos de su tía Lupe: «Tú eres como todas... ¡Todas somos iguales!». El consejo de su tía es el siguiente: «¡Lánzate a la conquista del primer muchacho que pase ante tus ojos». La muchacha sigue la recomendación: se interesa por el saco de músculos.

Para justificar la conducta de Lupe, resultaba más aceptable la explicación del complejo, freudiano o no, que el brusco cambio de opinión de la sobrina. La explicación de Lupe puede considerarse tópica o teatral, a gusto del consumidor: su hermana tiene éxito con los chicos y ella no, lo que la ha obligado a refugiarse en el rechazo al otro sexo y, casi peor, en la lectura de Steinbeck, Joyce y Sartre. Este último nombre enlaza con las referencias al existencialismo, identificado aquí, como no podía ser menos en la España de principios de los años cincuenta, con la angustia y el desaliño indumentario. Menos mal que para combatirla estaba el teatro de Ruiz Iriarte y el de otros como él.

No falta en La soltera rebelde una moraleja de tono arnichesco. Como en piezas anteriores, se hace portavoz de ella un personaje extraño a la familia. Aquí es Esteban quien trasmite el mensaje final: «Solo podemos ser verdaderamente dichosos por el amor, por la fe o por la esperanza. Pero en el amor está todo. Porque, cuando se quiere, se cree más en Dios y el alma se llena de esperanzas maravillosas...».

Este personaje es la víctima inocente habitual en las obras de Ruiz Iriarte. Esteban está muy probablemente enamorado, sin esperanza, de Adelaida. La solterona, paradójicamente, ha ido dejando por el camino damnificados en sus cortas relaciones con Cupido. El otro herido es el hombre con quien iba a casarse, Joaquín, un personaje bastante parecido al Lorenzo de El pobrecito embustero. El motivo de la mentira, tan activo en Juego de niños, toma cuerpo en este hombre que se convierte, después del desengaño, en otro individuo distinto, noctámbulo y gamberro: es otro, se miente a sí mismo. Igualmente, Lupe, por motivos no muy comprensibles para el espectador, se transforma en otra mujer, que de manera inverosímil deambula por la noche madrileña en busca de aventuras que puedan darle una experiencia de que carece. Los dos se mienten a sí mismos al travestirse en personas distintas de quienes realmente son. El engaño, una vez más, es en Ruiz Iriarte, una alternativa a la vida real.

Óscar Barrero Pérez

Universidad Autónoma de Madrid


Obras citadas

  • Zatlin Boring, Phyllis. Víctor Ruiz Iriarte. Boston: Twayne, 1980.
  • García Ruiz, Víctor. Víctor Ruiz Iriarte. Autor dramático. Madrid: Fundamentos, 1987.




Esta comedia se estrenó en el Teatro Reina Victoria de Madrid, la noche del 19 de septiembre de 1952, con el siguiente reparto:

PERSONAJES
 
ACTORES
 
GUADALUPE. TINA GASCÓ.
ADELAIDA. ROSA LACASA.
MÓNICA. JOSEFINA RAGEL.
MATY. VICTORIA RODRÍGUEZ.
LOLITA. CONCHITA SARABIA.
BERTA. LOLITA GÓMEZ.
ESTEBAN. CARLOS CASARAVILLA.
DON JOAQUÍN. MANUEL ARBÓ.
JAIME. MANUEL ALEJANDRE.
PEPITO. CARLOS SÁNCHEZ.

Decorado: Emilio Burgos.






ArribaAbajoActo I

 

Saloncito muy confortable y muy alegre en una casa madrileña habitada por gentes de buena posición. Predomina en todo, en muebles y colores, un sentido de lo confortable muy de hoy, pero muy femenino y delicado. Al fondo, un poco hacia la derecha -se entienden, siempre, términos del espectador-, una puerta de dos hojas herméticamente cerrada en el momento de alzarse el telón. A la derecha, dos puertas iguales: una lleva al vestíbulo y la otra conduce a las habitaciones del interior del piso. A la izquierda, formando rotonda con parte del fondo, y un poco avanzado hacia primer término, un gran ventanal apaisado. Debajo del ventanal, siguiendo la curva de la pared, un amplísimo diván cuajado de almohadas y algún sillón. A la derecha, en primer término, dos sillones y una mesita redonda. Hay cuadros, libros y flores. La luz corresponde a la media tarde de un día de octubre.

 
 

(Se hallan en escena ADELAIDA, MÓNICA, MATY y LOLITA. ADELAIDA es una distinguidísima señora que lleva con notable éxito su encantador otoño. Es viuda desde hace bastantes años y es la madre de MÓNICA y MATY. Tiene un perpetuo y graciosísimo aire de estar en la luna. MÓNICA, que acaba de cumplir los veinte años, es una muchacha cuyo aspecto, la energía de sus ademanes, y una rara firmeza en el tono de su voz le dan una precoz seriedad. Es bonita, desde luego, pero lo disimula todo lo que puede. Lleva el rostro apenas maquillado. Un peinado sencillísimo, sin el menor alarde de coquetería. Estudia en la Universidad. MATY es todo lo contrario; muy femenina, muy despierta. Un poco más joven. A ratos, como se irá viendo, luce un irreprimible desparpajo. También asiste a la Universidad. Pero, francamente, parece que no le importa eso demasiado. Diremos, por último, que LOLITA es una doncella de la casa, muy agradable. Al levantarse el telón, las cuatro mujeres, con la más viva angustia reflejada en el semblante, están agrupadas ante la puerta cerrada del fondo, atendiendo a algo que sucede en el interior. MATY, que tiene el oído pegado a la puerta, y a veces mira por el ojo de la cerradura, es la que facilita información a las demás. Las cuatro, por igual, están asustadísimas.)

 

ADELAIDA.-  ¿Qué?

MÓNICA.-  ¿Qué?

LOLITA.-  ¿Qué?

MATY.-  ¡Chiss! Callad...

ADELAIDA.-  Pero, ¿qué hace?

MATY.-   (Después de mirar otra vez.)  Se ha echado en el sofá y...

TODAS.-  ¿Qué? ¿Qué?

MATY.-  ¡Está llorando!

TODAS.-  ¡Oh!

 

(ADELAIDA, muy nerviosa, comienza a pasear de un lado para otro. MÓNICA también, pero en sentido inverso. MATY continúa firme en su puesto de espionaje. LOLITA queda junto a la pequeña.)

 

ADELAIDA.-  ¡Dios mío! ¡Llorando!

MÓNICA.-  ¡Pobre tía Lupe!

LOLITA.-  ¡La pobre señorita!

ADELAIDA.-  ¡Ay! ¡Ay, qué disgusto tan grande! Y precisamente hoy, ¡en la víspera! Y precisamente a las cinco de la tarde, cuando tengo citados al «maître» del Ritz para ponernos de acuerdo sobre la música que se va a tocar en la iglesia y al organista de la parroquia para ponernos de acuerdo sobre el menú que se va a servir en el Ritz...

MÓNICA.-   (Muy excitada: casi gritando.)  ¡Mamá! ¡No empieces a confundirlo todo, que me pongo nerviosísima...

ADELAIDA.-  ¡Ay, hija mía, es que no sé lo que digo! Pero, Señor, ¿qué mosca le ha picado a mi pobre hermana? Estábamos aquí las dos charlando, cuando, de pronto, vuestra tía se ha echado a llorar, se ha metido en esa habitación dando gritos y ha empezado a romper cosas...  (Transición.) A propósito, ¿cuántas invitaciones se han enviado?

MÓNICA.-  Doscientas diez.

ADELAIDA.-   (Muy impresionada.) ¡Qué barbaridad! Calculando que por cada invitación se consideren invitadas cuatro personas, que es lo normal, resulta que serán más de ochocientas... ¡Huy! Eso no es una boda. Es una manifestación.  (Transición.) Mónica, hijita. ¿Por qué hemos invitado a tanta gente?

MÓNICA.-  Pero, mamá. Si la lista de invitados la hiciste tú misma...

ADELAIDA.-  ¿Estás segura?

MÓNICA.-  ¡Segurísima! Dijiste que la boda de tía Lupe había de ser un acontecimiento...

ADELAIDA.-  ¿Eso dije?

MÓNICA.-   (Furiosa.) ¡Sí!

ADELAIDA.-   (Muy natural.) No me extraña.

MÓNICA.-   (Casi desesperada.) ¡Oh, mamá! ¡Mamá!

ADELAIDA.-  Tengo mis razones, hijita. Todo el mundo creía que mi hermana no se casaría jamás. Ya era para todos la solterona incansable, la parienta provinciana que se moría de soledad y de aburrimiento en nuestra vieja casa de Montalbán. Pero no contaban conmigo, claro. Me empeñé en casarla y mi trabajo me ha costado, pero mañana la caso delante de ochocientas personas.  (Transición.)  Porque, después de todo, ochocientas personas se meten en cualquier parte, Mónica. Bien mirado, eso es lo que ahora se llama una fiesta íntima...

 

(De pronto, en este momento, suena en la pieza inmediata del fondo el estrépito que produce un objeto que se hace añicos contra el suelo. ADELAIDA y las muchachas gritan y retroceden al tiempo.)

 

TODAS.-  ¡Ay!

ADELAIDA.-   (Aterrada.)  ¿Qué ha sido eso?

MATY.-  La tía Lupe...

TODAS.-   (Con ansiedad.) ¿Qué?

MATY.-  ¡Se ha cargado el jarroncito chino!

TODAS.-   (Consternadas.)  ¡Oh!

ADELAIDA.-   (Con hondo desconsuelo.) ¿El que trajo el abuelito de la guerra de Cuba?

MATY.-   (Contentísima.) Sí, sí, Ese.

ADELAIDA.-  ¡Qué horror! ¡Un jarrón que era una reliquia histórica!

LOLITA.-  ¿De veras, señora?

ADELAIDA.-  Sí, hija, sí. Como el pobre abuelito era tan patriota, al volver de Cuba quiso traer un recuerdo del país y se compró un jarroncito chino...  (Transición.) Es horrible. Esta hermana mía lo romperá todo. ¡Nos dejará sin casa!

LOLITA.-   (Solícita.) ¿Quiere la señora que prepare una taza de tila para ver si la señorita Lupe se tranquiliza?

ADELAIDA.-  Sí, hija. Pero date prisa.

LOLITA.-  ¡Volando!

 

(Sale LOLITA. ADELAIDA continúa paseando de aquí para allá, casi hablando para sí.)

 

ADELAIDA.-  Es la misma, la misma de siempre. No ha cambiado con los años. ¡Dios mío, qué genio! Cuando éramos niñas, ella era el terror del internado. ¡Digo! Pero si todavía la recuerdan las monjitas.  (Transición.) Maty, nena. ¿Por qué estás tan callada? ¿Quieres decirnos lo que hace tu tía Lupe en estos momentos?

MATY.-  ¡Chiss! Me parece que está hablando sola...

ADELAIDA.-  ¿Oyes algo?

MATY.-  Casi nada. (Transición.)  ¡Ay!

ADELAIDA.-  ¿Qué?

MATY.-  Dice que es muy desgraciada...

ADELAIDA.-  ¡Oh!  (Indignadísima.)  ¡Dice que es muy desgraciada en la víspera de su boda! Pero si cualquier mujer en su caso estaría loca de alegría...

MATY.-  Eso digo yo. ¿Cómo estabas tú la víspera de tu boda, mamá?

ADELAIDA.-  ¿Yo? Tan fresca.  (Nostálgica.)  En cambio, ya veis: vuestro padre, que en paz descanse, estaba muy preocupado... Le daban vahídos.

MÓNICA.-  Se comprende. ¡Pobre papá!

MATY.-   (Un suspiro.)  ¡Ay! ¡Qué poquita cosa son los hombres!

ADELAIDA.-  ¡Niña! No seas descarada.

 

(Entra BERTA. Otra doncella, también joven, ataviada como LOLITA.)

 

BERTA.-  ¡Señora! Acaba de llegar el organista de la parroquia. Dice que le ha llamado la señora... Está en el vestíbulo...

ADELAIDA.-   (Excitadísima.) ¡Déjame en paz!

BERTA.-  ¡Ay, sí! ¡Sí, señora! (Sale BERTA, muy de prisa y muy asustada.) 

ADELAIDA.-  ¡El organista! ¿Qué os parece? Para músicas estoy yo en estos momentos...

 

(Entra LOLITA. Lleva una taza en una bandejita.)

 

LOLITA.-  Aquí está la tila...

MÓNICA.-  ¿Te atreves a entrar?

ADELAIDA.-  ¿No tienes miedo?

MATY.-  ¿Serás capaz?

LOLITA.-  Por probar...

ADELAIDA.-  Pues anda, hija. ¡Y suerte!

 

(LOLITA va a la puerta del fondo. Llama suavemente con los nudillos y habla bajito.)

 

LOLITA.-  Señorita, señorita Guadalupe. Soy yo, Lolita.

 

(Nadie contesta. LOLITA sonríe, empuja una de las hojas de la puerta y entra. La puerta vuelve a cerrarse tras ella.)

 

ADELAIDA.-   (Con franca admiración.) ¡Qué valiente es esta Lolita!

MÓNICA.-   (De pronto.) ¡Mamá!

ADELAIDA.-  ¡Ay, hija! Me has asustado.

MÓNICA.-  ¿De qué hablabais tía Lupe y tú cuando a ella le dio ese ataque de nervios?

ADELAIDA.-   (Sorprendidísima.)  ¿De qué hablábamos? Pues no lo sé. ¡Ah, sí, ya caigo!  (Transición.) Hijita: hablábamos de lo natural... Ten en cuenta que yo soy una mujer casada, viuda desde hace años, ¿entiendes? Y vuestra tía, aunque no sea una muchacha, ni mucho menos, la pobrecita es una solterona inocente. Con decirte que era la más virtuosa de Montalbán, y eso que en Montalbán todas las mujeres son muy virtuosas...

MÓNICA.-  ¿Todas?

ADELAIDA.-  Todas. La que no lo es se tiene que ir a vivir al pueblo de al lado porque la echan.

MÓNICA.-  ¿Las mujeres?

ADELAIDA.-  No, hija. Los hombres... Son muy mirados.  (Un hondísimo suspiro.) ¿Comprendes ahora, hijita? Tu pobre tía ha vivido siempre sola en una provincia y, por su carácter, ni siquiera ha tenido un novio... Me pareció que mi deber de hermana mayor era prepararla para ciertas experiencias del matrimonio. En fin, pequeñas, hablamos de cosas de las que vosotras no tenéis aún ni la menor idea...

MATY.-   (Tan campante.)  ¡Ay, qué graciosa eres, mamá!

ADELAIDA.-   (Con un escalofrío.) ¡Niña!

MÓNICA.-   (Muy severa.) ¡Mamá! Si nos hubieras dejado que nosotras se lo explicáramos todo a tía Lupe seguramente lo habríamos hecho con más delicadeza que tú...

MATY.-   (Con mucha naturalidad.) Eso mismo estaba pensando yo.

ADELAIDA.-   (Mirándolas con espanto.) ¿Vosotras? Pero, Dios mío, ¿qué estoy oyendo?

 

(En ese momento se oye un ruido de cacharros rotos y, al mismo tiempo, un grito de LOLITA. En escena, ADELAIDA, MÓNICA y MATY se dan un susto enorme. Gritan.)

 

LAS TRES.-  ¡Ay!

 

(Se abre súbitamente la puerta del fondo y aparece LOLITA, como lanzada. Viene despavorida. ADELAIDA, MÓNICA y MATY acuden y la rodean.)

 

ADELAIDA.-  ¡Lolita!

MÓNICA.-  ¿Qué ha pasado?

MATY.-  ¿Te... ha pegado?

LOLITA.-   (Llorosa.)  Pues, al principio, todo iba bien. Hasta parecía más tranquila.  (Se echa a llorar.) Pero, cuando la he dicho que tiene mucha suerte porque se casa mañana, ha soltado un grito, y me ha tirado del pelo...

TODAS.-  ¡Oh!

LOLITA.-  ¡Vamos!  (Llorando ya desgarradoramente.)  Y todo porque una se mete en lo que no le importa con la mejor voluntad...

 

(Sale secándose las lágrimas. ADELAIDA, MÓNICA y MATY se miran, consternadas.)

 

MÓNICA.-  ¡Pobre Lolita!

MATY.-  ¡Pobrecita!

ADELAIDA.-   (En un grito.) ¡Basta! Esta situación no puede continuar ni un minuto. Yo misma haré comprender a mi hermana que su actitud es improcedente...

MATY.-   (Asustada.) ¡No, mamá!

ADELAIDA.-  ¡Dejadme! Cumpliré con mi deber... (Y con la más firme decisión, empuja la puerta del fondo y entra.) 

MÓNICA.-  ¡No entres!

MATY.-  ¡Cuidado, mamá!

MÓNICA.-  ¡Ay, ay, ay!

 

(Y las dos, a un tiempo, escapan hacia el fondo. Al llegar, se abre de par en par la puerta y aparece ADELAIDA, con el semblante muy trastornado. Da la sensación de que le ha ocurrido algo inaudito.)

 

MÓNICA y MATY.-  ¡Mamá!

ADELAIDA.-  Es inútil. Está furiosa conmigo. ¡Y me ha dado una bofetada!

MATY y MÓNICA.-  ¡Oh!

 

(En el umbral de la puerta del fondo surge con violencia GUADALUPE. Es una mujer de algunos más de treinta años. Lleva un vestido oscuro y recatadísimo. En el rostro, un noble rostro, ahora un poco descompuesto por la irritación que sufre, hay algo hermoso y atractivo. En los ojos le brillan unas lágrimas furiosas e incontenibles. Tiene el peinado deshecho. Grita con coraje entre sollozos.)

 

GUADALUPE.-  ¡Vete!

TODAS.-   (Retrocediendo.) ¡Ayyy!

GUADALUPE.-  ¡Vete, Adelaida! ¡Vete! No quiero verte. ¿Por qué me has traído a Madrid? ¿Por qué no me has dejado en Montalbán para siempre? ¿Por qué, Dios mío? ¿Por qué?

ADELAIDA.-   (Muy asustada.) ¡Guadalupe!

GUADALUPE.-  ¡Calla! ¿Crees que no lo sé? Porque para ti, para tu estúpida frivolidad, es casi un deshonor tener una hermana solterona. Porque, para ti, casar a una pobre provinciana es como un juego de sociedad donde se lucen tu habilidad y tu ingenio. ¿Verdad que es eso? Dilo, Adelaida. Di que el juego ha sido muy divertido... Pero lo que tú no sabes, lo que no sabe nadie, es que yo, ahora, quisiera huir de aquí, desaparecer, morirme... (Se deja caer en el diván y golpea furiosamente en los almohadones.)  ¡Oh, Dios mío! Yo me quiero morir...

ADELAIDA.-   (Aterrada.) Pero, Guadalupe, querida...

GUADALUPE.-  ¡Vete! Déjame... No te acerques. ¡Te odio!

ADELAIDA.-  ¡Oh! Dice que me odia...

MÓNICA.-  Vete, mamá. Por favor.

ADELAIDA.-  Está bien. Si es necesario... Me iré.

 

(Sale, muy ofendida. Un silencio. GUADALUPE continúa echada en el sofá, con el rostro oculto, llorando silenciosamente, con rabia. MATY y MÓNICA, inmóviles, la contemplan sobrecogidas. Hablan muy bajito.)

 

MÓNICA.-  ¡Chica! ¡Qué horror!

MATY.-  ¡Qué genio!

MÓNICA.-  ¡Es una fiera!

 

(Aparece, con muchísima prudencia, ESTEBAN. Es un hombre de unos cuarenta años, o quizá alguno más, de mirada un poco ensimismada y de aspecto muy descuidado. Uno de los escasos bohemios que quedan. Llama desde la puerta.)

 

ESTEBAN.-  ¡Chiss! Buenas tardes. ¿Cómo están ustedes? Permítame que me presente. Yo soy el organista de la parroquia... Estoy esperando en el vestíbulo desde hace un ratito y nadie me hace caso...

 

(MÓNICA y MATY se vuelven hacia él, indignadísimas, imponiéndole silencio.)

 

MÓNICA y MATY.-  ¡Chiss!

ESTEBAN.-   (Asustado.)  ¡Caramba!

MATY.-  ¿Quiere usted callarse?

ESTEBAN.-  Pero, señorita...

MÓNICA.-  ¡Largo!

ESTEBAN.-   (Sobrecogido.) Sí, sí, señorita. Con mucho gusto. Esperaré... Caramba, caramba.

 

(Y desaparece por donde vino, muy impresionado. Una pausa. GUADALUPE, poco a poco, se incorpora, se seca las lágrimas, ve lejos a sus sobrinas, se ruboriza y baja los ojos como avergonzada, en una rara transición de humildad.)

 

GUADALUPE.-  Ya sé lo que estáis pensando vosotras. La tía Lupe es una salvaje... ¿No es eso?

MATY.-  ¡Oh, no!

MÓNICA.-  Mujer... Tanto como una salvaje.  (Amablemente.)  Pero si todo lo que ha pasado es muy natural. ¿Verdad, Maty?

MATY.-   (Amabilísima.)  ¡Claro! Te has cargado el jarroncito chino porque era una birria. Le has tirado del pelo a Lolita porque siempre se está metiendo en lo que no le importa. Y después le has dado una bofetada a mamá...

MÓNICA.-  Bueno. Pero hay muchísima gente que está deseando darle una bofetada a mamá.

MATY.-   (Muy natural.) ¡Claro! Ya lo decía el pobre papá...

 

(Otro silencio. GUADALUPE que, entre hosca y avergonzada, ha permanecido con la vista clavada en la alfombra, alza los ojos, tiene como un estremecimiento y mira a las dos muchachas en demanda de auxilio.)

 

GUADALUPE.-  ¡Maty! ¡Mónica! Es que tengo miedo...

 

(Las dos muchachas corren hacia ella.)

 

MATY.-  ¿Qué has dicho?

MÓNICA.-  ¿Miedo tú?

GUADALUPE.-  Tengo muchísimo miedo. (Con terror.)  ¿Qué va a pasar mañana?

MATY.-  ¿Mañana? Mañana será un día maravilloso para ti. A las doce, llegarás a la parroquia, guapísima, con tu traje de novia, y te harán muchas fotografías. Después te pondrás otro vestido para el almuerzo y te harán más fotografías. Luego, otro traje para el viaje y más fotografías. Y, por fin, al atardecer llegaréis al Escorial, donde tu novio ha reservado una habitación en un hotel de película...

GUADALUPE.-   (Sofocadísima: en un grito.)  ¡Calla!

MATY.-   (Huyendo.) ¡Ay!

GUADALUPE.-  Calla, por Dios. No sigas.

MATY.-  Pero, ¿por qué?

GUADALUPE.-   (Ruborosa: angustiadísima.)  Porque me da mucha vergüenza...

MÓNICA.-   (Atónita.)  ¡Anda! ¿Qué es lo que te da vergüenza?

GUADALUPE.-   (Sin mirarlas: muy bajo.) Lo del Escorial...

MÓNICA y MATY.-   (Se miran estupefactas.) ¡Oh!

 

(GUADALUPE vuelve a llorar sin consuelo y se abandona otra vez sobre el diván. Las dos chicas se miran entre sí y no dan crédito a lo que han oído.)

 

MÓNICA.-   (Boquiabierta.) ¿Ha dicho que le da vergüenza?

MATY.-   (Igual.)  Sí, sí. Lo ha dicho.

MÓNICA.-  Entonces, es que en esta boda se han cambiado los papeles...

MATY.-  Eso creo yo...

 

(Las dos, muy maternales, se acercan a su tía y le dan cachetitos en la espalda.)

 

MÓNICA.-  Vamos, vamos, tía Lupe. Mujer...

MATY.-  ¡Querida tía Lupe! Ea, ea...

GUADALUPE.-   (Avergonzada.) Soy una pobre mujer, ¿verdad? Todo esto a vosotras os parece ridículo y absurdo. Ya lo sé... En una solterona como yo, ¡quién iba a pensarlo! Yo debería estar esta tarde muy contenta y orgullosa porque al fin me caso mañana. Pero no puedo, no puedo. Este miedo es algo más fuerte que yo misma... (De pronto, alza la cabeza y se queda mirando a MÓNICA con anhelo.)  ¡Mónica! ¿Qué sientes tú cuando un hombre te coge una mano?

MÓNICA.-   (Extrañada.) ¿Yo?

GUADALUPE.-  ¡Sí!

MÓNICA.-  Pues... nada. Ni frío ni calor.

GUADALUPE.-  ¡Oh, Mónica!

MÓNICA.-  A mí, los hombres me tienen sin cuidado. ¿Comprendes? Yo soy una intelectual.

MATY.-   (Sonríe encantada.) Pues a mí, me gustan.

MÓNICA.-  Ya, ya. Se te nota.

MATY.-   (Como una disculpa.)  Claro que yo soy muy coqueta...

MÓNICA.-  También se te nota.

MATY.-   (Dichosísima.)  Me encanta que los muchachos me cojan una mano y me la tengan así un ratito. ¡Ay! Ya lo creo que me gusta. Y si el chico es de los que tienen los ojos negros, me entra como un sobresalto y hasta me pongo colorada y todo. Me da mucha rabia, pero no lo puedo disimular...  (Muy cariñosa.)  Di, tía Lupe. ¿Te ocurre a ti lo mismo?

GUADALUPE.-   (Un silencio. Mirándola despacio.) No, chiquilla...

MATY.-  ¿De veras?

GUADALUPE.-  Yo no conozco esa felicidad. Lo he sospechado siempre... Pero desde anoche estoy segura.

MÓNICA.-  ¿Qué pasó anoche?

 

(GUADALUPE mira a las dos, llena de confusión, y se va ruborizando poco a poco mientras habla.)

 

GUADALUPE.-  Anoche fui con Joaquín al cine, como todas las noches. Hacían una película neorrealista de esas que pasa lo mismo que pasa en la vida y, claro, me quedé dormida en seguida... Como Joaquín es tan atento, tan delicado, quiso traerme a casa inmediatamente. Tomamos un taxi. Y, de pronto, sin que yo me diera cuenta de cómo se las arregló, me encontré con que me tenía así, cogida de la cintura...

MÓNICA.-  ¡Oh!

MATY.-   (Experta.) Es que los muy granujas se dan unas mañas...

GUADALUPE.-  Y entonces... (Se calla.) 

MÓNICA.-  ¿Qué?

GUADALUPE.-  Entonces... me besó.  (Un sollozo.)  Creí que me volvía loca. Como tengo este genio... Me puse furiosa. Grité. Le di muchas bofetadas... Hasta creo que le arañé un poco.

MATY.-  ¡Qué barbaridad!

MÓNICA.-  ¡Dios mío! ¿Y qué diría el chófer?

GUADALUPE.-   (Muy indignada.) Se puso de su parte. Era un sinvergüenza. También le di una bofetada...

MÓNICA.-  ¡Oh!

GUADALUPE.-  Después vino un guardia. Y, por faltar a las buenas costumbres, quería poner una multa...

MÓNICA.-  ¿A tu novio?

GUADALUPE.-  No, no. A mí...  (Resignada.)  El guardia creía que era yo la que se quería aprovechar. Por lo visto, es lo corriente.

MATY.-   (Con santa indignación.) Pero, tía Lupe, ¿es que nunca te han besado en un taxi?

GUADALUPE.-  ¡Jamás!

MATY.-   (Con enorme asombro.) ¡Qué caso!

GUADALUPE.-   (Humildemente.) Maty... Ten en cuenta que hasta hace tres meses he vivido en una provincia.

MATY.-   (Escéptica.) ¿Es que en provincias los hombres son más tímidos que en Madrid?

GUADALUPE.-  No es eso. Es que hay menos taxis...

MATY.-  ¡Ah, bueno!

GUADALUPE.-  Aquello es tan distinto...  (Transición. Sonríe. Evoca, para sí misma, con una tierna nostalgia.)  Vosotras, chiquillas, no podéis comprenderlo. Montalbán es una ciudad insignificante que apenas tiene ochenta mil habitantes. Nuestra casa, la vieja casa de nuestra familia, que vosotras ni siquiera conocéis, está en la plaza, en una plaza pequeñita y silenciosa, frente a la catedral y al lado de un convento de monjas.  (Sonríe.)  ¡Da gloria! Siempre se oyen campanas... De la Catedral o de las monjitas. Por las mañanas, si se mira desde el balcón de mi cuarto, parece que en el huerto de las monjas se ha parado una bandada de palomas. Son ellas, las monjitas que cuidan sus flores... Toda mi vida se ha quedado allí, como se quedó la de mamá y la de la abuelita. Allí están mis risas, mis llantos, mis pensamientos, mis imaginaciones. ¡Mi soledad!

MÓNICA.-   (Conmovida.) ¿Siempre sola, tía Lupe?

GUADALUPE.-  ¡Siempre! Nuestros padres murieron pronto y vuestra madre se casó aquí apenas salimos del internado.  (Sonríe.)  Porque tu madre era tan coqueta como tú, Maty.

MATY.-  Lo creo... Todo el mundo dice que mamá ha salido a mí.

GUADALUPE.-  Yo, no... Yo era una niña rebelde y huraña. Rehuía los mimos y las zalamerías... Aún recuerdo el horror que me inspiraban los besos de don Fabián, el administrador: tan bueno, tan viejecito, tan leal. Para mí, los besos don Fabián, con sus dientes rotos y sus barbas sucias, eran un suplicio atroz. Tenía que esconderme para llorar. A veces, me refugiaba en el último rincón de la casa para que no me encontrara don Fabián y no pudiera besarme... Tanta repugnancia me daba. (Con ternura.)  Pobrecito, pobrecito don Fabián... (Un levísimo silencio.)  Después, poco a poco, empezó a hablar la gente de mi mal carácter, de este genio mío, qué sé yo. Yo no me daba cuenta de nada. Solo sé que se fueron pasando los días uno tras otro, todos iguales.  (Baja la cabeza.)  Y la juventud...

MATY.-  ¡No lo entiendo! ¿Es que los muchachos de Montalbán no te hacían la corte?

GUADALUPE.-   (Sonríe con suave melancolía.)  No, Maty... En Montalbán, los muchachos de nuestra clase vienen a estudiar a Madrid, y cuando se hacen hombres ya no vuelven a Montalbán. Los otros, los que no eran de nuestra clase, no se atrevían a hacerle el amor a la señorita Guadalupe. Era demasiado para ellos. Además, ya era yo una solterona de mal genio de la que todos se burlaban un poquito...

 

(Las dos muchachas se enternecen y, suavemente, se estrechan más junto a ella.)

 

MÓNICA.-  ¡Oh, tía Lupe!

MATY.-  ¡Pobrecita tía Lupe!

GUADALUPE.-   (Se seca una lágrima.) Bueno... Realmente, yo casi era feliz con mi soledad, con mis manías, con mis sueños, porque también tenía sueños, ¿comprendéis? Esos sueños de las solteronas, tan maravillosos y tan inútiles. ¿Sabéis vosotras lo que es, por la noche, al acostarse, cerrar los ojos y vivir con la imaginación todo lo que no se ha podido vivir durante el día? Entonces todas las palabras hermosas, felicidad, amor, hijos, brillan en la sombra como estrellas. Por eso vine cuando me llamó vuestra madre. Porque me llamaba con esas mismas palabras... Cedí como cuando éramos niñas y me tenía sometida a su voluntad... Pero, anoche supe qué distinto es el amor que sueña una solterona en Montalbán del otro amor, del verdadero amor...  (Transición. Excitándose, angustiada, mientras habla.)  Y no puedo, ¿sabes, Mónica? ¡No puedo, Maty! Os lo juro. Anoche, cuando Joaquín me besó, si grité y le pegué y le arañé no fue por pudor, sino porque en él, en aquel momento, estaba viendo al mismo don Fabián, tan feo y tan viejo, con sus barbas sucias. Y volví a sentir la misma repugnancia que sentía cuando era una niña. ¡No puedo! ¡No puedo! ¡Me volvería loca! Y lo más horrible de todo es que me voy a casar mañana...

 

(Esconde la cabeza entre las manos y llora. Las muchachas se miran. Un silencio que solo cortan los ahogados gemidos de GUADALUPE.)

 

MÓNICA.-  Bien... Ya está todo claro.

MATY.-  ¿Tú crees?

MÓNICA.-  ¡Sí! Estamos ante un complejo.

GUADALUPE.-   (Asustada.) ¿Qué es eso, Mónica?

MÓNICA.-  Sería muy largo de explicar. Pero el caso es que tú eres víctima de un complejo. Y de los buenos.  (Muy intelectual.)  De este complejo debe de haber antecedentes en Freud, pero no estoy segura. Claro que eso es lo de menos porque todo el mundo habla de Freud y no lo ha leído nadie...

GUADALUPE.-   (Con ansiedad.) Di, Mónica. ¿Y esto es grave?

MÓNICA.-  ¡Gravísimo!

GUADALUPE.-  ¡Oh!

MÓNICA.-  Pero no eres tú sola, tía Lupe. Hay muchas mujeres que padecen este complejo...

MATY.-  Pues es una gaita.

MÓNICA.-   (Indignadísima.) La culpa de todo la tiene el maldito de don Fabián de las barbas...

GUADALUPE.-  Mujer... Si don Fabián murió hace treinta años, ¿cómo puede tener él la culpa de nada?

MÓNICA.-   (Muy sabia.) Tía Lupe: no seas inocente. Ese horror que te inspiró anoche un beso de tu novio no es más que la continuación inconsciente de la repugnancia que te producían los besos de aquel viejo estúpido...

GUADALUPE.-   (Extrañadísima.) ¿Eso... es posible?

MÓNICA.-  ¡Sí! Estoy segura.

GUADALUPE.-  ¡Ah!  (Absorta.) ¿Y tú crees que me sucedería igual si me besara otro hombre que no fuera Joaquín?

MÓNICA.-  ¡Quién sabe! Como hasta ahora no te ha besado nadie más que él...

GUADALUPE.-  Pero yo necesito saberlo...

MÓNICA.-  Si te vas a casar mañana. No hay tiempo para nada...

GUADALUPE.-   (Obstinada en su idea.) ¡No! ¡No! ¡No! ¡Yo quiero saberlo ahora mismo! ¡Ahora mismo!

 

(Asoma cautamente, prudentísimo, en una puerta, como antes, ESTEBAN.)

 

ESTEBAN.-  ¿Se... se puede?

 

(Las tres gritan al tiempo y se vuelven.)

 

LAS TRES.-  ¡Ayyy!

ESTEBAN.-  ¡Caramba! ¿Se... se han asustados ustedes? Lo siento. Lo siento mucho...  (Muy cortés y muy amable.) Me permito recordarles que soy el organista de la parroquia. El señor cura párroco me dijo que debería venir para ponerme de acuerdo con la señora de la casa sobre la música que he de tocar mañana en la ceremonia de la boda. La señora, al parecer, no quiere un programa vulgar. Pero la verdad es que llevo un buen rato en el vestíbulo y me parece que se han olvidado de mí...

 

(GUADALUPE, desde que entró ESTEBAN, no ha dejado de mirarle con una rara fijeza. MÓNICA observa a tu tía, alarmadísima. Muy bajo.)

 

MÓNICA.-  ¡Tía Lupe! No me asustes. ¿Qué es lo que estás pensando?

MATY.-  ¡Ay, Dios!

 

(Él, bastante confuso por la mirada de GUADALUPE, comienza a darle vueltas al sombrero que tiene entre las manos.)

 

ESTEBAN.-  ¡Je! ¿Es usted...? ¿Es usted la novia? ¿Sí? La felicito.  (Sonríe.) Ya, ya nos conocíamos. Bueno, usted a mí, no, desde luego. Yo, a usted, sí. Desde hace algún tiempo la veo a usted en la misa de nueve de la parroquia. Siempre va usted sola, y todos los días se pone en el mismo rincón: junto al altar de san Pablo. Parece como si se escondiera. Pero hace usted bien. Es el rincón más fresco de la iglesia y huele a gloria, porque el altar de san Pablo, no sé por qué, siempre está lleno de claveles. ¡Je! ¡Señorita! ¿Qué le parecería a usted si durante toda la ceremonia de su boda yo tocara en el órgano música de Mozart? ¡Oh! Cuando en el silencio de una iglesia suena el órgano con música de Mozart parece que la iglesia entera es como un anticipo de lo que uno imagina que puede ser el cielo. Verá usted. Cuando usted, en el altar, diga en voz alta: «Sí, quiero», yo, arriba, en el órgano, tocaré el «Aleluya»...

GUADALUPE.-  Por favor... ¿Quiere usted darme un beso?

 

(Estupor, ESTEBAN se queda atónito y las dos muchachas pegan un grito.)

 

MATY y MÓNICA.-  ¡Ayyy!

MÓNICA.-  ¡Tía Lupe!

ESTEBAN.-  ¡Señorita! ¿Ha dicho usted que la dé un beso?  (A las chicas.)  ¿He oído bien?

MATY.-  Sí, señor. Es para un experimento...

ESTEBAN.-  ¡Qué barbaridad! Pero, señorita. ¿De verdad es usted la novia que se casa mañana?

GUADALUPE.-   (Roja de rubor. Casi llorando.) ¡Deme usted un beso, por favor!

MATY.-  Ande, hombre. No se haga de rogar...

ESTEBAN.-  Sí, señorita. Con mucho gusto...  (Se vuelve hacia MÓNICA y MATY, muy fino.)  Con permiso.

 

(Y da unos pasos hacia GUADALUPE. Ella espera y al verle cerca grita y retrocede. Él se detiene en seco.)

 

GUADALUPE.-  ¡No!

MATY.-  ¡Oh, tía!

MÓNICA.-  ¡Tía Lupe!

GUADALUPE.-   (Horrorizada.) ¡Váyase! ¡Quítese de mi vista! ¡Fuera de aquí!

 

(Huye sin mirarle y se refugia de nuevo en el diván, con la cara oculta entre las manos. Las dos muchachas se vuelven hacia ESTEBAN, indignadísimas.)

 

MÓNICA.-  ¡Váyase pronto!

MATY.-  ¡Hala! ¿Quiere usted marcharse de una vez?

ESTEBAN.-  Sí, señoritas. Me voy. Me voy en seguida. ¡Qué barbaridad! Pero qué barbaridad...

 

(Y sale, muy trastornado. MÓNICA y MATY corren hacia el diván y acosan a su tía con ansiedad.)

 

MÓNICA.-  ¡Tía Lupe! ¿Cómo te has atrevido?

GUADALUPE.-  Es que estaba desesperada.

MÓNICA.-  ¿Y qué?

MATY.-  ¿Te pareció que veías otra vez a don Fabián?

GUADALUPE.-   (Con desconsuelo.) ¡No lo sé!

MATY y MÓNICA.-  ¡Oh!

GUADALUPE.-  No lo sé, porque cuando iba a besarme creí que me moría de vergüenza, y por eso he echado a correr...

MÓNICA.-  ¡Oh!

MATY.-  Pero, tía...

 

(Entra LOLITA.)

 

LOLITA.-  ¡Señorita Guadalupe! Acaba de llegar el novio de la señorita con sus hijos...

TODAS.-  ¡Oh!

GUADALUPE.-  ¡No!  (Gritando.) Ahora no podría verle. ¡Por favor!

MÓNICA.-  Descuida, tía Lupe. Nosotras le entretendremos. Ven, Maty.

MATY.-  Vamos, sí...

 

(Salen las dos con LOLITA. GUADALUPE, sola. Inmediatamente, se oyen fuera las voces jubilosas de PEPITO y JAIME, que llaman.)

 

PEPITO.-   (Dentro.)  ¡Lupe! ¡Lupe!

JAIME.-   (Dentro.) ¡Lupe! ¿Dónde estás?

 

(Irrumpen en escena JAIME y PEPITO. Vienen muy alborozados. PEPITO tiene unos veinte años, quizá, y JAIME no pasa de los veintidós. Son dos chicos muy de hoy, pero perfectamente diferenciados entre sí. JAIME tiene todo el aire de un universitario estudiosísimo y, como tal, hay en él cierto vago y juvenil ensimismamiento. Lleva gafas. PEPITO, por el contrario, es un muchacho agilísimo, despierto, de gestos y ademanes muy deportivos. Entran corriendo y se sitúan uno a cada lado de GUADALUPE. Hablan los dos, muy contentos, inmediatamente el uno detrás del otro, sin esperar a que GUADALUPE conteste.)

 

PEPITO.-  ¡Hola! ¡Hola!

JAIME.-  ¡Lupe! ¡Chica!  (Dichosísimo.) ¿Te das cuenta de que ya faltan muy pocas horas para que podamos llamarte mamá?

PEPITO.-  Mamá, mamaíta, mamuchi, mamy... ¿Eh?

JAIME.-  ¡Mamá! ¡Mamaíta rica!

PEPITO.-  ¡Eso, eso! ¡Huy! ¡Mi mamá!

 

(Se ríen los dos, divertidísimos, en el colmo de la felicidad. GUADALUPE los mira a uno y a otro, ensimismada, sin oírlos.)

 

JAIME.-  ¡Chica! No sabes lo contentos que estamos. Porque mira que a este y a mí nos ha costado trabajo casar a papá.

PEPITO.-  ¡Uf! No quieras saber. Y cuidado que papá, no es porque sea papá, pero es un buen partido. Pues como si no, chica. Para las mujeres, fatal.

JAIME.-  Lo que pasa. Que papá es demasiado decente. Y las mujeres ahora están por los hombres más fáciles...

PEPITO.-  Te digo, Lupe, que no es porque sea nuestro padre, pero te llevas una alhaja.  (Entusiasmado.) Porque mira que papá es inocente...

JAIME.-  ¡Huy! Es un niño.

PEPITO.-  ¡Es un ángel de Dios!

JAIME.-  ¡Es un mirlo!

PEPITO.-  ¡Eso! ¡Eso es lo que es papá! ¡Un mirlo!

 

(Se ríen los dos con toda su alma. Son dichosísimos. GUADALUPE, que no ha oído ni una sola palabra, clava de pronto sus ojos en el uno y en el otro.)

 

GUADALUPE.-  Jaime, Pepito.

 

(Se corta en seco la risa de los muchachos.)

 

JAIME.-   (Impresionado.) ¡Ay! ¡Qué?

PEPITO.-  ¡Lupe!

GUADALUPE.-   (Con el alma.)  ¡No me caso!

 

(JAIME y PEPITO casi brincan.)

 

JAIME y PEPITO.-   (Al tiempo.)  ¿Cómo?

PEPITO.-  ¡Lupe!

JAIME.-  ¿Qué has dicho?

GUADALUPE.-  ¡He dicho que no me caso!

JAIME.-  Pero... Lupe...  (Balbuciente.) ¿Dices que no vas a casarte con papá?

GUADALUPE.-  ¡No! ¡No me caso! ¡No me caso!

JAIME.-  Pero... Eso sería horrible, horrible.

PEPITO.-  ¡No sabes lo que dices!

JAIME.-  ¿Es que te has vuelto loca?

GUADALUPE.-   (Obstinada.) ¡No me caso! ¡No me caso!

JAIME.-   (Gritando. Soliviantadísimo.)  ¡Papá! ¡Papá! ¿Dónde estás? Oye, papá...

 

(Y sale corriendo. Quedan GUADALUPE y PEPITO.)

 

PEPITO.-  ¡Lupe! ¿Quieres decirme por qué no quieres casarte con papá?

GUADALUPE.-  ¡No me preguntes! Por Dios, no me preguntes... (Corre hacia el fondo. Sale.) 

PEPITO.-   (Estupefacto.) ¡Lupe! ¡Lupe! Escucha... Oye, Lupe.

 

(Entran, con el susto pintado en los semblantes, ADELAIDA, MÓNICA y MATY.)

 

ADELAIDA.-  ¿Eso ha dicho?

MÓNICA.-  ¿Lo has oído tú, Pepito?

MATY.-  ¿Ha dicho que no se casa?

PEPITO.-  ¡Sí!

MATY.-  ¡Ay!  (Llamando.) ¡Tía! ¡Tía Lupe!

 

(Sale por el fondo. Quedan en escena ADELAIDA, MÓNICA y PEPITO. Los tres están muy nerviosos. PEPITO, desesperado, va de un lado a otro de la habitación.)

 

PEPITO.-  ¡Lo ha dicho! ¡Lo ha dicho! ¡Huy!

MÓNICA.-  ¡Pepito!

PEPITO.-  ¡Huy, qué nervioso me estoy poniendo!

MÓNICA.-  Pepito, por Dios.

PEPITO.-  ¡Huy!

ADELAIDA.-   (Sin dar crédito a lo que ocurre.) ¿Que no se casa? Pero, ¿cómo puede hacerme a mí esto? A mí, que desde hace tres meses lo he abandonado todo para dedicarme a casarla. He dejado la Junta de Protección de Menores, la Cruz Roja y hasta lo de las Misiones, que no sé cómo se las estarán arreglando en la India sin mí... ¡Y ahora, en la víspera de su boda, dice que no se casa! ¡Ah, no! Eso es imposible. ¡Imposible!

PEPITO.-  Sí, señora. ¡Imposible!  (Muy digno.)  ¡No se le puede hacer este feo a papá!

ADELAIDA.-   (Lógica.) Eso sería lo de menos, hijito.

PEPITO.-   (Furioso.)  ¿Qué dice usted, señora?

ADELAIDA.-  Lo que no se puede hacer es suspender una boda después de haber enviado doscientas invitaciones a lo mejor de Madrid.  (Casi llorando.) Dios mío, pero si van a venir hasta de Portugal, de esos que están en el exilio y solo vienen a España cuando hay una fiesta importante...

PEPITO.-   (Indignado.) ¡Adelaida! ¡Huy! ¡Huy, qué nervioso estoy!

ADELAIDA.-  ¡Pepito! No me chilles, que te doy un cachete.

 

(Asoma JAIME, desolado, y llama desde la puerta.)

 

JAIME.-  ¡Chiss! Pepito, ven corriendo. Papá...

TODOS.-  ¿Qué?

JAIME.-  Pues que cuando le he dicho lo que pasa le ha dado como un mareo...

TODOS.-  ¡Oh!

PEPITO.-  ¡Papá! ¡Papá!

 

(Salen apresurados JAIME y PEPITO. Las dos mujeres quedan consternadas.)

 

MÓNICA.-  ¡Oh! ¡El pobre don Joaquín!

ADELAIDA.-  Pobrecito, pobrecito.

 

(Acuden las dos a la puerta en el momento en que aparece DON JOAQUÍN, solícitamente atendido por PEPITO y JAIME. DON JOAQUÍN viene secándose el sudor con un pañuelo. Es un señor de algo más de cincuenta años, con un aire de bondad extraordinario.)

 

TODOS.-  ¡Oh!

ADELAIDA.-  ¡Joaquín! Pobrecito...

MÓNICA.-  Pobre señor.  (Muy maternal.)  Ea, ea, ea, don Joaquín...

 

(PEPITO y JAIME se abrazan a su padre, conmovidísimos.)

 

JAIME.-  ¡Papá!

PEPITO.-  ¡Papá!

JAIME.-   (Dolorosamente.) Ahora que ya te veíamos casado y hecho un hombre...

DON JOAQUÍN.-  Calla, hijo. Si es que tengo un sino...

PEPITO.-  ¿Se puede hacer esto con un hombre como tú? ¿Eh? ¿Se puede?

DON JOAQUÍN.-  Hombre, Pepito, no lo tomes tan a pecho. Si esto es muy natural. Si es que yo no tengo ángel con las mujeres. Si ya se sabe. Lo que pasa es que a vosotros os ciega la pasión y os empeñáis en casarme; y yo, por no llevaros la contraria... Pero, sí, sí.

PEPITO.-   (Indignado.) Pero, papá.  (En jarras.)  ¿Se puede saber qué las das? Es decir: ¿qué es lo que no las das?

DON JOAQUÍN.-  Anda, este. ¡Qué más quisiera yo saber!

 

(ADELAIDA y MÓNICA han oído el diálogo anterior asombradísimas.)

 

ADELAIDA.-  ¡Pobre señor! ¿Es que encima le van a regañar?

MÓNICA.-   (Atónita.) Ya, ya... Es fantástico.

 

(Aparece MATY.)

 

MATY.-  ¡Mamá! ¡Mamá! Tía Lupe está nerviosísima. Ya ha empezado a romper cosas. Y me parece que, de un momento a otro, se va a cargar el espejo grande... (MATY sale corriendo.) 

ADELAIDA.-   (Un grito.) ¡No! ¡Eso sí que no! ¡El espejo grande, no! Un espejo que es una joya. Un espejo que tiene tantos recuerdos...

MÓNICA.-   (Muy excitada. Chillando.) ¡Mamá! No digas mentiras. ¿Qué recuerdos puede tener ese espejo si lo compraste hace un año en el Rastro?

ADELAIDA.-  ¡Mónica!  (Con mucha dignidad.)  Si ese espejo no tiene recuerdos nuestros, los tiene seguramente de sus antiguos propietarios.  (Transición. Con angustia.)  ¡Mónica! Ve con la tía Lupe. No la dejes sola. Dile que sea razonable... Y, por Dios, que no rompa nada.

 

(Sale por el fondo MÓNICA. A un lado queda DON JOAQUÍN con sus hijos. Al otro, sola, ADELAIDA.)

 

ADELAIDA.-  ¡Qué catástrofe! Si tenía que ocurrir algo. Si estaba como loca...

 

(Aparece LOLITA.)

 

LOLITA.-  ¡Señora! Llaman del hotel Ritz a la señora... Dicen que necesitan saber cuántos invitados serán para el almuerzo.

ADELAIDA.-  ¡Oh! Eso además... El hotel Ritz. Y ese organista que está esperando en el vestíbulo. Y todo preparado. ¿Cómo les digo yo que la boda se suspende porque la novia no se quiere casar? Pero si no se lo va a creer nadie...

 

(Sale con la doncella. Quedan solos, sentados en el diván, DON JOAQUÍN, PEPITO y JAIME. Los muchachos están amilanadísimos. DON JOAQUÍN los contempla con mucha lástima.)

 

DON JOAQUÍN.-   (Muy comprensivo.) ¡Pobres hijos míos! ¡Qué mal rato debéis de estar pasando!

 

(Se abre la puerta del fondo y aparece GUADALUPE, en silencio. Se queda allí, con la espalda apoyada en una jamba, la cabeza baja y los ojos en el suelo.)

 

LOS TRES.-  ¡Oh!

 

(DON JOAQUÍN ha mirado largamente a GUADALUPE, sin moverse de su sitio. Sonríe.)

 

DON JOAQUÍN.-  Por favor, hijos míos. Necesito hablar con Guadalupe un momento...

JAIME.-  Sí, papá.

PEPITO.-  Como tú quieras, papá.

 

(Y salen los dos, lanzando una rencorosísima mirada a GUADALUPE. Quedan solos ella y DON JOAQUÍN. GUADALUPE sigue inmóvil en el fondo. Él también, en su sitio. Se hablan sin mirarse.)

 

DON JOAQUÍN.-   (Suave. Despacio.) ¿No quieres casarte conmigo mañana, Guadalupe?

GUADALUPE.-  No, Joaquín.  (Bajo.)  ¿Me perdonas?

DON JOAQUÍN.-  ¡Oh! ¿Qué voy a perdonarte, querida? Estás en tu derecho. Claro que, eso sí, yo me había hecho ilusiones, ¿comprendes? Y luego, los chicos: como desde que me quedé viudo tienen ese empeño en casarme... Pero todo eso no importa nada. De verdad.  (Un silencio. Muy tímido.)  Lupe... ¿Es que soy demasiado viejo?

GUADALUPE.-  No, no es eso.

DON JOAQUÍN.-  ¡Ah! Entonces, ya sé. (Con risueña melancolía.)  Soy un infeliz.

GUADALUPE.-  No me preguntes más... Te lo suplico.

DON JOAQUÍN.-  Bien, bien...  (Un silencio.) Dejemos que pase un poco de tiempo. Esperaré. No quiero perder todavía la esperanza. Estoy seguro de que si fuera otro diferente del que soy no me rechazarías. Soy demasiado pobre hombre... Eso es todo. Voy a intentar cambiar... Después de todo, no creo que sea muy difícil. Porque hay algo que no te he dicho, Guadalupe.  (Sonríe.)  Ya ves tú: por las apariencias, esta es una boda preparada por tu hermana, que está empeñada en que te cases, y por mis hijos, que tienen la misma manía conmigo. Pero dentro de todo esto hay otra verdad...  (Sonríe.)  Me he acostumbrado a ti, Lupe. Me gustas mucho. Me gusta tu carácter, tu violencia, tu mal genio... Me gusta esa ternura tuya, tan escondida, casi salvaje. (Baja la cabeza con humildad y sonríe.)  Yo te quiero, Guadalupe.

GUADALUPE.-  Ya lo sabía, Joaquín...

DON JOAQUÍN.-  ¿Lo sabías?

GUADALUPE.-  ¡Sí!

DON JOAQUÍN.-  Entonces... Bueno: ya te digo que esperaré. Buenas tardes, Guadalupe.

GUADALUPE.-  Buenas tardes, Joaquín.

 

(Silenciosamente, sale DON JOAQUÍN. Queda sola GUADALUPE. Avanza despacio, sin levantar los ojos del suelo. Llega junto al diván y se deja caer de rodillas en la alfombra, como si fuera a rezar. De codos sobre el diván, llora en silencio, para sí misma. Una pausa casi imperceptible. Asoma ESTEBAN. Sin ruido, casi de puntillas, llega junto a ella, que no le siente.)

 

ESTEBAN.-  Señorita...

GUADALUPE.-  ¿Qué...? ¿Qué quiere usted?

ESTEBAN.-   (Sonríe.)  ¡Je! ¿De verdad, de verdad no quiere usted que la dé un beso?

GUADALUPE.-  ¡No!

ESTEBAN.-  ¡Oh!  (La mira y sonríe.) ¡Qué lástima!  (Dulcemente, muy bajo.) Bueno... Volveré.


 
 
TELÓN