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La sombra de Sarmiento en la poesía de Borges

Vicente Cervera Salinas





El destino, «gran escultor», ha querido que en el año 2011 coincida la celebración por el bicentenario del nacimiento de Domingo Faustino Sarmiento con los veinticinco años del fallecimiento de Jorge Luis Borges. Estos dos «destinos sudamericanos» concitan en su intersección numerosas posibilidades de comentarios, exégesis y analogías. Sarmiento, figura clave del siglo XIX en diferentes ámbitos como la literatura, la política, la pedagogía, la historia o la sociología, comparte soberanía y capitalidad con Jorge Luis Borges, el mayor escritor argentino del XX, en cuya obra la literatura alcanza su apogeo como culto suplantador de la realidad, en una postulación de la irrealidad como espacio de creación textual, abierto a la universalidad literaria, entendida esta en su naturaleza ficcional, poética o especulativa.

En la biblioteca babélica del hacedor y maestro Borges no se desatiende el espacio de reconocimiento de la entidad argentina, de sus señas de identidad grabadas en el orbe histórico y sobre todo en la vertiente más imaginativa del fenómeno escritural. A partir de la publicación de Fervor de Buenos Aires en 1923, con su progresivo alejamiento de l»a iconoclasia ultraísta, el joven Borges incorpora a su bagaje cosmopolita el interés por el pasado literario y cronístico argentinos. En esta etapa de reconocimiento y de autorreconocimiento, se combinan en su obra las alusiones a figuras emblemáticas del panteón familiar, como el poema dedicado a «Isidoro Acevedo», en Cuaderno San Martín (1929), con otras relativas a personajes épicos, legendarios o malditos, como hallamos en su evocación a «Rosas» de Fervor... o a la propio «Fundación mítica de Buenos Aires», en Cuaderno...

Es, pues, esta etapa de la «trilogía porteña» de Borges el puente tendido entre su ya consagrada filiación con la cultura universal y su desinhibida constatación de que el escritor argentino no ha de subrayar su carácter nacional para sentirse reconocido como tal, siendo plenamente capaz de plantear las revisiones y recuperaciones de su acervo cultural, sin que ambas tendencias sean óbice para la proclamación de una máxima libertad tanto en la elección como en el tratamiento de los temas que son estímulo y materia de su obra. Es cierto que el Borges adulto siempre renegó del exceso de «color local» que destilaban algunos de los poemas de la «trilogía», como confesó a su traductor Norman Thomas di Giovanni en el texto que serviría para la edición de su Autobiografía. Allí sostenía que, entre la nómina de «gestos» localistas de Luna de enfrente, se contaba el uso arcaizante de la «grafía fonética», figurando en su nombre la forma «Jorje», así como el uso de la «i» en vez de la «y», «tratando de ser lo menos español posible» (Borges, 1999: 83). En esta última modalidad tendría justamente a Sarmiento como modelo canónico y precursor prestigioso. La omisión de la «d» final en algunas palabras fue asimismo modificada en las ediciones posteriores de este y los restantes libros de los años veinte publicados por Borges, donde eliminaría «los peores poemas», podaría «las excentricidades» y moderaría «a lo largo de sucesivas reediciones (...) el tono de los versos» (Borges, 1999: 83).

Estos cambios sustantivos revelan una metamorfosis estética y una depuración estilística y personal, pero también revelan el entusiasmo y la filiación por la tradición nacional del joven poeta, poniendo de manifiesto su fervor no sólo por la urbe sino por algunos valores -no por subjetivos menos notables- de su tradición y su panteón de referentes ilustres. A partir de la publicación de El idioma de los argentinos serán múltiples y constantes las conexiones que el autor establezca con su ámbito cultural patrio, sobresaliendo en sus textos los nombres de autores como Leopoldo Lugones, a quien dedicará su obra central, El hacedor, en 1960, y de textos canónicos como Martín Fierro, sin olvidar que formó parte de los colaboradores de la revista homónima que se creó hacia mitad de la década de los veinte en Buenos Aires (de la cual no guardaba Borges un recuerdo especialmente grato), y que en 1930 publicaría un libro biográfico-ensayístico dedicado al cantor del arrabal porteño, amigo de su padre y figura frecuente en el ámbito familiar de los Borges, Evaristo Carriego. Las siluetas de los malevos, compadritos y cantores gauchescos, así como las composiciones de milongas dedicadas a ese particular dominio del arrabal salpicarán la trayectoria literaria de Borges ininterrumpidamente. A propósito de esta orientación hacia el alma argentina, apunta Rodolfo A. Borello:

«En fecha tan temprana como 1925, ya nuestro autor ha leído y juzgado a todos los autores gauchescos, desde Hidalgo hasta el Viejo Pancho, pasando por Ascasubi, del Campo, Hernández. En Inquisiciones, El Tamaño, Discusión, aparecen distintos textos en los que están presentes juicios que en los años posteriores se ampliarán y desarrollarán, pero que no cambiarán demasiado. La exposición más detenida de sus ideas sobre el género está en "La poesía gauchesca", artículo agregado a la segunda edición de Discusión (1957). Allí se lee qué atraía a Borges de esa tradición».


(Borello, 1992: 206)                


No sorprende, así pues, que la presencia de Domingo Faustino Sarmiento sea una de las primeras alusiones netamente argentinas que presiden los tres poemarios juveniles de Borges. Es en el ya mencionado poemario Luna de enfrente (1925) donde hallamos la primera sombra del universo sarmientino en su obra lírica. En el famoso prólogo de 1969 decreta su autor, no sin melancolía: «Olvidadizo de que ya lo era, quise también ser argentino. Incurrí en la arriesgada adquisición de uno o dos diccionarios de argentinismos, que me suministraron palabras que hoy puedo apenas descifrar: madrejón, espadaña, estaca pampa...» (Borges, 1989: 63). Algunos de estos términos forman parte del poema que, incluido en la colección, harán de Juan Facundo Quiroga y de la más celebrada creación de Sarmiento, Facundo. Civilización y Barbarie (1845) objeto de recreación intertextual. Su mismo título fue objeto de cambio. La primera versión del mismo rezaba «El General Quiroga va en coche al muere». Todavía se mantendría en la edición de Emecé de 1954 que, publicada como Poemas, iría reimprimiéndose hasta comienzos de los años sesenta. Sería ya con la modificación radical de los tres primeros poemarios realizada en 1969 cuando Borges transforme su titulación, proponiendo «El General Quiroga va en coche a la muerte», si bien la fluctuación entre los dos títulos persistirá en ediciones posteriores1. Este mismo cambio es índice de la purga de los argentinismos antedicha realizada por el mismo autor, y obedece a un criterio que apuntaría a otros elementos léxicos como la sustitución de «sé» por «sed» (verso 1º), u otros de mayor alcance prosódico y semántico, que se aprecian fundamentalmente en el penúltimo serventesio: así el verso «sables a filo y punta menudearon sobre él» (verso 21º) (Borges, 1962: 79) pasaría a «hierros que no perdonan arreciaron sobre él» (Borges, 1989: 71) y el siguiente verso transforma la cualidad y calificación de la muerte, mutando «muerte de mala muerte se lo llevó al riojano» por «la muerte, que es de todos, arreó sobre el riojano». Sin duda, estas variantes textuales son altamente reveladoras de una interesante evolución de mecanismos, herramientas e incluso de una implícita teoría literaria, que marca el itinerario artístico de su autor y su clarividente proceso de maduración. Así, el hecho de sustituir los «sables a filo y punta» por el más genérico «hierros» no sólo plantea la preferencia por la sinécdoque (el material por el objeto) y por el símbolo (la generalidad del hierro remite de manera más universal al ámbito guerrero y bélico), sino que favorece asimismo el potencial aliterativo de «hierro» con la forma verbal «arreciaron» y, en el verso siguiente, con el «arreó» y el «riojano», que cierra el círculo de resonancias vibrantes de los versos, algo que no existía en la primera versión del poema. En esta misma línea opera la mutación de la fórmula popular y valorativa «muerte de mala muerte» (que evoca expresiones populares y coloquiales, y que apuntala una instancia moral, un juicio del autor sobre el personaje recreado), por el sintagma «la muerte, que es de todos», sentencia filosófica tan del gusto del Borges adulto y maduro, que tenderá siempre a la visión «sub specieaeterni» de la realidad y sus diversas manifestaciones. De esta manera, el destino de Quiroga se confunde en un orbe común donde es posible realizar el salto metafísico de la identificación en un destino, no por tan claramente individualizado (la muerte «en coche» del general Quiroga) y propio de un personaje detestable y monstruoso, menos participativo, tanto para la voz poética que crea el texto como para el lector del mismo, ya que la muerte «es de todos».

Sintomático, a tal respecto, resulta el comentario que realizara Héctor A. Murena sobre la poesía juvenil de Borges y su adhesión al «martinfierrismo», de cuyo movimiento, según el citado autor, su poesía «representa uno de los logros más perfectos de los ideales del periódico Martín Fierro (Murena, 1998: 56). Ilustra Murena la peculiar subjetividad borgesiana en el tratamiento de personajes históricos argentinos, como cabe advertir en poemas de esta época como «Inscripción sepulcral», «Isidoro Acevedo» o «El General Quiroga va en coche al muere», anotando al respecto el «abismo entre la modalidad sentimental de los evocados y la del poeta que los evoca» (Murena, 1998: 54). Así pues, los rasgos distintivos que toma Borges de la biografía de Sarmiento para la composición de su poema sobre la muerte de Quiroga abundan en la personalidad arrogante, orgullosa, despótica, feroz e indiferente ante la muerte de Facundo. De todos esos rasgos, el único que cabría atraer al ethos de la voz poética y de su autor Borges sería el último, esa serena indiferencia ante el óbito y sus circunstancias. Lo curioso es que tal rasgo queda finalmente subrayado por el sintagma apositivo, «la muerte, que es de todos», incorporado, como anteriormente se apuntó, en la versión definitiva. Y lo verdaderamente notable es que esto no pudo constatarlo Murena, que realizó la exégesis de los poemas y escribió su artículo sobre el «martinfierrismo» antes de la depuración que llevaría a cabo el Borges maduro, y cita en su artículo la primitiva versión titulada «El General Quiroga va en coche al muere». Borges desdeñaría el juicio «martinfierrista» como calificativo de su poesía, pero abundaría en la ideación de un sujeto poético alejado de la participación emotiva de los hechos recreados y, por lo tanto, desapasionado, desprejuiciado y, en cierto sentido, desprendido en su conexión y en su presunta simpatía con los motivos histórico-literarios del acervo argentino, de los cuales la vida y la muerte de Juan Facundo Quiroga es figura representativa. No obstante, este apunte no revelaría en el fondo una cuestión de sintonía mayor o menor con el referente escogido (en este caso, la obra de Sarmiento) sino una modalidad de autorrepresentación de la voz poética que revelaría una característica del autor que la sustenta.

Este sería precisamente uno de los rasgos que con mayor claridad mostrarían la distancia y el contraste entre el poema de Borges y el texto matriz de Domingo Faustino Sarmiento. La voz apasionada y siempre reconocible del autor de Recuerdos de provincia trazó, como bien sabemos, una biografía de Quiroga que sería al mismo tiempo su cadalso y su altar. Desde la célebre invocación a la «sombra terrible de Facundo» a quien evoca interjectivamente el narrador, la obra se vertebra sobre un acto de palingenesia estética con base en el poder humano de resucitar el espíritu de un finado y extraer de su posible comunicación el secreto de la historia y el poder de la resolución de los problemas, cuyo misterio posee el personaje evocado:

¡Sombra terrible de Facundo voy a evocarte, para que sacudiendo el ensangrentado polvo que cubre tus cenizas, te levantes a explicarnos la vida secreta y las convulsiones internas que desgarran las entrañas de un noble pueblo! Tú posees el secreto: revélanoslo. Diez años aún después de tu trágica muerte, el hombre de las ciudades y el gaucho de los llanos argentinos, al tomar diversos senderos en el desierto, decían: «¡No! ¡no ha muerto!; ¡vive aún! Él vendrá1” -Cierto! Facundo no ha muerto; está vivo en las tradiciones populares, en la política y revoluciones argentinas...


(Sarmiento, 2001: 37-38)                


Este tono y este timbre de clara filiación romántica serán una constante en la voz que sostiene la recreación histórica de la figura de Quiroga, y con él, de Rosas y de la Federación por él gobernada, y de cuantos acontecimientos son reproducidos en ese singular texto que es el Facundo, esa «utopía por negación» (Graña, 1989: 72), donde el autor no dudó en servirse de cuantos modelos literarios e ideológicos -desde Shakespeare y Walter Scott hasta Lamartine y Chateabubriend- pudieran ayudarle a construir un cuerpo textual mítico, generado por un gran conocedor de los entresijos de la historia y dador de las herramientas óptimas para la construcción de ese camino del porvenir patrio llamado «progreso». Como certeramente resume Germán Arciniegas en su semblanza del argentino: «Era Sarmiento un bárbaro que creía en la civilización» (Arciniegas, 1961: 227). Y también de Arciniegas es el siguiente aserto, que nos permite reconsiderar la línea de semejanzas y divergencias entre el texto originario sarmientino y su revitalización en la lírica de Borges:

Llega el final de la vida de Facundo. Todos sabemos que va a subir al coche de la muerte. Jorge Luis Borges ha hecho de esta página de Sarmiento uno de los poemas mejores del parnaso argentino. En realidad, a la galera, al coche, se suben dos grandes personajes: Quiroga y Sarmiento. Y nos subimos todos. No hay lector que no tome puesto o en el pescante o adentro, en el mismo asiento donde Facundo está sentado como un Dios del Infierno, mirando con ojos de candela rodar los granos del tiempo en el reloj de arena.


(Arciniegas, 1961: 245)                


Acertada resulta la consideración del colombiano: a la galera se suben criatura y creador, idea de entraña borgesiana, al fin y al cabo. Y así, el poema de Borges activa esa íntima conexión que entre el creador civilizado y la bárbara criatura ha quedado latente a lo largo de Facundo. El capítulo XIII, «¡Barranca-Yaco!», narra con pormenor de cronista y con profundidad de novelista los detalles que pautaron las últimas horas del «Tigre de los llanos», en la «crónica de una muerte anunciada», plagada de intriga y suspense a pesar de pertenecer a un capítulo de la historia bien conocido por los lectores de Sarmiento. La «avasalladora energía» del protagonista, en sintagma sarmientino, del relato es elevada a la categoría mítica en paradójica simbiosis con la primigenia voluntad del autor de trazar los rasgos más terribles y denigrantes de su personaje. Sarmiento apuntala la «extraña obstinación en ir a desafiar la muerte» (Sarmiento, 2001: 304) como rasgo definitorio del episodio y como principal característica del personaje. Este rasgo será recogido por Borges, que lo introducirá como una constante en su poética del coraje y en su interés por el asunto narrativo de los «aledaños de la muerte», como desarrollará en poemas posteriores como el «Poema conjetural» o en relatos célebres de los años treinta, cuarenta y cincuenta: «Hombre de la esquina rosada», «Las ruinas circulares», «El milagro secreto», «La muerte y la brújula» o «El Sur». Cabría señalar, por tanto, que el aporte sarmientino a la poética de Borges resulta fundamental, ya que «El General Quiroga va en coche a la muerte» será el primer texto del autor donde comparezca el tratamiento poético-narrativo de las inmediaciones de la muerte de un personaje, así como del carácter que en tales circunstancias se revela y manifiesta, haciendo del coraje una ética literaria modélica. Empero, el desarrollo tonal empleado por Sarmiento en el relato de los sucesos parte de modelos dramáticos, épicos y, a su manera, «románticos». La huella de la prosa tensa y detallista de Víctor Hugo, así como de un Shakespeare romantizado en su frecuentación americana se dejan sentir en no pocos momentos de la narración. Reproducimos el momento fatal en la secuencia de Sarmiento:

Llega el día por fin, y la galera se pone en camino. Acompáñale a más del postillón que va en el tiro, el niño aquel, dos correos que se han reunido por casualidad y el negro que va a caballo. Llega al punto fatal, y dos descargas traspasan la galera por ambos lados, pero sin herir a nadie; los soldados se echan sobre ella con los sables desnudos y en un momento inutilizan los caballos, y descuartizan al postillón, correos y asistente. Quiroga entonces asoma la cabeza, y hace por el momento vacilar a aquella turba. Pregunta por el Comandante de la partida, le manda acercarse, y a la cuestión de Quiroga ¿Qué significa esto? recibe por toda contestación un balazo en un ojo, que le deja muerto. Entonces Santos Pérez atraviesa repetidas veces con su espada al mal aventurado Ministro, y manda, concluida la ejecución, tirar hacia el bosque la galera llena de cadáveres, con los caballos hechos pedazos y el postillón que con la cabeza abierta se mantiene aún a caballo.


(Sarmiento, 2001: 304-305)                


Por su parte, el poema de Borges se centra en ese momento final, en la situación pletórica de intensidad que sitúa a un personaje frente a frente con la muerte, con su muerte. Los preliminares relatados por Sarmiento no son actualizados en el poema, que sólo precisa la descripción de las circunstancias de espacio y de tiempo concretas en ese instante de intensidad máxima que acompaña a los personajes de la recreación. Así, el espacio se contiene en el primer verso: «El madrejón desnudo ya sin una sed de agua», y el tiempo, en la breve pincelada de entraña aún ultraísta: «y una luna perdida en el frío del alba», desembocando en el tercer verso, que remite a la geografía pampera, ámbito histórico-cultural que circunscribe la acción: «y el campo muerto de hambre, pobre como una araña» (Borges, 1989: 70). Este introito estrófico de tres versos arromanzados dará pie al desarrollo poemático, que cabría estructurar en tres secciones de sabia construcción.

Advertimos en esta cualidad tectónica del poema un rasgo donde el joven Borges ya atisba al Borges que vendrá, y donde los remanentes ultraístas irán desvaneciéndose en virtud de una concepción formal de envergadura sonora y de solidez estrófica. Se separa también aquí Borges del relato sarmientino, que ha preferido la técnica de intensificación narrativa frente a la contención formalista, y donde -como ya dijimos- el poso estimativo y emocional del narrador no queda en ningún momento enmascarado, sino que entra a formar parte del desarrollo argumental, subiéndose -como apuntaba Arciniegas- Sarmiento con Facundo en el «enfático galerón» que llevaría al segundo hasta su muerte y al primero a la comprensión cabal de la psicología de su criatura evocada. Momentos antes del recuento de su ejecución, nos confesaba el narrador: «El orgullo y el terrorismo, los dos grandes móviles de su elevación, lo llevan maniatado a la sangrienta catástrofe que debe terminar su vida». (Sarmiento, 2001: 302). Esta consideración es de la categoría de las que Borges desecha abiertamente. A la voz poética no le interesa la disquisición ni el comentario, sino la visión preclara de los hechos y el emblema moral del personaje que los protagoniza.

Así pues, la primera parte -tras el introito ya comentado- de su poema ciñe en dos serventesios la imagen del sujeto y los circunstantes en el preliminar de la muerte: el «galerón enfático, enorme, funerario», que le sirve de carruaje y, sin que él lo sepa, de ataúd. Este rasgo queda reforzado por la progresión adjetival, que se inicia con el rasgo «sarmientino» de lo «enfático», abunda por su función estética y argumental -puesto que implica la inclusión de los compañeros de viaje de Facundo- en lo «enorme» y desemboca en lo «funerario». Los «tapaos con pinta de muerte», es decir, los caballos que arrastran la galera refuerzan esa impresión, que va creando el efecto poético deseado, y la apostilla que califica como «cosa oronda» (interjectivamente) el hecho de acudir «en coche a la muerte» cierra certeramente el círculo creado en esta primera parte, donde importa sobre todo el «modo» en que el personaje entra en su fin particular. Esa exclamación de la voz poética («¡qué cosa más oronda!»)2 no debería entenderse como rasgo de participación o interferencia en los sucesos poetizados, como ya hemos plantado previamente, sino que cabría ser interpretado más bien como un signo modal donde se revela y evidencia que lo más destacado para dicha voz no es el rescate del personaje, ni siquiera la filiación con el épico Sarmiento: lo esencial es el modo en que un personaje entra en el ámbito de su muerte y como el modo de morir participa de la naturaleza del mismo. No olvidemos que el título del poema es el resumen de esta observación y que, como muy bien constató Martin A. Stabb en su comentario al mismo (aunque a su primera versión), la importancia del epíteto «enfático» aplicado al «galerón» cabe extrapolarse y servir de caracterización a la forma en que se particulariza la etopeya del personaje. Ese rasgo «enfático» contamina semánticamente a cuanto le rodea (Stabb, 1998: 186) y se erige como el patrón calificador supremo del texto, diseminándose hacia el final del poema, donde el personaje mantendrá la apostura incluso después de haber sido asesinado, como más adelante tendremos ocasión de corroborar.

En la segunda parte, Borges realiza una proeza. Proeza, entiéndase bien, en relación a su obra poética anterior. Ni el Borges ultraísta ni el Borges porteño pretendieron reconocer en el acto creador de la poesía un esquema para la narración, ni para el desborde de sentimientos ni para el retrato de su hacedor. Pero ahora, el recuerdo del monólogo dramático de progenie poética sajona se impone al autor para sacar el mayor partido al retrato del personaje que discurre inexorablemente hacia su muerte. Sabemos que el monólogo dramático será un recurso reiteradamente cultivado por Borges a partir del «Poema conjetural» y de los poemas integrados en El otro, el mismo. Su primera incursión en este procedimiento lírico-dramático lo hallaremos en la segunda parte de «El General Quiroga...». Y, no azarosamente, viene moldeado por el uso, no menos extraño para la época en que nos encontramos dentro de lo obra de Borges, de los versos alejandrinos y de las estrofas medidas, a los que volverá Borges en su siguiente poemario, Cuaderno San Martín (1929) en poemas como «Fundación mítica de Buenos Aires» y «Versos de catorce». En esta segunda sección del poema, la voz se interna en el pensamiento de Quiroga, retratando desde dentro su valoración de la vida y de la muerte, es decir, su catadura existencial, algo que se diluye en las páginas del Facundo de Sarmiento, más interesado como estaba su autor en postular la sinrazón de la barbarie al tiempo que quedaba seducido por su incombustible fortaleza. Así pues, desde el verso «Esa cordobesada bochinchera y ladina» -que seguía gustando al sexagenario Borges- nos sumergimos en las meditaciones de Quiroga, haciéndose evidente y explícito en el paréntesis que la voz incluye al comienzo del segundo verso de esta sección: «(meditaba Quiroga)». La identificación de Quiroga con la pampa, el pampero o las espadas, así como su autoconciencia de criatura fiera y casi inmortal, consolidan el cuarteto que, a modo de subrayado del monólogo, se inicia con la primera persona ficcional: «Yo, que he sobrevivido a millares de tardes». Borges ensaya el procedimiento del monólogo dramático en este texto, con evidente fortuna, y a partir de este momento volverá a utilizarlo con fluidez y naturalidad, convirtiéndose en uno de los máximos cultivadores de esta técnica poética, tan mimetizada y frecuente en la lírica hispánica de finales del siglo XX y comienzos del XXI, heredera de los aportes estéticos del argentino.

La tercera y última sección del texto acrisola en una sola imagen el relato anteriormente citado sobre el asesinato de Quiroga por parte de Santos Pérez. A diferencia de Sarmiento, a quien le interesa sobremanera esta «sombra» histórica del homicida, que «con miras más elevadas habría sido el digno rival de Quiroga; con sus vicios sólo alcanzó a ser su asesino» (Sarmiento, 2001: 305), Borges prescinde de su nombre y hasta de su individualidad, quedando subsumido en esa sinécdoque de estirpe épica («hierros») reactivado en una prosopopeya muy certera («hierros que no perdonan»). También ha prescindido Borges de la toponimia, omitiendo la localidad, Barranca-Yaco, que sin embargo servía de titulación al capítulo donde Sarmiento refería el homicidio, y en cambio sí cita a final de estrofa el nombre propio del dictador a quien Facundo Quiroga servía de lugarteniente, y que oscuramente dirigía los hilos de su homicidio: «y una de puñaladas lo mentó a Juan Manuel». Resulta asimismo notable la omisión del «balazo» que disparara Santos Pérez al ojo de Quiroga y que fue la verdadera causa de su muerte. Como ya quedó citado, las puñaladas procedentes de la espada del verdugo de Quiroga vinieron después, y se clavaron «repetidas veces», según declara Sarmiento, en su cuerpo. Borges olvida el arma de fuego y se recrea en cambio en los «hierros» y la «puñaladas» que habría recibido Quiroga. Y lo hace de manera fiel, al fin, a su idealización del mundo bélico y guerrero. Y fiel también a su figuración del protagonista, Borges consigue rematar el poema con un rotundo serventesio en que sella la idea central de su poema, que no es tanto la de recuperar las páginas sarmientinas cuanto la de describir los perfiles morales de su particular visión de Facundo.

Por ello, así como el General Quiroga va enfáticamente a la muerte en su funerario galerón, traspasará en el poema sus umbrales y en un escalonamiento de graduación existencial, tan genuinamente borgesiano, se mostrará idéntico a sí mismo tras su defunción: «Ya muerto, ya de pie, ya inmortal, ya fantasma» (Borges, 1989: 71). Idéntico en la muerte a quien supo ser en vida, más allá de todo juicio valorativo o de la anecdótica remisión al concepto católico del «castigo», Juan Facundo Quiroga alcanza así su estirpe mítica a la manera de Borges, es decir, manteniendo la integridad, la «ética» spinozista de quien persevera en su ser y a quien nada ni nadie, incluyendo en la nómina el propio acto de morir, puede arrebatarle su naturaleza y su templanza.

El Facundo de Borges no es ya «el caudillo cuyos hechos quiero consignar en el papel» como quiso Sarmiento, dado el carácter trascendente de su acción local en un plano nacional y político (2001: 47). Ahora se ha convertido en un personaje de ficción, que mira cara a cara a la muerte y que, dada su apostura y firmeza, se reproduce a sí mismo «inmortal y fantasma». Es puesto nuevamente en pie y presentado «al infierno que Dios le había marcado», donde podrá seguir ordenando, mandando y haciendo cumplir sus «órdenes» al restante elenco de personajes del suceso. Fundiendo vida y muerte, materia y espíritu, Borges califica como «rotas y desangradas» -ya que todos los actores del homicidio sufrieron su misma suerte- las «ánimas en pena» de los hombres que lo acompañaron en su deceso, y también las de los caballos que arrastraban penosamente el «galerón» que condujo a Quiroga a su enfático deceso. Los mismos «tapaos» que, al comienzo del poema, «con pinta de muerte en la negrura» tironeaban los seis miedos de quienes acompañaron a Facundo más el «valor desvelado» que lo convertiría en protagonista y héroe existencial de este poema. La muerte de Facundo lo particulariza por su dimensión moral, pero asimismo la muerte «que es de todos» permite universalizar el episodio y asumir su denominador común y trascendente: en nuestra muerte se evidenciará el rostro de nuestra vida. Seremos quienes fuimos. Lo que hicimos de nuestra vida se perpetuará. Al galerón, no lo olvidemos, se subían Quiroga y Sarmiento, como decía Arciniegas. Pero también terminábamos subiendo a él, en un metafórico viaje existencial, todos sus lectores.

Años más tarde, ya en la década de los setenta, un Borges más fiel a la memoria de Sarmiento y menos deseoso tal vez de «novedades», firmará el poema «La tentación» -incluido en El oro de los tigres (1972)- que supone un perfecto complemento al texto de juventud. En un largo poema sin estrofas, que discurre plácida y narrativamente en endecasílabos sin rima, la voz poética desgrana la historia de la muerte de Quiroga, de un personaje que, en misión de Rosas, «la recóndita araña de Palermo», misteriosamente «va a su entierro» (Borges, 1989: 401). A lo largo de los 59 versos que pautan su curso asistimos a «la tentación» de un personaje que no sortea el envite de la gran tentadora, la muerte. Lo curioso es que en esta nueva versión del capítulo de Facundo, Borges abundará en todos aquellos aspectos que otrora ignoró. No sólo cita textualmente al autor recreado en estos versos: «Nunca se ha urdido un crimen de manera / más descarada, escribirá Sarmiento», sino que adorna la composición con todo tipo de referencias geográficas, contextuales, anecdóticas y más o menos triviales para el asunto central de su interés: se refiere a localidades como Palermo, el Norte, Córdoba, Santiago del Estero, Ojo del Agua e incluso llega a concluir el poema con el nombre de la localidad que sirvió de título al capítulo de Sarmiento: Barranca Yaco, omitida en el poema de Luna de enfrente. Alude directamente a todos los nombres propios de la acción, y junto a Quiroga aparecen Rosas y Santos Pérez, en varias ocasiones citados. Nos hace partícipes de los recovecos emocionales, de las peripecias argumentales, de los entresijos minuciosos de la acción, y sigue siempre el texto original, como si quisiera traducir en versos los tensos pasajes del relato sarmientino. Usando el estilo indirecto libre, y nunca el monólogo dramático, la voz poética nos revela que «Juan Facundo es temerario / hasta la insensatez» y parafrasea sin recato comentarios de Sarmiento: «Facundo no se arredra. / No ha nacido aún el hombre que se atreva / a matar a Quiroga, le responde. / Los otros palidecen y callan.» (Borges, 1989: 402).

Este tono narrativo-referencial condice con la naturaleza romancesca de los hechos y su traslación poemática. Borges modula de creador a juglar; de bardo, a rapsoda. No le interesa recrear sino reproducir. Pero, sin duda, ello obedece al hecho de que el fenómeno de la ideación y construcción ya habían sido producidos anteriormente. Por eso, la conclusión de este poema no podía sino remitir al texto de juventud, en un proceso de auto-citación muy sutil y original, ya que más que citar su propio texto, parece tan sólo remitir a la historia contada por Sarmiento: «Sobreviene la noche, en la que sólo / duerme el fatal, el fuerte, que confía / en sus oscuros dioses. Amanece. / No volverán a ver otro mañana. / ¿A qué concluir la historia que ya ha sido / contada para siempre? La galera / toma el camino de Barranca Yaco». (Borges, 1989: 402-403).

Pero esa historia, contada ya tantas veces que no es necesario insistir, no sólo es la que Sarmiento documentó cumplidamente, sino la que Borges hizo suya como poética del individuo que revela o descubre su ser ante la muerte. La pregunta del sujeto poético de «La tentación» tiene una respuesta anterior a su composición. Por ello, el final no podía ser otro que el principio de «El General Quiroga va en coche a la muerte», es decir, la imagen de la galera -del metafórico ataúd- de Facundo, que Borges convirtió en protagonista de su poema juvenil, y que ahora recobra, a modo de eterno retorno, tomando el camino fatal, el de Barranca Yaco. El final de este poema narrativo y parafrástico reanuda el comienzo del brillante texto de juventud, donde Sarmiento era tan sólo una sombra, sobre la que Borges hace recorrer el espíritu inmortal de Facundo. Cuarenta años más tarde, aproximadamente, «la literatura ha pasado de ser referencia, a presencia plena» en la lírica de Borges (Cervera, 1992: 90).

Del mismo modo, en su prólogo al Facundo, anotado también por Borges en su edición de la obra de Sarmiento para «El Ateneo», en 1974, pareja pues a la composición del poema «La tentación», sostiene el prologuista un juicio que, mediante el juego retórico, sortea su naturaleza categórica para convertirse en ejercicio posibilista, de hipótesis iluminadora: «No diré que el Facundo es el primer libro argentino; las afirmaciones categóricas no son caminos de convicción sino de polémica. Diré que si lo hubiéramos canonizado como nuestro libro ejemplar, otra sería nuestra historia y mejor» (Borges, 1998: 213). Tal como reza el título del poema de El oro de los tigres, la «tentación» no sólo remite al actante central de la trama, a Quiroga no atemorizado por los destellos de la muerte, sino al mismo Borges, «tentado» en su intento de recrear ese libro «ejemplar» y, para él, máximo y canónico en las letras argentinas. El mismo prólogo explica su interés por el episodio narrado por Sarmiento en el capítulo decimotercero: «Rosas no le servía.» -declara Borges refiriéndose al autor de Facundo- «No era exactamente un caudillo, no había manejado nunca una lanza y ofrecía el notorio inconveniente de no haber muerto. Sarmiento precisaba un fin trágico. Nadie más apto para el buen ejercicio de su pluma que el predestinado Quiroga, que murió acribillado y apuñalado en una galera. El destino fue misericordioso con el riojano; le dio una muerte inolvidable y dispuso que la contara Sarmiento». (Borges, 1998: 209). En este párrafo se sintetiza la motivación de Borges hacia el episodio y resume sin ambages la hermenéutica de los dos poemas arriba comentados, «El General Quiroga va en coche…» y «La tentación», enlazados por un mismo fervor, y separados por dos conceptos diferentes y complementarios de la literatura.

La sombra de Sarmiento no dejará de posarse sobre el fértil terreno de la poética de Borges. No lo hará ya en su vinculación exclusiva con el Facundo, sino que aparecerá también el interés por la figura histórica y literaria de su autor, que ha sido sistemáticamente recuperado y sometido a todo tipo de lecturas, críticas y exégesis por las distintas generaciones de escritores argentinos del siglo XX, desde el grupo formado en torno a la revista Sur hasta la actualidad, en la obra de autores como Ricardo Piglia o Beatriz Sarlo. Hacia 1944, es decir, una década después de publicar «El General Quiroga...», Borges prologa una edición para Emecé de la autobiografía de Domingo Faustino Sarmiento, Recuerdos de provincia, que junto a Facundo y los Viajes compondrán para Miguel de Unamuno lo más memorable y perdurable de la obra literaria del argentino (Unamuno, 1977: 197). El argumento prologal de Borges, en un texto de enorme calidad poética, cabe ser resumido en dos ideas centrales y certeras. La primera es que Sarmiento consta como el primer escritor argentino, al haber comprendido precisamente la «universidad» de tal aserto. Su obra y su figura son inmortales, es decir, literarias, porque consiguen rebasar las limitaciones cronológicas y ubicarse en un ámbito de la temporalidad donde el pasado se ramifica en el porvenir, el futuro se aboceta en el presente y éste trasciende la dimensión de lo instantáneo y pasajero. Tales características serán recreadas más tarde en el poema dedicado a «Sarmiento», y así titulado del poemario El otro, el mismo.

El primer argumento resulta de enorme valor, para conocer el juicio borgesiano sobre Sarmiento y también el calado o influencia que pudo éste provocar en aquél. Sostiene Borges en su prólogo a Recuerdos de provincia:

Ningún espectador argentino tiene la clarividencia de Sarmiento. Sobre lo que fue la conquista de esta zona de América: fragmentaria y lentísima ocupación de casi desiertas llanuras. Sabe que la revolución, a trueque de emancipar todo el continente y de lograr victorias argentinas en el Perú y en Chile, abandonó, siquiera transitoriamente, el país a las fuerzas de la ambición personal y de la rutina. Sabe que nuestro patrimonio no debe reducirse a los haberes del indio, del gaucho y del español; que podemos aspirar a la plenitud de la cultura occidental, sin exclusión alguna.


(Borges, 1998: 203)                


La aspiración colectiva, nacional, de aspirar «a la plenitud de la cultura occidental, sin exclusión alguna» remite claramente al aserto que Borges dejara registrado en «El escritor argentino y la tradición» años antes de encarar este prólogo, coincidiendo en una ambición genuina y liberadora para la imaginación de los artistas argentinos, y que Borges reconoce anticipada en Domingo Faustino Sarmiento. La noción de que «no debemos temer y que debemos pensar que nuestro patrimonio es el universo» (Borges, 1957: 162) que dejó impresa ya en la primera edición del ensayo, en 1933, pacta con Sarmiento una poética universalista y nacional al tiempo, a pesar de que éste no fuera citado ni una sola vez las páginas de «El escritor argentino y la tradición». El desagravio a Sarmiento como precursor de esa visión plenipotenciaria de la literatura argentina llegará con el prólogo que analizamos, en 1944. En él, y como segunda gran contribución a la sacralización sarmientina favorecida por Borges, hallamos la noción de un personaje histórico cuya obra -y cuya figura también- trasciende las limitaciones de la cronología y de sus barreras conceptuales.

Al inspeccionar la primera edición chilena de Recuerdos de provincia, de 1850, indica Borges que «Sarmiento ejecuta la proeza de ver históricamente la actualidad, de simplificar e intuir el presente como si ya fuera el pasado». (Sarmiento, 1998: 200). Observa con atención que, frente a las biografías al uso, donde no hallamos una interpretación que abarque artísticamente la relación de las circunstancias descritas, la virtud de esta autobiografía estriba en su aguda introspección estética que rebasa los hechos, los prolijos y detallados sucesos incorporados a las páginas, para ofrecer una imagen completa y compacta de lo biografiado. Así, «Sarmiento ve su destino personal en función del destino de América» (Borges, 1998: 200) y concilia armónicamente su visión de los individuos con su conciencia ecuménica nacional. Borges reconoce así el tamaño espiritual, la estatura ética de Sarmiento, al igual que sucediera años antes con Victoria Ocampo, que redescubrió la robusta figura de Sarmiento en un momento de epifanía, llegando a dedicarle un número monográfico de la revista Sur, en 1938, donde contrapondrá la vindicación sarmientina al progreso y a la ilustración frente a la barbarie que amenazaba en aquellas mismas fechas las «cultas» naciones europeas en vísperas de una contienda bélica de alcances insospechados. Número en que incluía la escritora una antología de textos sarmientinos de varia lectio, vertebrados por el principio de la cultura y la civilización: los libros, la pedagogía, la crítica a los atavismos o la promoción educativa de la mujer (Ocampo, 1938).

Esta segunda idea vertebral del prólogo borgesiano se materializa en las últimas páginas del texto, donde llega a comparar la visión universalista de Sarmiento con las ideas trascendentalistas de uno de los autores más caros a la biblioteca de Borges, como es Ralph Waldo Emerson. Merece la pena reproducir el texto íntegramente, dada su calidad y su importancia para el diseño del modelo sarmientino en la obra lírica de Borges:

Negador del pobre pasado y del ensangrentado presente, Sarmiento es el paradójico apóstol del porvenir. Cree, como Emerson, que en el centro del hombre está su destino; cree, como Emerson, que la evidencia de que se cumplirá ese destino es la esperanza ilógica. (...) En un incompatible mundo heteróclito de provincianos, de orientales y de porteños, Sarmiento es el primer argentino, el hombre sin limitaciones locales. Sobre las pobres tierras despedazadas quiere fundar la patria.


(Borges, 1998: 203)                


Convengamos en que Borges habla de Sarmiento poéticamente, desde esa poesía del «logos», donde «en un incompatible mundo heteróclito» sobresale el hombre-uno, el hombre-representativo, en la línea de Carlyle y de Emerson, el hombre que actualiza en su vida y en su obra la noción maestra del «yo plural», que incorporará Borges a su poesía a partir de la escritura del «Poema de los dones», en El Hacedor. Otro gran «hacedor» de mundos posibles a través de la escritura y sus históricas ficciones fue Sarmiento para Borges. El hombre en cuya sombra se recorta la silueta de la patria argentina. Una silueta abierta a la ampliación metafísica de sus contornos, a la apertura máxima de su consistencia y de su idiosincrasia. Aquel que concibió «sub specieaeternitatis» el libro donde rezuma eterna la historia argentina, según declaró en el prólogo a Facundo (Borges, 1998: 206). En esta misma dirección cabe atraer el último de los poemas que sobre el hombre Sarmiento escribirá Borges, publicándolo en los años sesenta e incluido en la colección El otro, el mismo.

Su título, «Sarmiento», no parece dejar espacio a la ambigüedad. Empero, el poema no plantea tan sólo la glorificación externa del sujeto histórico. En una corriente fluida de endecasílabos, una vez más, Borges acomete su etopeya desde la negación de lo desdeñado: «No lo abruman el mármol y la gloria» (Borges, 1989: 222-223). Este arranque, de clara filiación shakespeariana, en su ecuación emblemática del mármol como panteón de lo ilustre y excelso, estampa la línea de la denegación en que se sitúa la voz poética. Frente a la retórica de los hombres glorificados por la oficialidad, propone Borges recuperar la «áspera realidad» que contiene el nombre de Sarmiento, así como su rara actualidad, su esencia parabólica como criatura permanente y viva, más allá de «las aclamadas / fechas de centenarios y de fastos» que, como el poema postula, lo terminarían convirtiendo en «eco antiguo», haciendo del hombre algo «menos que un hombre» o manejándolo políticamente como «blanco símbolo» al antojo de sus vaivenes.

Exalta en cambio Sarmiento en el poema como «testigo de la patria», más que como estatua en su pedestal. Un testigo es alguien que aún respira, y por lo tanto que todavía puede juzgar «nuestra gloria y nuestra infamia». La fórmula verbal del gerundio revela el signo atemporal del personaje: «Es alguien / que sigue odiando, amando y combatiendo». Y, como tal, reaparece en cada arruga de la historia, en cada esquina de los nuevos acontecimientos. Borges atrae su clara sombra, del mismo modo en que la criatura de su poema, Sarmiento, resucitó la sombra amarga de Facundo. Alquímicamente vive el hombre que falleció el 21 de septiembre de 1888, un día de lluvia en que «revienta la primavera» del cono Sur, como recuerda Arciniegas en su semblanza del presidente y orador, del viajero y pedagogo Sarmiento (Arciniegas, 1961: 254). Su sombra cobija a los hombres de los horrores y amanece en «las albas de setiembre», curiosamente del mismo mes en que falleció. Esas albas que siempre evoca Borges como un canto épico a la libertad, y que se identifican con el derrocamiento en 1955 de otro Domingo, el dictador Perón. En aquel momento sublime fue Sarmiento «sentido» por los libertados. La voz poética lo afirma sin ambages: «Su obstinado / amor quiere salvarnos». Son esas «vísperas y días de 1955» a las que se refiere Borges en su larga enumeración y peculiar acción de gracias que es el «Otro poema de los dones», presente en el mismo poemario donde está «Sarmiento» (Borges, 1989: 268).

Ese «obstinado amor» de Sarmiento, donde resuena el eco del «obstinatorigore» de la pintura de Leonardo da Vinci, es el motor de la propuesta poética de Borges en «Sarmiento», sólo que el poeta trueca el rígido humanismo por el vitalizado: el humanismo que alienta y fluye, el que no es riguroso, sino amoroso. El poema es un acto de galvanización. Sarmiento vive. Su fortaleza espiritual se difundió en vida y obra; y ninguna de ellas feneció. Un paréntesis incluido en uno de los versos finales explicita el pensamiento: «Noche y día / camina entre los hombres, que le pagan / (porque no ha muerto) su jornal de injurias / o de veneraciones». La poética de Borges aspira a esa anulación de los opuestos en una coincidencia superior donde se contrarrestan las diferencias. La injuria y la veneración son formas de una misma proclamación: la pervivencia de Sarmiento. La poesía de los tiempos concentrados en un tiempo superior rige al fin su concepto del personaje, como ya fue comentado a propósito del prólogo a Recuerdos de provincia. Desde la perspectiva lírica de un vate conocedor de los secretos del tiempo, los poetas son los «espejos de las gigantescas sombras que el porvenir arroja sobre el presente», según imaginó Shelley en su A Defence of Poetry (Shelley, 1986: 66). Desde esta atalaya, Borges instituye la cualidad poética de Sarmiento, el «hacedor» de la historia, del «ser» argentino. Vive en la realidad y en el poema «como en un mágico / cristal que a un tiempo encierra las tres caras / del tiempo que es después, antes, ahora».

Estos versos son genuinamente borgesianos. También lo es el ritmo, el léxico, la entonación, la claridad y transparencia, los símbolos y emblemas, la negación a lo bizarro y experimental, rasgos que atemperan y alisan las aristas del poema. Genuinamente borgesiano es el Domingo Faustino Sarmiento que refulge en los versos. Como lo es el que rescata Borges en el episodio del sueño fatal de la autobiografía de Sarmiento que pasó a formar parte de su antológico Libro de sueños en los años setenta. Borges, confesamente, sintió por Sarmiento lo más grande que pudo sentir por alguien en la categoría moral de su personalidad: «la plena e indulgente amistad» (Borges, 1998: 204). Así lo proclamó en el prólogo a los Recuerdos de provincia del sanjuanino. Amistad literaria y fervor personal.

Criatura histórica, figura inmortal y ente de ficción poética, al fin, Sarmiento se equipara en la obra poética de Borges con personajes soñados y soñadores como Alonso Quijano o como el demiurgo incombustible de «Las ruinas circulares». Solo que ahora el permanente soñador tiene una tarea tan ardua y compleja como la de «salvar» con su obstinado amor los embates de la historia. La pervivencia de la identidad argentina se esconde en los recónditos pliegues de algún sueño del hacedor, y por ello Borges corona con esa imagen su poema, donde «Sarmiento el soñador sigue soñándonos». (Borges, 1989: 223).






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