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La sombra del caudillo: una metáfora de la realidad política mexicana1

Margo Glantz






Lenguaje político y retórica

Si uno se atiene a lo que el lenguaje político sostiene, la Revolución mexicana sigue siendo vigente. Para verificar o rechazar esa aseveración sería interesante, y además útil, analizar La sombra del caudillo de Martín Luis Guzmán, la novela política más coherente que se haya escrito en México. Y pienso que nadie ha logrado, con tan acabada perfección literaria, dar cuenta de un fenómeno en el momento mismo en que posiblemente era liquidado, y a la vez definir una retórica que, ella sí, se ha mantenido activa hasta este momento. Además, al recrear con precisión novelesca un acontecimiento histórico mexicano, Guzmán determina, imitando a los trágicos griegos, cuáles son los usos y abusos del poder.

Y como muestra de retórica basta un botón, oigamos hablar en la novela a los dos personajes en contienda por la Presidencia de la República, el general Ignacio Aguirre y el general Hilario Jiménez, personajes que se debaten impulsados por los designios del entonces presidente, el Caudillo, en realidad Álvaro Obregón.

Estamos hablando con el corazón en la mano, Hilario, no con frases buenas para engañar a la gente. Ni a ti ni a mí nos reclama el país. Nos reclaman (dejando a un lado tres o cuatro tontos y tres o cuatro ilusos) los grupos de convenencieros que andan a caza de un gancho de donde colgarse; es decir, tres o cuatro bandas de politiqueros... ¡Deberes para con el país!...

Pero Jiménez estaba ya de vuelta en el terreno de la sinceridad. Con ella replicó:

-Franqueza por franqueza. Yo no creo lo mismo, o no lo creo por completo. Mis andanzas en estas bolas van enseñándome que, después de todo, siempre hay algo de la nación, algo de los intereses del país, por debajo de los egoísmos personales a que parece reducirse la agitación política que nosotros hacemos y que nos hacen2.






Algunos datos biográficos

Martín Luis Guzmán nació en 1887 en Chihuahua, uno de los estados del norte de la república mexicana más decisivos en el curso de la Revolución. Su padre era instructor del Colegio Militar donde se formaron esos soldados federales que habrían de figurar en sus novelas ya fuera como los enemigos huertistas o como los militares más sabios del ejército constitucionalista, entre los que se destaca el extraordinario Felipe Ángeles. Guzmán sigue la carrera de jurisprudencia y en 1911 se asocia con los miembros del Ateneo de la Juventud, y participa en las actividades culturales de formación y método de estudio así como de difusión de nuevas ideas que habrían de ser tan importantes en el ideario político de la Revolución. Obsesión de seriedad y de rigor que le hacen decir: «Únicamente la especialización rigurosa hace pueblos completos y organizados, porque en ellos nadie adquiere derecho a la universidad si antes no ha dominado su oficio. Y no hay otra senda»3. Organización y rigor filosóficos, idearios humanistas, reacción contra los ideólogos porfiristas conocidos como los «científicos».

En 1913, Guzmán se une al movimiento revolucionario del norte, el de los constitucionalistas. Sus años de experiencia en el ejército le permiten relacionarse con los más importantes militares y políticos de México: Venustiano Carranza, Álvaro Obregón, Pancho Villa, Adolfo de la Huerta, Lucio Blanco, Felipe Ángeles, de los cuales deja retratos memorables y vívidos en El águila y la serpiente.

Las diferencias políticas que separan en facciones a los revolucionarios después de la caída de Huerta, la escisión entre Carranza y Villa, lo obligan a optar por la facción villista, hasta que Carranza lo pone preso en 1914. Libre por la Convención de Aguascalientes y «perplejo ante los dictados de la lealtad, que no le consentía desconocer al gobierno de la Convención ni tampoco hacer armas contra Francisco Villa y Emiliano Zapata, decide expatriarse temporalmente, hasta 1920»4. De 1922 a 1924 fue diputado al Congreso de la Unión; al apoyar la rebelión delahuertista que fue derrotada, se ve obligado a exilarse desde 1924 hasta 1936 en España. En el fondo histórico de La sombra del caudillo se funden dos momentos de la vida política de México, en parte el de 1923-1924, la época de la candidatura a la presidencia de Adolfo de la Huerta, y el periodo 1927-1928, que como corolario tiene el asesinato del general Serrano en Huitzilac, por ir contra los deseos del Caudillo. Los personajes, apenas disfrazados, serían, como ya lo indicaba antes, Álvaro Obregón (asesinado luego en 1929) y Plutarco Elías Calles, quien fundaría el partido que hoy, con otro nombre, aún se mantiene en el poder, el PRI.

A partir de 1936, Martín Luis Guzmán se integra a la vida política nacional, ocupa diversos puestos, algunos de elección popular, escribe otros libros y corona su carrera con varios premios y cargos.




El Ateneo de la Juventud

En sus notas sobre la cultura mexicana del siglo XX, Carlos Monsiváis recuerda el halo mitológico que aureola a la generación del Ateneo de la Juventud y antes de matizarlo resume los atributos específicos de que se componía su sustancia. Extraigo algunas de sus frases:

Es una generación con calidad y unidad de propósitos [...] Destruyen las bases sociales y educativas del positivismo y propician el retorno al humanismo y a los clásicos [...] En Grecia encuentran la inquietud del progreso, el ansia de perfección, el método, la técnica científica y filosófica, el modelo de disciplina moral, la perfección del hombre como ideal humano [...] Representan la aparición del rigor en un país de improvisados [...] Impugnan frontalmente el criterio moral del porfiriato [...] Renuevan el sentido cultural y científico de México, y [para terminar] son precursores directos de la Revolución5.



El impacto ateneísta se atenúa para Monsiváis si se advierte que,

su importancia política no es tan amplia ni tan demoledora, [aunque] frente a los sectores reaccionarios y feudales del porfirismo representan un adelanto, una liberalización, una alternativa: son la posibilidad de reformas dentro del sistema, la certidumbre de un comportamiento intelectual de primer orden. Pero -insiste- su raigambre conservadora es imperiosa6.



Y sin embargo, Monsiváis, quien para reforzar sus argumentos se apoya en los de Jorge Cuesta, aunque disienta levemente de ellos, acepta que los aportes culturales del Ateneo, en relación con los individuos que lo formaron, son extraordinarios. Cuesta, a su vez, dice: «Para los ateneístas el conocimiento se maneja como acción, la inteligencia como sensibilidad y la moral como estética». En suma, tanto Cuesta como Monsiváis coinciden en que su proyecto fue un «intento de reconstrucción utópica»:

[...] formado -añade Cuesta- por espíritus que por violentar demasiado a la ética se han visto política y estéticamente casi desposeídos, y por mantener un orgullo demasiado erguido en el sueño, lo han visto sin fuerza en la realidad».

Y Cuesta finaliza: «El Ateneo de la Juventud se significó con su actitud aristocrática de desdén por la actualidad, pero su aristocracia es una ética, casi una teología»7.



No es extraño entonces que su idea de la historia sea eminentemente heroica, nostálgica, modelada en la palabra casi sagrada del Ariel de Rodó, cuya estética estatutaria fue trasladada a una práctica humanística: los intelectuales como héroes, como reformadores de la patria. Héroes, copias al carbón de una poética (y una ética) aristotélica. Así, tanto Alfonso Reyes como Martín Luis Guzmán, ambos hijos de militares destacados del porfiriato, asumen como su paradigma natural la edad heroica griega. En Reyes a través de un deslinde retórico y humanístico, y en Guzmán mediante la creación de un arquetipo modelado en la tragedia ateniense.




Lo escultórico y la transparencia

Recalco, entonces: podría afirmarse que este último escritor tuvo como modelo directo la Poética de Aristóteles para construir a su héroe: el general Aguirre es joven, alto, bien formado. Parece, cuando se mueve, un atleta griego. Sus rasgos no son perfectos, pero sí armónicos, se delinean en el movimiento, como las esculturas de Mirón, pero a la vez en el reposo, como esas mismas estatuas. Cuando en el primer capítulo del libro asistimos a la seducción de Rosario por el joven ministro de la Guerra, Guzmán lo describe así:

Junto a Rosario, Ignacio Aguirre no desmerecía de ninguna manera: ni por la apostura ni por los ademanes. Él no era hermoso, pero tenía, y ello le bastaba, un talle donde se hermanaban extraordinariamente el vigor y la esbeltez: tenía un porte afirmativamente varonil; tenía cierta soltura de modales donde se remediaban, con sencillez y facilidad, las deficiencias de su educación incompleta. Su bella musculatura, de ritmo atlético, dejaba adivinar bajo la tela del traje de paisano, algo de la línea que le lucía en triunfo cuando a ella se amoldaba el corte, demasiado justo del uniforme. Y hasta en su cara, de suyo defectuosa, había algo por cuya virtud el conjunto de las facciones se volvía no sólo agradable sino atractivo. ¿Era la suavidad del trazo que bajaba desde las sienes hasta la barbilla? ¿Era la confluencia correcta de los planos de la frente y de la nariz con la doble pincelada de las cejas? ¿Era la pulpa carnosa de los labios, que enriquecía el desvanecimiento de la sinuosidad de la boca hacia las comisuras? Lo mate del cutis y la sombra pareja de la barba y el bigote, limpiamente afeitados, parecían remediar su mal color; de igual modo que el gesto con que se ayudaba para ver a cierta distancia restaba apariencias de defecto a su miopía incipiente8.



Aguirre, entonces, queda claro, no es bello como un dios, es bello como un hombre, su cuerpo imita a las estatuas de los atletas olímpicos, casi puede admirarse su cuerpo como se admiran los cuerpos que dejan adivinar las deidades de los frisos del Partenón bajo los drapeados de sus trajes. En suma, además de tener un cuerpo clásico, estatuario, Aguirre tiene los atributos del príncipe aristotélico. No es demasiado hermoso, tampoco demasiado bueno. Comete errores, es venal, a veces también banal, y en ocasiones hasta fornicario, como solía decir Obregón del general Serrano. Su cuerpo tiene defectos, pero el movimiento y la ondulación de sus miembros recuerdan los de un caballo o los de un atleta que, para el caso, es lo mismo, porque según Guzmán, «era la de Aguirre una pierna vigorosa y llena de brío». La descripción es estatuaria, pero dentro de los cánones del realismo ateniense, revisado, purificado y blanqueado por el neoclásico; es decir, un realismo en el que la armonía exacta se logra en el reposo de los personajes retratados, porque justo en el momento del reposo se ponen de relieve, con mayor claridad, los sabios ritmos del movimiento exacto y necesario para competir en los juegos olímpicos y para, luego, trasladar sus rasgos a una estatua que inmortaliza. Los rasgos del general Aguirre parecen haber sido construidos por la regla de las tres unidades, por un escultor, y hasta mediante la ayuda de un arquitecto, quizá Jesús T. Acevedo, miembro del Ateneo de la Juventud quien aseguraba que «las humanidades tienen por objeto hacer amable cualquier presente. Fundarse en el examen de la Antigüedad para comprender y aquilatar los perfiles del día, constituye la actividad clásica por excelencia».

Como miembro del Ateneo, para Guzmán la disciplina, el rigor, la lucha contra la improvisación, la educación son, o debieran ser, los fundamentos de una nueva sociedad, la que emerge de la lucha revolucionaria. Educar al pueblo es una política y a la vez una ética, es más, según el modelo ateneísta, la política debería ser inseparable de la ética y de la estética.

Por eso el Aguirre descrito por Guzmán tiene «un porte afirmativamente varonil; [y] cierta soltura de modales donde se remediaban, con sencillez y facilidad, las deficiencias de su educación incompleta»9. Es decir, la falta de rigor intelectual puede suplirse con un cuerpo elástico, atlético, luminoso.




La opacidad de los caudillos

Los caudillos en cambio son opacos y, aunque muchas veces su mirada sea luminosa, esa luminosidad es sospechosa. Y es sospechosa porque revela lo instintivo, la animalidad, lo contrario a la educación, ese aprendizaje que hace del hombre un ser racional. Los ateneístas forman parte de una vieja tradición polémica que en América y desde la Conquista ha opuesto lo racional a lo bárbaro, tradición defendida más tarde por los grandes próceres de América Latina -por ejemplo, Sarmiento-, y que será fundamental después en la novela llamada telúrica o de la tierra, contemporánea de la novela de la Revolución mexicana.

Pancho Villa, a cuyo lado combatió Guzmán, es descrito así en El águila y la serpiente:

tenía puesto el sombrero, puesta la chaqueta y puestos también, a juzgar por algunos de sus movimientos, la pistola y el cinto con los cartuchos. Los rayos de la lámpara venían a darle de lleno y a sacar de sus facciones brillos de cobre en torno de los fulgores claros del blanco de los ojos y del esmalte de la dentadura. El pelo rizoso, se le encrespaba entre el sombrero y la frente, grande y comba; el bigote de guías cortas, azafranadas, le movía, al hablar, sombras sobre los labios... Su postura, sus gestos, su mirada de ojos constantemente en zozobra denotaban un no sé qué de fiera en el cubil; pero de fiera que se defiende, no de fiera que ataca; de fiera que empezase a cobrar confianza sin estar aún muy seguro de que otra fiera no lo acometiese de pronto queriéndola devorar10.



Esa luminosidad huidiza, obtenida gracias a otra luz, de la que es reflejo, revela lo primitivo del ser, el instinto natural, un instinto de defensa. Instinto que Guzmán, como buen ateneísta, reprueba, pero que sin embargo es superior al de los otros jefes de la Revolución quienes actúan no como Villa en defensa propia, sino en ofensa ajena. Esta idea es tan acentuada en su obra que, según él, la persecución de que fue objeto, y que lo obligó a desterrarse cuando triunfó el carrancismo, se debió a una discusión que Guzmán sostuvo con el Primer Jefe, y en la que contrariaba su idea de «la superioridad de los ejércitos improvisados sobre los que se organizan científicamente»:

-¡Lo que son las cosas! -dije sin ambages y mirando con fijeza hasta el fondo de los ojos dulzones del Primer Jefe-. Yo pienso exactamente lo contrario de usted. Rechazo íntegra la teoría que hace de la buena voluntad el sucedáneo de los competentes y de los virtuosos. El dicho de que las buenas voluntades empiedran el infierno me parece sabio, porque la pobre gente de buena voluntad anda aceptando siempre áreas superiores a su aptitud, y por allí peca. Creo con pasión, quizá por venir ahora de las aulas, en la técnica y en los libros y detesto las improvisaciones, salvo cuando son imprescindibles. Estimo que para México, políticamente, la técnica es esencial en estos tres puntos fundamentales: en Hacienda, en Educación Pública y en Guerra... Mi salida causó, más que sorpresa, espanto, Don Venustiano me sonrió con aire protector, tan protector que al punto comprendí que no me perdonaría nunca mi audacia11.



Los políticos son obtusos, y, cuando sus ojos brillan, repito, su luminosidad es sospechosa. Los ojos del Caudillo de la novela son, como los de Villa, ojos de fiera:

tenía unos soberbios ojos de tigre, ojos cuyos reflejos dorados hacían juego con el desorden, algo tempestuoso de su bigote gris [...] Pero si fijaban su mirada en Aguirre nunca faltaba en ellos [...] la expresión suave del afecto [...] Con todo esta vez notó que sus palabras, mencionado apenas el tema de las elecciones, dejaban suspensa en el caudillo la mirada de costumbre. Al contestar él, sólo quedaron en sus ojos los espurios resplandores de lo irónico; se hizo la opacidad de lo impenetrable12.



Es la luz la que da el brillo, la transparencia; es la luz la que destruye la sombra, pero es al abrigo de la sombra que se agazapan las fieras, esos seres opacos de la política nacional, que hacen de la oscuridad su hábitat natural. Política nacional que después de su destierro Guzmán entendió con nitidez, y que verifica lo que Cuesta había dicho de los miembros del Ateneo, una actitud aristocrática de desdén de la actualidad, una aristocracia doblada de ética, concebida casi como una religiosidad, o mejor dicho, casi como una teología. Una religiosidad laica, una idealización de la vida nacional, el deseo de crear mediante una mística del rigor un nuevo país.

El vigoroso conservadurismo de los ateneístas -concluye Monsiváis- no les impide constituirse en un puente entre una y otra etapas históricas y les obliga a perfilarse como un programa: el deseo de sobrevivencia de una cultura que no juzgan porfiriana sino occidental y universal (clásica en su origen) y a la que se deben. No es azarosa su indiferencia ante una característica de la vida griega: la democracia. Su afán es distinto y, sin decirlo, aceptan la idea de un despotismo ilustrado, lo que será la vaga conformación programática de Vasconcelos como secretario de Educación Pública y como candidato a la Presidencia en 192913.






La luminosidad

El cuerpo de Aguirre, acoplado al de Rosario, su amante, se matiza con la luz: la región más transparente del aire ayuda a depurar las líneas y obliga al paisaje a tomar partido cuando subraya las sombras y las luces: «Ahora las nubes cubrían el sol con frecuencia y mudaban, a intervalos, la luz en sombra y la sombra en luz». Guzmán confiesa en la entrevista que le hiciera Emmanuel Carballo que

[...] en su modo de escribir lo que mayor influjo ha ejercido es el paisaje del Valle de México. El espectáculo de los volcanes y el Ajusco, envueltos en la luz diáfana del valle, pero particularmente en la luz de hace varios años. Mi estética es ante todo geográfica. Deseo ver mi material literario como se ven las anfractuosidades del Ajusco en día luminoso o como lucen los mantos del Popocatépetl14.



En el fragmento recién citado se hace referencia a la estética del paisaje presente en la obra del gran pintor mexicano José María Velasco. Ciertamente, la luz que ahora tenemos no es la que sedujo a don Martín. Quizá por eso ya no tengamos posibilidades de ser estetas. Esa luz, aparentemente maniquea, es sobre todo escultórica o arquitectónica, también pictórica, la luz necesaria para construir los volúmenes que los contrastes revelan y que son manejados por Guzmán en paralelismo absoluto con la política. Estar a la sombra significa poder mirar a los que están a la luz, al descubierto, luciendo su físico pero también descubriendo su juego. La política mexicana se reduce, en cierta medida, a una teoría sobre la madrugada:

O nosotros le madrugamos bien al Caudillo, decía Oliver, o el Caudillo nos madruga a nosotros: en estos casos triunfan siempre los de la iniciativa. ¿Qué pasa cuando dos tiradores andan acechándose pistola en mano? El que primero dispara primero mata. Pues bien, la política de México, política de pistola, sólo conjuga un verbo, madrugar»15.



Madrugar es estar de lleno entre los dos opuestos, es aprovechar el momento en que la sombra está a punto de convertirse en luz y, por tanto, y tomando en cuenta, como dice el dicho, que al que madruga Dios lo ayuda, podrá dar el albazo, pasar de la sombra a la luz y exponerse, ya seguro de su triunfo, al público, y en rápido malabarismo colocar definitivamente a su rival a la sombra, es decir, privarlo para siempre de la luz. Aguirre no ha reconocido esta ley y ha perdido puntos en el juego político al que lo condena su posición. Y no sólo eso, se ha mostrado a plena luz, sin advertir que al hacerlo se ha vuelto el blanco perfecto de sus enemigos, agazapados en la sombra, antes de dar el zarpazo.

Insisto: Aguirre es guapo, esbelto, luminoso, más que hombre de acción es hombre de placer, aclara Guzmán; en cambio, su enemigo es opaco. Hilario Jiménez -Calles-

[...] durante todos estos movimientos, su cuerpo, alto y musculoso -aunque ya muy en la pendiente de los cuarenta y tantos años puestos demasiado a prueba-, confirmó algo que Aguirre siempre había creído: que Jiménez visto de espaldas, daba de sí más fiel idea que visto de frente. Porque entonces (oculta la falaz expresión de la cara) sobresalía en él la musculatura de apariencia vigorosa y se le fortalecían los cuatro miembros, firmes y ágiles y todo él cobraba aire seguro, cierta aptitud para consumar, con precisión, con energía, hasta los menores intentos. Y eso sí era muy suyo -más suyo desde luego que el deforme espíritu que acusaban sus facciones siniestras- pues cuadraba bien con la esencia de su persona íntima16.



La opacidad del contrario, es decir su falta de transparencia -frases ya manidas en la filosofía y en la política mexicana-, su incapacidad para reflejar la luz, su animalidad (su estructura de cuadrúpedo, semejante a la mirada bovina de Carranza en El águila y la serpiente), constituyen un dato ominoso: carece de forma, o mejor, su forma es equívoca, poco clara -se advierte no de frente sino de espaldas. Su cuerpo es oscuro, pesado, contradictorio, siniestro, como su política. Aguirre no quiere ser presidente y se lo advierte tanto al Caudillo como al candidato, pero la transparencia no es aceptada ni creíble: ¿Quién que es no quiere ser?

Políticamente el Caudillo tiene razón, razona a su vez Axkaná, hablando con su amigo Aguirre: Juzga tu caso refiriéndolo a uno cualquiera de sus generales, como si se tratara de él mismo. ¿En las actuales condiciones tuyas no andaría él bregando ya por llegar a ser presidente? Pues por eso, ni más ni menos, supone que eso es lo que tú haces y harás17.






El papel del corifeo

De esta manera se va urdiendo la trama, se van poniendo las fichas sobre la mesa, se va cerrando la trampa. Aguirre no ha entendido que los contrarios delinean otra forma, distinta a la suya, opaca, nunca transparente, pero a la larga siempre adecuada a su propia necesidad política. Significativamente, los partidarios de Aguirre se parecen, entre todos se dibuja nítidamente la armonía, se perfila una forma clásica, se construye la belleza, según el ideal helénico, quizá imposible de lograr en este reino. La prueba la obtiene el mismo Axkaná, personaje cuya función en la novela es, según confesión del propio autor, la del coro (y quizá la de autorretrato del mismo Guzmán): «Ejerce en ella la función reservada en la tragedia griega al coro: procura que el mundo ideal cure las heridas del mundo real»18.

Es más, Axkaná es la conciencia política del autor, juega el papel del corifeo, dice la verdad, esa verdad que los políticos inmersos en el juego ya no pueden ver. Por eso aclara, explicándole a Aguirre (y sobre todo al lector) el juego de la política, es decir, penetra en la oscuridad:

En el campo de las relaciones políticas la amistad no figura, no subsiste. Puede haber de abajo arriba, conveniencia, adhesión, fidelidad; y de arriba abajo, protección defectuosa o estimación utilitaria. Pero amistad simple, sentimiento afectivo que una de igual a igual, imposible. Esto sólo entre los humildes, entre la tropa política sin nombre. Jefes y guiadores, si ningún interés común los acerca, son siempre émulos envidiosos, rivales, enemigos en potencia o en acto. Por eso ocurre que al otro día de abrazarse y acariciarse, los políticos más cercanos se destrozan y se matan. De los amigos más íntimos nacen a menudo, en política, los enemigos acérrimos, los más crueles19.



Clarividencia absoluta, Axkaná no sólo es la luz, es el descifrador de la sombra. Además, su capacidad absoluta para la amistad -esa forma prístina de lealtad de la que carecen los políticos y que otorga al grupo de Aguirre su máxima radiancia- le permiten una posición neutral y la sobrevivencia. No podría ser de otra manera: la figura de Axkaná es un soporte narrativo y filosófico; permite que el narrador construya con nitidez un discurso político sustentado en un discurso narrativo, cuyo juego armónico produce una acabada metáfora de la realidad nacional. El discurso teórico, corolario natural de las acciones narrativas y de las imágenes poéticas de la novela, no tendría validez sin ese sustento, subrayado por Axkaná mientras cumple con la función de corifeo que le ha sido asignada en el texto. Y al dibujar la metáfora narrativa del poder, La sombra del caudillo sobrepasa el mero realismo histórico y circunstancial de un solo país, aunque lo pueda representar de maravilla.

Axkaná escuchaba haciendo un transporte de la elocuencia de Aguirre: éste creía expresar la tragedia de que su jefe lo juzgara falso, pero lo que Axkaná entendía no era eso. Sentía en su amigo la tragedia del político cogido por el ambiente de inmoralidad y mentira que él mismo ha creado; la tragedia del político, sincero una vez, que, asegurando de buena fe renunciar a las aspiraciones que otros le atribuyen, aún no abre los ojos a las circunstancias que han de obligarlo a defender, pronto y a muerte, eso mismo que rechaza. Axkaná, en otros términos, pensaba lo que el Caudillo. Sólo que mientras éste, gran maestro en el juego político y juez de las ambiciones ajenas a la luz de las propias, sospechaba fingimiento en Aguirre, Axkaná sabía que la sinceridad de su amigo era absoluta. Para él todo el equívoco estribaba en la confusión de Aguirre al identificar con sus deseos los misteriosos resortes de la política: en que el ministro de la Guerra, en fuerza de querer oponerse a la magnitud de la ola que venía levantándolo, no fuera capaz de apreciarla20.






Forma y movimiento

Axkaná se dirige al frontón, y allí descubre por vez primera el arquetipo, el mundo platónico de las ideas y las formas, en un espectáculo que lo fascina literalmente:

un nuevo espectáculo, un espectáculo que se le antojó magnífico por su riqueza plástica y del que gustó plenamente. Con los ojos llenos de visiones extraordinarias se creyó, por momentos, en presencia de un acontecimiento de belleza irreal -asistió a la irrealidad en que se saturan en la atmósfera de las lámparas eléctricas las proezas de los pelotari [...] Con todos sus sentidos admiraba aún, como hechos sobrehumanos, como fenómenos ajenos a las leyes físicas y al vivir de todos los días, los incidentes del juego que acababa de ver21.



Nunca ha estado Guzmán-Axkaná más cerca del ideal: el pelotari es la imagen moderna del discóbolo, no puede haber nada más bello para un ateneísta: vislumbrar por fin la forma y el movimiento encadenados, la presencia definitiva, palpable, concreta, del héroe, el mito hecho realidad, «la maestría heroica», la belleza irreal. Éste es uno de los momentos fundamentales del texto, juega casi el mismo papel que la línea áurea en las pinturas clásicas. En ese pasaje novelesco se decide el futuro de México: recuérdese que estamos en la época de Plutarco Elías Calles, antes de la matanza de Huitzilac, del asesinato del general Serrano. A partir de este instante se dirimirán en la novela dos opciones de vida, dos opciones de historicidad: una deformidad corpórea responde a la falta de moral política: la estética de Guzmán es inseparable de la ética, o más bien estética y ética se confunden, como en la filosofía clásica lo bello es inseparable de lo bueno. La belleza escultórica de los cuerpos en movimiento y la de los amantes se encuentran en su clasicismo.

En sus años de aprendizaje político, cuando deambulaba por los estados del norte de la república, antes de afiliarse de manera definitiva al villismo, Guzmán afina su idealismo, lo asocia a un programa disciplinario del cuerpo y del espíritu:

Por fortuna, descubrí pronto que en el Nogales de Sonora había una tienda de libros... Después, a fuerza de meterme en todas partes, hallé que en el Nogales de Arizona existía... una biblioteca pública, y que en aquella biblioteca podían leerse las obras de Plotino. De allá datan mis inmersiones temporales en la mística alejandrina y en su pureza espiritual ajena al mero conocimiento; de allá mi trato momentáneo con Porfirio y Jámblico22.






La oscura realidad

Al salir del frontón, transportado por la belleza ideal, Axkaná cae en una emboscada y sufre un atentado. Casi al mismo tiempo, Aguirre arregla un negocio fraudulento, acepta un papelito amarillo que le ofrece una compañía petrolera norteamericana. Cuando le informan acerca del atentado contra su amigo, renuncia a su puesto de ministro de Guerra y acepta, demasiado tarde, su candidatura como presidente de la República. Ninguno de los políticos, ni su antiguo amigo, el Caudillo, pudieron creer que su rechazo era verdadero, y que sólo su concepto de amistad -de lealtad ateneísta- lo inclina a aceptarlo. Los dados están echados, es el principio de las hostilidades. La forma y la deformidad se magnifican.

Aguirre va construyéndose, se va convirtiendo en un personaje trágico, un verdadero héroe aristotélico. Guzmán lima las asperezas morales de su personaje hasta hacerlo recobrar la dignidad. Le ha permitido errar, como los trágicos griegos hacían caer a sus personajes por causa de la hybris, el orgullo, para luego provocar en los espectadores ese terror y esa piedad incapaces de provocar los dioses y los héroes impecables.

Como en El águila y la serpiente, Guzmán acelera el ritmo, y lo que parecía un juego de salón entre gente bonita, se convierte en un juego de muerte. En la Cámara de Diputados se enfrentan los aguirristas con los hilaristas. Ricalde, el líder sindical, bajo cuyo nombre se disfraza Morones, era

[...] un hombre inteligente, antipático y monstruoso. Sus ojos asimétricos carecían de luz. Su cabeza parecía sufrir sin tregua la tortura de un doble retorcimiento: la deformación ladeada del cráneo agravaba desde lo alto, lo que bajo era, junto a la barba, deformación ladeada también, de descomunal arruga carnosa; y entre deformación y deformación, la pesadez del párpado, de flojedad casi paralítica, daba acento nuevo a aquella dinámica de la fealdad, prolongada y ensanchada hasta los pies en toda la extensión de un cuerpo de enorme volumen23.



Esta perspectiva de la fealdad, esa deformación que es sin embargo dinámica, pone de relieve el tipo de combate. Por un lado esconde un racismo de Guzmán escudado tras esa dialéctica de la oscuridad y la luz; por otro, subraya la metáfora: la política del Caudillo es tortuosa, sigue caminos desviados, fraudulentos, solapados. Una política cuya forma y partidarios contrarían las leyes de la armonía es necesariamente abyecta, corruptora. Aguirre cae en la trampa con sus partidarios, apuestos, bien vestidos, escultóricos; los deformes los persiguen. Canuto, un esbirro de Ricalde es descrito de esta manera, también en la Cámara de Diputados, una forma no demasiado extraña aun ahora: «negra y chata, partida en dos por la raya blanca de los dientes, su fealdad brilló entonces horrible...». Y luego remata: «Canuto se dolió a la burla; su tez, hasta entonces brillante, con relumbres como de barniz, se apagó de súbito en el negro más mortecino y ceniciento»24.

Y con esa frase lapidaria reconfirmamos que la estética de Guzmán es occidental, como debe de serlo una estética fincada en la perfección ideal de la escultura y la cultura atenienses; no se salvan quienes no participan de una forma pero tampoco los que tienen otro color.

Inconsciente, débil, fornicario, pero bello y luminoso, el antiguo ministro de la Guerra reconstruye su figura, inmortaliza su forma, se muere de perfil como algún personaje de García Lorca:

Aguirre no había esbozado el movimiento más leve; había esperado la bala con la más absoluta quietud. Y tuvo de ella conciencia tan clara, que en aquella fracción de instante se admiró a sí mismo y se sintió -solo ante el panorama, visto en fugaz pensamiento, de toda su vida revolucionaria y política- lavado de sus flaquezas. Cayó, porque así lo quiso, con la dignidad con que otros se levantan25.



La muerte es también una forma. Al moldearla con perfección necesaria para convertirla en símbolo, Aguirre se convierte en un héroe trágico, y de paso el propio novelista se trasmuta y, hecho uno con la forma que ha creado, siente que su actividad política se moraliza. Ya lo he repetido hasta la saciedad: toda ética oculta en su reverso una estética, aunque la que propone Guzmán nunca haya existido en la realidad.

Pero tampoco existe ya la región más transparente. Y eso tal vez se implica en el libro de Guzmán: el juego político mexicano se ha transformado mucho, pero puede ser que aún estén vigentes algunas de las deformidades ocultas que Martín Luis Guzmán descubrió en la actuación de quienes entonces estaban en el poder. Probablemente esas formas sigan siendo las que la política reviste, puras sombras, o como diría un clásico, la política sombras suele vestir...





 
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