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La Suela

José María Rivarola Matto






ArribaAbajoParte I

Don Cayetano lo supo antes de que nadie se lo viniera a decir. Una extraña soledad estaba detenida sobre el pulso de aquella mañana fría. La huella arenosa y colorada que se retorcía sobre la baja gramilla de la calle, permanecía desierta. No pasaba nadie, ni se oía que nadie trajinara aun a lo lejos. Largas pausas de motores entre las verdeantes colinas, hasta que de pronto una trepidación precipitada gritaba urgencia, apremio, no el constante esfuerzo del trabajo.

-¡Se pelea en Asunción!

Algunas mujeres pasaban con bultos de comestibles apresuradamente logrados en previsión de alguna probable escasez; los hombres cruzaban la calle para ir a comentar y hacer conjeturas con el próximo vecino, formando pequeños corrillos que no se extendían porque nadie quería alejarse a más de cincuenta pasos de su casa. Había temor, amenaza incierta; en algún lugar se había quebrado la costra de miedo que oculta el odio.

Cuando le contaron a don Cayetano que su hijo estaba en el combate, no le dijeron por qué, ni por quién, ni cual era su bando. Lo veía con su uniforme blanco de marinero, el cabello obscuro, requemado el cutis, tirante la piel sobre músculos comprimidos como resortes; la salud, la potencia y la gracia unidas para realizar la armoniosa buena voluntad de Dios.

Lo mataron en la calle. Lo sacaron al combate y allí lo abandonaron. Se concertó la tregua sin tener en cuenta su cadáver. ¿Para qué pensar en la sangre derramada si nadie la quiso derramar? Sin intención, no hay delito; que cada cual se lleve a sus muertos, cuánta pena, pero los vivos no queden reprochados, pues ha sido una desgracia, nada más.

Don Cayetano supo que su hijo estaba muerto, tirado en una calle, secándosele una imagen en los ojos abiertos. Corrió desesperadamente; diez veces quisieron atajarlo, hacerle volver, diciéndole que aún no estaba libre el paso, que ya llamarían para entregarle su deudo, después. ¿Mas acaso es posible proponer esperas a quien siente quebrársele el soporte de la vida?

-Prohibido pasar.

-Han matado a Héctor.

-No se puede pasar.

-Mi hijo está muerto allí en la calle.

Hasta el más endurecido combatiente veía en esa cara contorsionada, de ojos desorbitados, los asaltos de un tumulto pavoroso de dolor.

-Vaya por acá.

Pero pocos pasos más allá:

-¡Alto!... ¿adónde va usted?

-Mi hijo está muerto, allí.

-¿Es tu hijo?

-Sí, es mi hijo, ¡Héctor!

-Mi teniente, este bringo quiere buscar el cadáver de su hijo.

Una atenta mirada lo recorrió desde los zapatos embarrados, el pantalón azul caído, hasta el viejo saco tropical sobre la muy usada camisa que tenía puesta en el momento de salir. El aspecto de hombre maduro, un poco carnoso, con esas manos fuertes, de trabajo, inspiraba confianza.

-Vaya, pero tenga cuidado, le pueden pegar un tiro.

A lo largo de la calle y en algunas secciones laterales, los soldados aún guardaban una relajada actitud de apresto en su línea de combate. Si bien la lucha general había cesado, todavía se escuchaban en secciones distantes airadas escaramuzas de grupos en retirada que trataban de escapar hacia el río. Un sargento tosco y duro que comandaba una patrulla, lo dirigió mejor.

-Mire allí, sobre la calle Colón.

Al doblar una esquina, se encontró de golpe en medio de los vencidos despojos. Estaban esparcidos en diversos sitios de la calzada a lo largo de la calle, en la misma disparatada actitud que dejó en ellos el convulsivo beso de la muerte.

-¿Aquél?

Corrió torpemente empujado por el propio desequilibrio. No, no era éste. Sobre un cordón de la acera, varios: los fue mirando con nerviosa prisa, incapaz de darse tregua para sentir horror, ni extender siquiera una humana compasión. Al acercarse a uno, éste lo observó con el ceño fruncido como si fuera a hacerle un reproche o a pedirle cuenta. Para asegurarse, venciendo súbito terror irracional, debió volver la cara ante otro.

Siguió caminando torpemente de muerto a muerto, intoxicado de dolor, anestesiado de espanto. No tenía ideas, no coordinaba una protesta, no lograba distinguir sentimientos, sino punción de quiebra, caída, intolerable ansiedad. Hacía frío y él sentía el rostro chorreado de sudor, tenía los carnosos labios del color amarillo de pintas moradas como la pálida piel, los ojos perdidos, buscando, buscando.

De pronto lo vio, sí, era él, no podía ser otro, lo supo, aunque nunca hubiera podido explicar el porqué. Tendido, reposaba la cabeza sobre la raíz de un árbol. Se arrojó sobre él:

-Mio figlio!

Era un cadáver tranquilo que se había juntado con la muerte sin haberla pensado sino muy lejana, como acudiendo a otra cita cualquiera. Había quedado una pálida somnolencia en la mirada y una sonrisa vaga no podía escapar de aquellos labios ya vedados a la alegría. Un infinito hilo de sangre había manado de la herida del pecho, y allá se había corrido por la pendiente para ir a morir a un albañal. ¡Dios mío, era todo lo que quedaba de este ser radiante, cristal de la esperanza, nacido para hacer fluir amor!



Un tío lo trajo a la América de doce años, rescatándolo del abandono en que había quedado el bambino Cayetano como consecuencia de una tragedia familiar que flotaba turbia en su recuerdo con insinuación de pecado vergonzoso, allá en la lejana infancia de aldea italiana, donde nunca conoció ni a sus padres ni la tibia normalidad del afecto hogareño, sino otorgada por residuos, como regateado rescate de la debida misericordia.

Sin embargo, no tenía amargura en el alma, sino carencia, escasez de algo; no se había logrado corromper la simpleza de su corazón haciéndole conocer el odio. También desde esa misma tierna infancia tenía un recuerdo de bondadoso amparo: su profunda devoción por San Antonio. Una beata lateral de la familia le había transmitido su gran fórmula de abrigo contra la soledad y su helado compañero el miedo: un santo amistoso cuyo valimiento se lograba con asiduo culto y confianza. Un santo que lo comprendía todo porque era muy sabio, que conocía todo lo de la vida porque había muerto viejo y que siempre estaba dispuesto a la ayuda porque era muy bueno. «Cualquier cosa le puedes pedir a San Antonio, ah, es tan bueno; ¡un Santo verdaderamente bueno!».

También estaba tío César, así se llamaba; era un hombre joven, alegre, con un sentido liviano de la responsabilidad. Se hacía querer porque todo lo tenía a flor de labios: la sonrisa, la palabra amistosa y también la rendida excusa por lo que había dejado de hacer. No era posible tomarle a mal, ni tomarlo en serio, «¡es tan gracioso, si es un niño!». Pasados los años muchas veces se había preguntado si tío César quiso por sí mismo traerlo o si se lo habían cargado como una encomienda molesta dirigida a las tierras del milagro y la aventura, donde se viene sin pasado a mirar el porvenir. Tal vez así habría sido, tal vez no, pero a poco de llegar a Buenos Aires, el buen tío lo dejó encargado provisoriamente a una familia de paisanos; partió por poco tiempo en busca de un lugar para establecerse y nunca volvió.

Esta vez la soledad era abandono y en un ambiente completamente extraño, donde todos estaban muy apresurados en dar con la tecla de la fortuna para compadecerse de sus penurias, aunque alguno de paso, le ponía en evidencia la conclusión moral de sus tropiezos: «eso te pasa para que aprendas».

Debió soportar los primeros años sirviendo para comer y aprendiendo a evitar los golpes. Cuando un paisano le ofreció embarcarlo en su balandro para correr en el transporte de la fruta, trepó la borda ansioso de escapar del amargo rincón donde tenía que enfrentar a la fortuna, y se llenó el alma de paisajes murmurantes al ascender la onda inmensa del Paraná y su lujosa cabellera.

Conoció el Paraguay por Villeta, el puerto naranjero, donde aguardando el turno de la carga podía darse a las noches tibias de serenatas, guitarras, mujeres, caña en la fácil tolerancia de los puertos donde nadie le cuestionaba su juventud si tenía cómo pagar la juerga.

Andando el tiempo, allí por primera vez una linda china le llamó «amigo», y aunque no dejaba de mercarse con él, también podía forjarle la quimera de que la relación era distinta. Era de más edad que «su Cayé» -como apocopaba su nombre siguiendo el uso local- pero tenía una forma tan dulce de ponerse bajo su protección los pocos días, y a veces las pocas horas que estaba en tierra, que el marinero huérfano, sentía que esta dudosa mujer rescataba para él una pequeña propia estimación como ser viviente.

Se sentía cada vez más enamorado de estas colinas y bosques tan solitarios, ¡casi desiertos! Ésta era la América virgen que desde Europa se venía a conquistar. ¡Espacio, luz! Él, que había vivido siempre en cuchitriles, en rincones sucios y apretados, en la última de las cuchetas, sentía la ebriedad de la página en blanco en el momento en que las venas se le llenaban del jugo nuevo de la juventud, mezclada del misterioso elixir portador de la potencia creadora.

-¿De dónde traen la fruta?

-Del monte.

-¿Allí las plantan?

-Allí crecen solas -le informaba su china apretándosele al pecho en tanto que él contemplaba admirado los dorados montones.

-Y todas estas tierras vacías, ¿de quién son?

-No sé, pero hay muchas más... atrás del monte, y campos y ríos. ¿No querés hacer un rancho para nosotros, cerca de una isla, con un arroyo que pase entre los árboles para bañarnos a la tarde?

-¿Te vas a venir conmigo?

-¡Sí, Cayé de mi vida! -Y se le ceñía aún más acariciándole con insinuante intimidad.

Ella ponía dulzura a la promesa, y él quería soñar; ¿qué otro requisito hace falta a la fe que mueve a los hombres?

No le había prometido venir de nuevo por ella, mas al terminar esa estación de la fruta, cuando el balandro hizo la última descarga en puerto de destino, Cayetano, en lugar de entregarse al raspado, la limpieza y la nueva pintura, pidió su desenganche.

-¿Adónde vas? -Le preguntó el patrón.

-Voy al Paraguay; allí todavía puede empezar un hombre pobre que quiera trabajar.

-¿Por qué decís eso?

-Todo está vacío... han tenido guerras, revoluciones, y todo está vacío... -reiteró con la imagen de aquellas armoniosas colinas ceñidas por el río, cuya sombra tenía un secreto hechizo juvenil de mujer.

-Está muy bien, ¿pero no te preguntaste si porque tienen tantas guerras y revoluciones?

No, no se había preguntado. Era algo demasiado profundo para su especulación simple de marinero enamoriscado. El patrón lo miró un rato con sus ojos astutos de genovés. Tomó un porrón de buen vino que se reservaba para él sólo y llenó dos vasos sobre la mesa.

-¡Andá, muchacho!, todos vinimos a América a probar fortuna... ¡hay que hacer entonces la prueba! -empujó un vaso hacia su lado indicándole que lo cogiera-, siento perderte, ¡pero andá, andá!, siempre hay tiempo para ser marinero -levantó el vaso-, ¡salud paisano!, ¡buena suerte!

Vaciaron el buen trago, y aún otros; le liquidaron la paga y con otros billetes que había aprendido a esconder para atajar los malos golpes, consiguió embarcarse en un carguero que pasaba por el lugar donde debía empezar su conquista de la tierra nueva.

Cuando lo bajaron en Villeta se encontró con su primera desilusión. Al fin de la estación de la fruta, su dulce china había regresado, le decían, a su pueblito del interior. No hubo pues ensoñadora espera en noches de luna que hubiese cuajado la soledad en su recuerdo, aunque tal vez... Para ser sincero, ¿le pidió él que lo esperase? No; no lo hizo. Creyó que allí la encontraría simplemente porque allí la había visto la primera vez y siempre. De este modo la perdió sin haberla conocido nunca, tomando del amor sólo el aroma para un recuerdo bello y triste de la juventud.

Era un hombre en busca de su empresa, joven, decidido y fuerte, pero poco inclinado a dejarse tentar por brotes caprichosos de entusiasmo. Había aprendido recibiendo golpes y estaba en su misma naturaleza la particular disposición de meditarlos. La instrucción que le dieron fue rudimentaria, y todo el conocimiento después adquirido, era un cuadro desordenado de la experiencia ajena relatada a trazos ligeros en libros baratos y periódicos.

Caía bien en el ambiente su ansioso deseo de trabajar; los nativos estaban tan ocupados en las rivalidades políticas, con tanta saña se perseguían, que los pocos inmigrantes que llegaban eran disputados para los trabajos requeridores de constancia y dedicación.

La dolorosa firmeza con que cerraba la boca, aquellos ojos jóvenes y serios, le empujaron a su primera oportunidad.

En Asunción se instaló instintivamente en un hotel barato cercano al puerto.

Un hombre maduro, curtido, con traje de ciudad, pero con evidentes maneras campesinas, desde el mismo día de su llegada trató de hacer amistad con él.

-¿Viene a quedarse?

-Sí.

-¿Tiene algún trabajo?

-Estoy hablando con algunos paisanos para orientarme.

-Aquí hay pocos ramos: madera, hacienda, yerba o naranja. Todo lo demás es pichuleo.- Se le quedó mirando, tomándole el calibre a su disposición.

-¿No hay más?

-Sí, pero derivados. No entre en un ramo chico; usted es joven, si le va bien tiene cómo hacer fortuna.

-Pero yo no tengo dinero.

-No hace falta. Hay que trabajar al principio para otro, y ganar experiencia. Que su experiencia la pague otro.

-¿Usted me quiere proponer algo, verdad?

-Sí. Tengo un obraje al norte. Si le gusta, en dos años puede estar trabajando solo. Maderas hay para mil años, y si usted demuestra que es guapo, cualquiera le adelanta dinero.



A los dos años estaba metido en una selva inconmensurable, tratando de sacar enormes rollos por primitivas trochas, con alzaprimas hundidas hasta el mazo; las yuntas de seis, ocho, doce bueyes obligadas a tirar a pura picana y despiadado látigo. Trabajo salvaje en el cual el hombre lucha primitivamente contra todas las potestades de la naturaleza: lluvia, viento, frío, calor, sabandijas, culebras, fieras, hambre y enfermedades.

-¡Juerza, juerza!, ¡neique, vamos, Negro! ¡Guampa!, ¡dale ujha, jha, jha, jha!... ¡Juerza, jha, jha, jha!... -Y el látigo como herramienta infatigable de trabajo.

No, esto no era para él, no porque se sintiese acobardado, sino porque la brega se hacía a un nivel que no satisfacía su temperamento. Además, los inconvenientes habían menudeado por todos lados; unos eran los cálculos de las utilidades, y otros los resultados obtenidos en el azar de las circunstancias. Las sumas y cubicajes nerviosamente comprobados daban escuálidos saldos. Un par de lluvias más o se le escapaban algunos peones con mucha deuda y tendría que salir pagando su propia experiencia con sus pocos billetes trabajosamente ahorrados o con una o dos balas en el cuerpo.

Ante esta situación crítica, en el miserable ranchito de pindó, Cayetano pasaba de sus cálculos a mirar el cielo, y no precisamente para estudiar el tiempo sino para rogar a su abogado, San Antonio, que lo sacara de tal apremio. Y fue tan efectiva la ayuda de su Santo, y tan poco ceñida a las ñoñerías de una justicia pedestre, que desde entonces su fe en él adquirió categoría de verdadera devoción.

San Antonio lo ayudó en efectivo, teniendo en cuenta la razón según el alto punto de vista de los cielos, pues sus medios no fueron en verdad muy ortodoxos. En efecto, un recibidor, luego de algunos rodeos, le propuso que por cada palo medido se agregara otro palito en la planilla, de manera que al fin de la jornada ambos, él y él, tuviesen una pequeña planchadita entre los dos.

-¿Controlar?, no se preocupe -le tranquilizó el sujeto escupiendo las palabras por el costado de la boca gomosa de tabaco mascado, con los ojos atentos a los intersticios de las próximas ramazones-, usted se va, viene la lluvia, el monte crece, todo lo tapa, piques y rollos, vaya tranquilo.

Tanto como tranquilo, no se fue, pero se reconfortaba con la idea de que si había trabajado duro, justo era sacar algún provecho, y luego, si San Antonio le extendía una ayuda, era porque reconocía su derecho en la instancia final.

Sin embargo, como solamente él era intérprete de la voluntad de su abogado y no se atrevía a solicitar opinión de una mejor autoridad para su respaldo, creyó oportuno hacer participar de sus beneficios a los pobres, tratando de acallar por este medio las enojosas cuestiones que se le oponían desde un sector rebelde de la conciencia. Lo resuelto fue definitivo. Apartó drásticamente un porcentaje del uno por ciento de lo que estaba dudosamente logrado, y se lo puso en el bolsillo izquierdo para irlo dando como caridad a los pobrecitos de Dios.

Salió con indudable experiencia del obraje. Un conocimiento que le aconsejaba no volver a meterse en ese tipo de trabajo en el cual la apuesta se hacía contra todos, hombres, animales y elementos. Para apostar así, había que estar en condiciones de dispersar los riesgos poniendo varias paradas en manos de otros más chicos jugadores y aún poder jugar de nuevo una y otra vez. Quien no tenía el dinero apostaba simplemente su vida, las fuerzas de su juventud, su derecho a la dulce alegría de vivir.

Averiguó si habría manera de hacer pastar un pequeño hato en esas grandes praderas vacías y le dijeron que podía intentarlo clandestinamente o pedir permiso a los dueños que tenían su residencia en el exterior. Como su dinero era escaso para la empresa, adquirió un pequeño plantel y se lo encomendó a otro mientras fuera tomando importancia. Entre tanto él se dedicaría a comprar partidas chicas para proveer de hacienda los pequeños mercados del interior.

Los hábitos locales lo iban transformando. Aprendía rápidamente locuciones en guaraní, aunque hiciera reír su pronunciación agringada. Por el vestido y el porte, nadie podría distinguirlo: la piel quemada y curtida era la de todos, y los ojos azules sólo llamaban en un primer momento la atención. Trajinaba por los primitivos caminos del país, asociado con un mulato sumamente experto, haciendo pacientes negocios que le permitían ir soñando con el crecimiento de su manada.

Trabajaba duro, con una natural tendencia al sistema, a la seriedad en los tratos, al orden, y por cierto esta característica le ocasionaba sus disgustos con la gente. Por instinto desdeñaba vivir como un ser más de la naturaleza; su vieja sangre civilizadora quería transformar.



Conoció a Francisca en una categoría indeterminada de criada y pariente de los dueños de un pequeño establecimiento que por sus buenas aguadas y potreros solía tocar de paso. El amo, su mujer y unos pocos peones vivían en un mismo nivel de rústica igualdad, en un rancho de paja y barro desnudo de comodidades, cuyo gran vestíbulo servía para todos los menesteres cotidianos y guardaba desordenadamente los utensilios de la hacienda. A ambos lados, dos o tres piecitas y una amplia cocina ennegrecida de humo, en cuyo centro radicaba, a ras de tierra, un fogón.

Era una trigueña fina bien formada que estaba llegando a su «tiempo» como lo decían los de la casa con toda naturalidad, esperando que de un momento a otro encontraría su hombre o que simplemente alguno la haría madre, «por haber llegado el tiempo». Ella se mostraba arisca rehuyendo el contacto de algunos requeridores peones, pero con eso no lograba disuadir gran cosa, pues cada vez que soltaba una risotada o cometía una torpeza, el patrón, un hombre encanecido, hablando por debajo del bigote ralo y lacio, movía sentenciosamente la cabeza para asegurar:

-Le hace falta macho.

Ella no sabía si qué cosa le faltaba, pero sentía el acosamiento de todos los del lugar, y más de una noche, una tibia mano palpadora trató de hacerse sitio debajo de su mosquitero. Una vez gritó, pero al día siguiente encontró sonrisas y bromas por todas partes; otra noche mordió con violencia de animal aterrorizado, y ahora, con el permiso de su madrina, la mujer del patrón, se atrancaba en la despensa a pesar del calor, con un puñalito debajo de la almohada.

-Se hace -decían los que pasaban por entendidos.

Pero no se hacía, sino que Francisca estaba completamente enamorada de don Cayé, como ahora llamaban al gringo tropero. ¿Lo sabía él? Imposible dejar de saberlo porque aquellos ojos negros eran suficientemente bellos como para no pasar desapercibidos, y hablaban dolorosamente, porque su solicitud era rendida y la voz se aterciopelaba, se estremecía cuando tenía que decirle unas pocas palabras en esforzado castellano mezclado con substancia guaraní.

Sin embargo, un individuo llamado Onésimo, más conocido por el marcante Taguató, que pretendía con insistencia a la muchacha y estaba decidido a hacerla suya, también advirtió que las venidas del gringo alteraban el brillo de los ojos, los colores, el peinado, el vestido y hasta el calzado de la morena que durante la permanencia del viajero se tenía heroicamente con los zapatos puestos: indudable prueba de amor. Para peor el picado Onésimo creyó advertir reciprocidad, lo cual le hacía suponer inminente un desenlace, como todos lo esperaban, apenas Francisca encontrase al hombre de su agrado. ¡Se iría con él! ¿Qué otra vuelta había que darle al asunto?

Entonces el Taguató resolvió actuar. Esa misma noche tomando mate alrededor del fogón, mientras Cayetano esperaba a unos compañeros que se habían demorado para encerrar ciertos animales huidos, empezó a soltar palabritas burlonas con el ánimo evidente de buscar pendencia. Estaba sentado sobre una banqueta baja, fogón de por medio con el tropero, y cerrándole la salida. Adelante, debajo de la mano, tenía el mango de un largo cuchillo, colocado así con el propósito de ahorrar fracciones de segundos en la acción.

-El bringo se hace gaucho, ¿no?

Y como alguien respondiese que sí, el Onésimo continuó con un tonito burlón:

-Con las vacas... hay que ver si también es gaucho con lo cristianos. -Y le agregó una risita de infinita duda.

Cayetano tenía suficiente experiencia como para saber que el individuo traía propósito y que en el trance se jugaba la vida. No había parlamento posible; sólo al moverse le saltaría encima. Era hombre joven, fuerte, con unos ojitos de víbora que le estaban vigilando hasta la dirección posible de la mirada. En realidad lo tenía cazado: había una vibración metálica de trampa en esa mirada, y un cruel esbozo de triunfo en aquella sonrisa endurecida que surgía de un fondo de apresto total. Lo tenía atrapado; su posición en la banqueta había adquirido la presión de un resorte y mantenía la mano ligeramente abierta sobre el mango del puñal.

El fuego hacía bailotear las sombras; dos individuos más permanecían quietos, serios, neutros, alejando la vista de las llamas para no encandilarse, viéndolo todo, dispuestos a ver actuar a la muerte, sin mezclarse innecesariamente en su faena.

Lo que hacía endiabladamente grave su situación era el revólver que tenía colgado al costado izquierdo. Sería en extremo difícil que lo pudiera usar con tiempo; prácticamente le resultaba inútil; además, su enemigo no podía permitirle que se moviese un milímetro para tentar otra defensa, justamente porque allí tenía el arma inútil. «Hacer trabajar la cabeza», de ésta saldría entero, sólo si podía imaginar algo eficaz. Tirarse atrás y levantar la pierna mientras sacaba el arma, sí, lo podía probar, pero eso era justamente lo que el otro esperaba que hiciese. Tendría preparada la contrarréplica. Sí, la tenía.

Cuando le pasaron el mate, lo cogió con la mano izquierda. La sonrisa de Taguató hizo un leve parpadeo de burla... Tensión máxima, golpes duros y netos de corazón, uno, dos, tres, cuatro, cinco... ¡ya! En lugar de tirarse hacia atrás lo hizo hacia delante, a un costado y con la mano derecha levantó un leño ardiente contra la cara del contendor. El cuchillo le pasó zumbando al lado de la cabeza esgrimido con tremenda fuerza y decisión. Sólo un ruido de aire expulsado súbitamente, después una maldición de despecho y rabia; el Onésimo se revolvía con agilidad felina tentando otros golpes con el cuchillo, pero estaba ciego; la brasa le había estallado contra la cara. Un golpe con el mismo leño le hizo perder el arma y colgar inútil el brazo. Estaba a su merced. Lo agarró del cuello hundiéndole el caño del revólver en el cuerpo con presión intolerable.

-Desgraciado, ¿quién te mandó matarme? -como no hubo respuesta, urgió con furioso tono-, ¡contestáme, miserable!

-Nadie.

-¡Y por qué me querías matar vos, aña memby! -Agregó escupiéndole el guaraní.

-Porque le queré llevar a Francisca.

Siguió un silencio en el cual se erguía la sorpresa.

-Bueno... si ella quiere la llevo, y no sos vos el que me va a atajar -dijo empujando violentamente al maltrecho atacante que rodó por el suelo.

Unos cuantos se hicieron cargo del herido. Con él se juntaron otros, además de sus compañeros que llegaban, con lo cual la situación estaba decidida a su favor.

A la madrugada siguiente, era muy obscuro todavía cuando percibió suaves pisadas de pie descalzo aproximándose al costado de su mosquitero tendido sobre el apero de montar. Se puso en guardia, pero luego se anunció con voz baja y temblorosa:

-Don Cayé... don Cayé... aquí te traigo el mate.

Era Francisca.

Tomó el mate y lo abandonó arrimado a la cabecera del recado. Tendió la mano y estiró suavemente a la estremecida joven hasta acostarla a su lado, debajo de su manta. Y buscaron juntos el camino del amor en una noche cualquiera que se hizo inesperadamente eterna porque «en su tiempo», ingenua y honradamente se cumplía con el deseo de vivir.

-¿La vas a llevar? -Le preguntó al día siguiente la mujer del amo.

-Ahora no, pero voy a venir a buscarla.

Y cuando después vino a cumplir lo prometido y se la llevaba consigo montada en el caballo malacara, manso y de buen andar, que para ella paquetonamente había ensillado, tuvo la sensación de que esta frágil mujer que le miraba con adoración rendida, mucho más que sus empresas, más que sus compañeros, más que cualquiera otra mujer que hubiese conocido, hacía que se le durmiera allá en el alma su vieja agonía de soledad.



A la dulce Francisca le encontró reparo en la casa de un campesino amigo que vivía en un pequeño pueblito por donde frecuentemente solía pasar en procura de los establecimientos ganaderos que le vendían la hacienda para su tráfico. Hasta ese momento toda la aventura tenía sabor de improvisación, de sorpresa, con engañoso matiz de sueño. Un sitio discreto para guardar una amante, eso era lo que creía que tenía que encontrar; no se imaginaba que en verdad su vida errante había hundido en tierra una raíz.

Haciéndole un alegre guiño de entendimiento a la suerte, él siguió sus largos viajes, pero ahora iban adquiriendo una acentuada convergencia hacia el punto de presunta interinidad. La codicia perdía su tosca sencillez para mezclarse con una imponderable apetencia de felicidad.

Descansaba de un viaje lleno de trastornos acurrucado a la sombra de una restauradora molicie en su pueblito fijado como sitio de refugio, cuando una mañana, la dueña de casa se vino con la importante noticia de que según lo contara una muchacha que vivía en la casa del almacenero don Basilio Centeno, ese día el patrón había escuchado por radio que importantes dificultades políticas estaban ocurriendo en la capital.

En realidad la noticia venía por inferencias de inferencias, pues el mismo don Basilio, con los acumuladores muy descargados, metiéndose el receptor por el oído, apenas había sacado en limpio fracciones de la proclama de un movimiento que se proponía el saneamiento e inmediata reconstrucción de la República.

Decían que don Centeno no había podido saber bien si la radio captada era de Asunción, La Paz o Buenos Aires, pero como era hombre fogueado, tomó ciertas disposiciones para resguardar sus mercaderías produciendo una razonable, prudente y rendidora escasez.

En fin, indicios y dudas había, y para comprobar la especie en un sentido u otro, la buena señora hizo una visita mañanera, de paso, sin cumplido, a doña Rosaria, la mujer del Comisario.

De la exuberante crónica de las cosas que positivamente había visto y de aquellas que presumía, su tranquilo compañero don Toribio, encanecido, quemado y calloso campesino, profundo en el conocimiento de su concubina y lleno de verificada experiencia, había logrado destacar los siguientes hechos: primero, que el Comisario bien temprano se hizo ensillar su montado y se fue hacia un establecimiento donde positivamente tenían una decente instalación de radio; segundo, que había un visible aire de apremio en las disposiciones de la casa, como ser empaque de bombillas, mates y aperos chapeados o de plata, ocultación de aros y anillos de oro, crisólita y coral que solían ser de uso constante y cotidiano de la primera dama de la localidad: y como simple elemento adicional de juicio, se advertía una notoria ansiedad en las manifestaciones amistosas de la mujer examinada, así como una pérdida completa de la usual altanería; y por último, había que computar como elemento de corroboración general el oleaje de preguntas que había asaltado a la portadora de estas observaciones desde todas las casas y patios, en su excitante trayecto de cuatro cuadras hasta aquí, su propio domicilio.

-No hay nada que hacer, se está peleando en la Asunción -dictaminó don Toribio, confirmándose a sí mismo con un pausado movimiento de cabeza.

Poco después de mediodía, todo el pueblo que había suspendido el trabajo ordinario para ponerse a la observación y al acecho, vio pasar al galope al esforzado caballo de la policía, montado por un conscripto de confianza. Todos salieron a mirar y hasta algunos le preguntaron a gritos si de dónde venía. No contestó nada, seguramente por tenerlo terminantemente prohibido, pero cuando en lugar de parar frente a la comisaría siguió una cuadra más allá, directamente hasta la residencia privada de la autoridad, todos los mirones de la calle se espiaron recíprocamente volviendo a un lado y otro la cabeza, y con un gesto se expresaron concordancia y compresión.

-Pinta mal para el gobierno -comentó don Toribio resumiendo con prudencia el común pensar.

Poco rato después el mismo abnegado soldado y otro, evidentemente obedeciendo instrucciones portadas, iniciaron el transporte a pulso de una máquina de coser a la casa de un compadre opositor, serio, considerado buena persona, serena y no vengativa. Después siguieron otros líos y cajas. La gente ahora ya miraba sin guardar ninguna clase de disimulo; se había aproximado a formar corrillo en el mismo camino del acarreo para juzgar por las apariencias si qué requechos se ponían a salvo.

-No hay nada que hacer -volvió a hablar don Toribio-, el gobierno recula y están ganando los revolucionarios.

Todos los que le oyeron, recostados a los horcones o trepados a las barandas de las aceras asintieron silenciosamente. El sol furioso pegaba en la calle y se levantaba reverberando como bandadas de pálidas mariposas celestes. Desde un mandiocal que crecía en un patio se oían gritos y corridas por expulsar unos cerdos que se habían colado en la chacra a favor de la distracción general. De pronto un disparo de escopeta, y el chillido del chancho herido flameó en la tarde, áspero y agudo.

Esto recordó a mucha gente que había lecheras por ordeñar, caballos por racionar, terneros por traer del campo, plantas que debían ser regadas, y en fin, la fuerza de la naturaleza que sigue sin consideraciones políticas. Cada persona ordenó a su próximo subalterno que se hiciera cargo de la obligación, y estos a sus inmediatos inferiores, de manera que ese día sólo se ocuparon de trabajar los más infelices, los últimos de los últimos en la escala de la servidumbre social.

No llegaban noticias concretas, todo era murmullos, conjeturas, nada de ninguna fuente insospechable, no se podía saber ni aún si quién se había levantado; la radio de don Basilio Centeno requerida hasta el último amperio, después de malgastarse toda la mañana martirizando a los ansiosos oyentes con desvanecidas polcas provenientes de una estación local, ahora sólo podía meter en su parlante apagados estruendos de una emisora brasileña que parecía relatar algo de fútbol, pues de vez en cuando podía distinguirse una voz estentórea gritando como: «¡gooolll!». ¡Desconcertante, torturador! «Don Centeno» había declarado y volvía a gritarlo cada vez que le acometía la cólera, que ninguna de sus hijas, ni su mujer, ni nadie, volvería a tocar la radio para escuchar macanas; que de aquí en adelante el aparato quedaría bajo su propio control únicamente para las ocasiones importantes, como para «estos casos», decía bufando. De ahí se extendió el comentario de que la radio de don Basilio funcionaría únicamente en oportunidades de levantamientos, y muchos manifestaban concordancia y conformidad.

Algunos habían intentado hacer como que pasaban por el establecimiento donde escuchaba las noticias el propio Comisario, pero éste había dado instrucciones terminantes para que no se recibiera a nadie que fuera a intranquilizar después a la población esparciendo falsos rumores; individuos hipócritas, interesados en inhumar nada menos que su propio querido cadáver.

Ya las gallinas daban sus pesados saltos por las altas arboledas, los terneros encerrados se despedían, balando, de sus apenadas madres que acostadas en la tranquila calle les rumiarían el desayuno; ya las bandadas de barullentos loros pasaban a dormir en las grandes islas cercanas y los caraya se aclaraban la ronca garganta, cuando en el silencioso y olvidado pueblecito aún no se había logrado una noticia concreta que disipase la incertidumbre. La autoridad todavía se sostenía... pero el hecho tenía un valor casi neutro, un puro efecto de inercia. En la comisaría a un cabo, un soldado y cuatro presos ni se les ocurría discutir la autoridad de la autoridad, y hasta el momento ella, sin disputa correspondía al señor Comisario. Claro que en ciertas conversaciones se había deslizado la insinuación de tomar la comisaría, hacer correr al cabo, con el objeto de plegarse y apoyar el alzamiento, mas prevalecía la opinión de los prudentes: «¿y después, si gana el gobierno?». No, era mejor esperar que la cosa pintase más clara.

Inevitablemente llegaba la noche, y aún sin ninguna decisión, cuando fue entrando al pueblo un carretero que venía de un puesto lejano, de un paraje desierto, para llevar algunas provisiones. Su procedencia era del lado del monte, nadie suponía que tuviese nada que contar, pero de todos modos, como siguiendo el ritual del saludo, un mozo sentado en la baranda de la casa de don Toribio, le preguntó:

-¿Hay alguna novedad por tu valle?

-Silencio... -contestó como todos lo esperaban, y después agregó lo sensacional-: mi «Comí» solamente vi que se iba...

-¿El Comisario? ¿Adónde se iba? ¡¿Dónde?!

-Y... cuando yo venía se iba entrando al galope por la picada del Boquerón.

El dato ocasionó gran revuelo y de inmediato fueron a contárselo a don Toribio quien salió a confirmarlo con el carretero; después pausadamente dictaminó:

-No hay nada que hacer, el gobierno ya corrió a la Argentina... a Clorinda.

Poco después un grupo de abnegados vecinos se hacía cargo de la Comisaría para garantizar el orden, y se decía que un tal Napoleón Martínez había logrado deslizarse disimuladamente del pueblo para ir hasta el próximo puesto del telégrafo, que quedaba a una porción de leguas del lugar, con el objeto de ser el primero en enviar un telegrama de apoyo incondicional al nuevo presidente provisorio, haciendo votos por su larga permanencia en el poder.

Mientras las instituciones carecían de mando y corría la ambición tras el nuevo poder con paso de farsa, las viejas tensiones sociales rompían trágicamente las normas de convivencia. Aquellos que sufrían opresión secular, para quienes las leyes eran trampas, nunca ayuda ni amparo; las autoridades, verdugos de humillación y tortura, encontraban que por un momento la exigida sumisión era mal vista, que los comisarios estaban prófugos o entraban en los calabozos y que la ley del momento era subvertir. ¡Aprovechar antes que se reorganice el sistema! Eso aconsejaba la experiencia. Salieron a cazar vacas y terneras de pella sólo para comerse la preferida presa, y darse el gusto de dañar y quebrantar la ley.

Otros se llevaban una pequeña manada; había quienes saldaban antiguas disputas con una rápida grieta de sangre, otros calmaban agravios con eficaces golpes de odio y algunas bandas redistribuían la riqueza mediante torpes saqueos; pero las grandes causas -el latifundio, la ignorancia, seguían impasibles desde ahora elaborando disimulados motivos para las próximas empurpuradas riñas del porvenir.



La pequeña manada de Cayetano, que ya empezaba a ser «don» por su madurez y la cuantía de su hacienda, salió de la revolución reducida a una mala mitad. Ya sea porque estuviese más a mano, menos guardada, o porque su propietario fuese un extranjero reputado inhábil para una eficaz venganza, la gente parecía haberse cebado en el fruto de sus años de duro y paciente trabajo. Fue un golpe terrible para sus proyectos, pero había juventud; sacudió la cabeza y siguió adelante a pesar de que unas líneas profundas se le marcaron en la frente, se le ralearon los cabellos y le salieron las primeras canas.

Resolvió esta vez rehacerse con algo que tuviese más positivamente bajo sus manos. No seguiría tras líneas tan amplias, pondría límites visibles al porvenir, e iría cambiando ambición por seguridad.

Así fue a dar con una propiedad bastante extensa que estaba bien pegada a las costillas de un pueblo cercano a la capital. Pueblo chato, polvoriento, viejo, pero que había logrado adquirir una primaria normalidad de funciones; tenía su iglesia en adelantada construcción que culminaba lentamente; había una sañuda comisaría, escueta y trajinada, con su viruela de tiros al frente, cicatrices de ataques y defensas del sagrado poder; un juzgado de paz harapiento con su larga clientela de pobres en procura de justicia; una municipalidad que lidiaba con los burros, las carretas y las vacas que se permitían circular sin patente, que había amonestado al camionero por correr a más de diez kilómetros por el centro, con excesivo estruendo y polvareda, y que en fin, tenía escuelas, un colegio de monjas, un pequeño centro comercial, estación de ferrocarril, club de fútbol, y todas las ambiciones que se pueden formular de palabra para irse a la cama después.

Cayetano lo pensó cuidadosamente. Tenía fe en América, en estos países jóvenes, limpios y vacíos; en algún momento, de golpe, se habían de llenar y levantar. Más gente vendría de Europa, los pueblos crecerían y entonces... ¡esta propiedad valdría una fortuna! Bien loteadita, vendida a plazos, para que el inmigrante pudiera construir en tierra propia su soñado hogar. Sí, esto era ponerse justamente en el camino del progreso.

La propiedad estaba allí mismo, a sólo cuatro cuadras del centro, para más empezaba con una vieja casa que si bien era la última a un costado del pueblo, aún estaba en el municipio. Haciendo las cosas aún mejores, el propietario en el exilio, la daba por cualquier suma que le permitiese afrontar los rigores de una súbita expatriación.

La compró decidido a hacerse granjero mientras llegaba la gran oportunidad. Las mejores vacas del hato quedaron reservadas de la venta, para hacer de ellas lecheras, y vino a instalarse trayendo a Francisca; pero antes, en un pueblito cualquiera, ante un juez de paz admirado de la simplicidad de estos bringos y un cura muy económico en la ceremonia, se casó con ella, porque ahora, además de una casa, estaba dispuesto a constituir un hogar, y no deseaba que ningún vecino pusiese tacha a su dulce compañera.

Poco después tenía su premio: le nacía Héctor, deseado y bello como el amanecer de la buenaventura. Ahora tenía todo un fin preciso y el mismo egoísmo su dignificación. Siete años después nacía una niña a quien llamó Ester. No hubo mucho tiempo para festejarla, pues como consecuencia del parto, la madre quedó herida, como si hubiese entregado algo de su propia consistencia al dar el ser.

Empezó un lento y amargo deambular en pos de médicos sin otro resultado que muchos gastos, un mayor dolor y una ensombrecida esperanza.

-Francisca, ¿cómo te sentís? -Le preguntaba Cayetano lleno de contenida ansiedad.

-Bien -respondía sonriendo con su heredada mansedumbre.

-¿No te duele nada?

-Sí, un poco -contestaba disminuyendo aún la importancia de la respuesta con el tono trivial de la voz.

Pero no era así, él lo sabía perfectamente. De noche al despertarse la encontraba dolorosamente acurrucada, con los ojos abiertos, fijos en la obscuridad, o se había levantado silenciosamente para ir a cocinarse alguno de los yuyos en los cuales, por tradición, confiaba más que en las odiosas pastillas de la farmacia.

-Te vas a sanar -le decía Cayetano sonriendo de dientes para fuera-. ¡Te vas a sanar, sos una muchacha del campo, fuerte, criada con leche y aire puro! ¡Te vas a poner buena!... ¿Te acordás cuando yo llegaba a tu casa allá en la estancia?... Yo creía que no me ibas a querer.

Ella no contestaba, pero empezaba a reírse mirando a lo lejos desde el fondo de su actual melancolía.

-No me animaba a decirte nada, ni siquiera que eras muy linda porque me iba a salir mal en guaraní... -Ella asentía riendo-. Pero una mañana, una mañana... -dejaba maliciosamente en suspenso lo que había pasado, hasta que ella abriendo mucho los ojos, sin dejar de reír, preguntaba:

-¿Que pasó? -Con la punta de una tímida travesura.

-Vi que me mirabas desde atrás de una enramada.

-¿Sí?... -seguía riendo, y los ojos se le ponían brillantes, las mejillas le revivían con parches de color-. ¿Eso no más?

-Me di cuenta de que no te importaba que fuera gringo.

-¡Sí, me importaba!

-Pero igual me ibas a querer.

Ella volvía a reír, pero aquel júbilo no venía de ese cuerpo de piel transparente y seca, sino de algún fondo aun intacto de fe y de juventud.

-¿Por qué te reís tanto?

-¡Ay, porque entonces ya era sin remedio!

-¿Qué cosa?

-Que seas gringo, tuerto o... con cara de pombero. -Terminaba tapándose la boca como para sofrenar la audacia que se le escapaba, y después volvía a reírse con genuina alegría.

Esa vez se le acercó fluente de ternura para abrazarla muy suave, como era manso, profundo y triste el sentimiento en presencia de esta mujercita dulce que se le quería morir.

-Francisca... -le miraba a los ojos, sin revelar ningún excesivo afán- nunca entre nosotros hubo un solo disgusto...

-No.

-Ni una sola palabra dura...

-Ni una...

-Nada que yo te hubiera pedido, ni que vos me hubieras pedido a mí, nos hemos negado.

-Nada.

Ahora la miró larga y profundamente queriendo trasmitirle su fe.

-Esposa... quiero que te sanes. Quiero que pongas toda tu voluntad en recobrar tu salud, ¡esposa mía!

Sintió en ella un estremecimiento como la vibración de una intocada cuerda profunda y muy tensa. Cerró los ojos un momento, al abrirlos estaban llenos de lágrimas, nunca le había hablado con tal anhelo y solemnidad.

A la mañana siguiente, apenas pudo evitar la mirada de su marido que se fue hacia el fondo de la finca, ella salió a pedir la ayuda de una curandera que unía a sus recetas la suficiente hechicería para sustentar el ánimo ante lo desconocido. Para el diagnóstico llevaba una botella de su orina, que revelaría el secreto del mal.

Una decaída mujer de ojos turbios, cabello canoso alborotado, que escribía epilépticamente trazos absurdos sobre un manoseado cuaderno, le ordenó que rezara una oración. La vieja concitó espíritus y miró la orina al trasluz:

-Tenés una grave enfermedad en tu interior -se expresó en guaraní. Agitó la botella-: pero te vas a curar... -oró extraviadamente haciendo signos ininteligibles en el aire frente a una pared llena de estampas de santos. Había un fuerte olor a sebo de vela, tabaco y perfume barato en el rancho.

-San Roque dice que tenés que purgarte tres días seguidos y ponerte lavativas de aloja... hay que limpiar.

Murió antes de la semana y cualquiera querría hacer una relación de causa a efecto entre los tales remedios y la muerte. ¿Sería ello justo? Tal vez, sí; tal vez, no, pues no hay que olvidar que ante el misterio de la vida sólo hay leves diferencias de grado en la magnitud de la ignorancia.

Cayetano sintió no solamente el golpe sentimental, sino que la seguridad con que contemplaba el porvenir sufrió una grieta. Hasta entonces no había sentido la contingencia de la muerte. No pensaba en ella, vivía rechazándola, empujando su imagen más allá del horizonte. Ahora la muerte se manifestaba más que próxima, en su mismo interior, había entrado en él. Poco a poco iría después tomando cuerpo, y apareciendo envuelta en extraños sentimientos.

La casa debió de ser reconstituida. Para sostenerla andando vino a hacerse cargo de las tareas una mujer de nombre Iluminada, ser amorfo, silencioso y neutro que empezó a desplazarse sin inspiración ni voluntad propia, pero con la invariabilidad y constancia de un mueble viejo. Tenía la virtud de estar siempre donde se la había dejado.

Se hizo cargo de la niña pequeña, en quien don Cayetano no podía dejar de ver la causa de la muerte de la madre. Su crianza resultaba simple para tal mujer, era cuestión de alimentarla y de evitar que se cayera al fogón. Héctor constituía un problema más difícil puesto que había que mandarlo a la escuela, pero tampoco la cosa era para tanto. Limpiarlo un poco, y así descalcito, con un bolsón para los útiles, ya estaba bien.

La vieja casa de inmensas paredes de adobe, techo de tejas, tacuarillas e imputrecibles tirantes de caranda'y, a pesar del piso irregular de ladrillos desgastados y las paredes que en algunas partes descascaraban, se podía mantener limpia con facilidad. Tres piezas sobre la calle, una detrás a cada costado y un vestíbulo abierto en el medio. Seguían un cuarto para baño y la cocina. Hacia el frente un corredor sobre la calle que a la tarde se ponía muy acogedor por la sombra que a su lado se iba prolongando. Gozaban del lujo campesino del espacio, pues la casa les quedaba inmensa. Al frente la habitación del señor, y atrás, nada, una hamaca para la siesta. En la del centro una mesa para comer, y en el vestíbulo contiguo otra mesa donde también se podía comer. Después el dormitorio de los dos chicos, atrás la pieza vacía donde la Iluminada tendía su catre. Un gran patio, con árboles naturalmente, y a una distancia de unos cincuenta metros, otros galpones donde se ordeñaban las vacas, dormían peones y en general, se hacía el trabajo de la granja.

La muerte de Francisca trajo varios efectos inmediatos en la vida del granjero. El más visible fue que después de un tiempo de heroicas apreturas, debió de sacrificar una sección importante del predio para hacer frente a las deudas que había contraído con motivo de la fatal enfermedad de su mujer; luego siguió un pronunciado relajamiento de su entusiasmo en los trabajos, como consecuencia de estas adversas circunstancias, y el tercer efecto fue de carácter íntimo: la muerte volvió a aproximarlo más a su antiguo abogado San Antonio.

En su misma habitación, su difunta esposa, al lado de una estampita de la Virgen de Kaacupé, había instalado un pequeño busto del Santo, porque conocía la devoción de su marido. La verdad, ella misma nunca le había concedido mayor importancia, ya que era obvio que al lado de la Virgencita el tal abogado no tenía nada que hacer, pero como mujer respetuosa y dócil, estaba muy dispuesta a consentir callada los caprichos del hombre, tanto más si estos no alteraban el sentido simple de su fe.

En la pequeña repisa siempre había unas flores recogidas de las enredaderas, o las que el tiempo daba como el correspondiente adorno de la tierra, pero como elemento decorativo permanente, había comprado otras artificiales aparatosamente abiertas a pleno color, bien tiesas en floreros con arena. A medida que pasaba el tiempo, Cayetano iba sintiendo más estrecho afecto por este pequeño busto de su Santo amigo y protector, y en verdad, a fuerza de mirarlo manifestándole amorosa devoción, respeto con familiaridad, intimidad a cierta distancia, por la representación que se hacía de la imagen cada vez que formulaba un pedido, iba atribuyéndole más omnipotencia, más caracteres de divinidad, pero tan llanamente humanizada que sus sentimientos venían a contradecirse, sin que ello ni le preocupase, ni le llamara la atención. Era una mezcla rara que nunca se había ocupado de discriminar. Dios es abstracto, difícil de amar y de pensar; San Antonio es concreto, fácil de recordar y de querer. Pero él no había pensado esto, y estaba lejos de problematizar estas cuestiones, se limitaba a dejar fluir su fe tal como se la habían sugerido allá en la niñez y como se fue desarrollando luego sin la ayuda de nadie, por la influencia del medio en que vivió y por la sugestión surgida de los íntimos contactos con su abogado al empuje de los apremios de la vida.

Sabía perfectamente que podía pedirle ayuda en todos sus trances, pero también entendía que algo por su parte había de dar. Nunca se le ocurrió que ello podía arreglarse con unas oraciones, unas velas u otros más económicos subterfugios. Nada; para dar, había que dar dinero. Ahora bien, ¿cómo podría hacer para enviar dinero al cielo, la residencia permanente de su abogado? Esto le hizo meditar; pero con esa gran facilidad que tiene el dinero para ir a cualquier parte, muy pronto encontró que el problema ya había sido resuelto antes por otros, y que si él entregaba las sumas destinadas al Santo, aquí, a sus pobres, se lograba un buen arreglo, pues hasta se evitaban los cargos e inconvenientes de la transferencia.

Al principio fue poniendo pequeñas sumas al pie de la imagen y después se las daba a un pobre cuando éste se presentaba a pedir limosna. El tipo de relación con su abogado se establecía más o menos en la siguiente forma: «San Antonio bendito, si la cría de la mocha overa sale vaquilla, cinco para vos». Esto significaba que si el Santo tenía la voluntad y la eficacia suficiente para conceder lo deseado, se hacía acreedor de la suma prometida, cuyo importe era depositado escrupulosamente al pie de la imagen del dormitorio. Claro que había mucha rudeza primitiva en este tipo de transacción, pero la espiritualidad de don Cayetano se salvaba por la completa inocencia y buena fe de sus proposiciones. Todos saben que las cosas del cielo no se compran, pero si esta verdad se distorsiona, queda convertida en un precepto de ahorro para uso de egoístas, amarretes y otros miserables. Si no se compra el cielo, verdad es que hay que merecerlo, y mérito también se hace con dinero dado con buena intención, limpio corazón, para aplicarlo a mitigar el gran dolor esparcido entre los hombres.

Ahora bien, como en esa época se pasaba la mayor parte del tiempo fuera de casa, en la chacra, o cumpliendo diligencias, amontonábanse pequeñas cantidades antes de que algún pobrecito llegase a hacer el reclamo con oportunidad. Pero cuando alguno de ellos recogía el regalo de la fortuna, se daba a merodear a toda hora, de siesta, de noche, por si volvía a repetirse, requiriendo al devoto don Cayetano con toda inoportunidad. ¡Ah, los pobres en concreto, pobrecitos, suelen ser estupendamente fastidiosos!

De esta suerte, por la experiencia adquirida, don Cayetano creyó facilitar las cosas destinando el bolsillo izquierdo del pantalón como alcancía y caja de caudales al servicio de su patrono. Y así, con sentido práctico, solía decir: «Si llueve de aquí al jueves, San Antonio, diez a tu bolsillo» ¿Llovía? Pues diez pesos, y después diez guaraníes en cambio menudo iban a dar al sagrado bolsillo del Santo. Y no se vaya a creer que Cayetano hiciera trampas, ¿eh? ¡De ninguna manera! Lo que iba al bolsillo izquierdo allí se quedaba; no volvía a salir ni siquiera en préstamo; sólo y muy rara vez para conseguir algún cambio, billetes chicos, en cuyo caso se substituía con el mayor, y si no había completa equivalencia, mala suerte, pues con los favores que le hacía San Antonio, no era el caso de andarse reclamando la fracción de un vuelto.

Y cuando se encontraba con algún familiar del Santo le entregaba sin vacilaciones lo correspondiente. Si eran dos, se paraba y hacía la distribución con toda seriedad y a satisfacción de las partes. Como algunos pobrecitos le quisieran echar las flores de los méritos, agradecimientos y buenos deseos, él, honestamente rectificaba de inmediato:

-No me agradezca a mí, ésta es plata de San Antonio.

A la inversa, cuando no había nada en el bolsillo y algún beneficiario del Santo le salía a requerir, él se palpaba ruidosamente la pierna izquierda del pantalón, lisa y plana:

-Nada, San Antonio está seco. -Con lo cual daba por terminado el asunto.

Pero cuando cierta vez un mendigo, tal vez más apremiado, tal vez más sinvergüenza, insistiese insinuando que él le adelantase algo al Santo, don Cayetano fríamente respondió:

-Después, si no me devuelve, yo pierdo la plata, y pierdo el amigo. -Y desechó el pedido.

Mas no vaya a creerse que el bueno de Cayetano hacía únicamente legítimos pedidos al cielo, no; eso sería ponerle alas de ángel, que no tenía. También, y hasta frecuentemente, cuando alguno se le atravesaba en el camino, con un coágulo de humor maligno subiéndole a la garganta, solía pedir de todo corazón:

-Mandale a ese la viruela, San Antonio -y añadía- ¡infeliz!



Tampoco el negocio de la granja le hizo prosperar. Le dejaba comer y mantenerse pobremente, como todos, nada más. No lograba emerger del medio general porque cualquier cosa era tremendamente difícil de hacer y cada experiencia tenía que afrontarla por sí mismo. Si uno buscaba un huevo de tal raza, tenía que ir a ver poner a la gallina, pues de no proceder así, corría el riesgo de empollar un pavo o un gallo de riña; si se necesitaba insecticida para proteger un sembrado, había que anticiparse a comprarlo cuando lo hubiese porque a lo mejor, en el momento preciso, no se conseguía pizca de él; si se trataba del arado, ¡no había rejas o faltaban azadas, machetes y hasta semillas! Se vivía librado a la buena voluntad de Dios, sin nadie en el mundo a quien recurrir. Se daba cuenta de por qué la gente decía: «Vaya a plantar mandioca», como indicando la última de las profesiones posibles.

Comprendía también una causa de la general indolencia, y se explicaba que el pueblo, cuyo progreso había de darle la fortuna, no creciese del alto y del tamaño de los pies, como lo hubiera deseado, sino que se fuera haciendo viejo con juanete y reumatismo, sin haber logrado lozanía de juventud. La naturaleza le daba lo que quería, el clima bueno, regular y sano, pero la organización social para trabajar esa bonanza, era sencillamente absurda. Por eso había pasado necesidades, teniendo todo lo esencial a su favor. Sobrevenían largos períodos en los cuales la vida de relación bajaba casi hasta el nivel del trueque. En esos casos había que pasarlo en casa, encerrado entre los propios elementos, en espera de mejores tiempos.

Pero a él no le era posible conformarse con ese crecimiento vegetal hacia la tumba, y después estaba Héctor que se iba poniendo grande, había que enviarlo al colegio, a la capital. Para remediar esta situación, siguiendo el consejo de algunos paisanos, se compró una máquina de aparar usada, con el objeto de formar en su misma casa un pequeño taller de zapatería, de suerte que no estuviese únicamente pendiente de las irregularidades de su granja.

En los malos momentos se sentía mordido por su viejo sentimiento de abandono, soledad, y desde un rincón obscuro del alma empezaba a formarse otra amenaza: la derrota. De vez en cuando debía rechazar la idea de que estaba cada vez más retrasado con respecto a sus originales planes. La soñada América no se le entregaba y por el contrario lo iba domando, sobreponiéndose a su energía, operando en él cada vez más drásticos achicamientos de la ambición.

A medida que estos amargos pensamientos se iban presentando con más reiterada frecuencia en sus momentos de íntima retracción y se repetían con las enfermizas lunas del insomnio, un miedo cósmico de acabamiento total le mordía la entraña. ¡Ni siquiera un hogar! A él y a estas criaturas que crecían a su lado les estaba faltando la caricia común de la mano femenina que juntase el pliegue de la cotidiana convivencia en una suave unción de familia, única, constituida, solidaria, amante.

Se acentuaba su preferencia por Héctor, y en ello entraba la inconfesada admisión de su fracaso. Un hijo varón es el portador de un nombre, de una continuidad que no se pierde y que aspira a una pequeña eternidad. Decidió hacer que este hijo suyo tuviese las ventajas que él no había tenido: que estudiase, que pudiese aplicarse a su cultivo para afrontar victoriosamente la vida.

Con tal mira fue incrementada la importancia de su pequeño taller de confeccionar calzado, tomando pedidos que le aseguraban una entrada regular. Por último le pareció también oportuno vender al detalle, modestamente, a las pocas personas a quienes se les ocurriese venir a comprar. Total, allí estaba, y con el tiempo... ¡vamos, algún día se había de extender este maldito pueblo! Trasladó pues su dormitorio a la pieza de atrás y el taller pasó adelante. Cuando consiguió un mostrador viejo y unas estanterías, ya surgió el problema de abrir el negocio con ambición y carácter, y de ponerle un nombre.

Aunque parezca mentira esto del nombre le hizo meditar. Lo primero que se le ocurrió fue buscar uno bonito, atractivo, como zapatería «La Primavera», pero lo desechó porque podía caer en el ridículo. En las orillas del pueblo como estaba, no podía permitirse esos preciosismos. Por eso también desechó «La Moda», porque no faltaría algún chusco que agregase: «La Moda del Yuyal» o «La Moda Cachiáin» o cualquier otra lindeza. Buscó algo sustancial, algo que relacionado con el calzado fuera inseparable de su esencia, algo que mentado, hiciese relación inmediata con él. ¿Qué cosa era pues esencial y primaria con respecto al zapato?

¿Los Cordones?, ¡No!, ¿La Capellada?, No; ¿La Suela?... Pues claro, ¡La Suela! Ni el más atrevido diseñador podría suprimir la suela en un calzado. Todo lo demás se podía quitar, achicar o estilizar de un modo u otro, pero la suela es lo que está debajo, lo que soporta, sufre y constituye. Resolvió pues llamar a su casa comercial: Zapatería La Suela, porque aun estando en el suburbio nadie se podría burlar y porque todo el que viese el letrero desde cualquier ángulo, no podría ponerse a pensar en flores, ni en el corte de su camisa, sino justa y necesariamente en sus zapatos. Al día siguiente pintó y clavó el nombre bajo el corredor, frente a la puerta del salón de ventas y taller, bien visible para alguna alma de Dios a la que se le ocurriese pasar por esta perdida calle.



Héctor iba al colegio bien temprano para llegar siempre a hora, para que en ningún caso faltase, pues este muchacho era su nuevo secreto empeño en la vida, y algún día había de ser un doctor. Personalmente se levantaba a prepararle el desayuno tomando pausadamente unos mates mientras el estudiante iba disponiendo los útiles necesarios. Cuidaba de vestir su trajecito de poco precio pero decoroso, las medias de tres cuartos y los mejores botines de «La Suela». El muchacho tenía aspecto saludable, carnosa la boca, inocentes los ojos, las mejillas sonrosadas, con las primeras sombras de bello naciente, el pelo lustroso y ensortijado como el regocijo de un aura joven que viene jugando sobre las cuchillas de un campo perfumado y verde.

Iba al colegio en el tempranero tren de los empleados y obreros con toda la cantidad de estudiantes que en guardapolvos blancos alegraban el fresco trajín de la mañana. Viajaban muchachos y jovencitas que trabajosamente establecían las apariencias de una simple familiaridad. ¡Las apariencias! Porque las ruborosas intriguillas corrían de coche a coche sonrojando o empalideciendo los tímidos y apasionados sueños de la pubertad.

Volvía excitado de la mañana de traqueteo mental, luego de haber tomado contacto con inesperados horizontes cuyo reconocimiento era una aventura juvenil algunas veces, y otras agria fatiga de jornalero urgido.

Don Cayetano solía pasmarse secretamente del tamaño y el peso de algunos libros. Había algunos de botánica y anatomía que parecían sumamente serios, con dibujitos que abochornaban. No se atrevía a hacer comentarios con su hijo sobre estos temas. Le producía asombro verlo manosear el material, subrayar y hacer notas sobre el texto con toda soltura, pasando por alto palabras aturdidoras como «protozoarios», y otras que no le quedaban, pero que también tenían sugestiva forma de bicho monstruoso. Ante el chico no admitía su estupor, no, no era cosa de ir a perder paternal prestigio. Y apenas surgía una leve disputa sobre si en el partido del domingo iba a ganar Olimpia o Nacional, don Cayetano aprovechaba para sacar a relucir su argumento:

-No vayas a creer que todo está en los libros -y se le quedaba vigilando desde arriba porque allá en el fondo, en presencia de aquellos imponentes volúmenes, desconfiaba de todo lo que quería decir-. No señor, tenés mucho que aprender de la vida, pero mucho que aprender... -Y se quedaba con el dedo en plena predicación, arriba, pues el sentido implícito que deseaba hacer entender era el siguiente: «Tienes mucho que aprender de mí, porque yo quisiera trasmitirte mi experiencia con amor».

Y si ganaba el club de don Cayetano, entonces no podía dejar de sacar partido de la ventaja:

-¿No te dije?... ¿Qué estaba en el libro, que ganaba Olimpia o Nacional?

-No estaba nada, papá.

-Ya ves, y, sin embargo, vivimos de esas cosas que no son nada para los libros. Si nació el ternero, si ganamos en el fútbol, si están sanos los hijos, una palabra de aliento, una sonrisa, la insinuación de alguna esperanza. Vivimos picoteando las migajas que caen de una supuesta felicidad.

No, no le entendía. El lenguaje no era suficiente. Pero iría pasando el tiempo y acaso recordara estas palabras, cuando la madurez le revelase su sentido. Tal vez fueran como una botella, con un mensaje, lanzada al mar de la contingencia.

Pero cuando la admiración le estaba ahogando y a duras penas podía contenerse, para no envanecer excesivamente al muchacho, así en camiseta y zapatillas como estaba, se ponía un sombrero de paja y se corría a la vuelta, hasta la sastrería «La Tijera» de propiedad de un boliviano llamado Quispe. Éste era sujeto permanentemente accesible a la charla. Como se pasaba el día dándole a la costura, tenía todo su tiempo disponible para comentarios, brindando una suprema ventaja sobre todos los otros charlatanes del pueblo: Quispe jamás se movía de su silla. Es decir, que el interesado venía, comentaba, y agotado el tema, volvía al trabajo, sin ahogos ni peligros de que nadie se fuera tras él, ni aún que lo retuviese con inmoderadas insinuaciones. El boliviano era obscuro y tosco, pero sabía escuchar con preguntas oportunas, o gruñidos expresivos, si tenía un puñado de alfileres en la boca, y en los momentos supremos, aún suspendía en el aire una puntada, demostrando, así, que hasta el vuelo de una aguja podría perturbar el interés del desenlace.

Llegó abanicándose con el sombrero y Quispe le indicó una silla.

-¡Las cosas que tiene que estudiar ese muchacho!

-¡No me diga! ¿Muy difícil?

-¡Muy difícil, muy difícil! Yo muchas veces digo si no le ha de hacer daño, si no ha de ser perjudicial para la salud...

-¡Epa, que cosa bárbara!

-¡Sí, hombre, fíjese que ahora les obligan a sumar con letras!... A más B, igual a X, multiplicado por Z, dividido por M. ¿Entiende usted?

-¡Puaf, ni medio!

-Bueno, eso tiene que estudiar.

-¿Eso?

-Sí, se llama la matemática.

-¡La pelota! ¿Y él sabe eso?

-¡Sabe! ¡Si usted lo viera amigo llenando el pizarrón de sumas y restas de letras! Hay que romperse la cabeza en estos tiempos si uno quiere ser algo.

-¿Y usted no le ayuda?

-¿Yo, y cómo? Bueno... yo le alimento. Le hago traer unos pedazos de costillita de pella, le hago traer hígado, frutas y huevos y ensalada en abundancia, leche de la casa y cada vez que tengo tiempo los domingos, le cocino unos fideos, ¡con unas salsas de chuparse los dedos, je, je, je!... ¡Y se los chupa, se los chupa! Eso sí, está bien alimentado para que aguante el traqueteo. Bueno, Quispe, me voy...

-¿Se va tan pronto? ¿Sabe que Deogracias le dio una zurra a su mujer y parece que tuvo un aborto?

-¡No me diga, qué bárbaro, ahora esta tarde me cuenta! Pasaba casualmente por aquí y le quería contar...

-¡Hay que cuidar a ese muchacho, don Cayetano! ¡La pelota, estudia y vale!

-Vale, eso sí, y estudia. Hasta luego, amigo Quispe, tengo un trabajo apurado. Cuando cocine unos fideos le mando un plato. Hasta luego.

Y Quispe seguía impasible dándole a la aguja, acaso en secreto consciente de que también puede hacerse un beneficio aguantando al prójimo un clavo para que se rasque el corazón.

Pues estaba decidido que su hijo Héctor sería un doctor, ni más ni menos, con chapa de bronce brillante, doctor. Se acabarían los problemas de la granja y de «La Suela», se ingresaría en una nueva categoría social, todos los personajes importantes vendrían a consultarle; automóvil, ¡desde luego! Un matrimonio afortunado para el doctor y también para Estercita, y el éxito, el triunfo que ahora había de venir por un caminito más demorado.

No todo era entrega, resignación, fracaso, si se podía educar a un hijo que llevase en depósito la ambición sagrada. No había de morir él mientras viviese su proyección en el mundo; aquí quedaba consignada su fe, la suma purificada de su esfuerzo, el callado y constante temor a la muerte, el instintivo apego a la vida, el impulso de ser, sin límite imaginable.

Allá en sus sueños secretos hasta pensaba que alguna vez aún le sería posible volver a su aldea nativa de donde había salido siendo un niño.

Quizá se paseara por las estrechas y pedregosas calles vestido con toda la elegancia de un viajero distinguido.

-Yo soy Cayetano, que se fue cuando era un bambino.

-¿Cayetano?... ¿que vivía en la casa de su tía, que se fue con César?... Nunca se supo más de él. -Lo comentaría algún anciano después de ayudarle con muchos datos y recuerdos.

-Bueno, ese Cayetano, soy yo.

-Ah, ¿ése mismo? ¿Y se hizo rico?

-¿Rico?... no. Pero tengo un hijo doctor. Un hijo que es persona muy importante allá en América, en su país. ¡Uf, muy importante!

Y don Cayetano sonreía en su lecho solitario de viudo. Algunas veces caminando en puntas de pies se había llegado hasta el mismo borde de la cama de su muchacho a contemplarle en su sueño reposado y profundo. Más de una vez había tenido la tentación furiosa de darle un beso, pero algo le detenía y terminaba conformándose con pasarle sólo la cariñosa mano por la cabeza; no, era demasiado hombre. Había una barrera de masculinidad que enervaba la caricia; entre ellos el afecto se transmitía envuelto en una malla de viril orgullo.



Tampoco se sentía solo, a pesar de haber conservado constante su viudez. Éste era también un homenaje a estos muchachos que crecían, pero principalmente al futuro doctor cuya categoría social no quería comprometer casándose o «acompañándose» con la Eleuteria. Pues la cosa con ella había empezado mal, había seguido peor y hasta llegó a esos tumbos que destruyen el respeto y la fe, soportes principales del amor en convivencia.

Una vieja muy arreglada y de maneras serviciales, halagadoras palabras y maliciosa mirada, había entrado en «La Suela» pidiendo estilos y hormas especiales para salvaguardar su delicado pie expuesto a grandes fatigas. Y estando en tratos encontró la oportunidad de manifestar su verdadera intención:

-Le voy a pagar bien, don Cayetano. ¡Yo tengo unas amigas que son muñecas!

-¿Sí?

-Usted anda muy solo, eso hace mal... Cuando quiera que le presente alguna... mi casa queda a tres cuadras de la estación. Usted Pregunta por ña Candé, y enseguida le van a decir. -Y luego de estudiar el efecto de las primeras palabras-: Tengo una amiga que le va a gustar, estoy segura. ¡Cómo quisiera que la conozca! -Y daba a los ojos unos revuelos encendidos para fijarlos después mansos, llenos de una enternecida y amistosa sinceridad.

Cuando fue una tarde, buscando con inquietud pasar desapercibido, se encontró con una cálida mujer morena de sonrisa perfecta, labios apasionados y ojos que lo escudriñaban con cierta mezcla de atrevimiento y vergüenza por el convenido propósito de la primera cita. Pero al ver que gustaba, que el hombre le pasaba suavemente la mano por los brazos duros, espléndidamente formados como todo aquel cuerpo prieto y flexible, sus maneras se fueron haciendo confiadas, cada vez más audaces. Sin muchas palabras previas se juntaron poniendo de cada parte una insospechada violencia que agrietaba la piel brillante de sudor y espasmos. Había elemental barbarie en el ímpetu de aquella mujer, un frenesí que parecía buscar olvido o la propia destrucción quemándose en el vértigo. Un mordisco salvaje en un hombro le hizo retorcerse como una víbora, pisoteada en pleno estallido de placer.

-¿Cómo te llamás? -Le preguntó después.

-Eleuteria.

-¿Cuántos años tenés?

-Veintidós.

-¿Dónde queda tu casa?

-¿Para qué querés saber?

-Para conocerte.

-Ya me conocés.

Ella sonrió con un dejo de burla y le dio la espalda con un brusco movimiento, mostrándole de atrás las curvas firmes de su cuerpo desnudo.

Le puso en la cartera la cantidad convenida previamente con ña Candé, y para la muchacha, por sus servicios, dejó otro billete sobre la mesa de luz.

-¿Cuándo nos encontramos otra vez? -se acercó a preguntarle estrechándosele con todo el cuerpo.

Él estaba conforme con la tarde, pero solamente en el plano en que ella había sido concertada; no se hallaba dispuesto a dar más pasos, y menos en ese momento en que el rompimiento de la emoción lo dejaba en la saciedad de sí, la mujer y el acto.

-Te voy a avisar -se despegó de ella rápido y salió de la casa en un momento en que no pasaba nadie.

Pero desde esa noche empezó a recordar nítidamente las características de algunas sensaciones que tenían matices de instintivo refinamiento: toscos y profundos, extrañamente oportunos, valuadamente reiterados; abismo de mar con belleza de velamen, ímpetu de río despeñado, con lánguido rodar de ola fatigada.

Al otro día el recuerdo empezaba a ser obsesivo, mas con el propósito de no precipitarse, de no dar la sensación de un entusiasmo que aún quería moderar, dejó transcurrir una agitada noche todavía. Después fue a casa de ña Candé, con los nervios apremiantes, todo lleno de avidez, a concertar la nueva cita. Quedó para la tarde; fue, la Eleuteria hizo decir que no vendría, ¡una hora después del momento convenido! Cuando regresó a su casa era un resto de humillación y apremio.

Al nuevo encuentro acudió rendido y rogó humildemente por un entendimiento más estrecho, un trato constante que le permitiera amarla, darle amparo e irla haciendo suya. La Eleuteria a todo prestó acuerdo y conformidad, pero juró que la única manera de encontrarla era por medio de la servicial ña Candelaria.

Así empezó una relación dolorosa, sucia, llena de complejos, celos y atracción. La Eleuteria mentía descaradamente, lo hacía con un aplomo absoluto, como quien no teme perder, como quien supiera que su dominio no era cuestión de palabras ni de fe. Imposible creer en el amor de esta mujer, pero cada vez que tomaba en firme el propósito de dejarla, ella lo perseguía con una tenacidad inexplicable, enviando esquela tras esquela, esperándolo por las esquinas, llegándose al negocio como una compradora que exigía una atención.

-¿No te he prohibido que vengas aquí?

-Sí, pero eso cuando andábamos juntos. Ahora que no tenemos más nada que ver, vengo a comprar zapatos.

-¡San Antonio, qué mujer, andate!

-Zapatos número 36.

-¡Andate, mala mujer!

-Si me jurás que vas a ir a verme.

-No juro nada, ¡váyase! -Y miraba hacia el interior de la casa porque en verdad tenía reparo de sus hijos que ya podrían entender.

-¿Por qué no me prueba el 36 negro? -insistía Eleuteria, tenaz, imperturbable.

-Bueno, ahora voy a ir.

-Jurame por San Antonio.

-Sí, andate.

Y por ese medio u otro, al fin lograba una frenética reconciliación en la cual todos los juramentos se renovaban reforzándose con nuevas y más sagradas fórmulas. Pero nada; volvía a mentir, simplemente, con absoluta tranquilidad. Tal vez no viera culpa en su conducta; posiblemente consintiese en las promesas como una parte del contentamiento que daba, así como sus contradictorias caricias, vibración intensa de carne, que por algún defecto de mecanismo, no tocaba el resorte de la espiritualidad.

Como no podía prescindir de ella, ni hacerla suya más que hasta un límite intolerable para su codicia de captación, inconscientemente fue desarrollando un cinismo acomodaticio y amargo que le salvaba del drama y la ridiculez.

-Vea Quispe -decía al sastre- nosotros formamos una cooperativa.

Pero como el otro estaba en condiciones de comprender por dónde y por qué le hacía la dolorosa gracia, trataba de calmar los efectos.

-Usted exagera, don Cayetano. No le digo que sea una santita, pero más o menos como todas.

-Vea Quispe -respondía sonriendo, recubierto con su cinismo- yo no me acuesto con la fidelidad.

Lo malo era que lo decía sin convicción alguna, pues él no podía prescindir del peso de la idea y su réplica la infidelidad, real y viva que como una fibra ardiente iba en la trama de toda caricia, quemando los brotes de captación absoluta: el hambre y la sed del amante.

Pero, al pasar el tiempo, la Eleuteria fue morigerando la turbulencia de sus costumbres, tal vez acosada por el principio de una rápida decadencia cuyas primeras señales advertía. Se hacía más constante de este gringo fácil, que si le había soportado las malas, tal vez ahora admitiese la conversión. A don Cayetano le satisfizo el cambio, pero cuando la otra quiso hacerle dar el paso siguiente, insinuándole que se la llevase a casa, aún al simple uso del país, por acuerdo verbal entre las partes, él respondió:

-Ya es tarde.

-¿Por qué?

-Mis hijos están grandes, van a oír hablar de vos. El próximo año mi hijo Héctor tiene que servir a la patria.

A él no le hubiera costado mucho perdonarle, olvidar toda la amargura que le había hecho sufrir, porque al fin y al cabo era la mujer que le gustaba, era la que tenía el hechizo que le encendía la sangre, y el ritmo para su profundo ser; pero Héctor ya podía juzgarlo, y lo peor, sin entender todavía, dejándose llevar por palabras cuyo significado profundo sólo se revela con el transcurso del vivir.

Ester estaba terminando su escuela primaria, y después podría continuar en el mismo colegio de las hermanas aprendiendo labores, costuras y a rezar rosarios para pedir a Dios la buenaventura y un buen matrimonio. En casa la Iluminada, seguía haciéndole de mamá, con gran adhesión y muy poca luz de inteligencia. Para su padre la niña constituía un lindo juguete que se podía acariciar y querer libremente, sin exigirle nada, ni esperar de ella nada al fin.

Héctor crecía no sólo como una promesa, sino como un premio. Hermoso, fuerte, alegre, lúcido, intuyendo que transportaba una esperanza y tomando sobre sí la apuesta con una sonrisa confiada. Había brillo en sus ojos y empeño en el corte generoso y firme de su boca. El primer día que vino al pueblo con su uniforme blanco de marinero, don Cayetano lo tomó del brazo y salió a exhibirlo. Paseó por el centro deteniéndose a hablar con todos los tenderos, amigos y conocidos.

-Sí, éste es mi hijo, ya está hecho un hombre, ¡todo un hombre!

-Qué suerte tiene usted don Cayetano, tan lindo mozo...

-Sí, guapo, y también inteligente. No es porque sea mi hijo, amigo, ¡es la pura verdad!

Y como pasasen unas jovencitas que saludaron con su tono de coquetería al flamante marinero, el padre le confió al amigo:

-Va a tener mujeres a elegir; ¡ahora mismo, viera usted cómo le buscan!

Pasó por la farmacia de don Salustio, por el almacén de suelas de don Primo, a Quispe le dijo que le hacía falta un traje sólo para que le palpara el cuerpo duro, con músculos tensos como cuerdas de guitarra, como los de ellas, listos para ser vibrados a la melodía del brinco en la alegría, el esfuerzo y el deleite de vivir. ¡Don Cayetano podía vender y repartir y regalar orgullo!

Ahora sin saber por qué ni para qué lo traía en sus brazos, muerto, frío, ¡muerto, rígido, muerto!... ¡muerto! Lo tenía en sus brazos y se había ido con toda la esperanza, con su depósito sagrado de recuerdos, juventud. ¡Francisca!; una densidad de sentimiento vivo atrapada en la indiferente máquina del siempre, jamás. Siempre-nunca; ignoto compás de la eternidad.



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