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El doctor, con un motivo u otro buscó la forma de tener una breve entrevista con los respectivos ministros de su cadena de ministros; saludó a varios generales y a otros de menor jerarquía, pero con mando efectivo de tropa, dijo una palabra alentadora a varios inversionistas que ponían el capital en negocios comunes, y averiguó si a qué fiesta, o si a inaugurar qué paredón iría esa tarde Su Excelencia el señor Presidente, para tener así la oportunidad de alabar su eminente obra de gobierno, exaltarle su rendido entusiasmo y reiterarle su adhesión sin condiciones.

Antes del medio día, desde uno de los Ministerios, salía una camioneta llevando un tremendo ramo de flores, con una tarjeta que decía:

«Encantadora Estercita: estas flores son portadoras de mi mensaje de admiración incondicional e inquebrantable.

S. S. S.

Doctor Madruga T.»



Cuando llegó el vehículo, tras andar averiguando dónde mismo quedaba la casa, Estercita dormía de nuevo la siesta, más a pesar de la llegada inoportuna, no dejó de lisonjearle la delicada atención del Ministerio.

-Muchas gracias, dígale que le estoy muy agradecida.

-¡Qué flores más hermosas, qué flores más hermosas! -exclamaba don Cayetano en camiseta y zapatillas batiendo suelas tras el mostrador-, ¿qué vas a hacer con ellas, Ester?

-No sé... voy a ponerlas en agua.

-Está bien, pero no te olvides de arreglarle un buen florero a San Antonio.

Esa misma tarde ña Faustina envió un recado avisando que allí estaba el doctor y que se disponía a ir a visitarlos. ¡Jesús, qué apuro... para don Cayetano!, pero se pusieron unas sillas en el corredor hacia la calle, ¡y paciencia!, si la cosa había de resultar, ella resultaría por la chica, no por las comodidades de «La Suela». El doctor irrumpió a su hora con unas botellas de rumboso buen licor como obsequio al padre, y ña Faustina con hielo, vinos y hasta platos y vasos para hacer graciosamente confortable la reunión. Claro que el doctor no se quedaba corto, ¡y sabía cómo disponer las cosas!

-¿No tuvo mucho trastorno para llegar esta mañana, doctor?

-Bueno, tuve un poco de retraso, usted se imagina... pero felizmente tengo bastante organizado el trabajo, y todo marcha... ¡je, je! Esta tarde me fue un poco más difícil salir de un compromiso. Tenía que ir a una reunión con asistencia presidencial... ya me parecía que no iba a poder visitarlos, pero después me informaron que el Presidente estaba indispuesto, ¡qué suerte... je, je!, y entonces rápidamente desaparecí y me vine.

-¡Qué buena idea, qué buena idea! -Lo comentó amablemente don Cayetano, pero allá en el fondo, ¡paf!, sintió el impacto físico de la advertencia de don Primo.

Poco después ña Faustina maniobraba para lograr un aparte favorable al doctor, mientras ella y su esposo daban de beber, acompañando, a don Cayetano, que se sentía cada vez más eufórico, revelándose con creciente energía contra las torpes mezquindades del amargado vendedor de suelas.

A las siete y media propuso el doctor:

-¿Por qué no vamos todos a cenar a la Asunción?

Se levantó un coro de enternecida protesta:

-¡Cómo!

-¡Tanta molestia!

-¡Por qué no comemos aquí no más, en el Club!

-El cantinero siempre tiene milanesas y ensalada de papas...

-¡Por Dios!

-Yo tendría que vestirme.

-Claro, así no podríamos ir...

-¡Es una ocurrencia!...

-¡Qué doctor Madruga T.!

El auto corría en la noche, ágil, suave y silencioso como un sueño con buena digestión. La radio era excelente, ellos iban alegres, y todo salía bien. Comieron, bebieron, bailaron un poquito y por cortesía también lo intentó don Cayetano con la esforzada ña Faustina, pero la nota alta fue la verificación, corroboración, comprobación hasta la saciedad de la solidez, de la ascendencia y prestigio del doctor.

-¡Una mesa para el doctor Madruga T.!

-Ya no queda ninguna.

-Dele la que está reservada para el Embajador.

Después:

-Para el doctor tenemos un vino especial.

-¿Está bien servido, doctor?

Y llegado el momento de la adición:

-Traiga le firmo, y me la manda mañana de 9 a 9 y 30 allí, al Departamento de Comercio del Ministerio.

-¡Oh, qué ocurrencia, doctor! Las cuentas suyas se pagan con el honor de la visita.

-¡Je, je!

Entre tanto, después de meditar toda la noche y todo el día, Pedrito llegó a la conclusión de que tal vez Ester no fuera tan culpable de su olvido. Tal vez él tuviera una buena fracción de la culpa, por no haberse animado a saludarla. Si ella le había pedido que fuera, la cuestión hubiera sido decirle cuando menos: «aquí estoy». Resolvió pues hacerle una pasada como por casualidad, por si era visto, llamado y acaso consolado de las amarguras de la ingratitud. Fue, y vio que por la casa vacía, sólo trajinaba en la obscuridad la silenciosa Iluminada, y que por fuera quedaban a la vista, a medio recoger y abandonados a la honradez de todos, los restos del principesco aperitivo. Y en la calle de suaves pastos, las impresionantes huellas del carro de guerra del doctor, con su tropa de furiosos caballos voladores.

-Vino otra vez el «anteojo».

Y lo que era aún peor...

-¡Se fue con el «anteojo»!



Los agasajos se sucedieron vertiginosamente: paseos a San Bernardino, a Caacupé, a todos los ríos y arroyos posibles; a los cerros y a los llanos, y cuando se acabó la novedad del agua y de la tierra, empezó a pensarse seriamente en algún pic-nic por avión. Una noche se vino de serenata con media orquesta sinfónica, y como del traqueteo y exposición al sereno resultaron algunos profesores con ataques reumáticos y constipados, prometió que otra vez vendría con alguna más aguerrida banda militar.

La que pretendía hacer de mamá en todas las salidas era naturalmente ña Faustina, quien, de súbito se había adentrado en la familia con una intimidad enternecedora.

-No se moleste, don Cayetano, si yo la puedo acompañar.

-Sí, claro, ¡con usted puede ir a cualquier parte! -exclamaba sonriendo zalamero el viejo-, pero, ¡maní, a él no se le iba a pegar esta ligadora! -y así, el esforzado padre, apenas sonaba la trompeta, daba un portazo a sus tareas de rutina y se iba de excursión a cumplir con sus deberes esenciales. Para este efecto, Quispe hubo de crear algunas prendas que mezclaban la economía con una sobria elegancia, y hasta se hizo de un pantalón de baño a la moda para chapotear por los arroyos en función de garantizadora policía.

Y aún cuando «La Suela» trabajase con fuertes mermas, el enjuto patrimonio, en verdad, no disminuía, pues los generosos regalos del doctor se iban atesorando necesariamente por imposibilidad de consumir. Cajas de vinos y licores, comestibles importados, cigarros embriagadores, colonias y perfumes, pañuelos y corbatas que revelaban un cariño delicado, íntimamente filial. Y esto, claro, sin contar los agasajos a la chica...

Y cuando las cosas menores ya perdían originalidad, un día se encontró con que unos camiones estaban descargando ladrillos, piedras, tirantes y tejas en el patio de la casa.

-¿Qué es esto? -preguntó alarmado creyendo que deprisa tendría que enmendar algún error.

-Una zoncera, don Cayetano... un contratista amigo que me debe algunos servicios me ofreció algún material, y le dije que los trajera aquí... ¡je, je! Usted sabe, hay que aprovechar. ¡Estos tipos ganan lo que quieren!

-¡Pero esto es demasiado, doctor! ¡Yo no puedo recibir esto! -volvió a argüir intranquilo, y a la vez con un extraño cariño por estas piedras que removían en él un viejo sueño y constante vocación de levantar algo con las manos.

-¡Si a mí no me cuesta nada, por qué se preocupa!...

Hasta le pareció que estuvo a punto de agregar «papá». Porque estaban llegando a un grado de confianza e intimidad que le ponía en las manos la realización de todos sus sueños. En ciertas oportunidades cuando pensaba en ellos resplandecía de esperanza y felicidad. Aún pasando por alto aquello de la prosperidad económica, se veía a sí mismo como a un patriarca honrado, rodeado de nietos, con importancia social y considerado por los amigos como hombre útil a la colectividad, por sus consejos sanos, moderados y progresistas.

Con la ayuda del doctor -el hombre siempre necesita de alguna ayuda- podría conseguir amplios créditos para importar buena maquinaria, y entonces, producir calzado del mejor, ¡y más barato! Si en este país la materia prima era espléndida, la cuestión era organizar esas potencias dispersas, ¡dar orden a una ebullente y anárquica realidad!

¡Todo era tan lindo!... Todo hubiera sido diáfano y espléndido, si allá en un rincón del cerebro no estuviese un foco séptico, una pústula venenosa: ¡las condenadas palabras de don Primo! Pues si él no estaba en condiciones de verificar aquello del «servilismo», se le iban revelando otros caracteres que presentaban al doctor como a un hombre de pocos escrúpulos, «resuelto a triunfar», como lo había pintado su consejero y proveedor de suelas.

El primer indicio lo tuvo un día que fue a la sastrería «La Tijera» a urgirle a Quispe una confección. También estaba el director de la escuela nocturna, un individuo famélico, de cutis pardo amarillento, de largos dientes separados, que discutía la forma de poner al derecho un saco que años antes, para asistir a un casamiento, lo había vuelto al revés. Cuando don Cayetano se refirió al doctor Madruga T., el otro dijo:

-Conozco al «se-ñor» Madruga, fue mi condiscípulo...

-El «doctor» Madruga T... -rectificó don Cayetano para quién el título tenía importancia mística y capital.

-El «se-ñor» Madruga apenas recibió el título de bachiller por recomendación especial del Regimiento 4 de Artillería...

El dueño de casa queriendo evitar que se agriara la discusión, tosió discretamente expulsando de la boca agujas y alfileres, con cuyo asombroso efecto logró distraer la pugna.

Don Cayetano se tragó la amarga píldora, pero esa misma tarde resolvió poner en claro la manifiesta difamación:

-Dígame, doctor... ¿Usted es doctor en leyes, verdad?

-No, mire -el doctor se olió el chisme con una sensibilidad de virtuoso para el acorde- en realidad no soy recibido... ¡je, je! Me faltan unas asignaturas -podían ser dos o treinta- pero la gente me llama «doctor» por simpatía, por respeto, y eso ayuda, para qué contradecir... ¡je, je!

-¡Claro, claro! -se apresuró a manifestar su acuerdo el padre, lleno de comprensión y tolerancia, mandándose un buen trago del regalado whisky para acomodarse mejor con la idea-. ¡En este mundo no hay que perder ventaja!

-¡Pero claro!

Don Cayetano se dio otro trago y ya que estaban en un terreno de francas revelaciones, le preguntó algo que también le tenía intrigado:

-Y dígame, doctor, ¿qué quiere decir la T. de su apellido? Unos me aseguraron que usted era Madruga Thompson, otros Texeira y algunos Madruga Tamandaré.

-¡Je, je!... mire, en realidad suelo insinuar diferentes apellidos según la ocasión... así cuando voy al Brasil, me llamo Madruga Texeira, y digo que tengo ascendencia brasileña... ¡je, je!, eso conmueve a la gente, abre camino, ayuda... Cuando voy a los Estados Unidos, me llamo Thompson, entonces tengo ascendencia anglosajona, ¡que en estos momentos tiene tanta importancia!... y cuando voy a una reunión nacionalista, soy Madruga Tamandaré, descendiente de caciques... ¡ja, ja, ja! -se rió esta vez con una amplia carcajada, a la que se unió gozoso don Cayetano lleno de sincera admiración.

-Pero dígame -continuó don Cayetano cuando se hubo sosegado y después de festejar el ingenio con otro buen sorbo-, dígame, ¿cuál es su verdadero apellido?

-¡Toscanelli, don Cayetano!

-Pero... ¡pero entonces usted tiene ascendencia italiana!

-Pero claro, don Cayetano, ¡de la bella Italia!

-¡Entonces estamos todos en familia! ¡Venga un abrazo! -y se levantó medio tambaleante, con los brazos abiertos, para estrechar sobre su corazón a este lejano pariente consanguíneo, ¡el doctor Próspero Madruga Toscanelli!

El reconocimiento fue ampliamente celebrado, pero a la madrugada siguiente cuando meditaba con sus solitarios mates en la cocina, volvió a presentársele la objeción moral de la conducta: las amargas observaciones de don Primo. Sí, era un hombre sin escrúpulos, generoso, inteligente, educado, simpático, de ascendencia italiana... pero... y le taladró una idea. ¿Si el tal apellido Toscanelli fuera otra burla? «San Antonio, ¡si éste también puede ser de ascendencia etíope o japonesa!», y en el silencio del patio vacío rió fuerte, sin alegría, con una mezcla de contento falso y resignación.

Había otra cosa que le preocupaba por una parte, y tampoco dejaba de satisfacerle, según cuál fuera la corriente de sus sentimientos: a Estercita parecía que el imponente personaje, a pesar de tantos despliegues de poder, no le causaba una impresión definitiva. Por una parte, todo el tenso velamen de sus sueños peligraba, pero por la otra sentía el orgullo de la personal calidad de su Ester. No se dejaba embaucar por el aparato exterior, por lo visto requería algo más profundo, tal vez un requisito de mayor intimidad. Hasta el momento no había dicho concretamente que no, porque todos se habían guardado bien de ponerla en situación de tener que hablar en forma definitiva. Pero tampoco demostraba tendencia a decir que sí. De haber tenido más conocimiento social, hubiera comprendido que de hecho se comprometía al aceptar abiertos y espectaculares festejos de una persona, pero quienes le hubieran podido advertir, justamente deseaban el compromiso.

Y el doctor Madruga también se dio cuenta de que no lograba impresionar el corazón de la niña. Ni los regalos, ni los paseos, ni el brillo de las promesas conseguían hacerle entrever una esperanza firme, cuando por su parte él ya tenía prendido el anzuelo en las entrañas. Después de unos días de desconcierto, de suspiros y de furiosos gritos a los pobres diablos que necesitaban de su buen humor, pensó que lo mejor sería insistir en asegurarse la cariñosa buena voluntad del padre cuyas tiernas emociones ya sabía cómo acariciar.

Madruga no llegaba a entender que lo que irritaba a Estercita era esa forma de aluvión con que descargaba sus beneficios. Por más que ellos tuviesen el santo propósito de agasajarla, arrasaban con su único y viejo privilegio de hacer lo que le daba la santísima gana. El doctor no proponía, no consultaba, aparecía de sorpresa:

«Vengo a buscarlos para ir a comer... ¡je, je!», o «Estercita, le traje estos aros porque me parecieron muy lindos para usted... ¡je, je!».

Decididamente el doctor no creía que nadie en el mundo pudiera no recibir con gusto una opípara cena, un paseo en su largo y brillante carro o un presente magnífico, aun cuando no trajera envoltura adecuada para una propia personalidad. ¡Pero es tan complejo el corazón!, y Estercita se revolvió en una suspirante búsqueda del tonto de Pedrito, como solía llamarlo, porque justamente se amoldaba mejor a los ángulos firmes de su carácter libre. Por esa razón, la puso muy contenta la singular visita de Sosa-í, a quien una siesta encontró jugando al bolero con un palo y un hueso, en la misma acera de su casa.

-¿Vos sos la señorita Estercita?

-¿Sí, qué querés?

-Nada.

-¿Por qué querés saber mi nombre?

-Para saber, ¡isch!

-¿No me querés decir para qué?

-Yo ya sabía luego tu nombre.

-¿Ah, sí?, ¿quién te contó?

-Pedrito.

-¿Le conocés a Pedrito?

-¡Sí! -respondió con énfasis Sosa-í- es mi amigo luego. Me regaló un autito con cuerda -y agregó pensando en el juguete-: ¡formidable! -La miró ahora un rato con cierta seria ansiedad y tomó la iniciativa para ofrecerse en su disposición recaderil-: ¿No le mandás decir nada?

Ester rió, pero no había trampa en la actitud, y sobre todo sabía que sin su iniciativa y aliento, no crecerían flores en aquel jardín.

-Decile que me venga a ver mañana a la salida de la Academia.

Sosa-í salió corriendo, contento como un pájaro que vuela dichoso a su cita de amor. Su tierno corazón ya experimentado en la sabiduría de la vida, le hacía comprender que llevaba una noticia feliz a su amigo bueno y desgraciado.



A medida que se iban aproximando las situaciones decisivas y llegaba la oportunidad de jugar la carta final, don Cayetano sentía la grave responsabilidad de decidir sobre el porvenir de su hija, de emplear con acierto la bendición de belleza que le había dado Dios, y de rescatar de los abismos del olvido los postreros saldos de su propia felicidad.

El doctor Madruga Toscanelli, que ahora resultaba no ser doctor y que podía no ser Toscanelli, era un excelente candidato si se consideraba su condición actual, pero no se le veía un correspondiente pasado que la explicase, ni tampoco un porvenir independiente de su carrera política. Su patrimonio, o se ocultaba, o sólo tenía como soporte la habilidad del doctor de permanecer en la superficie, con unas buenas conexiones, cada vez que se producían algunos de los cíclicos naufragios de los salvadores de la patria. Evidentemente, la rumbosa vida del doctor no se solventaba con los escuálidos sueldos de la Administración, luego, habían otros recursos que no estaban manifiestos, alguna sabia colocación del capital en compañías anónimas o ingeniosamente disimuladas.

Estos y otros detalles preocupaban a don Cayetano. Y así, antes de dar su apoyo decidido al candidato, que él con los residuos de sus costumbres europeas aún creía final y decisivo, resolvió indagar un poco más, asegurarse de otros factores importantes que le estaban inquietando.

Por esa razón, una tarde acogió con mucho agrado la idea del doctor de esperar conversando un rato, en lugar de ir por Ester o hacerla buscar a la casa de una familia amiga de la vecindad. Y después de allanar el camino con unas bromas amables, de servir unos vasos de buen whisky, del que ahora había permanente provisión y cuando ambos ya se sentían en plena intimidad, fue Madruga quien primero trajo a cuento el importante tema:

-Mi estimado don Cayetano, usted sabe que yo tengo las mejores intenciones para con su hija... ¡je, je! -dijo acomodándose los anteojos con las manos rellenitas, bien cuidadas.

-Sí, doctor, usted nos hace un gran honor.

-El honor es para mí, don Cayetano, ¡una chica como Estercita merece lo mejor!

-Usted justamente es lo mejor, doctor... -y allí no más desabrochó sin vueltas el primer problema-: por eso tiene usted muchos enemigos, gente que le envidia.

-¡Ah, eso es indudable! Usted sabe cómo es aquí la envidia... -dijo torciendo la sonrosada boca con desprecio- pero no hay que hacerle caso. ¡Que se mueran fracasados, amargados!

-¡Cierto, doctor, cierto! Usted sabe cuál es su conducta, y si su conciencia no le reprocha...

Tocada la llaga, de inmediato el doctor Madruga asumió una actitud de marcado interés y enderezándose en la silla, se dispuso a dar satisfactoria explicación:

-Mire, don Cayetano, si Eisenhower, Eden, Adenauer, Kruchev y toda esa gente se pasa el tiempo rompiéndose el cráneo para arreglar el mundo y no pueden, ¿cómo diablos voy a arreglar el mundo yo?... ¿Quién me paga a mí por arreglar el mundo? ¡Pero! -exclamó levantando los brazos y saltando en el asiento- ¡hágame el favor!... Hay que ser práctico, hay que tomar el mundo como es, don Cayetano, y acomodarse a vivir en él lo mejor que se pueda.

-Cierto, cierto... -admitió el pobre zapatero bastante amilanado por la repentina vehemencia del doctor.

-Por ejemplo, a la gente le choca que yo tenga un auto lindo... y para dar gusto a la gente, ¡tendría que andar en tranvía!

-¡Bah! -Desechó don Cayetano no pudiéndose imaginar al doctor metido en tal artefacto.

-Mire, don Cayetano, hace dos años cuando estuve en Europa, nueve después del fin de la guerra mundial, ¡la gente ya ni hablaba de eso! Había trabajo, prosperidad. Por las calles los vehículos colectivos, ómnibus y tranvías iban y venían para todos lados. No había problemas de transporte, y nosotros, ¡noventa años después de la guerra no podemos tener ni camiones para amontonar adentro a la gente!

-Cierto... -corroboró afirmado en su reiterada experiencia el zapatero.

-¿Qué hace usted entonces si no es un bodoque?... ¿Esperar noventa años más hasta que haya colectivos? ¡No! Conseguirse un colectivo para usted solo... ésa es la solución práctica, y la única que tiene usted a mano. Si no está en su mano arreglar el mundo, usted se arregla el propio, ¿no? -argüía acaloradamente, y aunque la tesis tenía su cinismo, se veía que la había roído, y que esperaba comprensión-. Muchos dicen de mí que soy un hombre sin principios, que me enchufo con el primero que agarre por el mango la sartén...

-¡Oh! -comentó don Cayetano rehusando con un amplio gesto semejante cosa estrafalaria.

-Lo que pasa es que ellos, ellos... -recalcó refiriéndose evidentemente a los que cogen la sartén por el mango- son todos iguales, aunque por causa del odio se crean diferentes... ¡je, je! ¿Por qué voy a ensuciarme yo por sus pasiones? ¿Quién me paga para eso? Cada uno de ellos es fiel, no a principios, sino a sí mismo, a sus simpatías, a sus odios. No a un partido, apenas tal vez a un grupito, a personas, y entonces, ¿por qué regla de tres yo había de ser más papista que el Papa?

-Es una razón -sentenció después de una pausa don Cayetano.

-¡Hay otras! Yo sé lo que quiero y hago lo necesario para conseguirlo. De vez en cuando el hueso está en el medio de la calle a la vista de todos. Unos esperan que se lo ofrezcan en su casa; otros quisieran correr a recogerlo, pero aguardan la obscuridad, en fin, disimulan el apetito. Yo apenas lo veo, me lanzo, lo alzo y hago lo que todos hubieran querido hacer, y por eso me odian.

-Es cierto.

-Sí, señor, es cierto, ¿y qué pasa? Los que no consiguen agarrarlo nunca, empiezan a razonar para justificarse. Sólo ellos tienen principios, sólo ellos tienen moral... ¡ja, ja, ja! Se pasan diciendo esto por años, pero de pronto, ¡zas, cazan el hueso! Se olvidan de todo... una embajadita de segunda es una esponja perfumada y discreta, y un ministerio, ¡Dios me libre! ¡Por un ministerio se hierven de nuevo y se recocinan todos los guisos! ¿Quiere ejemplos?... ¡Le puedo dar por docenas!

-Bueno, doctor, hay también hombres honrados...

-Y ha de haber también entre los dormidos; ¡pero que no me hablen a mí de principios! -volvió a exclamar levantando los brazos con un hinchado énfasis. Después rebajó la actitud hasta un nivel confidencial-: pero no hay que descuidarse, don Cayetano, ¡entre los opositores hay demasiados comunistas!

-¡Ah, sí, no me diga!

-¡Claro!, ellos son los que todo el día están hablando de principios, democracia, libertad, elecciones y otras macanas... ¡Pero son unos tipos! Piden aquí libertad, pero en Rusia, ¡guay! ¡Ahí está Hungría! En Rusia los que piden libertad van de cabeza a la cárcel; las elecciones se hacen por lista única de un sólo partido, nadie sino el gobierno hace propaganda, ¡los diarios dicen solamente lo que el gobierno quiere! Hace un tiempo, Stalin era un dios, después quedó convertido en un monstruo y ahora es un bárbaro pasable. Porque había una radio de la oposición, le interferían con todas las estaciones del ejército, la marina y la policía. ¡Todas las fuerzas públicas para oponerse a una radio destartalada, ja!, ¡y después dicen que ellos tienen la verdadera libertad!

-¿Pero se animan a decir todavía que hay libertad?

-¡Claro!, y en sus novelas no hablan sino de la libertad y la felicidad del pueblo; igual en el cine, siempre el pueblo está cantando o bailando o recogiendo cosechas, ¡y los diarios solamente hablan de prosperidad, de abundancia, de reconstrucción, no hay miseria, progreso solamente, abundancia! ¡Ja!

-Pero dígame una cosa, doctor, aquí también los diarios hablan así -insinuó con timidez don Cayetano.

-¡Ah, eso es diferente! -atajó terminante el otro.

-¿Por qué?

-Porque nosotros somos del mundo libre.

-¿Aunque no haya libertad?

-Claro.

-¿Por qué?

-Porque estamos del lado de Norteamérica y allí dicen que hay una gran democracia y libertad.

-¿Y por eso no más?

-No, y también porque en Norteamérica se fabrican las mejores y más refinadas bombas atómicas de los últimos modelos aerodinámicos, y usted sabe, ésa es una gran garantía para nuestra civilización.

-Ésa es una verdadera garantía -murmuró don Cayetano impresionado por el realismo del argumento. Evidentemente este mozo sabía donde pisaba, no se andaba con tonterías declamatorias. Le hubiera gustado seguir escuchando para confortar sus calladas preocupaciones de eterna soledad, pero se vinieron ña Faustina y su marido el Presidente que ahora se cobraba con voraces tragos el acierto de haberles invitado a su mesa la noche feliz del debut en sociedad de Estercita.

La conversación no había tenido su remate lógico, el que al principio parecía insinuarse, pero ello, lejos de afligir al zapatero, le llenó de júbilo. Así podría meditar un tiempo adicional, entregarse a su manía de analizar conjeturas sin verse obligado a comprometer una respuesta. Y se pasó la noche masticando su problema.

Claro, desde un punto de vista moral, el mozo podía ser objetado, pero era evidente que sabía vivir. No se engañaba ni se dejaba desorientar por palabrerías ni frases de relumbrón; era un hombre para triunfar en su medio. «Si en noventa años no se ha podido solucionar el problema del transporte colectivo, hacerse de un colectivo para uno solo». Principio sólido, y hasta moralmente aceptable. «Todos ellos... sólo son fieles a sí mismos, y entonces, ¿por qué regla de tres yo les habría de guardar fidelidad?». Otra declaración maciza, llena de reciprocidad y sabiduría: «Me adelanto a hacer lo que otros hubieran querido hacer, y por eso me odian». ¡Profundo conocimiento del corazón humano!... «Por un ministerio se hierven de nuevo y recocinan». Perspicacia, vuelo, gran visión... No había hablado sobre la posibilidad remota de algún cambio catastrófico que lo dejara fuera de la cofradía del poder, y evidentemente no se había dicho que hubiera tomado precauciones de esa naturaleza, pero no era un estúpido para dejar tales cosas a la vista. ¡Un político con tal sentido práctico era seguro que estaba en directa relación con algún banco suizo o americano! «¡Vaya, seguro pero seguro!».

Sobre estas bases le pareció legítimo y sabio influir sobre Ester, pues un porvenir brillante como este difícilmente se le volvería a presentar. Ni aun casándose con un doctor auténtico podría tal vez pretender la posición y la riqueza que lograría con este falsificado, pero que tenía el conocimiento real y recóndito de la vida. Don Cayetano era un inmigrante que había venido a buscar y quería riqueza. Aquí había riqueza, poder, influencia. ¿Qué más podría pedir? Habría situación y brillo para sus nietos, consideración y respeto para él. Tal vez hasta alguna dignidad en la comuna o en esas comisiones oficiales que se entregan al uso y deleite de las fuerzas vivas.

Pero allá en el frío de la madrugada un pensamiento empezó a conturbarle. Una hipótesis que al ser desarrollada adquiría aspectos amenazadores en este mundo dividido en bandos. En efecto, la política internacional estaba siempre convulsionada y hacía pocos días que había leído una advertencia del presidente Eisenhower sobre los peligros del creciente poderío soviético. El Secretario de Estado Mr. Dulles también había hablado de «seria amenaza». «¡San Antonio, qué te parece!» Arreglamos todas las cosas en casa y si ellos empiezan a los bombazos, ¿qué hacemos nosotros? La cosa era seria, real, y lo peor, que según los entendidos, ello podía acontecer en cualquier momento, sorpresivamente, sin decir «agua va». El mozo, a los de aquí, se los tenía cocinados y metidos en un bolsillo, ¿pero qué pasaba si el cambio ocurría allá? «¡Justamente ahora que todo marchaba sobre rieles!» Se levantó así como estaba de la cama, con el amable calzoncillo y la suave camiseta, y se fue a remover el fogón por unos iluminativos mates.

Había una luna menguante, sin mucho brillo, escapándose del cielo, y sólo las grandes estrellas mantenían su iluminación. «Esto debe aclararse», lo resolvió a las cuatro, y en efecto, estaba por salir el sol.

Y esa misma tarde, apenas apareció el doctor Madruga T., lo cogió de un brazo y se lo llevó a un rincón propicio para una consulta seria:

-Dígame, doctor, usted me dijo ayer que nuestro Superior Gobierno estaba a favor de Norteamérica.

-Claro, como todo gobierno verdaderamente democrático.

-También me dijo que aquí había muchos comunistas.

-Sí, muy peligrosos, que están a favor de Rusia.

-Y dígame, doctor, es una suposición nada más... nada más que una suposición -susurró don Cayetano con todas las precauciones, para evitar ser mal interpretado-: ¿qué nos pasa a nosotros si estalla la guerra y, ¡Dios nos libre!, ¿Rusia gana?

-No, y en ese caso... nos adherimos rápidamente a la democracia soviética, que también tiene sus ventajas, y sobre todo es más radical con la oposición -afirmó el doctor con toda seriedad.

-¿Y qué harán esos comunistas que todo el día están diciendo barbaridades de usted y del gobierno?

-¿Esos perturbadores? Se los mete presos... y si colaboran, se les da un carguito. Así se hizo con los aliadófilos cuando ellos ganaron la guerra... ¿Se aflige usted por eso? ¡Ja, ja, ja! -rió alegremente-. Mire, don Cayetano, aquí lo que vale es quién manda, nada más.

Mentalmente le concedió a su hija en matrimonio. ¡En estas seguras manos podía depositar tranquilo el porvenir común!



La idea no tiene fuerza; tiene fuerza el hecho vital. Sobre este lema Madruga construía su carrera, y a la verdad, con éxito. Y don Cayetano demostraba estar ampliamente convencido... pero una cosa es aceptar una conclusión, y otra distinta llevarla a efecto.

Así, mientras por sólidas y cuidadosas consideraciones decidía que el hombre ideal para afirmar en América su solitaria raíz y recuerdo era el doctor Próspero Madruga T., a quién desde luego concedía la mano de su hija para que la hiciese feliz, y para que extendiera esta felicidad sobre sus propios últimos años, por otra parte no sabía en firme si cómo aceptaría la interesada a su futuro bienhechor y marido.

Y el caso es que ésta, sin pensar ni considerar nada de nada, y sólo porque el candidato le era antipático, había seguido encontrándose con su simple adorador y escudero Pedrito, quién nunca le decía nada, ni le pedía nada, ni aún le regalaba nada, porque su amor en ese momento iba mucho más allá de todo miramiento terrenal y humano, para sublimarse en una suerte de pura contemplación.

Cuando Ester se había desprendido del turbulento y ejecutivo Madruga e iba a encontrarse con Pedrito, tenía la sensación de salir de un ómnibus con 150 pasajeros para ir a sentarse en la fresca terraza de una heladería, donde podía respirar y regalarse a gusto el paladar. Se daba perfecta cuenta de que su padre deseaba que se entendiese con Madruga, que ña Faustina y su esposo el Presidente remaban sin pausa, y de que algún premio les esperaba en la meta. Se daba cuenta por el agasajo de los vecinos a cuyas casas concurría, que la cosa se daba como un hecho inminente y sumamente feliz. ¡Pero no le caía el doctorcito!... Por más que miraba con dulce complacencia las estupendas líneas de su automóvil oficial, no conseguía pasarlo, le era simplemente antipático... odioso, ¡ay! Cuando su padre, como más conocedor del mundo, le hablaba de las maravillas que uno podía ver y recorrer y gozar con un buen puñado de dinero del Estado; de los maravillosos hoteles y paquebotes cuyas alfombras y espejos estaban especialmente diseñados para mantener a la gente en una muelle nube de sonrisas, ella se quedaba fría, porque todo había de verse y gustarse a través de los estúpidos anteojos «¡je, je!» del Dr. Madruga T., y de su espléndida vanguardia de dientes tipo Hollywood, made in USA.

Con otros pocos años tal vez se hubiese esforzado más, ya hubiera sentido mejor el requerimiento de seguridad como factor de equilibrio del puro instinto sentimental. Pero ella vivía la maravillosa aventura del principio de su primavera, de la fuerza que empuja desde adentro, de la vida que va buscando con urgencia formas. En ese momento el futuro es mañana o pasado, un corto plazo que se puede sustentar con pan y cebolla. Es un proyecto de juventud eterna, cuyos próximos diez años no tienen fin, o se pierden allá en la bruma inconcebible, así como los diez que han pasado previamente. No le gustaba el doctor, porque era gordito, de cara vulgar, era bajo, tenía la mano blanda y porque nunca se había dignado comprar un solo par de zapatos de «La Suela».

¡Era tan fácil estar con el buen verdulerito! Era tan fácil dejar correr el gusto de vivir como una fuente de agua clara sobre piedras limpias, sobre piedras lavadas y enjuagadas con la buena fe, donde todo es diáfano y está a la vista, y en cuyas sombras perfumadas de esencia vegetal se enrosca a dormir algún fatigado rayo de sol. Tomarle de la mano, dejarle la mano tomada e irse caminando por las sendas confidenciales, sentirse ceñida por la brisa y envuelta por la maravilla de Dios llena de aroma de tierra húmeda y polen, y estar, darse sin cuidado, saberse querida, sin sentirse apremiada. Dejar correr la espera hasta el momento siguiente y el siguiente, convertir la vida en pura promesa de felicidad. Paz... En una mañana así se le había ocurrido que el cielo no era solamente aquel profundo horizonte azul, sino que todo era cielo; que la profundidad empezaba desde su mismo límite y que también estaba detrás. Infinito adelante, infinito atrás, y ella feliz, porque estaba saturada de promesa y porvenir.

Pero el único modo de ser feliz es arrimarse un instante a la llama inefable y después ser capaz de soñar dulcemente con ella. Porque no nos está permitido detenernos más de un breve momento. Existimos formando parte de un amplio frente de líneas quebradas, de espesor desigual y desiguales tiempos. Nos arrastran; nadie puede quedarse a esperar que terminemos de gozar la dicha o comprender la dicha que gozamos. Hay que vivir... ¡Pobre Estercita!, ella no se imaginaba que la gente a su lado estaba apurada, que tenía muchas cosas que hacer y que estaba muy interesada en que ella bajase del cielo de su adolescencia a pagar sus cuentas con la realidad.

En efecto, un día ña Faustina, con mucho revoloteo de párpados y actitud de secreto, le dijo:

-¡Tengo que contarte una cosa que te interesa muchísimo!

-¿Qué es, qué es ña Faustina? ¡No me ponga usted curiosa!

-Te voy a contar, pero si no vas a decir una palabra a nadie, y sobre todo, no le digas nada a tu papá.

-Bueno, le prometo, ¿pero qué es?

-En estos días el doctor Madruga va a pedir tu mano.

-¿A quién?

-¿A quién va a ser?, a tu papá... pero a lo mejor yo te estoy diciendo cosas que ya sabés...

-Yo no sé nada.

-¿Nada?

-Nada.

-Bueno. Te querrá dar una sorpresa. ¡Es un hombre tan «bien», el doctor Madruga! ¡Sos la chica de más suerte de todo el pueblo! ¡Vaya, las que te estarán envidiando!... Porque vos sabés, mi hija, que festejo como festejo, eso lo encuentra cualquiera, pero uno dispuesto, decidido, ¡ay, eso no se encuentra así no más! Y después, él no va a andar con muebles por cuotas, ni comida de vianda, ni casa de pensión. Nada. ¡Aquí todo va en grande y en efectivo, tin, tin!... Bueno, también se lleva una alhaja, una joya que lo va a adornar en cualquier parte, ¡en cualquier parte! -repitió dando un amplio sentido extraterritorial, continental, a la afirmación-, porque vos, Estercita, no es porque estás presente, ¡pero sos una pre-cio-si-dad!

¡Caramba, y claro que era una sorpresa! Si ni se imaginaba que todo había de tener tan inmediato desenlace, si ella creía que la cosa podía seguir indefinidamente así, sin bruscas decisiones; como María que hacía tres años que estaba de novia; como Pituca que andaba con Miguelito desde el tiempo de la escuela, como Lolita que... ¡puf, ni sueños de casamiento!, y hasta Margarita Acevedo que ahora no más se apuraba... ¡Pero qué trastorno! ¡Dios mío!, ya veía venir los arduos razonamientos, los ruegos, las presiones para forzar su resolución.

Hasta ese momento ni siquiera a ella misma le parecían objetables e irregulares sus encuentros con Pedrito, y entre la gente, solamente aquellos muy avispados los miraban sonriendo con malicia. Pues resultaba casi imposible considerar a este pobre muchacho un elemento peligroso, perturbador, en situación de hacer competencia al doctor Próspero Madruga T., hombre de autos, camionetas y una importante cadena de despachos en el Poder Ejecutivo y sus otras dependencias.

Pero regular o irregular, ante el hecho, lo primero que ella pensó fue recurrir a Pedrito para participarle de la encrucijada en que se encontraba, aún cuando con cierta ansiedad no dejaba de suponer que en último caso sería ella quién tendría que resolver. La verdad es que la cosa se le iba poniendo dura. Eso de llamarlo, de tenerlo consigo, de pasear juntos, de dejarse querer sin decir nada, hasta tomar la iniciativa y dejar flotando una caricia en la alegría de una mañana radiante, era bastante natural y fácil, pero decirle al mismo Pedrito: «Huyamos juntos», aun considerando toda su limpieza de alma y el ascendiente que tenía sobre él, se le hacía pesado y difícil. Sin embargo, cuando lo encontró ese día a la vuelta de la Academia, mirándole fijamente, le dijo:

-El doctor Madruga le va a pedir a papá para casarse conmigo... -y observó su reacción. Se puso lívido.

-¡Pero eso no puede ser! -dijo al fin, entrecortadamente.

-¿Pero porqué no va a poder ser?

-Porque no -arguyó con fuerza irracional.

-¿Pero por qué no?

-Porque usted no se ha de casar -y se puso ahora colorado- con ese individuo.

-¿Pero por qué, decime por qué? -urgió a ver si algo sacaba en limpio.

-Y porque, no sé... me parece que usted no le ha de querer a un tipo petiso, así, gordo y con anteojos.

-¡Pedrito -dijo Ester entre dientes, sintiéndose frustrada y furiosa-, sos un idiota!

Y apretó el paso hacia su casa sin atender más a los balbuceos, a las incoherencias de Pedrito que desde atrás, ahora con aflicción le decía:

-¡Pero Estercita!, ¿qué es lo que hice de malo?... Perdóneme. Yo no sabía que la iba a ofender. Por favor Estercita, yo no quise decir nada malo contra el doctor Madruga -y seguía caminando deprisa a su lado-, si usted quiere casarse con él, ¿quién le va a atajar?

¡Esto era el colmo! Estercita se plantó en la calle, lo miró con odio, con verdadero odio.

-¡Déjeme, no me acompañe, le prohíbo andar a mi lado... ni atrás de mí, ni por mi vereda! -Y siguió su camino temblando de indignación, en un estado de ánimo muy peligroso.

Pedrito quedó petrificado, puro frío, puro aturdimiento, puro vacío adentro, con el corazón latiendo fuerte y duro, dándole hachazos en las mismas vértebras.

Ester llegó a su casa completamente dispuesta a casarse con el doctor Madruga, con el sastre boliviano o con el cura párroco, y pasar y pasar tirando barro, piedra y polvo con su coche de 300 caballos contra el estúpido de Pedrito y su pariente Atilano.

Ésa era su decisión irrevocable, definitiva, y en su casa encontró que había verdadera prisa por hacerle alcanzar sus propósitos. En efecto, le llamó la atención que su padre no estuviese trabajando como era habitual sobre el mostrador del salón de ventas si no que, de un modo completamente raro en la mañana, usara cierta compostura en el vestir. La camiseta era limpia y nueva, sin mancha alguna, podría decirse, una camiseta de recibir; el pantalón, de esos recién entrados a ser de entre casa, y las zapatillas nada menos que una pieza comprada a la competencia, supremo homenaje a la ocasión.

-Qué suerte que venís temprano, Estercita, te estaba esperando.

-¿Sí?

-Sí, vení, sentate aquí... quiero hablarte -declaró don Cayetano pasándose una pesada mano con los dedos teñidos por el afeitado rostro relleno, como prolongación de la brillante calva siempre progresiva. Los ojos se le salían a inquirir o le quedaban pensativos en un constante vaivén.

Estercita se sentó todavía arrebolada, agitada, con el labio superior punteado de graciosas gotitas de sudor, mirando la calle con terca insistencia.

-Mirá, mi hija, vos sabés que estás llegando a una edad en que tenés que pensar en el porvenir. Las mujeres, cuando son pobres, se tienen que casar pronto, mientras son jóvenes, porque entonces la pobreza se nota menos. Y si una chica es buena, aquí nadie le pregunta si cuánto tiene... Es una ventaja de América, todos esperamos que en algún momento nos llegue la fortuna... Tal vez, ese día ha llegado para vos, mi hija... vos sabés que el doctor Madruga pretende tu mano, me lo ha hecho saber. Tal vez hoy hable formalmente conmigo. ¿No te dijo nada?

-No.

-Bueno, antes de que él me diga nada yo quería conversar contigo. Vos sabés que él es un hombre inteligente, brillante, rico y lleno de posibilidades. Con él te espera una vida de satisfacciones, comodidades, viajes, y una situación social de primera categoría... -la miraba intensamente esperando descubrir el efecto de sus palabras, pero Ester parecía rumiar otra cosa. Entonces, hizo una pregunta de soslayo-: ¿No te gustaría una vida de esa clase?

-Sí -respondió categóricamente en tono seco e inerte.

-¡Me alegro, me alegro! ¿Y si el doctor me preguntase esta noche si vos, digo, si estarías dispuesta, es decir, si te cae bien, si aceptarías sus pretensiones, qué podría contestarle? -prosiguió bastante embarazado en su función diplomática don Cayetano-. ¿Qué le digo... le digo que sí?

-Sí.

-¡Muy bien, estoy contento, mi hija, pero muy contento! Te voy a confesar que esperaba alguna dificultad... pero sinceramente creo que es lo más acertado -y se acercó a darle un abrazo. Estaba enternecido el bueno de don Cayetano, le venían aguas a los ojos y corrientes estremecedoras le conmovían el gastado corazón-. «San Antonio, para vos...» -y se palpó el bolsillo, pero como no llevaba nada, con una seña de la mano le dijo al Santo que aguardara confiado-. ¡Iluminada... Iluminada!, ¡traéme esa botella de vino que está en mi dormitorio, y vasos!... Es un vino de Italia que me regaló el doctor, y viene bien para este momento el jugo de la vieja cepa de Italia, la sangre de la tierra... ¡un vaso también para vos Iluminada! ¡Todos tenemos que festejar!... -sirvió con temblorosa prisa-. Oh, ¡si hubiera vivido tu madre, Estercita, qué emocionada hubiera estado, y Héctor... ¡Héctor... salud! -dijo, e iba a beber, pero el pobre gringo se puso a llorar.

Esto emocionó a Ester y también a Iluminada. La chica sentía la amarga ironía del momento, y la fámula se acordó de un tío borracho a quien días antes había aplastado un tren. Y así, los tres, aunque lloraban juntos, cada uno lo hacía por su propia pena, como ya lo había observado, hace muchos años, el buen viejito Homero.



Don Cayetano siguió los festejos y hasta hubo de dormir cuarenta minutos más de siesta porque corrió más vino que el de una botella. Sin embargo, se levantó alegre, anduvo rondando su mesa de trabajo por puro hábito e hizo un par de inesperadas rebajas a dos clientes muy pobres, mientras esperaba la venida de su soñado yerno y de la dorada prosperidad.

Pero a medida que transcurría el tiempo, a Estercita se le iban precipitando nuevas transformaciones: su enojo sólido al principio, se iba moteando de tristeza y poco después, con ronchas de verdadera desesperación. No es que le afligiera mucho su pelea con Pedrito, eso ella lo arreglaba con dos palabras; lo tremendo eran las consecuencias que había ocasionado, la mala oportunidad, que le arrancó calentita la promesa de acceder a las pretensiones del doctor. Hasta eso podía volver atrás sin que le importase mucho el ruido de gritos y discusiones, pero el regocijo de papá, venido de tan hondo que le salía empapado en lágrimas, eso pesaba mucho más. No sabía qué hacer, se confundía en bruscos impulsos contradictorios.

Al irse poniendo el sol y hacerse inminente la llegada de Madruga T., la situación se le hizo tan seria y oprimente que sin decir a nadie para dónde iba, tomó la calle y se largó, más por evitar la visita que por hacer algo determinado. Pero al cruzar por los alrededores de la plaza, se acordó de Sosa-í, quien con su cajón de lustrar zapatos debía de andar por esos lugares completando su larga jornada de labor. En efecto, ahí estaba sentado en el cordón de la vereda, compartiendo una inquieta rueda de chacotas con otros mayores y más experimentados colegas que no dudaban en considerarlo su par. Viéndola venir, le sonreía desde lejos con sus grandes dientes blancos y nuevos, la carita sucia y el pelo rubio entre revuelto y mal cortado. Ella lo llamó con la mano y él se vino a la carrera inquietando a los compañeros que se levantaron a medias para disputarle el posible trabajo por si fuera cuestión de correr.

-¿Que querés, señorita?

-¿Lo podés ver ahora mismo a Pedrito?

-Sí.

-Andá a decirle a ese... que venga enseguida, que me espere en la calle del costado de casa, sin falta.

-Güeno -dijo Sosa-í, y de allí mismo partió deprisa a cumplir su comisión.

Cuando ella volvió después de demorarse intencionadamente con varias conocidas y amigas, encontró al doctor y a su padre en conversación sumamente seria. Se veía que estaban haciendo arreglos de importancia que tal vez después le serían comunicados. Sin embargo, se interrumpieron para recibirla; su padre entró, y ella quedó con Madruga, quien se comportó con su aplomo habitual, aunque esta vez con un leve acento de condescendencia, como dando a entender que guardaba una actitud ficticia para no forzar el rubor de la niña. ¡Era tan comprensivo con ella!... Pero evidentemente el acuerdo se había detenido en los prolegómenos. Tal vez el cauto papá estuviese haciendo preguntas adicionales. Mas cuando en un momento el pretendiente quiso tomar un pequeño anticipo de la mano, «permiso», dijo Ester, y con verdadero afán fue a buscar a Pedrito pasando por los fondos de la casa vecina. Allí estaba, sentado en una piedra, paciente y sufrido como los seres de poca imaginación. Al verla venir, se levantó con presteza:

-Pedrito -dijo ella tomándolo del brazo y recomenzando el diálogo anterior tan ásperamente interrumpido- ¿qué vamos a hacer?

-Mande usted lo que quiera -dijo Pedrito algo duro, porque después de la reprimenda de la mañana con calificativos de «idiota» y bruscas plantadas, hasta el momento sentía los fuegos del infierno.

-Voy a casarme con el doctor, Pedrito.

-¿Eso va a hacer?... ¿y eso quería decirme? -reprochó con rencor, orillando el límite de las lágrimas.

-No, quería decirte que no quiero casarme con él.

-Y bueno, ¿porqué se casa entonces?

-Porque quiere mi papá.

Después de una pausa, Pedrito dijo casi gritando:

-¿Y qué vamos a hacer?

-Eso quiero que vos me digas.

En eso escucharon la voz de don Cayetano llamando: «¡Estercita... Estercita!..., ¿dónde te fuiste?»

-Usted sabe que Atilano y yo y mi carro, y todo lo que tenemos, nos hemos de vender, de fundir; hemos de hacer cualquier cosa, ¡pero cualquier cosa por usted!

-¿Sí?

-¡Claro que sí!

De nuevo llamaron de la casa, y Ester disponiéndose a ir, le dijo:

-Vení esta noche a esperarme debajo de aquel árbol de mango... después que se haya ido el doctor, cuando duerman todos voy a salir a buscarte -y se metió en el cerco para regresar a casa.

Al volver ya estaba todo concertado. Don Cayetano le pidió que se sentara y habló del petitorio con la mayor solemnidad.

-Yo le contesté que me sentía muy honrado al conceder tu mano a un joven tan brillante y de sólido porvenir.

Ella se limitó a agachar la cabeza llena de pensamientos negros para el flamante prometido. Felizmente el doctor, que no podía tenerse quieto, propuso salir a festejarlo y allá se dejó llevar para aburrirse comiendo, mientras los concertadores del convenio discutían los planes y estatutos de las empresas que instalarían juntos, terminando por tomar más y más cervezas para defenderse del calor.

-La industria del calzado tiene un gran porvenir... Usted sabe que la gente tiene que caminar.

-¿Y qué le parece la industria del ladrillo?

-Hay mucha competencia. Esa industria está muy desarrollada en el país.

-¿Y qué opinión tiene de la fabricación de jabón?

-No buena.

-¿Por qué?

-La gente se limpia poco.

-¿Y si importamos calzado de Italia?

-Muy peligroso. Se subleva la colonia italiana de aquí, con todas sus ramificaciones.

Cuando regresaron alrededor de la media noche, ellos habían progresado en sus planes comerciales, pero Ester estaba decidida a huir con Pedrito, porque el doctor Madruga tenía dinero, pero con la manita blanda, los dientes postizos, su cara rellenita y vulgar y sus maneras ejecutivas; sencillamente no lo pasaba para el amor. A la hora de sentarse a la mesa, le resultaba como una ensalada de tomates, preparada con aceite de ricino.

Así pues, apenas se hubieron acostado y don Cayetano empezó a roncar satisfecho, cuando Ester se levantó para su cita. Como aún a esa hora hacía calor, se echó un vestidito liviano y para no hacer ruido fue descalza. Allí le esperaba el galán espantando mosquitos, enamorado y simple como siempre.

-Aquí estoy -dijo por lo bajo cuando la vio venir.

-Venite acá -le llamó Ester y lo condujo detrás de un par de matas gruesas a cuya vera había unos tablones donde se podían sentar. En el silencio susurraban las hojas de los árboles y los pequeños ruidos de la noche taladraban la quietud de las sombras agazapadas bajo las ramazones.

-¿Se fueron a la Asunción?

-Sí.

-Qué pronto se anda en auto, no es como en carro...

-Sentate aquí... recostate aquí.

-¿Está durmiendo su papá?

-Sí... ¿pero cuándo vas a empezar a tutearme?

-No puedo... ¡le tengo tanto respeto! No me animo a tocarle ni la punta del vestido.

-¿Y si yo te digo que me tutees y me toques?

-Entonces...

-¿Entonces qué?

-Entonces le voy a tutear.

-¿Y por qué no empezás ahora?

-Claro, ahora, pero tengo que acostumbrarme... No puedo, así, de golpe, señorita.

-¿Y cuándo me vas a tocar?

-¿Así?, ¿le toco la mano?... ¡Aina! Tiemblo todo cuando le toco... Mi mano dura solamente sirve para tocarle a Atilano.

-¡Sos un idiota!

-Por qué me dice ya otra vez eso señorita Estercita... ¡yo pues soy así porque la quiero demasiado y la respeto demasiado! ¿No le gusta a usted eso?

-No... vos estás hablando ahí lleno de respeto y yo me voy a casar con el doctor. ¡Tonto!

-¿Te vas a casar con ese «anteojo»?

-¿Y qué vas a hacer vos para que no me case?

-¿Qué quiere que haga?

-¡Llevarme, escaparnos juntos... hacer alguna cosa!...

-¿Quiere que la lleve a mi casa?

-No... allí nos van a encontrar muy pronto... Tiene que ser algo que no se pueda remediar... ¡más lejos! ¡Poné el brazo acá, acá hombre, no me tengas tanto respeto!

-Sí... ¡Sí! ¡Qué gusto da así, señorita Estercita!

-¿Da gusto?... ¿y así?... ¿y así?

-...

-¿Por qué temblás así?

-¡¡...!!

-¡Dejame, sos un idiota!

-Ya me dice otra vez eso.

-¡Porque sos, porque sos! Y yo una tonta al creer en vos... ¡Ja, ja, ja! ¡Qué tonta!

-Pero Estercita, no hable tan fuerte que se va a despertar su papá, los vecinos.

-¡Y que se despierten!... ¡Ja, ja, ja! Total, ¿qué estamos haciendo? ¿Hay algo malo en estar contigo en la obscuridad?

-¡Estercita, por favor! Escúcheme... si quiere nos vamos esta noche mismo.

-¿Cómo? ¡Ja, ja, ja!

-Vamos con mi carro, vendemos la carga con el carro y... también a Atilano, el pobre... hay una carrería de un conocido donde no le han de tratar tan mal... -suspiró hondo- y nosotros nos vamos... a la Argentina, al Brasil, donde sea.

Y justamente cuando podía considerarse esta propuesta, cayó el ciclón...

Pues don Cayetano que se había tomado algo así como media docena de botellas de cerveza para ahogar el calor y acompañar las emociones, podía haber dormido una noche total, pero el mundo es complicado y cada efecto tiene su contra efecto. Y si la bebida le embotaba los nervios poniéndoselos lisos y blandos para el sueño, por otra parte le apretaba en la vejiga obligándole a despertar cuando no querría.

Se levantó de la cama un poco aturdido, y en lugar de dirigirse a donde debía por decoro, higiene y buena educación, se fue con toda prepotencia hacia un árbol del patio, sabiendo que no podía protestar.

Mas apenas hubo terminado los suspiros preliminares y entrado en la calma que precede las ejecuciones, oyó voces allí cerquita y una risa que le era harto familiar. Escuchó un minuto amargo... y por palabras sueltas confirmó sospechas.

-¡Maldita sea! -rugió el viejo, recogió un buen palo y fue a hacer efectiva la maldición. Cayó sobre ellos cargado de furia y rencor-. ¡Miserable! -Y como Pedrito quiso proteger a Ester cubriéndola con su cuerpo, recibió por lo menos un par de golpes de esos que se usan para matar una culebra agresiva.

Cuando venía el tercero, Estercita se había escurrido del lugar, y fue decoroso que él se partiera como un cohete para topar a pleno impulso con el alambrado, que rechazándolo como un arco, casi lo pone de nuevo en manos de su ajusticiador.

-¡Quédese, no dispare, cobarde! -volvió a rugir don Cayetano con tal eficaz persuasión que Pedrito consiguió hacer algo que lo ocultó en la noche-. ¡Cobarde -volvió a gritar- por qué no afronta!

Pero era injusto, pues en esos casos hasta los leones más bravos suelen huir, y lo más cuerdo es tratar entre las partes por lo menos dos días después. Sin embargo, no era precisamente el cuerpo el que tenía quebrantado Pedrito, sino que cuando huía oyó, y seguía aún oyendo una risita penetrante, incisiva, vibradora, quemante, que era un escarnio interminable, como réplica por una ofensa que aún no llegaba a comprender.



El pobre viejo quedó jadeando, rodeado de tinieblas y oleajes de furia que ya no tenían un objeto en el cual saciarse. Se volvió poco a poco y dio unos pasos vacilantes hacia la casa. Había recibido un inesperado impacto aturdidor que además de la ofensa, hacía zozobrar toda su esperanza en el futuro. «¿Y ahora qué?» Sentose en una banqueta que halló a su paso frente a la cocina, equilibrándose con dificultad. Aún conservaba firmemente apretado el palo con el cual se había hecho una justicia ciega. No se fijó en las luces que se encendieron en algunas casas, ni en las linternas eléctricas que vagaron un momento inquisitivas.

Cuando se levantó de allí estaba amaneciendo, pero en esas pocas horas diez obscuros años se le habían metido entre las fibras de la carne disolviendo en ellas su ácido contenido de tristeza, decadencia y muerte. Fue a vestirse y luego llamó a su hija. La sintió venir y no quiso mirarla.

-¿Te das cuenta de lo que has hecho? -preguntó suavemente, en voz muy baja.

-Sí.

La respuesta le llegó redonda, sin pizca de humildad. Entonces volvió la cabeza extrañado, la miró y la encontró allí plantada, de frente, con una insolencia que estaba lejos de imaginar. Sintió vergüenza y miedo de la mirada de su hija, pero era juez, y con un esfuerzo logró asumir su papel:

-No me mire.

Ella desvió la vista. Se sintió de nuevo irritado.

-¿Quién era el hombre con quien estabas?

-¿Qué importa?

-¡Cómo qué importa!, ¿pero has perdido el juicio?... ¡¿qué dirá el doctor cuando se entere?! -Le temblaba la voz.

-No me importa lo que él diga.

-¿Cómo?... no entiendo. Te juro por San Antonio aquí presente, que no entiendo -dijo, encogiéndose de hombros en verdad perdido-. Vamos a ver... explíqueme por favor, ¿qué quiere decir?... ¿Por qué no le importa lo que diga el doctor?

-Porque no me importa -informó Ester con un tonito insolente sostenido adrede para mantenerse en la resolución, sin dar lugar a derrames de sentimiento.

-¡Qué interesante!... ¿y eso le va a ayudar a casarse con él, y a que él la quiera más y la respete?

-No me pienso casar con él.

-Bueno, después de lo sucedido... eso es lo más razonable que oigo... ¿pero quiere decirme para qué «cuernos» me dijo ayer que sí? ¿Por qué? ¿Para qué?

-Porque sí.

-¡Maldición!... -se le aproximó con los brazos abiertos y los puños amenazadoramente contenidos sobre ella, haciendo esfuerzos para no triturarla-: Mirá Estercita, si no fuera porque sos lo único que me queda en el mundo, ahora mismo te daba una tunda de palos que te ponía el juicio en su lugar. ¡Decime!, ¿quién era el hombre con quien estabas?

-Pedrito.

-¿Quién Pedrito?

-El hijo del verdulero.

-¡...! ¡...! -dos veces hubo de decir algo don Cayetano, pero se le atragantó, lo escupió en parte, lo soltó por los ojos y con las flameantes manos. Por fin, recomponiéndose luego de dar unos pasos, con amarga ironía, dijo-: ¿Y preferís casarte con ese pelagatos antes que con el doctor Próspero Madruga T.?

-No quiero saber nada de ninguno de los dos. Les tengo odio a los dos... Me voy al colegio, ¡voy a hacerme monja antes de volver a mirar la cara a ninguno de los dos!

-¿Sí?, pues buena idea -aprobó don Cayetano, sin tomarla en serio.

-Me voy ahora mismo.

Él lo pensó rápidamente; tal vez después de todo fuera el mejor medio de tratar este feo asunto. Puede que hasta el mismo doctor se conformara con una explicación a medias, o con algún arrepentimiento, según lo que le dijeran los vecinos, y después de un tiempo las cosas se arreglaran en su forma deseable y natural. Puede que así se lograse alejar definitivamente al tal Pedrito, y en fin, pudiera ser que el vecindario no hubiese captado completamente el significado de los garrotazos y gritos de la noche. Bueno, era una idea constructiva. Al segundo paseo por el vestíbulo, estaba completamente conforme con esta solución provisoria y dispuesto a apoyarla.

-Muy bien, de acuerdo. ¿Querés que vaya a hablar con la Superiora?

-Si querés... pero yo me voy enseguida.

-Muy bien.

Ester puso cuatro cosas en una valijita vieja, y aun sin despedirse de su padre, se fue al colegio, completamente desilusionada del mundo, y con la firme resolución de hacerse monja, para siempre, ¡para siempre, para toda la vida!

Don Cayetano la estuvo viendo prepararse y al verla salir, se arrastró con pesados pasos hasta la calle. Una nube de tristeza enorme le envolvió con su peso opaco de silencio. Veía desvanecerse la figura de su última hija tras un velo de lágrimas, y ocultó su dolor sollozando hacia dentro, en el vacío de su viejo derrotado corazón.




ArribaAbajoParte III

Cuando sin preámbulo alguno Ester comunicó a la Hermana Superiora que venía con toda su ropa, decidida a ingresar en la comunidad, la anciana señora que había tratado generaciones de niñas con profunda generosidad misional, harto comprendió que algún conflicto le ponía en las manos una joven alma castigada en el trajín del mundo. Sabía que en estos casos la mejor palabra de curación venía suavemente acondicionada en la tela del tiempo, y por eso, después de breves preguntas, decidió otorgarle un reparo seguro hasta que volviese el equilibrio.

-C'est bien, ma petite -le dijo poniéndole una consoladora mano sobre el hombro-, vaya a ayudar a la hermana María, y después Nuestro Señor dirá.

Y así, de la noche a la mañana, la hermosa novia del doctor Madruga T. entró a servir a Dios cosiendo y planchando ropas, barriendo y hasta fregando pisos, que todas las tareas son dignas cuando traen santificada intención. Amén.

Pero otro era el punto de vista del doctor, ¡vaya!, y cuando llegó a medio día, acudiendo a una diligente llamada de ña Faustina, quien le anticipó buena parte de los chismes por teléfono, estaba incontrolable de nerviosidad. Al frenar delante de «La Suela» hizo chillar sus gomas oficiales al tono agudo de su agitación.

-¿Qué pasó, don Cayetano? -dijo medio a gritos bajándose del auto con un portazo que retembló en todas las puertas, ventanas, botellas y estanterías del negocio.

-¡Ya ve, doctor! -contestó el padre responsable, abriendo los brazos desoladamente. Comprendió de inmediato que estaba enterado del afrentoso episodio de la noche y, que además, se había hecho las peores conjeturas.

-¡Pero cómo es posible!

-¡Nadie lo va a creer!

-¿Pero entonces es verdad?

-Desgraciadamente.

-¿Y quién es el infeliz?

-El hijo del verdulero.

-¡Pero será posible!... ¡Si yo le he dado todo lo que podía pretender! ¡Si le he ofrecido todo lo que quería! ¡Auto, paseos, lujo, porvenir... todo, todo! ¡Y hacerme esa porquería con el verdulero! ¡Qué le podría dar el verdulero que yo no le pudiera dar multiplicado por cien!

-Es un capricho, doctor. Las mujeres tienen caprichos... Hay que buscarles la vuelta.

-¡Sí, pero qué vueltas le va a buscar a esto!

-Ahora se fue al colegio. Después de unos días podríamos hablar con ella... -insinuó don Cayetano en un desesperado intento de reestructuración.

-No, hombre, ésta es una puñalada por la espalda, una jugada asquerosa... ¡y después de todo lo que le he dado! -terminó Madruga manipulando sus arranques mecánicos con nerviosa prisa-. ¡Su hija me ha costado un dineral! ¡Quién me paga eso... toda la plata tirada!... -Y de un brusco acelerón se mandó mudar sin despedirse del afligido padre que en ese mismo momento cerró la fosa con todas las sociedades y empresas proyectadas con el dinámico y resolutivo Madruga T., su yerno frustrado...

Tan nervioso había vuelto el doctor que hasta olvidó hablar al comisario para que apresara al verdulero que en esta forma indecorosa interfería la tranquilidad de tal hombre de gobierno, y kilómetros más allá, se llevó por delante una pacífica vaca que no se retiró con presteza a darle paso. De todas maneras el brusco desvío, patinazo y el árbol que se le plantó en el camino, terminaron por inferirle un machucón con un saldo de dos costillas rotas, justamente aquellas que guardaban los valiosos latidos de su corazón.

Pero don Cayetano tuvo pruebas de que aun así su actividad no quedaba detenida, pues pocos días después un convoy de tres grandes camiones se arrimó a «La Suela» y sin notificación ni permiso previo se pusieron a cargar los ladrillos, tejas y piedras que anteriormente había recibido de regalo.

-¿Qué hacen ustedes? -salió a preguntar alarmado por maneras tan ejecutivas.

-Orden del doctor -le informó el jefe, un chofer moreno lustroso, sin otorgarle más beligerancia.

Don Cayetano asentía con la cabeza, viendo llevar sus queridas piedras. «Irá lejos», se decía, «no tiene reparos... sabe lo que quiere»; y otra voz le respondía en sí mismo: «Pero no llegará a ninguna parte nunca... porque es ordinario, no tiene calidad».

A los pocos días se enteró de que el gobierno le había encomendado una misión al exterior... y se fue volando a tratarse en otras tierras su trastorno en las costillas.

Y el buen don Cayetano, en esos pocos días, cambió de compostura: se encorvó, los músculos se le relajaron, perdió elasticidad... Su gran mano de obrero honrado le temblaba, se le formaron bolsas arrugadas y obscuras por debajo de los ojos inyectados de insomnios, y la calva le avanzó talando islotes de cabellos.

Abría el negocio y allí se quedaba por si a alguno se le ocurría entrar. Prácticamente abandonó el trabajo y el alegre golpe de martillo que solía acompañar sus ilusiones dejó de resonar en la casa silenciosa. Recorría las habitaciones que en un tiempo habían reflejado una personalidad y que ahora gritaban las ausencias. Nadie cantando en el patio, nadie que pulsara una guitarra. Había tanto vacío y silencio, que una subrepticia alarma, un incógnito miedo se iba entrando en ella. Un vaso caído, una silla golpeada era motivo de aprensión. Alguien, un animal, o tal vez el viento que pasaba corriendo de una pieza a otra, susurrando bajo y golpeando puertas que ya no se cerraban tras ninguna intimidad, todo lo sobrecogía.

«La Suela» decaía en forma estrepitosa al faltarle la vértebra metafísica que estructurase la voluntad de vivir. Los clientes de Estercita se habían disipado, y los otros tenían pocas ganas de tratar con un patrón taciturno y «mala güelta».

Ya había pasado más de un mes desde aquella noche. Don Cayetano no había ido a hablar con la Superiora, porque en secreto esperaba que de un momento a otro ya no hiciera falta ninguna intervención; que su hija volviera o que tal vez él fuera a buscarla, porque había que recomenzar la vida, y porque él ya no soportaba esta soledad. Hasta ese momento, noticias de ella tenía por la Iluminada, que había ido y venido varias veces, para acarrear los últimos plumones del nido abandonado.

-¿Cómo está Ester?

-Ella dice que está muy contenta.

-¿Te preguntó por mí?

-Sí.

-¿No me hizo decir nada?

-No.

¿Por qué no le hacía decir nada? ¿Acaso él la había ofendido? ¿Acaso no era su padre? ¿Por qué esta actitud orgullosa si con que hubiese sugerido que lo quería ver, hubiese ido corriendo?... Pero no podía entender a su hija. Esa brutal falta de lógica con que actuaba la ponía lejos de su alcance; uno y otro obraban en función de valores distintos, de allí que no se pudieran comprender.

La que hubiera podido influir era ña Faustina, quien se había aficionado a su compañía en los últimos tiempos, pero luego que el doctor salió de viaje no demostró interés en seguir cultivando una inútil relación. En cuanto al señor Presidente, desde un principio no pudo venir porque andaba muy ocupado en dominar un grupito rebelde que le hacía la contra en el Club, levantando el demagógico lema de «Saneamiento, purga y dignificación».

Pero al fin su cariño de padre le fue conduciendo de nuevo por el lado de la consideración de sus deberes. No podía ser que dejase a una chiquilina realizar su santa voluntad: era amoral, peligroso y sobre todo disparatado. Siempre que se pudiera asegurar que el pelantrín del verdulero no se volvería a interponer, se estaba muy a tiempo de lograr un glorioso replanteo. Podría no ser un hombre tan importante como el doctor Madruga, pero tal vez se diera con otro menos estridente, con menos enemigos, también sólido, aunque más discreto en su porvenir.

Con ese espíritu fue una mañana a la entrevista, decidido a perdonar a su hija y a comenzar de nuevo a soñar con la fugitiva esperanza.

-Ella se comporta muy bien, muy bien. Es una niña respetuosa, trabajadora, obediente y muy piadosa -informó la Hermana Superiora, tomadas las manos dentro de las bocamangas de su hábito, hablando con acento nasal-. Yo estoy muy contenta con ella -y agregó una frasecita que sólo después llegó a conturbarle-: si sigue así... «peut être, peut être».

Luego vino Ester metida en un duro delantal gris que hurtaba una buena fracción de su porte esbelto, con el cabello tirante, medias gruesas y negras, los ojos serios y una boca espléndida que no había convento capaz de desdibujar. Se paró en la puerta interrogando con la mirada, pero el viejo le contestó con los brazos abiertos y con una vehemencia llena de perdón, perdón.

-¡Mi hija, mi hija! -no decía más, pero lo decía todo.

Ester despacito empezó a llorar.

-Vamos a casa.

No hubo respuesta. Entonces don Cayetano se apartó para tenerla frente a sus ojos mientras volvía a insistir.

-Vamos, Ester. No importa lo que pasó... ¡no puedo soportar la casa vacía!... Vamos Estercita, todos te esperan; cuando voy por la calle, la gente me dice: «¿Y Estercita?», preguntan si cuándo volvés. La calle de nuestra casa vacía; tu camino que se llenaba de alegría viéndote pasar... ¡Ester!, cada vez que miro tu pieza encuentro que no estás, cada mañana no está tu canto. Y la mesa es pura tristeza, puro silencio; la mesa donde se sentaba tu madre, Héctor y vos, chiquitita, con esas trencitas rubias y esos tus ojos limpios, como el azul del amanecer. Ester, vamos... ¡Ester!

-No puedo papá.

-¿Por qué?... ¿Todavía estás enojada?

-No -respondió con presteza.

-Entonces, ¿por qué?

-Papá -empezó Ester con solemnidad- voy a hacerme monja.

-¡Pero si ya se acabó el enojo!

-Claro, sin estar enojada.

-¿Cómo, también sin estar enojada?

-Sí.

Don Cayetano quedó aturdido. Ni por un solo instante había tomado en serio aquello de «hacerme monja». Creía que se trataba de una forma de manifestar disgusto. «Vamos, que una chica tan vivaracha, ¡que se pasa dándole al baile y a la guitarra!... ¡Pero quién sabe qué cosas le habrán metido ahora en la cabeza!»

-¿Dejás entonces a tu padre viejo que se vuelva solo?

-Ahora tengo que dedicarme a Dios.

-¡Y a mí que me parta un rayo!... ¿No? ¡Pero qué suerte he tenido con la familia! Mi mujer que se me muere, mi hijo que me lo matan, y a mi última hija, la que iba a ser mi apoyo en la vejez, ¡se le da por la monjería! ¡Pero qué hombre afortunado!... San Antonio, ¡pero qué abogado tengo! -Y abría los brazos, mirando el techo de tijeras toscamente aserradas y material desnudo, como si por ahí hubiera de venirle algún rescate del destino.

Ester no dio respuesta, agachó la cabeza y recogió las manos sobre el pecho en una nueva actitud de oración que evidentemente había adquirido en estos pocos días de conventual convivencia. Él se paseaba por la pieza de mueblecitos débiles y tiesos, con un pequeño crucifijo en una de las paredes blanqueadas.

Después se detuvo para formular una propuesta de transacción:

-Vamos a casa, Ester, allí podés pensar tranquilamente lo que quieras. No hay que precipitarse, te vas a arrepentir. Una decisión de esta clase no se toma así, por capricho, sin pensar.

-Ya pensé, papá.

-¿Cuándo?

-En todos estos días...

-¡Ja, ja, no me hagas reír -exclamó don Cayetano con amargura-, eso es como tomar un baño en vista de que uno se cayó al agua! ¡No!..., por favor, ésa no es manera de obrar con juicio. Uno decide bañarse porque tiene calor, o quiere cambiarse, porque está sano o enfermo, ¡pero no porque está en el agua! ¡San Antonio!...

Pero Ester no comprendió en absoluto el argumento; no vio referencia alguna a su manera de obrar, y por lo tanto no le hizo ninguna mella lo que argüía su padre. Consideró sus gritos y quejas como parte de la reacción natural que debía esperar en el caso. Permaneció callada con los ojos bajos, ofreciendo a Nuestro Señor los sufrimientos que le ocasionaba la incomprensión del mundo, así como los sufrimientos que su mismo padre padecía. Le habían enseñado que ofrecer las penas de otro, era también muy viable y meritorio.

Cuando los gritos pasaban mucho del tono normal y decoroso, entró de nuevo la Hermana Superiora:

-Señor, ¿cree usted que es posible arreglar este asunto con gritos?

-Soy el padre, Hermana. Puedo hablar sobre la conducta de mi hija.

-Sí señor, pero no gritar aquí.

Don Cayetano quedó repentinamente confundido ante la inesperada energía de la monja.

-Disculpe -musitó.

-Estas cosas no se arreglan a gritos, señor.

Salió bruscamente, sin despedirse, pero si al venir arrastraba los pies con humildad y decaimiento, ahora al volver caminaba como un guerrero o cuando menos con algo de su ritmo marcial. «No, esto no va a quedar así». Era tan grande la indignación que le producía este nuevo capricho de su hija, manifestado en forma que no podía entender, que de aquí salía decidido a dar una batalla, aunque tuviera que fundir el último zapato de La Suela, con su último clavo de energía. «¡Bueno, sí, estúpido, no!; ¡comprensivo, sí señor, pero flojo, nunca, no!», y apretaba el puño amenazante sobre cada negación.



Mas a pesar de todo el sentimiento de rencor que le hervía en el pecho, no era hombre de precipitarse e ir bramando ciego por las calles como un toro enfurecido. Lo primero que hizo antes de comenzar su acción de rescate fue ir a casa a pensarlo cuidadosamente para no dar un paso del que tuviera que arrepentirse después.

De este modo llegó a la conclusión de que al principio debía agotar los procedimientos pacíficos, indirectos, persuasivos. Con tal propósito decidió ir esa misma tarde a ver al cura párroco, hombre eminente en el pueblo, con decisiva influencia en el colegio, ya que si aceptaba su queja y se ponía de su lado, todo podría solucionarse con facilidad. Ahora le pesaba su poquísimo trato con tal personaje; había rehusado sus pedidos de contribuciones ya que él tenía otros arreglos, y como por mucho tiempo vivió en grave pecado con la Eleuteria -uno de los más fustigados desde el púlpito- no se encontraba ahora en postura cómoda para pedir un favor importante. Por ese motivo, a pesar de las quejas que tenía contra su patrocinador, aún le prometió cierta donación retributiva si salía con bien de la entrevista.

-Quisiera hablar con usted, padre -le dijo acercándosele con recelo en un corredor de la Sacristía.

Lo miró desde arriba para estudiarlo a través de la montura negra de sus lentes gruesos con ojos de brillo profundo como aguas que corren en el fondo de un pozo. Era alto, moreno, pálido, medio echado para atrás, pero con una boca voluntariosamente dispuesta a la bienvenida.

-Un asunto de familia... -comentó don Cayetano.

-Muy bien, vamos a entrar... -le dijo invitándole al despacho y después a una pequeña habitación contigua con unas sillas y armarios vetustos.

-¡Pedro -llamó sobresaltando al viejo que por un momento creyó ver aparecer al verdulero-, no estoy para nadie, si no es algo urgente! -dijo, cerrando la puerta después.

Le indicó una crujiente butaca para sentarse y él mismo puso otra a un costado para dar cierta libertad a la mirada de quien se iba a violentar en una confidencia.

-Vengo a hablarle sobre mi hija, Padre.

-¿Qué le pasa a su hija?

-¡Padre -se exaltó levantando la voz- la chica se me ha metido en el colegio de las Hermanas y dice que quiere ser monja! -Terminó de un tirón levantando dramáticamente los brazos como predicador de Semana Santa.

El sacerdote a duras penas contuvo una sonrisa inclinándose cortésmente para manifestar comprensión.

-Cálmese, señor, no creo que se trate de nada demasiado grave... ¿Cuándo se fue al colegio?

Y don Cayetano empezó su larga historia de cómo la chica había crecido huérfana haciendo mucho su voluntad, de cómo habían sucedido los últimos acontecimientos hasta su brusca e irrazonada decisión de ir al colegio. El cura lo había dejado hablar interrumpiendo pocas veces, alentándole a desahogarse con palabras significadoras de simpatía. Cuando pareció que había terminado, después de una pausa, preguntó:

-Dígame, señor, con franqueza, ¿usted viene a conversar conmigo por el problema suyo o por el de su hija?

La pregunta desconcertó a don Cayetano, pero después de un rato se repuso.

-Por el de mi hija, naturalmente.

-¿Cree usted que está dando un paso en falso?

-Absolutamente, Padre. ¡Se trata de un capricho, y más tarde se va a arrepentir!

-¿Y si no se arrepiente?

-¿Pero no ve usted, Padre, cómo se conduce, cambiando de la noche a la mañana?

-Tiene razón.

-¿Se da cuenta, padre? Usted es un hombre razonable, así uno se puede entender -afirmó sonriendo esperanzado el zapatero.

-Me alegro -dijo el cura levantándose a mirar la calle a través de los vidrios sucios de la ventana-. En realidad, los dos pueden creer de buena fe, o para ser más precisos, los dos pueden ser fieles a una verdad distinta.

-Eso ya me parece embrollado -contestó el viejo empezando a desconfiar y a alarmarse. Después propuso con cautela-: ¡Hable usted con ella y va a ver que razona como una mula: «no puedo», «me quedo», «sí», «no»!

-No razona, que es distinto. Pero siempre que no mienta a sabiendas, esos duros y toscos «sí», «no», nacen, salen de su verdad. Mire don Cayetano, hacia cualquier parte a donde miremos encontramos un muro infranqueable de misterio... ya miremos hacia nosotros mismos, ya hacia el mundo, encontramos misterio, misterio. Pero nosotros venimos de atrás de ese muro, no es que lleguemos hasta él, así como la silla llega a la pared, sino que nuestras raíces están muy atrás, se nutren en lo desconocido. No sabemos qué es la vida, pero la vivimos, no sabemos qué es la muerte, pero morimos; no sabemos qué es esa extraña fuerza que nos hace vivir y morir por una fe, pero todos los días encontramos hombres extrañamente empecinados en salvar a la humanidad, y hay que creerles porque están dispuestos hasta a morir... ¿por qué amamos la vida, si es tan dura?, ¿por qué tememos la muerte, si es paz?... -sonrió, pero su sonrisa no fue visible en el cuarto cerrado que se llenaba de creciente obscuridad-. No, don Cayetano, lo que vemos y sabemos de nosotros es una fracción, es tal vez como la parte del hielo que flota, las siete octavas partes están debajo, empujando. No sabemos si ese áspero «si» o ese «no» de qué parte del fondo salen...

-¿Por eso me dice usted que puede tener su verdad?

-Oculta, desconocida, profunda. Algo que la impulse a obrar. Sí, señor.

-¿Eso quiere decir que tenemos que aceptar sus caprichos?

-Hay caprichos que solemos respetar, por ejemplo el que nos hace elegir una mujer, un amigo, una afición, un hábito y otras cosas. «Me gusta», se dice, «quiero» o «creo», y se acabó.

-No quiero aceptar los antojos de nadie.

-Don Cayetano, si es cierto que estamos sumergidos en el misterio, si todo es incógnito en nosotros mismos, entonces la única respuesta es la libertad. Al misterio se puede responder únicamente con libertad. Si no hay respuesta segura, que cada uno corra su propio riesgo.

Esta vez no contestó don Cayetano, pero se sintió alarmado por la conclusión que amenazaba sus propósitos. El cuarto estaba prácticamente a obscuras y apenas era visible la silueta del sacerdote con su sotana negra.

-Bueno, Padre. Yo había venido a pedirle que hablara con la chica. Yo, sinceramente, no creo en la seriedad de su resolución. Por eso había venido a rogarle que usted la saque del error... pero usted me dice que el error puede ser mío, ¡San Antonio Bendito! -dijo palpándose el bolsillo-. De todas maneras le ruego a usted que le hable de buena fe, y le diga que se deje de tonterías y que vuelva a casa -se levantó recogiendo su sombrero.

-Bien -sonrió de nuevo el párroco- usted me da la receta completa, pero descuide, le voy a hablar con toda seriedad.

-¿Cuándo?

-Deme unos días.

-¿Cuándo vengo a saber la contestación?

-La otra semana... o después. No le va a hacer mal venir unas cuántas veces a la iglesia -y rió amablemente.

No salió satisfecho de esta larga entrevista. Le parecía rara y sospechosa esta manera de razonar poniendo el punto de partida sumergido en una incógnita. ¡De esta suerte cualquier cosa se podría justificar!, cualquiera tendría razón, ya no sería posible entender a nadie. Meditaba todo esto con amargura al irse aproximando a su casa cerrada, silenciosa, y entonces habló con su abogado, pero reprobándolo reiteradamente con disgustado ademán.

-No, señor, esto no ha salido bien; ese cura tiene la cabeza llena de misterios, pero de lo otro, ¡nada! Si ahora se va y le cuenta a Estercita eso de debajo del agua, ¿entonces quién podría hablar con ella?... San Antonio, honestamente esta vez no puede haber honorarios. A mí me cuesta ganar el dinero -y dando un extraño paso rectificador del anterior concepto que le merecía su frustrado yerno, agregó-: yo no robo, como el doctor Madruga. -Palpándose el bolsillo derecho sentenció después-: No los ganaste, aquí se quedan.

Sin apelación.

No durmió bien, ni amaneció tranquilo. Tenía la desagradable sensación de quien ha cometido un error. Fue a entrevistar al párroco, esperando encontrar una comprensión profunda de sus problemas, y el resultado no sólo era dudoso, sino que hasta traía implicado un peligro. Se reprochó no haber empezado por el principio natural: una conversación con don Primo. Cierto que últimamente se había relajado un poco su amistad; durante el apogeo de sus intimidades con Madruga, él había rehuido encontrarlo una o dos veces. Viéndolo venir, había buscado salirse del camino, y como una consecuencia de esta conducta, una vez le había parecido advertir un levísimo matiz de ironía en el fondo de las palabras de su amigo, algo así como la vibración de un acento, pero que lo había retraído aún más sobre sí mismo. De todas maneras era imposible desconocer que la penetración demostrada en cuanto a Madruga, había resultado acertadísima. ¡Sabía mucho para vendedor de suelas! Si no fuera por la caña... y la verdad, más de una vez lo encontró con librazos que a juzgar por su volumen, debían decir alguna cosa. Llano, dispuesto a una ayuda, pero no abierto a una confidencia sobre sí. Bueno, aún no estaba todo perdido, podía ir a verlo y contarle sus penas, si no todas, al menos aquellas que dieran una idea de su triste situación actual.

Y se fue después de cavilar un par de días, cuando ya no aguantaba de impaciencia, pero tomó el camino dándose una vuelta previa por la iglesia para hacer que el cura lo viese y le anticipara algo, si hubiera alguna novedad. Se paseaba por el corredor leyendo su breviario. Maniobró para ponérsele patente de manera que no dejara de llamarlo si lo deseaba. Pero el otro, ¡nada! Oraba y oraba en completa concentración, los ojos bajos sobre el libro, y los labios que se le movían con inexpresiva regularidad. Pero esa actitud no engañaba a don Cayetano, «¡vamos, si los curas pueden contar dinero leyendo en latín!», y concluyó enseguida: «me tiene mala voluntad... hace fuerza para meterla a monja». Se acomodó el sombrero con evidente nerviosidad y se fue al almacén de suelas. ¡Pero tampoco estaba el asesor! ¡Ni él ni su señora! Un cuñado que atendía provisoriamente el negocio le informó que habían internado a don Primo en un hospital capitalino por trastornos en la vejiga.

La noticia le sorprendió por completo; todos estos días había estado demorando la entrevista, sin considerar que otros problemas pudieran distraer a la otra parte.

Ya camino a su casa entró de paso en la farmacia de don Salustio Santero, hombre honrado que padecía mengua de negocio y prestigio por el avance de la industria química y los oleajes de los mediquillos y otros curanderos, que lo habían privado de lo más granado de su clientela.

En sus buenos tiempos ninguna persona importante se le moría en el pueblo sin que él tuviera que ver con el «Pase a la eternidad», pero ahora, lleno de amargura advertía marginada su sabiduría. En su despacho de altas vitrinas se alineaban como soldados de uniforme antiguo, escrupulosamente rotulados con elegantes letras góticas, los frascos de su cuasi-secreta farmacopea, por cuyas artes y conjuros, las esencias se convertían en bolos, píldoras, pomadas y jarabes de mágica propiedad.

-Pase acá, don Cayetano -le llamó desde una rebotica encortinada mirándolo por una hendija de la puerta, entre las bravas y canosas cejas y la montura de sus anteojos-. Pase -prosiguió sin dejar su asiento.

-¿Cómo está usted, don Salustio?, ¿cómo va la salud?

-Hombre, tirando -refunfuñó con voz ronca, la boca ajada y carnosa en un gesto despectivo.

Aún sin levantarse se le veían los huesos largos y una poca barriga para sus sesenta y tantos años de edad. Tenía la cabellera muy canosa y erguida alrededor de la frente arrugada, alta, de porte arrogante y retador, los ojos chicos, borrosos, sucios, mirando con insistencia de miope. Vestía un guardapolvo con manchas antiguas sobre pantalones de brin y los pies juanetudos en tradicionales botines de caña alta especialmente confeccionados previo croquis y levantamiento sobre cartón, tomando el contorno del mismo original, más minuciosas estipulaciones sobre espacios para uñas y callos que adquirían con el tiempo más enérgica personalidad.

-Siéntese -le dijo indicándole una silla al lado de la mesa de mármol con su equipo de retortas y probetas cuidadas como reliquias de una floreciente actividad pasada- ¿qué anda haciendo a estas horas por aquí?

-Vine a ver a don Primo -informó suspirando y secándose la transpiración mientras se dejaba caer en la vieja silla de vaqueta.

-Ah, le dio un ataque -dijo, metiéndose en la amplia y carnosa nariz un dedo sucio de colorantes hasta profundidades abismales-, retención de orina -prosiguió en tanto que se rascaba el oído por el lado de adentro-, ahora se estará lamentando de sus purgaciones. Yo le di corriales, pero qué va a hacer, si está podrido.

-¿Tiene para rato, no?

-¡Y...! -se interrumpió extrayendo al fin lo que perseguía por el fondo-, hay que ver si se le opera o no -observó con interés su logro-, por lo pronto ha de andar con unas sondas que arden como el infierno. -De un papirotazo lanzó al aire la pelotilla y se limpió los dedos con el guardapolvo con cierto apresurado movimiento que tentaba al fin algún disimulo-. Dígame, dicen que su hija se quiere ir de monja, ¿cierto?

Don Cayetano levantó ambos brazos y miró el techo con telarañas poniéndolas como testigos de su aflicción.

-Todo el mundo lo comenta.

-¿Sí?

-¿Y usted qué?

-¿Que qué?

-¿Si qué hace?

-Fui a hablar con el cura.

-¡Pruaff... ja, ja, ja! -estalló en una ronca carcajada con interrupciones de tos catarral. Mirando luego a don Cayetano con sus ojos sucios y haciendo más intencionada y mordiente la risa, prosiguió-: ¡Qué cretino!... sin intención de ofender, ¡ja, ja, ja!

A pesar de la salvedad don Cayetano empezó a inquietarse. Este individuo a fuerza de decir impertinencias había conseguido que no se lo tomase en serio, ¿pero hasta qué punto?

-No le veo la gracia.

-¿No? -se inclinó hacia él riendo torcido con su gran boca deformada- ¿no es gracioso ir a pedir al cura que espante a sus «ovejitas» y reviente su negocio? -Se le quedó mirando en una pausa insinuante con persistencia taladradora y diabólica-. ¿Se cree usted que el curita le va a decir: andate linda a tu casa a cuidar a tu papá viejo y dejame a mi solito, tranquilito, no me limpies la ropa, no me mandes comiditas especiales, no me barras la casa, no vengas por aquí a horas inconvenientes, y etc., etc., etc. y et-cé-te-ra?... -terminó prolongando la voz ronca y enviando la mano en un amplio ademán con todo un coro de sugestiones.

Don Cayetano empezó a acusar el impacto. La verdad que el hombre solía decir con crudeza su parecer honrado. Había tenido ruidosas cuestiones con un par de galenos por negarse a despachar recetas consideradas por él estúpidas e inadecuadas. Y cuando entregaba otras, no se guardaba su opinión fundada en un fervoroso naturalismo, cosa que por cierto no favorecía sus ventas.

-¿Y qué le parece a usted qué tengo que hacer?

-Ir al Comisario, decirle que su hija, menor, se ha fugado y que está en el colegio; que pide y reclama el concurso de la fuerza pública para rescatar a una menor secuestrada. Así se actúa amigo, así, ¡así! ¡Con energía, dejándose de pamplinas!

En ese momento un chico se aproximó al mostrador y se puso a llamar golpeándolo con el canto de una moneda.

-¿Qué querés? -le preguntó don Salustio sin pasar a la otra pieza, limitándose a mirarlo por la hendija estratégica.

-Dice mi mamá que le mande diez guaraníes de lilimento para frotarle a mi hermanita que está resfriada.

-¡Decile que la frote con sebo de vela! -le gritó el boticario sin volver a ocuparse de él. Retomó la cuestión-: No se achique, ¡no se achique! -Y se levantó a pasearse alrededor de la mesa, pues sentado no se contenía a sí mismo. De pronto se plantó delante de don Cayetano y desde arriba, apuntándole con su dedo manchado a no más de una cuarta de la nariz, le preguntó con inflexible determinación-: ¿o es que usted está conforme con que su hija dedique su vida en flor a toda esa macana oscurantista, retardataria y anticientífica? ¿Sí o no? -Terminó avanzando varios centímetros el dedo hacia el vértice del dilema y mirándole con los ojos fijos y duros-. ¡Sí o no! -volvió a repetir en vista del atemorizado silencio de su interlocutor.

-No -respondió don Cayetano que ya se echaba de espaldas sin poder resistir el apremio.

-Muy bien, entonces usted se va a la comisaría y hace la denuncia de la fuga de su hija y pide la restitución al hogar paterno, inmediatamente.

-Pero por qué no espero que antes me conteste...

-No hay nada que esperar. Si usted espera más lo único que va a conseguir es que la engañen más a su pobre hijita, que le remachen en la cabeza toda esa palabrería que da de comer al clero. ¡No hay minuto que perder!

-Muy bien... muy bien -consintió levantándose aturdido, y tomando el camino de la salida. Ya se iba cuando don Salustio Santero lo volvió a atajar.

-No me dijo qué necesitaba, don Cayetano, ¿quería algún remedio?

-¡Ah, sí, casi me olvido!... Como ando tan preocupado no puedo dormir. ¿No tendría alguna cosa para hacerme descansar de noche?

-Le podría dar cualquiera de esas pastillas que ahora se usan, pero eso yo no aconsejo; tómese té de tilo tres o cuatro veces al día, lo mejor -y sin esperar que su cliente emitiese opinión, terminó la consulta-. Y téngame al tanto de lo otro: me interesa -sin más volviose y se metió en la rebotica sobándose la nariz.

Pero ni aun con este estímulo don Cayetano estaba dispuesto a hacer las cosas a tontas y a locas, a pesar de que cada vez sintiese mayor inclinación a creer en la mala voluntad y artería del condenado cura. Volvió a su casa provisto de una cantidad de tilo para té, y esperó aún cuatro días antes de ir por la contestación, pero cuando fue, ya tenía el espíritu sumamente predispuesto.



Había dado al cura «unos días», arrancándoselos del hígado y los pulmones. No fue esta vez a la tarde, hora de la charla propicia a las confidencias y concesiones, sino a la mañana, bien temprano, hora de despacho, negocios y exactitud. El cura lo recibió afablemente, pero advirtió en el acto que esta vez existía otro clima espiritual.

-Conversé con su hija.

-¿Y...?

-Nada por el momento -se encogió de hombros-, no he podido sacar nada en limpio.

-¿Ya ve?, capricho, puro capricho.

-Hay que esperar un poco, estos asuntos no se pueden precipitar.

-¿Quiere decir que hay que dejarla más tiempo en el colegio?

-Sí, dejarla hasta que ella misma se manifieste; no hay que apurar estas cosas don Cayetano, el alma tiene recovecos obscuros...

-¿Ya me va a salir otra vez usted con las cosas sumergidas, las murallas y misterios?... -dijo exaltándose el zapatero con los brazos y los ojos flameantes, la cara congestionada, descompuesta-. ¡No señor!, aquí hay un hecho: ella es una menor y se fue de su casa.

-Sí, señor, ése es el hecho, pero en el mismo momento que usted pregunte «para qué, por qué» se fue de su casa, usted se encuentra en un terreno resbaladizo, lleno de conjeturas y palabras de significado ambiguo, hasta que va a dar otra vez de cabeza contra la muralla.

-Pero a mí no me preocupa ninguna muralla si voy a la comisaría y le digo al Comisario que mi hija menor ha abandonado su casa y que me la traiga de nuevo.

-Sí, pero usted no resuelve el problema. También puede ir al hospital, vestir bien paquete a un moribundo y mandarlo a la calle. ¿Estaría sano por eso?

-Puede que no esté sano, ¿pero sanaría quedándose en cama?

-Mire, don Cayetano, cuando usted vino a verme la primera vez, me dio la impresión de que era un hombre cuerdo, razonable, pero ahora me parece un hombre enfurecido.

-Soy un hombre a quién hay que tratar con razones... pero usted defiende las arbitrariedades y caprichos de la chica en una forma que tampoco entiendo. Mire, padre, ya soy viejo para que me entretengan con palmaditas en la espalda -se levantó pálido, conteniéndose a duras penas-. Disculpe la molestia. Buenos días -saludó rígido, se plantó el sombrero dentro de la habitación con deliberado intento ofensivo y salió haciendo sonar los tacos.

De allí, derechito a la comisaría. No había minuto que perder. Ya se estaba arrepintiendo del tiempo malgastado por no seguir de inmediato el saludable consejo de don Salustio Santero.

Se hizo anunciar y le señalaron un banco con aire de banquillo para esperar sentado. Gente de la más variada catadura, hombres y mujeres entraban y salían del atareado despacho. En la misma entrada, servía a la patria un conscripto abriendo y cerrando la puerta, y cuando ésta quedaba entornada, desde el otro lado se oían voces, arrastrones y crujidos de sillas, chillidos de botas y estridencias de espuelas. ¡El Comisario y sus detectives estaban en plena actividad!

A última hora, cuando ya no quedaban sino los semipresos y más infelices en la sala de espera, lo hicieron pasar. En un despacho desnudo, completamente desproporcionado con la importancia de su poder, el Comisario atendía tras una mesa de escritorio bastante raída y algo desvencijada. En las paredes colgaba, entre los calendarios más artísticos de la localidad, la iluminadora fotografía de Su Excelencia. Un viejo ventilador puesto debajo de la mesa, enviaba hacia arriba una corriente de aire que partía de las botas trepando por los accidentes corporales hasta llegar a la cabeza como una musa de inspiración.

Era un moreno corto y recio de cara redonda y chata, poca frente y el pelo duro dividido en bandos. Maduro, serio y de pocas pulgas. Sobre la mesa un gran jarro de tereré y una pistola.

-Mi hija menor se ha ido de mi casa.

-¿Con quién? -preguntó sin mirarlo ni ofrecerle asiento.

-¡Sola!... Se fue al colegio de las hermanas.

-¿Por qué no vuelve? -volvió a preguntar con los ojos sobre los papeles que tenía adelante.

-Dice que quiere entrar de monja.

-¡Jum! -contestó y lo miró rápido por debajo de las cejas-, ¿qué hizo usted?

-Fui a verle al Padre para que le hablara, pero no me dijo nada... Usted sabe cómo son los curas.

-Muy jodidos.

-Y por eso yo venía a verle a usted para que me ayude a traer de nuevo a mi hija a su casa.

-No, la policía no puede.

-Pero si una menor se va...

-Ya le dije, los paí son muy jodidos. Véale al Juez, necesitamos orden judicial. Nosotros no podemos proceder sin orden judicial -y volvió a mirarlo desde abajo por una fracción de segundo como si lo tocase con el ojo.

Don Cayetano regresó a su casa bajo el sol rajante del medio día caminando lentamente después del fracaso de sus entrevistas. Ni volvió a mencionar ningún presente para el Santo, pues además de su probada mala voluntad en el asunto, de sobra se daba cuenta de que desde ahora sus intereses estaban separados, divergentes, casi, casi en abierta contradicción. Lo siguió saludando, pero con una formalidad cortés, como es uso entre educados adversarios, pero ya no con la confianza de otros tiempos.

A la mañana siguiente fue a pedir audiencia al doctor Cayo Justo Cañete, hábil Juez de Paz de la localidad, quien demostraba su competencia por haberse salvado de varias «reorganizaciones y saneamientos» del Poder Judicial, sin que a él le dieran con la purga.

Era don Cayo de no más de sesenta kilos, no muy alto, pero sí fino, llegando a los 55 de edad, los que habría pasado sin penas mayores, si una maldita sordera progresiva no le estuviese envenenando el carácter al hacerlo cada vez más notorio al mundo a fuerza de sonoros gritos. Sus enemigos decían que el creciente mal humor provenía de las dificultades que debía enfrentar para llegar a acuerdos en el ñeé-mbegué, o sea, al discreto entendimiento con la más generosa de las partes, mas sus partidarios rechazaban despectivos semejante imputación; alegaban que para un experto como el doctor, el ajuste y acuerdo por el servicio se hacía con una simple caída de ojos.

Pero en general había mucha calumnia porque ni su cuerpo ni su oficina revelaban prosperidad. Instalada en un trascuarto de piso de ladrillos y paredes de revoque gordo pintadas a la cal, exhibía quiebra y deterioro por todas partes. La mesa del Juez, que se balanceaba sobre el suelo desigual, había quedado retenida como cuerpo del delito en un aborto, los dos armarios eran recuperaciones de un saqueo sin restitución final, las sillas, confecciones de los presos, donación del Comisario, y los clavos metidos en la pared en los cuales se ensartaban los papeles del archivo, correspondían a las compras con las partidas presupuestadas para gastos de escritorio. Pero quienes sopesaban la sabiduría de don Cayo por su capacidad para lograr una buena oficina, erraban del copete al talón, y si dentro de tal Juzgado no se conseguía justicia, cuando menos las partes la oían gritar.

-Que pase -ordenó el Juez cuando un Secretario transparente como cáscara vieja de cucaracha lo anunció por su nombre y categoría de dueño de «La Suela»-. Adelante don... -volvió a decir cuando lo vio asomando a la puerta-. Entre, siéntese -indicó una silla delante de la mesa, mientras él ordenaba sus papeles. Tenía la cara seca, de arrugas que parecían tajos y la piel colgada sobre los huesos. Ágiles los ojos oscuros de córnea congestionada que bailoteaban alertas, la nariz afilada y la boca sumida como otra arruga transversal. Al hablar se le veían las ruinas de unos dientes podridos que trataba de ocultar con una mano en tanto que con la otra extendía la decadente capacidad de sus oídos-. ¿Qué le trae por acá, don?

-Mi hija -contestó levantando la voz más y más a medida que el doctor le aproximaba la oreja- ¡mi hija!... ¡¡¡mi hija!!!... sí, se fue de casa... ¡de mi casa!... ¡de mi casaaa!

-Ah, ¿sí?

-Sí -confirmó con una gran cabezada.

-¿Es menor, verdad?, su hija Estercita, ¿no?, ¡qué linda chica! -dijo restregándose las manos y haciendo un gesto que podría ser mal interpretado, en tanto que don Cayetano asentía con todo el cuerpo-, ¡muy linda!, ¿sabe con quién se fue?

-Al colegio de las hermanas.

-¡Ajá!, ¿y por qué no la hace traer?

-Dice que se quiere hacer monja.

-¡Juhú! -exclamó el Juez echándose de espaldas y levantando admirativamente las esqueléticas manos-. ¡Mire por dónde le da!, ¡y una chica tan linda! ¿Pero no hay nadie que le caliente la pava? ¿No andaba por ahí ese «doctor»... je, je, Madruga -rió tapándose la boca- que la festejaba en grande?

-Eso se acabó.

-Lástima, ¿eh? -dijo guiñando un ojo-, ¡ése es un tipo viiivo!... -y luego con actitud profesional-: ¿Se fue sin su consentimiento?

-Bueno... -empezó a farfullar confundido- yo no me opuse a que se fuera al colegio, pero me opongo a que sea monja porque es puro capricho.

-Muy bien, ¿y qué hizo usted para oponerse?

-Fui a verle al cura...

-¡Ajá!, y qué le dijo.

-¡Me hizo un lío y dice que hay que esperar no sé qué!

-¡Ajá!, ¿y qué otra cosa hizo?

-Le pedí al Comisario su ayuda para traerla a casa, es una menor.

-¡Ajá!, ¿y qué le dijo?

-Me dijo que los curas son muy jodidos.

-Cierto, ¿y qué más?

-Que usted tiene que ordenarle.

-¿Que qué?

-Que usted tiene que ordenarle para que él actúe con orden judicial.

-¿Eso dijo?

-Sí.

El Juez prorrumpió en una ruidosa carcajada de sordo, como para oírse a sí mismo y comunicarse su regocijo, aunque tapándose la averiada boca. Don Cayetano lo escuchaba sin entender.

-¿Qué más le dijo? -preguntó anticipando de nuevo la risa con movimientos espasmódicos.

-Nada, que le pida a usted la orden judicial.

-¡Ja, ja, ja!, ¿pero no se da cuenta de que se ha burlado de usted?

-No, ¿por qué?

-Porque él puede arrestar, confinar, deportar a cualquier ciudadano, hombre o mujer, sin más trámites, por el tiempo que quiera, sin dar cuenta a nada ni a nadie.

-¿Puede sacarla del colegio y mandarla a casa?

-¡Claro!, vivimos en estado de sitio, y en estado de sitio el Presidente dispone a su gusto y voluntad.

-¡Pero él no es Presidente!

-¡Jhujúu!, ¿qué más Presidente quiere que el señor Comisario?... ¡ja, ja, ja! ¡Se ve que usted es gringo y no conoce el país... ja, ja, ja! ¡Aquí, Comisario y Presidente, Presidente y Comisario son en el fondo la misma cosa, ja, ja, ja! -Se reía de buena gana convulsionado a veces por brotes de tos.

-¿Y entonces qué cosa es usted?

La pregunta fue conteniendo lentamente la alegría del Juez hasta ponerlo extrañamente serio y grave.

-Esa pregunta me he hecho yo mismo muchas veces... vamos a decir que yo represento lo que debe ser, y el Comisario lo que es, el hecho. Ahora, si el Comisario no hace lo que debe ser, eso no significa que yo esté de más, sino que he sido puesto de lado... Pero eso ocurre cada día de la vida con todas las cosas. Fíjese: Usted se va a la Ciudad y apunta en un papelito todo lo que quiere hacer, 1.º, 2.º, 3.º, 4.º, 5.º en orden de importancia... bueno de vuelta usted se da cuenta de que hizo la mitad de lo que tenía apuntado y otras cosas que ni se le había ocurrido antes...! Ja, ja, y eso pasa con usted, con mis audiencias, con todo! -Se le quedó mirando con ojos atentos para apreciar si su justificación era convincente.

-¿También le pasa al Comisario?

-Bueno, la dificultad está en que él no escribe su papelito, no sabe qué dice, y si sabe, no entiende el porqué, ni el para qué.

-¿Y qué pasa?

-Cree que el papelito es pura tontería y resuelve que es mejor y más agradable hacer lo que le da la gana.

-Y usted, ¿no se opone?

-¿Qué dice?, ah, ¿que yo qué hago? Bueno, yo sé lo que dice el papel -empezó el doctor molesto ante este planteo estrecho de su misma necesidad como ser burocrático-. Mire, allí dice: no apresarás ni torturarás a tu prójimo porque no está de acuerdo contigo, pero el Comisario apresa y tortura. ¿Quiere decir eso que lo que está escrito no es cierto?

-Quiere decir que no vale.

-¿Que no vale? -requirió adelantando palma y oreja en atenta inquisición-. Casi nada, pero algo vale. Mire, este despacho demuestra su valor -dijo enseñando objetivamente sus miserias-. Pero es un error creer que las cosas valen o no valen -se levantó como un palo torcido-, aquí en el juzgado aprendemos pronto que hay una constante transacción entre los extremos. El Comisario no hace caso, pero a veces hace caso y, además, están los casos en que le importan un pito, y deja que las cosas sigan su rutina. No hay seguridad, eso sí. Nunca sabe nadie dónde está; todos tratan de vivir como puedan, la ley del más fuerte. ¡Por eso es tan importante aquí tener autoridad!... Socialmente es primitivo, desastroso, pero ése es otro cantar... Allá en el fondo el Comisario quiere hacer lo bueno, lo favorable. No sabe, no puede, no entiende. Por eso siempre es bueno que alguien le recuerde.

-¿Eso hace usted?

-Sí, justamente, mi modesto papel. Para desempeñarlo me hice Juez, así hablo oficialmente. Si hay cosa que odian los Comisarios es que un particular, que para ellos constituyen la raza de los réprobos, les esté diciendo: según la ley usted debe hacer esto, aquello dice la ley, eso no se puede, según la ley. Por eso odian a los abogados, los odian y solapadamente los prostituyen, los aniquilan... Usted sabe, yo ejercía como procurador, y un buen procurador, ¿eh?... ¿eh, qué dice?

-¡Nada, nada!

-Ah, ¿nada?... me pareció que decía algo -lo miró desconfiado-. Bueno, me iba a fundir un desgraciadito, un miserable -bajaba y afinaba la voz para expresar suprema insignificancia- ignorante que mandaba y me ponía la proa. Entonces me afilié y me hice Juez: ¡lo partí por el eje! Ahora sigo recordándoles sus obligaciones, ¡pero no pueden apresarme, ja, ja, ja!

-¿Y el caso de mi hija, doctor?

-¿Va a ver a un doctor?, vea... ¿Usted cree que el doctor va a conseguir algo? A no ser que sea un doctor de mucha influencia, pero entonces lo que vale es la influencia y no la ciencia. Para eso lo ve a don Ramón de la Cruz, nuestro caudillo.

-Lo que yo le pregunto es su decisión en el caso de mi hija -gritó don Cayetano.

-Ya le oí, ¡por qué grita tanto, hombre!... ¡No se olvide que está usted ante el estrado de la justicia!... -Dijo dando un manotón a la mesa que la hizo quejarse y temblar como un ser vivo. Y cuando vio que había logrado suficiente efecto, prosiguió-: Bueno, en el caso de su hija, el papelito está a su favor, pero el Comisario ya le hizo entender que no piensa hacerle caso.

-¿Y para qué entonces me mandó a verlo a usted?

-¡Hombre, para sacárselo de encima y para que yo se lo haga entender de alguna manera, ja, ja, ja! -Después se fue poniendo de nuevo serio-. Yo le digo todas esas cosas porque creo que usted me va a comprender y no va a repetirlas por ahí. Yo le cuento cómo son las cosas para que usted le busque el arreglo adecuado y no ande perdiendo el tiempo -se le quedó mirando con sus ojitos vivarachos, y viéndolo abrumado por lo que decía, se le aproximó por detrás a palmotearlo amistosamente-. ¡No se me desespere, don!... La verdad es que no somos ni el Comisario ni yo quienes vamos a arreglar este asunto. A estas cosas hay que buscarles la vuelta. Hágame caso, don, ¡se lo dice un hombre que se ha pasado la vida manipulando enredos!

Don Cayetano se levantó y salió lentamente. El pobre viejo empezaba a sentir su derrota. No había justicia, ¡no! ¿Acaso un padre puede ser impunemente abandonado por su hija sobre la cual el cielo le ha dado el dominio, garantizándose con un cariño profundo del cual manaba el natural deseo de lograr para ella lo mejor? Y en qué país vivía, a merced de influencias y circunstancias azarosas, donde la ley era letra muerta, ¡porque al Comisario no le interesaba hacerla cumplir contra un cura a favor de un gringo pobre!... Pero no se fue a su casa, ella le daba un sabor demasiado amargo de soledad y en instintiva búsqueda de un estímulo que lo levantase de su abatimiento se desvió hacia la farmacia de don Salustio Santero, con el propósito de provocar su brava reacción ante el fracaso completo de sus consejos.

El otro lo vio venir por su hendija, desde la trastienda, donde él hervía con sus ácidos y maldiciones.

-¿Es usted?, entre.

Don Cayetano pasó adelante saludando apenas, secándose el sudor con su pañuelo a cuadros y sin esperar a que se lo indicaran, se dejó caer pesadamente en la silla de las visitas. El farmacéutico lo veía hacer entre tensiones insostenibles, pues era evidente que traía consigo pésimas noticias.

-¡Hable, hable!, ¿qué pasó -le taladraba los nervios la morosidad del zapatero y como reacción se dio una sobada de mano llena a la sufrida nariz-, vio al Comisario?

-Sí -asintió en voz baja don Cayetano con un suspiro que anticipaba el resultado.

-¿Qué le dijo ese animal?

-Que traiga orden del Juez... voy y le pido al Juez, y me dice que si el Comisario quiere proceder no le hace falta ninguna orden.

-¡Claro!, ¿y entonces?

-Nada. Aquí me tiene igual.

-¿Por qué le dijo el bruto del Comisario que no quería proceder?

-Dijo que los curas son muy jodidos.

-¿Ha visto?, ¿qué le decía yo? El pobre Comisario no se anima a enfrentarse con esa pandilla endemoniada, ¡esos cuervos que actúan en forma insidiosa y solapada!... Pero usted puede ver a un abogado.

-El Juez me dijo que con eso no voy a conseguir nada, que es preferible ver a don Ramón de la Cruz Domínguez.

-¿Le dijo eso? -se levantó a meditar de pie la hipótesis tironeándose el pantalón corrido, desde encima del guardapolvo y acomodándose en él con enérgicos manotones y flexiones de piernas-, buena idea... mire -se volvió hacia él levantando un dedo para pronunciar su opinión-: ¿cuál es el remedio contra el veneno de la víbora?... ¡pues el veneno de la víbora! Hay que actuar replicando esas tácticas tortuosas con las mismas tácticas, ¡po-caré con po-caré!

-¿Qué cree usted que hay que hacer?

-Pues hay que ir a ver a don Ramón. Si él quiere le va a traer un regimiento para rescatar a su hija, pero no va a hacer falta, los curas lo necesitan: permiso para hacer una rifa, recomendación para que el sacristán no vaya al cuartel, una partida en el presupuesto para la letrina de la casa parroquial y excétera, excétera y ex-cé-te-ra... -don Salustio tenía una forma de sazonar los excéteras, que cada uno de ellos venía cargado con varios pecados capitales-. Claro que también habrá que darle algo...

-Usted sabe que todavía me quedan algunas lecheritas.

-Seguro, pero también le va a pedir otra cosa.

-¿Usted dice que me afilie a su partido?

-Sí, eso, ¿y a usted qué le importa? Se ensucia, pero salva a su hija de los cuervos. Lo que cuesta, vale. Vaya a verlo -y se hundió el índice en la nariz.



Cuando le parecía fácil y sencillo recuperarla, le fue soportable su ausencia, más aún teniendo en cuenta que era un modo de dar la palabra a la sabiduría del tiempo; pero ahora que una inesperada afirmación de propósitos lo ponía ante un hecho que iba adquiriendo cada vez mayor carácter definitivo, surgía la íntima sublevación de todo su ser. No admitía ni por un momento que la actitud de su hija emanase de una verdad profunda, y lo peor, recelaba que de ceder a lo que consideraba un capricho, corría el peligro de que se consolidara, de que encontrase modo de hacerse permanente pues la experiencia le decía que en este mundo la circunstancia es más decisiva que un propósito. Y entonces, el futuro de ella sería una inmensa frustración, y el suyo propio el principio de la temida soledad final.

Por eso su actitud no era serena ni conciliadora; consideraba tan enorme y definitivo el riesgo que sus apremios iban empujados por una suerte de terror. Su hija o su muerte anticipada y completa, por acabamiento de su postrer impulso concreto de inmortalidad. Y en última instancia, ¿había razón para este inmenso sacrificio? No, él creía sinceramente que no.

¿Pero tenía derecho o no lo tenía? Nadie se había atrevido a cuestionarlo. Todos se reconocían recíprocamente la sobrada facultad de gobernar el propio hogar, de luchar por él hasta el sacrificio, de buscar un destino común para los suyos, y velar por la felicidad de aquellas personas que forman parte de la propia vida. ¿Por qué pues esta insólita desconsideración, esta forma absurda e irresponsable de negarle ayuda cuando no hacía sino pedir algo incuestionado? No entendía cómo le podían decir: «sí, es suyo, usted tiene razón, pero arréglese como pueda», ¡y ésas eran las palabras de las personas encargadas de mantener el orden social asegurando la justicia! Don Cayetano sentía la mordedura ardiente de la injuria, el atropello a lo que era constitutivo de su personalidad. Sentía el principio pisoteado con el dolor de la carne, el nervio y la sangre; su derecho vivo que formaba parte palpitante de su ser sufría una amputación salvaje, y la falta se iba llenando de negro rencor, odio y hasta deseo de venganza.

Hasta ese momento había sido un hombre más bueno que malo, un hombre que se hacía sus trampas y concesiones para justificarse, pero cuyos pecados no eran definitivos porque no se apoyaban en un sentimiento reprobable; había tenido una vida sencilla y honrada que sentía su fracaso y su tristeza, pero que no le causaba vergüenza; sus insomnios constituían una molestia, pero no un castigo, y sus angustias se ocasionaban en la certidumbre de la derrota y el olvido, mas no en el remordimiento de algo que lo acusara culpándolo. Respetaba a Dios, tanto que sus arreglos con él trataba de alcanzarlos mediante un abogado famoso y competente. Hacía una caridad interesada, pero no ostentosa ni humillante; pasaba por la vida con suavidad sin acosarse a sí mismo, ni a sus semejantes.

Pero ahora cuando iba llegando al fin de sus días y pudiera esperar que los caracteres de su personalidad fueran definitivos, todo el equilibrio esencial que lo había mantenido durante sus últimos años fiel a sí mismo, se estaba destruyendo. Perdía la fe en la fuerza de su razón, su derecho no se sostenía solo, no encontraba el amparo social que creía seguro; se sentía vencido, humillado por tener que ir a solicitar ayuda a costa de su propia estima.

Por eso, cuando golpeaba la puerta de don Ramón de la Cruz Domínguez, el caudillo de gran influencia, compadre, suegro y pariente de medio poder Ejecutivo y dependencias, él mismo había caído de su propio pedestal de respeto, caminaba con la cabeza baja, avergonzado, despreciándose en su intimidad

Lo llevaron a un gran patio con piso de baldosas en parte, con su pozo y aljibe, y en cuyo fondo otros grandes galpones daban la idea de la patriarcal opulencia del caudillo. Muchas plantas, más que flores; exuberancia con poca forma.

Un gran corredor y parralera se adornaban con brillantes bolas de cristal; un par de loros que dialogaban desde aros distintos, un mono que también chillaba y saltaba pidiendo atención desde su cadena asegurada a la cintura y toda la población de pájaros enjaulados, gatos que los miraban y varios perros hacían del conjunto una sonora selva domesticada.

-Por acá, don Cayetano -le llamó desde el fondo el dueño de casa vestido de pijama y sentado en una amplia silla de hamacar. Don Ramón conversaba en guaraní con un hombre de campo con aire de caudillo de menor importancia. Los pies blancos y sonrosados del voluminoso hombre reposaban en una banqueta, y una moza de su servicio le cortaba las uñas con un cortaplumas de esmerado filo.

-Siéntese, don Cayetano -dijo indicando una silla, a tiempo que proseguía su conferencia y tratamiento de pies que no se iría a interrumpir por la visita de un pobre gringo zapatero.

-Gracias... no se preocupe, cuando pueda... -se sentó mansamente con el sombrero entre las piernas y el cuerpo caído con sumisión. Se había hecho violencia, pero se estaba habituando a su vencimiento.

Por los galpones y hacia el lado de la cocina trajinaban hombres y mujeres atareados en hacer andar el abundante mundo del dirigente. Bajo los árboles había buenos montados comiendo su ración de alfalfa, un sulky con las varas levantadas, pavos, patos, gallinas en abundancia y notables polladas de riña que apenas salidos del huevo ya mostraban su disposición.

-Vengo a pedirle su ayuda, don Ramón -le dijo cuando el otro hubo terminado su audiencia previa-. Usted me conoce, soy un hombre de trabajo, hace años que vivo en el pueblo, y siempre a su disposición.

-Sí, hombre, ¡quién no lo conoce a usted!... ¿Qué le pasa?

-Don Cayetano empezó a contarle sus desdichas.

-Bueno, su asunto es un poco delicado... ¡pero lo vamos a arreglar! Mire, el domingo tenemos una reunión partidaria en la compañía Ysaú, allí podemos anunciar su afiliación para que los correligionarios lo conozcan; ¡eso es muy importante!... -y prosiguió después de una brevísima pausa- ahora el sábado, voy a hacer buscar de su casa una vaquillona bien gorda para el asado con cuero, y usted haga llegar tres o cuatro damajuanas de caña, mandioca y los elementos para un poco de ensalada. -Y con otro tono de voz más alto-: No se preocupe, don Cayetano, todo se va a arreglar... ¡pero qué don Cayetano! ¡Ja, ja, ja!... -rió comunicándole su optimismo de caudillo próspero con dientes de calcio y oro, y conexiones firmes en el poder.

Para animarlo con más fuerza, don Ramón, a quien una criada servía a intervalos su mate exclusivo, lo convidó con una cañita especial con guaviramí, y después de pedirle su opinión y de apreciarla, metiéndose en sus chancletas se levantó a despedirse del nuevo correligionario... y para decir verdad, el viejo salió confortado. Lo habían escuchado sin contradecirle, le prometían ayuda y lo trataban amistosamente desde la misma entraña social constitutiva e inspiradora de la autoridad.

Don Salustio Santero también manifestó aprobación:

-Y le va a ayudar, no le quepa duda. No digo que por Usted se agarre a trompicones con los curas, ¡no!, es muy astuto para hacer eso, pero sabe tratarlos, y usted gana: ¡recupera a su hija de las garras de los cuervos!



El domingo bien temprano fue a disponer los preparativos para que todo saliera detalladamente perfecto. Por un momento olvidaba las duras circunstancias que lo habían llevado a ingresar en la política activa de su país de adopción, para poner todo su afán en la tarea asignada de hacer un suculento asado con una vaquillona de su cría, en cuyo sabor juzgaba comprometida su fama. Presenció el mismo acto del sacrificio, en el cual el querido animal gimió bajo el amargo cuchillo «propiamente como un cristiano», según su desgarrada expresión.

Don Cayetano había puesto empeño en conseguir la mejor y más tierna mandioca, pan de esponjosa y blanda miga, verdura con olor de manantial. Mientras bajo su ojo vigilante se hacía suficiente brasa e izaban los sangrantes asadores, él conseguía disponer unos tablones sobre caballetes y cajas bajo una umbría arboleda, y desde el principio, todo iba calculado para que un lugar con privilegios de trono correspondiera a su flamante amigo y padrino don Ramón.

Antes de mediar la mañana empezaron a llegar los primeros concurrentes en pequeños grupos que eran recibidos en una tranquera distante como a cincuenta metros de la casa. Allí una comisión de amables correligionarios les recordaba, que como no había ninguna cuestión especial en discusión, se había recomendado a los amigos que no acudieran armados, pues, salvo caso de extrema necesidad, se consideraba deprimente para el prestigio político que dentro de la gran familia del partido las reuniones terminasen en velorios. Y para asegurar la comprensiva obediencia de los miembros del linaje, la comisión palpaba cuidadosamente a los varones reteniéndoles las armas de fuego y los cuchillos de más torva catadura. Lo malo y riesgoso era que muchos ya venían fogueando sus opiniones en todos los boliches del camino y llegaban a manos de la comisión bastante decididos. La cantidad de caballos iba en aumento, y sus dueños los amarraban bajo los árboles de un costado de la casa. Llegaban también mujeres, las más vistiendo el color partidario, o adornadas a propósito para la reunión.

-¡Vía el gran Partío!

-¡Vía!

-¡Abajo los contrario!

-¡Abajooo! -se gritaba con gran ardor, pues la suprema prueba de fidelidad, no era estar por los unos, sino contra los otros.

A medida que avanzaba la hora y los jarros circulaban con bizarría, aquello se fue animando. Bajo el amplio vestíbulo de la casa y contigua parralera, se congregaba cada vez más numerosa la reunión. Parados, en bancos, sillas y recostados a los horcones, estaban los paisanos inquietos por el bien común. Un individuo grandote, sebáceo y lleno de prosperidad, atrincherado detrás de una tosca mesa, emitía una maciza perorata sobre la necesidad de estrechar filas alrededor de los altos dirigentes para sostener mejor los principios eternos.

-Porque solamente así... -decía levantando una mano obscura, chata, enjoyada con un brillante- ¡vamos a conseguir la realización de nuestros ideale de mejoramientooo! -terminó dando gran énfasis a una vibrante «o» final que emocionó al auditorio.

Pero antes que terminaran los movimientos y carraspeos de aprobación, un morenito insignificante de voz ratonil, se adelantó con el brazo en alto para recoger la palabra al vuelo.

-Yo estoy de acuerdo con todo lo que dijo el correligionario -empezó con su tono más chillón, trepándose a un banco vecino- pero yo pregunto al correligionario si qué se hicieron de los cupo de tejidos del país, cabo sinsal, azúcar, sal, fósforo y otros implemento agrícola que tenían que venir para los correligionario...

-¡Pero Yu-í ya otra vé! -exclamó levantándose un dirigente antes de que prendiera la cuestión planteada por el correligionario «Ranita»-, ¡él solamente ha de ser el que viene a incidentar ya otra ve! ¡Incidentisto!... -le increpó entre murmullos, meneos y opinión contradictoria-. ¡Aquí venimos para estar todos contento, para hablar de los principio eterno, del nacionalismo y de los héroe de la guerra del setenta, y no para andar con macanada de cupo!

Un miembro de la directiva arrancó a Yu-í de su tribuna de un manotazo, en tanto que el jefe ordenaba:

-¡A ver eso músico!... venga una polka, ¡siga pue la aña memby!...

Y cuando estaba en pleno ascenso la emoción musical apoyada por la bebida, el calor y el propio fervor partidario, llegó don Ramón de la Cruz.

Entró triunfalmente saludando con la mano a los que más exaltadamente le daban la bienvenida. Dejó su caballo en manos del primer ahijado que le sostuvo el estribo y se apeó entregándose a los abrazos, los agasajos y las bendiciones.

-¡Vía don Ramón de la Crú!

-¡Vía!

-¿Cómo está, compadre?

-¿Bien, compadre, y la comadre?

-¡De primera!, ¿y el ahijado?

-Por ahí anda con la jondita... pero vamo a afiliarle ya de una vé. ¡No conviene que ande orejano!

-¡Oh, mitaí!, hijo de tigre, ¡overo ha de ser!

-¡Ja, ja, ja!, ¡piiipu!

Los amigos íntimos y parientes de don Ramón hacían apretados círculos alrededor riendo y festejando alborozadamente sus ocurrencias. Pronto se sumaron también las mujeres y el caudillo las atendió a cada una en capítulo aparte, abrazándolas y acariciándolas paternalmente, con su dosis de malicia, con risitas de insinuación, gusto y grandes carcajadas. Sentado en la más cómoda silla para reponerse de la fatiga de su corto viaje, se secaba el sudor, y al pedir agua, le alcanzaron un refresco especial, anticipadamente preparado.

-¡Vía don Ramón de la Crú!

-¡Que hable!

-¡Muy bien, que hable!

Pero él, con evidente habilidad y tacto, cortó rápidamente el pedido de los más fervorosos poniéndose del lado de la plebe amenazada.

-¡Haga callar a ese tonto! -ordenó con simulada afectación-, ¡qué que hable!... vamos a aperitar y vamos a hablar de gallos y de mujeres... ¡Ja, ja, ja!

La ocurrencia fue ruidosamente festejada.

-Oh, don Ramón, ¡châ!

Le alcanzaron un jarro de los que andaban circulando y él se dio un buen trago con gran aparato, mímicas y carraspeos para que quedara constancia de que bebía en común con el pueblo. Y de inmediato la reunión política se llenó de vida; los aburridos principios se esfumaron, las carcajadas y cuentos se sucedían, las mujeres se contoneaban y las ráfagas del viento traían los olores del asado como una inspiración.

-¡Oh, don Ramón, châ! No hay otro como él que entiende la política, y después si te va preso, ¡él te saca de un tiro! ¡Piiipu!

Hasta que llegó exacta la cita entre el hambre y el punto del ¡churrasco! Pasaron todos al lugar dispuesto y como por arte mágico, a pesar de los cacheos, aparecieron de todas las mangas y cinturas descomunales cuchillos que mordían a grandes tajos las jugosas carnes. Se comía gruñendo, a lo paraguay, pasándose el corte a ras de bigote y dándose un trozo de mandioca después. La verdura, mirada con desprecio por el paisanaje autóctono como gusto de caballos y vacas, quedaba para los que se iban agringando. Don Cayetano sudaba a mares mientras repartía atenciones entre sus nuevos amigos que le habían de apoyar para el rescate de su hija, teniendo principal cuidado, como era lógico, con don Ramón, el amado patriarca. Éste demostró en varias ocasiones apreciar sus molestias, y hasta le confirmó un principio de intimidad, pidiéndole que le reservara algunos trozos especiales para llevarlos de regalo a ciertas comadres de la compañía. Por fin, cuando se hubo comido hasta la saciedad, las raciones empezaban a ser tiradas a los perros y el hartazgo hacía florecer eructos y palillos de dientes previsoramente llevados en algún bolsillo, o labrados de prisa en la misma oportunidad, entonces, don Ramón se levantó e hizo ademán de querer hablar, en tanto que se limpiaba la boca y las manos con una toalla bordada, traída para él en son de servilleta.

-¡Correligionarios! -empezó con la cara grasienta y alterada por la comida, el calor del medio día y los tragos- tengo el gran honor de comunicar a ustedes que un hombre de trabajo, un hombre de progreso, que ha venido hace muchos años a establecerse en nuestro pueblo, ahora, atraído por los principios eternos de nuestro gran Partido, ha resuelto voluntaria y espontáneamente pedir su afiliación.

«¡Éste es un ejemplo para los malos paraguayos que no hacen sino calumniar a la Patria en la persona de sus dignísimos gobernantes!... Se quejan y dicen que no tienen libertad. ¡Mienten!... ¡Tiene toda la libertad para vivir, trabajar y pensar... pero claro, la policía los vigila atentamente, y por precaución, los lleva presooo!... ¡Eso es lo que pasa, pero ellos no quieren entender! ¡Pero estos extranjeros imparciales están diciéndoles quién tiene razóóón!»

-¡Muy bien, muy bien!... tre hurra a don Cayetano... ¡ji, ji, ji, jip!... ¡rrra! ¡ji, ji, ji, jip!... ¡rrra! ¡Ji, ji, ji, jip!... ¡rrra!

-Este asado -prosiguió el orador- le debemos a él. ¡Esta sabrosa vaquillona es de su marca, y también ha colaborado con la caña, la verdura, el pan, el aceite y la mandioca!

-¡Muy bien!... ¡que hable!

Don Cayetano que se ponía todo colorado y que con las manos y todo el cuerpo hacía más y más expresivos ademanes indicando que todo era poca cosa, que no había para qué agradecerlo, en el mismo momento en que el entremetido pidió que hablara, sintió que una zarpa de hierro le cogía la garganta, el corazón, y se puso pálido, amarillo, como el sebo de la vaquilla que colgaba de una rama.