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La taberna fantástica

César Oliva Olivares


Universidad de Murcia




ArribaAbajo1. Una obra muy especial

Dos son los recuerdos que guardo indelebles de La taberna fantástica. El primero se refiere la lectura que hice de ella, en la edición de Mariano de Paco para la Universidad de Murcia, dentro de nuestros Cuadernos de la Cátedra de Teatro (1983). La representación que poco después tuvo lugar en Madrid1, y luego en muchas ciudades y pueblos, es el segundo. No sé cuál me proporcionó mayor impacto. El texto, en un momento en el que ya conocía evoluciones del autor de un realismo tan notable, como El camarada oscuro (1972) o el conjunto de piezas de Ejercicios de terror (1970), por lo que suponían de alternancia entre su primer estilo y el mundo fantástico en que enseguida iba a sumergirse de continuo. La segunda, porque aquella representación quizás fuese la traducción en imágenes más original que había visto en esos años, gracias a un sólido grupo de actores bajo la dirección de Gerardo Malla, allá en 1985.

Precisamente a la luz de aquellas imágenes se me presentan las escenas de la obra cuando la repaso. No puedo separar la figura del Rogelio de la de Rafael Álvarez el Brujo, pero tampoco la del Carburo de Arturo Querejeta (que fue el primero al que vi en ese papel), o la de Luis el tabernero de Miguel Nieto, es decir, el segundo o tercer reparto que paseó la obra por todos los rincones de España, que es con el que verdaderamente conocí el texto de Alfonso Sastre. He de añadir que, por una serie de razones, no fueron una ni dos, sino muchas más, las veces con las que me tropecé con este drama fantástico, ya que tuve la oportunidad de verlo crecer en todas sus dimensiones. Tantas, que a veces la representación pareció a punto de rebasar los límites del contenido inicial que había proporcionado el autor, aunque nunca los superara. Al menos, que yo lo advirtiera.

Al propio autor le he oído decir que el papel del Rogelio evolucionó en la piel de El Brujo; que no era el mismo los primeros días de programación que cuando había superado las cien representaciones, o la doscientas, o las trescientas. Es natural. A nadie de la profesión se le escapa la cantidad de préstamos que se produjeron tanto de personaje a actor como de actor a personaje. En cualquier caso, la actuación de Rafael Álvarez en esta obra es una de las experiencias más extraordinarias que he vivido como espectador. Por muchas ocasiones que hubiera estado sentado ante la obra, por muy diferentes que fueran los escenarios, por muchos cambios que se produjeran en el reparto, el Brujo estaba espléndido en uno de los héroes irrisorios más notables de la dramaturgia de Alfonso Sastre; tan notable, que fue de los primeros que imaginó, entre el Miguel Servet de La sangre y la ceniza (1965), y el Aníbal de Crónicas romanas (1968), sin olvidar aquel Guillermo Tell tiene los ojos tristes (1955), precedente sin duda de este tipo de personaje. Como veremos más adelante, de todas las aportaciones que contiene este drama, ninguna se puede igualar a la experiencia de un carácter como el de Rogelio.




ArribaAbajo2. La taberna en la dramaturgia sastriana

La producción teatral de Alfonso Sastre atravesaba, en 1966, un momento de difícil acceso de los escenarios y compañías habituales, después de que Adolfo Marsillach estrenara en el Teatro Lara La cornada (1960). Esta obra, que había abierto una cierta expectación en amplios sectores de la sociedad madrileña, no consiguió llegar ni al mes de permanencia en cartel. Es más, de no ser por un elogioso artículo que José María Pemán publicó en ABC, días después de su estreno, lo más probable es que hubiera desaparecido antes de programación. Y eso que, hay que repetirlo, tanto el director y primer actor de la compañía, Adolfo Marsillach, como el empresario del teatro, Conrado Blanco, como todos los que colaboraron en alguna medida en el montaje, estaban muy esperanzados en lograr un rotundo éxito con la obra. No fue así, y como si se tratara de un fatídico pronóstico, las obras, de Sastre no subieron después, durante muchos años, a las tablas comerciales.

Tardaría cinco años en estrenar de nuevo Oficio de tinieblas, 1967, y ya, a compás de los acontecimientos personales, su alejamiento de las empresas teatrales era muy acentuado. Por entonces, principios de los años setenta, viaja a muy diversos países, y es encarcelado en varias circunstancias: primero por asistir a asambleas universitarias prohibidas, y finalmente, en 1974, por ser acusado de participar en el acto terrorista de la calle del Correo de Madrid. Finalmente, cuando tanto él como su mujer, Genoveva Forest, salen de prisión, a finales de 1977 instalan su residencia definitiva en Hondarribia.

Como decimos, La taberna fantástica se sitúa entre las primeras obras que no se estrena en fecha cercana a la de su redacción. A los más de cinco años que pasaron desde que se escribiera Oficio de tinieblas (1962) a su estreno, habría que añadir lo que sucedió con

El circulito de tiza (1962), presentada al público como Historia de una muñeca abandonada en Alicante, en 1969, y, pocos años después, por el Piccolo Teatro de Milán. También M.S.V. o La sangre y la ceniza (1965) fue estrenada en Barcelona, en 1976, once años después de su composición. Por eso no nos debe extrañar que La taberna fantástica (1966) se pudiera ver en el escenario casi veinte años después de redactarla, y no por culpa de la censura. Para entonces, Sastre se había alejado de los empresarios convencionales, e instalado en un tipo de teatro poco propicio a las compañías al uso. Recordemos que, después de esta obra, escribió una serie de textos que, o no se han representado nunca, o lo han hecho bastantes años después: Crónicas romanas (1968), Ejercicios de terror (1970), Las cintas magnéticas (1971) -estrenada en versión radiofónica, en Lyon (Francia), 1973-, Askatasuna (1971) -emitida por televisión en diversos países escandinavos-, El camarada oscuro (1972) y Ahola no es de leil (1974), estrenada ésta sólo cinco años después de su redacción.

Otra particularidad del teatro de Alfonso Sastre, procedente de ese distanciamiento con la empresa privada, es que cuando se incorpora a la escena española durante la transición política sé convierte en autor preferido de grupos y compañías que todavía se podrían denominar como independientes. Es el caso de El Gayo Vallecano y El Búho, de Madrid; Julián Romea, de Murcia; o el Grup d'Acció Teatral de Hospitalet de Llobregat. Estas agrupaciones estrenan, desde 1976, obras que han permanecido en sus cajones durante mucho tiempo. Ello da buena prueba de la excelente relación que siempre ha mantenido el autor con gentes de teatro alejadas del medio convencional, y que se interesan de verdad, y desde todos los campos posibles, en estudiar a fondo sus textos antes de llevarlos a escena.

En los años siguientes, y a pesar de ser estrenado por importantes compañías del sector público (recordemos que el Centro Dramático Nacional presentó Los últimos días de Emmanuel Kant (1985), no mucho después de su redacción, no se puedo decir que Alfonso Sastre sea un autor habitual en las carteleras comerciales. Esta circunstancia le ha hecho pensar (y decir), en más de una ocasión, que iba a poner el punto final a su carrera como dramaturgo. Afortunadamente nunca lo hizo, y ha seguido produciendo obras, y publicándolas, que no es mala manera de mantener viva la llama de la creación escénica.




ArribaAbajo3. Estructura de la obra

Como hemos visto, La taberna fantástica dispone de elementos extraños al realismo que aún se suponía que manejaba en el momento de su redacción un destacado miembro de la generación realista como Sastre. Tan extraños que proceden, por una parte, de una curiosa asimilación de las técnicas de distanciación de Brecht, y, por otra, de un pertinaz seguimiento del elemento fantástico, surgido de su personal admiración por la literatura negra y gótica. A lo largo de su producción literaria se podrá comprobar dicha inclinación. Esta suma de elementos caracteriza varios de los textos del autor, dándoles una dimensión especial a pesar de que partan de cierta base aristotélica. La obra sucede en la tardé y noche del mismo día, en un único decorado (a pesar de un pequeño espació lateral en donde transcurre una escena secundaria), y presenta una única acción principal, ya que cualquier hecho al que se hace referencia tiene que ver con la historia de Rogelio el Hojalatero. Contrasta este punto de partida absolutamente clásico con las continuas salidas de tono que se realizan a lo largo del relato, la mayoría de ellas producto de un original uso de la lengua2.

Como hemos dicho, la obra transcurre en un único decorado, una taberna cuyo cartel indica llamarse «El Gato Negro», explicada en la primera acotación como «vieja», para añadir enseguida: «detrás del mostrador, tres pellejos de vino. Radio. Teléfono». También se dice que debe verse el exterior de la taberna, con «el arranque de un vertedero de basura». De la misma forma, al fondo, se ven rascacielos y chabolas.

En esquema podemos observar doce escenas o secuencias flanqueadas por un prólogo y un epílogo, y, para mayor relación con la mencionada clasicidad, un intermedio (después de la escena octava) en el que se desarrolla una pequeña pieza que funciona a modo de entremés. Es urgente señalar que el autor no enumera las escenas o secuencias, tal y como hemos hecho nosotros con fines esencialmente didácticos. Por consiguiente, establecemos unos cortes sintagmáticos discutibles, pues se apoyan en el hecho (así mismo convencional) de que se produzca cuando hay una entrada o salida significativa en escena, siempre que la acción sufra una substancial evolución. Repasemos la manera como el autor presenta estos bloques significativos, en tanto que señalan un avance de la acción principal.

Prólogo. Contiene tres subescenas. En la primera, el Autor se dirige al público con el fin de situar la narración a la que va a asistir dentro del contexto social e histórico. Es un breve texto en verso, que remite de manera directa a la técnica escénica de Brecht, cuando un personaje introduce a los espectadores en la trama, a modo del prólogo de tragedias y comedias grecorromanas que recuperó el clasicismo italiano3. En la segunda se produce un diálogo entre el mismo Autor y Luis el tabernero, en el que comentan el tipo de gente que va por allí y las broncas que arman. Sale a colación el tema de un entierro que se está intuyendo fuera de escena, para explicar las circunstancias, quién es la enterrada, etc. Ésta no es otra que la señora Cosmospólita, una quinquillera del barrio, de cuya familia se informa cumplidamente, incluso de un hijo, llamado Rogelio, huido de la justicia por estar relacionado con la muerte de un guardia civil en Hortaleza. La entrada del Badila (un borracho que había dormido la mona en el vertedero) cierra el prólogo con una tercera situación. Pide de beber, pero Luis no quiere darle más, dada la evidente borrachera que arrastra. Lo echa de allí y vuelve a caer en una zanja exterior en donde, de nuevo, queda dormido. La salida del Autor, con la entrada de otro de los personajes del drama, el Caco, pone punto final al prólogo. No dejan de ser originales las notas metateatrales que introduce el Autor antes de salir de escena, como es la indicación de que no volverá a aparecer hasta el final, así como el ordenar al regidor (del que el actor «dirá el nombre real») que haya «oscuro y música».

La primera parte comenzaría, pues, con la segunda escena, para la cual se busca el efecto de la entrada de Rogelio el Hojalatero, el protagonista del drama, completamente borracho, tanto que su texto dice que se quede quieta la puerta de entrada a la taberna para él poder entrar. Esta secuencia muestra al personaje pedir continuamente de beber (comienza por anís) y discutir de manera estúpida con Luis (que no pierde ocasión de desear que salga de allí). Es la hora de la comida. El tabernero leía plácidamente su periódico Ya, mientras que el Caco daba buena cuenta de un cuartillo y un tomate. Ambos le dan el pésame al Rogelio que, según dice, va al entierro de su madre, que es la ya citada señora Cosmospólita. Se ha parado a tomarse un trago antes de ir, y contar las circunstancias que rodearon al aviso que le dieron la noche anterior. También, que lleva cuidado porque la guardia civil lo va buscando. Luis le informa que el entierro debe haber comenzado, mientras que se advierte los deseos de no ir del hojalatero. Siempre pide una copa antes de salir. Por eso Luis indica que debería darle vergüenza emborracharse un día como ése, con su madre de cuerpo presente. Esta idea provoca un verdadero ataque al Rogelio, ya predispuesto por la cantidad de alcohol que lleva dentro.

La tercera escena comienza con la entrada de un nuevo personaje, Paco el de la sangre, que ayuda a los demás a sacar al Rogelio a la calle, dado su penoso estado. En ese momento el Caco avisa de que una pareja de la guardia civil se acerca. La situación la resuelven metiendo al Rogelio en el váter, con el fin de que aquéllos cuando entren no lo vean. Para mantenerlo allí, Luis pide al Caco que permanezca con él, no sea que se despierte y arme un lío. El caco acepta, pero con la condición de llevar consigo un cuartillo para beberlo mientras que espera a que se vayan los guardias.

La cuarta escena coincide con la entrada de los guardias civiles, y la del Caco en el váter con su botella de vino, cosa que les hace gracia. El calor de la tarde de agosto se hace notar, y los agentes piden tomar unas cervezas frescas. Se produce una situación realmente cómica, en la que no faltan ruidos procedentes del interior del retrete. Paco les da conversación, y cuenta, para justificar su apodo, que ese día se había sacado bastante sangre. Es la manera de sobrevivir del pobre hombre, al que le ayuda su mujer en el mismo menester, aunque el índice de coagulación de ella sea menor. La conversación produce mareos en uno de los agentes, cosa que motivará la salida de los dos, una vez que han sido invitados.

La quinta escena es la vuelta del Rogelio del váter, muy enfadado, y sin saber realmente dónde está cuando se despierta de su desmayo. Quiere ir al entierro, pero siempre encuentra una excusa para no hacerlo. Su borrachera sigue en aumento; por ese motivo se da un golpe contra el mostrador. Y sigue bebiendo. Cuenta cómo lo llamó su tío para darle la noticia de la muerte de su madre; que estaba bebido, y que siguió haciéndolo para paliar su tristeza. Los parroquianos le insisten en que debe ir al entierro. Antes de salir, pide un «suave» (otro anís). Decide por fin irse andando, porque el cortejo fúnebre está cerca. Pero no se atreve a salir en su estado, además de que le molesta el olor a cera. Tiene un corte en el cuello y no sabe de qué. Le indican que ellos lo llevan al sepelio si quiere, pero él les dice que no. En ese momento, desde la ventana, ven pasar el cortejo fúnebre. Rogelio sale corriendo pidiendo un taxi.

La sexta escena, más breve, sirve para que Paco el de la sangre cuente la broma que le gastó a su mujer con un murciélago que entró en su casa. En ésta y en la siguiente no está presente Rogelio.

En la séptima escena entra un nuevo personaje, el Carburo. El Carburo es un hortera, que ha venido con dinero de Alemania. Oriundo de este barrio, ahora vive en otro más retirado. Acude allí en busca del Rogelio. Paco el de la sangre cree que es por él, ya que le debe algún dinero. Pero no, es al Hojalatero al que busca para enseñar su navaja. Quiere saldar con él otro tipo de cuenta. Defiende la entidad del quinquillero, aunque se dedique ahora a la albañilería: Mientras que entra al váter le pide al Caco que busque al Rogelio, ya que le han dicho que salió de allí hace poco, y que, de paso, le compre un paquete de Chester. Relata a los allí presentes su estancia en Alemania, a donde no se llevó a su mujer, y lo bien que le fue allá. Fuera se oyen los lamentos del Badila, que sigue en la zanja en la que cayó. El Carburo quiere cantar pero Luis se lo prohíbe. No obstante, suenen algunas letrillas.

La octava escena se produce el regreso del Rogelio, indignado con que alguien cante en día tan triste para él. Entra hecho un gallo, pues el Caco le ha contado que el Carburo lo busca. No sólo se enfrenta a éste sino que reitera la acusación que motiva este encuentro: que es un cabrón, pues su mujer le puso los cuernos cuando él estaba en Alemania. El Carburo saca una navaja pero en vez de pinchar al Rogelio, que se aparta, pincha uno de los pellejos de vino de la taberna, lo que hace que empiece a manar líquido ante el cabreo de Luis. El Caco va a comprar esparadrapo para evitar la salida del vino. Hablan los contrincantes que intentan serenar sus alterados ánimos. Ante los datos que aporta el Rogelio, el Carburo se lamenta de que no pudo lavar su honor pues, cuando regresó, el amante de la mujer había muerto; a ella ya le había dado una soberana paliza. La vuelta del Caco hace que coloquen el esparadrapo. Luis pregunta al Rogelio si antes llegó a tomar un taxi. Éste cuenta que no había taxi, por lo que; se metió a otro garito a tomarse otro trago. Definitivamente, no ha llegado a tiempo del entierro. De nuevo decide irse de una vez, pero antes tendrá que beber una copa más.

Llega el intermedio, con otra secuencia, la novena, titulada por el autor como «El sueño del Caro». En ella cambia la iluminación de la taberna para aparentar un gran bar de copas, en el que entra el Caco tomo millonario, invitando a todos los parroquianos, repartiendo dinero, etc. No tiene nada que ver con la historia que venía ofreciéndonos el autor. Es, corno antes decíamos, una especie de entremés en el que se ve una falsa realidad (fantástica), desde los ojos de uno de los personajes secundarios.

La segunda parte se inicia con el que sería décimo bloque o escena. Se ha hecho de noche. Los presentes hablan como buenos camaradas. Sobre todo el Rogelio, que está contando su vida a Luis, Paco y el Carburo, mientras que el Caco dormita. Realmente su \ida «es una novela», una verdadera historia de quinquilleros. Es curioso cómo un personaje de por sí joven, haga referencia a hablar de «otros tiempos», cosa que le hace llorar. Son los parlamentos más largos de toda la obra, algo así como una narración novelada dentro del drama. Su historia remite a que su educación, por llamarla de alguna manera, es la de un moderno lazarillo. Hace tiempo era amigo del Carburo, quien ríe con él de las aventuras que pasaron. Cuando más a gusto están, y cuando siguen bebiendo como si tal cosa, llega la familia del Rogelio.

La escena undécima empieza con la entrada de la familia del Rogelio, compuesta por su padre, el Ciriaco, su tío el Machuna y Vicenia, su coima, que lleva enganchada un crío de pecho. Vienen del entierro y beben para calmar la sed de esa horrible tarde de verano Se advierte la mala relación de Rogelio con su padre. Discuten, y el muchacho vuelve a sufrir otro ataque. El Carburo calma la situación con la broma del boquerón frito, al que sopla, no porque esté caliente, sino por quitarle el polvo que acumula. Ciriaco cuenta los últimos instantes de la Cosmospólita. Enseguida inicia una pelea con el Rogelio.

La duodécima y última escena es la interrupción de aquella pelea, justamente cuando el hijo va a pinchar al padre, pues tropieza con el Loren, el Ciego de la Venta, al que llama también tío, aunque fuese amante de su madre. Con ella tuvo un hijo, el Chuli, que lo acompaña a la taberna en unión al Tiritera4. El Ciego viene a pedir explicaciones al Ciriaco de por qué dejó morir a la Cosmospólita sin asistencia médica alguna. El Loren presume ante todos de cuanto hizo por la muerta; mucho más que su auténtico marido, lo cual motiva una nueva pelea entre ellos. Se mete por medio el Carburo, y el Rogelio, al ir a defender a su padre, recibe de aquél un navajazo que lo liquida. Huye el Carburo a instancias de los presentes, mientras que Luis llama a la policía. Cuando se dan cuenta de que Rogelio el Hojalatero ha muerto, y que los guardias pueden llegar de un momento a otro, salen de estampida de la taberna.

El epílogo rompe de manera definitiva la continuidad de la narración que, de alguna manera, ha concluido con la muerte del héroe. Incluso aparece troceado en ocho momentos, varios de ellos independientes entre sí5. En los siete primeros está presente el Autor (el actor que hizo en el prólogo, de Autor), que, después de su salida, explica el desenlace de la historia así como la huida del Carburo, además de leer la noticia que la prensa da de los sucesos que se han producido en esa taberna. Es el punto de vista de los medios de información. El cuarto momento se titulada «Cuento de miedo», y, como el intermedio, supone una auténtica salida fantástica a la realidad vivida. En él, el propio Autor describe la aparición del espectro del Rogelio, todo ensangrentado, contemplado por Luis como un auténtico fantoche de grand-guignol. En el quinto momento se cuenta sólo en acotación (sin texto alguno), y en idéntica línea fantástica, «la verdadera muerte de Rogelio el estañador». El sexto es una vuelta a la normalidad, y el Autor sigue describiendo la situación, actuada por Luis y resto de personajes. El séptimo es ya la despedida del Autor:


Quédense ustedes,
que tiene cierta gracia
lo que ahora viene.



Y lo que ahora viene, el octavo y último momento, es un «diálogo tomado del natural entre dos hombres de nuestro tiempo». Esos dos hombres son el Caco y el Badila, sacado de la zanja por el primero. Ambos hablan de sus vidas miserables, sin tener nada que ver con la historia del Rogelio. Encuentran una vieja pizarra entre los escombros que llenan esos barrios pobres, en la que hay escrito un significativo «Mañana será otro día», queriendo decir con ello, que la historia es una más de las miles que pueblan esos territorios, y que la de mañana será distinta pero igualmente miserable. Contemplando los lejanos rascacielos que lucen en el foro del escenario, con sus luces resplandecientes, imaginan lo bien que se lo estarán pasando esos otros que tienen la suerte de vivir un poco más allá de la taberna.




ArribaAbajo4. Elementos referenciales en el drama sastriano

A pesar de la sencillez de exposición, La taberna fantástica está llena de referencias retóricas de la mejor ley. De ellas, las hay de entidad léxica y de entidad dramática. Las primeras se circunscriben al uso de un lenguaje marginal, bien estudiado ya por Mariano de Paco en el prólogo de la edición de Taurus (ver la bibliografía final). En dicho prólogo se indica que no es la primera vez que Sastre ofrece esta «libertad en el lenguaje» de sus obras, y recuerda que ya en Oficio de tinieblas experimentaba con las palabras, como después haría en la mayoría de sus producciones. El gusto por el habla caló, por las expresiones marginales, le llevó incluso a escribir una excelente narración no exenta de elementos ensayísticos titula Lumpen, marginación y jerigonza (Argos Vergara. 1982). En dramas, como Tragedia fantástica de la gitana Celestina (1978). El autor sigue haciendo uso de un rico sistema léxico, inspirado en la lengua de los gitanos. También gitanos son otros personajes de obras del autor, como la protagonista de Jenofa Juncal, la roja gitana del monte Jaizkibel (1983). Es, pues, éste un espacio en el que se mueve con toda soltura Sastre. Por eso es capaz, dentro del texto dramático, de explicar la genealogía de «quinqui» (que viene de quinquilleros que, a su vez, procede de quincalleros).

Como lo hace relacionando sus personajes con otros procedentes de la literatura española que, en el caso que nos ocupa, aparecen como auténticos esperpentos de sus modelos. Es el caso del Lazarillo de Tormes, ya que el Rogelio resulta ser un auténtico pícaro, como parece el cuento de sus aventuras al principio de la segunda parte. Seleccionemos un significativo fragmento:

  Me había prestado a una tía mía de Ávila que me dedicó, no se me caen los anillos por decírvoslo ahora, a méndigo (sic), y que me las hizo pasar canutas de hambre y de miseria; ¡que todavía la recuerdo a -la tía, así, dentona como era!  (Muestra los dientes superiores.)  ¡Que tenía más dientes que una banda de conejos, la tía cabrona!



Más significativo es aún decir que sirvió al Ciego de las Ventas, su tío como él lo llama cuando explica la extraña relación familiar con él, y con su hijo el Chuli, que es «medio plas mío» (medio hermano). Rogelio, como Lázaro, cuenta su genealogía a través de la historia de su padre, del que sufría alguna que otra paliza, así como la condición de todas las personas con las convivió en su niñez y juventud. Recuerda, incluso, lo que hacía con el niño de una soltera que tenía a su cargo: ponerle un ciempiés en el ojo y tapárselo con una nuez. En definitiva, una auténtica narración de su vida antes de llegar a la situación en la que se presenta en la taberna.

Otra deuda de enorme importancia e interés es la que procede del Manolo, de don Ramón de la Cruz, uno de los sainetes señeros de la historia del teatro español. Aunque la acción nada tiene que ver con la obrita dieciochesca es evidente que Sastre la tiene presente, sobre todo para ahondar en sus elementos paródicos. Por ejemplo, Rogelio, como Manolo, se siente muy vinculado a la madre. Cuando recibe el navajazo del Carburo lo primero que dice es «¡Ay, madre mía, que me han matado!», que recuerda inevitablemente al texto de don Ramón de la Cruz cuando su héroe recibe la cuchillada del Mediodiente:

  ¡Ah tirano! ¡Ah perjura! ¡Ay, madre mía!

Ya caigo... ya me tengo... vaya de ésta.  (Cae.) 



Esa vinculación con la madre es, en esencia, el gestus del drama, en términos brechtianos. Todo él es un continuo no querer ver el protagonista a la madre muerta (todas las escenas presentan las vueltas y revueltas del Rogelio para no ir a verla), a pesar de su amor a ella, para que, al final, repose junto a ella para la eternidad, bien que muerto. Por cierto que el Rogelio quiere morir en la cama, y no en la taberna. La Tía Chiripa, madre del Manolo, prefiere que su hijo muera en la plaza, y no en la plazuela, mucho menos noble.

Otra vinculación de ambos textos se encuentra en la relación de colegas que colaboran con los protagonistas en sus fechorías. Sastre hace un recuento similar de ellos, que no aparecen directamente en escena, pero son citados, siempre con denominaciones humorísticas. Si en el Manolo eran:

¿Y nuestros camaradas, el Zurdillo,

el Tiñoso, Braguillas y Pateta?



En La taberna fantástica son «el Perruna, el Caca y Pepe el de la Rosa; el Piloto y Zambombo, a más del Cano y Julio el Hojalata, el Satur, el Canillas y Paco el de la rubia, Cabila, el Madruga, Mondéjar, Huerte, el Nene, el Grillo, Veneno, el Colorín, el Patabote y Chancaichepa; vamos, que yo recuerde», dice el Rogelio.

Finalmente, el Caco y el Badila, en la escena postrera, parecen remedos de Sebastián y Mediodiente que, al final del sainete, no saben si morirse o qué hacer. Los míseros personajes sastrianos dicen también en el epílogo:

BADILA.-  Me estoy muriendo, chaval. Me estoy muriendo.

CACO.-  No te mueras ahora, ten un detalle. Aguántate un poco hasta mañana que amanezca.



Además de cuanto hemos especificado en éste epígrafe, parece oportuno resaltar, aunque ya sé haya hecho mención á lo largo de la descripción de las secuencias, los contrastes tan rotundos que consigue el autor con las escenas fantásticas, es decir, aquéllas que intentan romper, y lo consiguen, con una narración aparentemente naturalista. Tanto «El sueño del Caco», como la mayoría de los Momentos del epílogo parecen sacados de cuentos irreales, propios de otros géneros y de otros estilos. Ahí está el sentido dé discordancia que, sin duda, quiso introducir el autor con todas las de la ley.






Arriba5. A modo de reflexión final

La taberna fantástica es uno de los mejores ejemplos de la obra escénica de Alfonso Sastre, en su dimensión de luchador tanto por un orden social como por una precisa depuración estética. El drama se puede situar con todo merecimiento en el conjunto de la producción de un inconformista, que a los veinte años proponía un teatro cercano a un absurdo que estaba por inventar, y, a los setenta, contaba historias de terror y humor, tras pasar por diversas tentativas de la creación escénica, entre ellas, esta superación del «dolor y de la risa» que supone La taberna fantástica. A estas alturas de su vida, el calificativo de autor realista se nos antoja cuando menos histórico e insuficiente, por lo limitado, ya que no refleja en absoluto la abundancia de matices que hay en todas sus obras, sean o no sean dramáticas. Obras de un intelectual comprometido, brillante camarada, preocupado siempre tanto por el medio social en el que vive como por la forma de expresar su pensamiento en el teatro. Gracias a esa devoción por el contenido de sus dramas tanto como por la manera de narrarlas, sus últimos años los ha dedicado al estudio de cuestiones teóricas tan importantes como los lenguajes del drama o lo cómico, además de interrogarse en repetidas ocasiones sobre su propia entidad como hombre y como creador. Dos facetas aquéllas, las de los lenguajes y la del humor, ampliamente desarrolladas en esa obra que escribiera en 1966 sobre un pobre quinquillero, y que supuso ya el entronque de estéticas hasta el momento demasiado diferenciadas.



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