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La teoría constitucional en los primeros años del reinado de Fernando VII : El Manifiesto de los «Persas» y la «Representación» de Álvaro Flórez Estrada1

Joaquín Varela Suanzes


Universidad de Oviedo




ArribaAbajo1. El manifiesto de los «Persas»

De acuerdo con el Tratado de Valençay, que Napoleón y Fernando VII habían firmado en diciembre de 1813, el 'deseado' debía regresar a España como Monarca legítimo. Pero tanto el Consejo de Regencia como las Cortes reaccionaron con indignación ante la firma de este Tratado, que ponía en entredicho las competencias constitucionales de los representantes de la Nación española y los acuerdos de alianza con la Gran Bretaña. Los Diputados realistas se manifestaron también en contra del acuerdo de Valençay, al pensar que no era más que una estratagema de Napoleón, e incluso se sumaron a los liberales al exigir que la Nación española se abstuviese de jurar fidelidad al Rey mientras éste no jurase ante las Cortes acatar la Constitución.

En marzo de 1814, con este ambiente tan poco propicio aparentemente para restaurar el absolutismo, Fernando VII decidió abandonar su retiro de Valençay y trasladarse a España. Ahora bien, en vez de ir directamente a Madrid, como las Cortes le habían indicado, prefirió desviarse, yendo primero a Zaragoza y más tarde a Valencia, a donde llegó el 16 de abril. Esta maniobra le permitió tantear el ambiente y evacuar consultas con sus consejeros más allegados y con el Embajador inglés en España, Henry Wellesley, hermano del Duque de Wellington. Tanto sus consejeros -entre los que se destacaban los generales Eguía y Elío- como el Embajador se mostraron favorables a derogar la Constitución de Cádiz. Una opinión que compartía el propio Duque de Wellington -todo un héroe nacional en España y, por supuesto, en Inglaterra-, aunque éste desease que Fernando VII se comprometiera a vertebrar una Monarquía constitucional al estilo de la inglesa y de la que estaba a punto de establecerse en Francia mediante la Carta de 1814, aprobada por Luis XVIII en mayo de ese mismo año2.

Algunos sectores realistas no deseaban tampoco que Fernando VII se limitase a restaurar el orden de cosas anterior a 1808. Buena prueba de ello es el Manifiesto que en el mes de abril de 1814 suscribieron sesenta y nueve miembros de las Cortes Ordinarias3. Sus signatarios, a la cabeza de los cuales figuraba Bernardo Mozo de Rosales, su probable redactor, ponían en la picota la obra de las Cortes constituyentes y, en particular, el texto constitucional de 1812 , por entender que no había hecho más que introducir en España las ideas subversivas e impías de la revolución francesa, ajenas por completo a la tradición nacional española. Pero además de denunciar la obra de la Asamblea gaditana -a cuyos Diputados liberales acusaban de haber estado «poseídos de odio implacable a las testas coronadas»-, los «Perlas» solicitaban que se convocasen unas nuevas Cortes por estamentos cono el objeto de articular una Monarquía verdaderamente limitada o moderada, no por una «Constitución», sino por las antiguas «Leyes Fundamentales», en las que, a su juicio, debería reactualizarse el pacto o contrato suscrito entre el Reino y el Rey, de acuerdo en todo con las tesis jovellanistas, de impronta suareziana, que en las Cortes Extraordinarias de Cádiz habían defendido los Diputados realistas4. Tampoco faltaban en el Manifiesto las consabidas alusiones a la derrota de los Comuneros, a la, decadencia de las Cortes y al «despotismo ministerial». Alusiones que eran ya un lugar común en el ambiente intelectual y político de la época y que en este caso procedían de los escritos de Martínez Marina, particularmente de la Teoría de las Cortes, que había visto la luz el año anterior5. Los Persas no tuvieron reparos en utilizar esta obra de forma sesgada. Así en efecto, pese a algunas coincidencias más aparentes que reales, las consecuencias políticas que extraían de ella eran ciertamente distintas -por no decir opuestas- de las que sustentaba el sabio historiador asturiano6: si éste defendía en su Teoría una Monarquía basada en la soberanía nacional, en la que el Rey debía limitarse a ejecutar los acuerdos de unas Cortes representativas de la Nación, los firmantes de este Manifiesto no ponían en entredicho la soberanía del Rey ni la Monarquía absoluta -a la que calificaban de «obra de la razón y de la inteligencia»-, sino que se limitaban a aconsejar su moderación y templanza mediante unas Cortes estamentales y unos límites extremadamente vagos, que históricamente habían demostrado con creces su inoperancia, sin que faltase tampoco un alegato a favor del restablecimiento del Tribunal de la Inquisición, «protector celoso y expedito para mantener la Religión, sin la cual no puede existir ningún gobierno».

No se trataba, pues, de una alternativa de carácter liberal al constitucionalismo doceañista, que buscase construir una Monarquía al estilo de la que existía en Inglaterra o de la que un mes más tarde articularía la Carta francesa de 1814 -una alternativa que Blanco-White seguía defendiendo desde su exilio londinense7- sino de un intento, vano e inane a la postre y acaso ya desde un principio, de reformar la Monarquía tradicional, esto es, la anterior a 1808, sin poner e n entredicho sus fundamentos doctrinales básicos8.

El objetivo inmediato de los Persas era sin duda el de alentar al Monarca para que, mediante un golpe de Estado -el primero de nuestra historia, aunque no ciertamente el último-, derribase la obra de las Cortes. Esto era, al fin y al cabo, lo que venían a solicitarle cuando, al final de su escrito, decían: «no pudiendo dejar de cerrar este respetuoso Manifiesto, en cuanto permita el ámbito de nuestra representación y nuestros votos particulares, con la pro testa de que se estime siempre sin valor esa Constitución de Cádiz y por no aprobada por V. M. y por las provincias, aunque por consideraciones que acaso influyan en el piadoso corazón de V. M. resuelva en el día jurarla; porque estimamos las leyes fundamentales que contiene de incalculables y trascendentales perjuicios que piden la previa celebración de unas Cortes especiales legítimamente congregadas, en libertad y con arreglo en todo a las antiguas leyes».




ArribaAbajo2. El Decreto de 5 de mayo de 1814 y la restauración del absolutismo

La solicitud de los Persas tuvo su respuesta en el Decreto que el Monarca expidió en Valencia el 4 de mayo, a tenor del cual se derogaban la Constitución de 1812 y todos los Decretos aprobados por las Cortes de Cádiz, declarándolos «nulos y de ningún valor ni efecto, ahora ni en tiempo alguno, como si no hubiesen pasado jamás tales actos, y se quitasen de en medio del tiempo...». Los argumentos que utilizaba Fernando VII para justificar esta derogación -el ilegítimo origen de las Cortes de Cádiz y la intimidante actuación de los liberales dentro de ellas- recuerdan a los que habían esgrimido poco antes los Persas, si bien es verdad que eran de manejo común en los círculos realistas cuando menos desde 1810. Acusaba Fernando VII a las Cortes de haberse convocado «de un modo jamás usado en España aun en los tiempos más arduos», al no haber sido llamados «los Estados de la Nobleza y Clero, aunque la Junta Central lo había mandado». Las Cortes, a juicio del «deseado», le habían despojado de su soberanía desde el mismo día de su instalación, «atribuyéndola nominalmente a la Nación, para apropiársela así ellos mismos, y dar a ésta después, sobre tal usurpación, las Leyes que quisieron...». A juicio del Monarca, la Constitución se había impuesto «por medio de la gritería, amenazas y violencias de los que asistían a las Galerías de las Cortes... y a lo que era verdaderamente obra de una facción, se le revestía del especioso colorido de voluntad general...». Pero más que el origen, lo que principalmente impugnaba Fernando VII en este Decreto era el contenido de la Constitución doceañista: sobre todo, la radical mod ificación que ésta había introducido en la posición del Monarca en el seno del Estado: «... casi toda la forma de la antigua Constitución de la Monarquía se innovó; y copiando los principios revolucionarios y democráticos de la Constitución Francesa de 1791, y faltando a lo mismo que se anuncia al principio de la que se formó en Cádiz, se sancionaron, no Leyes Fundamentales de una Monarquía moderada, sino las de un Gobierno popular, con un Jefe o Magistrado, mero ejecutor delegado, que no Rey, aunque allí se le dé este nombre para alucinar y seducir a los incautos y a la Nación»9.

Pero en este Decreto Fernando VII no se limitaba a anular la inmensa obra legisladora de las Cortes de Cádiz -en la que se condensaba todo un programa revolucionario y modernizador que el liberalismo español más avanzado trataría de poner en práctica a lo largo del siglo- sino que se mostraba partidario de limitar la Monarquía en la dirección señalada por los Persas en su Manifiesto: «Aborrezco y detesto el despotismo -escribía el Rey-: ni las luces y cultura de las Naciones de Europa lo sufren ya; ni en España fueron déspotas jamás sus Reyes, ni sus buenas Leyes y Constitución lo han autorizado». Para limitar la Monarquía o para templarla -palabra quizá más exacta con estos propósitos- Fernando VII se comprometía a convocar las Cortes y a hacer todo lo posible para asegurar la libertad y la seguridad, «cuyo goce imperturbable distingue a un Gobierno moderado de un Gobierno arbitrario y despótico»10.

El Decreto que ahora se examina, expedido por Fernando VII tras su regreso de Francia, guardaba un cierto paralelismo con la Declaración que Luis XVIII había hecho pública dos días antes en Saint-Ouen11. En ambos textos, en efecto, se trataba de poner fin a un ordenamiento jurídico y a un sistema político que se consideraban ilegítimos: el uno impuesto por Napoleón y el otro por unas Cortes que habían querido aglutinar a los que se habían levantado contra el Emperador francés. En ambos textos, asimismo, los restauradores de la legitimidad monárquica, tras una común experiencia de exilio -en Inglaterra, en el caso de Luis XVIII; en Francia, en el caso de Fernando VII- prometían algo distinto de una pura y simple restauración de la Monarquía absoluta, al comprometerse a aceptar algunas medidas reformistas. Pese a estas coincidencias, no cabe duda de que la Declaración de Saint-Ouen iba más allá que el Decreto de Fernando VII. La diferencia, sin embargo, no estaba tanto en el contenido de uno y otro documento cuanto en la sinceridad de quienes los firmaron. Mientras Luis XVIII cumplió con lo prometido, Fernando VII no lo hizo. Si el primero aprobó la Carta de 1814 y apoyó la política reformista y tímidamente liberal que mantuvieron los doctrinarios12, el segundo, haciendo caso omiso de las pretensiones de los Persas y de los deseos del Duque de Wellington, llevó a cabo una política verdaderamente reaccionaria, mucho más próxima a la que sostendría Carlos X a partir de 1824 que a la que había emprendido su hermano Luis XVIII en 1814, poniéndose de relieve que las promesas reformistas -vagamente reformistas, desde luego- que Fernando VII había hecho en el Decreto de 4 de mayo de 1814 no tenían otro objeto que «el de alucinar a la Nación y a Europa, haciendo creer que (Vos) habíais resuelto de un modo legal o al menos sin violencia y con consentimiento del pueblo, la destrucción del cuerpo legislativo», como Álvaro Flórez Estrada recriminaría al Rey en la Representación que pocos años después le dirigió desde su exilio londinense, de cuyo contenido se hablará más adelante13.

Fernando VII, en efecto, no más comenzar su reinado, impulsó -o en este caso más acertado fuera decir que continuó- la represión política contra los «afrancesados» que todavía permanecían en España, pues la mayor parte de ellos, como Javier de Burgos, Leandro Fernández Moratín y el poeta Meléndez Valdés, se habían visto obligados a emigrar a Francia en 1813, acompañando a las derrotadas tropas invasoras. Pero la represión fue particularmente cruel con los liberales. Aquéllos que consiguieron salvar su vida, se vieron obligados a exiliarse a partir de 1814, como les ocurrió, entre otros muchos, al Conde de Toreno y a Álvaro Flórez Estrada, quienes huyeron a Inglaterra, desde donde el primero pasaría a Francia. Algunos destacados liberales, como Agustín de Argüelles, Francisco Martínez de la Rosa y Calatrava, tuvieron peor suerte y fueron encarcelados en alejados y lóbregos presidios, en los que tendrían tiempo sobrado para reflexionar sobre el fracaso del sistema constitucional14.

A la par que llevaba a cabo esta política violentamente represiva, Fernando VII y su camarilla se dispusieron a restablecer el antiguo orden de cosas, restaurando el Consejo Real y la Inquisición, entregando la Enseñanza a los Jesuitas -quienes regresaron por primera vez a España desde que fueron expulsados por Carlos III- y, desde luego, devolviendo al clero y a la nobleza los privilegios que las Cortes de Cádiz habían suprimido al abolir los señoríos y los Mayorazgos y al aprobar otras muchas medidas destinadas a liquidar la vieja sociedad estamental. Las libertades públicas se eliminaron por completo, prohibiéndose prácticamente todos los periódicos, a excepción de la Gaceta de Madrid y del Diario de Madrid. A diferencia, pues, de lo que ocurrió en Francia tras la vuelta de Luis XVIII, el regreso de Fernando VII produjo una auténtica «restauración» de la Monarquía absoluta y, en realidad, una exageración de sus rasgos más reaccionarios, como los de carácter represivo y clerical, pues al fin y al cabo los anteriores borbones habían venido apoyando buena parte del programa de la Ilustración, al menos hasta 178915.




Arriba 3. La «representación» de Álvaro Flórez Estrada

Para la historia del constitucionalismo español, la obra más importante escrita durante estos seis años de absolutismo fue la «Representación a S. M. C. el Señor don Fernando VII en defensa de las Cortes», redactada por Álvaro Flórez Estrada y publicada en Londres, en 181816. Antes de su publicación, este escrito se había difundido por España entre los cenáculos liberales, contribuyendo en el plano de las ideas a preparar el ambiente propicio para el pronunciamiento de Riego. «La Representación de Flórez Estrada -diría su amigo Andrés Borrego, colaborador en Málaga de aquel pronunciamiento- impresa en Londres y que con profusión había clandestinamente circulado por la Península, fue durante los seis años transcurridos de 1814 hasta el restablecimiento en 1820 del régimen constitucional, la bandera, la apología y, en cierto modo, el lábaro de las justas quejas del liberalismo español»17

La Representación se componía de tres partes. En la primera, se examinaba la conducta de Fernando VII durante la guerra de la Independencia. La premisa esencial que Flórez Estrada extraía de este examen histórico era idéntica a la que habían extraído los diputados liberales en las Cortes de Cádiz: Fernando VII, con su ausencia de España y con su renuncia en favor de Napoleón, había perdido todo derecho a la Corona, quedando la Nación española en absoluta libertad de constituirse como estimase conveniente. Al declarar las Cortes, al poco de reunirse, que Fernando VII era el Rey de las Españas, los miembros de aquella Asamblea habían devuelto a este Monarca «el don de una Corona que había perdido», aunque tal devolución traía consigo fundamentar la Monarquía, no en la historia ni en la legalidad fundamental que de ésta se derivaba, sino en un principio nuevo: la soberanía nacional, que las Cortes representaban. Junto a esta actitud de las Cortes, noble y generosa (cuyo único defecto acaso fuese «su excesiva lenidad, el extremo opuesto a la idea que se suele dar de jacobinismo»), Flórez Estrada contrapone la actitud, mezquina e injusta, que el Monarca adoptó contra los liberales a partir del Decreto de 4 de mayo. Un Decreto sobre cuyo contenido se extiende a continuación, impugnando uno a uno los argumentos en que se apoyaba para justificar la abolición de la obra de las Cortes. Esta impugnación la conduce lógicamente a defender la soberanía de la Nación y, por ende, la suprema potestad de las Cortes, su brazo legislativo, para dar a España la Constitución que estimasen más adecuada. Tampoco olvida Flórez Estrada aludir al Manifiesto de los Persas o, según sus palabras, al escrito «de los sesenta y nueve sacrílegos Diputados que hicieron traición a la confianza más sagrada que la patria puede hacer a algunos de sus individuos»18.

La autoridad doctrinal más citada a lo largo de esta primera parte, e incluso de toda la Representación, era Locke, «uno de los primeros sabios de Europa, que ni ha sido jacobino, ni revolucionario». El liberal asturiano traía a colación párrafos enteros del Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil para defender el gobierno por consentimiento de los gobernados, la división de poderes, los límites de la prerrogativa regia y la supremacía del poder legislativo en la estructura de l Estado.

Flórez Estrada llega a afirmar que las facultades que tenía el Monarca inglés eran las mismas que la Constitución de Cádiz había otorgado a Fernando VII: «Desde el establecimiento de la actual feliz Constitución británica, ninguna otra nación ha disfrutado igual tranquilidad, igual industria, igual riqueza, tanto patriotismo, tantas luces ni tanta gloria. El genio del mal y la obcecación son dos únicos obstáculos que pueden impedir a un monarca español tom ar por modelo a esta nación tan grande por todos respectos. ¡Y será posible que vuestros consejeros hayan podido sacudiros al punto de hacer castigar como reos de Estado y sin ser oídos a los autores de una Constitución que os concedía los mismos privilegios que los que disfruta el monarca británico19. Una afirmación realmente sorprendente, que pone en evidencia, una vez más, lo difícil que resultaba conocer con exactitud el funcionamiento del sistema de gobierno inglés, incluso para aquellos que, como Flórez Estrada, a su indudable capacidad intelectual -que en este sólido escrito se pone de relieve- unían el haber vivido durante varios años en Inglaterra.

En la segunda parte, Flórez Estrada comparaba el papel de España durante la época de la guerra de la Independencia con el de los años inmediatamente posteriores al restablecimiento de la Monarquía absoluta. Frente a la España gloriosa de las Cortes, respetada y admirada por todas las naciones europeas, el liberal asturiano ponía de relieve el triste y secundario papel que España había venido a desempeñar en el concierto internacional tras la restauración del absolutismo: despreciada por Inglaterra y Francia, preterida por la Santa Alianza y sin peso alguno para contener o encauzar la emancipación de sus vastas posesiones americanas. En la marcha de los asuntos internos, cotejaba Flórez Estrada el ambiente, pletórico de libertad y de dinamismo cultural, que existía en la España de las Cortes con la represión y la mordaza que el Gobierno y la Iglesia habían impuesto en la España Fernandina para ahogar cualquier atisbo de libertad. Es en estas páginas en donde con mayor nitidez se manifiestan la fuerza y la lucidez con las que el autor de la «Representación» se enfrentaba al despotismo de Fernando VII, teniendo como guía dos grandes sentimientos: la pasión por la libertad y el patriotismo, que habrían de animar a lo mejor de nuestro liberalismo y que Flórez Estrada encarnó de manera ejemplar en el siglo pasado.

La segunda parte de esta obra concluía con un diagnóstico y un vaticinio: los intentos de Mina, Porlier, Richard, Renovales y Lacy de acabar por la fuerza con el absolutismo fernandino, aunque fallidos, eran fruto de un indudable malestar entre la opinión pública, que no se había disipado, de modo que sin tardanza habría de ocurrir de manera ineluctable un nuevo levantamiento, coronado esta vez con el éxito. Y ello, «a pesar de ser los españoles tal vez de todos los pueblos de Europa los más adictos a sus reyes, pues la historia no ofrece el ejemplo de un solo rey decapitado o depuesto por la nación, ni asesinado por alguno de sus súbditos, ni de levantamiento de los pueblos directamente contra la persona del Monarca»20.

Ante este futuro tan incierto para la Monarquía española, Flórez Estrada, en la tercera y última parte de su Representación, solicita á Fernando VII que adopte de forma inmediata un conjunto de medidas, destinadas a restablecer la libertad y el prestigio de España y a evitar «la ruina» de la institución monárquica y de la persona misma del Rey. Una persona que el liberal asturiano no cuestiona en este escrito, pese a la dureza con que lo redacta, con lo cual en la Representación se sigue manifestando, siquiera de forma residual, una actitud política propia del Antiguo Régimen español, pronta a censurar, incluso con crudeza, a los «validos» o «Ministros», al «despotismo ministerial», en definitiva, pero dispuesta también enseguida a exculpar al Monarca, considerándolo, al menos pro forma, ajeno a la marcha política del país. Una actitud que se resumía en la expresiva frase: «viva el Rey y muera el mal gobierno»21 .

Entre las medidas que proponía Flórez Estrada a Fernando VII para recuperar la libertad y el prestigio de la Monarquía española, es preciso destacar, para concluir este trabajo, su reivindicación del bicameralismo, pues anunciaba un giro conservador en la orientación del liberalismo español -incluso del más exaltado, representado por Flórez Estrada-, que se extendería durante el Trienio22. Para el liberal español, en efecto, era necesario «convocar inmediatamente las Cortes o representantes de la Nación, elegidos (por ahora) con arreglo en lo prevenido en las últimas, sin perjuicio de que en lo sucesivo se nombre una Cámara Alta, compuesto de grandes Nobles y Alto Clero, elegidos temporalmente o perpetuamente por V. M., pero cuya institución se determine por leyes fundamentales»23.





 
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