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La teorización política en el drama romántico: «Doña María de Molina», de Mariano Roca de Togores


Montserrat Ribao Pereira


Universidad de Vigo



Señala el profesor E. Caldera que una de las características fundamentales del drama romántico a partir de 1837 (el año de la Constitución Liberal, del recrudecimiento de la primera Guerra Carlista y de la aplicación de las leyes de desamortización de Mendizábal) es su paulatino compromiso político, lo que lleva a los dramaturgos a «imprimir en los acontecimientos del pasado el sello de las preocupaciones presentes»1. En efecto, a partir de este año la expresión literaria de las reivindicaciones liberales románticas varía sustancialmente con respecto a los dramas previos. En las obras de Martínez de la Rosa -por citar un dramaturgo representativo- la ambientación histórica estaba al servicio de dos factores fundamentales: el contenido reivindicativo y la espectacularidad de la puesta en escena, que refuerza esos contenidos; así, las reivindicaciones de La conjuración de Venecia y de Abén Humeya son generales, muestran una filosofía que, si bien es susceptible de una interpretación muy concreta en el momento en que esas dos piezas se estrenan, mantiene su sentido con posterioridad e incluso puede ser entendida al amparo de unas condiciones sociales y políticas diferentes de aquellas que en realidad guiaron su gestación como textos (de hecho, no lo olvidemos, ambas piezas se gestaron en la Francia revolucionaria de principios de los 30)2.

Pues bien, al lado de este teatro de contenidos generales comienza a escribirse y representarse otro más circunstancial3, en el que el elemento histórico no tiene ya como función el refuerzo visual o conceptual de las reivindicaciones que se dramatizan, sino la exposición directa de esos contenidos políticos. Doña María de Molina es un buen ejemplo de ello4 . Estrenada el 23 de julio de 1837 coincidiendo con la onomástica de la Regente, esta pieza es un alegato legitimista para mayor honra de la reina María Cristina. Alcanza ocho representaciones consecutivas y se convierte en uno de los títulos que se reponen con más frecuencia en las temporadas siguientes hasta el último tercio del siglo XIX5.

Roca de Togores, muy aficionado a la historia6, recrea con pretendida fidelidad (no siempre conseguida) un tiempo concreto: la transición al siglo XIV en Castilla y las crisis socio-políticas de la época. A diferencia de lo que ocurría en Martínez de la Rosa, ese tiempo de la ficción no sirve ni de contrapunto ni de reflejo del momento en que se gesta la pieza (la década de los treinta en el siglo XIX), sino de adecuado telón de fondo para el desarrollo de un argumento histórico-político especialmente rentable por sus concomitancias con el presente.

En efecto, la relación externa (y superficial en la mayor parte de los casos) de los hechos protagonizados por la reina viuda María Cristina y la regente doña María, respectivamente, son el punto que en realidad interesa al dramaturgo. A Martínez de la Rosa le atraía el ambiente que justificaba la licitud o ilicitud de la sublevación como tema general, y elige la de Venecia y el episodio con los moriscos de Granada como pudiera haber elegido otras circunstancias históricas diferentes: la conclusión final de ambas piezas hubiese sido la misma. Sin embargo a Roca le mueven los hechos particulares, las circunstancias concretas, porque su mensaje es más reducido, menos universal y también más perecedero.

En un momento histórico en que -según R. Navas Ruiz- el liberalismo tiene que aliarse por necesidad a una monarquía «tambaleante amenazada por la minoría de edad de Isabel II y por las veleidades de la reina y por la acción militar de don Carlos»7 la vida de doña María de Molina sirvió de pretexto al autor para exaltar, por analogía, a la reina María Cristina, poéticamente colocada, en soledad, frente a un mundo de hombres en el que tiene que abrirse paso por sí misma. Dicha exaltación justifica incluso ciertas inexactitudes históricas de las que da cuenta el propio Molins en las notas finales con que acompaña su pieza (pp. 149-172). Y es que la buscada verosimilitud de los dramas históricos no impide el incumplimiento riguroso de la historia, o lo que es lo mismo, el telón de fondo verosímil no exime al texto de la presencia de notables anacronismos argumentales. Uno de ellos es el planteamiento inicial de los dos bandos que protagonizan la obra. El primer acto explica cómo a la muerte del rey Sancho se entabla en Castilla una lucha por el trono en la que se enfrentan doña María, don Pedro de Aragón, don Juan y don Enrique de León, que históricamente fue defensor de la de Molina y no su antagonista, como en el drama. Este exagera, pues, la soledad de la reina y por tanto la ensalza como heroína romántica, lo que redunda en el panegírico de María Cristina. No obstante, y porque es consciente de la lectura en términos políticos de que es susceptible la pieza, Roca no duda en introducir sutiles menciones a monarquías europeas que, si bien no intervienen en la cuestión sucesoria del rey Sancho y suponen, por tanto, una inexactitud histórica más, sí apoyan la causa legitimista que encabeza María Cristina. Como indica el dramaturgo a propósito de unos versos en los que doña María se confiesa arropada por «reyes / que miran sus coronas empeñadas / en defender la libertad y el trono / excelso de Pelayo» (II, 4, 47),

Destinada esta obra a ser representada cuando la salud de España pendía del mayor o menor interés que tomasen las naciones extranjeras en nuestra paz, fue forzoso intercalar estos versos para no contrariar los deseos generales, como hubiera sucedido si se hubiese presentado la causa española tan abandonada por todos como en realidad estuvo en tiempo doña María.


(nota 24, pág. 160)                


Otro caso de anacronismo, acaso el más justificable por los contenidos patrióticos claros de la obra, es la constante mención de la unidad española, de la paz y el sosiego en que la patria vive bajo el cetro de una mujer fuerte, alusiones estas que aparecen desde la escena dos del primer acto. En ella asistimos a una característica acción metateatral: una serie de personajes actúan en el tablado central de una plaza y un coro entona un cántico alusivo a la situación de España en tiempos de dona María (sic) y de María Cristina; el breve estribillo del mismo ejemplifica cuanto comentamos:


Vitor, Vitor, que al aire tremola
otra vez el morado pendón,
noble signo de gloria española,
dulce emblema de paz y de unión.


(I, 2, 10)                


Como vemos, desde el inicio del drama abundan los guiños más o menos explícitos a la situación de la España decimonónica. La primera declamación extensa, la de Alfonso en el acto I, aborda contenidos de claro tono populista que la obra desarrollará convenientemente,

ALFONSO
¿Qué es el mirar ¡o placer!
las cortes entre nosotros,
y no por mí, por vosotros,
los fueros restablecer
de la hollada monarquía?
¿Qué es ver un rey en la cuna
deber toda su fortuna
a su pueblo?8

(I, 1, 4)                


y plantea la reivindicación liberal de la valía del hombre por sus actos, no por su estirpe o linaje, lo que supone, según J. Rubio Jiménez9, un ataque a la tiranía estamental a través de la idea central de su moral: el honor. Así, no es extraño que el escudero que ha perdido a un hijo en la batalla se considere por tal pérdida más digno en la lucha que cuantos esgrimen blasones, «abuelos, barras de oro», como privilegio (I, 1, 4).

Del mismo modo, el posicionamiento anticarlista del dramaturgo se explicita desde los primeros compases de la pieza. En la intervención de Alfonso, que acabamos de mencionar, el fiel seguidor de doña María se refiere a los enemigos de la misma en términos de «hueste traidora / del mismo infante que agora / aspira al mando real» (I, 1, 5). Más adelante, el coro que interpreta un cántico en la plaza afirma:


Tiemble, tiemble a su vista el perjuro
que insensato cadenas ostenta,
que jamás una mano sangrienta
manchará de Pelayo el pavés.


(I, 2, 10)                


Estas alusiones a un único enemigo de la reina resultan históricamente inexactas (fueron varios los aspirantes a suceder al rey Sancho tras su muerte), pero son dramáticamente justificables por la recepción que de la obra se hace en el fragor de la primera guerra carlista: el candidato al trono de Castilla que menciona el coro no se corresponde con la realidad del siglo XIV, pero sí con la de 1837.

Planteados estos puntos de partida arranca la acción del drama. Antes de irrumpir efectivamente en las tablas (escena 3), la heroína es presentada verbalmente por los suyos. Los elementos fundamentales que la definen, al decir de sus leales, son la belleza, la majestad y su respetabilidad como madre del heredero. De este modo se sugiere la perfección de la protagonista a través de una caracterización integral de la misma de acuerdo con todos los parámetros que se le suponen a una regente: como mujer, como reina, como madre del rey y garante de la legitimidad dinástica.

Las escenas tres y cuatro encierran un auténtico discurso apologético de este legitimismo a que nos referimos. En ellas exponen sus razones a favor de doña María los diferentes estamentos en que se sustenta la gobernabilidad del reino: la monarquía, la nobleza, el clero y el pueblo. La misma reina defiende ante los suyos los valores que encarna. Así, se declara defensora del pueblo a quien debe todos sus esfuerzos y al que tutela maternalmente, desprecia el fasto y la vanagloria, es valiente y no teme a los traidores que -sabe- la rodean, y se manifiesta abiertamente como digna representante del pundonor de Pelayo (I, 4, 16-17), alusión esta especialmente significativa si tenemos en cuenta que este último es uno de los personajes mitificados por los liberales desde los tiempos de la Guerra de la Independencia10.

El pueblo, y en su nombre Sancho y Fernando, devuelven a la reina la confianza que esta deposita en él. Así, mientras para los leales a la de Molina los villanos son el sustento de la monarquía y por tanto merecen respeto, como indica Haro (I, 4, 18), para los traidores la consideración del pueblo es negativa: una turba, una masa ávida de sangre que no duda en interrumpir con sus desmanes el festejo en honor del mismo rey al que sirven. Véase, a este respecto, las consideraciones diferentes de don Pedro, por una parte, y de Haro, por otra:

DON PEDRO
¿Y quién hubiera creído
que en la corte e una dama,
de la clemente María,
un pueblo, que fiel se llama,
con sangre festejaría
al mismo rey que proclama?
haro
No hiciera mucho en temblar
quien perturba el regocijo
de un pueblo libre.

(I, 4, 18)                


La nobleza guerrera partidaria del legitimismo que encarna la de Molina se expresa a través de Haro. De su boca escuchamos alabanzas a la virtud y al respeto que ya en vida del rey Sancho había inspirado esa dama llegada «desde clima extranjero» (I, 3, 13) que el receptor asocia al punto con la también extranjera María Cristina, de benéfica influencia en el ámbito de las artes desde su matrimonio con Fernando VII. Esta reina (doña María-María Cristina) es, según el drama, la elegida para devolver a su hogar a los exiliados en otro tiempo y para enjugar el llanto de Castilla por sus hijos muertos en una larga guerra fratricida:


¿Quién habrá que no mire con su sangre
el pabellón glorioso mancillado
de la española libertad? ¿Quién puede
llamarse hoy libre sin que ayer esclavo
gimiese en la mazmorra, o mendigase
acerbo pan en climas apartados?
A enjugar tantas lágrimas, señora,
los cielos compasivos te llamaron.


(I, 3, 15)                


La postura del clero, representada por el abad, no está tan clara. En un principio declara a doña María depositaria del cetro de San Fernando y por tanto legítima reina, pero el consejo del religioso a la mujer (debe despreocuparse de las «hablillas» del vulgo (I, 3, 13), que mira con malos ojos su gobierno) introduce un matiz discordante en el -hasta ahora- unísono clamor legitimista esbozado por el drama. En efecto, en la escena sexta se produce un brusco quiebro argumental que rompe el idílico panorama de cortesía y generosidad que se había dibujado hasta ese momento. Tras una última efusividad fraterna de Haro (que abraza a don Pedro y jura a su lado defender hasta la muerte a la reina que, según sospechamos desde este momento, ama en secreto) quedan solos en escena el abad, don Pedro y don Juan. Entonces vemos que el clérigo en realidad apoya la conjura que se trama en secreto contra la reina, y que la apariencia de armonía es sólo eso, una pantalla que encubre la sangre de las batallas que se están llevando a cabo en diferentes frentes por la corona de Castilla. Del mismo modo, el caballeroso don Juan es en realidad un traidor insensible y arquetípico de la historia española (el asesino del hijo de Guzmán el Bueno que aún conserva el puñal con que segó la vida del muchacho). María Cristina, como doña María, debe vivir alerta y ser menos bondadosa, porque la traición se esconde en sus leales, incluso en el seno de las fuerzas vivas del reino (el clero), sugiere el drama, que en este punto se alinea en la órbita del anticlericalismo liberal que tanta fortuna alcanza en el teatro romántico. La obra de teatro, que hasta este momento era fundamentalmente un alegato patriótico, se carga paulatinamente de alusiones políticas muy claras que el público interpreta en unas claves muy concretas.

Si consultamos los apuntes que la compañía de Romea y Luna utilizo para el montaje de la pieza en su estreno11 veremos que en la escena sexta se coloca entre corchetes un extenso fragmento de la conversación entre don Pedro y el Abad, lo que indica que tales intervenciones se suprimieron en la representación de la obra. Pues bien: todas ellas coinciden en señalar características positivas de los traidores, como el amor hacia sus vasallos, su coherencia ideológica, el valor y la audacia que les mueven. Precisamente para eliminar cualquier razón que pudiera avalar, aun mínimamente, la acción de los conspiradores, estas alusiones son sistemáticamente eliminadas en la puesta en escena, quizá para provocar en el público una reacción mas patriótica aún que la que sugiere la lectura del texto, que se había publicado antes del estreno sin ningún tipo de amputaciones. El multiperspectivismo desde el que se aborda el tema de la traición y la conjura en Martínez de la Rosa se reduce en Roca de Togores, o al menos en la representación de su pieza, para provocar el efecto que se busca: la exaltación patriótica en uno de los años más crueles en la guerra civil carlista12.

Con la reaparición de la reina en la escena 4 del segundo acto retoman su protagonismo los motivos de exaltación patriótica iniciales. La argumentación de doña María en su diálogo con don Enrique puede trasladarse perfectamente a 1837:


Obedezca mi voz, guarde las leyes,
deponga el ciego infante su insolencia
y el fratricida acero,
y entonces a la voz de mi clemencia
se abrazaran en paz los castellanos,
y si enemigos son, serán hermanos.


(II, 4, 47)                


La reina María, como buena heroína romántica está sola y sola se enfrenta al mundo y al destino. El papa de Roma amenaza con declarar nulo su matrimonio con el rey Sancho y por tanto ilegítimos los hijos habidos en él, se le hace saber que sus arcas están vacías y que el pueblo comienza a pasar hambre, y por último don Enrique le propone el matrimonio con don Pedro para reforzar su posición en el trono. Ante estas tres circunstancias el drama dibuja de forma idealizante el perfil de una mujer valiente y de una reina demagógica (II, 4, 48-53), que rentabiliza (y con ella, dramáticamente, el propio Molins) los ataques contra su persona a través de arengas inflamadas de ardor patriótico extraordinariamente pertinentes en la España del 3713.

Antes mencionábamos las diferencias en la expresión de la legitimidad de la conjura que se perciben en el texto editado con respecto al representado. En el acto III, sin embargo, la puesta en escena no potencia los contenidos políticos, sino que los mitiga en aras de una mayor espectacularidad formal del conjunto. Se recrea una escena cortesana en la que asistimos al animado diálogo entre todos los caballeros que han justado en el torneo previo al festín que se representa. Como es habitual, los números musicales se intercalan en la acción y subrayan o matizan sus contenidos14, pero mientras el canto que leen los receptores de la edición alude a la cuestión sucesoria, la versión reducida que escuchan los asistentes a la representación carece de connotación política alguna. La puesta en escena transforma las intervenciones de los solistas,


canta una
en pro de tiranos
¡oh mengua, oh desdoro!
de sangre y de lloro
asaz se vertió.
Dejad, mis hermanos,
dejad la cuchilla,
que reina en Castilla
un ángel de Dios.


(III, 1, 72)                


en una simple canción cortesana:

CORO
Cantemos al bravo,
valiente adalid,
que en pro de las bellas
no teme morir

(Ídem, 71)                


Tras el paréntesis en la exposición política que supone el tercer acto, el cuarto retoma el hilo argumental en que se sustenta la filosofía de la obra y presenta en escena el momento en que los oponentes de la reina se dan cita en el sepulcro de la iglesia antigua de las Huelgas, en Valladolid (IV, 1, 99). En el inicio de la pieza se había planteado ya la legitimidad de las aspiraciones de doña María al trono desde un punto de vista incluso religioso. En este sentido la inclusión del clero -personificado en el abad- entre los insurrectos acentuaba el carácter casi sacrílego de la conjura y esta quedaba deslegitimada tanto desde el punto de vista político como desde el moral. Pues bien, la ubicación de la trama contra la de Molina en un panteón, es decir, un lugar ligado a lo sagrado, incide en este aspecto. Las connotaciones lúgubres de este espacio (no hay nadie en el sepulcro abierto pero debajo están los enterrados de la comunidad religiosa, no hace frío porque es víspera de San Juan pero uno de los conjurados tiembla de miedo...) se intensifican verbalmente a través de las intervenciones de los personajes, que en un determinado momento expresan su miedo a través de una nada casual alusión a Cristo:

FORTÚN.-  Sí, pero al cabo hablemos claro, yo soy tan bueno como tú para dar una puñalada a Cristo vivo, pero con los muertos...


(IV, 1, 100)                


Lo que aparentemente es una expresión popular en que la mención de Cristo aparece deslexicalizada, vaciada de contenido religioso, se convierte en premonitoria de la conjuración que se preparará momentos después y en ese mismo escenario contra doña María, quien, a su vez, tras descubrir a los traidores descenderá del altar mayor, del lugar dedicado a la divinidad, para desbaratar la revuelta (IV, 6, 117)15.

Este carácter sacrílego de la insurrección como motivo deslegitimador de la misma se muestra con más fuerza si cabe en el final del acto. Los conjurados se reúnen ante el altar, extienden un mantel y colocan en él el cetro real y las copas con las que brindan por el reino que están repartiendo entre ellos. El abad bendice al rey Juan y proclama los principios que nunca debe olvidar un monarca, entre ellos el de su derecho divino al trono, que le obliga a servir a Dios con unción y con generosidad a sus ministros en la tierra (IV, 5, 115). La defensa de los principios del antiguo régimen queda así ridiculizada al verse reducida a una cuestión de egoísmo personal, de ambición individual.

El efectista coup de théâtre de las últimas escenas devuelve a los conjurados a su papel primero de cobardes: cuando la reina irrumpe desde lo alto del altar don Juan cae a sus pies y arroja de sí cetro y corona. Pero será finalmente un representante del pueblo quien salve la situación y a doña María: Alfonso, el escudero que con sus palabras centraba ideológicamente el drama en sus inicios, da muerte a Túbal en el momento en que este se dispone a asesinar a la reina. La de Molina, partidaria siempre de la ley y el orden, impide un linchamiento popular que la hace aún más querida por los suyos (IV, 8, 120). El único punto desconcertante en este aparente triunfo regio es la ambigua presencia en escena de don Enrique, que anuncia el triunfo de la traición y deja en suspenso el desenlace del drama hasta el siguiente acto.

El quinto y último incide nuevamente en la valoración positiva del pueblo. En la escena tercera Alfonso eleva su voz en medio de las Cortes para rebatir a don Enrique; el simbolismo de este villano que se impone a un noble en un foro tradicionalmente vedado a los no caballeros es evidente. Pero además es muy interesante el contenido de su discurso, en el que defiende una monarquía limpia de sangre, pero también justa, y en cualquier caso en paz:


[...] la torpe adulación aquí se llama
ciencia de estado; la calumnia impía,
que la virtud y el mérito difama,
donosa ingenuidad; la hipocresía
religioso fervor; pública fama
los comprados elogios; patriotismo
la imprudente ambición, el egoísmo.
Castellanos, la enseña que seguimos,
[...]
¿queréis que si con sangre la teñimos
al pendón enemigo la igualemos?


(V, 3, 134)                


La reina, por su parte, se despoja en el desenlace de su majestad para convertirse en una simple mujer que busca desesperada al hijo que cree en peligro. Durante la larga escena octava se pone de relieve la fuerza de esta madre capaz de cualquier medida extrema que pudiera tomar llevada por las circunstancias y que, en medio de su locura, llama en su auxilio a todos aquellos que son padres. El recurso al melodramatismo, bastante elemental por otra parte, surtió efecto y la escena fue interrumpida por un enardecido aplauso, sobre todo en el momento de las explícitas alusiones a la reina Cristina16:


[...] llegará un día,
y una reina, una madre, el cetro mismo
sostendrá que me usurpas, y su pueblo
libre, feliz, victorioso, unido,
su nombre aclamará cual divisa
de libertad y amor, y tú, proscrito,
furioso, errante, climas apartados
correrás mil, negándote el destino
hasta la honrosa muerte que termina
del malvado valiente los delitos.


(V, 8, 145)                


J. Donoso Cortés en su reseña de El Porvenir (28 de julio de 1837) parece hacerse eco de estos versos cuando exclama:

También reina en España en nuestros días una huérfana cuya cuna se mece en las turbulentas olas de mares irritados; también silban sobre esa cuna providencial las serpientes; también una mujer cuyo nombre vivirá puro, grande y glorioso en la historia, preside con cetro de oro a la consumación de nuestros altos destinos; [...] también, en fin, triunfará; y dado al aire su pendón, vivirán los españoles, bajo su pacífico reinado, días de paz y de bonanza, días apacibles y serenos.


En los últimos momentos la reina vuelve en sí para conocer que su hijo se ha salvado porque el pueblo ha ayudado a Alonso a sacarle ileso del alcázar. La corona de María se asienta en el pueblo, esa es su fuerza y por eso reinará, como anuncia el arzobispo, porque no existe otra legitimación que la popular (V, 9, 146).

Es evidente el carácter propagandístico del drama, en una dirección muy clara, y es evidente también el valor que, desde una postura claramente demagógica, se le confiere al pueblo en un momento histórico en el que se necesita de su fuerza y apoyo para sostener una guerra civil sangrienta por una cuestión dinástica. El teatro, plataforma de transmisión de contenidos e ideologías, se convierte en altavoz del bando legitimista y consigue, con títulos como este, fortuna y aplauso, quizá porque la historia la escriben los vencedores y este drama es, finalmente, una proclama del bando que ostenta el poder.





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